3

SI al menos lograse llorar. Si fuese capaz. Si pudiese. En tantas ocasiones al borde de las lágrimas porque no es fácil cuando tengo que elegir a esta persona o aquella, yo muchas veces con pena al preguntarme si mi dedo para de repente en ellas —¿Tengo realmente que fallecer, prima Hortelinda?

con la esperanza de haberme equivocado y no hay error, es así, el dedo para y se acabó, ojalá yo siguiese andando para siempre

—No tienes que fallecer, me equivoqué, ¿nunca te has equivocado en la vida?

y después, claro, la pregunta de costumbre

—¿Por qué yo?

como si hubiese un motivo, no hay motivo alguno

—Aguántate

y no se aguantan los pobres, intentan argumentar, pedir, de vez en cuando una sonrisita trémula que intenta contenerse, no se contiene

—Lo has dicho en broma, ¿no?

regalos acongojados, un pollo, un cochinillo, dinero que van a pedir prestado

—¿No me echa una mano, amiga?

ojalá yo pudiera echar una mano pero ya lo he escrito en el libro y si lo tachase se notaría, me canso explicando

—Hoy tú mañana otro, nadie se queda aquí, palabra

sin que sirva de nada porque ahí viene el pollo, el cochinillo, el collar de turmalinas

—Le queda mejor a usted que a mí, quítese unos añitos, hay por ahí tantos viejos

y el dedo de ellos, a su vez, deteniéndose en un pariente intentando convencerme

—¿Por qué no aquel que no vale un pito por ejemplo?

quizá no valga un pito pero no consta en el libro, les muestro la lista de nombres

—No consta en el libro

y no hacen caso, el pollo temblando por su cuenta más de lo que le tiemblan las manos, el cochinillo atado con un trozo de cuerda, el dinero en un sobre doblado buscándome la cartera para meterlo dentro, gracias a Dios con los nervios no logran quitar la cadena del cuello, para qué quiero más cadenas, de pequeña, con cuatro o cinco años, mi nostálgico padre me llevaba a pasear por el bosque de castaños del camino de la sierra en busca de gatos monteses y el olor de los troncos se ha quedado conmigo hasta hoy, pensé que el de los alhelíes me ayudaría a olvidar y no olvido un comino, allí estamos nosotros caminando en la noche de los árboles incapaces de vernos el uno al otro a mitad de la tarde y mi nostálgico padre

—¿Aún estás ahí, hija?

con la lluvia enredada en las ramas a la espera del otoño para comenzar a caer, de repente un animal con las uñas arregazadas mirándonos

(si aceptase todas las cadenas que intentaron darme me habría vuelto rica)

mi nostálgico padre en busca de la pistola en el bolsillo y sin encontrarla por el miedo, cuando la descubría el resto de una cola huyendo, la oscuridad de los castaños a nuestro alrededor, en nosotros, fue la oscuridad la que me hizo señalar a un vecino al azar cuyo nombre no apunté en el libro y no sabía a ciencia cierta

—¿Cómo se llama usted?

el gato montés miró hacia atrás antes de desaparecer, por qué razón vivimos en una tierra como esta, tan violenta, tan dura, me acuerdo de envoltorios ensangrentados de tucanes con una de las patas aún moviéndose y del viento que llegaba de la frontera ladrando porque aquí todo ladra, hasta las cosas, en mitad del sueño, en la cama, se oyen los ladridos de aquello que no queremos decir y todo el mundo escucha, viejas en grupos de tres o cuatro en los bancos de piedra caliza pegados a las paredes de las casas que se vuelven caliza también, si solicitase de una de ellas

—Tenga paciencia, señora

un silencio de piedra caliza sin argumentar ni pedir, nadie sabe lo que piensan bajo los chales de luto royendo los mismos cardos que las ovejas, me acuerdo de mi madre, pobre, quejándose de la espalda y el enfermero

