CAPÍTULO II

Una pareja

(El coche de Ramón —viejo, absurdo, destartalado— aparca sobre la acera, como tantos otros a esas horas, en las proximidades del pub de Santa Bárbara, en la castiza calle de Fernando VI. Ramón se baja del coche, recorre, caminando, el trecho que le separa del pub y entra en el local. Con su aire tranquilo, y su chalina de poeta antiguo, se abre paso entre las mesas abarrotadas de progres jóvenes, progres menos jóvenes y seudo-progres, que charlan animadamente y toman copas. Al pasar, va dando cariñosas palmadas de reconocimiento en algún hombro, dirigiendo algún ademán hacia alguna mesa que está menos a mano, y saludando a un lado y a otro con la sonrisa, la mirada y algún monosílabo.)

Ramón. —Hola... Hola, qué hay... Hola...

(Poco antes de llegar a su mesa, una chica joven, atractiva, enloquecidamente vestida como de gitana y con la cabeza llena de rizos igual que un San Juan, se le cuelga del cuello y le da intempestivamente un largo beso en la boca, al cual él se somete con cierta sorpresa, sin gran colaboración, pero también sin resistencia. Al separarse de él, la chica se le queda mirando con aire trascendental.)

Rosa. —Qué felices podríamos ser...

(Ramón le sonríe, amable.)

Ramón. —Bueno, yo ya lo soy. Y te deseo lo mismo.

(Con estas palabras, se dispone a seguir hacia su mesa, pero ella lo retiene.)

Rosa. —Me llamo Rosa. (Él hace intención de hablar, pero la chica le tapa la boca con la mano.) Por favor, no digas «yo, no».

(Ramón la besa teatralmente la mano y vuelve a sonreír.)

Ramón. —Mujer, ¿cómo voy a decir algo tan vulgar?

(Ella asiente despacio, siempre trascendental.)

Rosa. —Sabía que no eras vulgar, lo sabía.

(Los de la mesa a la que se dirige Ramón, están observando de lejos, la escena, con aire divertido. Uno de ellos se atornilla un dedo contra la sien en significativa información. El resto de los asistentes al local no les hace ni caso.)

Rosa. —... ¿Qué podemos hacer?

Ramón. —Tengo una idea. Vuelve a tu mesa, y déjame que yo llegue hasta la mía. Me están esperando.

Rosa. —¿Una mujer? ¿Te está esperando una mujer?

Ramón. —No, un hombre.

Rosa. —¿Eres homosexual?

Ramón. —No. ¿Permites?

(Los discretos y amables intentos de seguir avanzando que hace Ramón, se ven obstaculizados por el acoso de Rosa.)

Rosa. —¿Bisexual?

Ramón. —No. Sólo conversador.

(Ella se alarma.)

Rosa. —¿Conservador?

Ramón. —No: conversador. Me gusta conversar.

Rosa. —¿Con hombres?

Ramón. —Incluso, sí.

(Ella vuelve a colgársele del cuello.)

Rosa. —¿Cuándo volveremos a vernos?

(Un Camarero pasa, bandeja en alto, por su lado, y tampoco le da mayor importancia a la escena.)

Camarero. —¿Qué te llevo, Ramón? ¿Lo de todas las noches?

(Ramón asiente, e indica la mesa donde le están esperando.)

Ramón. —Allí, con Antonio.

Rosa. —¿Qué sueles tomar, todas las noches?

Ramón. —Café.

(Rosa cierra los ojos, con admiración.)

Rosa. —¡Lo sabía, lo sabía!...

(Él añade, divertido.)

Ramón. —Y a veces, chinchón. Chinchón dulce.

Rosa. —¡Chinchón dulce!... ¿Cuándo volveremos a vernos?

Ramón. —En cuanto vuelvas a tu mesa, y me dejes que yo llegue hasta la mía.

Rosa. —¡Me niego a separarme de ti!

(Un muchacho barbudo, de aspecto bueno y resignado, llega en ese momento hasta ellos.)

Roque. —Venga, Rosa, no des la murga. (Afablemente, a Ramón.) Es buena chica, pero está un poco majara. Sobre todo, llegando a estas horas. No te lo tomes a mal.

(Liberado de Rosa, que le mira como si se alejara para siempre en un barco, Ramón se recompone el atuendo.)

Ramón. —Al contrario, ha sido un placer. ¿Permites?

(Apartando hábilmente a Rosa, el compañero de Rosa le abre paso y Ramón se aleja hacia su mesa.)

Rosa. —Le amo.

Roque. —Bueno, mujer... ¿Quieres que nos vayamos a casa?

Rosa. —No. Quiero seguir mirándole.

Roque. —Pues mírale desde allí, ¿eh? (Roque la va conduciendo hasta su propia mesa.) Así me termino yo la copa.

(Ramón llega hasta su mesa habitual, donde un par de amigos juegan, muy enfrascados, una partida de ajedrez. Alguno escribe, en medio de la barahúnda general, y otros charlan.)

Antonio. —El búho te sigue mirando.

Ramón. —¿La conoces?

Antonio. —No.

(Rosa, efectivamente, desde su mesa, sigue con los ojos clavados en Ramón.)

Rosa. —Le amo.

(Está ausente del grupo, encogida en su asiento, con las piernas abrazadas y el mentón apoyado en las rodillas. Sus amigos toman copas y charlan en un segundo término.)

Amiga. —Efectivamente, habría que hacer la Revolución, pero ¿quién tiene ganas?

Amigo primero. —Yo. Lo que no sé es cómo se hace.

(Al mismo tiempo, Roque se vuelve hacia Rosa y le pregunta.)

Roque. —¿Has dicho algo?

Rosa. —He dicho que le amo.

(Roque dedica una mirada distraída a Ramón, en su mesa, al fondo.)

Roque. —Ah, sí...

Amigo segundo. —La revolución bien entendida, empieza por uno mismo.

Amiga. —Ahí. Ahí está el quid.

Rosa. —Roque...

Roque. —¿Sí?

Rosa. —Le amo.

Roque. —Sí, ya me lo has dicho.

Rosa. —¿Y te da lo mismo?

Roque. —Se te pasará.

Rosa. —No, no se me pasará. Si no le consigo, no se me pasará. Nunca he conocido a nadie como él. (Hace ademán de ponerse en pie...) Y voy a decírselo. Necesito decírselo.

(... pero Roque la detiene.)

Roque. —Ya se lo has dicho.

Rosa. —¿Sí?

Roque. —Sí. Antes. Se lo has dicho antes.

(Rosa vuelve a sentarse, un poco desinflada.)

Rosa. —¿Y él, qué ha dicho?

Roque. —Que era un placer.

Rosa. —Le da igual, ¿eh?

(Los amigos de Rosa cambian miradas divertidas.)

Amiga. —Olvídale, Rosa. No te merece.

Rosa. —Tampoco me merece Roque.

(Roque dedica a sus amigos una expresión de mártir.)

Roque. —Dios sabe que no. No te merezco, no.

(Rosa vuelve a acomodarse dócilmente, pero sin apartar los ojos de Ramón.)

Rosa. —Quiero que me pinte desnuda.

amiga. —¿Roque?

Rosa. —No, él. Tiene que ser pintor.

Amigo primero. —Pues no es pintor.

Rosa. —¿Le conoces?

Amigo primero. —De oídas. Es amigo de Antonio.

Rosa. —Eso ya lo veo. ¿Qué hace?

Amigo segundo. —Debe de ser escritor. En aquel rincón son todos escritores.

Rosa. —Entonces, quiero que me escriba un poema.

Roque. —Debe de ser médico. Tiene pinta de médico.

(El Amigo que conoce a Ramón, niega divertido cada sugerencia.)

Amiga. —¡No le digáis eso; querrá que la opere!

Rosa. —¿Cómo se llama?

Amigo primero. —Ramón. Y es abogado.

(En la vieja casa de la calle Velázquez donde han instalado el despacho, Doña Trini, amabilísima, conduce a Rosa hacia la salita de espera de Lola y Ramón.)

