–A Wallace y a Flynt los tirotearon a los dos; a Wallace en 1972, durante su campaña presidencial en Laurel, Maryland. Le disparó un tal Arthur Bremer, cuyo diario inspiró la película Taxi Driver, lo que a su vez instigó a John Hinckley a atentar contra Ronald Reagan. A Larry Flynt le disparó en Georgia en 1978 un francotirador mientras lo estaban juzgando por obscenidad. Hoy día se desplaza en una silla de ruedas chapada en oro.

–Me encanta que sepas todas estas cosas –dice ella.

–Soy historiador –digo–. En realidad, hay más capas en estos episodios. La gente se preguntaba si Bremer trabajaba para alguien. ¿En qué bando militaba? ¿Logró Nixon introducir en el apartamento de Bremer materiales de campaña de McGovern? Y si lo consiguió, ¿era propaganda o una tapadera?

Hago una pausa y miro a Cheryl. De repente me pregunto: ¿cuántos hombres habrán «almorzado» con ella durante su período de demencia, y lo sabrá su marido?

–No lo sabe –dice ella, como si me leyera el pensamiento–. En teoría, según las normas de «recuperación», debería decírselo. Pero no estoy loca, aunque pueda haber perdido la chaveta; sabe que perdí la chaveta, los detalles no vienen a cuento.

Llega la pizza, caliente, pegajosa, realmente excepcional. El primer bocado me quema el velo del paladar y consigo despegarlo de allí con el tercero; después no saboreo nada más que mi propia piel.

–¿Y qué me dices de Julie Eisenhower..., sois amigas? –pregunto, despegando todavía queso del paladar.

–Es muy agradable, pero yo no diría que seamos amigas. Ni siquiera la conocería si no fuéramos parientes lejanas. Yo no soy en absoluto política, soy más social, una mujer del pueblo. Pero supongo que lo has descubierto.

–¿Te había ocurrido antes algo parecido?

–¿A qué?

–Algo como esto.

–Tuve una depresión en la universidad; nadie se enteró. Estuve un mes en la cama y luego me levanté.

–¿Perdiste clases?

–No, me levantaba para las clases y para comer, y después volvía a acostarme.

–¿O sea que en realidad la depresión no te dejó paralizada?

–Me sentía como si me estuviera muriendo –dice ella, mirándome a los ojos.

–¿Y después pasó?

–Podía hacer lo que esperaban que hiciese.

Su voz es tensa, triste, como si hubiera perdido algo que nunca ha recuperado.

–¿No mencionaste por teléfono algo sobre «nuestro momento»?

–Sí –dice ella, lamiéndose los labios–. Me pareciste una persona que todavía no había vivido su momento.

–¿Un florecimiento tardío? –pregunto.

–El estrellato –dice ella–. Me parece encantador, es como si aún estuvieras esperando algo.

–A que me sonría la fortuna –añado.

–Algo así –dice–. Y eres tan encantador por eso, es como si fueses de otra época: una persona dulce. Lo único que conozco a este respecto es lo que les interesa a los chicos de dieciséis años, y a mi marido hablando de barcos y coches y vacaciones y los juguetes que quiere tener, control a distancia y esas cosas. –Me mira con expresión culpable–. Tengo un verdadero problema –dice.

–¿Y cuál es?

–Bueno, después de restablecerme recordé lo que me gustaba de ti; por eso te llamé. Pero ahora tengo un verdadero problema. –Hace una señal para llamar al camarero–. ¿Podría traerme una copa de vino?

–¿Qué tal un Arnold Palmer? –sugiero.

–Blanco –dice–. Un buen trago de blanco.

–¿Una botella? –dice el camarero.

–Sólo una copa, gracias –dice ella. Y el camarero se retira–. En dos palabras, y sin andar con rodeos, todavía me gustas. No sé por qué. Es ridículo, pero es así, y sé que no deberías gustarme. Y he reanudado la medicación y soy yo misma, o mi mejor versión, pero lo cierto es que... te sigo deseando. Y, lo cual es aún más extraño, puestos a hablar de rarezas, una vez estuve con ese tipo, un chico joven que colecciona máscaras de presidentes, tiene como cuarenta caras famosas y le gusta interpretar un papel con mujeres que quizá fantasean con que se las folle JFK o que Abe Lincoln se las tire a lo perro. ¿Y qué me dices de estar atada a un atril y que Jimmy Carter vestido de cuero te obligue a la sumisión? Sus tramas eran inagotables, pero la cosa era... es... que él no eres tú. Él es como un historiador falso y tú eres el auténtico. ¿Qué hago, entonces? –pregunta.

No sé qué responder y por eso adopto lo que denomino la «postura Tambor», con una mano en la barbilla y el ceño fruncido. En Bambi, Tambor dice: «Si no sabes decir algo bonito, no digas nada.» Buen consejo, que data de 1942. Cheryl sigue mirándome, aguardando algo.

–No sé muy bien qué decir –digo.

–Dime que también me deseas –dice ella.

Hago un par de imitaciones presidenciales para eliminar el estrés.

Llega su copa de vino; la apura de un par de tragos y pide otra.

–Mira –digo, intentando ser compasivo–. Creo que no deberíamos hacer nada que suponga un riesgo para ti. No quiero hacer nada que sea perjudicial para tu salud o que ponga tu matrimonio o a tu familia en peligro. Dejémoslo así por ahora. No tenemos que resolverlo ahora mismo.

Levanto la mano para pedir la cuenta.

–Podemos comer otra vez dentro de unas semanas.

–Quiero algo más que comer –dice ella.

–La verdad, no sé qué decir.

–Di que me deseas –repite ella.

No digo nada. Llega la cuenta, le doy al camarero mi tarjeta de crédito sin mirar siquiera el importe; necesito marcharme de aquí.

Los ojos se le llenan de lágrimas.

–No llores; ha sido agradable, nos hemos divertido, la pizza estaba deliciosa.

–Qué dulce eres –dice ella.

–La verdad es que no lo soy –digo.

Vamos juntos al aparcamiento. Cuando me estoy despidiendo, me encaja de un empujón entre dos coches aparcados, se lanza el bolso por encima del hombro y me palpa la entrepierna.

–Me necesitas –dice, dando un buen meneo a mis atributos–. Yo soy tu futuro.

Mi programa titulaba la clase del lunes «Nixon en China: la semana que cambió el mundo». La frase es una cita directa del propio gran hombre cuando describe su viaje de 1972 a China. La visita duró en realidad ocho días meticulosamente organizados, una vista para la televisión tomada desde el otro lado del Telón de Bambú. Un logro diplomático increíblemente inverosímil conseguido por un acérrimo anticomunista; de hecho, cuando Nixon expuso la idea a sus colaboradores pensaron que estaba zumbado. Muy típico de él, el presidente fingió que desistía pero operó a través de cauces diplomáticos indirectos, por la vía de Polonia y Yugoslavia, y aprovechó una fisura en las relaciones chino-soviéticas, consciente de que el país más poblado del mundo «vivía un irritado aislamiento». De resultas de su audaz distensión, Estados Unidos aumentó su influencia sobre Rusia, impulsó las negociaciones SALT II y la lenta relajación de las tensiones de la guerra fría. Mi fragmento favorito del guión: la escala que hizo Kissinger en Pakistán en 1971, en el curso de la cual se fingió indispuesto durante una comida, se marchó y voló a China para un encuentro secreto con Zhou Enlai que sentó las bases del viaje de Nixon. En la visita presidencial abundaron las muestras de una amistad incipiente, una excursión a la Gran Muralla, exhibiciones de ping-pong y gimnasia y, por supuesto, la presencia de la primera dama, la imborrable Pat, con su chaqueta de un rojo intenso.

Y en el infausto banquete en Pekín, el 21 de febrero de 1972, el presidente Nixon alzó su copa hacia el presidente Mao y dijo:

¿Qué legado dejaremos a nuestros hijos? ¿Están destinados a morir por culpa del odio que ha infestado el viejo mundo, o están destinados a vivir porque tuvimos la visión de un mundo nuevo? No hay razón para que seamos enemigos. Ninguno de los dos pretende el territorio del otro; ninguno de los dos busca dominar al otro; ninguno de los dos persigue extender la mano y gobernar el mundo. El presidente Mao ha escrito: «Hay tantas cosas que deben hacerse, y todas urgentes. El mundo sigue su curso. El tiempo pasa. Diez mil años son demasiado largos. Aprovechemos el día, aprovechemos la hora.» Ésta es la hora y el día en que nuestros dos pueblos se elevan hasta la altura de una grandeza capaz de construir un mundo nuevo y mejor.

Unos días después suena el teléfono. No oigo el timbre, sólo la voz del contestador.

«Confío en que comprenda que, con independencia de lo que decidamos, nuestra tarea debe ser confidencial.» Descuelgo.

–Por supuesto –digo, sin tener idea de con quién estoy hablando.

La voz de mujer prosigue.

–En algún momento pasaremos un rato juntos, pero por ahora me gustaría entender lo que en su opinión podría haber...

–¿Dónde? –pregunto, esperando una pista.

–En las páginas –dice ella.

–Perdone –digo–, pero he descolgado cuando usted hablaba; ¿podría decirme quién llama?

–Julie Eisenhower –dice ella.

–Por supuesto, le pido disculpas.

Respiro hondo.

–¿Qué le han parecido? –pregunta.

–Increíbles; un sueño hecho realidad. Me sentí como un niño en una tienda de golosinas; información detallada y personal. Fue emocionante tocar las páginas en las que él escribió, sentir el peso de su mano, la presión de su pluma, la urgencia con que necesitaba expresarse. Fue –inhalo una larga bocanada de aire –«trascendente».

–¿Y el material en sí? ¿Qué opina del contenido?

–Bueno, hay libertad en los textos, ninguna cohibición; los relatos son sorprendentemente francos. Y muestran una imaginación y un sentimiento profundos, quizá podamos llamarlo un patetismo que la gente no asocia a menudo con su padre. Y algo más: los cuentos son ilustrativos de un tipo de conocimiento sobre el hombre ordinario, sobre un individuo cualquiera, que humanizan a su padre y dan al lector una percepción de su historia, sus valores, su progresión y desarrollo como persona. Estos escritos le añaden dimensión. Supongo que lo que estoy diciendo podría contribuir a repintar el retrato que hace de él la historia... Su padre es un clásico de su tiempo, que aspiró y se esforzó desesperadamente en captar el momento en que América dio un giro y, sintetizando la oscuridad del alma norteamericana, deparó el cambio entre el período previo y posterior a la Segunda Guerra Mundial.

–¿Entonces cree que puede haber un libro ahí?

–Como usted sabe, no soy un experto en literatura, pero me quedé embelesado, vi una faceta de su padre que no sabía que existiera, una descripción de un trabajador recio que no se sentía apreciado y que, maldita sea, quería que alguien lo supiera. Me recordó al Willy Loman de Arthur Miller.

Digo «Willy Loman» y me detengo en seco, paralizado por un recuerdo histórico. Miller fue convocado por el Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso, y por supuesto Nixon desempeñó un papel clave en este comité. Miller se negó a dar nombres y fue juzgado por desacato al Congreso. En cuanto pronuncio su nombre me horroriza pensar que «he olvidado», lo que demuestra mis ideas de siempre sobre la importancia de conocer tu propia historia y no olvidarla. Guardo silencio.

–¿Me equivoco o ahora mismo están reponiendo en Broadway una obra de Miller? No recuerdo cuál, pero David y yo pensábamos verla...

Respondo, farfullando:

–Puede que la hayan mencionado en el New Yorker. De todos modos, los relatos recuerdan la obra de algunos clásicos norteamericanos: Sherwood Anderson, Richard Yates, Raymond Carver... Tratan menos de política que de personas, de hombres y mujeres. Y ya sabe usted que siempre ha habido una línea estrecha entre nosotros y ellos, entre la derecha y la izquierda, los azules y los rojos, lo personal y lo político...

Ella me corta.

–No me asustan los demócratas, señor Silver –dice Julie–. Sé que usted tiene un profundo afecto por mi padre que trasciende la política. Esperamos que se pueda hacer algo con esta serie de cuentos, y estamos interesados en que empiece a darles forma.

Continúa diciendo que le gustaría conocer mi opinión sobre si el contenido de las cajas podría dar para un libro o dos, y que me organizará un mayor acceso a ellas, y me recuerda que la próxima vez lleve algún documento de identidad, y después se ríe...

–Es evidente que Wanda le hizo un informe completo –digo, avergonzado.

–No se preocupe –dice ella–. Mi madre siempre hacía cosas parecidas; salía de casa sin el bolso. Y recibíamos llamadas informándonos de que una mujer en Garfinkel’s, en Tenley, insistía en que era la señora Nixon e intentaba utilizar la «cuenta de la casa». No salía tan a menudo sola; normalmente la acompañábamos Trish o yo.

Al final, Julie propone unos honorarios de siete mil quinientos dólares iniciales y un contrato que estipula su conclusión o renovación según el resultado de una revisión efectuada al cabo de ocho semanas.

–Me parece bien –digo.

–Hablaremos pronto –dice ella, y cuelga.

En cuanto hemos colgado, el teléfono vuelve a sonar.

–Espero que comprendas que no me doy por vencida fácilmente –dice una mujer.

No digo nada.

¿Es Julie que vuelve a llamar o es ella? Aguardo otro indicio.

–¿Estás ahí? –pregunta–. ¿Estás listo para mí? Yo estoy lista para ti..., lista y esperando.

–Se supone que estamos intentando construir una amistad.

–No quiero ser tu amiga –dice ella–. Quiero que me machaques el conejo, quiero correrme fuerte, rápido y muchas veces. Quiero que me folles una y otra vez.

–¿Haces esto con otros tíos o soy yo el único afortunado?

–Abrevio, lo eres. Tú y mi marido.

–¿Y qué piensa él de todo esto?

–Quiere que yo finja que soy una puta y que negocie con él mis servicios. Le gusta pagarme después del acto delante de los niños, que no entienden por qué a él le parece tan gracioso. Bueno, ¿cuándo te veo? En serio, ¿qué tal si voy a tu casa esta tarde?

–Imposible.

–Pensaba que vivías solo.

–Tengo animales –digo.

–¿Qué animales, un mono celoso?

–No estoy en mi casa, soy sólo un huésped aquí; es una historia complicada.

–¿Y en un motel?

–Podemos comer o tomar un café en algún sitio.

–Quiero tu polla en mi agujero.

–Oye, si sigues hablándome así no vamos a poder continuar...

–Estás de broma, ¿no?

–¿Sí?

–Te he conocido en un sitio de Internet. Si no quieres lo que yo quiero puedo decir que me violaste; todavía tengo la ropa interior que llevaba el día que viniste corriendo..., sin doble sentido.

–¿Qué quieres decir?

–Conservo mi lencería de cada encuentro, por si acaso...

–¿Por si tienes necesidad de extorsionarme?

–¿Y si me lo haces por teléfono? Hablaré mientras tanto.

De alguna manera me fuerza al sexo telefónico con ella, y aunque no quiero excitarme así, poco a poco me dejo arrastrar.

–Sigo pensando que en teoría debo ayudarte, no darte alas –digo mientras me abro la cremallera del pantalón.

–Estoy ya tan humedecida –dice ella–. Me subo la mano por el conejito y estoy chorreando; sólo necesito tu pistola para completarlo. Quiero que me folles. Quiero sentir tus huevos palmeándome el culo. Quiero que me lo hagas al estilo perro. Pellízcame la teta, pellízcala fuerte.

Y empieza a gritar –por escoger una palabra– como si embistiera, un sonido de galope como el de un vaquero en un rodeo, y sé que no está fingiendo. Es algo grotesco y algo ineludiblemente cachondo. Mientras se corre yo me excito cada vez más, y luego es como si ya no pudiera parar; estoy sentado en la silla del escritorio de George y justo antes de entrar en erupción me aparto de la mesa, doy vueltas en la silla giratoria y exploto, me corro sobre su librería, sus volúmenes de historia norteamericana y las fotos de familia con marcos de plata. Cojo inmediatamente una servilleta de papel y trato de limpiarlo todo.

–Tengo que irme –digo–. Lo he puesto todo perdido.

Ella se ríe.

–Sabía que ibas a estallar.

Me la ha jugado.

Momentos después, cuando llama Nate, me siento como si me hubieran pillado con el pantalón en los tobillos. Descuelgo el teléfono de la mesa de George, me aclaro la garganta y gimoteo hola.

–¿Estás bien?

–Muy bien –gimoteo, carraspeo otra vez.

Nate desborda energía y pensamientos a una velocidad de unos ciento cincuenta kilómetros por minuto; comparado con él, estoy pirado.

–¿Dónde estás? –pregunta.

–En el escritorio de tu padre, trabajando un poco.

–Podemos hacer una videoconferencia –dice, emocionado–. No sé por qué no se me ha ocurrido antes. Hay una cámara en el ordenador de papá, está ya instalada. Sólo tienes que pulsar el botón azul de abajo en el teclado; es como un bocadillo de un tebeo. Espera –dice–. Te llamo yo.

Y segundos más tarde el ordenador emite el sonido de un timbre.

–Pulsa «acepto» –dice él, y yo obedezco sin pensarlo.

Aparece Nate, saludando con la mano.

–Te veo –dice.

–Y yo también –digo en el teléfono.

–Podemos colgar –dice. Y lo hago.

–¿Me oyes?

Le oigo. Una cámara de vídeo instalada en el ordenador; es espeluznante. ¿Y si alguien me ha estado espiando?

–¿Cómo se llama esto?

–Facetime, iChat o Skype –dice él–. Depende del programa; el resultado es más o menos el mismo.

«Skype», dice Nate, y sólo se me ocurre pensar en Ella Fitzgerald cantando skat.

–¿Qué ves? –pregunto, para saber la resolución que tiene.

–Veo todo el despacho de papá, sus estanterías, sus premios. Todo lo que tienes detrás. No sé por qué no se me ocurrió antes; podríamos haber hablado cara a cara todo este tiempo...

–Sí, podríamos haber hablado así desde el principio –digo, obsesionado en todo momento por mi conversación anterior, como si hubiese dejado algún rastro en la librería que tengo a mi espalda; un pequeño indicio de algo...

La conversación por vídeo es como hablar al estilo de la NASA; hay un desfase tan pequeño entre el sonido y la imagen que me recuerda las películas enviadas desde el espacio, eufóricas de píxels, como una extraña animación posmoderna.

–Holaaaa a todos –grito.

–No hace falta que grites –dice Nate–. Estoy en la biblioteca; basta una voz normal.

–Entendido –susurro.

–¿Adónde vamos los días de vacaciones? –me pregunta Nate.

–¿A qué te refieres?

–Hay unos días de vacaciones en el colegio, y quería saber adónde vamos.

–¿Siempre vas a algún sitio?

–Sí –dice él, con un tono casi condescendiente.

–¿En el colegio de Ashley también tienen esos días?

–Sí.

–Me parece excesivo hacer un viaje sin ningún motivo –digo.

–A veces la gente necesita un descanso, un poco de tiempo libre.

–¿Adónde soléis ir?

–A esquiar a Aspen, a veces al Caribe o una exploración educativa, como una visita al hábitat de las tortugas en las Galápagos.

–¿Y en verano, qué hacéis en verano?

–Campamentos, cursos estivales, viajes, algunas veces vamos a Martha’s Vineyard. Mamá lo tiene todo organizado. Seguro que ya hay un plan para este año.

–Bueno es saberlo. ¿Entonces tienes un plan para estos días? ¿Tienes algo pensado?

–No, la verdad. Si no se te ocurre nada, siempre podemos ir a Disneylandia.

–¿Cómo es posible que un chico que tiene su propia ciudad en Sudáfrica quiera ir a Disneylandia?

Nate guarda silencio un momento.

–Soy humano –confiesa al final–. ¿Crees que los chicos de Nateville no conocen a Mickey Mouse? Llevan camisetas suyas. Toda esa ropa que metemos en los contenedores de beneficencia en el parking del centro comercial se vende, no se regala, a los pobres de países extranjeros.

–No lo sabía.

–Nadie lo sabe, pero por eso siempre que ves un documental sobre zonas del mundo donde hay pobreza todos los niños llevan camisetas con personajes o logos USA. Mientras tanto, ¿qué me dices del chico, el huérfano? ¿Podemos llevarle con nosotros?

–Tenemos que pensarlo, desde luego –digo, estancándome. Nunca he viajado con niños, y mucho menos con dos, y no digamos con dos niños y un huérfano.

–¿Cómo se llama?

–No lo sé –digo.

–¿Cómo es que no lo sabes? ¿No fuiste a verle al hospital?

–Pasé por allí y le dejé unos regalos –digo, y me pregunto si en algún momento he sabido su nombre y después lo he olvidado. Estoy de acuerdo con Nate, resulta extraño–. Ya me enteraré –digo–. Ahora que estamos hablando, ¿quieres tener noticias de tu padre?

–No –dice él.

–Vale –digo. No voy a forzarle a recibirlas, pero no es que me agrade especialmente ser el único que posee información.

–Entonces, ¿organizamos una conferencia con Ashley para hablar del viaje? –pregunta Nate.

–Por supuesto. ¿La llamamos por Skype? –pregunto, en voz más baja.

–No puede –dice él–. Su colegio les tiene prohibidas las videoconferencias. Tienen miedo de los pedófilos y eso.

–De acuerdo, entonces preparamos una llamada normal un día de esta semana.

Unas noches después, con ambos al teléfono, empiezo diciendo:

–El propósito de esta llamada es encontrar un plan para las vacaciones.

–Algo divertido –dice Nate.

–¿Por ejemplo? –digo.

–La montaña rusa –dice Nate.

–Servicio de habitaciones –dice Ashley. Y añade–: Un sitio donde no haga demasiado calor ni demasiado frío, y que no sea entre cuatro paredes.

No sé cómo, optamos por Williamsburg, gracias a Nate, que como un agente de viajes, a través de Google y por medio de una conferencia, criba deseos, necesidades, exigencias.

–Es un lugar histórico, tiene servicio de habitaciones y está cerca del parque temático Busch Gardens y de una reserva acuática llamada Great Wolf Lodge. Si queremos podríamos alojarnos en Great Wolf en una habitación que tenga literas y una cabina de troncos incorporada. También hay una pista de karts cerca.

Busco el lugar del que habla y me acuerdo de que es un niño. El lugar del que hablamos parece una pesadilla bacterial, un campamento de verano enloquecido, una fantasía infantil: toboganes acuáticos y patatas fritas. Presiento el cloro que me quema los senos nasales y me imagino sábanas cien por cien de poliéster, sillas con cojines tapizados de vinilo. Pienso en el fin de semana en que visité a George y hasta parece mejor comparado con esto. No digo nada; hay que reservarse ciertas cartas.

–¿Votamos? –pregunta Nate.

–Claro –digo.

–¿Todos a favor de Williamsburg y la zona del entorno?

–Sí –decimos todos.

Y ya está decidido, y una vez decidido Nate empieza a acosarme para que yo lleve al huérfano.

Cuando estamos a punto de colgar, me viene el nombre del chico; en realidad, es un recuerdo de George y de un comentario asqueroso que hizo sobre la madre que gritaba el nombre de su hijo:

–Ricky –digo–. Se llama Ricky o Ricardo.

–¿Y cómo le llaman? –pregunta Ashley.

–Ricky o Ricardo –dice Nate.

–Es bonito –dice Ashley–. Le invitamos.

