Capítulo 13
AFRONTANDO LO IMPREVISTO
MISIÓN DE NARIOKOTOME, EN TURKANA
15 DE FEBRERO DE 2004
En un viaje por aquellos parajes siempre puedes prever a qué hora sales, pero nunca el día en el que llegarás a tu destino. A las seis de la mañana arrancamos, ya con varias horas de retraso. Tras nuestro rastro quedaba un montículo coronado por una cruz de cañas como testigo del enterramiento.
Nuestra pequeña superviviente se pegó al cristal trasero del vehículo como una lapa a una roca y así permaneció hasta mucho tiempo después de que su poblado hubiese desaparecido en el horizonte. Era como si quisiese desprenderse de un pedazo de su alma mientras permitía a su cuerpo viajar junto a unos desconocidos de extraño aspecto.
Los claros ojos de Richard la contemplaban por el retrovisor.
—Mírala, a pesar de su ingenuidad infantil intuye que todo queda atrás. Ya no llora, porque sus lagrimales se han secado. Ni siquiera es capaz de emitir un gemido de dolor. Sabe que todo lo que conoció desde el día en que nació ha muerto y sólo desea brindar un silencioso adiós a los suyos.
»Los dos sabemos que para ella nada volverá a ser lo mismo. Gracias a su bendita ignorancia, ni siquiera puede suponer lo que la espera. ¿Te has dado cuenta de que lo único que sabemos de esta pequeña es el lugar en el que la encontramos? Probablemente, muy alejado del de su nacimiento, dado el carácter nómada de los pastores. No sabemos ni su nombre ni su filiación; ni siquiera su fecha de nacimiento. ¡Hasta su edad la suponemos! ¿Has pensado que es muy posible que para poder hacerle un documento que la identifique tengan que registrarla antes en los archivos civiles del país? Esta pequeña ni siquiera sabe lo que es Kenia, ignora hasta su propia nacionalidad, porque para ella todo lo que está más allá del horizonte que divisa es el abismo. La misma lejanía e infierno oscuro que ayer al amanecer fue capaz de escupir hacia su tranquilo paraíso a los asesinos y ladrones que terminaron con su familia, poblado y ganado. Para ella todo lo desconocido debe de ser como un antro cubierto de niebla y maldad. Con tanta desconfianza y dolor, ¿crees que podrá occidentalizarse?
—Eso espero, porque a pesar de tu funesto sermón pretendo adoptarla.
Richard no dudó un segundo antes de replicar:
—¡Estás más loca de lo que creía! ¿Lo has pensado bien? No sabes lo que dices. Si lo que pretendes es salvar al mundo complicándote la vida, adelante con el trabajo. Hay millones como ella. ¿Acaso montarás una guardería con todas las niñas que se crucen en tu camino?
Inspiré una vez para conservar la calma.
—No creas que es algo repentino e impulsivo. No tengo hijos y la edad para concebirlos se me está pasando. La idea de adoptar un niño me rondaba la cabeza desde hacía mucho tiempo. Antes, el egoísmo de la mentalidad consumista me frenaba, pero ahora…
Me sentía como en un confesionario. ¿Por qué desconfiaba espiritualmente ante el hombre al que me acababa de entregar físicamente? Como mujer, me sentía demasiado tradicional para separar una cosa de la otra. Proseguí sin dudarlo.
—Ahora, después de haber visto como las mujeres paren cargadas de ilusión confiando sólo en la providencia, me siento rastrera. Por fin he comprendido la llamada vocacional que sienten tantos misioneros, médicos y voluntarios al poco tiempo de coexistir con este gran continente. Dicen que casi todos los que han vivido aquí sufren el mal de África al regresar a sus países de origen. Se implican con esta tierra y sus moradores para tener una excusa y regresar asegurando haber descubierto en este continente su razón de ser.
»He superado los cuarenta. Hace mucho tiempo que me siento vacía y de algún modo sé, aunque pueda sonar egoísta, que esta pequeña niña será mi motor diario. Inconscientemente, me dará tanto que me será imposible recompensarla en toda una vida. El destino nos ha unido y no la dejaré abandonada. Ella será la niña que nunca tuve ni podré tener.
Richard se quedó un instante en silencio e insistió.
—¿De verdad estás segura?