Doña Trini. —Por aquí, hija. Pase, pase. Él no tardará en llegar. Su hora son las seis. (Rosa lleva un atuendo distinto al del pub, pero también muy enloquecido. Parece un poco menos sonada, pero muy poco.) Siéntese. Ahí tiene unas revistas, por si quiere distraerse mientras espera. (Rosa le sonríe.) Me estaba preparando un poquito de hierba, ¿le apetece?

Rosa. —¿Yerba?

Doña Trini. —¿Le gusta?

Rosa. —Me encanta.

Doña Trini. —¡Pues le traigo! ¡Hay para las dos!

(En el gabinete de la anciana, Doña Trini y Rosa toman sendas tazas de infusión, mirándose por encima de ellas, con la cortedad habitual en dos personas que no se conocen ni tienen nada que ver.)

Doña Trini. —Va usted muy mona. (Rosa se mira el disparatado atavío y sonríe de nuevo.) En mi familia, es que hemos sido siempre muy tradicionales, ¿sabe usted?, muy sobrios. Nunca nos hemos permitido un color más alto que otro, y, claro, a mi edad, ya no se hace una a cambios. Pero me gusta mucho eso que usted lleva. Es muy alegre. (Rosa deja la taza sobre la mesita.) ¿No le apetece?

Rosa. —Sí, sí, es que... prefiero tomármelo despacito.

Doña Trini. —Ésa ha sido también una costumbre nuestra de toda la vida: el té con hierbabuena. En invierno, caliente, y en verano, frío.

Rosa. —¿Y en primavera?

(Doña Trini se permite unos segundos de desconcierto, pero nada más.)

Doña Trini. —Según. Según sople el día.

(Rosa asiente, como si se tratara de algo muy importante.)

Rosa. —¿Cree usted que tardará mucho?

Doña Trini. —¿Don Ramón? No. Tiene que estar al llegar. (A Doña Trini le sorprende la risa de Rosa.) ¿Qué le hace gracia?

Rosa. —Que le llame usted don Ramón. No tiene pinta de «don Ramón», ¿no le parece?

Doña Trini. —Sí, ya sé. Es joven, y es moderno. Siempre me lo dice: «Que apee usted el tratamiento, Doña Trini, que me llame Ramón», pero yo, ¿qué quiere usted? No me hago. No me hago a llamarle Ramón, a secas, a un abogado... A su compañera, en cambio, sí que la llamo Lola, ya ve.

(El tema interesa mucho a Rosa.)

Rosa. —Nadie me ha dicho que tuviese una compañera.

Doña Trini. —¡Huy!, pues sí: Lola. Una chica majísima.

Rosa. —¿Vive aquí?

Doña Trini. —¿Aquí? No, no. Vive en su casa.

Rosa. —¿Y... viene mucho?

Doña Trini. —Martes, jueves y sábados, pero la verdad es que a mí me hace más compañía que él. Muchas veces, se viene conmigo a mi zona, como yo le digo, y me da conversación. Es muy maja, muy maja.

Rosa. —¿Se llevan bien?

Doña Trini. —Divinamente... Bueno, a veces discuten, pero eso también es natural, ¿no le parece? La gente, no pensamos todos igual... Antes, sí, pero ahora ya no pensamos todos igual.

Rosa. —¿Es guapa?

Doña Trini. —¿Lola?... Bueno, tiene mucho estilo, se saca partido... Es muy fina, eso sí, muy fina.

Rosa. —¿Desde cuándo están juntos?

Doña Trini. —Pues, hija, no lo sé, pero debe de hacer bastante. Se les ve muy compenetrados.

(Rosa asiente, pensativa, como sopesando sus posibilidades.)

Rosa. —¿Es muy joven?

Doña Trini. —¿Muy joven?... Según. A mí es que me parece muy joven todo el mundo, pero, vamos, como usted, por ejemplo, no es. Yo me figuro que tiene unos cuantos años más que él.

(Rosa vuelve a asentir como si acabaran de revelarle un secreto de familia.)

Rosa. —Ya. Ya veo de qué va.

Doña Trini. —¿Y usted cuántos años tiene?

Rosa. —¿Yo? Veintiséis, ¿porqué?

(Doña Trini le dedica una mirada de maternal conmiseración.)

Doña Trini. —¿Y de veras está decidida a dar este paso?

(Rosa no sabe de qué le están hablando.)

Rosa. —¿Perdón...?

Doña Trini. —No tenga reparo conmigo. Soy una tumba.

Rosa. —Eso me estaba pareciendo.

Doña Trini. —¿No cree que debería pensarlo mejor? Mire que es una decisión muy seria, mire que es para toda la vida... ¿No le da pena ese hombre, con la existencia destrozada?

Rosa. —¿Cuál?

Doña Trini. —Su marido.

(Rosa esboza un ademán, como apartando algo que no le gusta ver.)

Rosa. —No quiero hablar de mi marido.

Doña Trini. —Yo no dudo de que él se haya portado mal; los hombres son un asco, qué duda cabe. Estoy segura de que tiene usted razón que le sobra. Pero piense en esos niños...

Rosa. —¿Qué niños?

Doña Trini. —¿No tiene usted niños?

(Comprendiendo al fin, Rosa se inclina, confidencial, hacia Doña Trini.)

Rosa. —Ramón se dedica a tramitar divorcios, ¿verdad?

Doña Trini. —Aquí, sí. Por las mañanas trabaja en otro bufete, pero en éste sólo lleva divorcios. Una pena, hija, una pena.

(Ramón, sentado ante su mesa de despacho, con aire impaciente, atiende a Rosa.)

Ramón. —Bueno, ¿y por qué yo? Hay miles de abogados en Madrid que se dedican a esto.

Rosa. —Yo no conozco a ningún otro. Y si lo que te pasa, es que te da miedo no cobrar, lo dices.

Ramón. —No es eso.

Rosa. —Yo te pagaré. Poco a poco, como pueda, pero te pagaré.

Ramón. —Te digo que no es eso. (Se pone a buscar en un fichero de tarjetas.) Ahora mismo te pongo en contacto con un compañero mío que...

(Rosa le interrumpe, desbaratándole el fichero.)

Rosa. —¡No quiero compañeros tuyos! ¡Quiero que me atiendas tú!

(Ramón suspira, acumulando paciencia, y se dedica a reorganizar lentamente su fichero.)

Ramón. —Yo tengo derecho a escoger a mis clientes, ¿sabes?

Rosa. —¿Ah, sí? ¿Y cómo los escoges? ¿Según su cuenta corriente?

Ramón. —¡Y dale!...

Rosa. —¿Qué te crees? ¿Que no sé de qué va? Sólo se pueden divorciar los ricos, ¿no?

(Ramón mueve la cabeza paternalmente.)

Ramón. —No sé ni por qué te contesto. Sé perfectamente por qué estás aquí.

Rosa. —Estoy aquí, porque necesito un abogado. Y ya sé que para empezar a hablar hay que poner pasta sobre la mesa, pero creí que tú no eras de esa clase de tíos, así que...

(Ramón ha seguido moviendo la cabeza, sin mirarla, como quien sabe que le están llevando al huerto y cómo.)

Ramón. —No. No soy de esa clase de tíos. No necesito que pongas pasta sobre la mesa, no escojo a mis clientes, no tengo ni idea de por qué me has elegido a mí entre todos los abogados del país, no dudo de que tengas un grave problema con lo de tu divorcio, y en ningún momento he pensado que me estás tomando el pelo. A ver: papeles.

Rosa. —¿Papeles?

Ramón. —Para divorciarse hacen falta papeles, ¿sabes? Como para todo.

Rosa. —¿Y te los tengo que dar yo? ¿Para qué estás tú? ¿Eres mi abogado, o qué?

