Capítulo 2
El misterio del cofre español no era, estrictamente hablando, cosa de Poirot. Estaba ocupándose en aquel momento de una delicada misión por encargo de una importante compañía petrolífera, uno de cuyos magnates parecía estar complicado en un asunto dudoso. Era todo muy secreto, muy importante y sumamente lucrativo. Era lo bastante complicado para merecer la atención de Poirot y tenía la gran ventaja de requerir muy poca actividad física.
Era un asunto muy refinado y sin sangre. Crimen en las altas esferas.
El misterio del cofre español era dramático y emocionante; dos cualidades que, como Poirot le había dicho muchas veces a Hastings, suelen ser apreciadas con exceso (cosa que Hastings era muy dado a hacer). Había estado siempre muy severo con ce cher Hastings a este respecto y ahora él estaba reaccionando de modo muy similar a como hubiera reaccionado su amigo; estaba obsesionado con las mujeres guapas, los crímenes pasionales, los celos, el odio y todos los demás motivos de los crímenes románticos. Quería saber todos los detalles de aquel caso. Quería saber cómo era el comandante Rich, cómo era Burgess, su criado, cómo era Margharita Clayton (aunque eso creía saberlo), cómo había sido el difunto Arnold Clayton (ya que, según él, la personalidad de la víctima era factor importantísimo en un asesinato), incluso cómo eran el teniente Maclaren, el amigo fiel, y el señor y la señora Spence, los amigos recientes.
¡Y no sabía cómo iba a poder satisfacer su curiosidad!
Más tarde, el mismo día, se puso a meditar en el asunto.
¿Por qué le intrigaba tanto aquel caso? Después de reflexionar, llegó a la conclusión de que le intrigaba porque, juzgando los hechos por los periódicos, el asunto era poco menos que imposible. Sí, había allí un problema muy difícil.
Partiendo de lo que podía aceptarse, dos hombres se habían peleado. La causa, probablemente, una mujer. En un arrebato, un hombre mató a otro. Sí, eso había ocurrido; aunque hubiera sido más natural que el marido hubiera matado al amante. Pero el caso era que el amante había matado al marido, clavándole una daga... un arma poco corriente.
¿Sería italiana la madre del comandante Rich? Tenía que haber una razón que explicara la elección de la daga. (¡Algunos periódicos la llamaban estilete!) Estaba a mano y se había servido de ella. El cadáver fue escondido en el cofre. Eso era de sentido común e inevitable. El crimen no había sido premeditado y, como el criado iba a volver de un momento a otro y los cuatro invitados no tardarían en llegar, no parecía que quedara otra alternativa.
Terminada la fiesta, se retiran los invitados, el criado se había marchado más temprano y... ¡el comandante Rich se va a la cama!
Para comprender esta conducta, hay que ver al comandante Rich y averiguar concienzudamente qué clase de hombre es.
¿Sería posible que, abrumado por el horror de lo que había hecho y por la tensión de estar toda la noche tratando de parecer normal, hubiera tomado algún somnífero o sedante y dormido pacíficamente hasta más tarde de lo acostumbrado? Era posible. ¿O sería (¡qué interesante para los psiquiatras!) que el complejo de culpabilidad subconsciente había querido que el crimen fuera descubierto? Para llegar a una conclusión en ese punto, había que ver al comandante Rich. Siempre se volvía a...
Sonó el teléfono. Poirot lo dejó sonar algún tiempo, hasta que se dio cuenta de que la señorita Lemon se había marchado hacía ya rato, después de llevarle la correspondencia para firmar, y que probablemente George hacía algunos momentos que había salido. Cogió el auricular.
—¿Monsieur Poirot?
—¡Al habla!
—¡Ay, qué estupendo! —Poirot pestañeó ligeramente ante el fervor de la encantadora voz de mujer—. Le habla Abbie Chatterton.
—¡Ah, lady Chatterton! ¿Qué puedo hacer yo por usted?
—Venir lo más de prisa que pueda a un cóctel espantoso que estoy dando. No es precisamente por el cóctel, en realidad es para algo completamente distinto. Le necesito. Es de lo más vital. Por favor, por favor, por favor, no me falte. No me diga que no puede.