—Es el riñón flotante

mientras yo imaginaba un pato de juguete, con las cejas dibujadas en el plástico y el pico anaranjado, ondulando en la bañera del cuerpo comiéndole el hígado, las tripas, mi madre a mi nostálgico padre por el mecanismo de la garganta con un pulsador en una tecla para cada palabra

—No te atrevas a tocarme

él que doblaba la manga para salvarla del pato y el riñón flotante comiendo las teclas también, mi nostálgico padre

—¿Qué dice ella?

siempre compuesto el infeliz, con la pajarita recta y pantalonero con raya, algunas teclas que quedaban

—No te atrevas a

y yo preguntando

—¿Le servirían los castaños ahora para esconderse, señor?

el olor de los troncos que se volvió parte de mí cuántos erizos carga, cuántos huesos de rebaño limpios de carne, desnudos, cuesta orientarme en esta noche

—¿Dónde queda mi casa?

y vacilo, tropiezo, mis tiestos de alhelíes, retratos conmigo avergonzada y sea lo que fuere en el regazo que no distingo bien, no una muñeca, un perro pequeño, un cordero, me gustaba sentir criaturas animadas en las manos para estrangularlas, mi madre

—No te atrevas a

sin poder tocarme, podía hacerlo yo por ella solicitándole a mi nostálgico padre

—Madre ha dicho no te atrevas a tocarme

y soltándole la frase

(¿qué me asusta en las viejas?)

que él recibía sin oír, mi madre tan delgada, lo que me asusta en las viejas es no reparar en la parte de la cara en que se encuentra la boca, cuál es la arruga por donde se expresan los sonidos, a veces un sombrero de hombre sobre el chal y la alianza del marido en el dedo corazón, el enfermero jarabes

—Una cucharadita, amigo

y una tecla vibrando, no sé cuál

(los ojos de ellos ahogados en una agüita de cera, explíquenme cuándo siguen cualquier cosa que ven)

la cara de mi madre se desvió de nosotros sin desviarse de nosotros, mi madre y otra persona al mismo tiempo, más importante, más grave

(acaso vienen episodios antiguos, el marqués de bigote blanco, dueño de todo el pueblo, llamándolas

—Chicas

en los asientos traseros del automóvil el chófer al volante y las viejas unas a otras

—No le des confianza

por la boca en el lugar de la boca que tenían en el momento y las lenguas no de piedra caliza, vivas, ¿te acuerdas de mi pelo en esa época, de la blusa que hice?)

mi nostálgico padre sin tocarla, obediente, el enfermero guardó los jarabes en el maletín, con el fuego de hace veinte años el bosque de castaños dejó de existir, durante mucho tiempo cenizas y ahora matorral, la casa del marqués una pared con cuernos de ciervo colgados de un clavo, en cuanto los pasos del enfermero fuera le pregunté a mi nostálgico padre

—¿Por qué ella no lo dejaba tocarla?

y un buitre leonado en el melocotonero de la huerta a la espera, no era lo que plantábamos lo que le interesaba, era mi madre en la cama, yo a mi nostálgico padre

—No permita que la devoren

y mi nostálgico padre sordo, un tío de él trabajó para el marqués, se le ponía un cigarrillo apagado en la mandíbula y se pasaba varias horas con el cigarrillo temblando, la hija le limpiaba el bigote

—Ya ni la saliva retiene

se marchaba con el pañuelo y el tío de mi nostálgico padre contento, nunca se enfadó

—¿Realmente tengo que fallecer?

ocupado en regocijarse por una franja del cerebro, si lo señalaba con el dedo se burlaba de mí cambiando el cigarrillo de comisura

—¿Y qué es la muerte, pequeña?

ni durante las despedidas en el cementerio mi nostálgico padre se atrevió a tocarla, se quedó apartado de nosotros contando sus propios dedos equivocándose y repitiendo el cómputo, me pareció que se sorprendía

—¿Trece?

se colgaba de mí interrogándose

—¿Quién es esta?

y desistiendo atareado con los dedos de más

—No es nadie, me he equivocado

no cogió la pala ni saludó a las personas con miedo a que le quitasen falanges, después de morir el marqués el chófer siguió paseando en automóvil como si en los asientos un señor de edad