(El pub de Santa Bárbara parece un local completamente distinto: De día, está abandonado y tiene un aire extraño de museo. En las mesas no hay nadie. En la barra, Ramón y Roque, atendidos por un soñoliento camarero, que les sirve café, y en otro rincón, un par de compañeros de oficina de Roque.)

Ramón. —Antonio me dijo que podría encontrarte aquí por la mañana.

Roque. —Sí, suelo venir a tomar café. Me pilla cerca del Ministerio.

Ramón. —Bueno, ¿cómo lo hacemos?

Roque. —¿El qué?

Ramón. —La separación. ¿Mutuo acuerdo?

(Roque con su aire de hombre bueno y resignado, se encoge de hombros.)

Roque. —Si ella se quiere ir, ¿qué quieres que te diga? Estoy de acuerdo, claro... Dile que recoja sus cosas cuando yo no esté en casa. Si no la veo, lo llevaré mejor.

Ramón. —Verás, es que no es eso...

Roque. —¿No es qué?

Ramón. —Ella quiere hacerlo por lo legal.

(Roque se muestra extrañado.)

Roque. —¿Por lo legal?... No entiendo. Puede llevarse todo lo que quiera. Libros, discos, cacharros. Aunque sean míos, da igual. Y si quiere algún mueble, también.

Ramón. —Roque, quiere divorciarse. Di-vor-ciar-se. Legalmente, ¿entiendes?

(Roque se muestra aún más extrañado.)

Roque. —¿Divorciarse? ¿A estas alturas? ¿Para qué? (Ramón se encoge de hombros mientras bebe su café.) Bueno, allá ella.

Ramón. —¿Cómo lo hacemos?

Roque. —Pues eso como queráis. Yo ahí ya no tengo nada que ver.

Ramón. —¡Claro que tienes que ver! ¿No ves que está chalada? Te puede acusar de algo. O presentáis la solicitud de mutuo acuerdo, o te presenta ella una demanda de divorcio y, según vayan las cosas, te puede sacar los hígados. Por lo que veo, tú trabajas y ella no.

(En el cerebro de Roque se ha empezado a hacer la luz.)

Roque. —Y por lo que veo yo, se está quedando contigo. ¿Qué te ha dicho? ¿Que se quiere divorciar?

Ramón. —Pues, claro, ¿qué te estoy diciendo?

Roque. —¿De mí? ¿Te ha dicho que se quiere divorciar de mí?

(En el cerebro de Ramón también empieza a hacerse la luz.)

Ramón. —No me digas que...

Roque. —Yo no soy su legítimo. Al legítimo ni le conozco. Cuando yo la conocí, estaba con Marcos, el ginecólogo. Sabes quién te digo, ¿no?

Ramón. —No.

Roque. —Bueno, pues estaba con él, pero tampoco es el legítimo. Te lo digo porque la legítima de Marcos es mi hermana.

(Frente a frente, separados por dos inmensos platos de espaguetis, Rosa y Ramón intentan comérselos con un mínimo de dignidad, mientras discuten. Están en el restaurante económico al que suele acudir Ramón, «El bar de Pepe», un amigo suyo.)

Rosa. —¡Pues claro que estoy casada! Cuando te digo que me divorcies, será porque estoy casada, ¿no? Y yo no tengo la culpa de que tú seas tonto. ¿Quién te mandó ir a buscar a Roque?

Ramón. —Tú.

Rosa. —¿Yo? Yo te dije que buscases a mi marido, que él tenía todos los papeles, y tú lo viste muy fácil.

Ramón. —Lo vi muy fácil porque creí que era Roque.

Rosa. —Si me hubieras preguntado...

Ramón. —Bueno, en cualquier caso, ya te has divertido bastante. ¿Qué tal si le damos carpetazo al asunto?

Rosa. —¿A cuál de los dos? ¿A lo de mi divorcio, o a lo de unir nuestras vidas? (La expresión —mezcla de terror y repulsa—, que impide a Ramón terminar de llevarse el tenedor a la boca, es tal, que Rosa aclara.) Nada definitivo, hombre... Quiero decir, un rato, por probar... Ir al cine juntos, y esas cosas.

(Pero Ramón no se tranquiliza tan fácilmente.)

Ramón. —¿Qué cosas? ¿Ir al cine, y qué más?

Rosa. —Nada trascendental, por supuesto.

(En la casa de la calle de Velázquez la campanilla de la puerta llama sin cesar y Doña Trini acude, a todo correr. Al abrir se encuentra frente a Rosa, que viene con un par de inmensas maletas y varios bultos variopintos más —entre los que hay de todo, incluso una jaula con un hámster, plantas, etc. —, y que contesta a la mirada sorprendidísima de la anciana con una angelical sonrisa.)

(Un Señor y su Detective Privado se hallan sentados frente a la mesa de despacho de Ramón, charlando con él. Lola, mientras tanto, busca unos papeles en el archivo. Con gran entusiasmo, el Señor le tiende a Ramón un abanico de fotografías, que éste va pasando, una a una, con disimulado estupor.)

Señor. —Son definitivas, ¿no cree? (Cambia con el Detective una mirada de triunfo. El Detective sonríe, modesto. Ante el silencio de Ramón, que sigue contemplando las fotografías, pasándolas por segunda vez, el Señor pregunta.) ¿No le parecen definitivas?

(En ese momento, se abre la puerta, y asoma la cabeza de Doña Trini, discreta y preocupada.)

Doña Trini. —Don Ramón... ¿le importaría venir un momento?

Ramón. —Ahora mismo no puedo. Si espera usted diez minutos...

(Doña Trini duda un segundo, con un gesto de contrariedad, y por fin se resigna y desaparece.)

Ramón. —De lo que no cabe duda es de que van a herir la sensibilidad del juez.

(Lola se disponía a salir a ver qué le pasaba a Doña Trini, pero la frase de Ramón la hace detenerse. Ramón le tiende automáticamente las fotografías.)

Señor. —¿Con esto la pulverizamos, no?

(Lola se va asombrando por momentos, de foto en foto.)

Lola. —¿Cómo las consiguió?

(El Señor la mira como a un perro en misa.)

Señor. —¿Es del todo preciso que intervenga su secretaria?

Lola. —No soy su secretaria, soy su socio.

Detective. —Querrá usted decir «su socia».

Lola. —Si lo quisiera decir, lo habría dicho. En un despacho como éste, donde pululan fotos como éstas, no nos permitimos emplear según qué términos. Pueden resultar equívocos. ¿Cómo las consiguió?

Señor. —Aquí, el señor. Trabaja para mí.

Lola. —¿En calidad de?...

Detective. —Investigador privado.

Lola. —Efectivamente, estas fotos parecen bastante privadas.

(El Señor empieza a sentirse incómodo.)

Señor. —Oiga, usted me dijo que necesitábamos pruebas. Pruebas definitivas. ¿Lo son o no?

Lola. —¿Cómo las consiguió?

Detective. —¿Qué más da cómo? El caso es que...

Señor. —¡Naturalmente! ¿A usted qué le importa cómo las hayan hecho? El caso es que ahí están. A ella se la reconoce perfectamente. A él se le reconoce perfectamente. Y cualquier experto le dirá que no están trucadas.

Lola. —Perdóneme lo idiota de la pregunta: ¿Posaron estos señores voluntariamente para estas fotos?

(El Detective sonríe, muy cínico.)

Detective. —Nadie les drogó, ni les obligó a hacer todo eso apuntándolos con un revólver.

Señor. —¡No diga tonterías! ¡Naturalmente que no sabían que les estaban fotografiando!

Lola. —¿Estaban en un sitio público cuando les hizo las fotos?

Detective. —Yo no se las hice. Las conseguí, simplemente.

Lola. —Simplemente no habrá sido.

Señor. —Me temo que va a tener usted razón: Sus preguntas son idiotas. ¿A quién se le ocurre que esas cochinadas se pueden hacer en un sitio público?

Lola. —En ese caso, yo me temo que no las va a poder utilizar.

(El Señor se indigna.)

