DOS
¿Cómo hace para divertirse en ese sitio?
Dos guardianes hablan en el pasillo.
—¿El mejor regalo de cumpleaños que me ha hecho nunca? Este año: tetas nuevas.
—¿Grandes?
—Sí. El regalo perfecto. Acaban de ponérselas. Me han costado cinco mil pavos.
—¿Cómo son de grandes?
—Todavía no lo sé.
—¿No es increíble lo que puede hacer la medicina? Como un cambio de aceite, las llevas y te ponen tetas grandes.
—Increíble.
—¿Vas a la bolera?
—Esta semana no, me hice daño en la espalda.
—¿Contractura?
—No sé, algo.
—Que tu mujer te la frote con las tetazas y te sentirás mucho mejor enseguida —se ríe el carcelero.
—Eres muy gracioso —dice el otro guardia—. Graciosísimo.
La decadencia lo invade todo, dentro y fuera. Me meto papel higiénico en el oído y sigo leyendo su carta.
Campamento. Mis padres me mandaban a un campamento, pero las otras chicas eran muy raras y me negué a volver. Rememora una tarde concreta: o quizás yo lo hago por ella, porque su sintaxis, articulación y comprensión son todavía el lenguaje rebuscado y exiguo de la juventud. El episodio consiste en que ella entra en el frescor de su cabaña para recoger la raqueta de tenis y encuentra a las dos niñas de Louisville, Kentucky —las dos que con mayor frecuencia recibían cajas de bombones caseros—, tumbadas en la litera de arriba, acostadas al revés, y el pie estrecho de la morena frotando el pezón de fresa de la rubia, que tiene abierta la cremallera del peto hasta la cintura. Cuando las tortolitas vieron a la chica y le sonrieron, hubo un fogonazo como una explosión, mientras el sol, reflejando los hierros de los dientes de la morenita —ortodoncia—, rebotó por toda la cabaña. Y nuestra chica, con el estómago y el espíritu revueltos, y una arcada incipiente en las tripas, recogió la raqueta y las pelotas y salió corriendo.
«Creí que iba a vomitar», dice. «Y no eran zafias como las chicas de Baltimore o Pittsburgh. Eran de Louisville y llevaban trenzas largas y pendientes de perla».
Me gustaría volver a aquel campamento con la jovencita, para presenciar a través de los visillos de gasa de la cabaña sin cortinas los retozos de las dos sureñas en la litera de arriba, mientras el bastidor de la cama raspa el suelo de cemento a medida que se restriegan mutuamente, sin cesar, sus pectorales planos. Habría que apreciar en lo que valen el vigor y el ímpetu atlético de la juventud. Ir con ella a la cabaña y explicarle las maniobras, sugerirle que acaso la repugnancia que le inspiran, el acceso de náusea, es su propia estructura interna agarrotada por el nacimiento de un deseo hasta entonces ignorado. Le sugeriría también que el impulso de «arrojar», de verter tan nutritiva y rica pitanza como los tres o cuatro emparedados de mantequilla de cacahuetes y jalea que ha ingerido debajo del olmo y junto a la canoa tan sólo una hora antes, no es tanto una señal de aversión como un síntoma de atracción, de hacer espacio para una posibilidad más amplia. En calidad de guía, la llevo a que contemple a las dos expertas del Bluegrass State[1] que forcejean y se retuercen, y cuando lleguen al colapso, podría darle un vivo empujón en el hombro para animarla a que se junte con ellas para una nueva sesión. Y luego, allí, al otro lado de la puerta, mirando a las tres enredadas en el suelo, puesto que la litera es demasiado angosta, colocada de modo excesivamente precario para las evoluciones sincrónicas del trío, yo alcanzo mi escalofrío, mi deleite.
Algo pasa disparado. Un fogonazo como la explosión de un cubo de flash fotográfico. Un punto azul persiste delante de mi ojo. Veo a una muchacha delante de mí. Una chica. Pestañeo. La chica sigue ahí. Me está tentando, incitando. Alice.
Poco a poco, el pasado retorna.
De nuevo, como es mi costumbre, mi tic nervioso, me he alejado de la historia que cuento. Y, entretanto, mi nueva chica, mi corresponsal, nos espera sola y disgustada en el mostrador del almuerzo en la ciudad, con la única compañía del bocadillo de queso gomoso que no parece capaz de engullir.
—¿Me llevo el plato? —le pregunta finalmente la camarera.
—Por favor —dice ella.