Accedo a llamar, aunque temo introducir más aún a la familia en la vida de esa gente a la que ya hemos causado un daño tan profundo. Y después pienso en Nate y en Ashley y en que están convencidos, como jóvenes que son, de que es posible una reparación, y por esto me obligo a llamar.

–¿Está Christina Menéndez? –Digo el nombre lentamente, porque en mi cabeza, por alguna razón inexplicable, he empezado a llamarla Carmen Miranda, y estoy seguro de que se lo voy a soltar a la cara.

–No está en casa –dice el hombre.

Estoy a punto de preguntar si puedo dejar mi nombre, pero me cuelga.

Vuelvo a intentarlo por la noche.

–¿Está Carmen? –pregunto.

–Se equivoca de número.

–Estoy tratando de localizar a Carmen. Es por el chico.

–Se equivoca, no se llama Carmen, sino Christina. Todavía no ha vuelto.

–Lo siento –digo, sin siquiera darme cuenta de que he dicho ese nombre–. ¿Cuándo la puedo encontrar?

Estoy viendo cosas en la cocina, fotos de los chicos que llevan años sobre la nevera, cosas adheridas a ella que ahora están ya casi lacadas por el tiempo y por capas de zumo de naranja, leche, salpicaduras de salsa de espaguetis.

–¿Quiere dejarle un mensaje?

–En realidad me gustaría hablar con ella –digo, raspando el borde de una vieja pegatina para el chico que reparte los periódicos. Está pegadísima; mi intento de despegarla lo empeora; habría que rasparla con una cuchilla.

–Un momento.

–Hola –dice una mujer, con tono suspicaz.

–Hola –digo–. Soy...

–Ya sé quién es.

–No –digo–, soy el hermano, el tío de los chicos.

Ella no dice nada.

Hablo, me vacío las entrañas, digo todas las cosas que tanto cuesta decir.

–Los hijos del hombre que mató a su familia tienen remordimientos, están muy preocupados por el chico, quieren ayudarle... –Soy patoso, la verdad es que no sé qué decir–. Voy a llevarles a Williamsburg y a ellos les gustaría invitar al chico.

–¿Qué es eso?

–¿Williamsburg? Es un lugar de Virginia, una ciudad antigua que antes fue una plantación. Era la capital del estado después de un incendio en Yorktown; supongo que es donde la Revolución Americana cobró empuje. Es un sitio que visitan los colegiales cuando estudian la historia del país. –Y luego salto a–: Hay un parque de atracciones cerca. Los chicos piensan que podría gustarle a su sobrino; y a usted también, por supuesto.

–Yo trabajo –dice ella.

–Si pudiera tomarse unos días libres, podríamos compensarle por el sueldo que pierda –digo–. Vamos para un par de días, un fin de semana largo.

–Tiene un dolor fuerte –dice, sin afecto, por lo que es difícil saber adónde va a parar.

–¿Todavía tiene dolores por el accidente?

–No –dice ella–, es un dolor fuerte, está aprendiendo invalidez, TDAH, DDD, espectro del IRC, etcétera. Tengo que darle medicación.

–Oh –digo–. Bueno, a mis sobrinos les gustaría conocerle mejor y, como le he dicho, también está usted invitada.

Parece inamovible, o quizá no comprende lo que le digo.

–Hablaré con mi marido –dice.

–Muy bien –digo–. Gracias.

Orgulloso de mí mismo, un poco excesivamente, llamo al padre de Jane.

–He seguido su consejo –digo.

–No puede ser –dice él.

–Pues lo he hecho –digo.

–Hazme caso –dice.

–Me llevo a los chicos; vamos al histórico Williamsburg.

–Ya –dice, y tras una pausa vuelve a la carga–. Mi consejo es que te pudras en el maldito infierno, tú y el mierda de tu hermano. Me habéis arrebatado a mi preciosa hija, Dios sabe lo que les estarás haciendo a esos niños.

Me paro a pensarlo.

–Tiene razón –concedo–. Lo que ocurrió fue imperdonable, y quería que supiera que oí lo que me dijo; estoy intentando hacer todo lo que esté en mi mano por esos niños.

Shmuck1 –dice él; y hay una pausa–. ¿Entonces por qué llamas?

–Me sugirió que les llevase a algún sitio; quería informarle de que vamos a Williamsburg.

–¿Y esperas que te pague el viaje? ¿Crees que Williamsburg es como Israel? Ni un centavo, gilipollas, ni un centavo.

–No le he pedido dinero; sólo quería que lo supiera. Mandaremos una postal –digo, y cuelgo.

La siguiente vez que hablamos, le digo a Nate que he llamado a la tía del chico.

–¿Qué es hoy? –pregunta él.

–¿En qué sentido?

–¿Qué fecha?

Le digo la fecha de hoy.

–Ya sé –dice–. El cumpleaños de mamá.

–Exactamente –digo, sin haberme percatado.

–¿Hacemos algo, encargamos una tarta con una vela apagada, algo simbólico?

–Tú podrías –digo.

–Sí –dice él–. Podría pedir a la cocina una tarta de cumpleaños para mi madre difunta, con una vela apagada...

–Yo iré al cementerio –digo.

–¿Para qué?

–Para ver si todo está en orden, hablar con ella... –Cuanto más hablo peor parece la idea. Me imagino delante de la tumba cantando «Cumpleaños feliz».

Silencio...

–¿Entonces qué ha dicho la familia del chico? –pregunta Nate.

–Lo están pensando –digo.

–Espero que venga con nosotros.

–¿Por qué?

–Toda esta historia ha sido tan horrible –dice Nate– que tenemos que hacer algo que salga bien, y esto sí es posible.

–Yo también lo espero –digo, sorprendiéndome a mí mismo.

Voy al cementerio y conduzco en círculos; todo parece igual, unos pocos coches dispersos, sepultureros y un entierro en curso. Aquí no permiten indicadores en el suelo, y todo es de una uniformidad apocalíptica. No crece un solo arbolito perdido, ningún olmo solitario echa raíces.

No recuerdo dónde está la tumba de Jane y tengo que informarme en la oficina. «Por favor, firme en el libro de visitantes», me apremia la mujer del mostrador, pero yo no lo hago.

Habría traído flores, pero el cementerio no lo permite: que no haya flores vivas significa que tampoco habrá muertas que tengan que recoger para tirarlas.

Me dan las indicaciones y en cuanto me apeo del coche y subo el pequeño repecho la veo: a la madre de Jane, Sylvia. La veo y estoy tentado de marcharme, dar media vuelta y volver al coche, para respetar su intimidad, para evitar un enfrentamiento. Pero en realidad no hay ningún sitio adonde ir, lo único que puedo hacer es avanzar.

–Hola –digo.

Ella me responde con un gesto.

Los dos miramos la tumba. Han colocado unas piedras, una señal de que Jane no ha sido olvidada, de que ha habido otros visitantes.

–Es un lugar –dice ella.

Es difícil saber qué responder.

–Sí –digo–, lo es. Es su cumpleaños.

–Sí –dice ella, animándose–. Recuerdo el día en que nació nítidamente, como si fuera ayer, sólo que de ayer no me acuerdo tan bien. Discúlpeme –dice, como pidiendo perdón–. Estoy medicada, necesito calmantes..., pero ahora me parezco a los muertos vivientes.

–Me figuro que es difícil. –Hago una pausa–. Me llamó Nate; quería saber qué iba a hacer yo hoy; le dije que vendría aquí.

Le doy un par de detalles sobre cada uno de los niños y después me callo: no me está escuchando.

–Sé lo de la aventura –dice.

Asiento.

–Jane y yo hablamos...

No digo nada: ¿qué puedo decir?

–Yo también tuve una aventura –dice la madre–. Cuando me contó la de usted, yo le conté la mía.

–¿Con quién la tuvo usted?

–Con Goldblatt, el dentista –dice–. Y con Troshinksy, el profesor de piano de la niña. Tenía unas manos preciosas. También tuve un escarceo, pero no una historia, con Guralnick, que trabajó un tiempo en la oficina de mi marido. Por supuesto, él no sabe nada de esto.

–Por supuesto.

–Jane le apreciaba mucho a usted.

–Y yo a ella.

–¿Valió la pena? Un momento de..., llámelo como quiera, a mi hija le costó la vida –dice, como si no pudiera creerlo.

–Lo que ocurrió fue muy insólito.

–¿La aventura?

Me mira con expresión incrédula.

–El asesinato –digo.

Ella hace una pausa.

–Su mujer era extranjera –dice–. Se casó con usted para ser legal.

–Mi ex mujer –digo– es chino-americana. Nació en este país y se licenció con honores en Stanford, y su padre fue un firme candidato al Premio Nobel de la Paz.

–No lo sabía –dice ella. Lo cual significa tantas cosas. Deposita una cajita azul de Tiffany en la tierra, donde el año que viene estará el letrero.

–¿Le ha comprado un regalo?

–No soy estúpida –dice ella–. La caja está vacía. Siempre le gustaron las cajitas azules.

En el coche, en el trayecto de vuelta, sopeso si llamar o no a George. Imagino mentalmente la conversación:

–Es el cumpleaños de Jane. No sabía si te acordarías, pero he pensado que debía avisarte.

–Te la follaste –dice él.

–No llamo por eso...

Sólo pensarlo me impide continuar.

Me llama Christina, la tía del chico, dice que tiene un par de preguntas; quiere cerciorarse de que no va a costarles nada.

–Nosotros corremos con todos los gastos –digo.

Y entonces ella dice:

–Mi marido pregunta si tenemos que llevar una tienda.

No sé muy bien de dónde sale la idea de la tienda, pero me pone nervioso.

–No hace falta –digo–. Tendremos alojamiento. Un par de mudas y un cepillo de dientes.

–De acuerdo, iremos –dice ella.

Les recogemos en la casa de la tía. El marido sale con ellos cargando con dos maletas enormes, una mochila y una bolsa de comestibles. La tía se ha acicalado, se ha puesto sus vaqueros buenos, una blusa bonita, tacones altos; y Ricardo parece blanquecino, tenso y sobreexcitado, todo junto; me desagrada al instante. Lleva un pantalón corto de fútbol, de color amarillo vivo, y una inmensa camiseta azul de los Yankees, y el conjunto le da aspecto de un grumo gigantesco de metal fundido. Al llegar a Trenton me estoy arrepintiendo. El nivel acústico del videojuego de Ricardo parece enloquecerme sólo a mí, es como si nadie más lo oyera.

–¿Puedes bajar el volumen? ¿Puedes bajarlo, por favor? ¿Y si lo apagas? ¿Y si lo apagas sólo un momentito? Descansa un poco. Por favor. Te lo estoy pidiendo de buenas maneras. Muy bien, te lo suplico, no puedo conducir con ese ruido.

Y entonces empieza a dar patadas contra la parte trasera de mi asiento y a abrir y cerrar las ventanillas eléctricas, lo cual altera la presión del aire dentro del coche. Nate y Ashley hablan con el chico en español, él se ríe y deja el juego. El niño tiene una risa rarísima, casi animal, que inspira rechazo, y sin embargo totalmente auténtica y encantadora.

Pregunto a la tía de dónde es; me figuro que es de Colombia o Nicaragua.

–Del Bronx –dice ella.

–¿Y cuál es su país de origen?

–El Bronx –repite–. Mi padre es superintendente de un grupo de edificios y mi madre es dueña de una tienda.

Celoso, o preocupado porque le ha dejado por el hermano del asesino y sus dos sobrinos, el marido llama cada veinte minutos.

Entretanto, a pesar de la carcajada, Ricardo es hiperactivo; no para de moverse, excepto cuando está comiendo una papaya hedionda y soltando unos pedos explosivos.

En el puente Delaware Memorial, después de la quinta llamada del marido, la tía se viene abajo:

–Es demasiado para mí, nadie está contento con lo que hago. Todo el mundo me pide que le atienda, no sé por qué los hombres no saben cuidar de sí mismos, por qué no saben cocinar algo... Trabaja en un restaurante, se supone que debería saber cocinar... Soy una persona sola. No puedo estar todo el tiempo a disposición de todo el mundo. No me queda nada para mí, trabajo para un patrono y cuando vuelvo a casa trabajo para mi marido, y además mis padres necesitan mi ayuda y él me dice que ya no soy divertida. Antes me reía, iba a la playa y jugábamos..., o miraba cómo él y sus amigos hacían carreras de coches con mandos a distancia...

Asiento, esperando que siga hablando mientras cruzo el puente. No sé por qué, pero me preocupa que vaya a abrir la portezuela del coche y a arrojarse por encima de la barandilla; no se lo reprocharía.

–No puede compartirme con nadie. Tengo sueños en que huyo, encuentro un trabajo para cuidar a un hombre muy viejo al que le gusta dormir todo el día y toma avena de desayuno y avena en la comida. Como no tiene dientes no puede morderme. El viejo se enamora de mí y su familia se alegra; bueno, no es que se alegre de verdad, pero finge que se alegra. Celebramos una boda en silla de ruedas y me lleva a un balneario del que ya tengo una camiseta: Canyon Ranch. Me la dio mi primo, que limpia casas y al que se la regaló la señora para la que trabaja, que estaba haciendo la «limpieza de primavera». Me lleva a Canyon Ranch para la luna de miel y dice: «Sabía que aquí serías feliz, porque me lo ha dicho tu camiseta.»

Sigue hablando sin parar. Yo asiento y escucho, y de vez en cuando emito un «Uy, uy» compasivo o digo: «Me imagino que sería difícil.»

Por alguna razón, en el asiento de atrás, los chicos han encontrado algo mejor que interrumpir; es como si sobre ellos hubiera caído una cortina de silencio, y juegan a videojuegos con el chico.

Pasamos de Delaware a Maryland, orillamos Baltimore y llegamos al centro de Washington D.C. Los llevo a hacer un recorrido rápido por el Capitolio, el memorial de la Segunda Guerra Mundial, el memorial de Jefferson, el de los veteranos de Vietnam, el monumento a Lincoln, el memorial de Iwo Jima y la Casa Blanca.

Según vamos de un lugar a otro, instruyo a todo el mundo sobre historia. Hay un momento en que la tía se para y dice:

–¿Por qué piensa que mi historia es diferente de la suya? Yo nací aquí.

–Pero su familia procede de otro país –digo, poco convincente.

–Y la suya también –dice ella, y tiene razón.

El marido llama media docena de veces y justo cuando nos disponemos a reemprender viaje hacia Virginia, la tía anuncia que ha decidido volver a su casa; me entrega la medicación de Ricardo y escribe las instrucciones sobre cómo y cuándo dársela.

–¿Para qué es, exactamente? –pregunto.

–Es para ayudarle a pensar en la escuela –dice ella–. Pero cuando se pasa el efecto se pone de mal humor y se da golpes contra la pared. Me gustaría mandarle fuera.

Nos despedimos y la dejo en un tren que sale de Union Station, con un souvenir de una gorra de béisbol del FBI que compro en una tienda de regalos de la terminal. La tía parece aliviada al marcharse y Ricardo feliz de estar con Ash y Nate.

Proseguimos ruta hacia Williamsburg y llegamos poco antes de la hora de cenar. Los chicos se adaptan enseguida al programa. Ash quiere disfrazarse con un vestido de la época. Mientras le estoy alquilando uno en el centro de atención al visitante, Nate se inclina y dice:

–No te molestes, cómprale uno nuevo y te ahorras los piojos; además, ella no querrá devolverlo.

Sigo su consejo. Le compro el vestido y luego ella quiere unos zapatos de los que llevaban los Peregrinos –que en aquel tiempo no eran derechos ni izquierdos– y se los compramos, y los chicos quieren tricornios y pistolas de madera, que parecen bastante seguras hasta que empiezan a usarlas como bates y floretes. Visitamos Tarpley’s Store y la estafeta, donde Nate compra periódicos antiguos y diversas proclamas y documentos jurídicos, mientras Ash reúne plumas de escribir y tinta en polvo y yo desempeño el papel de cajero humano. Cada vez que compro algo para alguno tengo que comprarlo también para los otros. Cada vez que saco la billetera, vienen corriendo como patitos, pero Nate, curiosamente, quiere pocas cosas. En lugar de pedirlas, repite: «Dame el dinero», y le doy diez o veinte pavos. Ashley pide algo del platero y después una pieza de cerámica y después una vela para su profesora de arte, y después, y después... Me pregunto qué clase de cajero de época parezco: ¿uno apostado en el centro de la ciudad, acuclillado encima de unos sacos con monedas de oro?

Tengo mis propios recuerdos borrosos de cuando estuve aquí hace mucho tiempo, y me acuerdo de que en Yorktown me compraron una lanza negra de madera, con una flecha con la punta de goma, y que más tarde la usé como caña de pescar. Cenamos en el Ye Olde Pub y asistimos a un espectáculo nocturno donde nos enseñan a todos a bailar el Virginia Reel escocés.

–Normalmente tenemos una habitación para nosotros y nuestros padres tienen otra –dice Ashley, mientras inspecciona el cuarto muy espacioso que nos dan en el hotel.

–Bueno, esta vez dormiremos todos juntos –digo, y nadie dice nada más..

Estoy menos estresado en un hotel que en casa. No tengo que preocuparme de cocinar y limpiar, y es como si tuviera ayuda: amas de llaves armadas de almohadas y toallas adicionales, y el anciano portero que nunca sale de detrás del mostrador pero que cumple decentemente la tarea de conseguirnos entradas para todo, desde los espectáculos de baile hasta excursiones a granjas y experiencias de balística.

A Ricardo le fascina el bufé del desayuno.

–Es como una fiesta de cumpleaños –dice–, como la comida comunitaria de la iglesia, donde cada cual lleva un plato y vas eligiendo lo que te apetece y luego haces una ronda y otra.

Le doy su medicina y se la traga con diez pedazos de beicon, cuatro crepes, medio cuenco de cereales, una buena porción de huevos revueltos y una especie de nata con canela. Nate y Ashley, habituados a comer en la cafetería del colegio, se conforman con cereales y fruta, y yo admiro su frugalidad.

Ashley decide que deberíamos vivir más de lleno en la época y quiere que deambulemos por la habitación a la luz de una vela. Temeroso de un incendio, accedo a utilizar linternas sólo después de anochecer. Con tinta y una pluma de ave, nos escribimos mutuas cartas y mensajes, los precintamos con cera y los enviamos bien por correo expreso, doblando las misivas en forma de aviones de papel que lanzamos de un extremo a otro de la habitación, o bien por el más lento poni exprés, con Ricardo a lomos de su poni de madera, que sólo cabalga cada quince minutos.

Cada niño parece gravitar naturalmente hacia una parte de la habitación y se crea su propio territorio. Para Ashley, el cuarto de baño es «su despacho», Nate reclama el escritorio que hay en el cuarto y Ricardo opera en el minibar, que he pedido a la gobernanta que vacíe; más tarde encuentro soldados apostados en cada uno de los pequeños espacios reservados para el alcohol. Mi feudo personal parece ser la mitad de la cama doble que comparto con Nate. En mitad de la noche, despierto y le veo de cara frente a mí, con una suave respiración nocturna y una expresión abierta.

Ashley está callada, a menudo mandando sms desde su «despacho» o manteniendo a medianoche largas conversaciones con una condiscípula. La encuentro dormida en el suelo, todavía con el teléfono en la mano y la cabeza descansando en la esterilla del baño.

–He debido de dar una cabezada –dice cuando la despierto.

–¿Mientras estabas hablando? –pregunto.

–Una amiga me estaba leyendo un cuento –dice ella.

–¿Los padres de tus amigas no las obligan a acostarse a una hora? –Ashley se encoge de hombros–. ¿Y eso de las conferencias?

–No pasa nada –dice Ashley–. La he llamado yo; no tienes que pagar las conferencias; están incluidas.

Mientras los niños desayunan, consulto con el recepcionista, que me dice que la factura de Ashley se eleva ya a cuatrocientos dólares.

–No vamos a pagarlos –digo, y solicito hablar con el gerente.

–Muy bien –dice el gerente–. ¿Qué le parecen doscientos?

–Ciento cincuenta a lo sumo –digo, y él acepta.

No le digo nada a Ashley. No puedo hacerle pasar un mal trago; me alegro de que tenga una amiga con quien hablar.

Cada vez que miro a Ricardo, su nombre se me queda en blanco. Lo complica el hecho de que tenga una etiqueta con el nombre en la chaqueta, que lleva ahí a todas luces mucho tiempo, y que dice «Hola, me llamo» y «CAMERON» escrito con un rotulador negro gastado.

–¿Quién es Cameron? –pregunto.

–¿Qué quieres decir?

–«Hola, me llamo Cameron.»

–Supongo que era el nombre del chico que tenía la chaqueta antes que yo –dice.

–¿Por qué dejas el nombre?

–Me gusta –dice–. A la chaqueta la llamo Cameron.

Y después hay una pausa.

Mientras estamos delante del juzgado de Williamsburg, esperando a Ash y a Nate, que querían presenciar un discurso pronunciado por un actor que encarna a George Washington, Ricardo pregunta:

–¿Por qué mataste a mi mamá y mi papá?

–Yo no los maté, fue mi hermano. George mató a tu mamá y tu papá –digo, sorprendido por su franqueza y mi tono defensivo.

–¿Quién es George? –pregunta.

–Es mi hermano. Es el padre de Nate y de Ashley.

–¿También quería matarme a mí?

–No, no quería matar a nadie, fue un accidente, un accidente tremendo. Lo siento muchísimo.

–Tú me trajiste el globo.

–Eso es; quería saber cómo estabas –digo.

–¿Cómo sé que no lo hiciste tú?

–Bueno, porque no estaba allí cuando ocurrió. Llegué más tarde. Y George está ahora en un hospital especial. Se ha vuelto loco.

–Mató a mi mamá y mi papá –dice el niño.

–Fue un accidente –digo–. Y después mató a la madre de Nate y Ashley.

No estoy seguro de que Ricardo sepa esto, de que deba ser yo quien se lo diga, pero de algún modo quiero transmitirle el mensaje de que no es el único que ha perdido a su familia.

El chico sacude la cabeza.

–Era un tío rico con una televisión grande, no necesitaba matar a nadie.

–Es cierto –digo–. No necesitaba matar a nadie.

Sucumbo al pánico. Quizá no le he dado su medicación –su rápido ascenso a la superficie, su lucidez se deben a que no ha tomado la medicina– y me preocupa lo que pueda ocurrir. ¿Se convertirá en el Increíble Hulk?

–¿Te he dado la medicina hoy? –pregunto.

–Sí –dice–. Me la has dado esta mañana.

Nate y Ash salen del juzgado y vamos a ver una demostración de cómo se confeccionaba un helado en la cocina colonial y después vamos a comer. Sigo aguardando a que suceda algo, pero no ocurre nada y seguimos adelante.

Al final de la tarde el cuidador de mascotas llama para decir:

–¿Vio a la gata antes de marcharse?

Parece una pregunta capciosa.

–¿Ha desaparecido?

–Ha tenido gatitos –dice él–. Han sobrevivido seis; uno murió y lo enterré debajo de los rosales de atrás.

–No sabía que estuviera preñada; no me lo dijo.

–Estoy pensando en llevarlos a todos para una revisión.

–Sí –digo–. Es razonable. ¿Y Tessie?

–Fuera de su elemento –dice–. Ah, y los tuvo en el dormitorio principal; he tirado la ropa de cama, ¿he hecho bien?

–Sí, todo muy bien.

–Le informaré si hay novedades –dice, y cuelga.

Debo de parecer sorprendido, porque los tres niños preguntan:

–¿Qué?