Señor. —¿Que no voy a poder...? ¡Es mi mujer!... ¡Y tiene relaciones con otro! ¡Esas fotos demuestran que tiene relaciones con otro!

Ramón. —Es usted muy modesto en sus expresiones.

Señor. —¿Qué?

Ramón. —Debo advertirle que mi compañera tiene parte de razón. Si presentamos esas fotos en el Juzgado, le concederán a usted el divorcio antes de que se moleste en abrir la boca...

Señor. —¿Entonces? ¿A qué esperamos?

Lola. —Cualquiera de esas dos personas podría denunciarle después a usted por... por vulnerar su intimidad, ¿es que no lo comprende?

(Ramón mira a Lola con lástima, y el Detective sonríe, satisfecho.)

Detective. —Este señor no ha vulnerado nada.

Lola. —Encargó esas fotos, ¿no? Le pagó a usted para que las consiguiera, sabe Dios cómo.

Ramón. —¿Y eso quién lo sabe, Lola?

Lola. —¿Qué?

(El Detective vuelve a sonreír, como hombre convencido de que no deja un cabo suelto.)

Detective. —Para los efectos, el señor habrá recibido esas fotografías con un anónimo. No sabe de dónde provienen, ni quién se las manda. Pero ahí están. Son un hecho.

Lola. —¡Muy ingenioso!

(Doña Trini vuelve a asomar la cabeza en ese momento.)

Doña Trini. —Siento mucho interrumpirles, pero es que...

Ramón. —Lola, ¿te importa?

(Lola asiente y sale con Doña Trini. Cierra tras ellas la puerta del despacho, y Doña Trini se lamenta, nerviosísima.)

Doña Trini. —¡Ay, hija! ¡Ay, hija, que me parece que ya la tenemos armada! ¡No quiero ni pensar en que la viese mi vecina! ¡Es la presidenta de la Comunidad, y un hueso de taba!

Lola. —¿Que viese a quién? ¿Qué pasa? (Doña Trini la lleva hasta la puerta de la entrada y la abre. En el descansillo, Rosa, de muy mal humor, está sentada sobre una de sus maletas, y rodeada por el resto de su impedimenta. Lola se asoma. Detrás de ella, como protegiéndose, Doña Trini.) Perdona, ¿esperas a alguien?

(Rosa, sin moverse, contesta en plan agresivo.)

Rosa. —Sabes perfectamente a quién espero. Esa bruja te lo ha dicho. (La bruja se esconde, atemorizada.) ¡No me ha dejado entrar!

Lola. —Verás, es que le preocupa tu... tu equipaje.

Rosa. —¿Y qué pretende? ¿Que lo deje aquí tirado en la escalera?

Lola. —¿Sueles llevarlo contigo a todas partes?

Rosa. —Sólo cuando me mudo, y no intentes interponerte entre él y yo, porque será inútil.

Lola. —No intento interponerme entre tú y tu equipaje, lo que intento...

Rosa. —No te hagas la graciosa. Pienso esperar aquí hasta que vuelva Ramón, y en cuanto vuelva...

Lola. —No va a volver porque no se ha ido. Lo que quiero explicarte es que esta casa...

(Pero no le explica nada, porque la Vecina de al lado llega en ese momento en el ascensor. Doña Trini clava una mano angustiada en el brazo de Lola, y se esconde del todo. Lola, para darle naturalidad a la estampa, se sienta en la otra maleta, saluda a la Vecina con una tranquila sonrisa y se pone a charlar como si tal cosa.)

Vecina. —Buenas.

Lola. —Buenas... Pues me alegro infinito de que hayas tenido un buen viaje. ¿Cómo has dejado a todos?

(Desde que sale del ascensor, hasta que una doncella le abre la puerta de su piso, la Vecina contempla la escena con cierta extrañeza. Cuando por fin desaparece, Rosa pregunta, extrañada.)

Rosa. —¿Qué pasa? ¿Es del departamento de inmigración?

(Al ponerse en pie, Lola se da de manos a boca con el Señor de antes y su Detective Privado, que ya se marchan.)

Señor. —Usted lo pase bien.

Lola. —Haré lo que pueda.

(Paladinamente, el Detective le dedica un gesto de excusa por todo.)

Detective. —Mi querida señora, el fin justifica los medios.

Lola. —¿De veras? Pues no comprendo a su madre.

(Mientras cierran la puerta del ascensor, y éste empieza a bajar, Rosa comenta.)

Rosa. —Qué casa tan rara... Qué gente tan rara...

(Lola le dedica una rápida ojeada a ella y a su equipaje, y asiente, convencida.)

Lola. —... Sí.

Voz de Ramón. —¡Lola! ¿Puedes venir un momento? ¡Tienes que ver esto despacio!

(Divertida, Lola se asoma hacia el interior del piso.)

Lola. —¡Ven tú! ¡Yo también tengo algo que quiero que veas despacio!

(Desde el corredor que lleva hasta su buhardilla, ante la mirada de Rosa, enfurruñada e incómoda, Ramón hace entrar a patada limpia los efectos de ésta. Por fin, cierra la puerta de su informal vivienda de un portazo, y respira profundamente, como para calmarse. Luego le dedica un irónico ademán como de ofrecer la casa.)

Ramón. —¡Instálate! ¡Ponte cómoda!

Rosa. —Bueno, ¿y qué demonios querías que hiciera? Creí que vivías allí.

Ramón. —¿¡Y qué!?

(Aún incómoda, Rosa señala el bar.)

Rosa. —Tengo sed, ¿puedo tomar algo?

Ramón. —¡No!

Rosa. —¡Me has dicho que me ponga cómoda! (Sin esperar más confirmación, Rosa acude al mueble-bar y empieza a preparar un par de bebidas.) Tú lo liaste todo...

Ramón. —¿Yo?

Rosa. —Claro, fuiste a hablar con Roque, y él ya sabe que estoy contigo. Todo el mundo sabe que estoy contigo.

Ramón. —¡Tú no estás conmigo! ¡No estás conmigo en absoluto!

Rosa. —Roque hizo lo mismo cuando yo estaba con Marcos, un chico que...

(Ramón asiente, interrumpiéndola.)

Ramón. —El ginecólogo.

Rosa. —Ése. Pues ellos dos lo hablaron, y yo me fui a vivir con Roque.

Ramón. —¿Y con quién había hablado el ginecólogo para lo del traspaso? ¿Con tu marido? ¿Con el legítimo?

(A Rosa se le ocurre una feliz probabilidad y pregunta encantada.)

Rosa. —¿Estás celoso?

(Desesperado, Ramón se sienta cerca de ella y la coge por los hombros.)

Ramón. —Óyeme, todo esto es una demencia, una absoluta demencia. Y tú a mí no me importas nada, ¿entiendes?

(Rosa sonríe con dulzura.)

Rosa. —No es verdad.

Ramón. —Sí es verdad.

Rosa. —Y además, ¿qué más da? ¿Tanto te estorbo aquí? ¿Por qué?

Ramón. —Me gusta vivir solo.

Rosa. —¿Sí? ¡Huy!, pues yo soy incapaz. Pero incapaz, ¿eh? Estoy diez minutos sola en un sitio, y ya me empiezo a poner como loca. No lo soporto.

Ramón. —Rosa...

Rosa. —No te molestaré. De verdad que no. Ni te enterarás de que vivo aquí.

Ramón. —No puede ser. Te quedarás sólo dos o tres días, hasta que...

Rosa. —¡De acuerdo!

(Ramón la suelta, sin dejar de observarla con interés. Acaba de comprender algo.)

Ramón. —Te preocupan, como mucho, los tres días que tengas por delante, ¿verdad? El resto no existe.

Rosa. —¿Tres días? ¿Por qué tanto? Basta con el día siguiente.

(En el despacho de la calle Velázquez, sentada ante su mesa, Lola consulta unos papeles y toma notas, muy ajetreada. En la suya, Ramón juguetea mecánicamente con un lápiz, la mirada perdida, el aire ausente. Suena el teléfono, que está sobre su mesa, pero él sigue igual que si no sonara.)