Sin nada delante, es libre de pagar la cuenta y volver a casa caminando despacio. El ejercicio, los esfuerzos, la concentración, la han dejado desfondada, entumecida. Camina despacio, patéticamente, hacia su casa, salvando grietas ocasionales en la acera. Segura tras las puertas de la fortaleza familiar, se tumba en el sofá del cuarto de estar, se traga el arranque de una buena llorera y confía en dormir.
—¿Ya estás aburrida? —Me imagino a su madre preguntándole eso mientras deambula por las habitaciones, ordenando y reordenando los objetos que constituyen la vida de las madres—. ¿Sabes? Tengo hora a las dos en la peluquería, podrías venir conmigo. Podríamos colarte y que te hagan unos reflejos. ¿No crees que eso te animaría?
La hija no contesta. La espeluzna la idea de su cabeza enfundada en una bolsa de plástico, de mechones de pelo entresacados por el estirón de una mano avezada.
—¿Sabes? —dice su madre, comenzando la segunda frase de su parlamento con la misma muletilla.
—¿Por qué dices sabes cuando está claro que no lo sé? —pregunta la hija.
—Iba a decir que ya no eres una niña y que deberías empezar a vestirte como una mujer. Podría llevarte a Saks en White Plain y que la señora Gretsky te encuentre algunas cosas nuevas. Hace años que no vamos de compras juntas.
La hija se imagina luciendo un traje y un sombrero redondo sin alas sobre las mechas de la cabeza, gruesas alhajas de oro como un collar de perro alrededor del cuello y, colgado del brazo, un bolsito de caimán todavía chasqueando.
—Creí que había una orden judicial contra el ir de compras juntas. Tantos gritos, tantos tacos.
—Ahora eres mayor y es de esperar que más madura.
—Lo dudo.
—¿Sabes? Nunca sabré exactamente qué he hecho para ponerte tan furiosa, ¿lo sabré?
—No —dice la hija, tapándose los hombros con una manta crema de cachemira y volviendo la cara hacia la almohada.
—Entonces descansa —dice la madre—. Estás cascarrabias, debes de estar derrengada. Te veré luego. Echa un sueñecito, pero no babees.
En mi recuerdo es siempre verano, cierto verano.
Una mañana de junio. Desayuno. Bajo la escalera y encuentro a mi abuela en el lugar de mi madre, a mi abuela inclinada sobre la cocina de mi madre.
—¿Muy hecho o con la yema para untar?
—Para untar —digo, eterno optimista.
La ausencia de mi madre no se menciona. Y estoy tristemente seguro de que este día es una repetición del día, dos años antes, en que descubrí al despertar que mi padre había muerto mientras yo dormía. Mi padre, un auténtico gigante, de más de dos metros treinta de estatura, había muerto mientras yo soñaba, y mientras yo dormía cinco hombres le habían bajado por las escaleras, le habían bajado como a un piano atado con una cuerda alrededor del pecho, y habían transportado por las cuatro esquinas su cuerpo demasiado largo que poco a poco iba adquiriendo rigidez.
—¿Dónde está mamá? —escupo finalmente en la cena.
—En Charlottesville —dice mi abuela, aguardando para hablar hasta que el postre esté servido—. Charlottesville —dice, como si el nombre de una pequeña ciudad sureña me dijera lo que quiero saber—. En el psiquiátrico.
—¿Cuánto tiempo estará allí?
—Bueno, eso depende, ¿no?
Mis bolsas están empacadas. Me han retirado de mi propia vida y me han llevado a vivir a casa de mi abuela. En mi recuerdo es siempre verano. Tengo un camión de juguete amarillo con ruedas de caucho de verdad. Me encantan los neumáticos.
Ella escribe: A veces tengo unos sueños rarísimos…
Chicos. Chicos de antaño, espectros, vienen a visitarla. Uno en particular, sexto curso. La parte postrera de los años de elemental, un trasplante de Minnesota que mide un metro sesenta. La primera vez que se fijó en él, ella sorprendió sus ojos sobre las cifras de la parte inferior de su página, copiando las respuestas en un examen de mates. En el guardarropa, el espeso susurro de ella amenazando delatarle generó su pronta súplica de clemencia, de indulgencia, de que le perdonase. Ella le ofreció una libertad estrechamente vigilada. Él aceptó.
Cuando él la palpó de cintura para arriba, sólo encontró las protuberancias infladas que prometían mayores prominencias futuras, y cuando ella le palpó de cintura para abajo, sólo halló la delgada y pequeña cachiporra que acaso con paciencia crecería hasta el tamaño de la porra de un poli. Así jugaban, iguales, lampiños en los mismos sitios.