–Tessie ha tenido gatitos –digo, y ellos se quedan más desconcertados.

–Tessie es una perra –dice Ashley.

–Tienes razón –digo.

Y a la mañana del día siguiente, como si todo el mundo menos yo se supiera el programa, los niños se presentan a desayunar vestidos normalmente y Nate anuncia que vamos a ir al Busch Gardens. Soy el último en enterarme.

Busch Gardens no es un parque de atracciones «habitual»; es como una gran fantasía esteroide de fibra de vidrio con un tema europeo: atracciones con nombres alemanes: Der Autobahn, Der Katapult, Der Wirbelwind.

Ricardo está emocionadísimo pero tiene miedo de subirse a ellas, por lo que Nate y Ash se van juntos y yo llevo a Ricardo a un tiovivo para niños más pequeños, Der Kindel Karussel, Der Roto Baron y otros. A él le encantan y enseguida nos reunimos con los niños mayores y él se echa a correr mientras yo le tengo agarrado de la mano, lo que significa que yo también me veo lanzado por los aires, zarandeado, girando a derecha e izquierda, doy vueltas mudo y estúpido, hasta que, por supuesto, vomito.

–Puaj –dice Ashley mientras vomito delante de los tres. Desde que llegamos, he estado terminando toda la comida basura que ellos piden, perritos calientes, aros de cebolla, palitos de pollo, helados a medio comer.

–Eso no está bien –dice Nate mientras yo me vacío una y otra vez dentro de un cubo de basura en forma de enanito. Intento vomitar dentro del agujero, en la boca enanesca del gnomo, pero es inútil. Lo expulso todo encima de su cabeza, por el suelo, por delante y por detrás. Y después, de pronto, como si el fondo hubiera subido desde abajo, no puedo contenerme. No puedo evitar tumbarme –o caer– en el bordillo de la calle de ladrillos amarillos, con la cabeza sobre un montículo formado por las chaquetas de los niños.

–Necesito un minuto –digo, limpiándome la baba ácida de la barbilla.

Un momento después, como si nos hubieran detectado en la webcam de una especie de oficina central, la descomunal enfermera del parque llega en un carrito de golf extragrande y me lleva a su despacho. Los chicos se suben a la parte trasera. Mientras circulamos, la mujer dice:

–Oficialmente, y sin ningún coste adicional, puedo darle sales aromáticas, ginger ale, una galleta salada, antiséptico con lidocaína y una tirita, y también tenemos un desfibrilador. Lo compré en Staples y les dije que era un tóner para la fotocopiadora. Todo el mundo debería tener uno.

Hace una pausa cuando aparcamos delante de la caravana de primeros auxilios. Los niños me siguen. Hay catres –dos– de fibra de vidrio en forma de barca y un par de sillas. La enfermera prosigue diciéndome que por cien dólares puede conectarme a una bolsa intravenosa de vitaminas y minerales. Una inyección de vitamina B12 cuesta setenta y cinco.

–Piénselo –dice mientras los chicos se sientan. Yo me quedo de pie y me pregunto si debería esperar en el cuarto de baño, pasar allí un momento–. ¿Os apetece una galleta? –pregunta a los niños–. TengoThin Mints y Samoas. Mi hija es girl scout; compro cincuenta cajas al año. –Los niños cogen una galleta cada uno–. Es importante tener algo que ofrecer a nuestros huéspedes, teniendo en cuenta que también me hago cargo de los niños que se pierden; y si se han despellejado una rodilla o se han separado del grupo tienes que tener algo para reanimarles, para distraerles del dolor con bromas...

Sólo el olor a menta de las Thin Mints y el ruido que hacen los chicos mascando me producen náuseas; corro al cuarto de baño.

–Hielo –dice la enfermera–. Le voy a dar hielo. Veo muchos casos de gente con trastornos causados por el calor y la comida, y también el oído interno..., gente que literalmente siente que todo le da vueltas.

Mientras estoy en el baño, ella concentra su atención en los niños, que están despachando cajas de galletas.

–No se preocupe, les sucede a muchas personas mayores que no están acostumbradas a ocuparse de niños todo el tiempo, así que estoy muy preparada.

Salgo del cuarto de baño cuando ella les está enseñando su «carrito de accidentes», una gigantesca caja de herramientas de plástico amarillo llena de pertrechos, como las que hay en un Home Depot.

Ashley me da un pedazo de chicle.

–Para el aliento –dice.

–Gracias.

–¿Qué quiere que le dé, entonces? –pregunta la enfermera.

–¿Tiene Tums, para la acidez? –pregunto.

–Esta mañana me he tomado la última –dice–. Está en la lista–. Da unos golpecitos sobre una larga y estrecha lista de la compra que hay encima de su mesa–. ¿Y si se lleva un par de cajas de galletas?

–Sí –digo. Saco veinte dólares y los chicos escogen galletas de un armario enorme de provisiones. La enfermera me da una minilata de ginger ale y una paja y me dice que me lo lleve y que lo beba despacio.

–Estamos aquí todo el día y la mitad de la noche, el mismo horario que el parque –dice–. Así que llame si nos necesita, o pida a alguien que llame por usted; saben dónde encontrarme.

Extiendo la mano para estrechar la suya, pero ella tiene reparos.

–No puedo –dice, vertiéndose del frasco una cantidad ingente de Purell, y nos exhorta a que hagamos lo mismo. Nos lavamos las manos, cogemos las galletas y nos despedimos de la enfermera. En una gasolinera de la carretera compro un bote grande, caducado, de Tums, a un precio exagerado, y les doy una pastilla con frecuencia.

–Como si fueran ositos de goma –dice Ashley.

–Osos de tiza –digo.

En mitad de la noche, Nate despierta con dolor de estómago y me pide que le acompañe al cuarto de baño porque lo está ensuciando todo con una diarrea explosiva.

–Tira de la cisterna –digo, después de que ha lanzado una andanada, y me obedece. Busco cerillas pero evidentemente ya no hay ceniceros ni cajas de cerillas en los hoteles.

–Tengo algunas en mi bolsa –dice él–, en el bolsillo de fuera.

Ni siquiera le pregunto por qué; gasto toda la caja. Unos minutos después suena el teléfono. Nate descuelga el auricular que hay al lado del retrete y me lo pasa.

–Sí, dígame.

–Hay una alarma de humo que procede de su cuarto de baño –dice alguien de la recepción.

–No estamos fumando, estamos haciendo caca –digo, y me pregunto si nos habrán envenenado, si nos ha postrado la cocina de la era colonial.

–Disculpe la intromisión –dice el recepcionista.

–Tú crees que tienes una familia normal –dice Nate, mientras hace fuerzas sentado en la taza. Yo respiro por la boca e intento escuchar con atención–. Y luego sucede algo así, algo que no es tan normal. –Se le escapa un estrépito enorme–. No me refiero a esto –dice, dando una palmada sobre la taza–, sino a mamá y papá... Una llamada de teléfono y tu vida cambia... –Un eructo descomunal de su trasero llena el aire de gases–. Perdona –dice–. No tienes que quedarte aquí conmigo. –Yo me encojo de hombros. Y entonces, allí sentado, dice de pronto–: Voy a echar la pota.

Le paso el cubo de la basura, que por suerte tiene dentro una bolsa de plástico. Y Nate vomita y descome al mismo tiempo, y yo me apiado del chico.

–¿Crees que necesitamos un médico?

Él niega con la cabeza.

–No, ya me ha pasado antes. Me pondré bien –dice, y vuelve a vomitar.

–Creo que nos la han jugado –digo, tratando de aclarar la situación.

–¿En qué sentido? –pregunta Nate.

–Primero yo, después tú; esperemos que Ash y Ricardo no lo pillen.

–Putas Thin Mints –dice Nate, escupiendo en el cubo–. ¿Qué piensas del chico?

No digo nada.

–Yo creo que es muy divertido –dice Nate–. Me recuerda a Charlie Chaplin.

–¿En qué?

–Por su modo de andar, como un pato, y pone unas caras que parecen de goma.

–¿Crees que es listo? –pregunto.

–¿Por qué es eso lo que cuenta? –responde él, a la defensiva.

–Buena pregunta.

Nos acostamos de nuevo. Sueño que voy a Sudáfrica. En el aeropuerto me dicen que la única forma de entrar es en paracaídas, en forma de equipaje lanzado desde un avión. La línea aérea me informa de que mi madre ha enviado mi viejo baúl del campamento de verano y que ya lo han embarcado. Doy mi consentimiento y cuando el avión vuela a cuatro mil quinientos metros me meto como puedo en el viejo baúl. Una vez dentro, me arrastran hasta el cuarto de baño trasero y me dicen que cuando den la señal alguien pulsará el botón de la cisterna y se oirá un gran rugido y seré despedido al vacío.

Cuando intento hacer preguntas, se encogen de hombros y dicen: «Así se hace esto.»

Es una mezcla entre algo que soñaría Jorge el Curioso y una especie de situación terrorista. Es evidente que debo de haber sabido que esto iba a suceder, porque llevo un paracaídas gigantesco de cuya existencia sólo me percato cuando estoy cayendo. Justo antes de despertar, tiro del cordón de apertura y floto, aspirando una brisa invisible en el cielo sobre las llanuras, mientras una manada de jirafas corre por debajo. Despierto a las tres de la mañana con los brazos encima de la cabeza, como si todavía agarrara el paracaídas, y encuentro a Nate sentado, haciendo punto.

–¿Qué? –dice a la defensiva.

–Nada –digo.

–Hago punto cuando no puedo dormir –dice–. Es muy relajante.

Yo sigo a medias en el mundo del sueño y a medias observo a Nate, que le da la vuelta a una larga bufanda de rayas.

–No –dice.

–¿No qué?

–No me preguntes si soy gay...

–De acuerdo –digo–. ¿Cómo va el estómago?

–Ruidoso, pero aparte de eso estable –dice. Y yo vuelvo a dormirme.

En el coche, de regreso a casa, todos se desmoronan; hay una especie de tensión por el retorno a nuestra vida «normal». Me pregunto si hemos pasado demasiado tiempo juntos; ¿o quizá no ha sido suficiente?

Los niños se desviven con Ricardo, como si la vida consistiese únicamente en obtener un botín abundante de una fiesta de cumpleaños. «No se trata de eso», digo continuamente. Saben que tengo razón, pero no cejan. Nate pregunta a Ricardo si tiene una cuenta de e-mail; no la tiene. En un área de descanso, Nate me lleva aparte y me pregunta si podemos comprar un ordenador a la familia de Ricardo para que tengan Skype.

–No –digo, quizá con excesiva firmeza.

–Las transiciones son difíciles para todo el mundo –dice la cajera de la tienda de regalos–. Yo era maestra y me partía el corazón ver por lo que tenían que pasar los niños. Uno le desgarró la falda a su madre, gritando: «No me dejes aquí.» Hicimos de la escena un tema pedagógico y arreglamos la falda de la madre con cinta adhesiva.

Me pregunto si fue esto lo que la impulsó a buscar empleo en la tienda de un área de descanso.

Ashley recorre los pasillos buscando un regalo para su amiga. Compra algo en todos los sitios adonde vamos y más tarde decide que no es lo que quería: empieza a parecer un poco extraño.

–Escojo cosas que me gustan, pero no estoy segura de que ella y yo tengamos los mismos gustos.

Tiene la mochila llena de peluches, guardapelos de las áreas de descanso, vasitos para bebidas alcohólicas.

–Bueno, ¿qué tipo de cosas se pone?

–Bueno –dice Ashley–, cosas de adultos, lo que viene dentro de las cajitas azules, como las que papá le compraba a mamá cuando no sabía qué regalarle.

–¿Tiffany?

–Sí, eso –dice ella–. Y ella lo odiaba. Mamá prefería la otra tienda, la que se llamaba algo con H. ¿Cómo era?

–¿Hermès?

–Sí, esas cosas eran las que le gustaban.

–Eh, Ash –interviene Nate–, hay una gran diferencia entre un souvenir de viaje y, pongamos, un regalo de Tiffany o Hermès que cuesta quinientos dólares.

Me mantengo al margen. No sé qué decir. Está claro que las amistades de internado están más allá y por encima del patrón habitual del pequeño regalo comprado en un viaje.

–¿Qué va a regalarte ella? –pregunta Nate.

–No es una competición; yo quería llevarle algo bonito. No es para armar un escándalo; no hay que convertirlo en algo vulgar.

–Sólo intentaba ayudarte a pensar qué comprarle –dice Nate.

–Olvídalo –dice Ashley, con un tono especialmente brusco y adulto.

Cuando dejamos a Ricardo en su casa, salen a recibirle la tía y el tío. Parecen contentos de haber pasado algún tiempo solos. El tío saca del maletero la monumental maleta del niño y la tía me guiña un ojo, o quizá no lo guiña, quizá se le ha metido una brizna en un ojo y pestañea para desalojarla. En cualquier caso, Ricardo tiene muchas cosas que contarles y regalos para todos.

Nate y Ash le dan un montón de abrazos y le dicen que volverán a verle pronto.

En el trayecto a casa reina en el coche un silencio penoso hasta que Nate hace una imitación perfecta de la risa de Ricardo y lo tres nos partimos de risa ensayando la versión de cada uno.

En casa, los gatitos son una atracción importante; son diminutos, indefensos y casi aterradores. Observamos cómo la mamá gata los amamanta y los limpia; literalmente les lame las partes pudendas para que hagan «sus cosas».

Pago de más al cuidador de mascotas –«actividad peligrosa»y nos pone al corriente de lo que vendrá después: abrirán los ojos dentro de pocos días, pero pasará un tiempo hasta que vean o se desenvuelvan.

Tessie me mira como preguntando: ¿en qué estabas pensando cuando me dejaste al cargo de la casa? ¿Te imaginas lo que ha sido para mí el estrés, la responsabilidad? Prométeme que no volverás a hacerlo. Y, a todo esto, ¿me das una galleta?

–Creo que los gatitos son sordos –dice Nate–. Les hablo y parece que no me oyen.

–Nacen sordos –dice el cuidador–. Es un mecanismo de defensa. Su oído mejorará enseguida. Hasta pronto; llámeme si me necesita –dice cuando se marcha.

–Le echo de menos –dice Ashley durante la comida.

–Sí –dice Nate.

–¿Qué piensas hacer ahora? –pregunta Ashley.

–Bueno, mañana vosotros volvéis al colegio –digo, pensando que así gano al menos un poco de tiempo.

–Él nos necesita más que sólo de vez en cuando –dice Nate.

–Queremos que sea de la familia –dice Ash–. Lo hemos hablado.

–¿A mis espaldas?

–Sí –dice Nate.

–¿Pero os dais cuenta de que sería yo el que se ocupase de él?

–Creemos que puedes ocuparte –dice Ash.

–Podría ser nuestro hermano pequeño, como el fénix que renace de las cenizas... –dice Nate.

–¿No dijo Ricardo que es alérgico a los gatos? –pregunto.

–Nos desharemos de la gata –dice Ashley–. Nunca me ha gustado.

–¿Cómo puedes decir eso? Es tu gata, acaba de tener gatitos...

–A mí me gusta –dice Nate.

–Quizá se pueda curar la alergia de Ricardo –dice Ash.

–Quizá podríamos evitar que la gata entrase en su habitación –dice Nate.

–¿Qué habitación es la suya? –pregunto.

–La suya es la mía –dice Nate, como si fuera obvio.

–No creo que esté preparado para vivir con un niño continuamente en casa –digo.

–Mándale al colegio –dice Ashley.

–Matamos a sus padres, le apartamos de su familia y le mandamos a un colegio..., esto empieza a parecer una antigua novela inglesa.

–¿Y eso está mal? –pregunta Ash.

–Además, vosotros no lo podéis adoptar, sois menores de edad...

–Pero tú sí –dice Ash, perpleja.

–Estoy en trámites de divorcio y he perdido el empleo hace poco.

–¿Has dejado el trabajo? –pregunta Nate.

–Me han despedido.

–¿Te han despedido?

–Bueno, no exactamente. Este semestre daré mis últimas clases, pero en la práctica sí.

–¿Y no nos lo habías dicho? –dice Nate, impresionado.

–No pensaba que tuvierais que saberlo.

–Bueno, vaya una mierda –dice Nate–. Y luego hablas de falta de confianza. ¿Para qué sirve si piensas que no debes contárnoslo todo? No sólo se trata de que nos hagas de canguro, se supone que tiene que haber alguna relación; que es una calle de dos direcciones.

–Es verdad –dice Ash–. Deberías contarnos cosas. Nadie nos contaba nunca nada, aparte de mamá. –Rompe a llorar–. Adoro a la gata –dice–. No debería haber dicho lo que he dicho; la quiero muchísimo.

Y se levanta de la mesa y se va corriendo.

–Te has lucido –dice Nate, y se marcha indignado.

No sé lo que ha ocurrido, sólo sé que me siento de puta pena.

A la mañana siguiente los chicos vuelven al colegio. Después del desayuno, una furgoneta viene a buscar a Ashley y yo llevo a Nate a un punto de recogida a unos veinte minutos de casa.

–Te llamaré esta noche –digo cuando se apea. Cierra de un portazo; no sé si me ha oído. Toco el claxon. Él tensa los hombros, pero no se vuelve; se ajusta las correas de la mochila y sigue andando hacia el autobús.

Antes de partir aguardo a que el autobús arranque y luego vuelvo a casa y me siento con los gatitos, que se están espabilando; han abierto los ojos, se ponen de pie; es increíble.

Llama Cheryl.

–¿No te parece extraño desaparecer sin decirme nada? ¿Por quién he tenido que enterarme? Por Julie. ¿Y cómo me he sentido? Me dijo que has hecho una excursión escolar a Williamsburg.

–Algo así –digo.

–¿Una pequeña actividad colonial? ¿Un final feliz sobre un barril de pólvora? ¿Cascarse una paja en la prisión militar?

No digo nada.

–Oh, por favor –dice ella–. He estado allí, he hecho el viaje.

–Si era así cuando tú fuiste, entonces yo he estado en un sitio distinto; en el otro Williamsburg. ¿Tus hijos también tuvieron vacaciones la semana pasada?

–Tad estuvo en un proyecto de servicio cívico, Brad fue al campo de fútbol y Lad se quedó en casa. Así que ¿cuándo nos vemos, te va bien el viernes?

–Créeme, ahora no es un buen momento.

–¿En qué sentido?

–He vuelto a casa con un parásito, todavía no saben muy bien cuál. Podría haberlo pillado por comer venado poco hecho, o en un desayuno de bomberos voluntarios al que fuimos. Esta tarde tengo que llevarle al médico una muestra de heces.

–DM1 –grita ella, como un árbitro que decreta un tiempo muerto.

–Parece que quieres saberlo todo –continúo–. Es muy contagioso. Tengo que lavarme las manos y la ropa constantemente.

–Te daré diez días –dice ella.

–¿Y después?

–No estoy dispuesta a hablar de eso todavía.

–Hazme un favor –digo–. No se lo digas a Julie.

–Por supuesto que no –dice–. Hay cosas que son privadas. Mientras tanto he estado leyendo cosas sobre Richard Nixon. No sé si creo que era tan buena persona.

–No era buena persona.

–Pues, entonces, ¿qué le ves?

–Tantas cosas. Era un individuo intratable; creía que las normas no eran para él. Me parece fascinante.

–Es interesante –dice ella–. Me habría imaginado que elegirías a alguien más convencional, como Truman o Eisenhower, o quizá hasta más moderno o heroico, ya sabes, como JFK. Pero Nixon..., es casi un pervertido.

–Casi –digo.

–Te llamo dentro de unos días; si te sientes mejor podemos quedar.

Falta algo. Me siento como si hubiera caído en un espacio entre espacios, como si realmente no existiera; estoy siempre fuera de contexto. En busca de claridad, visito a mi madre.

En el vestíbulo de la residencia hay una pizarra grande con un borrador. «¿Estás aburrido? ¿Necesitas un cable? Únete a nosotros y haz tu propio batido de frutas, de 10 a 11 de la mañana y de 3 a 4 de la tarde. (Tenemos fruta fresca, fibra, probióticos y yogur helado.)»

–No está aquí –me dice la mujer de la recepción–. Se ha ido con los demás, tienen una afición nueva.

–¿Cuál? –pregunto.

–Nadar –dice ella–. Once residentes se han ido en una furgoneta a la YMCA local. Todos llevaban sus manguitos, y algunos iban metidos en sus flotadores inflables, como patos y ranas, y todos han ido con sus gorros de baño. Bebés grandes, les llamamos; porque todos usan pañales. Los vestimos antes de salir. Es estupendo para su movilidad.

–¿Desde cuándo nada ella? –pregunto.

–Hemos tenido suerte con esta nueva terapeuta que también trabaja con el psicofarmacólogo; este centro tiene mucho ajetreo. Hay más trabajo en algunos aspectos, pero muy interesante. A veces decimos en broma que resucitamos a los muertos. Y todos parecen tan contentos; bueno, casi todos.

Señala con la cabeza hacia un anciano que recorre el pasillo y parece muy resuelto; se nos acerca.

–¿Qué cojones pasa aquí? Es lo que quiero saber. ¿Qué cojones? ¿Quién es este hombre en mi despacho? ¿Me ha sustituido usted a mis espaldas? Yo soy el maldito jefe aquí, o eso es lo que yo creía. Ya veremos lo que piensa cuando llegue el viernes, a ver si le firmo el cheque. ¿Quién demonios es usted? –pregunta, mirándome.

–Silver –digo.

–Buen trabajo –dice él–. Siga haciendo un buen trabajo. Pero ¿dónde coño está mi secretaria? Ha dicho que se iba a almorzar y juro que hace diez años...

El hombre se aleja.

–Como he dicho, ha sido beneficioso para la mayoría, y es agradable verle en pie y activo –dice la mujer.

–¿Qué le están dando?

–No estoy autorizada a hablar de los pacientes; de hecho, quizá ya he dicho más de lo que debo. Es un poco de esto y un poco de lo otro; son progresos cotidianos. Gran parte se basan en el movimiento: tenerlos de aquí para allá. A menos que se trate de una auténtica parálisis, no hay motivo para que una persona tenga que estar en la cama o sentada todo el día... Y a los que están demasiado débiles, empezamos por tenerlos colgados.

Me conduce por el pasillo hasta una habitación y abre la puerta. Del techo cuelgan docenas de muelles largos, y cada par está atado a una chaqueta acordonada de lona que es como una camisa de fuerza adaptada, y amarrados a los muelles hay unos ancianos. Cuelgan como marionetas inertes, mitad de pie, mitad rebotando y mitad bailando al compás de la música, mientras que unos fisioterapeutas van de una persona a otra.

–Parece que les gusta –dice la mujer–. Nosotros inventamos las unidades de aquí; mecanismos lastrados de asistencia permanente. Frena las enfermedades respiratorias; mejoran la función pulmonar.

–Parecen contentos –digo, incapaz de asimilar el espectáculo de un cuarto lleno de ancianos «suspendidos».

–Basta de exhibición por hoy –dice la mujer, cerrando la puerta–. ¿Va a buscar a su madre a la YMCA? Acaban de salir, podría alcanzarles.

Pago quince dólares y relleno una exoneración de responsabilidad antes de entrar en la zona de la piscina en la YMCA, y al recepcionista le da igual que yo no vaya a bañarme.

Entro por los vestuarios de hombres, un espacio anodino de azulejos verdes, impregnado de olor a piel masculina y a zapatillas de deportes.