Lola. —Ramón...

(Él regresa vagamente de su laguna.)

Ramón. —¿Mmmmm?

Lola. —¿No pretenderás que me levante yo?

(Ramón descuelga el teléfono, igual de desmadejado.)

Ramón. —¿Sí?... ¿Qué hay?... Aquí estoy. Trabajando. (Lola dedica una mirada irónica al «trabajando».) Sí, ahora se pone. (Le tiende el auricular a ella.) Para ti, Enrique. Es Lola.

(Divertida, ella se levanta y acude al teléfono mientras Ramón vuelve a sumirse en sus pensamientos, y a juguetear con el lápiz.)

Lola. —¿Eres tú, Lola? ¡Qué alegría oírte! Soy Enrique... No estoy borracha, así es como me lo ha dicho éste. (Sonriendo, tapa el auricular.) Que si estás flipao, pregunta tu amigo. (Ramón esboza un ademán de que le dejen en paz, y sigue en la luna.) Yo qué sé, será el amor... Tiene, tiene; éste siempre tiene un amor, lo que le pasa es que lo varía... Bueno, ¿qué hacemos?

(En el laboratorio donde trabaja, Enrique habla por teléfono, vestido de bata blanca y rodeado de aparatos raros y de jaulas de cobayas.)

Enrique. —¿Saco yo las entradas?... ¿Para nosotros solos, o quieres que llame a la niña y a su cónyuge?... ¿Yo? Ningún interés; es ella la que llama todos los días... Tú y yo solos, perfecto... Y cenamos por ahí, muy bien... Oye, ¿llevas dinero? Porque yo ya no voy a casa... Pues pídele al progre. El progre es soltero, está mejor de fondos...

(Siempre en su despacho, Lola tapa el auricular para dirigirse a Ramón.)

Lola. —Que si nos puedes prestar dinero, me dice el químico.

Ramón. —¡Si sólo estamos a doce!

Lola. —Para ir a cenar y al cine. Mañana te lo doy. (Ramón asiente, con cierto aire de resignación. Lola destapa el auricular.) Con gran esfuerzo muscular, pero dice que sí... Bueno, te recojo allí... Ten cuidado, ¿eh, mi amor? Hasta luego.

(Cuelga y se sienta, dispuesta de nuevo a trabajar.)

Ramón. —¿Con qué?

(Lola no le entiende.)

Lola. —¿Con qué, qué?

Ramón. —¿Con qué tiene que tener cuidado?

Lola. —¿Enrique?... Bueno, con todo. Con el coche, con los enchufes, con el frío, con la gente que va por la calle, con las preocupaciones, con el estrés, con lo que come por ahí, con...

Ramón. —Basta. Ya es suficiente. Basta.

Lola. —No quiero que le pase nada.

Ramón. —¿No te da vergüenza hablarle así a un viejo químico con el que vives desde hace tanto tiempo?

Lola. —Soy muy desvergonzada. Además, cuando hay público, me muestro más indiferente, tú eres de confianza... ¿Quieres soltarlo de una vez?

(Ramón tira el lápiz sobre la mesa.)

Ramón. —¿Por qué no te tomas una tila?

Lola. —¿Por qué no te la tomas tú? No me refería al lápiz, me refería al dinero. Te advierto que aunque lo conserves una hora más en la cartera, no te va a rentar.

(Con desgana, Ramón busca una billetera.)

Ramón. —Era por si se te olvidaba.

Lola. —Vas listo.

Ramón. —¿Cuánto quieres?

Lola. —Dos millones. Libres de impuestos.

(Pero Ramón acaba de comprobar, consternado, que su billetera está vacía, absolutamente vacía.)

Ramón. —¡No es posible!

Lola. —¿Qué pasa?

Ramón. —¡Esta chica me roba!

(Frente a los soportales de la calle Toledo, donde vive, Ramón aparca su coche de un brusco frenazo. Baja y sale disparado hacia su portal. Entra en él y sube corriendo a zancadas los cinco pisos que llevan hasta su buhardilla. Una vez arriba, se detiene un segundo a tomar aliento, abre la puerta de su casa y entra. La vivienda está a oscuras.)

Ramón. —¡Rosa...! (Nadie le contesta. Aún furioso, Ramón enciende la luz. Su pequeña vivienda está transformada. Rosa la ha adornado con multitud de novedades absurdas y notorias, muy de acuerdo con su forma de ser. El resultado es grato. Ramón lo contempla todo, sorprendido primero, conquistado poco a poco por la indudable buena intención de quien ha hecho todo aquello. Por fin sonríe, mueve paternalmente la cabeza y, tras comprobar que en un determinado cajón sigue habiendo dinero, va al teléfono y marca un número.) ¿Doña Trini?... Soy yo, ¿se ha ido ya Lola?... ¡Pues alcáncela, corra!... (Mientras espera, vuelve a mirar en torno, cada vez más divertido. Enciende un cigarrillo.) ¿Lola?... Oye, que os llevo el dinero a la puerta del cine... Que no, imbécil, que no me importa. Es bueno que los ancianos se diviertan... Pues no está en casa, pero ha sido ella, seguro... Lo ha invertido en propaganda... (Mientras habla Ramón se abre de nuevo la puerta de la calle y entra Rosa, con un vestido evidentemente nuevo y un par de botellas de vino.) En la puerta del cine. Hasta ahora.

(Cuelga y se queda mirando a Rosa sin hablar, como esperando una explicación.)

Rosa. —No te esperaba tan temprano... ¿Te gusta?

Ramón. —¿Te importa mi opinión?

Rosa. —¡Hombre!

Ramón. —Entonces, ¿por qué no me has preguntado antes de hacerlo?

Rosa. —Porque era un regalo, y los regalos tienen que ser sorpresa.

Ramón. —¿Un regalo?

Rosa. —Un regalo que yo te hago, sí.

(Rompiendo la situación, Rosa va a dejar las botellas sobre el mostrador de la cocina, donde se pone a trajinar. Ramón se deja caer sobre un asiento y suspira, descorazonado.)

Ramón. —¿Y el dinero que me has cogido de la cartera?

(Rosa se encoge de hombros con su gesto habitual.)

Rosa. —Bueno, eso ha sido un préstamo.

Ramón. —¿Un préstamo?

Rosa. —Te lo devolveré, palabra, en cuanto pueda.

Ramón. —Rosa, no puedes ir por ahí cogiendo el dinero de los demás. Ni siquiera para hacerles regalos. Eso es robar, ¿entiendes? Robar. Y lo sabemos todos. Incluso tú.

Rosa. —Pensé que te gustaría.

Ramón. —Me gusta. Eres muy amable y te agradezco las molestias que te has tomado. Pero la próxima vez que necesites un préstamo, pídemelo, ¿de acuerdo?

Rosa. —He dicho que te lo devolveré.

Ramón. —Bueno, bueno...

Rosa. —¿No me crees? (Ramón se ha vuelto a poner en pie y se dispone a salir.) ¿Dónde vas?

Ramón. —Tengo que ver a Lola y a su marido.

Rosa. —¿Ahora?

Ramón. —Me están esperando para sacar unas entradas.

Rosa. —¿Vamos al cine?

Ramón. —No vamos al cine. Ellos van al cine.

Rosa. —¿Y por qué no podemos ir nosotros?

Ramón. —Primero, porque a ellos, les gusta salir solos. Están siempre rodeados de familia y en cuanto pueden se escapan. Pero precisamente para estar solos, ¿comprendes? Y segundo, porque nosotros no formamos sociedad, no tenemos entidad conjunta. ¿Te queda algo de ese dinero?

Rosa. —Sí.

Ramón. —¿Tienes ganas de ir al cine?

Rosa. —¿No te lo estoy diciendo?

Ramón. —Muy bien, pues llama a quien quieras y ve al cine.

Rosa. —De acuerdo... ¡Ramóoooon...!

