TÍA GERVASIA DE FONTES

VIVÍA sola en una casa vieja más allá del empalme de Fontes; en una casa vieja, de planta baja, medio cubierto el tejado por las ramas de la higuera que había crecido torcida y desparramada frente a la puerta, y que daba en los días de San Juan unos higos verdascos muy sabrosos. La tía Gervasia salía con la vaca, dos ovejas y una cabra al pasteiro vecino. Tenía algo de huerta, recogía un carro de patatas y cebaba un puerco. Tenía algunos dineros ahorrados, y aunque vivía muy pobremente, todos los años iba a Guitiriz a tomar las aguas, dejando la hacienda a cargo de unos vecinos, y cinco o seis veces al año daba misas en la parroquia de San Cosme de Petín por las almas de sus difuntos. Todos los suyos habían muerto, y el último un sobrino, de dieciséis años, Cosmiño era un muchachito callado y obediente, que un día empezó a toser, con aquella misma tos honda y ronca que parecía propia de la familia de los Fontes, y en un mes enflaqueció, escupió sangre y se puso a morir. El médico dijo que no había nada que hacer, que Cosmiño estaba sin pulmones, y sólo un milagro le daría la vida. Cosmiño tosía y tosía, y en los descansos, miraba con sus grandes ojos negros para la tía Gervasia e intentaba sonreírle. Una tarde echó más sangre que de costumbre por la boca, quedó como en un pasmo, y cuando salió de él le dijo a la tía Gervasia:

—Vou a morrer sin ter andado en bicicleta!

Y así fue. La tía Gervasia quedó muy dolida, tanto por la muerte de aquel sobrino, que era tan buen compañero, como por no haberle comprado a Cosmiño una bicicleta.

Se la llevaba pidiendo desde los diez años, y la tía Gervasia siempre le decía que para el verano siguiente que se la compraría, si salía bien el parto de la vaca y vendía bien la cría. Ahora se dolía de lo tacaña que fuera, y lloraba por haber dejado a Cosmiño ir al otro mundo sin haber corrido en bicicleta. Se le metió en la cabeza que había cometido una mala acción con su Cosmiño, y que este, donde estuviera, que sería en el Cielo, por bueno y obediente, le guardaría rencor. Y tantas vueltas le dio al asunto en el magín, que se decidió a comprar una bicicleta, la mejor que hubiese en las tiendas de Betanzos donde las vendían. Compró una bicicleta azul, con un timbre en el manillar que sonaba alegre a poco que se le pulsase.

En Fontes había un molinero que tenía un hijo que andaba muy bien en bicicleta, y se llamaba Ruperto. La tía Gervasia consiguió de Ruperto que la acompañase al camposanto, montado en la bicicleta azul, y tocando el timbre de vez en cuando.

Se detuvieron delante del nicho en el que reposaban los restos de Cosmiño, y la tía Gervasia, tras santiguarse, le habló al difuntiño:

—Cosmiño, meu Cosmiño, parió la vaca y te compré la bicicleta. La mejor que había en Betanzos. Y aquí viene conmigo Ruperto, tu amigo Ruperto el de Cabanas, que te va a enseñar a montar en ella.

Ruperto montó en la bicicleta, dio unas vueltas por el camposanto, tocó el timbre en cada una, e hizo unas pruebas de freno mismo delante del crucero de la entrada.

Aquella noche la tía Gervasia durmió tranquila. Al fin, aunque tarde, le había cumplido el gusto a Cosmiño. Dormía profundamente cuando sonó el timbre de la bicicleta y despertó. La bicicleta estaba a los pies de la cama. Seguramente que andaba en ella el alma de Cosmiño, y estrenaba el timbre. La tía Gervasia volvió a dormirse, sonriendo por vez primera en muchos años.