Me expulsan en cuanto accedo a la zona de la piscina; me dicen que antes de entrar tengo que descalzarme y lavarme los pies en la ducha.

–Hola, mamá –la llamo cuando entro en la zona de baños; mi voz resuena en las paredes de azulejos y luego es absorbida por los gases de cloro que desprende la superficie del agua–. Hola, mamá –repito.

Toda la clase se vuelve a mirarme.

«Hola», responden todas las señoras que están bañándose.

Mi madre lleva un gorro de látex del mismo tipo de los que usaba hace treinta años: blanco, con grandes flores de goma en plena floración emergiendo de la coronilla. ¿Será el mismo que ha tenido durante todo este tiempo? Nada hacia mí y, teniendo en cuenta que no hace mucho estaba postrada en cama, me desconcierta verla pataleando, moviendo los brazos por la superficie del agua. Se acerca a braza al borde de la piscina, donde yo estoy mirando fijamente a una cara extrañamente franca –enmarcada por flores de látex– y a un escote profundo y arrugado.

–Tienes un aspecto estupendo –digo–. ¿Cómo estás?

–Fantástico –dice ella.

Un hombre fornido nada hasta su lado.

–Hola, hijo –dice.

–Hola –digo.

–Me alegro de verte –dice.

–Yo también a usted –digo, siguiéndole la corriente.

–¿Cómo está tu hermana? –me pregunta.

–Bien –digo, aunque no tengo hermanas.

–Estoy muy preocupado por tu madre –dice–. No la encuentro por ninguna parte.

Habla con una voz retumbante, como un antiguo comentarista de radio.

–No la encuentras porque ella se ha ido –le recuerda mi madre–. Pero ahora me has encontrado a mí.

–¿Estáis juntos? –pregunto.

–Sí –dicen ellos.

–¿Y papá?

Estoy confuso, de repente vuelvo a ser un niño.

–Tu padre murió hace años. Tengo derecho a vivir mi vida –dice mi madre.

–¿Serían tan amables de volver a la clase? –les pregunta el instructor, y ellos dan media vuelta y nadan hacia el grupo, con los pañales asomando por debajo de los trajes de baño.

Al volver a casa paro en el A&P. No frecuento este supermercado, pero me pilla de paso. Una mujer parece que me sigue a todas partes.

–¿Me está siguiendo?

–¿Yo?

–¿Me sigue?

–Es difícil saberlo –dice ella–. Casi todo el mundo va y viene por los pasillos –dice–; recorren una hilera tras otra; a no ser que usted tenga su propio método, no tendrá más remedio que ver dos veces a las mismas personas.

–Perdone –digo–. ¿Nos conocemos?

Ella se encoge de hombros, como si la pregunta no viniera a cuento.

–¿Qué tipo de tarta le gusta? –pregunta. Estamos en la sección de congelados, hemos parado delante de los postres–. ¿Un bizcocho normal o uno con un baño de algo por encima?

–Nunca compro tartas –digo, y es verdad–. Si quisiera comprar una iría a una pastelería, pero la verdad es que no soy muy aficionado a los dulces.

–Creo que a los jóvenes les gusta con un baño y a los viejos sin nada –dice ella, metiendo en su carrito un bizcocho ordinario de Sara Lee.

–Usted no parece vieja –digo.

–Lo soy, por dentro –dice ella.

–¿Entonces qué edad tiene?

Me fijo en que su cuerpo es delgado y enérgico, más propio de una niña que de una adulta. Tiene el pelo largo, fino, casi grasiento; de un rubio sucio.

–Adivine –dice.

–Veintisiete años –digo.

–Treinta y uno –dice–. Tiene un sentido abominable de lo esencial.

Empujo mi carro; quizá debería agradecerle la atención que me ha prestado, pero no en este momento, estoy distraído: galletas para la perra, arena para la gata...

Me intercepta de nuevo:

–¿Le gustan los animales?

–La gata ha tenido crías –digo.

–Yo siempre he querido tener animales –dice ella–, pero mis padres no querían saber nada. «Ensucian la moqueta», decía mi padre. «No puedo hacer más para controlarte a ti y a tu hermana», decía mi madre.

–Bueno, supongo que ya puede, ahora que tiene treinta y un años –digo.

–Hace poco tuve un gato –dice ella, y hace una pausa–. ¿Puedo ver a los gatitos? ¿Puedo? ¿Y si voy a su casa a tomar entremeses?

Arroja al carrito varios quesos hojaldrados.

La verdad es que no sé qué responder; o, para ser más exacto, no sé cómo decirle que no.

Total, que cuando salgo del parking del A&P, ella viene detrás, me sigue; su parachoques casi toca el mío. Su coche es tan indescriptible como su persona –un vehículo blanco de edad indefinida–, uno entre un millón. Mientras conduzco caigo en la cuenta de que no me la he ligado yo, me ha ligado ella, y esto me pone nervioso. ¿Por qué me sigue? Hay una razón por la cual la gente es «presentada», una razón por la cual la sociedad educada se llama educada y por la cual ha evolucionado como lo ha hecho: con grandes bailes en castillos y cartas de presentación formales.

Aparca detrás de mí en el camino de entrada y entra en casa acarreando una bolsa con los productos congelados, me pregunta si puede guardarlos en el congelador por el momento y de pronto todo es totalmente embarazoso. No es como si hubiera pasado por casa para pedir prestada una fuente de horno o para que le enseñe cómo se hace una tarta tatin.

Tessie ladra.

–¿Quién es esta perrita tan mala? –pregunta la mujer, poniendo voz de niñita.

–Tranquila, Tessie, es una mujer de la sección de comestibles que ha querido acompañarme a casa –digo.

–Me ha invitado él –dice ella, todavía agachada y hablando con Tessie–. Ha dicho: «¿Quieres venir a mi casa a jugar con los gatitos?»

–Creo que no.

–Uyyy –le dice a la perra, que menea el rabo, agradecida por la atención.

Yo guardo mis comestibles y le pregunto si le apetece un café o un té.

–¿Qué tal una copa de vino? –dice ella.

–Vale.

Voy al botellero de George y me siento como si le estuviera saqueando sus reservas; voy con la esperanza de encontrar algo normalucho, es decir, barato.

–Verá –digo mientras busco–, en realidad esta casa no es mía.

–Oh, pues parece que sabe dónde está cada cosa –dice ella.

–Es de mi hermano; voy a estar aquí durante mucho tiempo.

Encuentro un Chardonnay de Long Island que parece un regalo que alguien llevó a una comida al aire libre en vez de una botella que George ha comprado a su «vinatero».

–¿Así que hace cosas como ésta a menudo? –pregunto.

–¿Qué cosas?

–Conocer a hombres en el supermercado y seguirlos a su casa.

–No –dice ella–. Sólo estoy matando el tiempo.

–¿Hasta cuándo..., hasta la película de las cinco en el cine Yonkers?

–¿Dónde están los gatitos? –pregunta ella.

–Arriba –digo, y la llevo al dormitorio principal, que más que habilitado ha sido invadido como cuarto de los gatos.

–Oh, Dios mío –dice ella, poniéndose a gatas y reptando hacia la caja de las crías–. Son adorables.

Lo son, en efecto; ahora se están moviendo un poco y juegan, y la reina parece dispuesta a permitirme que juegue con ellos... Cambio las toallas de la caja.

–Un montón de colada –digo.

Ella coge a un gato y se lo frota contra la cara; la reina madre no parece descontenta.

–Es mejor no cogerlos –digo.

–Perdón.

La observo mientras se pone a cuatro patas en el «cuarto de los gatos», algo maloliente.

–¿Está casada?

Ella dice que no con la cabeza.

–¿Tiene novio?

–Tuve, ahora no –dice.

Jugamos con los gatitos durante unos minutos y luego volvemos abajo. Enciendo la televisión, como un acto reflejo. Es como si necesitara apoyo, más voces, la simulación de un cóctel. En cuanto pulso el botón pienso en George, que siempre tenía el televisor encendido.

Miro a la mujer.

–Hay un motivo para que su madre le dijera que no hablase con desconocidos –digo.

–¿Podemos cambiar de cadena? –pregunta ella.

Pienso que se refiere a cambiar de tema.

–Claro –digo, fingiendo que pulso un botón en mi estómago; ping, cambio de canal.

–¿Tiene hambre?

–No, lo digo en serio, ¿podemos cambiar de cadena? Necesito, no sé, despejar la cabeza. ¿Ponemos algo distinto, no los titulares de las noticias sino un programa de verdad, como Dos hombres y medio, digamos? ¿Algo... alegre?

¿Alegre una serie protagonizada por un cocainómano maltratador de prostitutas?, pienso, pero no digo nada.

–Sí, desde luego –digo, y cambio de cadena–. Ya sabe que la gente que se ríe no es real.

–Antes lo era –dice ella, y asunto zanjado–. Hace un poco de frío aquí.

–¿Quiere un jersey?

En el armario del pasillo hay todavía algunas prendas de Jane; le doy a la chica una sudadera blanda de color magenta.

–O sea que está casado –dice ella.

–Es de la mujer de mi hermano. Falleció; quédesela.

–Es de cachemira –dice, como obligada a proclamar el valor de lo que le estoy regalando.

Cuando se la pone recuerdo a Jane con la sudadera puesta y recuerdo que me fijé en la curva de su pecho y me sentí impelido a tocarlo, preguntándome si sería tan bueno como parecía, delicado, sensual. Ahora que la lleva esta otra chica la prenda tiene un aspecto distinto, pero sigue ejerciendo un efecto especial.

–¿Entremeses? –pregunta.

–¿Quiere que prepare los quesos hojaldrados?

–¿Qué más tiene? –pregunta, de un modo que me induce a pensar para qué los habrá comprado, como si los destinara a algo mejor.

Rebusco en el congelador, encuentro unas minisalchichas en hojaldre y las meto en el horno.

–Queman –anuncio, cuando las saco once minutos más tarde; en la tercera pausa comercial.

–No sabía que también las hacían para uso doméstico –dice ella.

–¿Perdón? –digo, sin comprender lo que ha dicho.

–Creía que estas minisalchichas en hojaldre sólo se podían conseguir en un cátering.

Unta la salchicha con mostaza de Dijon y se la mete en la boca.

–Guau, me gusta esto. Riquísimo. ¿Qué es?

–¿Mostaza de Dijon?

Y lo único que pienso es ¿cómo es posible que nunca hayas probado la mostaza de Dijon?

Cuando hemos terminado de comer, vemos un poco más de televisión y después ella declara que todavía tiene hambre.

–¿Qué servicios de reparto hay por aquí?

–No lo sé –digo.

–Sé que hay uno de pizzas –dice ella.

–Hoy he comido una –digo–. ¿Comida china?

–¿Reparten a domicilio?

Llamo al sitio habitual.

–Soy yo –digo–, el señor Sopa Agripicante y de Huevo. ¿Por casualidad reparten a domicilio?

–¿Está enfermo? ¿No puede venir?

–Algo así.

–De acuerdo, ¿qué quiere?

Miro a la mujer.

–Una ración doble de mi sopa habitual, un par de rollos de huevo, una ración de cerdo moo-shu y gambas agridulces. ¿Algo más? –pregunto a la mujer.

–Galletas de la fortuna –dice, lo bastante alto para que la oiga el hombre que apunta el pedido.

–¿Cuántas quiere?

–Seis –dice ella.

Indico la dirección y el número de teléfono y enciendo la luz exterior. Y luego, unos minutos después, tras una charla trivial, y preocupado de que no encuentren la casa, propongo que los esperemos fuera. Nos sentamos en la entrada. Hay algo maravillosamente melancólico en estar fuera una noche de primavera, contemplando la puesta de sol agonizante contra el azul que se oscurece; los contornos de los viejos, gruesos árboles, rebosantes de hojas fuertes y recientes, el sorprendente, suave cosquilleo de la brisa, y en cierto modo resulta muy agradable estar vivo.

Respiro profundamente.

–Es como cuando éramos niños –dice ella–. Cenábamos temprano, antes de que papá volviera a casa, y luego nos sentábamos fuera y esperábamos al furgón de los helados Good Humour: mis favoritos eran los de vainilla recubiertos de galleta y rellenos de fresa o chocolate.

–A nosotros nos prohibían los helados de la furgoneta –digo, recordando de pronto–. Mi madre pensaba que comiéndolos los niños atrapaban la polio.

Tessie está explorando el jardín, lo olfatea todo, los arbustos, los narcisos, los lirios que se abren paso entre la tierra; hace pis un poco por todas partes.

–Realmente está muy bien enseñada –dice la mujer–. Parece que no tiene el menor interés en salir a la calle.

–Odia la calle.

El señor Gao, el dueño del restaurante chino, aparca en el bordillo el todoterreno Honda con el nombre de su empresa en el lateral.

Me acerco al coche. Gao está al volante, con su mujer sentada a su lado y en la mano la pesada bolsa de papel de estraza que contiene la cena: el interior del vehículo despide un olor delicioso.

Aunque fácilmente podría entregarme la bolsa a través de la ventanilla, la señora Gao se apea del vehículo. Lleva su vestido de azafata china.

–Ring-ring, entrega –dice, simulando que llama a un timbre invisible.

–¿Qué tal le ha ido? –pregunto.

–Bien –dice ella–. No visto a usted hace mucho.

–He estado ocupado. ¿Quién está a cargo del negocio?

–Foo, el camarero jefe. Lleva mucho tiempo con nosotros. –Mira hacia la casa–. Bonito sitio.

–Gracias –digo mientras saco dinero de la cartera.

Le pago y ella me da la bolsa y después hunde las dos manos en los bolsillos a los lados y las saca con los puños apretados.

–Elija una mano –dice.

Le doy una palmada en la derecha; ella la voltea y la abre. Muestra la palma llena de esos caramelos de menta blancos, con el centro de gelatina, que tienen en la caja registradora.

–¿Truco o trato? –dice.1

–Gracias –digo, y me meto uno en la boca. Ella pone el resto en mi mano; están un poco pegajosos de sudor.

La mujer se mantiene en segundo plano, a la orilla del césped, cerca de la puerta, como si no quisiera que la viesen.

–Venga a visitar pronto –dice la mujer del restaurante.

–Iré, y gracias.

Los miro marcharse y doy media vuelta hacia la casa. La mujer ya ha entrado y está en la cocina, buscando platos y cubiertos.

Mientras comemos me pregunta si alguna vez he robado algo.

–¿Como qué?

–Cualquier cosa.

–No, pero da la impresión de que usted sí.

Ella asiente.

–Bien, ¿qué es lo más grande que ha robado?

Se para a pensar un momento y da un mordisco a su moo-shu; col y salsa de soja se escapan del rollo.

–Un televisor de plasma de treinta y siete pulgadas –dice, masticando.

–¿Debajo del abrigo?

–No, en un coche alquilado; tenía que tener uno; llevaba siglos con uno de trece pulgadas y sin mando a distancia. Ya era hora de ponerme al día.

–¿Debería preocuparme porque el verdadero motivo de que haya venido aquí es reconocer el terreno para que usted y su novio pasen más tarde con un camión de mudanzas a desvalijarme?

Ella alza la vista.

–Oh, no robo a la gente, sólo a comercios. Nunca robaría nada a una persona que conozco.

–¿Me conoce a mí?

–Ya sabe lo que quiero decir, un individuo en vez de una empresa.

Terminamos de comer y después ella envuelve meticulosamente las sobras, las guarda en la bolsa de estraza y la mete en la nevera.

–La hora de las galletas –dice.

–¿Le apetece un té? –pregunto.

–Más vino –dice ella, y parte en dos una galleta de la fortuna. Abre una y luego otra y otra más, cada vez más contrariada, al parecer, por el resultado, hasta que al final la cuarta galleta reza: «Tu buena fortuna empieza ahora.»

Le da a Tessie trozos de galleta hasta que le digo que no le dé más: de lo contrario le dolerá la barriga.

Nos retiramos al sofá y vemos más televisión y yo me paro a pensar que ahora comprendo la utilidad perfecta de la tele: ofrece a personas que no tienen nada en común la ocasión de hacer algo juntas y de hablar al respecto: nos proporciona un territorio conocido. Siento un nuevo respeto por el trabajo de George, por cómo la televisión une a los norteamericanos; somos lo que vemos.

–Tengo que irme enseguida –dice ella.

Asiento. No estoy pensando en sexo, pero evidentemente forma parte del trato: está en el menú, después de los gajos de naranja y las galletas de la fortuna. Sin previo aviso, se me abalanza en tromba en el sofá con besos húmedos, densos, y la boca abierta y extrañamente habilidosa: sólo puedo corresponder. Me empuja la lengua hacia dentro y luego la retira un momento, se levanta la camisa por encima de la cabeza y, en resumen, se me entrega. Tiene los pechos grandes, más llenos de lo que yo habría esperado; lleva un sujetador de encaje azul oscuro que realza su piel pálida. Con bastante pericia se me monta encima, pugnando por sacar de su escondrijo a mi condición erecta, pero cuando extiendo la mano hacia el botón de sus vaqueros, sacude la cabeza diciendo que no. Obedezco. El resto es frenético, apremiante, con mucho forcejeo y deslizamiento de los almohadones de cuero hasta el suelo. Y después me corro y todo se acaba. Una vez ordeñado, la polla se me encoge de nuevo en el regazo como un helado pringoso que se ha derretido, y ella se levanta y se pone la falda como si así se hicieran estas cosas. Entra en la cocina, recoge del congelador lo que ha traído y vuelve al cuarto de estar, donde yo sigo en el suelo. «Hasta luego», dice, con la mayor naturalidad del mundo.

–¿Quieres darme tu número de teléfono?

–Sé dónde vives –dice ella.

Cuando se ha ido, me limpio, enderezo los almohadones del sofá y procuro no pensar en lo extraño que ha sido todo. Ni siquiera sé cómo se llama.

A la mañana siguiente me notifican por correo certificado que estoy oficialmente divorciado. El cartero llama al timbre, Tessie ladra, firmo el recibo de la carta y voilà, tengo el divorcio en la mano. No ha sido tan difícil como pensaba.

Recuerdo que de niño oía conversaciones sobre matrimonios que habían fracasado y que la esposa tenía que demostrar que el marido la había estado engañando, tenía que «pillarle in fraganti», y otros casos en los que uno u otro miembro de la pareja tenía que irse a vivir a otro estado durante como mínimo uno o dos años hasta que se resolvieran las cosas.

Ahora llega literalmente por correo, junto con vales de descuento para una pizza y una nota de agradecimiento de Ashley, escrita con su papel y sobre «oficiales» y el membrete «A. S. S.».

Ashley Sarah Silver.

¿Por qué nadie pensaría, cuando eligieron su nombre, que algún día ASS podría sonar raro?1

«Gracias por el viaje a Williamsburg, fue muy divertido, aprendí muchísimo. Gracias por el vestido, los zapatos, las plumas de escribir, la tinta en polvo, el papel de escritorio, el lacre y el sello, el libro de Pocahontas y todo lo demás que olvido apuntar aquí. Tu amiga, Ashley Silver. P. D.: Sé que en realidad no eres mi “amigo”, pero no sabía qué otra cosa poner; se me hacía extraño poner “Con cariño”...»

El correo también trae una carta de The Lodge.

Querido familiar:

En una reunión reciente, la junta directiva votó la aprobación de una propuesta para que THE LODGE INC. pasara de ser un centro de salud mental para pacientes internos a una sede de conferencias y seminarios de ejecutivos. Esta votación representa un cambio de rumbo que convierte este entorno terapéutico en un lugar de reunión motivacional y organizativo.

Como usted sabe, The Lodge Inc. ha servido a sus pacientes, sus familiares y la comunidad que nos rodea durante casi cincuenta años. Este cambio de enfoque supone un viraje significativo en la dirección de la salud mental y los servicios sanitarios asociados, no sólo en este centro sino en todo el país, ya que el modelo terapéutico pasa de la atención a pacientes internos a unos servicios más orientados hacia la comunidad y los pacientes externos.

Trabajaremos en estrecha colaboración con nuestros pacientes y sus familiares para facilitar una transición sin percances hacia la integración hogareña o hacia una sede adecuada para su familiar. Confiamos en completar el proceso de transición hacia finales de agosto y estaremos en contacto con usted de modo individual por ser la manera de actuar más conveniente. Comprendemos que recibir una carta como la presente puede suscitar un espectro de emociones y preguntas, y no dude en llamar al director o a nuestro personal médico o nuestra oficina de comunicación para despejar cualquier duda que tenga.

Como esta noticia ha sido un poco inesperada, le pedimos disculpas por el correo colectivo, pero queríamos comunicárselo antes de que la novedad se publicase en los medios de comunicación.

Nuestra gratitud más profunda por permitirnos el acceso a sus corazones, sus hogares y sus mentes.

Atentamente,

John Trevertani

Jefe ejecutivo, The Lodge Inc.

Llamo.

–Intentamos localizarle hará unos diez días –dice Rosenblatt; a todas luces es el «responsable» designado–, pero otra persona contestó al teléfono y dijo que se había ido a la época colonial y luego dijo que tenía que colgar por algo relacionado con «ayudar» a los gatitos a «hacer sus necesidades». Me propuso que volviera a llamar y que dejase un mensaje detallado en el contestador, pero en atención a la intimidad decidí dejar pasar una semana y probar de nuevo.

–Era el cuidador de mascotas; yo estaba fuera de la ciudad y la gata tuvo crías.

–Ahhh –dice él–. Bueno, de todos modos veo que ha recibido la carta. Ya nos hemos puesto en contacto con el abogado de George y con algunas personas de la oficina del fiscal para hablar sobre cuál podría ser el ambiente adecuado para George. Habida cuenta de que la primera serie de acusaciones fue desestimada y de que aguarda juicio por el cargo de asesinato, usted podría trasladarle a un ambiente de tipo «hospitalario». Su abogado me ha dado a entender que quisieran mantenerle todo el tiempo posible fuera de un medio carcelario tradicional; quizá intentar algo «no tradicional». Pero también debo añadir que he hablado con George y, con toda franqueza, pienso que está harto de ser un paciente interno, y me temo que su resistencia a participar en actividades como la terapia de grupo, la ocupacional, las manualidades y demás podría acabar reflejada en los informes como una negativa por su parte, lo cual tendrá repercusiones desfavorables cuando se le juzgue.

–¿Se refiere a que va a catear el curso de confección de paños de cocina?

–Algo por el estilo; no congenia con otras personas.

–Nunca lo ha hecho. Usted ha mencionado un programa no tradicional.

–Sí –dice–, estoy hablando con gente al nivel del estado para ver si pueden incluirle en el programa piloto que están llevando a cabo; es bastante inusual, y no sé si seguir hablando hasta que tenga un mejor conocimiento del asunto. Quizá podamos volver a hablar pronto.

–Estoy aquí –digo.

–Y yo también, hasta agosto –dice Rosenblatt–. Entonces todas las apuestas quedan canceladas.

Todas las apuestas canceladas: un eufemismo.

Descubro que estoy ansioso de lo normal, lo repetitivo, lo cotidiano, lo banal. Anhelo la comodidad de lo que a otros pudiera parecerles sumamente aburrido. Durante años, de lunes a viernes, desayunaba lo mismo: dos tostadas de pan de centeno, una con mantequilla y la otra con mermelada de naranja; el mismo tipo de pan, la misma mermelada, la misma mantequilla. Los sábados tomaba un huevo con el pan y los domingos crepes o torrijas.