—Chicas

ya no a muchachas, a viejas de piedra caliza en el interior de su luto sin notarlo siquiera, a la salida el cura nos extendió la mano para besársela y mi nostálgico padre

—¿Cinco?

cuando él diecinueve ahora, conté los míos por alivio de conciencia y catorce, volví a contarlos y once, qué les ocurre que aumentan y disminuyen desde que falleció mi madre, qué extraño la ropa de ella en la percha pidiendo

—No me saquen de aquí, vístanme

y mi nostálgico padre en la cocina con su multitud de dedos a la espera de la cena que no llegaba, nosotros dos a la mesa y ninguna cacerola al fuego, ningún plato, él con la noche de los castaños en la mente donde mi madre un gato montés arregazando las uñas

—No te atrevas a tocarme

no recuerdo que se ocupase de mí, si mi madre fuese el marqués seguro que no

—Chica

con un regocijo esperanzado, solo el automóvil balanceándose en dirección a los cuernos del ciervo junto a los cuales el chófer con uniforme y gorra se sacudía el polvo, casi todas las mañanas oía el motor rondándome, si fallaba el chófer se armaba de una manivela y estremecía al mundo con chillidos hasta que todo aquello en movimiento de nuevo, un día de estos mis ojos una agüita de cera y qué veré entonces, un niño con babi, el cabrito para asar en la Pascua sujeto por una cuerda a un gancho y después el cuchillo en el pescuezo y él arrodillado de espanto, yo a mi madre dónde se ha ido, señora, que no nos da de comer, por qué me despierta junto con los gatos monteses alrededor de la casa, al día siguiente huellas de patas en las calabazas

—¿No les damos pena?

mi nostálgico padre extendiendo las palmas hacia mí

—Diez como ellos, fíjate

y cuál es el motivo del no te atrevas a tocarme, qué le he hecho yo, por qué lo desprecian en el pueblo, clavaron un espantajo ataviado de mujer en las calabazas con sombrerito con velo igual al mío pero abollado, sucio, acláreme por qué no con chaleco y camisa de hombre y mi nostálgico padre callado, deseoso de desaparecer entre los castaños con los dedos sumándose de nuevo donde el automóvil del marqués no lo podía alcanzar ni los asientos

—Chica

voy con usted hasta los castaños, espere, aunque solo cenizas, carbones, no crea que mi vida es fácil, no lo es, tener el libro en orden, elegir a las personas, me costó elegir a mi madre, ¿sabía?, verla con un riñón flotante con pico anaranjado y cejas pintadas, las ganas que tuve de agujerearlo con un clavo y la barriga hacia arriba, blanca

(el resto del cuerpo amarillo o mejor dicho amarillo antaño, gris, que hasta los patos se gastan)

a la deriva en la bañera del cuerpo sin molestar a nadie y los cubiertos colocados en la mesa, la comida en el fogón, mi madre mirando el espantajo y mirándolo a usted, fue por su bien por lo que dije

—Voy a intentar que no sufra, señora

le sujeté el mecanismo del habla, la adelgacé deprisa porque estas cosas duelen y la certidumbre de que usted comprendía que era yo quien la mataba y no obstante sin decírselo al enfermero o a las visitas, miró a mi nostálgico padre, me miró

—¿Por qué proteges a tu padre y me matas a mí?

y eso fue todo. Si al menos lograse llorar. Si fuese capaz. Si pudiese. Cuántas veces al borde de las lágrimas, madrecita, si hubiese paseado con nosotros por el bosque de castaños y notado la lluvia que engrosaba en las ramas aguardando el otoño para poder caer, si lo hubiese visto sin encontrar la pistola no a causa de los gatos monteses, a causa de sí mismo y del espantajo ataviado de mujer con el sombrero igual al mío deteriorándose en el suelo y usted