—Nunca he querido nada con más convicción. No puedo salvar al mundo, pero tampoco dejaré que esta niña sea enviada a un inmundo orfanato. Sabes tan bien como yo que, sin la protección de su familia, al llegar a los dieciséis la expulsarán. Y si es tan hermosa como promete, lo más probable es que cualquier agente del Estado o soldado disponga de ella hasta cansarse para luego venderla con promesas de un empleo digno disfrazadas de mentiras a un mercader de esclavas prostitutas. ¿Sabes que Amnistía Internacional denuncia que unos dos millones de niñas al año sufren ese triste destino?
Sentada en la parte trasera del todoterreno, por primera vez me permitió abrazar su esquelético y elegante cuerpecillo. Escondida en mi regazo, alzó la mirada como si me entendiese. Proseguí:
—Si de mí depende, Analía nunca ingresará en un hospicio para terminar engrosando la extensa lista de las niñas más desprotegidas. Te aseguro que cumplirá los veinte sin ser portadora o enferma de sida.
Richard se dio la vuelta para mirarme con cierto sarcasmo.
—¿Todavía no te la han concedido y ya la has bautizado? Te veo como a una de esas mujeres occidentales que buscan la solución a su soledad en un inquilino de la perrera municipal.
De golpe y porrazo despertó la impaciencia que África había adormecido en mí. Y la cólera me obligó a gritar:
—¡Para el coche!
Frenó en medio del camino, sonriendo burlonamente.
—Dime, abogada de los imposibles, ¿qué harás ahora? ¿Acaso pretendes apearte en este campo seco y salvaje?
De un salto bajé del todoterreno con Analía en brazos. Abrí la puerta trasera, tomé mi mochila y un bidón de agua y cerré con todas mis fuerzas. Dejé a la niña en el suelo para que me siguiese y comencé a caminar sin mirar atrás.
Al instante oí como el motor se ponía en marcha de nuevo. Y se detuvo a nuestro lado, reduciendo la velocidad a la de nuestros pasos. Con el brazo apoyado en la ventanilla, Richard continuaba sonriendo. El turkano me miraba desconcertado.
—¡Vete! Esperaremos a que pase un matatu que nos lleve a la misión.
La contundencia de mis palabras borró la sonrisa de su cara.
—No digas tonterías. Sabes que puede tardar días y no sería de extrañar que hasta esos cochambrosos microbuses eviten recorrer este camino plagado de socavones.
Continué sin mirarle.
—No te preocupes por nosotras. Nos resignaremos. Las dos sabemos que el tiempo aquí no tiene la misma medida. Caminaremos reduciendo el trayecto a recorrer con cada paso avanzado. ¿No es eso lo que hacen todos aquí?
Insistió.
—¿Y si cuando llegue el matatu ya tiene sus catorce plazas cubiertas?
Me encogí de hombros despreocupada.
—Continuaremos andando. En la misión no me esperan tan pronto y no tenemos prisa.
Nuestro particular acompañante comenzó a preocuparse.
—No seas cabezota. ¿Es que no ves que la niña no tiene zapatos?
Esa estúpida excusa consiguió aminorar mis pasos.
—Busca algo más ingenioso para detenerme. Para ella el sufrimiento empezará el día en el que intente calzárselos.
—Sube, Carmen. Por Dios te lo pido.
Su súplica me detuvo en seco.
—¿Por Dios? Es la primera vez que te oigo mentarlo y me alegro, porque me demuestras que como muchos que le niegan sueles recurrir a él en momentos de desesperación.
Bajó la mirada sin reconocerlo. En menos de veinticuatro horas me había dejado en dos ocasiones la posibilidad de herir su fama de macho galán.
—Si subes al coche, prometo ayudarte con la burocracia que te vas a encontrar para poder adoptarla. Sabes que como conseguidor no tengo tacha, y estoy dispuesto a obtener todo lo que me pidas.
Parecía desesperado, y me sentí halagada por ello, porque muy a su pesar su tono de voz sonaba sumiso, deseoso de complacerme con tal de que subiese a ese coche. Quizá a pesar de su independencia sentía algo diferente por mí. Algo que nunca reconocería aunque le torturasen. La simple suposición de poder estar engatusando a un hombre mucho más joven que yo me levantó la moral.
Le miré de reojo, parpadeando lentamente con intención seductora. Procurando dar un tono lo más sensual posible a mi voz, repetí sus últimas palabras.
