19.
DE TAL PALO TAL ASTILLA
«Tenía la esperanza de que mi hijo llegara a ser lo que yo quise ser: un gran futbolista. Esa idea ha alimentado mi vida.»
Quizá Andrés Iniesta es hoy futbolista porque su padre José Antonio no pudo serlo. Nadie ha puesto más empeño en la carrera del capitán azulgrana que su progenitor, conocido como jugador con el sobrenombre de Dani, en recuerdo de aquel habilidoso y pícaro extremo del Athletic. José Antonio puso en juego la estabilidad familiar y condicionó su propia actividad profesional a la carrera de Andrés, una apuesta que comportaba estar pendiente cada verano del futuro del jugador del Barcelona desde que lo llevó a aquellas pruebas en Albacete para saber si la mirada ilusionante del padre se correspondía con la de los ojeadores del fútbol de España.
«Desde que llegó al Barcelona, me he acostumbrado a vivir siempre con la incertidumbre de no saber qué pasará la siguiente temporada con Andrés, incluso después de firmar su primer contrato —explica José Antonio—. ¿Y si no sigue? ¿Y si no lo quieren? ¿Y si...? Siempre surgía la misma duda, pero tenías la sensación de que Andrés mejoraba cada año. Al inicio, cuando lo llevé a probar, actúas por instinto y con la expectativa de que con el tiempo las cosas le pueden ir bien al chico. Igual que si juegas a la lotería. Convencido nunca acabas de estar, pero nunca pierdes la ilusión. Yo siempre fui muy prudente con el fútbol, quizá demasiado. Siempre he visto su cara difícil y competitiva. Nunca me sumé a la ola de quienes me repetían cuando lo veían: “Éste va a llegar, seguro”. Yo jamás lo dije. Tenía, eso sí, la esperanza de que mi hijo llegara a ser lo que yo quise ser: un gran futbolista. Esa idea ha alimentado mi vida.»
No todos estaban de acuerdo en Fuentealbilla. José Antonio, sin embargo, siempre tenía la misma respuesta cuando dudaban de su apuesta por hacer de Andrés un futbolista profesional: «¿Qué queréis que sea? ¿Futbolista? ¿Torero? ¿Camarero? Nadie me respondía, simplemente me miraban de mala manera, seguramente porque creían que el chico decía que quería ser futbolista porque yo se lo había dicho y no por voluntad propia. Era mi pasión, la verdad, y me lo llevaba al campo de fútbol que hiciera falta, pero también la fue de Andrés desde muy pequeño. Primero lo seguía, después vi que jugaba bien y, más adelante, le corregía algunas cosas después de cada partido. Era un niño de notable alto».
Andrés sabía que en cuanto se montara en el coche de su padre, una vez acabado el partido, le tocaría responder durante un rato a sus preguntas, aguantar sus comentarios, «siempre por su bien», apunta José Antonio. «Tenía la ventaja de que ya llevaba el fútbol muy dentro, más que yo, y siempre fue muy inteligente: él sabía, porque yo también se lo repetía, que por más cosas que le dijera siempre tenía que acabar haciendo caso al entrenador. Le repetía: “Recuerda, Andrés: el entrenador siempre manda. Tú puedes ser muy bueno, pero si haces lo contrario de lo que él te dice, no vale, ¿entendido?”. Nunca he sido el padre que chincha a su hijo cuando no comparte los criterios del técnico. He sido su padre y, a la vez, su entrenador, pero siempre con la misma consigna: “Si tu entrenador te dice blanco y tu padre dice negro, tú siempre blanco”.»