—No te atrevas a tocarme

detestándolo, cuando yo enfermaba era él quien preparaba bizcochitos borrachos para darme fuerza y rondaba la habitación multiplicando dedos, si usted fuese el marqués llamándome

—Chica

pero nací de él y en consecuencia detestándome igualmente, si nos encontraba uno con otro su desdén

—Justo los dos

dado que la sangre de mi padre en mi sangre y por tanto yo no

—Voy a intentar que no sufra, señora

yo

—No me importa que sufra

y el pato de juguete que me compraron en la fiesta de San Januario fastidiándola, intenté atrapar al pato y se escapó, impedir que dejase de respirar y fallé, le pedí al oído

—No se muera

dispuesta a preparar un bizcochito borracho, me apetecía que se convirtiese en una vieja en un banco de piedra caliza acordándose del pelo castaño, no se muera, quédese ahí con las demás mascando sorpresas

—Mira lo que le ha sucedido a mi cuerpo

mi abuelo alzándola en el aire

—Eres más alta que yo

escondiendo paquetitos de dulce en la casa

—Busca

y usted abriendo cajones y mirando bajo la cómoda, mi abuelo mostrándole el frutero de porcelana que imitaba un cestito al que le faltaba un asa

—Más lejos

los dulces bajo las manzanas y las peras, él orgulloso de ser tan listo

—Has acertado

y hoy ningún abuelo, ningún fruto, si el mecanismo de la garganta funcionase mi madre

—Tengo frío

y claro que tiene frío a pesar de las mantas que le traje, su cuerpo helado, el enfermero

—Caliéntale los pies

con un retal de lana y más frío, no se vaya, quédese, ya no es esto lo que quiero, mi nostálgico padre ahora no nostálgico y yo furiosa con él

—Marica marica

un marica solo dedos no un hombre qué horror, no se atreva a tocarla, déjela en paz, yo con mi madre en el bosque de castaños, no con usted, no nos toque, ojalá un gato montés lo descubra y lo desgarren los milanos, yo una señora gorda llegando al pueblo en el autobús, el conductor ayudándome

—Atención, doña Hortelinda

bajando los escalones y yo con miedo a caerme porque las piernas me traicionan, voy muy bien andando y desaparece una de ellas, me quedo apoyada en el estribo esperando que la pierna se reconstruya sola y va y se reconstruye, la pobre, con el zapato pesándole en la punta, no siento el zapato en el otro pie, siento en este así como siento los desniveles del suelo, al menos la libré de eso, señora, la ayudé, no ha de presenciar aquello a lo que renuncia o le falta, dentro de uno o dos años señalo sin ganas al conductor del autobús que me preguntaba siempre

—¿Se siente bien, doña Hortelinda?

al apoyarme en el suelo

—¿En serio que se siente bien?

temeroso del peso de la maleta

—Cuidado

y le advierto con pena

—Es su turno, amigo

él mirándome como si yo fuese desagradecida y no era eso, si dependiese de mí los libraría a todos, vuélvanse eternos, de piedra caliza, sentaditos en bancos recordando el pasado que no significa nada, lo que vivieron, lo que fueron, lo que debía haber sucedido y no sucedió nunca, aun con el oído perezoso todavía oigo a los tucanes rareando en otoño así como todo rarea por estas regiones, cualquier día ningún nombre que yo pueda escribir salvo las cabras que no valen, el automóvil del marqués descomponiéndose en un cruce y uno de los faros persiguiéndome apagado, ordenándole

—No me fastidies

romperlo con una piedra, impedirle que me vea, no vive nadie en la hacienda salvo el ayudante del administrador aguzando una caña, si me acerco apoya el sombrero en el pecho

—Señora

deseoso de que lo señale y no lo señalo, para qué, siga esperando convencido de que le harán un gesto desde el desván, puede ser que antes mi madre no fuese así y se interesase por nosotros, ella en las fotografías al lado de mi nostálgico padre con un moño que nunca le vi y la mano en el hombro de él y después apartándose con el curso de los años, una persona entre ambos, dos personas entre ambos, todo el mundo entre ambos, no solo más lejos el uno del otro, mi padre