(Ramón, que acaba de abrir la puerta de la calle dispuesto a irse, se vuelve, sin poder evitar una sonrisa divertida. Y resignada.)

Ramón. —¿Qué?

Rosa. —Te invito al cine.

(De nuevo en casa, tras la velada cinematográfica y ya en la cama, Ramón fuma el último cigarrillo del día, mientras estudia unos papeles de una carpeta. Rosa, en camisón, se está preparando un vaso de leche en la cocinita.)

Rosa. —¿Cómo conociste a «Mejor Un Producto Solo»?

(Ramón, extrañado, levanta los ojos de su trabajo.)

Ramón. —¿Cómo conocí a quién?

Rosa. —Tu amiga.

Ramón. —¿Lola?

Rosa. —Sí.

Ramón. —¿Cómo la has llamado?

(Rosa se pone a hacer la caricatura de un spot publicitario.)

Rosa. —«¿Por qué usar varios productos, si puedo limpiarlo todo con uno?... ¡Mis niños brillan, mis muebles crecen sanos, mi comida ya no resbala, y mi marido queda mucho más blanco en frío!...»

(Ramón sonríe ante la pantomima, y, comenta, antes de volver a tomar notas.)

Ramón. —Lola no es así.

Rosa. —¿Que no? Sólo le falta el collar de perlas.

Ramón. —Tiene. Tiene uno.

Rosa. —¿Lo ves? ¿Cómo la conociste?

Ramón. —La familia de Enrique y la mía vivían puerta con puerta. Su madre y mi madre, íntimas.

Rosa. —Pero él es mayor que tú...

Ramón. —Sí, pero, entonces, Enrique era un poco el gallito del barrio y a mí me protegía, me tenía como de mascota... Una especie de hermano mayor, ¿entiendes?

Rosa. —Eso él, ¿pero, y ella?

(Ramón suspira, impaciente, intentando seguir con su trabajo.)

Ramón. —La conocí cuando se casaron. O antes, cuando eran novios, creo... No sé, hace mucho, ¿por qué?

Rosa. —Al principio, creí que tenías un rollo con ella.

(Ramón sonríe, divertido, siempre sin dejar su carpeta.)

Ramón. —¿Con Lola? Qué disparate.

Rosa. —No, si en cuanto la vi, comprendí que no.

Ramón. —¿Por qué? ¿Porque es mayor que yo?... No creí que tuvieras esa clase de prejuicios.

Rosa. —Yo no tengo prejuicios. Ni ésos ni otros... Lo que quiero decir es que no te va. No te va nada.

(Retira la leche del fuego, se la sirve, y se la lleva a la cama, mientras añade, bromeando, coquetuela.)

Rosa. —A ti, sólo te puede ir una mujer como yo.

Ramón. —Dejémoslo en varias. Me horrorizan las limitaciones.

(Rosa se mete en la cama y se bebe su vaso de leche a pequeños sorbitos.)

Rosa. —Oye, varias como yo, tampoco te creas que hay, ¿eh?

Ramón. —Eso, gracias a Dios, es verdad.

(Ramón sigue tomando unas cuantas notas. Rosa deja el vaso en la mesilla, y cruza los brazos por detrás de la cabeza, pensativa.)

Rosa. —Algún día te enamorarás.

Ramón. —Ya me he enamorado muchas veces.

Rosa. —Sí, pero de otra manera, como se enamora casi todo el mundo. Y tú no eres como todo mundo... Tú te enamorarás algún día. Y será para siempre.

(Ante tanta solemnidad, Ramón sonríe y deja por fin de lado su trabajo.)

Ramón. —Me he enamorado muchas veces, y lo haré muchas veces más. Pero lo de «para siempre» no va conmigo. Soy inmune. No creo en ese idealizado y cacareado cuento chino.

Rosa. —¿Cuál?

Ramón. —La pareja.

(Rosa se deja abrazar dócilmente, gentilmente, y comenta, casi como para sí misma, con cierta tristeza.)

Rosa. —Pues existe... Yo lo sé.

(Rosa llega, caminando, hasta la puerta del pub, hacia el anochecer. Entra en el local, saludando al entorno, que, a esas horas, es aún poco numeroso. Desde la barra, Roque la ve pasar. La sigue con una mirada triste. Cuando se cruza con la de ella, Rosa le saluda con un ademán y él sonríe.)

Amigo de Roque. —¿Sigue con el abogado? (Roque asiente, sin dejar de seguir a Rosa con los ojos.) Le está durando, ¿eh?

(Roque se encoge de hombros.)

Roque. —Hasta que pase una mosca, y mire para otro lado.

(En su buhardilla, Ramón, con aire preocupado, habla por teléfono.)

Ramón. —¿Y no tenéis idea de dónde puede estar?... No, hombre, si a mí lo que me tiene en vilo, es que le haya pasado algo... Ya sé que está como una cabra, pues por eso... ¡Yo qué me voy a acostumbrar!... Bueno, si fuese por ahí, o alguien... (Le interrumpe la llave girando en la cerradura, y Rosa, que entra muy sonriente.) Oye, que ya está aquí... Gracias.

(Cuelga, tranquilizado.)

Rosa. —Hola, ¿preguntaba alguien por mí?

Ramón. —Rosa, ¿tú sabes qué hora es?

Rosa. —Tarde, ¿no?

Ramón. —¿Cómo tarde? ¡Ya iba a empezar a llamar a las comisarías!

(Rosa se harta.)

Rosa. —Oye, ¿esto qué es? ¿Un colegio? ¿Una fábrica? ¿Tengo que fichar o qué?

(Ramón suspira, resignado.)

Ramón. —Estaba preocupado, Rosa.

(Rosa vuelve a sonreír, archivando el tema.)

Rosa. —Mira, te he traído paté. Y vinito blanco.

Ramón. —¿No puedes, por lo menos, decir cuándo piensas salir? ¿Y si vas a tardar?

(Rosa deposita la botella de vino con un golpe malhumorado, y completa la fiase.)

Rosa. —«Dónde vas a ir, a quién vas a ver, de qué vas a hablar...» ¿Y qué más? ¡Por favor, Ramón, no me atosigues, no me fiscalices! ¡Si hay algo que no puedo soportar es...!

Ramón. —No te fiscalizo. Sólo te pido por favor que, por mera cortesía, ya que vives aquí...

Rosa. —Vivo aquí de modo circunstancial. Quedamos en que...

Ramón. —... De modo circunstancial, pero vives aquí. Y yo te pido...

Rosa. —Que establezcamos unas normas, ¿no? ¿Cortesías, horarios, explicaciones? Bueno, pues yo ni quiero, ni puedo. Y si quieres, me voy.

(Ramón suspira, impaciente.)

Ramón. —No. No quiero que te vayas. Lo que quiero...

Rosa. —Yo soy como un amigo tuyo, ¿entiendes? Igual que un amigo. Estoy aquí, entro, salgo y, si te parece, pagamos a medias los gastos de la casa.

Ramón. —No seas burra, ¿a qué viene ahora...?

(Rosa recuerda algo, y hurga, muy contenta, en su inmenso y peculiar bolso.)

Rosa. —¡Por cierto...!

Ramón. —Cuando vayas a tardar mucho, llama. Sólo eso: llama.

(Rosa le tiende unos billetes a Ramón.)

Rosa. —Ten.

Ramón. —¿Qué es eso?

Rosa. —Dinero, ¿qué va a ser?

Ramón. —Que no seas burra. Te estoy diciendo...

Rosa. —¡Si es que es tuyo! Te lo debo, ¿no te acuerdas? El préstamo. Con tanta bronca, se me estaba olvidando... ¿Quieres cogerlo de una vez?

(Ramón cotillea las vituallas que Rosa ha dejado sobre la cocina.)

Ramón. —No. Guárdatelo.

Rosa. —Es tuyo. Te dije que te lo devolvería. (Decidida, Rosa va al cajón donde guarda Ramón el dinero, y lo mete allí. Sonríe de nuevo, intentando la paz.) ¿Es del que te gusta, verdad? Y conste que lo he pagado de mi dinero.