José Antonio ejerció durante mucho tiempo de padre, de entrenador, de consultor y de mánager, por decirlo de alguna manera, muchos cargos difíciles de llevar y entender para la familia, como cuando el Barcelona se interesó por incorporarlo a la Masía después del torneo de Brunete. «Hablaron conmigo el domingo en el mismo escenario del torneo, el lunes me llamó el señor Oriol Tort, el coordinador del fútbol base del Barcelona, y yo se lo propuse a Andrés. Me respondió que no y yo insistí: “Andrés, las oportunidades están para aprovecharlas, quizá no vuelva a pasar”. Y él se reafirmó: “No, papá. Me quedo en el pueblo con vosotros, estoy muy bien aquí. No voy”. No me quedó más remedio que llamar al señor Tort y decirle: “Mire, lo siento, pero, de momento, al menos para este año, no irá”. Andrés hizo la pretemporada con el Albacete y yo, mientras tanto, continuaba martirizándolo, de manera que en cada viaje teníamos la misma conversación. Decía yo: “Si tú dices que no, pues no, pero deberías pensártelo bien, Andrés. Igual no te vuelven a llamar. Si no es este año, quizá el que viene”. Así durante dos meses desde que pasó Brunete. Hasta que un día, Andrés me dijo: “Papá, ¿puedes llamar al señor Tort?”.
»Por haber sido elegido el mejor jugador en Brunete, lo premiaron con un viaje a Port Aventura —continúa José Antonio—. Yo ya había dicho que no a la posibilidad de fichar entonces por el Albacete y nos fuimos a Tarragona. Ya era el mes de septiembre, con el colegio empezado y la temporada también, de manera que le pregunté al señor Tort: “¿Hay todavía una plaza para Andrés”. “¡Sí, claro! Para él siempre hay plaza”, me respondió Tort. Así que de Port Aventura nos fuimos a Barcelona. Nos enseñaron las instalaciones y, a propuesta mía, jugó un partidillo con algunos chicos de la Masía. Yo quería saber si el niño tenía futuro, pero también quería quedarme tranquilo. Regresamos a casa y, al cabo de unos días, Andrés me dijo: “Papá, quiero ir. ¿Hay aún posibilidades de ir a Barcelona? Llámalos, por favor”.»
Las tornas, entonces, cambiaron, y, convencido el hijo, el padre empezó a ponerlo a prueba con serias advertencias: «¡Ten en cuenta que no iremos para dos meses, lo mínimo será un año!». Y él respondía: «Sí, papá, un año estoy. Me comprometo a aguantar un año». Hecho. «Hicimos un cambio de residencia, se matriculó en el colegio y, durante el tiempo que tardaron en darle la baja federativa en Albacete sólo pudo jugar amistosos con el Barcelona, pero el paso ya estaba dado y lo dio él, aunque quiso complacerme a mí, porque piensa más en los demás que en sí mismo. Lo hacía de niño y lo sigue haciendo ahora que ya es padre. Seguro que se dijo: “Si no voy, defraudaré a mi padre. Si me dice que el tren pasa sólo una vez, algo debe de saber”. Fue muy valiente, mucho. No sé cuántos niños con doce años habrían hecho algo así. Yo habría dado uno de los dos brazos para que fuera a Barcelona porque lo quería con los mejores, pero la decisión final fue suya.»
No se sabe a quién le costó aguantar más la presión, si a Andrés o a José Antonio, los dos muy sufridores, pendientes el uno del otro. Diría que mayor aún era la angustia en el caso del cabeza de familia porque a veces pensaba en su hijo, otras en su hijo futbolista y, más adelante, en su hijo futbolista del Barça.