(iba a decir mi nostálgico padre y me contuve)

solo la mitad de la cara, solo un tercio de la cara, solo un pedazo de chaqueta y por fin esfumado, en algunas de ellas yo pero sin sonreír, tan seria, esto en el momento con gente en el pueblo, mi primo apeándose del mulo

—No hace falta señalarme que yo no me muero

y yo olvidada del nombre de él en el libro, uno de los brazos se movía despacio y lo obligaba a doblarse así como desde el principio obligó a todo el mundo a obedecer sus caprichos, hasta a mí en una ocasión me sujetó la muñeca en la cocina

—Ven aquí

me apretó contra la troj y de repente, al hurgar en la falda, sus ojos huérfanos, y entonces no lo vi como hombre, vi a un niño agachado en las tomateras surcando la tierra con una cuchara, parecido a mi madre cuando la fastidiaba el riñón flotante y la cara se fruncía por el dolor, al notar que lo observaba

—Yo no me muero

como un chico cobrando valor al caminar en la oscuridad, si consigo hablar aguanto, si consigo hablar me salvo y al entender que no se salvaba

—No me muero, ¿no?

más petición que certidumbre

—No permitas que me muera

mi primo cruzando la cocina acomodando el brazo lento en el bolsillo

—No me muero, ¿comprendes?

sepultado por el ayudante del administrador donde antaño el pomar, probablemente continúa afirmando

—Estoy vivo

y acaso un día de estos vuelva a la superficie y recomience la hacienda con un saquito de trigo y un saquito de maíz, no era persona de morirse a la primera de cambio a pesar de los ojos huérfanos y de la cuchara

(si yo me hubiese casado, si yo tuviese un hijo)

insistiendo, ya en esa época el administrador, con trece o catorce años también aunque más pequeño, más delgado

—No tenga miedo, patrón

el hijastro del enfermero me entregó dos cartas a la salida de la iglesia

—Esconde esto

y amores perfectos aplanados allí dentro borrando las letras y yo fascinada por el hombro que se contraía enfatizando el esconde esto

—Va a darle algo

y a pesar del hombro lo habría aceptado si el dedo, desobedeciéndome, no se le detuviese encima, intenté alertarlo

—Huya de aquí

y él acercándose más

—¿Perdón?

dilatado de esperanza hasta que fiebres y los cirios por la calle con los tambores de las suelas en la acera, taparme los oídos con las palmas, taparme toda, correr hasta donde los zapatos dejasen y la conversación del hijastro del enfermero no fuese capaz de alcanzarme de modo que mi cuerpo

(le dejé en un búcaro de la lápida los amores perfectos aplanados)

nunca llegó a abrirse, las aguas cesaron y yo encerrada en mi propia carne bajando del autobús con un sombrerito con velo, luchando contra los mareos que a veces

—Atención, doña Hortelinda

me obligan a bajar las persianas y a mantenerme en la oscuridad como en el bosque de castaños con mi nostálgico padre

(¿qué gato montés arregaza las uñas hacia mí?)

si al menos lograse llorar, si fuese capaz, si pudiese, hay ocasiones en que estoy al borde de las lágrimas, pruebo con el pañuelo y ninguna lágrima, no me rebaje, no me ofenda, señor marqués, murmurando

—Chica

desde el automóvil en el cruce, queda el faro buscándome en el suelo y encontrando mi sombra, la misma que mi nostálgico padre descubrió, meses después de fallecer mi madre, al volver la cabeza en dirección al mandarino en el que me apoyaba pensando

—Tenía razón, madrecita

pensando

—Dios quiera que no se atreva a tocarme

y esta vez el pato de juguete era a mí a quien magullaba comiéndome los pulmones

(hay momentos en que al borde de las lágrimas)

y el estómago

(hay momentos en que lágrimas para quien es capaz, quien puede)

el mandarino que se plantó solo, al ver las primeras hojas mi madre

—¿Qué es esto?

