Bliní

Una de esas tardes, a Mateo le sorprendió enterarse de que Bernabé y Josefina vendrían a cenar con sus tres hijos. Era Viernes, pero no tenía ningún plan, de modo que decidió quedarse en casa.

—¿Matilde viene también? —le preguntó a su madre, que estaba en la cocina preparando la masa de los bliní rusos que pensaba hacer para la merienda.

—Sí —contestó ella con cara de pocos amigos mientras hundía las manos en la pegajosa masa de harina—. Sí, viene también. Le ha dicho a un chico «¿por qué no te tocas los cojones, rico?», y su madre está tan orgullosa. A mí es que… es que me parece horrible…

Hacía años que no veían a Matilde, pero conocían la anécdota porque Josefina la contaba siempre que se veían. Al parecer Matilde le había dicho a un chico un tanto pesado que le estaba tocando el flequillo todo el rato: «¿Por qué no te tocas los cojones, rico?», una frase muy celebrada por su madre y que llenaba de horror a la madre de Mateo. Hay que decir que Josefina había dejado de ir a la iglesia los Domingos y de ser una católica temerosa de Dios y ahora tenía muchos amigos comunistas y se había hecho feminista y «progre». Pero a la madre de Mateo le horrorizaba que una chica joven hablara así, y le horrorizaba también que a su madre le encantara que hablara así y que lo fuera repitiendo por todas partes como si fuera una maravilla. Era el viejo temor soviético a la vulgaridad y a la grosería. Al parecer, Matilde había estado varios veranos en Inglaterra. Al parecer hacía alpinismo, y subía montañas. Al parecer hacía cama elástica y daba saltos mortales. Al parecer estudiaba ballet, y quería ser bailarina.

—Esos bliní huelen raro. Yo diría ¡incluso! que huelen a vinagre —dijo Mateo, con la entonación pedante y fastidiosa que solía usar siempre que hablaba con su madre.

—¡Anda! —dijo su madre—. Huelen a vinagre porque tienen vinagre. Ignorantii…

—«A los ignorantes no se les pueden enseñar las cosas a medio hacer» —dijo Mateo, adelantándose a su madre, ya que ese refrán ruso era uno de sus favoritos.

—¡Anda! —le dijo su madre, que ahora ya estaba de mucho mejor humor.

Lo cierto es que la muchacha que apareció esa tarde en su casa no se parecía en nada a la «hurí del Edén» de sus ensueños eróticos infantiles. No es que hubiera cambiado mucho físicamente: seguía teniendo un rostro ovalado como la amada de Sandokan, seguía teniendo unos labios de un rosa casi desvanecido, seguía teniendo unas deliciosas pantorrillas pálidas, piel del color de la avena loca que crece al borde de los caminos, pero ahora ya no tenía diez años, sino dieciséis, y era más ondulada, más felina, más sedosa, mucho más hermosa que antes. Llevaba un vestido de lana color lila que marcaba suavemente los nuevos y sorprendentes volúmenes de sus caderas y de su pecho, un collar de cristales azules y una gorra de lana morada que se había comprado en Inglaterra y que llevaba de lado sobre sus satinados cabellos castaños, sus ojos habían crecido y sus pestañas se habían adensado, sus manos ardían cuando cogió las de Mateo para saludarle, tenía una voz muy suave y ligeramente teñida en el interior por una quebrada orla de risa.

—Hola —dijo—. Cuánto tiempo.

—Sí, mucho tiempo —dijo Mateo, acercándose para besarla en las mejillas de acuerdo con las nuevas costumbres de la Transición.

La conversación en la mesa enseguida saltó del tema de los hijos y lo inteligentes que eran todos ellos al tema de la política. Ambas familias tenían una tendencia a expresarse a gritos, pero cuando hablaban de política el volumen podía llegar a ser insoportable. Mateo y Matilde se fueron al cuarto de Mateo para charlar. Hacía muchos años que Matilde no entraba en aquel cuarto, y le sorprendió encontrarlo tan cambiado. El piano Yamaha de Mateo seguía en el mismo sitio, pero las camas eran distintas. Ella recordaba unas literas que había construido el padre de Mateo y que les habían proporcionado, cuando jugaban a las tinieblas, la posibilidad de crear una cueva oscura donde esconderse, esa cueva en la que tantas veces él la había buscado, poseído por una extraña e inexplicable excitación nerviosa, tocándola accidentalmente en la pierna desnuda o en el pecho con la impunidad que daba la oscuridad total, pero ahora había dos camas-nido que formaban un sofá al cerrarse, y toda la pared opuesta la ocupaban anaqueles llenos de libros, los libros de Mateo. Mateo se sentó en la silla del piano y Matilde sobre la cama, recostándose de lado de forma que una rodilla esférica y vagamente rosada y luminosa, como si fuera de porcelana, surgió por debajo del borde de su falda de lana. La perfección de aquella rodilla terminó de convencer a Mateo de que Matilde no había sido nunca una verdadera ninfa del paraíso sino una larva de ninfa, una crisálida, una ninfa de ninfa, y que era sólo ahora, tocada con su gorra inglesa y envuelta en aquel traje color lila que tan discretamente revelaba sus nuevos encantos, cuando su amiga de la infancia se había convertido en una verdadera hurí.

Era muy extraño estar allí los dos, los viejos compañeros de juegos, charlando melifluamente como dos adultos discretos y corteses. Hablaron de libros, de poesía, de viajes, de Inglaterra y del inglés, y los dos coincidieron en que el inglés era el idioma que más les gustaba e Inglaterra el país que más admiraban y donde más les hubiera gustado vivir. Hablaron de Londres y de Canterbury y de lo insípida que era la comida inglesa. Luego Matilde, que no mostró en ningún momento la menor tendencia a decir nada parecido al famoso «¿por qué no te tocas los cojones, rico?» que tanto había escandalizado a la madre de Mateo, le pidió que le recomendara algún libro de poesía. Mateo rebuscó un poco y finalmente le entregó una antología de poesía de Cernuda.