De hecho, a Claire y a mí nos emocionaba la regularidad deliberada. Nos encantaba salir a cenar los viernes, pasar los sábados en casa, convertir en una costumbre ir al cine por la tarde y llevar a casa comida china los domingos. Si añadíamos algo nuevo o diferente, lo hablábamos considerando el cambio que introducía en la rutina, en el programa.

Pero ahora que es como si yo estuviese en una especie de caída libre interminable, sólo el hecho de sentirme llamado a hacer algo por otra persona frena esa caída en picado. Si no fuera por los niños, la perra, la gata, los gatitos, las plantas, estaría completamente destrozado.

Por curiosidad, llamo al departamento de servicios sociales del condado y pregunto qué implica ser un padre adoptivo. Entre mis preguntas: ¿tienes que aceptar a cualquier niño que te den o puedes elegir?

–Tenemos mucho cuidado a la hora de entregar a todos los niños –dice la mujer.

–Por supuesto... –Por eso es tan reconfortante la información que da la televisión sobre los padres adoptivos–. Supongo que lo que quiero saber es que si el pariente de un niño necesita un descanso y quiere que yo me haga cargo de la criatura durante una temporada, ¿hay una forma oficial de hacerlo, de obtener un permiso o lo que sea?

–Para aceptar lo que nosotros llamamos una colocación dirigida, necesitaría ser un padre adoptivo cualificado.

–¿Y qué requisitos exige?

–Una carta de intenciones, una solicitud, una autorización judicial, cartas de recomendación, un estudio del hogar, un impreso médico, un certificado de vacunación, una carta de un abogado, pruebas económicas que garanticen que no lo hace por lucro personal.

–¿Todos los padres adoptivos de su servicio han cumplido estos requisitos?

–Sí, señor.

Prosigo describiéndome como un profesor jubilado y autor que realiza una labor de asesoramiento para la familia del ex presidente Nixon.

Ella me corta en seco.

–¿Tiene usted hijos?

–Soy el tutor de los dos hijos de mi hermano, que está incapacitado.

–Debería ver a un psiquiatra –dice ella.

–¿Cómo dice?

–Es lo que hace la gente fina como usted. Parte de la solicitud consiste en una evaluación de la salud mental. El expediente seguirá un curso más rápido si no se resiste a hacerlo.

Estoy tentado de preguntarle si tienen psiquiatras todos los repulsivos padres adoptivos que veo en los noticiarios vespertinos, pero me contengo.

–Sin duda es algo conveniente –digo–. ¿Puede enviarme más información?

–Oh, ya no enviamos ninguna; por aquí siempre hay recortes del presupuesto. Está todo en la web.

–Bien –digo–. Miraré en la web. Gracias.

Hay que joderse.

Llamo a la tía de Ricardo y le pregunto si le gustaría que me llevara al chico el domingo.

–¿Puede recogerle temprano? –pregunta.

–¿Las ocho y media es demasiado pronto?

–Las ocho y media está bien –dice.

Para sentar las bases de mi relación con los niños decido hablarles con más frecuencia y más sinceramente, como si fueran auténticas personas.

Nate se ha mostrado distante desde el viaje a Williamsburg, no sé muy bien por qué, pero me parece más inteligente no insistir en ello y limitarme a esperar. Le pido consejo sobre lo que hacer con Ricardo el domingo.

–Bueno, hay un sitio cubierto para escalar rocas, o la bolera, o el local de videojuegos. –Hace una pausa–. O simplemente llévale a jugar al béisbol. Me dio la impresión de que nadie jugaba con él. Mi guante está en el armario de mi dormitorio. Y por mí puedes regalárselo, si quieres. Es el guante viejo, tengo otro más nuevo.

–Muy generoso por tu parte, Nate.

–¿Cómo se te ocurrió llamarle?

–La verdad, le echaba de menos, y a ti y a Ashley os añoro aún más. Lo pasé en grande en nuestro viaje. –Hay un silencio incómodo, pero no me importa. Me alegro de haberlo dicho–. ¿Y tú qué tal, cómo van las cosas por allí?

–Van –dice Nate, y se calla–. He escrito unas memorias en la clase de inglés.

–Ya me figuro que será difícil.

–He escrito sobre papá; sobre algo que recordaba.

Una larga pausa.

–¿Quizá algún día me lo dejes leer?

–No lo sé –dice él. Es como si Nate empezara a ser consciente de lo que les ha sucedido a George y a Jane; el trauma inicial se ha calmado y está empezando a reconstruirlo todo–. He tenido problemas para dormir y fui a ver al consejero del colegio, que me sugirió que me inscribiera en algún grupo de meditación dos noches por semana.

–Podrías probar –digo–. Han sido unos meses bastante difíciles.

–Veremos –dice.

Después de hablar con Nate, llamo a Ashley.

–Sólo quería darte las gracias por tu nota –digo.

–¿La recibiste? –pregunta.

–Sí –digo–. Y me impresionó mucho.

–Cuando era más joven tuve una profesora que nos hacía practicar escribiendo notas de agradecimiento a todo el mundo. Como por ejemplo: «Querido Dios, muchas gracias por el amanecer de esta mañana. Ha sido muy hermoso y espero volver a verlo mañana. Tu amiga, Ashley Silver.»

–Increíble.

–Decía que a falta de otra cosa al menos tendríamos modales.

–Quizá tuviera razón. ¿Qué más haces?

–Ciencias –dice–. Estamos haciendo un montón de cocina. Hay una profesora nueva que intenta utilizar la química doméstica como base para un libro de cocina, y usa el laboratorio de química como una especie de cocina de pruebas.

–Suena muy apetitoso –digo.

–No, realmente. Creo que puede ser peligroso.

Como preparativo de mi regreso al bufete de Nueva York para reanudar mi trabajo con los relatos, vuelvo a escuchar mis cintas de Nixon: entrevistas filmadas que le hizo Frank Gannon y en las que habla de Pat, de su familia. Las considero «la versión oficial». Todas las familias poseemos la versión oficial, la historia tácitamente pactada que contamos sobre quiénes somos y de dónde venimos. Escucho con gran atención, quiero captar la cadencia de Nixon, asimilar su forma de hablar para oír su voz mañana, cuando lea los relatos.

A la mañana siguiente, Wanda me presenta a Ching Lan, que hará las transcripciones.

Alta y delgada, como un fideo estirado con la mano, estrecha la mía vigorosamente.

–Encantado de trabajar con usted –dice–. Para que lo sepa, leo bien pero no hablo tan bien.

–¿De dónde es?

–De abajo –dice–. Soy la hija del dueño del deli.

–Conozco a su madre desde hace mucho –digo, riéndome.

La mujer asiente.

–Me ha dicho que usted es don Galleta. Qué suerte tengo –dice–. Ellos me descubren; tecleo muy rápido; sé leer chino, así que una caligrafía mala no me da problema; leo como el viento; o sea que leo y tecleo para ellos. No sé lo que tecleo, pero me da igual. Es bueno ver a mis padres a la hora de comer. Vamos a trabajar juntos. Y si no sé algo lo pregunto –dice, alegremente.

–¿Dónde nació?

–En Lenox Hill –dice–. Tengo veintiún años. Juego al voleibol profesional a tiempo parcial.

–Es una mujer con suerte –digo–. Trascendente.

Antes de entrar en materia, le explico un poco mi interés por Nixon.

–No se preocupe. Yo estudio –dice–. Wanda me ha dicho lo que está haciendo usted y yo consulto la Wikipedia y aprendo muchísimo.

Asiento.

–Lo que más me interesa es la personalidad de Nixon y los aspectos de sus acciones y reacciones que pertenecían a una época y una cultura particulares; la época que construyó y definió el sueño americano. No sé en qué medida está usted familiarizada con el tema; la expresión «sueño americano» la acuñó en 1931 James Truslow Adams, que escribió: «La vida debería ser mejor, más rica y plena para todo el mundo, y debería haber oportunidades para todos según su capacidad o sus méritos y con independencia de su clase social o las circunstancias de su nacimiento.» En 1931, Richard Nixon tenía dieciocho años, acababa de formar su personalidad, y cuando dimitió tenía sesenta años y marcó el final de una era y quizá la muerte no reconocida del sueño, aunque algunas personas opinan que sólo acababa de volverse clandestino.

Algo en Ching Lan me induce a hablar, a divagar, a formular aclaraciones. Resulta liberador, me inspira. Y a ella parece interesarle lo que digo.

Trabajamos codo con codo. Le explico cómo quiero que transcriba los documentos y le informo de que si topa con algo que no tiene sentido debe señalármelo.

Hace una pausa cada hora para una breve pausa de ejercicio; al ponerse de pie me alienta a imitarla.

–Haga lo que hago –dice, y copio sus movimientos, fluidos como una antigua danza recreada.

–¿Cómo se llama esto? –pregunto.

Qigong –dice ella–. Lo hago todos los días; aporta sangre a la mente, despierta la verdadera naturaleza.

Sigo los movimientos hasta que ella se contorsiona y se inclina hacia atrás tanto que toca el suelo con las manos. Después levanta una pierna en el aire y luego la otra. Ching Lan sostiene todo el cuerpo sobre la cabeza; mantiene esta postura vertical. «Muy bueno», dice. «Muy propio.» Y después se pone en pie, vuelve a sentarse en su silla y continuamos.

Recojo al chico el domingo, a las ocho y media. Su tía ha preparado una bolsa de la compra grande y llena de comida, tupperwares, tenedores, cucharas, cuchillos de metal, servilletas y una muda.

–Se hace pis continuamente –dice.

Ricardo se encoge de hombros.

–¿Cuántas comidas ha preparado?

–No muchas –dice ella–. Tiene buen apetito.

–De acuerdo –digo–. Mi idea es traerle de vuelta hacia las seis; sé que al día siguiente tiene escuela. Y le doy mi número de móvil por si necesita contactarnos y si quiere que nos comuniquemos durante el día.

–Mi marido me lleva a pasar el día fuera –dice ella–. Que se diviertan.

En el camino hacia el coche, pregunto a Ricardo si ha desayunado.

–Sí –dice–, pero podría haber desayunado más.

–¿Qué tal si esperamos un par de horas? Mientras tanto, podemos ir al parque a jugar un poco a la pelota.

En el parque, Ricardo avista a un grupo de chicos que dan patadas a un balón de fútbol. Veo que quiere unirse a ellos y le animo a que vaya.

–No los conozco –dice, con tristeza.

Lo acompaño, me sumo al grupo de padres apostados en la banda y pregunto si Ricardo puede jugar con los chicos; uno de los padres toca un silbato y grita: «Entra uno nuevo.» Doy un empujón a Ricardo y él sale al campo. Los padres se agolpan hablando de sus calderas de agua caliente, la calefacción en su distrito y otros temas varoniles como la limpieza de los canalones. Yo asiento con la cabeza, como parte del coro. También observo a Ricardo. No coordina sus movimientos –tropieza con el balón, se cae de culo después de asestarle un puntapié–, pero los demás chicos parecen tolerar su presencia.

Cuando termina el partido, Ricardo y yo nos sentamos en los bancos; propongo que practiquemos un poco con una pelota; creo que hay una en el sótano.

Ricardo aspira profundamente y se le pone la cara colorada de contener la respiración mientras bucea en la bolsa de comida.

–¿Quieres que hagamos un picnic?

–A lo mejor tú puedes comerte esto y yo compro algo en McDonald’s –propone–. Mi tía es una cocinera estupenda, pero cocina lo mismo todos los días.

Me tiende algo que parece una empanada rellena de carne de vacuno, cebolla, especias de nombre indefinido. Está deliciosa, a pesar de que se ha quedado fría.

–Vale –digo–, hacemos un trueque, pero ¿de qué?

–¿Una hamburguesa doble de queso, ración grande de patatas fritas y un batido? –propone él.

–Una hamburguesa de queso, ración pequeña de patatas y sin batido.

–Vale –dice a regañadientes.

Vamos al McDonald’s y después a un cine –es una película infantil en una pantalla de tres dimensiones–, y la proyección me parece fantástica en cuanto me he habituado a las gafas y se me pasan las náuseas. Ricardo se ríe tantas veces con su risa curiosa y extraña que me conquista; me aporrea el brazo cuando le gusta algo.

–Tengo que hacer un recado rápido; ¿te gustan las ferreterías?

–Supongo –dice el niño.

La cisterna del inodoro de arriba necesita un tirador nuevo. Encuentro la pieza y luego veo al chico husmeando. Desde un par de hileras de distancia lo veo escarbar dentro de varios cubos y después rebuscar en sus bolsillos. Al principio me inquieta que esté robando, pero luego comprendo que está contando calderilla.

–¿Cuánto tienes? –pregunto, acercándome.

–Dos dólares y sesenta y siete centavos.

–¿Cuánto necesitas?

–Dos dólares y noventa y cinco.

–Más impuestos –digo–. ¿Qué quieres comprar?

Él señala una linterna verde con forma de rana que produce un sonido como ribit-ribit. Le doy un dólar.

Un tipo ligeramente mayor que yo, que anda entre tuercas y tornillos, me dice:

–Un chico majo.

Sonrío.

–Es un buen chico.

Y entonces el hombre se agacha y pregunta a Ricardo, a quemarropa:

–¿Dónde está tu otro papá?

Ricardo parece confundido.

–¿Qué hace usted? –pregunto al tipo, adoptando de inmediato una actitud protectora con Ricardo.

–Perdone, no pretendía ofender, sólo he supuesto que eran una familia con dos padres; por lo general, las familias heterosexuales se quedan con los niños blancos y dejan los que sobran para los maricas.

Le inmovilizo contra una estantería.

–No sabe de lo que habla; no tiene la menor idea.

Se me ha formado un nudo de ira en el estómago, y tengo verdaderas ganas de estamparle un puñetazo en la nariz. Nunca en mi vida he aplastado la nariz de nadie, pero ahora sería el momento perfecto.

–Mi padre ha muerto –dice Ricardo, asustado.

Suelto al fulano al advertir que mi conducta aterroriza al chico.

–Mamón –dice el tipo, zafándose de mis manos.

Le hago un corte de mangas, otra de las cosas que no he hecho desde hace años. El tipo se larga, enfurecido.

–¿Qué quiere decir? –pregunta Ricardo, imitando mi gesto.

–Por favor, no hagas eso –digo rápidamente.

–Tú acabas de hacerlo –dice.

–Ya lo sé, pero no debería haberlo hecho. Es una de esas cosas que pueden meterte en líos.

Vamos a la caja y mientras el cajero hace la cuenta, yo cojo un par de varillas luminosas de un recipiente que hay en el mostrador, de esas que se llevan en la guantera para una emergencia. Compro una para mí y otra para Ricardo; para consumir energía nerviosa.

–De verdad, ¿qué quiere decir eso? –pregunta él cuando salimos de la ferretería.

–¿Qué quiere decir qué?

–Eso que no debo hacer.

–Sólo quiere decir que una persona se siente muy frustrada...

–Esperaba que fuese como un lenguaje de signos o como un gesto de los antiguos indios –dice él.

Cuando estamos fuera enciendo las varillas; se iluminan y brillan como sables extraterrestres contra la luz menguante de la tarde.

–Molan –dice Ricardo.

Le doy una. Fingimos un duelo; es divertido. No he jugado así desde... nunca.

Y más tarde, cuando lo dejo en casa de su tía, digo:

–Oye, siento lo que ha pasado en la ferretería.

Ricardo se encoge de hombros.

–Tranquilo –dice–. Me has protegido. –Y entonces me da una especie de abrazo, como quizá haya visto a un niño abrazar a un adulto en un programa de televisión, o como algo que ha visto en Dos hombres y medio, subrayado por una carcajada de la banda de risas grabadas–. Ven a buscarme otra vez pronto –dice al apearse.

Esa noche bajo al sótano buscando algo. Es como un almacén multigeneracional de trastos, palos de golf, raquetas de tenis, aspersores, mangueras de jardín viejas, cajas con bocales de cristal, buena parte de las cuales sospecho que las dejaron aquí los antiguos propietarios y que George y Jane atesoraban como objetos coleccionables de otra época.

Decido deshacerme de todo este inventario.

Cuatro horas después, tras haber arrastrado hasta el bordillo una docena de bolsas gigantes de plástico verde y un cubo de basura de reciclaje azul lleno hasta los topes, me siento como si hubiera limpiado un establo. Alguien tenía que hacerlo.

¿Por qué George tenía cuatro juegos de palos de golf? ¿Por qué había en el sótano tantísimas raquetas y esquíes tan largos, fijaciones y botas tan viejas, todas ellas recubiertas por una especie de pátina crujiente, quizá tóxica?

Completada la tarea y embargado por un sentimiento de eficiencia, me preparo una cena tardía en el microondas y telefoneo a Nate.

–¿Cómo estaba Ricardo? –pregunta.

–Bien. Casualmente, le he enseñado a hacer un corte de mangas.

–¿Casualmente?

Se lo explico, y Nate dice:

–Parece que habéis empezado con buen pie.

–A la larga me gusta pensar que es una falta leve. –Hago una pausa–. Nunca sé lo que contarte o no... de tu padre.

–Sí –dice él, sin echarme una mano, que digamos–. Es difícil saberlo.

–Van a cerrar el centro donde está.

–¿Qué clase de centro es?

–Terapéutico –digo, a falta de una palabra mejor.

–¿Sabes lo que solía hacerme? –dice Nate–. Me ponía boca abajo y me daba vueltas. Era a medias divertido y a medias horroroso; a veces me chocaba contra cosas, una mesa, unas sillas o una pared. No sabía si se había distraído o si en realidad no se daba cuenta, pero yo estaba en la cuerda floja. Podría haber sido distinto si yo hubiera sido un niño diferente; a otro niño quizá le habría gustado más.

–O menos –digo–. Al parecer tú te lo tomabas muy bien. ¿Por qué aceptar lo que otros niños habrían consentido? No hay nada malo en decir que te asustaba, o que lo odiabas por la razón que fuera.

–Siempre pensé que él quería que yo fuese un niño distinto, pensaba que yo era un pelele. –Hace una pausa–. ¿Estás comiendo mientras hablamos?

–Sí, perdona, me muero de hambre; al final no he comido nada con Ricardo. Le estaba dando un ejemplo de moderación y luego, al llegar a casa, me ha entrado un arrebato de furia y he limpiado todo el sótano. Había cantidad de mierda.

Nate se calla como una tumba. Peor aún: se pone serio.

–¿Por ejemplo?

–Esquíes, raquetas de tenis, cajas con tarros de cristal viejos...

–¿El experimento de ciencias que me premiaron por rehacer antibióticos con productos caseros como jengibre, rábanos picantes, mostaza y capuchinas?

–No creo –digo, recordando preocupado que, de hecho, algunos de los tarros contenían tierra y había algo creciendo dentro; pensaba que era moho...–. Era sólo un montón de cachivaches, los palos de golf viejos de tu padre.

–¿Y los míos? –pregunta.

–¿Cuáles eran los tuyos? –inquiero, con una voz que probablemente traiciona mi nerviosismo.

–Los míos estaban en una bolsa a cuadros con ruedas, y tengo otro juego con un forro de punto azul en cada mango.

–Escucha –digo, a trompicones, porque sé perfectamente que están en una bolsa abandonada en el bordillo–, voy a echar un vistazo, voy a mirar otra vez, sólo para estar seguro.

–Maldita sea –dice Nate–, ¿no puedes dejar nada en paz? ¿Tienes que poner tu marca en todas partes? Esas cosas no son tuyas. Es mi casa..., es donde vivo... ¿Vas a conseguir que no tenga una casa, que no me quede ningún sitio adonde ir?

–Nate –me atrevo a decir, intentando reparar lo hecho–. Nate...

–No. He mantenido tanta puta calma, me he comportado tan puñeteramente bien durante toda esta historia... Creo que te he dado una impresión falsa. Te follaste a mi madre, mi padre mató a mi madre, ¿y ahora estoy a tu cargo? No voy a pasar por ese aro; no voy a ser como vosotros. No voy a dejar que me arrastres.

Y cuelga.

Estoy desconcertado; no sólo tiene razón, sino que me sorprende que este momento no haya llegado antes. Corro al bordillo y recupero sus palos de golf junto con todos los demás objetos que parecen en razonable estado de uso, y los «reinstalo» en el sótano de un modo que espero que los conserve en condiciones de uso.

Un par de horas después, Nate me envía un e-mail.

«Mis disculpas; uno de los chicos me dio una parte de su medicación y me dijo que me ayudaría a concentrarme y creo que me ha producido una mala reacción. P. D.: Quizá te llamen del colegio para hablarte de un pupitre roto, pero te aseguro que fue un accidente; estaba ya estropeado desde el año anterior, cuando Billy Caraculo aterrizó encima un día en que intentaba volar.»

Respondo: «No te preocupes, he tomado buena nota. Tus palos y lo demás, sanos y salvos.»

La mañana del martes, recién pasadas las ocho, suena el teléfono.

–Necesito que me acompañes a un sitio –dice Cheryl.

–¿Qué hay del «hola, ¿cómo estás?»?

–¿Es necesario? –dice ella–. Estoy tratando de pedirte un favor.

–Es lo habitual –digo–. Así empieza la mayoría de las cosas. ¿Adónde quieres que te acompañe?

–¿Importa eso? ¿No basta con pedirte que vengas?

Aguardo.

–A un club –dice.

–¿Y tu marido, no puede llevarte él?

–Ni siquiera consigo que me acompañe a un cine. Bueno, ¿vendrás?

–¿Qué sitio es?

–Uno con gente de ideas parecidas –sugiere.

–¿Un grupo político?

–No exactamente, más bien una reunión social.

–¿Cuándo?

–Esta noche.

–¿Esta misma noche?

–¿Tan ocupado estás? Es de ocho a once. Pienso ir hacia las nueve.

–¿Tiene nombre ese sitio?

Ella suspira.

–Es una fiesta de amigos y vecinos. ¿Quieres que pase a recogerte?

–Te veo allí. ¿Tienes la dirección?

–Es ese sitio con la espada láser que se llama Night Vision, en el minicentro comercial...

–¿Donde está la CVS?

–Sí. ¿Nos vemos en el parking?

–Bien –digo–. ¿Cómo hay que ir vestido?

–Informal –dice ella.

Sentado en el coche delante de la farmacia CVS, esperando a Cheryl, sopeso si hablarle de la mujer del A&P. No sé muy bien por qué me siento culpable por haber permitido que la mujer del supermercado me haya prestado un «servicio» –como si en cierto modo yo estuviera engañando a una mujer que engaña a su marido–, ni por qué me siento obligado a contárselo todo a una mujer con la que no tengo absolutamente la menor relación ni compromiso, y sin embargo me siento igual o más incómodo si me lo guardo para mí. Estoy abismado en este singular ensueño sobre la confesión cuando ella da unos golpecitos en la ventanilla de mi coche; me da un susto de muerte.

Me apeo.

–No acostumbro a estar levantado y en la calle a esta hora –digo, medio en broma. Cuando vivía en Nueva York me gustaba salir alguna noche para escuchar jazz.

–He ido a comprar comida para matar el tiempo –dice, algo nerviosa–. He gastado ciento setenta y ocho dólares. Supongo que los alimentos perecederos aguantarán un par de horas.

–Siempre que no hayas comprado algo que se derrita.

–Carne y leche –dice.

–Te has cambiado el pelo –digo, y caigo en la cuenta de que cada vez que la veo tiene un aspecto distinto. Hoy su peinado tiene más forma de cuña, como el de Dorothy Hamill, la patinadora sobre hielo.