Poirot no iba a decir nada semejante. Lord Chatterton, aparte de ser par del reino y de pronunciar de cuando en cuando un discurso muy aburrido en la Cámara de los Lores, no era nada especial. Pero lady Chatterton era una de las personalidades más brillantes de lo que Poirot llamaba le haut monde. Todo lo que decía o hacía era noticia. Poseía inteligencia, belleza, originalidad y vitalidad suficiente para lanzar un cohete a la luna.
—Le necesito. ¡Déle un retorcidito a ese maravilloso bigote suyo y venga!
La cosa no fue tan rápida. Poirot tuvo primero que arreglarse meticulosamente. Le dio el toquecito a los bigotes y se puso en camino.
La puerta de la encantadora casa de lady Chatterton en la calle Cherlton estaba entreabierta y de dentro salía un ruido como de animales amontonados en un parque zoológico. Lady Chatterton, que tenía acaparada la atención de dos embajadores, un jugador internacional de rugby y un evangelista americano, se libró de ellos como por arte de magia y en un momento estuvo al lado de Hércules Poirot.
—¡Monsieur Poirot, qué estupendo volverle a ver! No, no tome ese Martini, que es horrible. Tengo algo especial para usted... una especie de sirop que beben los caídes en Marruecos. Está arriba, en mi cuartito de estar.
Abrió la marcha y Poirot la siguió escalera arriba. Lady Chatterton se detuvo para decir por encima de su hombro:
—No he suspendido la fiesta porque es esencial que nadie se entere de que aquí pasa algo y les he prometido a los criados unas gratificaciones enormes si la cosa no trasciende. No es agradable tener la casa invadida de periodistas. Y, además, bastante ha pasado ya la pobrecilla.
Lady Chatterton no se detuvo en el descansillo del primer piso, sino que siguió hasta el segundo.
Jadeando y algo desconcertado, Poirot continuó detrás de ella.
Lady Chatterton se detuvo, lanzó una mirada rápida por encima del pasamano de la escalera y abrió una puerta, exclamando:
—¡Lo tengo, Margharita! ¡Lo tengo! ¡Aquí está!
Se hizo a un lado, en actitud triunfal, para dejar pasar a Poirot, y luego hizo una presentación rápida.
—Margharita Clayton. Una amiga muy, muy querida. ¿Le ayudará usted, verdad que sí? Margharita, éste es el maravilloso Hércules Poirot. Hará todo lo que quieras, ¿verdad que sí, querido Poirot?
Y sin esperar una respuesta con la que contaba de antemano (no en balde había sido lady Chatterton toda su vida una belleza mimada), salió precipitadamente de la habitación y escalera abajo, diciéndoles en voz alta, sin ninguna discreción:
—Tengo que volver junto a esa gente tan horrible...
La mujer, que estaba sentada en una butaca junto a la ventana, se levantó y se acercó a Poirot. La habría reconocido aunque lady Chatterton no hubiera mencionado su nombre. Allí estaba aquella frente amplia, muy amplia, el cabello oscuro que arrancaba de ella en forma de bandos, los ojos grises, muy separados... Llevaba un vestido de un negro mate, ceñido y sin escote, que hacía resaltar la belleza de su cuerpo, la blancura de magnolia de su piel. Era un rostro original, más que hermoso, uno de esos rostros de proporciones extrañas que se ven a veces en los primitivos italianos. Tenía una especie de sencillez medieval, una inocencia extraña que, pensó Poirot, podía causar más estragos que la voluptuosidad más refinada. Al hablar, lo hizo con una especie de candor infantil.
—Dice Abbie que me va usted a ayudar...
Le miró con expresión grave e interrogante.
Durante un momento, Poirot permaneció inmóvil, examinándola con gran atención. En la actitud de Poirot no había la menor impertinencia. Su mirada, amable pero inquisitiva, se asemejaba más bien a la de un médico famoso que recibe por primera vez a un paciente.
—¿Está usted segura, señora, de que puedo ayudarla? —dijo por fin Poirot.
Las mejillas de Margarita Clayton enrojecieron ligeramente.
—No le comprendo.
—¿Qué quiere usted que haga?
—Ah —parecía sorprendida—. Creí... que sabía quién era yo.
—Sé quién es usted. Su marido ha sido asesinado, apuñalado, y han detenido y acusado del asesinato a un tal comandante Rich.
El rubor se hizo más violento.
—El comandante Rich no mató a mi marido.
Rápido como una centella, Poirot preguntó:
—¿Por qué no?
Ella se le quedó mirando, perpleja:
—¿Cómo... cómo dice?