Hubo más de un día, empezando por el primero, nada más llegar a Barcelona, en que pensó en ir a por el chico y regresar para siempre a Fuentealbilla. Mari, su esposa, lo convenció entonces de que no, pero después la vio sufrir tanto que estuvo a punto de rendirse. «Hubo un momento, un par de semanas, en que le dije: “Si esto sigue así, Mari, me lo traigo de vuelta al pueblo. Vas a tener una depresión”. Mari no comía en casa y Andrés tampoco comía en Barcelona. ¿Cómo iba a comer yo entonces? Aquello fue muy duro. Aunque íbamos a verlo el fin de semana, cada despedida era un calvario. La madre estaba perdiendo a su hijo, no conseguía conciliar el sueño después de pasar por la habitación que había dejado vacía Andrés. Yo, que soy de echar las cosas para afuera, le decía: “¡Le irá bien, mujer!”. Mi esposa, que se queda el dolor para adentro, respondía: “Si le va mal, el tiempo que esté allí, sea un año, dos, tres o cuatro, lo habré perdido y, si le va bien, también lo habré perdido”. Y, al final, le repetía: “Si le va mal, no pierdes nada. Es como quien va a la escuela para aprender y no saca nada. Si se va a estudiar a Murcia, tampoco estará aquí. Y te digo una cosa: estando aquí, en el bar, sale por la puerta y se viene a las seis de la mañana de cualquier manera y con un par de canutos. Eso es lo que hacen aquí todos. Allí sabes que está controlado, estudiando y jugando a fútbol. No sé qué es mejor, tú puedes elegir. Si él tiene suerte y le va bien, puede ser decisivo para la unión de la familia para toda la vida”. El mayor valor de Andrés es que une a toda la familia: cuando hay una cuerda que se tensa mucho, él la destensa, él es el eje sobre el que giramos todos. Anda siempre pendiente de cualquier detalle para que no nos falte nada, asume los problemas de los demás como si fueran suyos. Nada más levantarme ya tengo su mensaje: “Papá, ¿cómo estás?”. Yo dudo mucho ahora de que si me tocara traer a otro hijo en las mismas circunstancias volviera a hacer lo mismo que hice con Andrés. Yo nunca quise que mi Andrés sufriera ni quiero que sufra ahora.»
El padre futbolista tampoco fue fácil de llevar para Andrés. Aunque el hijo nunca lo dirá, así lo asume el propio José Antonio. Basta con un detalle: «Un día me pasé con él mucho, me pasé cien pueblos. Ocurrió en su primer año en la Masía. Estaba su entrenador Ursicinio ausente y, durante unos partidos, se encargó del equipo Roca. Andrés tenía doce años largos, pronto cumpliría trece. Y yo aparecí con Mari en Barcelona aquel fin de semana, para un día y medio, y vi jugar a Andrés. Me puse enfermo. Parecía una gallina con los pollitos sueltos a su alrededor. Al acabar el partido, recogimos a Andrés y, al llegar al hotel, le dije a mi mujer: “Mari, baja del coche por favor, sólo un momento”. No podía quitarme de la cabeza lo que había visto de Andrés: no corría, estaba mustio, no era él. Y empecé mi charla: “¿Has visto el partido que has hecho, Andrés? Mira lo que te digo, si vengo otra vez y vuelves a hacer otro partido así, nos volvemos para el pueblo. Si haces los mismos metros que has hecho hoy, nos vamos todos a casa. Aquí, Andrés, muere uno con una lengua de tres palmos en el césped. Jamás quiero que digan que eres un gandul jugando al fútbol”.
»Fui muy injusto con él. ¿Qué necesidad tenía de hacerle eso? Lo que pasa es que soy muy pasional. El problema es que lo ocurrido en el campo no era culpa suya. Ni mucho menos. Lo vi después de reflexionar y le pedí perdón por ser un egoísta. Pero aquel día, después de aquella charla, acabamos llorando, yo a pleno pulmón, él sin hacer ruido, con las lágrimas contenidas y pensando: “¿Qué me está diciendo mi padre?”. Al verlo así, no sabía qué hacer. Me quedé frito, no sabía si retomar aquella arenga o qué. Luego, claro, también discutimos con Mari. ¡Andrés era tan pequeño: doce años, sólo doce años! Él vio, con el tiempo, que lo que le decía era por su bien. Siempre le he dicho las cosas por su nombre, para que aprenda. Él sabe que siempre insistí en lo mismo: para ser futbolista, hay que trabajar y ser honrado, el talento no habla por sí solo. Si tú no trabajas, le das más trabajo al compañero que tienes al lado. Hay once en el campo, no uno. Pero lo reconozco. Aquel día me pasé mucho, cien pueblos por lo menos.»