y enseguida porque todo enseguida frutitos, mi nostálgico padre descubriendo mi sombra al volver la cabeza

(me pregunto si mi hijo un hombro contraído también)

mientras el otro hombre desaparecía por la verja y el gozne que quedaba

(el de arriba se rompió)

chascando, el otro hombre en dirección a los campos y me quedé en el naranjo luchando con el pato que se me escurría de las manos magullándome más, no imaginaba que un poco de plástico hiriese tanto y tengo la certidumbre de que también un pato en mi nostálgico padre, no cuente los dedos, no se me acerque, no entro en casa con usted porque he dejado de tener casa, apártese de mi vista, señor, déjeme en paz con la ropa de mi madre colgada en el armario que comienza a oler de forma que no reparé en usted quitando la cuerda del tendedero, una tecla en la garganta

—Hija

sin que el

—Hija

le valiese de nada, no lo divisé en la parte trasera, divisé las mariposas en las ramas y en el campanario el repique de las cinco

(si el hijastro del enfermero no falleciese yo casada, una cocina y una habitación para descansar los domingos junto al aparato de radio, engordar acompañada, no como engordé, sin nadie, hasta volverme de piedra caliza)

no divisé a mi nostálgico padre en la parte trasera, divisé la escalera inclinada en la pared

(le faltaba un escalón)

la cuerda en la cornisa, la camisa fuera del cinturón con varias marcas de hebilla

(dos marcas de hebilla)

—¿Ha adelgazado, señor?

que no llegó a apretar, un bigote que se me antojó postizo en una cara postiza así como sucede en los retratos en que somos nosotros y no somos, nos colocan el meñique encima

—Este eres tú

y mentira, las mismas facciones pero diferentes y cómo se le dice esto a las personas, mi nostálgico padre a quien no tuve tiempo de señalar con el dedo, mira a Hortelinda sin familia en casa vacilando

—¿Cuántos tenedores?

y solo uno que no necesita de ustedes, necesita que la ayuden a bajar del autobús, le entreguen la maleta y no

—¿Quiere que le lleve la maleta, doña Hortelinda?

le entreguen la maleta y eso es todo, aún riega los alhelíes, barre el suelo, vierte el agua en la palangana y se lava pero no tarda mucho

(¿dos años, tres?)

comienzo a acompañar a las otras viejas y ningún pañuelo en la cabeza, el sombrerito con velo que hallé en la caja de los restos junto con la parte de un rosario y un pisapapeles con lengüetas doradas, en mi caso son las cartas del hijastro del enfermero que cogerán un día, se llegaban a descifrar respetuosos saludos, el nombre al final y yo soltera, prendí fuego al bosque de castaños, padre, para olvidarme de usted y no obstante el olor permanece, si no fuese por la cuerda del tendedero iría a buscar la pistola o mejor dicho aun con la cuerda del tendedero fui a buscar la pistola

—Usted no tenía derecho

y el cuñado de mi padre suspendiéndose en el callejón, callado porque no hablamos aquí con la sierra a la izquierda y la laguna a la derecha y los gatos monteses y los martillos de los picapedreros ahogándonos las voces, se señala con el dedo

—Vas a morir

y basta, deshice la verja con el hacha para impedir que girase e intentaba deshacer mi sombra cuando el cuñado de mi padre

—¿Querías matarlo otra vez?

y casi nadie con nosotros excepto los difuntos

—Échennos una manita que tenemos que hacer allí arriba desordenando trastos y volcando cajas en el suelo, qué ha sido de mis agujas, faltan fuentes en la alacena, quién se ha quedado con mi anillo mientras los soldados de Francia en posición de firmes aguardando el Himno, esperé durante semanas al otro hombre en el lodazal entre insectos que salían de la hierba, se oía el timbre del colegio, jaurías de perros vagabundos husmeando a tejones, esos sí llorando, no yo que me asomo a la ventana observando los crepúsculos, el otro hombre a diez pasos con un saco