—La he desconcertado porque no le he hecho la pregunta que todo el mundo hace: la policía, los abogados... «¿Por qué iba a matar el comandante Rich a Arnold Clayton?» Pero yo pregunto lo contrario. Yo le pregunto señora, ¿por qué está usted tan segura de que el comandante Rich no le mató?
—Porque —hizo una breve pausa—, porque conozco muy bien al comandante Rich.
—Conoce usted muy bien al comandante Rich —repitió Poirot, con voz desprovista de entonación.
Tras una breve pausa, preguntó vivamente:
—¿Hasta qué punto?
Poirot no supo si ella había comprendido o no lo que quería decir: «Ésta es una mujer muy sencilla o muy sutil —se dijo—. Muchas personas deben haberse preguntado seguramente lo mismo respecto a Margharita Clayton...»
—¿Hasta qué punto? —Margharita Clayton le miraba, indecisa—. Hace cinco años... no, pronto hará los seis.
—No era eso exactamente lo que quería decir... Tiene usted que comprender, señora, que me veré obligado a hacerle preguntas molestas. Puede que me diga la verdad; puede que mienta. A veces las mujeres tienen necesidad de mentir. Tienen que defenderse y la mentira puede ser un arma poderosa. Pero hay tres personas a las que una mujer debe decir siempre la verdad: a su confesor, a su peluquero y a su detective privado... si confía en él. ¿Confía usted en mí, señora?
Margharita Clayton suspiró profundamente.
—Sí —dijo—, confío en usted —y añadió—: Tengo que confiar en usted.
—Muy bien. ¿Qué quiere usted que haga, que encuentre al asesino de su marido?
—Sí..., supongo que sí.
—¿Pero eso no es lo esencial, verdad? ¿Entonces quiere usted que libre de sospechas al comandante Rich?
Margharita Clayton afirmó vivamente con la cabeza.
—¿Eso... y nada más que eso?
Poirot se dio cuenta de que la pregunta era innecesaria. Margarita Clayton era una mujer que nunca veía dos cosas a un tiempo.
—Y ahora —dijo Poirot— vamos con la impertinencia. ¿Usted y el comandante Rich son amantes?
—¿Quiere usted decir si tenemos relaciones ilícitas? No.
—¿Pero él estaba enamorado de usted?
—Sí.
—¿Y usted... estaba enamorada de él?
—Creo que sí.
—No parece estar muy segura.
—Estoy segura... ahora.
—¡Ah! ¿Entonces no estaba usted enamorada de su marido?
—No.
—Su respuesta es de una sencillez admirable. La mayoría de las mujeres querrían explicar muy extensamente la naturaleza de sus sentimientos. ¿Cuánto tiempo llevaban casados?
—Once años.
—¿Puede usted decirme algo de su marido? ¿Qué clase de hombre era?
Margharita Clayton quedóse pensativa y frunció el entrecejo.
—Es difícil. En realidad, no sé qué clase de hombre era Arnold. Era muy callado, muy reservado. No se sabía lo que estaba pensando. Era inteligente, desde luego; todo el mundo decía que era brillante... en su trabajo, quiero decir... No..., ¿cómo diría yo? Nunca hablaba de sí mismo.
—¿Estaba enamorado de usted?
—Sí, desde luego. Debía estarlo. Si no, no le hubiera importado tanto... —se calló de pronto.
—¿El que hubiera otros hombres a su alrededor? ¿Era eso lo que iba usted a decir? Y, dígame, ¿era celoso?
Margharita Clayton dijo:
—Debía de serlo.
Y luego, como si creyera que la frase necesitaba ser explicada, continuó:
—A veces se pasaba días sin querer hablar...
Poirot meneó la cabeza, pensativo.
—¿Es ésa la primera violencia que ha conocido usted en su vida?
—¿Violencia? —frunció el entrecejo y luego enrojeció—. ¿Se... se refiere usted a aquel pobre chico que se pegó un tiro?
—Sí —dijo Poirot—. A algo así es a lo que me refiero.
—No tenía idea de que me quería tanto... Me daba pena. ¡Parecía tan tímido, tan solo! Creo que debía de ser neurótico. Y luego hubo dos italianos... un duelo... ¡Fue absurdo! Ahora que, gracias a Dios, ninguno de ellos murió. ¡Y, en serio, no me importaba nada ninguno de los dos! Ni tampoco lo pretendí.