José Antonio Iniesta quiere que se sepa que siempre actuó creyendo hacer el bien, de manera consecuente, al fin y al cabo, con su personalidad, la personalidad de un albañil que se ha ganado la vida de sol a sol por los andamios de Fuentealbilla, Albacete, y también de Mallorca. Un hombre que se «jugó la vida por su hijo Andrés». «He tenido mucha suerte porque todo ha salido bien —reflexiona—. Si no hubiera sido así, pobrecico de mí. Pobrecico. El entorno me habría sacrificado. El riesgo era muy alto: una posibilidad sobre cien o sobre un millón de que funcionara. Se fue con doce años. Habrá quien se pregunte por qué no fuimos con él, pues me ofrecieron casa en Barcelona, también trabajo, a mí y a mi mujer, pero no quise. “Gracias, pero el día que venga aquí será para disfrutar de mi hijo. Si hay suerte, claro. Si no, yo sigo en mi pueblo trabajando”, dije. ¿A qué? Y si al año de llegar, le dicen adiós a Andrés, ¿entonces, qué? Habría perdido el trabajo de allí y el de aquí. Habríamos sido el hazmerreír del mundo. Así no se hacen las cosas. Sabía que teníamos que sacrificarnos cuatro o cinco años, como si tuviéramos a un hijo en un internado. Todo lo que merece la pena requiere un sacrificio».
Asentado Andrés en la Masía, empezaron las preocupaciones de José Antonio como padre del futbolista Iniesta, jugador internacional en las categorías inferiores de España. Tuvo un agrio desencuentro con Rifé durante el Europeo sub-16, cuando Andrés se lesionó después de un buen torneo, regresó a Barcelona para ser examinado por los médicos y no le permitieron viajar para presenciar la final pese a contar con la autorización del doctor Borrell, traumatólogo del Barcelona.
Y también fueron especialmente desagradables las negociaciones con los representantes del club para la formalización del primer contrato de Andrés. «Me citaron una noche a una cena en el Hotel Rally». Sí, el mismo donde durmieron aquella primera y traumática noche en Barcelona con su hijo llorando en su nuevo hogar. Allí estaban Rexach, Lacueva y Rifé. Tenía que ser un encuentro secreto y resulta que, nada más llegar, me encuentro en la recepción con Mágico Díaz,[12] que me dice: “¡Te están esperando!”. Y yo, que venía cansado de trabajar, de conducir aquel dichoso Ford Orion con el que los fines de semana íbamos y veníamos de Albacete a Barcelona, con las ventanas abiertas, no tenía aire acondicionado, el indicador de la temperatura en rojo, siempre temiendo quedarme tirado a mitad de camino, me dije: “¡Empezamos bien!”. La reunión se alargaba porque no había nada en concreto hasta que propuse que no le dieran más vueltas: “¡Hacéis un contrato como Dios manda, se estudia y luego se habla!”. Alguien, y no diré el nombre, se echó la mano en el bolsillo, sacó su cartera, mostró unos cuantos billetes y dijo: “Más de esto no va a ganar Andrés hasta que no sea titular en el primer equipo”. Yo me quedé de piedra. “Señores, ahí se quedan”. Menos mal que me llamó Lacueva para decirme: “No le hagas caso. Andrés va a tener el contrato. No te preocupes”. No, no digo el nombre. Quien lo dijo ya lo sabe.
»Yo andaba más que preocupado —prosigue José Antonio, consciente de que el Barça era capaz de pagar cinco mil millones de pesetas por Saviola y no quería ofrecer un contrato decente para Andrés—. Se habría podido ir al Madrid cuando hubiese querido, pero él nunca ha querido irse. Ni yo tampoco lo forcé nunca. Es más, se diga lo que se diga, yo no he hablado con nadie. Hasta tres veces se acercaron del Madrid a través de personas interpuestas, yo nunca hablé directamente con el club. Carlos Sainz, el piloto, aspirante a la presidencia, me llamó, pero no le cogí el teléfono. Con Camacho, tampoco. Me llamó su ayudante, Carcelén, y me dijo: “¿Estaría dispuesto Andrés a irse si pagamos la cláusula?”. “¡No, jamás!”, le respondí yo. ¡Y menos al Madrid! Andrés es muy feliz aquí a no ser que las cosas cambien. Sí que es verdad que hubo un día que le dije al señor Jesús Farga, directivo encargado del fútbol base: “¡Hay gente que no quiere que estemos aquí! ¡Son ogros para Andrés! Nos vamos a ir al Madrid”.»