(me dio la impresión de que un saco)

en el mango de la azada y una hoz a la cintura, por qué no te ahorcaste igualmente con la cuerda del tendedero y me obligas a esto, por qué me quitaste el olor de los castaños y mataste a mis padres, nueve pasos, cinco pasos y yo apoyando el revólver en un peñasco, elijo dos de mis ocho índices, los mayores, para apretar el gatillo, el otro hombre con la cadena del reloj que mi nostálgico padre decía haber perdido atravesándole el ombligo de manera que disparé el primer tiro contra el reloj, no contra él, el segundo espantó a las grajas que gritaban a nuestro alrededor y el otro hombre arrodillándose despacito sin soltar la azada, observó el reloj, dijo

—Seis menos cinco

respondiendo a una petición que no le había hecho, corrigió haciendo cuentas en el interior de la cabeza

—Tal vez seis menos doce que este chisme adelanta siete minutos por día

(yo observando los crepúsculos casi alegre con la vida creyéndome no solo eterna sino bendecida por Dios que se preocupó por mí y derramó sobre mí un poco de Su infinito Amor y de)

la azada cayó primero mientras él minucioso con los minutos

—Doce u once, no lo sé

apoyándolo en el oído para comprobar si funcionaba y radiante porque funcionaba, levantando la tapa para comprobar las ruedecillas, los volantes, los muelles, una pieza con una cadencia obsesiva

—Llegando a casa lo ajusto según el grande de la sala

y solo entonces entendió que era él, no el reloj, el que se desajustaba con el tiempo, me preguntó

—¿Eres la hija?

(y de Su infinita Bondad de forma que solo puedo agradecer la Misericordia de Su Protección porque Vuestro es el Reino, el Poder y la Gloria por siempre Amén)

mientras desanudaba el saco sujeto a la azada revelando media docena de tordos en la trampa que había dejado en el matorral, los tordos muertos como todos nosotros muertos un día dado que una generación va y una generación viene pero la Tierra permanece para siempre hasta el fin de los Tiempos excepto el bosque de castaños que convino en destruir y que tuve el honor de ayudarlo prendiéndole fuego para que el olor de la infancia dejase de atormentarme, el otro hombre de rodillas o no de rodillas, de bruces, amable conmigo, sin resentimiento porque el Señor me protegía

—Me mostró tu retrato hace semanas

o sea mi nostálgico padre a la busca en medio de lo que guardaba en los bolsillos, papeles, cuerdas, una postal que la madre le había mandado de Francia siendo pequeño

—Mi hija

y el otro hombre examinando parecidos, las cabezas de ellos juntas, hombros que se confundían, docenas de dedos mezclados qué horror, los índices en la pistola y esta vez el tiro no en el reloj, en la garganta durmiéndolo mientras yo —Cállese

el otro hombre indiferente a la pistola mientras las grajas gritaban más y más, en el saco no solamente tordos, una abubilla, un estornino

—Seis menos dos en este instante

corrigiendo

—Calculo que seis menos nueve

colocando la cara en el suelo

—Tienes la nariz de tu padre

y por extraño que parezca yo vanidosa por tener la nariz de mi nostálgico padre, agradecida por esta prueba más de Amor que Tu infinita Delicadeza se ha dignado ofrecerme, me has entregado la nariz para que yo, pecadora indigna que no merezco atención ni cuidado prolongue su existencia, la nariz de mi nostálgico padre perpetuándose en mí, pensaba que no lograba llorar, que no era capaz, que no podía y Te extiendo mis lágrimas como tributo de reconocimiento y gratitud y señal de mi humildísimo afecto por Ti, yo en mi ventana frente al crepúsculo

(nubes de color rosado y moradas)

casi bien predispuesta

cómo casi bien predispuesta, bien predispuesta con la vida, la nariz de mi nostálgico padre que froté con la manga antes

de señalarme a mí misma y anunciarle a la prima Hortelinda casi apenada por ella

(apenada por ella)

—Ten paciencia, se acabó, vas a fallecer ahora.