—Así que harás todo lo que te pida. Por mi parte es bastante difícil negarse a un ofrecimiento tan tentador.
Le acaricié el antebrazo que tenía posado en la ventanilla y subí. Analía, sin entender nada pero consciente de que cualquier cosa era mejor que el camino, me siguió como un animalito vagabundo a quien le hace una carantoña.
Según nos acercábamos a la misión de Nariokotome, la pobreza que había parecido imposible de superar unos días atrás en medio de los verdes pastos se hacía extrema en aquellos eriales debido a la desertización del terreno.
Llevábamos más de tres horas dando tumbos cuando, al bordear el cauce seco de un río, nos detuvimos a estirar las piernas. Había un grupo de hombres reunidos en corro. Al acercarme para curiosear, me di cuenta de que todos centraban su atención en un pequeño y angosto agujero que habían excavado. Al sonar un grito proveniente de las entrañas de la tierra, se separaron y comenzaron a tirar al unísono de una gruesa soga. No les entendía porque hablaban en suahili, pero estaba claro que los gritos de las profundidades parecían indicarles la fuerza y velocidad con las que hacerlo.
A los pocos minutos surgieron del brocal las blancas y endurecidas plantas de los pies del hombre que, cabeza abajo, había sido introducido en el orificio. Traía entre las manos un herrumbroso cubo que escondió inmediatamente entre los brazos. Los otros le miraban expectantes. El menos paciente pareció insultarle. El escuálido turkano sonrió tomando un puñado húmedo de tierra del cubo y se lo lanzó. El barro enrojecido resbaló lentamente por la piel del enojado. Éste, en vez de enfadarse, al limpiarse se miró la mano y comenzó a pegar saltos como un niño pletórico de felicidad.
Los demás, carcomidos por la impaciencia de la espera, se abalanzaron sobre el cubo. Olisqueaban la humedad de la tierra y saltaban cantando alrededor del que se había introducido en el hoyo como si acabasen de descubrir el mayor tesoro del mundo.
El turkano que nos guiaba estaba tan feliz como ellos y nos dio explicaciones.
—Un zahorí les aseguró que aquí encontrarían agua. Con una fe ciega, llevan cavando más de un mes sin otras herramientas que la constancia, el tesón y sus encarnadas uñas a modo de pala. ¡Y lo han conseguido!
Aquellos hombres, a pesar de su incultura, tenían tanto que enseñar al mundo. Observándoles tan eufóricos tras alcanzar su meta, cualquiera se atrevía a quejarse. Un pequeño pozo era motivo de celebración y les hacía olvidar el hambre, la miseria y el aislamiento. De algún modo, desde aquel día me pensaría dos veces las cosas antes de sentirme desdichada y daría las gracias hasta por el agua que manara de un simple grifo.
Recordé que no es rico el que más tiene, sino al que le sobran las cosas. Ellos, en aquel momento, se sentían tan ricos como el que más. Cuántas personas conocía permanentemente insatisfechas. Como consumistas enfermizos, ambicionaban tantas necesidades como infelicidad sufrían al no poderlas conseguir. Si algo aprendí de ellos, es que cada uno se crea sus propias necesidades, y en las grandes ciudades cada vez nos creamos más.
Continuamos por un camino en el que las mujeres portaban pesados fardos suspendidos sobre la cabeza en sorprendente equilibrio. Erguidas como estatuas, seguían su transitar con una tranquilidad pasmosa. Algunas, además, llevaban un bebé colgado de la espalda en un gran pañuelo que hacía de columpio para el niño y contrapeso del avanzado embarazo que acarreaban en sus fructíferos vientres.
Un aguador descalzo y desnudo de cintura para arriba tiraba de un carro cargado con el precioso líquido. Otro lo hacía de un arado. En territorio masái pude ver manadas inmensas de burros y me extrañó que no los usaran para el transporte de mercancías. El turkano que nos acompañaba me contestó sin titubear:
—Los masáis y los kikuyus son mucho más ricos que nosotros. Aquí muy pocos cuentan con un animal que les ayude en el cultivo o el transporte. Nos valemos por nosotros mismos y estamos orgullosos de ello.
A las puertas de la misión vimos salir de la escuela a varios niños sonrientes. Todos iban uniformados con camisas naranjas y pantalones o faldas azulonas. Sólo dos tenían zapatos. Analía los miró con curiosidad. Debía de ser la primera vez que veía a tantos pequeños juntos y vestidos de la misma forma. Quiso salir tras ellos, pero se lo impedí. Lo primero que quería era que me acompañase a la enfermería para que le hiciesen un chequeo rudimentario.