–Es una peluca –dice.

Mientras cruzamos el parking, empiezo:

–A los efectos de contarlo todo...

–No –dice ella, y me detengo–. ¿Es tan importante? –pregunta a continuación.

–No tanto –digo.

–Puede esperar –dice ella; a medias suena como una pregunta.

Asiento; puede.

–Estoy un poco nerviosa –dice.

–¿Por qué?

–Nunca he estado en una de estas cosas. –Hace una pausa–. A los efectos de contarlo todo –dice, casi burlándose de mí–, probablemente debería habértelo dicho por teléfono, pero...

–¿Qué?

–No estoy segura de que todo el mundo esté vestido –dice sin alterarse.

–¿Qué?

Enmudezco; un coche que entra me pasa rozando, casi me atropella.

–Sólo estoy diciendo...

–¿Qué es, una fiesta nudista? ¿Y por eso no has querido decírmelo hasta ahora?

–No quería que te pusieras nervioso –miente ella.

–No querías que te dijese que no.

No dice nada.

–¿Es obligatorio desnudarse? –pregunto.

–Optativo.

–¿Tú vas a desnudarte? –pregunto.

Se encoge de hombros.

–Antes quiero ver cómo es.

Un anuncio escrito a mano en la puerta dice: «Cerrado por fiesta privada». Delante de la taquilla hay una mesa adornada con una pancarta que reza: «Bienvenidos a amigosyvecinos.org».

–¿Puedo ayudarles? –pregunta un tío con una camiseta polo y pantalón caqui.

–Me he inscrito para la velada –dice Cheryl.

–¿Me dice su nombre?

–Cheryl Stevens.

El hombre encuentra el nombre en la lista, sonríe y dice:

–Y veo que ha traído a un amigo.

–¿He hecho bien?

–Por supuesto, cuanta más gente más divertido –dice él, y me entrega unos impresos para rellenarlos.

–Somos un club de socios; diez dólares por la inscripción y treinta por la velada de esta noche.

Cojo los papeles.

–Mientras los rellenan les explicaré nuestras normas y les daré información sobre la cena de esta noche.

Al cumplimentar el impreso, de entrada me salto los renglones del nombre y la dirección y pongo mi e-mail y número de móvil.

El hombre con el polo advierte los espacios en blanco.

–¿No sabe quién quiere ser esta noche? –pregunta.

Yo no digo nada.

–Sea usted mismo –dice él–. Es lo más sencillo. Una vez tuvimos un socio que se dio un golpe en la cabeza en una pista de patinaje y tardamos tres días en averiguar quién era.

Dejo los espacios en blanco.

–Muy bien, las normas... Como saben, esto es un local público que hemos alquilado para esta ocasión y en consecuencia queremos reiterar que aunque la fiesta admite la opción de estar vestido, no es una trifulca en la que todos participan –dice, guiñando un ojo–. Y... –Hace una pausa–. Hay una regla que tomamos en serio: no significa no. Somos rigurosos en este punto. Aunque seamos un club privado, exigimos un básico respeto mutuo; sigan el ejemplo de las damas. –Y entonces me mira a mí–. Nuestra declaración de privacidad..., somos sumamente confidenciales..., le insto a que use sólo nombres de pila. No vendemos, facilitamos ni revelamos la lista de nuestros socios y únicamente la utilizamos para cursar invitaciones discretas a nuestras reuniones.

Asiento.

–¿Han jugado alguna vez con las espadas láser?

–No –decimos los dos.

–Hay pequeñas taquillas en la entrada para guardar las pertenencias personales, y árbitros que supervisan las reglas del juego y dan instrucciones sobre el uso de los chalecos y las pistolas. La barra es libre, está incluida en los treinta dólares, y si necesitan tomarse un descanso hay unas cuantas habitaciones privadas al fondo del local: doblen a la izquierda delante de la montaña reflejada en un espejo. También celebramos fiestas privadas casi todas las semanas; ahí es donde está el jolgorio, pero son a puerta cerrada, en casas particulares y sólo con invitación. Hoy se trata más bien de hacer amistades, es una buena oportunidad de conocernos y de que nos conozcan. –Sonríe–. ¿Cómo han conocido la existencia del club?

–Una mujer de mi clase de pilates me insistía en que según ella yo estaba madura para aventuras, y me insinuó algo.

–¿Era Doreen?

–Sí. ¿Cómo lo sabe?

–Es mi mujer –dice el tío, alegremente–. Hoy no está aquí; el pequeño tiene una infección de oído. Le diré que ha venido usted; estará encantada. Siempre necesitamos más mujeres. Montones de tíos, nunca suficientes tías. –Se ríe–. Claro que lo digo desde mi perspectiva.

Cuando recorremos el pasillo oscuro y entramos en la «cámara», Cheryl dice:

–Traje a mi hijo aquí para un par de fiestas de cumpleaños; le gustó.

–¿Lo trajiste aquí?

–No a esta velada; a este sitio –dice–. Doreen me dijo que lo alquilan una vez al mes; pagan el doble de la tarifa que piden y traen a su propio equipo. El de decoradores voluntarios viene a media tarde y hace algunos cambios especiales.

»Creo que deberíamos ponernos la ropa láser –añade–. Nos ayudará a relajarnos y a mezclarnos con la gente.

Nos ponemos el atuendo: un chaleco antibalas con una pistola sujeta por medio de una especie de correa elástica. Uno de los árbitros explica:

–La pistola no dispara durante quince segundos después de que alguien haya sido alcanzado: en efecto, un disparo les deja eliminados. Si alguien recibe veinticinco disparos queda fuera de juego durante cinco minutos.

Acto seguido enseña la forma de utilizar los espejos para disparar un tiro de rebote hacia alguien; así no tienes que acechar siempre a tu presa.

–Vosotros, los tíos, ya podéis empezar, pero recordad: nada de correr ni de empujar.

Al ponernos en marcha pasamos por delante de la barra del bar, donde una mujer con un sujetador de deporte amarillo y sobre él la ropa láser bebe vino blanco de un vaso de papel mientras dos hombres sin camisa, uno de ellos con el pecho depilado, trasiegan una mezcla de refrescos y bebidas alcohólicas.

Mi expectativa es a la vez mayor y menor. Tengo en la memoria imágenes de los clubs de sexo de los años setenta, donde hombres medio calvos o con peluquín acariciaban por la derecha, la izquierda y el centro a mujeres sexualmente liberadas. Comparado con entonces, esto parece más velludo, más carnoso y juvenil; quizá sea gracias a las espadas láser. Aquí hombres sudorosos corretean en paños menores con pistolas de juguetes, en una recreación chiflada de los juegos a los que jugaban en su casa a los nueve, diez y once años, pero ahora los juegos han adquirido un sesgo nuevo y embarazoso. La edad de los hombres oscila entre finales de los treinta y mediados de los cincuenta, y lo que agrava su conducta repulsiva es la abundancia de vello, grasa y algún que otro tatuaje. No es que yo haya venido en plan crítico, pero me asombra lo poco atractiva que es la gente, y lo impúdica; en cierto modo uno piensa que sólo los que poseen el cuerpo para hacerlo lo exponen de esta manera. Y, además, se diría que los hombres no han previsto que andarían corriendo medio desnudos de un lado para otro; no se han molestado en pasar por las boutiques de moda y llevan los calzoncillos blancos más vulgares y corrientes y bóxers semicaídos, y su paquete rellenito se columpia visiblemente de aquí para allá mientras corretean disparándose entre ellos. Las mujeres se han esforzado un poco más. Algunas lucen lencería sofisticada o una versión del vestuario típico de unas azafatas-furcias; otras parecen a punto de arrancar para una vuelta en moto: sujetadores de deporte y shorts prietos, uno que deja las nalgas al aire. El conjunto produce una impresión de porno fallido y me da una apreciación distinta de los profesionales frente a los aficionados.

–Veo a alguien conocido –dice Cheryl.

–¿Dónde?

–Allí, en la posición de las tres en punto del reloj, aquel tío y su mujer.

Miro. En la posición de las dos y media veo a un grupo de hombres que observan a dos mujeres besándose. Nunca he entendido por qué a los hombres les gusta observar a dos mujeres, y tampoco por qué quieren poseer a dos mujeres a la vez. A mí sólo me parece una confusión potencial: cuatro pechos, dos agujeros, un montón de trabajo... Me imagino que la sobrecarga me dejaría obnubilado.

–Recuerdo que había oído hablar de ellos –dice Cheryl.

–¿Qué?

–De algo así..., de que hacían cosas así..., pero pensé que no era cierto. Pensaba que yo era la única.

–Está claro que nunca es una sola persona; siempre hay una especie de necesidad.

A las nueve y media los árbitros anuncian una pausa de cinco minutos a la que seguirá una ronda de destape; cada vez que un disparo te alcanza tienes que despojarte de alguna prenda. ¡Yupi!

Me dirijo al bar y en el camino me paro a fisgar en las habitaciones privadas. Hay allí mucho de lo que llamábamos «polvo en seco», pero ¿lo haría yo en un minicentro comercial con gente del «vecindario»?

En la barra bebo más de lo ordinario. Mujeres en topless con su equipo láser consumen vino con soda mientras pululan alrededor hombres con erecciones a media asta; y no sabría decir qué les pone más, las chicas desnudas o la emoción del juego.

–¿Puedo? –entreoigo que una mujer le pregunta a Cheryl.

–Supongo –dice Cheryl.

Miro a otro lado; incluso en este lugar, la gente tiene derecho a su intimidad. Por el rabillo del ojo, como a cámara lenta, veo la mano de la mujer, sus largos dedos flacos, el destello de su alianza de casada cuando la extiende hacia el pecho de Cheryl. La mujer la roza con los dedos, ligeramente, casi como si le desempolvara el pecho; lo toca sin tocarlo. Y luego se inclina hacia delante y besa a Cheryl, que le devuelve el beso. Y entonces la mujer se va: evaporada por la experiencia.

–No quiero aguaros el desfile, pero tengo que ir a la ciudad mañana por la mañana y quiero volver a casa a una hora decente –le digo a Cheryl.

–He dejado que una mujer me toque –dice ella, al parecer sin haberse dado cuenta de que yo estaba a su lado cuando ha sucedido.

–¿Era tu primera vez?

–Sí. –Hace una pausa–. Me ha tocado con tanta suavidad; hacía cosquillas.

–Lo dices como si te hubiera gustado.

–No me ha disgustado.

–Eso es lo que se llama una negación afirmativa; ¿quieres decir que te ha gustado?

–No diría tanto. He sentido antes las manos de una mujer, pero siempre, por ejemplo, en la consulta de una médico, cuando levantas el brazo y te cogen el pecho y te lo aplastan contra la máquina de la mamografía, pero nunca me había tocado nadie por simple gusto. No sabía que unos labios de mujer fueran tan suaves. ¿Y por tu parte? ¿Ha habido acción?

–Sí, un tío se ha frotado contra mí –digo–. Pero creo que lo único que quería era pasar. Me ha frotado y luego se ha disculpado. Ha sido ese «perdona» lo que me ha incomodado. El roce ha sido bastante interesante, pero cuando se ha disculpado me he sentido un gilipollas porque en realidad me ha gustado.

–Creo que estás viendo mucho más de lo que ha habido –dice ella.

–No sería la primera vez –digo–. Tengo que irme –digo–, se está haciendo tarde.

–¿Tienes tiempo para un café? –pregunta–. ¿Podríamos explayarnos?

Se ríe de su propia broma. Cuando cruzamos el aparcamiento dice:

–¿No te parece increíble que haya un sitio así ahí mismo, justo al lado del drugstore, los suministros de hospital y la tienda de postales? Yo se las compro ahí a mi suegra.

Apestando a sudor, en parte ajeno, vamos a Friendly’s.

–Creo que no te has implicado a fondo –dice ella cuando nos sentamos.

–Sinceramente, me ha sorprendido lo deprimente que era.

–A mí también –dice.

–¿Qué les sirvo? –pregunta la camarera.

–Café –digo.

–¿Eso es todo?

–¿Café y tarta de manzana?

À la mode? –pregunta ella.

–Sí, por favor.

–Café y tarta de manzana –dice Cheryl–. Es lo que solía pedir el Padrino.

–Muy bien –digo–. Denegada la tarta, y yo tomaré una copa de helado payaso; con helado de chocolate.

Cuando la camarera se va, me inclino hacia delante.

–¿Por qué querías hacer esto? –pregunto a Cheryl, que parece compungida.

–Es sobre todo curiosidad –dice–. Pensaba que ya conocías este rasgo mío. Quiero algo diferente, algo más.

Llega mi copa de helado y ella lo acomete.

–Necesitas un trabajo –sugiero–, quizá sacar una licencia de agente inmobiliaria, o volver a la escuela y estudiar para asistenta social.

–Tengo la licencia inmobiliaria –dice–. Para lo único que sirve es para follar con desconocidos en casas de otras personas. –De improviso, eructa; los olores de vino blanco y de helado de chocolate saltan por encima de la mesa–. Perdón –dice–. Creo que no debo beber mientras tomo esta medicina nueva.

–No sabía que tomaras una medicación nueva –digo, espabilándome.

–Sí..., un régimen completamente nuevo.

–¿Crees que quizá la nueva medicación ha provocado lo de esta noche? ¿Cómo sabes que lo querías hacer y que no era algún extraño efecto secundario?

–No creo que el deseo de explorar un club de intercambios figure en la lista de efectos secundarios. Soy curiosa, ya te lo he dicho, ¿eso es malo? Y, francamente, me atrae la idea de una relación sexual con un tío sin tener que hacerle la colada y prepararle la comida y comprarle los calcetines...

–¿Quieren algo más? –pregunta la camarera.

–Sólo la cuenta –digo, y advierto que ahora otras «parejas» de la fiesta han entrado en el Friendly’s, con las mejillas sonrosadas y risas estruendosas.

Me visto solemnemente para mi última clase. Me pongo traje y corbata; supongo que la seriedad de mi propósito es como la de un funeral. Entro con la cabeza alta, después de haber dominado mi aflicción subyacente y mi sensación de traición, y sólo llevo una grabadora más grande de lo normal en las manos.

–La clase de hoy pone fin a un capítulo de mi vida –digo mientras me estoy instalando–. En homenaje y recuerdo de Richard Milhous Nixon, voy a grabar mis comentarios.

Poso la grabadora en el atril hueco y lo golpeo varias veces para reclamar la atención de los alumnos. El impacto contra la madera hueca se amplifica, pum, pum, como el golpeteo de un mazo, ey, ey. Pulso «play» y «record» simultáneamente y carraspeo.

–Probando, uno, dos, tres...; probando, probando.

Pulso «stop» y después «rewind». Rebobino la prueba; el tono es el previsto, típicamente metálico.

–Me presento ante vosotros, en nuestra última reunión, teniendo en cuenta ante todo el poder de la historia, la conciencia de que si sólo vivimos en el presente, olvidados del pasado, no poseeremos futuro. Imaginad, si queréis, una Norteamérica sin Nixon, un país sin pasado, un mundo en el que cada cual realmente se ocupa sólo de sí mismo y no se forjan ni una fe ni alianzas entre hombres y países. Pensad en vuestro propio momento en el tiempo. Vuestra historia, vuestra cultura, vuestra conducta están quizá más documentadas y estudiadas que las de ninguna otra generación anterior. Captan vuestra imagen docenas, si no cientos, de veces al día, y el camino que os corresponde recorrer es estrecho e implacable. Pensad por un momento en que todo lo que se cuelga en Internet no desaparece, perdura permanentemente, no permite ningún crecimiento, progresión ni perdón.

Hago una pausa para tomar aliento.

–La clase de hoy representa un hito en mi vida: mi última prestación en el estrado académico, una especie de salida a escena para saludar. Pensé aprovechar la oportunidad de limitarme a expresaros mis ideas.

»Pero antes voy a pediros que apaguéis todos los equipos electrónicos e imaginéis una reunión matutina en la Casa Blanca de Nixon: el presidente, su jefe de gabinete, Haldeman, Haig, Henry Kissinger y un puñado selecto de otros colaboradores, e imaginaos que cada uno de ellos sostiene en una mano una taza de café de Starbucks con su nombre y el contenido apuntado en el lado, y que con la otra mano maneja algún tipo de mecanismo electrónico con el que está enviando e-mails, twitters, sms o lo que sea. ¿Pensaría Nixon que no le estaban escuchando? Y en vez de escribir con tinta sus pensamientos, sus cavilaciones de la mitad de la noche en unos cuadernos, ¿sacaría Dick Nixon su smartphone y mandaría en twitters o mensajes volúmenes de digresiones sobre la degeneración del estado de la Unión?

»Pensad en esto mientras apagáis vuestros aparatos; ésta es mi última tribuna y quiero vuestra plena atención.

Hago un alto prolongado; por toda la sala gorjea una variedad de despedidas electrónicas.

–Ésta es la decimonovena vez que estoy ante vosotros, en un lugar que ha sido un centro de saber durante tantos años y que ha moldeado mentes y vidas durante generaciones. He intentado obrar lo mejor posible en todas mis decisiones y en los materiales que os he expuesto. Consideré que era mi deber no escatimar esfuerzos para introduciros en vuestra historia y en la de este país, y para instruiros sobre la importancia y la trascendencia tanto de conocer el pasado como de cuestionarlo. Hoy esto constituye en cierto modo una dimisión. Para enseñar hay que tener alumnos, estudiantes ávidos. Sé muy bien que muchos de vosotros se han inscrito en esta clase para cumplir requisitos y no para recibir clases de historia. Sé que corren rumores de que esta asignatura es «una maría». Soy asimismo consciente de que muchos de vosotros sois los primeros de vuestra familia que entran incluso en la universidad y que en vez de entender este privilegio como una obligación de instruiros, lo utilizáis para pasar el rato con los amigos y organizar fiestas. Siempre me he considerado un profesor, un maestro, un mentor de jóvenes. Como no tengo hijos, he permitido, quizá erróneamente, que mis alumnos actúen como sustitutos. Os he prestado mi apoyo, he asistido a vuestros partidos de fútbol, os he animado. Creía en vosotros. Y a pesar de los vientos cambiantes que soplan en la comunidad académica, en las corrientes del estudio de la historia, a pesar del interés decreciente, siempre he considerado mi deber perseverar. Y quiero dejar algo bien claro... Habría preferido seguir adelante a pesar de las dificultades personales, a pesar de que mis tareas docentes interfieren en mis horas de investigación y en mis escritos de historiador. Nunca me he desanimado, pero en vista del rumbo que esta institución cree que ha adoptado el estudio de la historia, se diría que mi eficiencia está llegando a su fin. Es larga también mi visión de las cosas. Aquí tomo nota del contraste entre la Casa Blanca de Nixon y la de Bush padre y Dick Cheney, que por comparación vuelven simplista a Richard Nixon.

»Tengo la impresión de que a Nixon le acosaba la culpa con respecto a su familia, en especial los dos hermanos que perdió pronto en la vida. Y en los días oscuros de mi propio y reciente drama familiar, pienso en mi relación con mi propia sangre y en lo que significa ser el custodio de tu hermano: literalmente. Pienso en el fracaso de mi matrimonio en este descalabro público. Pienso en la entereza de Dick y Pat frente a todo lo que sabíamos y no sabíamos de ellos. Pienso en mi cólera al verme atrapado por esta vida que inexorablemente he construido yo mismo.

Hago una pausa para recuperar el aliento.

–Perdonad la digresión.

»Hay caminos, bifurcaciones en la ruta, viajes que debemos hacer. A veces no son una elección, sino lo que hacemos con lo que hemos recibido. Hoy me despido de la universidad con sentimientos encontrados que marcan un principio y un fin, y trabajaré a tiempo completo en el Proyecto Nixon, y estoy deseando profundizar en el estudio de mi materia. A quienes han venido a decirme adiós, a nuestros invitados especiales: un joven estudiante rabínico que explora la relación de los judíos con la criminalidad, Ryan, le deseo buena suerte; al director de este departamento, Ben Schwartz, al que conozco desde hace muchos años y que conoce el profundo aprecio que le tengo, no necesito decirle nada más. Hoy os hablo no sólo como alumnos, sino como hombres y mujeres; ciudadanos, espero. Además, hoy os prometo que me guiará este espíritu mientras me quede un soplo de vida en el cuerpo. Seguiré trabajando por las grandes causas a las que me he consagrado a lo largo de estos años. A una de las que abracé, sobre todo, me dedicaré durante todo el tiempo que me quede de vida. Cuando hice mi juramento formulé este compromiso sagrado, el de “consagrar mi puesto, mis energías y toda la sabiduría que pueda alcanzar a la causa de la paz entre las naciones”. Desde entonces he hecho todo lo que estaba en mi mano por ser fiel a esta promesa. Fruto de estos esfuerzos es la certeza de que el mundo es hoy un lugar más seguro, no sólo para el pueblo norteamericano sino para todos los pueblos, y de que nuestros hijos tienen actualmente más posibilidades de vivir en paz que de morir en la guerra. Esto, más que cualquier otra cosa, es lo que esperaba lograr. Esto, más que cualquier otra cosa, es lo que espero haberos legado.

Hago otra pausa y miro alrededor para ver si alguien ha captado los pasajes en que he «citado» o «tomado muestras» de algunos de los discursos más famosos de Nixon, entre ellos, por supuesto, el de su dimisión. No hay un destello de reconocimiento en el aula. Concluyo como el maestro: «Que la gracia de Dios os acompañe durante todos los días venideros.» En el aula estallan los aplausos. Asiento, hago una reverencia, casi, joder, doblo la rodilla. Cerca del fondo de la clase se alza una mano. El sentimiento de culpa del autor me abruma.

–Antes de responder a vuestras preguntas, debo añadir al margen que mis comentarios proceden en gran parte de discursos pronunciados por Richard Nixon; en concreto, de la transmisión televisiva de su dimisión a las nueve de la noche del 8 de agosto de 1974.

Una chica de la primera fila se ríe.

–En 1974 yo todavía no había nacido –dice.

–Es exactamente a lo que yo iba. Y ahora esa pregunta de allí, al fondo.

–¿Puede decirnos, sin que pueda influir en un examen final, sobre qué base va a calificarnos?

–Voy a calificaros sobre la base de los cambios de dirección –digo, sonriendo por mi propia ocurrencia. Me miran perplejos–. Si habéis presentado los trabajos escritos y participado en los debates de la clase pasaréis el curso.

El reloj da las cinco, los alumnos vitorean; no sé muy bien si porque es la última clase o si porque saben que por fin voy a callarme. Sea como sea, opto por pensar que lo hacen por mí. Salgo victorioso, con mi grabadora muy alto sobre la cabeza, y pensando en voz alta: «Ni siquiera habéis llegado a conocerme.»

Unos días después me convocan en The Lodge para una reunión en la que se decidirá el «destino» de George. Cuando la secretaria administrativa me llama para confirmarlo, me aconseja que lleve más ropa para mi hermano.

–Prendas de abrigo –dice–. Vaqueros, calcetines gruesos, jerséis de lana.

–¿Ya se ha decidido algo?

–No lo sé –dice–. Me limito a leer lo que tengo escrito en el post-it. Además, se supone que debo preguntarle si piensa quedarse a pasar la noche.

–No –digo secamente–. ¿Sabe quién más asistirá a la reunión?

–La lista de asistentes le incluye a usted, al abogado de su hermano o a un representante del bufete, al director médico y a un miembro de la oficina correccional del estado.

–¿Tiene un nombre esta última persona?

–Walter Penny.