Andrés nunca fue al Madrid, su equipo presuntamente favorito, gracias a la mediación de Farga. Así lo cuenta José Antonio: «Jesús, que había estado de directivo con el equipo juvenil, quería mucho a Andrés, y me dijo: “Tranquilo. Hablaré con Joan”. Joan era Joan Gaspart. Y, al cabo de tres meses, ya teníamos el contrato de cinco años, el bueno. Habíamos tenido problemas anteriormente porque yo no quise saber nada del contrato tipo que firmaban los chicos de la cantera. Todavía recuerdo que cuando Serra Ferrer entró en el club me invitó a sentarme en su despacho para preguntarme: “¿Por qué no ha firmado?”, y yo le respondí: “¿Usted lo ha leído? No puedo firmar un acuerdo que compromete a un joven hasta los veintidós o veintitrés años”. Ambos salimos con mal cuerpo de la reunión, cosas de la vida porque, con el tiempo, Serra Ferrer se convertiría en el mejor amigo que tuve entonces en el Barça.
»Iba ya camino de mi coche —añade José Antonio—, cuando en un pasillo de las oficinas se me acercó el señor Tort y me dijo: “¡No se preocupe, señor Iniesta! ¡Su hijo no se va a ir de aquí aunque eso sea lo último que yo haga! Si es necesario, llamaré al presidente Núñez”. Aquello me tranquilizó mucho. A los dos meses, Serra Ferrer le abrió la puerta del primer equipo a Andrés. Tenía una intuición especial para los jóvenes. Un día, estábamos viendo un partido y, de pronto, reparé en un jugador andaluz muy bueno, alto él, un cacho de tío, y le dije: “¡Si Andrés tuviera un palmo más! ¡Qué lástima!”. Y él me contestó: “No te equivoques, José Antonio. No le hace falta. Andrés será uno de los grandes del fútbol español y ese cacho de tío como tú me dices, ése será jugador de Segunda o de Segunda B. No más. ¿Por qué? ¡Pues porque del cuello para arriba sólo tiene aire! Y el metro setenta y dos de Andrés es todo talento y todo fútbol, aunque hay muchos en el Barça que no lo quieran ver todavía”. Serra Ferrer quiso que yo trabajara con él en el Barça, pero yo no quise; por Andrés, no quería mezclar los asuntos.
»Serra Ferrer tuvo la valentía de subir a Andrés a entrenar en el Camp Nou con sólo dieciséis años. No me lo creía cuando me lo dijo Andrés. Él nunca te miente, pero me lo creí cuando lo vi en la televisión cruzando la barrera para entrenar con el Barça. Sé que fue Serra Ferrer quien le habló a Van Gaal de Andrés. Me consta que cuando fueron al Miniestadi los dos juntos, Serra Ferrer le dijo a Van Gaal: “Mira si te vale el 10, ¿te gusta?”. Y el técnico holandés subió al primer equipo a Andrés y lo puso a entrenar todos los días. Ambos han sido fundamentales. Hasta que echaron a Van Gaal, jugó trece partidos y en los trece estuvo de titular. Además, con lo metódico que era el entrenador holandés, a él le iba de maravilla.