Dejé mis bártulos en la casa de huéspedes y me dispuse a buscar al médico de la misión. Antes de encontrarle pasé junto a la capilla, algunas viviendas, un taller de mecánica, otro de carpintería y una granja con gallinas, pavos, conejos, patos y otros tantos animales que salían a nuestro paso haciéndonos tropezar.
Por fin, en el extremo de aquel pequeño pueblo al que llamaban Nariokotome distinguí lo que debía de ser el sanatorio, junto al dispensario de alimentos. Al lado de una cola de una treintena de mujeres, niños y ancianos había un montón de cajas relucientes con una cruz roja dibujada en ellas. Eran medicamentos que acababan de llegar de Europa. La mayoría eran vacunas, retrovirales y antibióticos.
Atajé por un camino que atravesaba una huerta, enmarcado por una curiosa plantación de hierbas aromáticas y medicinales en el que cada matojo estaba identificado con una pequeña tablilla: tomillo, romero, manzanilla, clavo, etcétera.
A la sombra del porche, el padre Pablo observaba el pie de un pequeño que tenía tumbado sobre una tosca mesa de madera que hacía las veces de camilla. Ajeno al llanto del pequeño, desinfectó y vendó con preocupación la hedionda herida del miembro inflamado. Con la misma rapidez que realizó la cura tomó una de las vacunas de las cajas, se la inyectó en el brazo y se lo devolvió a su madre junto a unas pequeñas sandalias para calzarle.
Al verme me tendió la mano.
—Desde que los turkanos dejaron de utilizar las tradicionales sandalias de cuero de camello que les protegían del pinchazo de las púas contaminadas, la enfermedad del pie de Madura tiene cada vez más víctimas. Como habrás observado, apenas han evolucionado. Son casi tan primitivos como el homo habilis que hallaron los antropólogos cerca de aquí. ¡Por fin nos encontramos! Creí que con tu investigación nunca tendrías tiempo para visitarnos.
Estreché con fuerza su mano enguantada en látex.
—No ha sido fácil. La verdad es que cuando os vi en Madrid supuse que sería más fácil encontraros. Hasta que no comencé mi peregrinación hasta este lugar no fui plenamente consciente de lo apartados que estáis del mundo.
—Hace doce años que existe esta misión. Yo llevo aquí sólo uno pero ya he hecho de ella mi casa y lugar. Para mí, los apartados sois vosotros. Todo depende de cómo se mire.
Asentí, interponiendo a Analía entre los dos. Él se agachó para cogerle de la barbilla y mirarla a los ojos.
—No tiene a nadie y tengo la intención de convertirla en mi hija. La historia es larga, te la contaré esta noche cuando termines tu jornada. Veo que tienes muchos pacientes y no quiero interrumpirte, sólo me gustaría que le echases un vistazo cuando puedas.
—Déjamela. Mientras, si quieres, puedes acompañar a Asunción a servir la comida. Muchas de estas gentes han andado durante días para llegar aquí y te agradecerán su ración.
Analía se quedó en la cola sin rechistar junto a otra pequeña mientras yo seguía a aquella mujer. La canosa y larga trenza que arrancaba de su nuca se balanceaba frente a mí haciéndome de lazarillo. Más tarde supe que aquella mujer laica fue una de las fundadoras de Nariokotome y que servía a la causa con tanta fuerza y tesón como los sacerdotes. Sonriente, me tendió dos cuencos de plástico repletos de un extraño engrudo a base de harina y pescado para que fuese repartiéndolos.
—Procura que te devuelvan los platos en cuanto terminen porque no tenemos suficientes. No son malintencionados, pero hasta de eso carecen y es demasiado tentador dejárselos vacíos en las manos.
Asentí. Justo cuando terminamos con los del final, Analía salió de la mano de Pablo. Se mostraba llorosa.
—Como a cualquiera, no le han gustado los pinchazos. La he despiojado y vacunado de fiebre amarilla, hepatitis y polio. Completa su cartilla en cuanto regreses a Mombasa. Esta niña está sanísima. De todos modos, te recomiendo que le hagas la prueba del sida para quedarte tranquila. Desgraciadamente, aquí ya hace tiempo que compite con el hambre para ver quién se lleva más vidas.