Mientras estamos hablando, consulto Walter Penny en Google y veo fotos de un ultradelgado as del atletismo universitario de Gambier, Ohio. ¿Vivimos en un mundo donde hay múltiples Walter Pennys?

Viene el cuidador a hacerse cargo de Tessie y los gatitos.

Hago el equipaje con las cosas para George, vacío sus armarios en una maleta inmensa, más parecida a un ropero grande que a una cosa con la que pretendes viajar. Me figuro que lo que no quiera se puede regalar a alguien.

En The Lodge sacan la maleta del coche y la acarrean en mi lugar.

–¿Recién llegado? –pregunta el hombre.

–Usted es nuevo –digo.

–¿Tan evidente es? –pregunta.

–Sí.

Se están retrasando. Aguardo sentado en la sala de espera del despacho del director, comiendo galletas de una caja azul de Danish Butter Cookies y bebiendo té que sirvo de una tetera que sospecho que tiene un contenido de bacterias superior al normal. Sostengo la lata sobre las rodillas para que no caigan migas.

–Manny –dice el tipo sentado enfrente de mí, que me tiende la mano–, del bufete Wurlitzer, Pulitzer y Ordy.

–¿Nos conocemos?

–He venido por la excursión ecuestre con Ordy por White Plains. Rutkowsky no va a venir hoy; está en mitad de un juicio.

–¿Tiene idea de lo formal o informal que será la reunión? –pregunto.

Manny se encoge de hombros. Le ofrezco una galleta; la rechaza.

–Yo tenía la impresión de que iba a ser una conversación sobre lo que vendrá después, pero me pidieron que le trajera más ropa a George. Presiento que las decisiones ya se han tomado.

–Nada es definitivo –dice Manny–. Pero, con objeto de ahorrar energías y gastos, tenemos un plan que creo que le irá bien a George.

Debo de haber torcido el gesto o haber puesto alguna cara.

Manny se ajusta inquieto la bolsa grande de compras que tiene aparcada entre los pies y dice:

–¿Por qué no esperamos a la reunión oficial?

Unos minutos más tarde nos invitan a entrar en el despacho del doctor Crawley, el director médico. Walter Penny ya está allí. A todas luces ha habido una entrevista previa a la que no nos han invitado.

–Pasen, pasen –dice el doctor Crawley. Es un hombre rechoncho, de calvicie incipiente y edad indeterminada. Walter Penny se presenta, su apretón de manos es un enérgico bombeo de arriba abajo. Es joven, delgado como un alambre y viste un traje barato que le sienta bien sólo porque tiene buena percha. Lleva el pelo muy corto, de un rizado a la moda. Podría aparentar dieciocho años. El gesto repetitivo de rascarse detrás de la oreja me recuerda a Tessie cuando se rasca con la pata trasera.

Lo miro y me pregunto si será de hecho el Walter Penny de Gambier, Ohio, el atleta universitario de hace un par de años, y tengo curiosidad por saber qué sabe de personas o de derecho.

Me tiende su tarjeta de visita. Dr. Walter Penny, doctorado en derecho penal.

–Walter, ¿cómo llegó a interesarse por esta materia? –le pregunto.

–Vengo de una familia de militares, y somos cazadores –dice, como si esto lo explicara.

Asiento.

–¿De qué parte del mundo procede?

–De Ohio –dice.

Manny entrega su bolsa de compra y el director saca del interior una lata enorme de palomitas caramelizadas Garrett de Chicago.

–Me la envía mi cuñado –dice el doctor Crawley–. El infame Rutkowsky.

–¿Un soborno? –sugiero.

–A mi mujer le encantan estas palomitas –dice Crawley–. Se crió con ellas. –Recobra la compostura–. Muy bien, de modo que Walter, aquí presente, va a hablarnos un poco del programa en que está trabajando; y puedo decirle que si bien hasta ahora no hemos incluido a nadie en el proyecto he hablado con un montón de gente sobre las alternativas que existen para George y no hay gran cosa aparte del clásico manicomio o la cárcel. Y pienso sinceramente que ninguno de esos sitios sería el adecuado para él.

–¿Puedo? –pregunta Walter.

–Se lo ruego –dice Crawley.

–Estamos siempre explorando nuevos conceptos de derecho penal, desde la arquitectura de las estructuras carcelarias a la experiencia psicológica de la punición. The Woodsman es un experimento que puede sintetizarse como un modelo de bajo coste de la supervivencia del más apto. Y aunque George no es el candidato típico, pensamos que es viable y que este programa podría ser muy indicado.

–¿Quién es el candidato típico? –pregunto.

–Alguien con un historial delictivo más grande, con una experiencia más urbana que rural, no del tipo oficinista, sino con más atracos, un gran robo, un pequeño asesinato. Un hombre habilidoso con las manos que necesita desafíos físicos. Hemos descubierto que los hombres violentos son menos propensos a la violencia en un entorno natural. Cuando se ven enfrentados con los elementos, se adiestran, se autorregulan; se ven como un hombre enfrentado con la tierra y no como un hombre contra otro hombre. No tenemos asesinos múltiples; consideramos que tienen un perfil muy distinto, y así como poseemos el mandato legal de castigarlos, también debemos respetar los derechos inalienables de nuestros presos y no exponerlos a un riesgo innecesario. En esencia, The Woodsman ha sido concebido como una colonia penitenciaria que se gobierna a sí misma y no resulta onerosa. Como quizá sepan, existe una larga historia de granjas prisión autónomas, además del modelo cuáquero. Ellos construyeron el primer presidio, que incluía la necesidad de mirar hacia el cielo. –Walter, de hecho, mira hacia arriba mientras habla–. Fundamentalmente, ¡ve la luz, reúnete con Dios y arrepiéntete!

–Parece casi un pastor cuando dice eso –observa el director médico.

–Gracias –dice Walter Penny.

–¿Podría ser un poco más concreto? Tal como lo ha descrito hasta ahora, parece un episodio de Mutual of Ohama’s Wild Kingdom –digo.

–Enséñele el PowerPoint –le exhorta Crawley.

–Desde luego –dice Walter, ladeando hacia mí la pantalla de su portátil–. Unos pocos datos que hay que tener en cuenta: el coste por preso en Nueva York supera los cincuenta mil dólares anuales: el de nuestro programa por preso es inferior a diez mil. –Aprieta el botón de arranque. Un logotipo machista aparece en la pantalla, «THE WOODSMAN», seguido por una música intensa de heavy metal y una secuencia de vídeo de alta tecnología que parece un anuncio para que te alistes en el ejército o la Guardia Nacional. Se ve a los internos «de muestra» –«Rudos, fuertes, obstinados, resistentes»– trepando a árboles, pescando su comida en un río, escalando en rápel una pared de roca. Todos utilizan los pertrechos meticulosamente seleccionados de su equipamiento Woodsman, que se les entrega al comienzo del programa y se reemplaza cada año. La secuencia concluye alegando que The Woodsman declina toda responsabilidad porque es un modelo de retorno a lo básico para la gestión humana por medio de un microchip físico de 300a o 300b, rastreado por satélite y cuyo chip 300b proporciona también una lectura continua de signos vitales. Si surge algún problema de motín o de comportamiento, se puede neutralizar temporal o permanentemente mediante un proyectil teledirigido o una cámara power shot controlada por ordenador en cuestión de uno a cinco minutos.

–Es más o menos esto –dice Walter Penny–. A los presos se les microficha y se los libera en una parcela de unas veintidós mil hectáreas, un antiguo campamento militar de pruebas. Allí no hay fuego real, pero existe la infraestructura suficiente para que podamos dirigir internamente algunas actividades desde el búnker subterráneo. Hay refugios para dormir, los presos cultivan y exploran y disponen de una estructura central situada encima del búnker donde hacen la colada, se bañan y reponen provisiones; tenemos queso estatal, excedentes como mantequilla de cacahuete y leche, y agua disponible. Estamos probando un nuevo sistema de dispensario que permite expedir medicinas corrientes y analizar el estado médico por medio de un equipo robótico capaz de tomar la temperatura y la tensión arterial y realizar electrocardiogramas y análisis de sangre en caso necesario. En invierno, cada interno dispone de una yurta solar.

–O sea que es como un refugio de «marcado y liberación» de animales: ¿sólo la fauna es humana? –pregunto.

–Sí –dice Walter–. Es una zona segura y fuertemente controlada; la tenemos sometida a vigilancia durante las veinticuatro horas.

–¿Y si uno de los presos persigue a otro?

–Sabemos dónde están y qué hacen en todo momento; los controlamos continuamente. Y la disciplina, de resultar necesaria, es rápida e implacable.

–Desde arriba –dice el director médico, como si se hubiera bebido el Kool-Aid.

–Así es: se lanza un drone y se acabó lo que se daba.

–¿Y si consiguen liberarse del chip y escapan?

–El chip lo llevan en la nuca; no se puede retirar sin que se produzca una pérdida de la función cerebral. Si algún preso mata a otro, sabemos exactamente quién y cómo lo ha hecho, zumpimpán, ahí va el misil predador.

–¿Y esos hombres se licencian al final del programa?

–¿Para qué? –pregunta Walter Penny, pillado con la guardia baja.

Me encojo de hombros.

–¿Para trabajar de guardias forestales, quizá?

–Son malvados –dice Walter, como si yo no hubiera entendido nada.

–¿Se fugan?

–Los hombres y sus representantes firman un contrato al ingresar que estipula que podemos utilizar pistolas Taser, administrar una descarga y ejecutar, según se tercie. Aplicamos una disciplina sensata; la mayoría de las veces no la hemos necesitado.

–¿Y los reclusos hacen amistades?

Walter mueve la cabeza como si hubiera malgastado la saliva conmigo.

–Esto no es precisamente un campamento donde cantar «Kumbayá» y tostar malvaviscos en una hoguera.

–Entonces, ¿usted cree que sería un buen lugar para George?

–Yo le responderé a esto –dice el director médico–. George tiene mucha rabia y un exceso de energía, y le gusta muchísimo ser el que manda.

–Sólo quiero intervenir un momento –dice Manny– y aclararle un poco las cosas. De acuerdo con lo que hemos hablado antes, si aceptamos este programa, si convenimos en que es el lugar idóneo para George, su inclusión será considerada un pacto. Un pacto reduce la necesidad de que George sea juzgado y se someta a un proceso que sería largo, costoso y en gran medida público.

–¿Está diciendo que si enviamos a George al bosque... no habrá juicio?

–Así es –dice Walter Penny.

–¿Cuánto tiempo estaría en el bosque?

–Es difícil de decir, pero cualquier destino posterior se decidiría en virtud de este acuerdo; no implica que tenga que ir a juicio en cuanto salga del bosque –dice Manny.

–Permítame ser sincero con usted –dice Walter Penny–. Nos beneficiaría disponer de algunos casos de mayor relieve. Nos mantiene en el mapa; conseguimos la financiación inicial, y aunque el coste por prisionero sea increíblemente bajo comparado con la reclusión tradicional, necesitamos una buena dosis de relaciones públicas para empezar a funcionar.

–Desde luego parece que se ha invertido un montón de dinero en su logotipo y presentación.

–La marca lo es todo en estos tiempos –dice Walter–. Recibimos unas subvenciones muy sustanciosas para empezar; pero ahora dependemos de nosotros.

–Recapitulemos –interviene Manny, interrumpiendo lo que me parece una conversación fascinante sobre quién les concedió una subvención para presentar el logotipo verde y granuloso–. Los términos del internamiento son los siguientes: aceptamos el traslado a The Woodsman como una oferta que se formula sólo una vez; la oferta y su aceptación no tienen precedencia, y cualquier otro internamiento subsiguiente a las primeras cuarenta y ocho horas en The Woodsman se considera dentro del ámbito del presente acuerdo y no es revocable. Se entiende que el tiempo transcurrido en el programa The Woodsman se atiene a las leyes del estado en donde el centro posee su sede y a la legislación de Estados Unidos y se somete al proceso correspondiente, etcétera. Además, los costes del traslado desde el centro privado The Lodge a un centro público, The Woodsman, serán sufragados por The Lodge en concepto de «donación» debida al cierre de este último centro.

–¿Cuándo se cerrará? –pregunto.

–Lo antes posible –dice Walter Penny.

–También me gustaría señalar que expuse este proyecto a los padres de Jane, la mujer ahora difunta de George. Su respuesta fue «¡Adiós para siempre!»; estaban más que contentos de enviarle al fondo del bosque.

–¿Cuándo? –vuelvo a preguntar.

–Este fin de semana –dice el director médico–. Queremos servir de apoyo por si hay algún contratiempo o debemos repensarlo.

–¿Ésa es la cláusula de cuarenta y ocho horas que he oído mencionar hace un momento?

–Las primeras cuarenta y ocho horas son las más reveladoras –dice Walter Penny–. Si un hombre supera dos días, hay posibilidades de que salga adelante. Sólo hemos tenido que expulsar a uno.

–¿Está George informado de todo esto?

–Sí –dice el director médico–. Lo hemos hablado con él.

–Le enseñé las fotos –dice Walter Penny.

–Esta mañana temprano nos hemos reunido en privado para comentar las ramificaciones jurídicas.

–¿Qué opina él? –pregunto.

–Para ser franco –dice el director–, hay sentimientos contradictorios.

–Lo cual sería razonable –añade Manny.

–¿Sabe George que estoy aquí ahora?

–Sí –dice el director–. ¿Quiere verle, o tiene miedo?

No digo nada y me limito a mirarle.

–Es una pregunta, ¿no? –dice.

La entrevista concluye con un nuevo apretón de manos de Walter Penny y, extrañamente, lo felicito por su proyecto innovador, su entusiasmo y su dinamismo.

–Es nuestro trabajo –dice él.

Yo no podría ser más distinto que Walter, pero, no sé por qué, me cae bien; es de esos tipos a los que quieres tener a tu lado cuando el coche se avería en el quinto pino, cuando tu avión se estrella contra una montaña nevada...

George está en su habitación, solo.

–Estoy jodido, ¿eh?

Me siento en el borde de la cama.

–Estoy jodido –repite, en voz alta–. Y no estoy medicado. Este último mes me han recortado la medicación hasta dejarme tal como soy, al natural. Estoy jodido –repite.

–¿No hay otra forma de verlo?

Se me queda mirando.

–Por ejemplo, como un naipe que te libra de la cárcel –sugiero.

–Eres un idiota –dice George.

–Bueno, no es una cárcel ni es un manicomio.

–Me están arrojando de carnaza a los putos lobos –dice él.

–No sé si es el momento de decirlo, pero nunca me he fiado de tu abogado. Está conchabado con el director médico de este centro.

–No están conchabados; son parientes, idiota –dice George.

–No estoy seguro de que tengan en cuenta tus intereses.

–O sea que ahora, en el penúltimo minuto, debería buscarme otro abogado.

–Ganarías un poco de tiempo.

–Estoy jodido –dice él, aterrado–. Me mandan a la jungla, a la fría intemperie, a vivir entre hombres peores que animales.

–Es primavera, George. Cada día hace más calor y cada noche será también más calurosa; se acerca el verano, George. Piensa en que siempre suspirabas por ir de acampada. Acuérdate de que te encantaba el oso Yogui y todo eso, y de que te quejabas de no tener un auténtico jardín trasero.

–No estamos hablando del puto Jellystone Park. Me inyectaron un chip en la nuca y me pusieron una inyección contra el tétanos; tengo el brazo caliente como una pelota de béisbol; mañana me vacunan contra la rabia.

–Bueno, George, tus alternativas son limitadas. Prueba esto; si no te gusta, veremos qué más hay.

–¿Siempre has sido tan estúpido? –dice él, mirándome a los ojos–. Te recuerdo corto de entendederas, pero no tan imbécil.

–No sé qué decir. ¿Quieres que te cuente un poco de mi vida, algo sobre los niños, Tessie y los gatitos?

–¿Quién cojones es Tessie?

–Tu perra.

–Ah –dice, como si ahora lo entendiera.

–Tessie está bien.

George asiente.

–Y parece que los chicos están encontrando su camino. –Asiente de nuevo–. Oye, George, sé que no es fácil. Es una situación extraña, que cierren este centro y la idea de este programa no tradicional, pero quizá puedas sacarle algún provecho. Lo digo en serio. Has hecho cosas que ninguno de esos tipos ha hecho nunca. De acuerdo, puede que hayan robado, y tú también, desde luego; han asesinado, y tú también. Pero ¿cuántos han trabajado años en un empleo fijo, cuántos han dirigido una cadena de televisión?

Es como si le estuviera levantando la moral, convenciéndolo de que puede volver a subir al ring y aguantar otro asalto; no todo ha terminado todavía.

–Tú eres tan grande y malo como cualquiera de los que haya allí; ¿te acuerdas de cuando me mordiste?

–Por accidente –dice.

–No fue un accidente, me arrancaste piel.

George se encoge de hombros.

–Quiero decir que eres capaz de esto. ¿Te acuerdas de cuando te ponías los viejos uniformes del ejército de papá y jugabas en el sótano? Eres el coronel Robert E. Hogan.

George cita una frase de Los héroes de Hogan.

–Eso mismo.

George cita otra frase.

–Ésa es la actitud correcta. Eres capaz de hacerlo. No pienses a largo plazo; míralo como si fuera una salida a un campamento de verano. Y empezamos desde allí. ¿De acuerdo?

Él asiente y habla en alemán.

Cuando me dispongo a marcharme, me levanto y George me abraza fuerte; casi demasiado. Me meto la mano en el bolsillo.

–Te he traído algo –digo, y le doy una tableta de chocolate Hershey con almendras.

Se le saltan las lágrimas. Nuestra abuela solía darnos una chocolatina Hershey a cada uno; abría su bolso enorme, metía la mano dentro y sacaba una para cada uno.

–Gracias –dice. Y me abraza otra vez.

–Nos escribiremos y yo iré a visitarte dentro de un par de meses; estarás bien.

Él se sorbe la nariz y me aparta de un empujón.

–Qué puto gilipollas eres –dice.

Yo asiento.

–De acuerdo, entonces, George, estaremos en contacto.

Y me voy. «Qué puto gilipollas eres»: ¿qué habrá querido decir con eso, y acaso quiero saberlo? Soy tan puto gilipollas que vengo cuando me llaman, recojo los platos que él rompe, me ocupo de su mujer –un poco demasiado bien–, le riego las flores, doy de comer a su perra, cuido de sus hijos..., soy un puto gilipollas.

Los gatitos están listos. Ashley y yo hemos decidido quedarnos con uno. Le envío fotos de ellos por e-mail, pero el sistema informático del colegio no le permite abrirlas y entonces le imprimo las fotos y se las mando por FedEx antes de deliberar juntos: nos decantamos por Romeo; es pequeño; blanco, negro y gris; sumamente travieso, y a todas luces el bebé al que su madre cree que no debe perder de vista.

–¿Cómo vamos a buscarles casa a los demás? –pregunta Ashley.

–De la manera de siempre –digo–. Voy a plantarme en la calle con una caja grande donde diga: «Gatitos gratis».

Lo cierto es que me siento como un matón gigantesco cuando le arrebato las crías a la gata. Durante un par de días me ejercito en separarla de los recién nacidos y para ello me los llevo y se los devuelvo unas horas más tarde; me parece menos estresante que una ausencia repentina y permanente.

Cuando llega el día, subo del sótano el cajón de plástico y lo forro con toallas viejas. Encuentro en el sótano una vieja mesa de juego que todavía conserva la marca de un vaso de limonada que debió de tomar Ashley. Le doy la vuelta al tablero y escribo encima «Gatitos gratis» con letras grandes y elegantes. Ya he preparado el papeleo: fotos de veinte por veinticinco centímetros de cada gatito, información sobre la madre, la fecha de nacimiento y las vacunas que les han puesto hasta ahora. También preparo el ajuar de cada gato, con muestras de su comida actual y su arena.

Si alguien se pregunta de dónde proviene este nuevo caudal de energía, lo único que puedo decir es que me he aficionado particularmente a una botella de pastillitas azules y redondas que encontré en el cuarto de baño de George y que tiene una etiqueta que dice: «1-2 diarias al despertar». Me tomo dos y durante alrededor de cinco horas estoy increíblemente organizado. En un esfuerzo por identificar lo que estoy tomando, busco en Google varias veces «pastillitas azules», pero lo único que encuentro son anuncios de Viagra, que no son píldoras redondas, sino que tienen forma de diamante.

Los gatitos empiezan a hacer ruido cuando los meto en el transportín, su madre deambula de un lado para otro y Tessie alza la mirada hacia mí desde el suelo como diciendo: que Dios te ayude.

Me dirijo al A&P donde conocí a la mujer, tanto por la posibilidad de que vuelva a aparecer como porque me cohíbe instalarme delante de mi comercio habitual, donde antes compraban Jane y George. Más de una vez la gente me ha mirado raro; nunca estoy seguro de si saben que soy yo o si piensan que soy él, pero en ambos casos soy un blanco fácil.

Me instalo justo delante de la tienda de animales. He llevado el cajón de plástico, las fotos, cinta adhesiva, las muestras de comida y una gran caja de cartón donde meter a un gatito si alguien quiere jugar con él; así no hay peligro de que se escape correteando a la calle. El tinglado ya está abierto. Mi primer cliente sale de la tienda de animales con una etiqueta que dice: «Brad: gerente adjunto».

–¿Qué hace usted? –pregunta Brad.

–Regalo gatitos –digo, aunque sea obvio.

–Nosotros los vendemos –dice él.

Yo no digo nada.

–Va a tener que trasladar su baratillo a otro sitio –dice Brad.

–Lo siento.

–Está compitiendo con nuestro negocio.

–Pero la ASPCA1 monta aquí mismo un puesto para la adopción de animales todos los fines de semana.

–¿Usted no tiene fines de lucro? –inquiere Brad.

–Los regalo.

–Usted es un don nadie –dice Brad.

–Permítame discrepar –digo–. El que se lleve estos gatos va a necesitar suministros. ¿Y si considera que estos cinco gatitos son un reclamo?

–¿Reclamo?

–Los artículos en los que un negocio está dispuesto a perder dinero para empujar a la gente a comprar otros productos. La leche, por ejemplo, es un reclamo frecuente –digo.

–Váyase –dice Brad–. Llévese su numerito al A&P. Le ayudaré...

Agarra el borde de la mesa de juego y la caja de plástico empieza a deslizarse.

La sujeto.

–Retire las manos de mi mesa o llamo a la policía y después a su empresa para que le echen de una patada en el culo.

–Yo soy testigo –dice una anciana–. Declararé al respecto.

–Ha sido un accidente –dice Brad, y en cierto modo le creo.

–Dígaselo al juez –dice la anciana mientras me ayuda a trasladar la mesa más cerca del A&P.

–¿Quiere un gatito? –le pregunto.

–Tajantemente no –dice ella–. Me disgustan tanto los animales domésticos como las personas. Mi marido dice que sólo debería comprar por Internet, que el mundo es un lugar más seguro si yo no salgo de casa. Piensa que soy mala. –Se encoge de hombros–. Creo que él es peor.

–¿Cuánto tiempo llevan casados? –pregunto, mientras extiendo mis folletos y provisiones.

–Desde el principio de los tiempos –dice, y sigue su camino.

Una mujer joven, demasiado abrigada para la estación, que lleva un abrigo pesado, una bufanda y múltiples bolsas de comestibles colgando de ambos brazos, se acerca y posa las bolsas.

–¿Puedo coger uno? –pregunta.