(Ramón se vuelve hacia ella, extrañado.)

Ramón. —¿De qué dinero, por cierto?

Rosa. —Del mío.

Ramón. —¿Desde cuándo tienes dinero?

Rosa. —Desde hoy. Y no pongas esa cara. No he asaltado ningún Banco.

Ramón. —Entonces, ¿de dónde sale?

Rosa. —Ni me he ido por ahí, a hacer la carrera, estate tranquilo. Es dinero mío. Lo recibo siempre a primeros de mes. Y ahora, ¿quieres que nos comamos el paté y nos bebamos el vino, o vamos a seguir discutiendo hasta mañana?

Ramón. —¿A primeros de mes?

(Diligente, Rosa prepara mantelillos, copas, etcétera.)

Rosa. —Sí.

Ramón. —¿Por qué?

Rosa. —Yo qué sé. Porque eso se hace siempre a primeros de mes: Cobran a primeros de mes, dejan de trabajar el sábado y el domingo, se van fuera en agosto... Esa clase de gente es así.

Ramón. —¿Quién te da este dinero, Rosa?

Rosa. —Un Banco. Ven. El vino está frío y maravilloso. Lo tenían en la cámara.

Ramón. —Es la pensión, ¿verdad? Es un dinero de él, un dinero de tu legítimo.

(Rosa suspira, impaciente.)

Rosa. —¿Vienes a tomar esto que me he molestado en traer y servir, o lo tiro por la ventana? (Ramón se acerca, muy enérgico, al cajón del dinero, lo abre, saca el que Rosa acaba de guardar y se lo vuelve a meter en el bolso.) ¿Estás absolutamente decidido a darme la noche?

(Ramón acude a sentarse a su lado.)

Ramón. —No puedes estar viviendo a costa de un individuo con el que ya no tienes nada que ver, ¿entiendes?

Rosa. —Hablemos de otra cosa, si no te importa.

Ramón. —¡Claro que me importa! Llevas una vida absurda, estás destrozando tu salud, física y mental, no haces absolutamente nada, y vas de un lado a otro como...

(Ella le corta, empeñada en no seguir tomándose el asunto en serio.)

Rosa. —«Como la farsa monea». Toma.

(Le tiende una tartina, recién untada de paté. Él la acepta para no agriar más la situación, pero sigue hablando sin comérsela.)

Ramón. —Oye, yo no soy moralista. Soy lo más opuesto que te puedas imaginar a un moralista...

(Ella sonríe, protectora, masticando su canapé.)

Rosa. —Que te crees tú eso.

Ramón. —Pero no puedes vivir así, ¿no lo comprendes?

Rosa. —El que no lo comprende eres tú. Come.

Ramón. —¿No te da vergüenza aceptar ese dinero? ¿De verdad no te da vergüenza?

Rosa. —No. Come. Y prueba el vinito. Está maravilloso.

Ramón. —Pero, bueno, ¿él qué opina? ¿Por qué lo hace? ¿Qué clase de relaciones tenéis? ¿Por qué no se divorcia, por lo menos?

(Rosa vuelve a ponerse seria.)

Rosa. —Basta. He dicho que no quiero hablar del tema.

Ramón. —Pero yo sí quiero. Vives en mi casa, conmigo, y no puedo admitir que un señor contribuya a nuestros gastos. A mis gastos.

(Rosa alza los ojos al cielo.)

Rosa. —Y no eras un moralista, ¿eh? (Suspirando, no muy afectada, sino con cara de «¡qué lata!», Rosa se pone en pie.) ¡Con la ilusión que había ido yo a comprar estas memeces!

Ramón. —Si él no quiere divorciarse, ¿por qué no lo haces tú? Cuando viniste a mi despacho...

Rosa. —Cuando fui a tu despacho, tenía que contarte algo para que me hicieras caso. Si fueras fontanero, habría roto una cañería.

(Rosa guarda en su bolso su tabaco y sus cosas.)

Ramón. —Pues ahora lo haremos en serio. Me darás todos los datos, y lo haremos en serio. Tienes que regular tu situación y vivir de otra manera.

(De espaldas a él, quieta, Rosa escucha esta frase con expresión extraña, como de inmensa tristeza.)

Rosa. —Nunca me divorciaré, picapleitos de las narices. Nunca. Ni aunque me abran en canal.

(A Ramón le sorprende enormemente lo que oye.)

Ramón. —¿Qué has dicho?

Rosa. —Me has oído perfectamente.

Ramón. —Así que no es por dejadez, ¿verdad? Ni porque pases de papeles. Es totalmente voluntario.

Rosa. —Totalmente.

Ramón. —Quieres mantener tu situación.

(Rosa se vuelve hacia él, enfrentándosele.)

Rosa. —Contra viento y marea.

Ramón. —Pero, ¿me quieres explicar...?

Rosa. —No. Ése es precisamente el caso. Ni tengo nada que explicar, ni quiero.

(Con mucho arremango, recoge su bolso y su mantón y se encamina hacia la puerta.)

Ramón. —¿Y ahora qué haces?

(Ella abre la puerta y se vuelve a medias, para informar antes de cerrarla.)

Rosa. —Ahora me voy.

(Ramón se encoge de hombros, y luego levanta la voz, para advertirle, a través de la puerta.)

Ramón. —¡Pues no vuelvas tarde, tengo que madrugar!

(No obtiene contestación, se encoge de hombros de nuevo y va tranquilamente a comerse su tartina de paté.)

(Rosa camina por las calles, sin rumbo fijo. Algún patoso se acerca a susurrarle algo, y ella se aparta con desagrado, para seguir hacia otro lado, su paseo tranquilo de vagabunda que se interesa por todo.)

(La vivienda de Ramón está terriblemente desordenada. Él está en la cama, con barba de varios días, y un aspecto deplorable. Lola trajina de un lado a otro, intentando adecentar aquello un poco, mientras hierve un brebaje que tiene en la lumbre.)

Lola. —Bueno, ¿y por qué fue la discusión?

Ramón. —Ni siquiera fue una discusión. O sí, no sé, ¿qué más da? El caso es que cuando se fue, creí que salía un rato. Ni se me pasó por la cabeza que se marchara para siempre.

Lola. —Para siempre no será. Se habría llevado sus cosas.

Ramón. —¡Sus cosas! Cualquier día aparecerá un desconocido a recogerlas. Ha pasado más de una semana; como comprenderás, ya está instalada en otro sitio, con cualquier otro.

(Lola apaga la cocina, sirve el brebaje, y se lo lleva a Ramón, que se incorpora a medias para bebérselo.)

Lola. —Anda, toma, ¡que si no llego a venir!...

Ramón. —Tiene un marido. Sabe Dios quien será... Y se niega a soltarlo. Él le hace llegar un dinero a primeros de mes y ella lo acepta encantada. Y no quiere divorciarse, naturalmente. ¿Te das cuenta qué bonito, qué limpio, qué ejemplar?

Lola. —¿Y a ti qué te importa? (Él la mira, escandalizado, por encima de la taza. Lola se corrige.) Hasta qué punto te importa, quiero decir.

Ramón. —Vivir así me parece una cochinada.

Lola. —Claro, y lo es; pero yo no te hablo de eso. Yo me refiero a que ella se ha ido, y tú llevas una semana sin trabajar, hecho una piltrafa. ¿Por qué?

(Ramón cierra los ojos, suspira.)

Ramón. —Yo qué sé... Será que me importa. ¡Y no sé hasta qué punto! ¿Qué más dará el punto?

Lola. —Da, porque no puedes seguir así. No te conduce a nada, y además tienes una cara fatal. Deberías ver a un médico.

(Ramón se incorpora bruscamente, feliz, como si hubiera oído unas palabras mágicas.)

Ramón. —¡Claro que sí! ¡Eso es! ¡Al ginecólogo!

(La expresión de Lola es, evidentemente, de estupor.)