»Andrés, además, tuvo que empezar a tomar decisiones de creciente complejidad —recuerda su padre—. Hubo quien intentó también que tuviera que elegir entre disputar el Europeo sub-19 de Noruega o hacer la pretemporada con el Barça. Iñaki Sáez lo quería sí o sí y Rifé le dijo que si iba a la selección no podría continuar en el primer equipo del Barça. Van Gaal le preguntó entonces a Andrés y él respondió: “Sí, quiero ir con la selección, he hecho toda la fase de clasificación y ahora me gustaría estar con mis compañeros”. Y el técnico accedió: “Pues usted se va al Europeo, disfrute e intente ganar el trofeo. Y luego, cuando vuelva, aquí tiene su sitio para que también disfrute. Si llega en pretemporada, bien; si no, no pasa nada. Disfrute allí y disfrute aquí”. Serra fue clave; Van Gaal, también.»
Aunque terco, Andrés siempre fue obediente con su padre y con el entrenador, quien mandaba, circunstancia que se debe tener muy en cuenta para entender cómo funciona ahora que tiene su cuota de poder. «Ha sido una de sus virtudes y, posiblemente, uno de sus problemas a la hora de tener más protagonismo en el fútbol, pero cada uno es como es. Yo, por ejemplo, era más egoísta y rebelde. No digo que él sea sumiso, pero sí que atiende a una cierta jerarquización. Y, la verdad, en cualquier caso, tampoco le ha ido tan mal con su manera de ser. Pero siempre ha sido muy generoso en el fútbol, siempre. Cada vez más. Recuerdo que de pequeño metía muchos goles. Siempre condujo muy bien la pelota, pensó la jugada un segundo antes que el contrario y arrancó rápido. Tiene una gran salida y de pequeño también una gran llegada. En las categorías inferiores, Andrés hacía lo que quería. Goleaba. Todo cambió cuando llegó al Barça B, con apenas dieciséis años, y le hicieron jugar en la posición de cuatro, la de medio centro, igual que les ocurrió a Guardiola, Milla, Xavi, Celades, De la Peña. Ahí lo alejaron del área. Recuerdo que algunos le decían: “¡Andrés, eres el nuevo Guardiola!”. Se le hizo jugar de forma diferente para lo que eran sus características. No perdía el balón y se anticipaba, pero dejó de dar el último pase, como tenía por costumbre. Tuvo que jugar para los demás. Y, además, cuando lo llamó Van Gaal al primer equipo, allí estaban Rivaldo, Kluivert, Riquelme... Quieras o no, no es fácil para un niño de dieciséis años entrenar con estos jugadores, y menos para él, tan tímido y obediente. Hay otros que se crecen y no le dan el balón ni a Rivaldo. Y después, al año siguiente, llegaron Ronaldinho y Eto’o —insiste José Antonio—. Está un poco al servicio de los demás; piensa más en ellos que en sí mismo.»
José Antonio coincide con quienes sostienen que, aun siendo el mismo futbolista, Andrés no juega exactamente igual en el Barça que en la selección. Como si en la Roja se sintiera menos dependiente y más protagonista, más estrella y menos colaborador, más como le gusta a su padre: «Ahí tiene mucha más libertad porque es otra manera de jugar. De vez en cuando marca algún gol para que se acuerden los otros de que también sabe meterlos. ¡Es broma! Pero no se me olvida el 2-1 a Chile en el Mundial ni tampoco el gol a Paraguay después de una jugada muy suya en que va dejando atrás a los defensas: le tiraron a dar al menos tres veces y en una casi se cayó, pero siguió con la pelota, después se la dio a Pedro, que remató al palo y, al final, marcó Villa. Sí, estuvo bien en el Mundial después del año que pasó. Bueno, en la selección siempre está bien, Andrés. Luis primero y Del Bosque después le han dado toda la confianza. Y los jugadores saben cuándo la tienen toda.» Además, Anna también le ha dado mucha confianza, mucha tranquilidad. Eso se nota en el campo.
Quizá el entrenador del Barça que con el tiempo confió más en Andrés fue Pep Guardiola: «Jamás podré agradecerle como padre todo lo que ha hecho por mi hijo. Jamás. Y no hablo solamente de fútbol, hablo como persona. En su momento más duro, supo ayudarlo a salir de aquel pozo».