Y quizá como un modo de hacer amigos más rápido, quizá sin saber la desilusión que causaría —uno siempre está dispuesto a buscar disculpas para los jóvenes—, en el primer guateque de sus vidas, ante sus mismas narices, él se fue con otras chicas. Con todas, una detrás de otra, aunque sólo fuera para un simple beso, cinco minutos de balanceo en los columpios. Ella le pillaba muchas veces con los labios prensados contra los de la anfitriona, la chica del pupitre contiguo al de ella, la que tenía el pelo más rubio y las tetas más grandes, él y quien fuese, susurrando en los matorrales más allá del patio. El suyo era un corazón de divorciada, pero perseveraba, segura —o casi segura— de que ninguna de las otras hacía las cosas que ella hacía con él. Sobre el suelo del vestidor de su madre, ella le amordazaba con un cinturón de ante de Dior; detrás del muro de contención de hormigón, ella utilizaba una traviesa de vía para mantenerle las piernas extendidas. Muy al fondo del cuarto de calderas, escondidos entre los neumáticos de repuesto y los voladores flexibles, ella le envolvía reiteradamente con cuerda de cometa y alargadores eléctricos, y le ataba al calentador de gas hasta que su culo raquítico se ponía reluciente y de un rosa risueño a medida que el calor se filtraba a través de la delgada capa de aislamiento. Le hacía traspasar el límite, le manipulaba su dulce Schwanstück de atrás hacia delante, pasando bruscamente de primera a marcha atrás. Desvestida, deslizaba su cuerpo desnudo sobre el de él y le barría con las puntas carnosas de sus tetas la piel fina y sensible desde el cuello a los huevos, mientras él se revolvía y giraba intentando apartarse del calor, que a su vez exhalaba una especie de gruñido, y él le suplicaba: «Mételo, mételo». Ella se apartaba, sonreía, se ocupaba de sí misma, ejecutaba un pequeño baile alrededor del cuarto de calderas con su cuerpo sin vello, sus caderas estrechas bombeando el aire aceitoso hasta que por fin, con un levísimo estremecimiento, se quedaba de pronto absolutamente inmóvil, como fulminada. Y cuando se recobraba iba hacia él, le levantaba los calzoncillos por encima del chisme, lo engullía con la boca y lo mamaba hasta la erupción, actuando el grueso calzoncillo a modo de profiláctica gasa. Al final le desataba, le daba la vuelta y escupía en su trasero caliente, le lamía el culo colorado, le aliviaba la carne inflamada con el agua de su lengua. Y él se lo agradecía profusamente, le hacía reverencias: «Gracias, gracias, gracias». Ella, sin conceder importancia a estas muestras, pasaba a lo siguiente: el aprendizaje de la lujuria, el tabaco y el alcohol. Ella le tendía un Winston birlado a la mujer de la limpieza, una botella de whisky robada a su padre, una pipa de mazorca de maíz llena de marihuana agenciada en un trueque. Pasaban días y noches juntos, inseparables. «Encantador», decían las parejas de padres sobre el entendimiento de sus hijos respectivos, tan embelesados. Compañeros de juegos.
Lenta, acompasadamente, él se enamoró, sin perder nunca el miedo de que ella se volviese contra él, dirigiese su cólera contra los trece centímetros de diferencia entre ellos y de que de una vez por todas se lo arrebatase; aunque es imposible que él me haya dicho esto, puedo jurar que es verdad, recordando mi propia experiencia de la chica que ayudaba a mi abuela y que una vez vino hacia mí con un cuchillo de cocina. Si no me creéis, os invito a que vengáis a mi habitación, donde tengo libertad para levantarme la camisa, bajarme los pantalones y enseñaros la cicatriz blanca que me hizo, que va desde justo debajo del muñón invertido de mi ombligo, atraviesa el plumón enmarañado y llega hasta las regiones más interiores, sin detenerse hasta a un pelo de distancia del cordón venoso que constituye mi hombría. Marcada para siempre.
Verano. Su chico se fue al campamento; la recurrencia de este tema es la explicación de su inquietud por el chico nuevo que se ha perdido en aquellos bosques. Hubo un largo y lento adiós en el maletero del Ford del padre de él —el gato de metal actuaba como un miembro suplementario que casi le entraba a ella por el culo—, seguido, dos semanas después, por una extraña llamada telefónica al atardecer y la madre de ella que entró calladamente en la guarida, susurrando: «Rayos en un campo de béisbol». Y a la chica, que era su compañera más cercana, su mejor amiga, le ofrecieron sus juguetes, sus colecciones —monedas antiguas y cantos rodados—, sus cassettes y su estéreo como regalos de despedida.