—No. ¡Usted se limitaba a estar allí! Y, donde usted está, ocurren estas cosas. No es la primera vez que lo veo. Precisamente porque usted no se interesa, los hombres se vuelven locos. Pero el comandante Rich le interesa. De modo que tenemos que hacer lo que podamos.
Permaneció en silencio un momento. Ella le miraba con expresión grave.
—De los caracteres, que muchas veces son los que tienen verdadera importancia, vamos a pasar a los hechos concretos. Sólo sé lo que ha venido en los periódicos. Según se desprende de los reportajes, sólo dos personas han tenido oportunidad de matar a su marido; sólo dos personas pudieron haberle matado: el comandante Rich y el criado del propio comandante Rich.
Ella dijo con obstinación:
—Sé que Charles no lo mató.
—Entonces tiene que haber sido el criado. ¿Está usted de acuerdo?
Ella dijo, no muy convencida:
—Comprendo lo que quiere decir.
—¿Pero no está convencida de que sea cierto?
—¡Es que parece... fantástico!
—Sin embargo, es una posibilidad. No existe la menor duda de que su marido fue al piso, puesto que el cadáver fue encontrado allí. Si lo que cuenta el criado es cierto, el comandante Rich le mató. Pero, ¿y si lo que cuenta el criado es falso? Entonces el criado le mató y escondió el cadáver en el cofre, antes de que su señor regresara. Para él era un medio estupendo de deshacerse del cadáver. Lo único que tenía que hacer era «ver la mancha de sangre» a la mañana siguiente y «encontrar» el cadáver. Las sospechas recaerían inmediatamente en el comandante Rich.
—¿Pero, por qué tenía que matar a Arnold?
—Eso, ¿qué motivo iba a tener? No puede estar muy claro, puesto que la policía no lo ha descubierto. Es posible que su marido supiera algo deshonroso del criado y que fuera a decírselo al comandante Rich. ¿Le habló su marido alguna vez de ese Burgess?
Ella negó con la cabeza.
—¿Cree usted que se lo hubiera dicho, si lo que estoy suponiendo es cierto?
—Es difícil de decir. Puede que no. Arnold nunca hablaba mucho de la gente. Ya le he dicho que era muy reservado. No era... nunca fue charlatán.
—Era un hombre que se guardaba las cosas para sí... Sí, ¿y qué opina usted de Burgess?
—No es un hombre en el que se fijaría uno mucho. Bastante buen criado. Eficiente, desde luego, pero no muy refinado.
—¿Qué edad?
—Unos treinta y siete o treinta y ocho años, calculo yo. Estuvo en el ejército cuando la guerra, pero no era soldado regular.
—¿Cuánto tiempo lleva con el comandante?
—No mucho. Año y medio aproximadamente.
—¿Nunca observó nada extraño en su actitud respecto a su marido?
—No íbamos por allí con mucha frecuencia. No, no noté nada en absoluto.
—Ahora cuénteme lo que ocurrió aquella noche. ¿Para qué hora era la invitación?
—Para las ocho y cuarto; la cena era a las ocho y media.
—¿Qué clase de reunión iba a ser?
—Pues iba a haber bebidas y una especie de cena fría, por regla general muy buena. Foie-gras y tostadas calientes. Salmón ahumado. Algunas veces ponían un plato caliente de arroz. Charles tenía una receta especial que había aprendido en el Cercano Oriente..., pero eso era más bien para el invierno. Luego solíamos poner música. Charles tenía un gramófono estereofónico muy bueno. Mi marido y Jock Maclane eran muy aficionados a la música clásica. Y poníamos música de baile; a los Spence les gustaba mucho bailar... Ese plan... una velada completamente formal. Charles sabía hacer muy bien los honores.
—Y esa noche en particular, ¿fue como las demás? ¿No observó usted nada fuera de lo corriente, nada fuera de su sitio?
—¿Fuera de su sitio? —frunció el entrecejo un momento—. Cuando dijo usted eso... no, no me acuerdo. Había algo... —negó con la cabeza—. No. No hubo nada fuera de lo corriente aquella noche. Nos divertimos. Todo el mundo parecía tranquilo y contento —se estremeció—. Y pensar que todo el tiempo...
Poirot alzó rápidamente una mano.
—No piense. ¿Qué sabe usted del asunto que llevó a su marido a Escocia?