(En su despacho, Lola habla por teléfono, sentada a la mesa de Ramón.)

Lola. —No se preocupe. En cuanto consiga las medidas provisionales, no habrá problemas... El procurador, exacto... Nosotros la llamamos... no se preocupe... De nada, adiós. (Cuelga y el teléfono vuelve a sonar inmediatamente. Lola descuelga, con cara de estar harta.) ¿Sí?... ¿Qué hay, estás mejor?... El ginecólogo tampoco sabe nada, ya... ¿Y el otro?... Pues, hijo, no sé qué decirte: Abandona...

(Frente a ella, en pie y esperando, el Detective privado que ya conocemos, la observa con su aire habitual. Entre cortés y socarrón.)

Lola. —... Ramón, ¿estás en casa?... Luego te llamo, tenemos visita. (Cuelga y pone la cara de vinagre que suele dedicarle.) Usted me dirá.

(El Detective sonríe.)

Detective. —No quiero sentarme, gracias.

Lola. —Mire, yo no llevo su caso. Lo lleva mi compañero, y ha estado unos días fastidiado, así que, si no le importa volver en otro momento...

Detective. —¿Le caigo mal, verdad?

Lola. —¿Usted qué cree?

Detective. —Sólo vengo a ver aquella colección de fotografías que traje. Están archivadas ahí, según creo. (Lola va a negarse, pero el Detective no la deja hablar.) A su compañero no le gustaría que usted dificultara mi investigación, ¿no le parece?

(De mala gana, Lola va al fichero, saca un sobre y se lo tiende.)

Lola. —Tenga. Disfrute. (El Detective saca las fotos del sobre, pero no las mira, las cuenta y luego las rompe, ante el asombro de Lola.) ¿Qué hace?

Detective. —Un gesto caballeroso, a usted debería gustarle. Ya he roto los negativos, pero tenía que asegurarme de que desaparecieran también estas copias.

Lola. —Me deja usted pasmada. ¿Remordimientos?

Detective. —Dividendos. Ella pagó más que el marido.

(Lola pone cara de asco.)

Lola. —Dígame una cosa: ¿Todos los investigadores privados son como usted?

(El Detective sonríe, cínico, y se vuelve, ya con la puerta abierta.)

Detective. —No, no. Sin falsa modestia, le diré que soy el más eficaz. Si algún día necesita mis servicios...

(Sale, cerrando la puerta tras de sí, y dejando a Lola murmurar indignada...)

Lola. —Sus servicios, sus servicios. (Hasta que, de pronto, se le ocurre una idea luminosa.) ¡Sus servicios! (Y sale corriendo detrás de él.) ¡Espere!... ¡Espere!

(Rosa compra un montón de revistas y alguna novela en un quiosco, observada por el Detective de siempre, que aguarda, pendiente, dentro de su coche, a poca distancia. Rosa paga, se lleva las revistas y para un taxi que pasa. Cuando el taxi arranca, el coche del Detective arranca también y la sigue.)

(Otro día, entre los coches que circulan, se ve a Rosa en un taxi, más relavada y repeinada de lo que suele. Comprueba la hora en su reloj de pulsera, parece impaciente. En el astroso coche de su propiedad, el Detective sigue al taxi.)

(Ajetreo en los pasillos de un centro médico. Es hora de visita, y hay gente entrando y saliendo de las habitaciones, entrando y saliendo de los ascensores. Algún enfermo pasea cautelosamente su convalecencia, acompañado de sus familiares. Entre ellos, una Monja del establecimiento empuja la silla de ruedas de un hombre joven, que también está consultando nerviosamente su reloj de pulsera.)

Monja. —Paciencia, hombre, paciencia. Si apenas es la hora... (En ese momento, sale Rosa del ascensor y ambos la ven.) ¡Ea, que ya está aquí Rosa, ya estamos contentos.!

(Rosa se les acerca, a grandes pasos, con una ancha sonrisa.)

Rosa. —¡Qué barbaridad, no llegaba nunca!

(Se inclina, para besar al joven con todo amor.)

Monja. —Hala, y ahora, un ratito al jardín, al sol.

(Cuando Rosa reemplaza a la Monja tras la silla de ruedas del joven, la cámara fotográfica del Detective capta la escena.)

(Una vez más en el bar-restaurante de Pepe, Ramón y Rosa están sentados en una de las mesas, apartados de los demás. Ella tiene en las manos las fotografías que hizo el Detective durante su investigación.)

Rosa. —Nos casamos hace ocho años, en cuanto él fichó para el equipo... Y en esa misma temporada fue cuando tuvo la lesión.

Ramón. —¿Durante un partido?

Rosa. —Sí. Lo leerías en los periódicos, fue muy sonado.

(Ramón sonríe, como disculpándose.)

Ramón. —Soy poco futbolero; lo mío son los toros... ¿Qué fue? ¿La columna vertebral?

Ramón. —Sí. Paraplejía, ya sabes. Definitivo... El dinero ése que tanto te escandalizaba se lo pasa el club. (Ramón está incómodo. Ella sonríe, intentando ponerle a sus anchas, cubre la mano de él con la suya.) Parece un tango, ¿verdad?

(Él se ríe con ella, suavemente.)

Ramón. —Sí.

Rosa. —Por eso no lo cuento nunca... Además, ¿a quién le importa? Es cosa nuestra.

Ramón. —Yo creo que... Bueno, si intentaras rehacer tu vida, él lo entendería. Estoy seguro.

Rosa. —Yo también.

Ramón. —¿Entonces...?

Rosa. —El que no lo entiende eres tú. Soy su mujer, y le quiero. Eso también es definitivo. (Ramón va a decir algo, pero ella se le adelanta.) Ya sé lo que me vas a decir. Que debería vivir de otra manera, buscarme una ocupación, no emborracharme hasta caerme redonda, como lo hago a veces. Pero es que yo no soy maravillosa, ¿sabes? Ni fuerte, ni valiente, ni nada. Hay veces en que me vuelvo loca, en que me daría contra las paredes. Y además, no sé estar sola... Pero soy su mujer. Soy su mujer y le quiero.

Ramón. —¿Él sabe...?

Rosa. —¿Cómo vivo? No. Tampoco me lo pregunta. Pero hay algo que sí sabe.

(Ramón sonríe y asiente, triste, como aceptando una verdad.)

Ramón. —Que nunca serás la mujer de otro.

(Desde la barra, Pepe, que está charlando con un par de chicos y una chica que toman café, acaba de descolgar el teléfono para atender una llamada y avisa a Ramón, en ese momento.)

Pepe. —¡Ramón!... ¡Teléfono!... (Ramón se levanta y acude al teléfono.) Te voy a cobrar un plus. Te llaman más que a Elena Francis.

(Ramón coge el auricular y se vuelve de espaldas al grupo que charla con Pepe, manteniendo su conversación telefónica, mientras ellos siguen con su discusión.)

Ramón. —¿Qué hay?... Sí, soy yo...

La Chica. —¿Cómo que no? Yo no estoy hablando de instituciones, hablo del instinto natural.

(Pepe señala a Ramón.)

Pepe. —Éste es el que te hunde en tres frases cualquier defensa que hagas de la pareja. Espérate y verás.

Ramón. —Bueno, te lo llevo mañana, al Juzgado... A las once, de acuerdo.

Chico primero. —Sí, es verdad. Además le encanta hablar del tema. ¡Es un detractor activo!

Ramón. — ... ¡Hala, adiós!

(Ramón cuelga y Pepe le aborda.)

Pepe. —Explícale aquí, al personal, tu teoría de que eso de la pareja es una utopía.

(Ramón sonríe, triste.)

Ramón. —No puedo, no es verdad.

Pepe. —¡Anda, éste ahora! ¡Pero si tú siempre has dicho!...

Ramón. —Pero estaba equivocado. Existe... Y ahora ya sé lo que es: He visto una.

(Se vuelve y le dedica su sonrisa a Rosa, que se la devuelve, desde su mesa.)