Asentí de nuevo.
—Ahora que revisaste su cuerpo, me gustaría que velaras por su alma. ¿Bautizarás a Analía?
—¿Por qué ese nombre?
—Me han dicho que en suahili significa «niña que llora».
Sonrió, y al tiempo que regresaba a su agotador quehacer, me contestó.
—Mañana con Analía serán ocho los niños que entrarán en el cristianismo. Hay bautizos casi a diario desde que en esta comunidad somos ya un ochenta por ciento los cristianos frente al veinte por ciento de primitivos animistas que ven un espíritu detrás de cada objeto y un significado espiritual en cada suceso.
—A mí no es necesario que me convenzas de nada.
El joven médico sonrió antes de alejarse.
—Perdona, Carmen.
A lo lejos distinguí al padre Avelino. Estaba en medio de una plantación de árboles de aproximadamente un metro y medio de altura organizando el trabajo de cinco turkanas que le escuchaban atentamente.
—¡No vengas de vacío! A tu lado hay un aljibe. ¡Llena un cubo y tráelo!
Nada más llegar a su lado me liberó de su peso, derramando su contenido en la raíz de un olivo. Se incorporó sujetándose los riñones.
—Gracias y bienvenida. Como habrás podido comprobar, aquí nadie camina sin peso. Los árboles están empezando a secarse. Aún no podemos permitirnos un riego por goteo para estos tres mil frutales, pero todo se andará.
Me interesé.
—¿Son todos iguales?
—En esta parte he plantado olivos de cinco especies diferentes para experimentar. En otras zonas tenemos vides, almendros, mangos e higueras. La tierra aquí es alcalina y el agua del lago, demasiado salada como para abusar de ella. Por eso de vez en cuando tiramos de la de los aljibes, pozos y presas.
—¿Habéis construido presas?
Me contestó orgulloso.
—En los veinte mil kilómetros cuadrados que acotamos la comunidad misionera de San Pablo Apóstol ya contamos con dos de piedra y otras tantas de barro. Eso sin contar con los cuatro pozos que hemos excavado. Aquí, más que en ningún otro lugar, el agua es sinónimo de vida y comida. El día que logremos disponer de ella sin restricción, estas gentes ya no se verán obligadas a la trashumancia con sus rebaños y podrán vivir de algo más que de la pesca de percas y la carne de ganado.
—Suena ambicioso.
—Puede que lo sea, pero no conseguiríamos nada sin intentarlo con ahínco, ilusión y tesón. Mira a tu alrededor. Hace doce años esto era un páramo de hambre y penurias. Hoy es un pequeño pueblecito a imagen y semejanza de los de la Edad Media. Las gentes acuden recorriendo cientos de kilómetros para que les solucionemos sus necesidades más vitales.
—Por lo que veo, lo estáis consiguiendo.
—Sólo intentamos rescatarles del olvido. De algún modo, ¿no estás tú haciendo lo mismo con Isabel de Várela y todos sus contemporáneos?
—No es lo mismo, vosotros salváis vidas, yo sólo recuerdos de una historia.
La humildad le impidió contestar. Parecía incómodo.
—Avelino, ¿dónde está el padre Francisco?
—En Etiopía. Como siempre, fundando.
—Me hubiese gustado verle.
—Se lo diré.
Se echó la mano a la frente.
—¡Por cierto! ¡Casi se me olvida! Te dejó unos documentos que recibimos de Goa para tu tesis. Recuérdame que te los dé.
—Ya no es tesis, sino novela. ¿Crees que le importará teniendo en cuenta que fue él quien me dio la idea?
—En absoluto. Ya sabes que para él todo lo que recuerde al mundo la existencia de estos países africanos es efectivo. ¿Lo reflejarás en la novela aunque sea en tiempos de Felipe IV?
Asentí.
—El padre Paco se alegrará de eso y de que estés tan pictórica y feliz. ¡Si casi no te reconozco! No tienes nada que ver con la triste mujer que conocimos hace casi un año en el café Hispano de Madrid.
Consciente de mi cambio, bajé la mirada avergonzada de reflejar la evidencia y sintiendo el fuerte abrazo de Analía alrededor de mis muslos. Le acaricié la línea de pelo de su cabeza.
—Supongo que Kenia me ha regalado motivos suficientes para ello.