—No gran cosa. Había un desacuerdo sobre las restricciones para vender un terreno de mi marido. Parecía que ya estaba todo decidido y entonces surgió una complicación.
—¿Qué fue lo que le dijo su marido exactamente?
—Entró con un telegrama en la mano. Si no recuerdo mal, lo que dijo fue: «Es una verdadera lata. Tendré que coger el correo nocturno de Edimburgo y ver a Johnston mañana a primera hora... Un fastidio, cuando parecía que por fin iba todo bien.» Luego dijo: «¿Quieres que llame a Jock y le diga que venga a recogerte?» Yo le respondí que no era necesario, pues cogería un taxi, y Jock o los Spence me traerían a casa. Le pregunté si quería que le preparara una maleta para el viaje y me contestó que él mismo metería unas cuantas cosas y que comería cualquier cosa en el club antes de coger el tren. Se marchó y... y ésa fue la última vez que le vi.
Le falló un poco la voz al pronunciar las últimas palabras.
Poirot le miró fijamente.
—¿Le enseñó el telegrama?
—No.
—¡Qué lástima!
—¿Por qué?
Poirot no contestó a la pregunta.
—Vamos al grano —dijo vivamente—. ¿Quiénes son los representantes legales del comandante Rich?
Ella se lo dijo y Poirot tomó en su carnet nota de la dirección.
—¿Quiere escribirme unas líneas y darme la nota? Quiero concertar una entrevista con el comandante Rich.
—Está... lo han detenido por una semana.
—Naturalmente. Ése es el procedimiento habitual. ¿Quiere hacer el favor de escribir una nota para el teniente Maclaren y otra para sus amigos los Spence? Quiero verlos a todos y es necesario que no me pongan en la puerta.
Cuando Margharita Clayton se levantó de la mesita escritorio, Poirot añadió:
—Otra cosa. Aunque yo formaré mi opinión personal del teniente Maclaren y del señor y la señora Spence, quiero conocer la suya.
—Jock es uno de nuestros amigos más antiguos. Le conozco desde que era una niña. Parece hosco, pero en realidad es un encanto; siempre el mismo, siempre se puede contar con él... No es alegre ni divertido, pero es fuerte como una torre... Tanto Arnold como yo apreciábamos mucho su criterio.
—Y, naturalmente, ¿está también enamorado de usted? —los ojos de Poirot chispearon.
—Ah, sí —dijo Margharita alegremente—. Siempre ha estado enamorado de mí..., su amor se ha convertido en una rutina.
—¿Y los Spence?
—Son divertidos... Una compañía muy agradable. Linda Spence es una chica muy inteligente. A Arnold le gustaba mucho hablar con ella. Es atractiva, además.
—¿Y el marido?
—Ah, Jeremy es encantador. Le gusta mucho la música. También entiende bastante la pintura. Él y yo vamos mucho a ver exposiciones de pintura.
—Bueno, ya juzgaré por mí mismo —le cogió una mano—. Espero, señora, que no se arrepienta de haberme pedido que la ayudara.
Margharita abrió mucho los ojos.
—¿Por qué habría de arrepentirme? —preguntó.
—Nunca se sabe —dijo Hércules Poirot misteriosamente.
Al bajar la escalera Poirot iba diciéndose a sí mismo:
«Y yo... yo no sé nada.»
El cóctel continuaba en pleno apogeo, pero Poirot se escabulló y salió a la calle. «No —repitió—. No sé nada.» Estaba pensando en Margharita Clayton. Aquel candor infantil, aquella inocencia franca, ¿serían eso nada más u ocultarían algo? En la Edad Media había habido mujeres como aquélla, mujeres sobre las que la historia no ha podido ponerse de acuerdo. Pensó en María Estuardo, la reina de Escocia. ¿Sabía aquella noche en Kirk-o'Field lo que iba a ocurrir? ¿O sería completamente inocente? ¿Sería posible que los conspiradores no le hubieran dicho nada? ¿Sería una de esas mujeres sencillas o infantiles, capaces de decirles «no sé nada» y creerlo? Sentía el hechizo de Margharita Clayton. Pero no estaba del todo seguro de ella.
Mujeres como aquélla, aunque inocentes, podían ser causa de crímenes.
Mujeres como aquélla podían ser criminales de intención, aunque no lo fueran de hecho.
Su mano blanca nunca blandía el cuchillo... En cuanto a Margharita Clayton... no, no sabía qué pensar.