Meto la mano en el cesto de plástico, saco el gatito más próximo y se lo entrego. La mujer lo levanta y se lo acerca a la cara; le frota el cuerpo contra las mejillas, la nariz, la boca. «Yum, yum, yum», dice, emitiendo chasquidos con los labios. El gato parece estresado.

–Es tan frágil como un pajarito –dice ella.

Estiro el brazo hacia el gato.

–Mejor dejarlo en la caja; ahí puede acariciarlo.

Ella obedece mis instrucciones, deposita al animal dentro de la caja y después pregunta si puede coger otro. Aparto al primero y saco a otro gatito.

–¿Tiene algún animal doméstico? –pregunto.

–No –dice–. Ninguno. Van contra las normas.

–Aggie –la llama una mujer, al localizarla desde cierta distancia–. Te hemos buscado por todas partes. ¿Te acuerdas de que hemos quedado en encontrarnos en la sección de alimentos? ¿Y de quién son todos esos comestibles?

–Míos –dice Agatha, dejando al segundo gato.

–¿De dónde has sacado el dinero para comprar todo eso?

–Me lo han mandado mis padres.

–Creo que ellos quieren que gastes un poco cada semana, no todo de golpe.

Agatha se encoge de hombros. No parece importarle.

–Este hombre tiene gatitos –dice Agatha–. Tienen buen sabor.

–Qué bien –dice la mujer, que es claramente más joven que Agatha–. Ahora ven conmigo, vamos con los demás.

Sigo a Agatha con la mirada, la veo reunirse con los demás y, cogidos de la mano, cruzar el parking como una soga torcida de imágenes de Arbus.

–¿Se pueden devolver los gatos?

–¿Cómo?

Una mujer se me ha plantado delante. Su bolso enorme, del tamaño de la bolsa de un aspirador, me obstruye la visión.

–Si me llevo uno y no estoy contenta, ¿puedo devolverlo? –pregunta.

–¿Contenta en qué sentido?

–Si por ejemplo no le gusta a nuestro perro, o al gato, o a mi marido, o a los niños..., ¿puedo devolverlo?

–Parece que tiene la casa repleta –digo.

Ella asiente.

–Un nuevo bebé me encanta.

Ella no me gusta; no me gusta el modo en que se me ha plantado delante; estoy deseando que se vaya.

–¿Por qué no se lo piensa mientras hace las compras y luego vuelve a verme? Estaré aquí un rato.

El A&P y el centro comercial que lo circunda son un mundo totalmente aparte. Es visible la escasez de hombres de entre veinticinco y sesenta años y abundan, en cambio, las parejas más mayores, las mujeres con bebés y niños pequeños y el desempleado que deambula comprando lo que anuncian los impresos publicitarios. Una mujer con dos niños gemelos se aproxima.

–¿Nos llevamos un gatito? –pregunta la niña.

–¿Nos lo llevamos? –la secunda el niño.

Los dos están fascinados y miran fijamente el cesto con los gatos.

–¿Cuántos hay ahí dentro? –pregunta el niño.

–Cinco –digo.

–Tienen suficientes –dice la niña a su madre.

–¿Qué dirá vuestro padre?

–De todos modos, nunca está en casa –dice el niño.

–Quizá no haya que decírselo –dice la niña–. Podemos guardarlos en nuestra habitación.

Pongo a dos gatos dentro de la caja para que puedan jugar con ellos.

–Lo consulto con papá –dice la madre mientras utiliza sus largas uñas para teclear un mensaje. Segundos después recibe una respuesta, que sostiene en alto para que yo la lea. Dice: «Usa el sentido común.»

–Creo que es una respuesta automática –dice la madre–. Tiene un smartphone; se pueden programar respuestas para cualquier cosa. Mire –dice, tecleando otro mensaje–. «¿Para cenar quieres pollo o un filete?» Y aparece otra vez: «Usa el sentido común.» ¿Lo ve? –dice–. Seguramente estará con alguna.

–¿Por qué dices siempre eso? –pregunta la hija.

–No soy boba –dice la madre–. Estudié en Yale. –Se vuelve hacia mí–. Nos llevamos dos. Ya no tiene sentido tener una sola cosa de algo.

–¿Podemos ir a la tienda y comprarles un cajón como éste? –pregunta la niña.

–Sí –dice la madre.

–¿Y comida y juguetes? –pregunta el niño.

–¿Y quizá algo de ropa, para que estén guapos? –pregunta la niña.

–Volvemos enseguida –dice la madre–. Si pudiera reservarnos estos dos...

Fiel a su palabra, vuelven al cabo de unos diez minutos, con bolsas de compra llenas de productos para gatos y vistosos transportines. Meto a los dos gatitos en uno de ellos.

–Que los disfrutéis –digo.

–Ya estamos disfrutando –dice el niño.

Se avecina algo; la atmósfera está cambiando como cambia el mar, como arrecia la brisa antes de una tormenta de primavera. Empiezo a oír fragmentos, trozos de conversaciones, a medida que la gente va y viene azorada y cada vez más rápido. «Conozco a la madre...» «Estuvo en un campamento con mis hijos.» «Gente normal y corriente, como nosotros.» «Nunca se sabe lo que piensan los demás.» Al parecer, una chica ha desaparecido.

Un anciano y su mujer se paran ante mi mesa; sus hombros caídos y su columna curvada encajan como un conjunto de salero y pimentero.

–Podría ser el día –dice el hombre a su mujer.

Sonríen. Tienen una cara franca y alegre, bondadosa a pesar de los estragos del tiempo.

–Sería bonito –dice ella.

–La nuestra se murió –me dice ella–. Tenía diecinueve años.

Asiento, pensando a medias que hablamos de gatos y a medias que se refieren a la desaparecida.

–¿Tiene alguno que sea precoz para su edad? –pregunta el hombre.

–Juguetón, independiente y juicioso –añade la mujer.

Miro dentro del cesto y saco al gatito al que yo describiría como reflexivo.

–Es precioso –dice la mujer, acariciándolo mientras lo coloco en la caja.

–Puedo darles algunas muestras de la comida y la arena que consumen..., son muy sanos, han ido al veterinario y les han puesto las primeras inyecciones.

–La última nos la dio una niña que tenía un puesto como éste; vendía galletas de las girl scouts y regalaba gatitos.

–Toda una empresaria. Le dimos veinte dólares –dice el marido.

–Creo que les gustará el gatito –digo.

–Creo que sí –dice el marido, y se disculpa diciendo que debe volver a la tienda para comprar una caja de cartón–. Algo donde meterlo para el trayecto a casa.

Al otro lado del aparcamiento, una mujer está pegando carteles en unas farolas, sobre los montantes de cemento del parking: «DESAPARECIDA».

–Es preocupante –le digo a la mujer.

–¿Adónde cree que habrá ido? –pregunta ella.

El marido vuelve con una caja de plátanos vacía y metemos dentro al gato. Les doy comida, arena para gatos y mi número de teléfono, y después, recordando mi promesa a Ashley, pregunto:

–¿Les molestaría darme su nombre, dirección y teléfono, por si necesitamos contactarles?

–Qué buena idea –dice la anciana, y escribe su nombre y la información con una letra maravillosa.

Brad sale de la tienda de animales y camina hacia mí.

–Mi hora de pausa –dice, como si quisiera decir «tregua»–. ¿Cuántos le quedan?

–Dos.

–¿Puedo verlos?

Saco a los gatitos.

–Sé que hemos tenido un pequeño altercado –dice Brad–. Pero si puede olvidarlo..., me gustaría adoptar a estos dos.

–Pero usted vende gatos –digo–. Y seguro que consigue un descuento.

–Los nuestros son de criaderos, pero éstos son auténticos, criados con amor. –Me tiende la mano como si no nos conociéramos–. Me llamo Brad –dice. Y me siento obligado a estrechársela–. ¿Qué opina? ¿Queda sitio para una segunda oportunidad?

–Espero que sí –digo.

–Siempre he querido a los animales.

–Si no, ¿por qué iba a trabajar en una tienda que los vende?

–Cuando vivíamos en Arizona yo trabajaba en el negocio de mi tío: sobre todo vendíamos lagartos. Yo mismo tengo un dragón barbudo –dice–, pero no creo que sea incompatible con un gato. El dragón vive en una gran pecera caldeada. Son animales muy sensibles.

–No sabía que hubiera dragones domesticados –digo.

–Oh, pues claro que hay –dice Brad–. Entonces, ¿qué me dice?

–Son suyos –digo, y le entrego los gatos, la caja de cartón y las muestras que me quedan.

–Los mimaré como un padre –dice Brad.

Procedo al debido trámite de anotar su nombre completo, su dirección y número de teléfono, y le digo que pasaré la semana que viene y espero ver una foto.

–Se lo agradezco de veras –dice él–. Y si puedo servirle en algo, dígamelo.

–Gracias –digo, y me hago daño al pincharme un dedo cuando pliego la mesa de juego, pero por lo demás estoy contento por el éxito de mi iniciativa.

Un coche de policía atraviesa despacio el aparcamiento. A lo lejos diviso a una vigilante que custodia el cruce de la calle. Utiliza su cuerpo, su chaleco anaranjado y su gorra de parquímetro como los elementos de un escudo humano, y extiende los brazos para bloquear el paso cebra; los niños lo cruzan sin fijarse en nada.

Sigo pensando en la chica desaparecida. No sé por qué, me siento culpable, como si de algún modo hubiera participado en su desaparición. No es una sensación que haya tenido antes, pero se me mete dentro de la piel. A causa de la mujer que conocí en el A&P, a causa de Ashley, a causa de Jane, porque ahora soy más consciente que nunca, porque no puedo dejar de pensar...

Hay por ahí un mundo tan nuevo, tan aleatorio, tan desvinculado que nos pone en peligro a todos. Hablamos por Internet, hacemos «amigos» sin saber con quién estamos hablando realmente..., follamos con desconocidos. Confundimos casi cualquier cosa con una relación, una especie de comunidad, y sin embargo, cuando estamos con nuestros familiares, con nuestro vecindario, estamos a oscuras, sufrimos un cortocircuito y recaemos de inmediato en la versión digitalizada; es más fácil, porque podemos ser nosotros mismos y nuestro ego de fantasía al mismo tiempo, y ambos pesan lo mismo.

Paro en Starbucks. Miro un buen rato el cartel pegado con cinta al poste de teléfono que hay fuera. ¿Es la mujer del A&P? No creo que sea ella, pero en realidad no lo sé. Trato de recordar cómo era aquella chica. Recuerdo su pelo rubio teñido, como el que tiene la chica desaparecida. Recuerdo sus pechos, más grandes de lo que me esperaba, blancos y con hermosas venas azules, como un río antiguo por debajo de la superficie de la piel. Recuerdo que su cara era anodina, inexpresiva..., y el gris azulado de sus ojos.

Y me pregunto: ¿cómo secuestra una persona a otra? Una camioneta de prensa se está instalando en la esquina, despliega su alta antena satélite.

Dentro de Starbucks, las chicas del mostrador están llorando; parece ser que la desaparecida trabajó aquí a tiempo parcial el verano pasado; todos la conocen. Me voy sin tomar café; es demasiado triste.

Al enfilar el camino de entrada estoy muy deprimido. Acarreo hasta la casa el cajón vacío, la puerta metálica de la caja para gatos se abre y se cierra varias veces y me pilla el dedo. He hecho algo horrible; me he llevado algo que no es mío, las crías de la mamá gata, y las he regalado. Vuelvo con las manos vacías. La gata se acerca, me olfatea, inspecciona el cajón y parece que capta lo ocurrido. Se mete debajo del sofá. Tessie no se molesta en levantarse hasta que le pongo delante la comida.

El telediario de las seis de la tarde comienza con las «noticias locales»: la de la chica desaparecida. Heather Ryan tiene veinte años y pasaba el fin de semana de visita en casa de sus padres. «Nos informan de que Ryan salió a correr anoche y no ha regresado. Según la policía, su familia está especialmente preocupada porque la joven tenía problemas personales y tomaba una medicación nueva a causa de una herida en la cabeza que se había hecho jugando al baloncesto. Se habla de numerosas lesiones sufridas por jugadores de fútbol y de rugby, pero a medida que los deportes femeninos se vuelven cada vez más competitivos empiezan a producirse más heridas de este tipo. El pasado otoño, mientras jugaba un partido de liga en la Leduc College, Heather recibió un golpe...»

El reportero sigue parloteando mientras transmiten imágenes del balón que rebota lateralmente contra la cabeza de Heather y la desplaza hacia la izquierda al tiempo que otra chica la intercepta y la derriba sobre el suelo del gimnasio. «Nos preocupan los repetidos accidentes de cortes cerebrales», dice el médico al que entrevistan para oír sus comentarios, «los impactos del cerebro contra el interior del cráneo.» El locutor termina diciendo: «Si alguien ha visto a Heather o posee alguna información, que llame por favor a la línea directa especial.»

Estupendo. Así que la chica desaparecida tenía problemas. ¿Qué tipo de problemas? ¿Que no sabe decir quién es? ¿Que está viviendo en una especie de estado de fuga? ¿Quién es o era la mujer del A&P? Había algo extraño en ella, en todo nuestro encuentro, algo que ella se cuidó de no decirme. ¿Debería informar a alguien, llamar a ese número especial y dejar mi torpe confesión? Lo considero, pero luego decido que son imaginaciones mías, que la chica que conocí no se parece en nada a la desaparecida. Intento hacer un bosquejo, una recreación de lo que recuerdo de ella. Trazo mentalmente una especie de óvalo; dibujo su cuello, que recuerdo que era largo, su pecho: de hecho, sus pechos son la única parte que recuerdo bien. Los dibujo una y otra vez y después vuelvo atrás, trato de encontrar su cuello, su cabeza, su cara. Me pregunto si habrá una muestra de su ADN en el tarro de mostaza de Dijon. Debió de haber una en mi polla, pero desde entonces me he duchado muchas veces. Repaso todo lo que dijo y lo que hizo; pienso en el televisor robado, en los productos de su carrito de la compra, en sus comentarios comparando el bizcocho recubierto con el normal. Me pregunto: ¿tenía aspecto de extraviada? Me pregunto si quizá deberían venir a buscar huellas dactilares. Llevo de paseo a Tessie alrededor de la casa, del jardín, y me pregunto si habrá alguien escondido por aquí.

Me persigue la idea de cómo es posible que una chica esté presente un momento y ausente en el momento siguiente; cómo se secuestra a una persona. ¿Mediante la pura fuerza física? ¿Por medio de un juego psicológico? ¿Es porque las mujeres, las chicas, los chicos, son más débiles que los hombres adultos y simplemente pueden agarrarlos y llevárselos de una punta de la tierra a otra? Y esto ocurre en un torbellino oscuro, una ruptura de la realidad; es como si se abriera una puerta que da a un oscuro subsuelo y uno de nosotros se viera arrastrado dentro.

A las ocho de la tarde me encuentro en un estado frenético, no sólo me preocupa la chica desaparecida y todas las chicas de todas partes, sino también los gatitos. ¿Estarán bien; estarán ya en su nuevo hogar llorando, arañando, obsesionados por el único deseo de volver a la seguridad de su madre?

¿Cómo sobrevive cada uno de nosotros?

A las ocho y cuarto ya no soporto mi inquietud; llamo a Ashley al colegio, sólo para cerciorarme.

Parece reinar la confusión: Ashley no está. Pregunto por su compañera de cuarto, que me remite a la supervisora, quien me dice que el colegio ha introducido un cambio en la organización de los alojamientos.

–Creía que usted lo sabía –dice.

–No sabía nada.

–Se hospeda en casa de una profesora. Permítame que le dé el número.

Llamo a este número, responde un contestador, dejo un mensaje; unos minutos después me llama Ashley, muy nerviosa.

–¿Qué pasa? –pregunta.

–Nada –digo–. Sólo estaba comprobando.

–No sueles hacer llamadas imprevistas –dice.

–Sorpresa –digo.

Hay algo que no es normal en la voz de Ashley.

–No te habré distraído de algo importante, espero.

–No –dice–. Sólo estaba haciendo los deberes.

Ashley miente mal, pero no digo nada.

–¿Qué había de cenar hoy?

–Creo que pescado –dice.

–¿Qué pescado?

–Blanco, con una especie de salsa de color amarillo anaranjado –dice.

–¿Lo has comido?

–No –dice.

–¿Qué has comido?

–Había un plato vegetariano: raviolis y ensalada.

–¿Todo lo demás va bien? –pregunto.

–Sí, supongo –dice.

–Muy bien, entonces, buenas noches, te llamaré mañana, a la hora habitual.

–Gracias –dice.

Al colgar me siento patoso, como si me hubiera inmiscuido en algo que no sé muy bien qué es.

En las noticias de las once transmiten imágenes de una vigilia con velas que se está celebrando en el parque donde la chica fue vista por última vez. Es el mismo parque adonde llevo a Tessie, el parque donde sufrí mi crisis de sollozos. Grupos de mujeres corren por allí en una batida que reconstruye aquella noche y arrojan sus zapatillas de deporte por encima del tendido telefónico. La policía está siguiendo múltiples pistas pero hasta ahora no dispone de información nueva.

Abro una lata de salmón para la gata; no muestra ningún interés. Se la dejo en la encimera como una ofrenda de paz y me voy a la cama. Ninguno de los animales me sigue.

La vida continúa: mentira. Pienso en ofrecerme voluntario, en unirme a alguno de los grupos de búsqueda que están rastreando los bosques cercanos, pero me inquieta que alguien descubra quién soy; alguien barruntará algo.

Al día siguiente trato de distraerme con el libro. Trabajo una o dos horas. Traslado párrafos de aquí para allá y después a la inversa.

Subo al coche, doy vueltas y me pregunto: ¿qué estoy haciendo? ¿De verdad creo que la estoy buscando?

Pienso en los sitios donde la gente podría congregarse, reunirse para preocuparse colectivamente. No puedo ir al Starbucks; está demasiado cerca, como si fuera el corazón del drama. Pienso en un pretexto –una bombilla– y voy a la ferretería.

Allí hay hombres reunidos que hacen lo que los hombres, fingir que no están preocupados, que no son humanos, pero de todos modos deseosos de estar juntos.

–Salí con ellos anoche; recorrimos el bosque. Les dejé mi camión.

–Es una maldita lástima.

–La encontrarán; las chicas hacen cosas así, se fugan...

–Ya no. Lo hacían antes; ahora se quedan cerca de su casa, ya no hay seguridad.

–¿Qué sabrá usted?

–He criado a tres hijas.

La vida continúa, pero la verdad es que no sé cómo la gente puede seguir adelante cuando alguien ha desaparecido. La vida está en suspenso; peor que suspendida, es un infierno viviente, es imposible no volverse loco de inquietud, miedo, falta de información. El cerebro gira en bucles, no afloja, no respira, porque aflojar aunque sea un segundo equivaldría a olvidar; si cesa de emitirse la señal de búsqueda a la chica podrían tragársela las grietas.

Por el rabillo del ojo veo a DeLillo en la caja. No percibo si escucha o no la conversación. Está comprando cinta adhesiva, mascarillas para el polvo y una linterna.

–¿Juntando el material para desastres? –le pregunta el tipo de la caja.

–Limpieza de primavera –dice DeLillo. Me lanza una mirada inexpresiva en respuesta a la mía expectante. Nuestras miradas se cruzan pero aparto la mía rápidamente.

Compro las bombillas. En cierto modo tengo ganas de gritarles: se equivocan, se equivocan todos, el mundo ha cambiado, ha surgido algo maligno, como una serpiente del Hades que ha asomado su fea cabeza desde las profundidades y se ha llevado algo fresco del anaquel.

El modo en que hablan del asunto es tan de extrarradio, tan estúpidamente parroquial que resulta insufrible. Salgo de la ferretería casi corriendo, me falta el aire.

Un ataque de pánico, como si mi familiaridad con una especie de oscuridad, mis cavilaciones nada inconscientes me hubieran pillado desprevenido.

Me recuerdo a mí mismo que no he sido yo, y sin embargo me desasosiega el solo hecho de pensar, de conocer un poco más que la mayoría de la gente los impulsos que permiten que tales cosas sucedan. Me considero un extraño; un sospechoso. Mi asunción de deberes ajenos, mi despreciable degradación adúltera y el parentesco con un homicida han resurgido y me han deshecho.

Y entonces ella está allí, esperando en la puerta de mi casa, como si no hubiera ocurrido nada.

–Me aterraba pensar que te habías ido –digo.

–¿Adónde?

–Que habías desaparecido.

–¿De qué me hablas?

–De esa chica.

–¿Qué chica? –pregunta.

–¿Estás ciega? ¿No has visto la televisión ni los carteles que hay por toda la ciudad?

Ella no dice nada; lo sabe pero no quiere hablar de esto.

–Te vi –dice–. Delante de la tienda, regalando gatitos.

–¿Estabas allí?

–Compro allí la comida.

–¿Y cómo no me dijiste nada?

–Me gustó observarte.

–¿Qué hacía yo?

–Regalar gatitos.

–¿Me persigues?

Ella cambia de tema.

–¿Los diste todos a buenas casas?

–Tuve que quedarme uno.

–¿Para tu hija?

–No tengo hijos.

–Ya –dice, como si le estuviera mintiendo–. Sólo los tomaste prestados...

–¿Quieres saber la verdad?

No dice nada.

–Mi hermano, el dueño de esta casa, es un demente.

–Hay uno en cada familia... No es una novedad –dice.

–Hubo un asesinato en esta casa –digo, y me pregunto si soy provocativo porque estoy enfadado con ella.

–¿En serio?

Asiento ligerísimamente, como si comprendiera la gravedad de lo que estoy diciendo.

–¿Eso fue antes de que compraras la casa?

–Ya te he dicho que no es mía.

–Ah, sí –dice ella–. Estoy en la luna.

Y a continuación cruza las piernas y se mueve, se prepara para recibir la información.

–Vale, estoy lista.

Y todo lo que emerge es muy breve, como si la historia hubiese sido succionada por el profundo éter, como si un genio trágico retornara al interior de la botella: mi propia culpa, mi conciencia de que en realidad no he hablado de esto con nadie.

–Mi hermano mató a su mujer.

Una larga pausa.

–¿Adrede? –pregunta.

–Es difícil saberlo –digo.

–Es terrible –dice.

–Espantoso –digo, y me percato de que, salvo por las llamadas que hice cuando sucedió, no se lo había dicho a nadie.

–La verdad, es desmoralizador –dice ella–. Te estarás reponiendo, ¿no? ¿Esto no es como una de esas extrañas leyendas urbanas?

–¿Por qué debería reponerme? ¿Me vuelve más atractivo? Éste es mi gran secreto, ¿cuál es el tuyo?

Procuro observarla con gran atención. ¿De qué color tiene los ojos? ¿Por qué nada suyo se me graba en la memoria? Pienso en sacarle una foto con mi móvil; de ella y el gatito, algo a que aferrarme, algo que analizar y presentar como prueba si fuera necesario. Lleva ropa informal que le da un aspecto más joven. El pelo no es rubio ni castaño, ni espeso ni fino: enmarca una cara que se parece a otras muchas. Se parece a todos y a nadie en particular. Lo único que la delata son las manos: tiene la piel un poco fláccida entre los dedos, que son delgados y ágiles, casi simiescos. En las yemas de los dedos hay unos cuantos puntos de pigmentación pecosos, levemente curtidos: edad. Vuelvo a mirarle la cara. Es y no es similar a la de la chica desaparecida, cuya foto he impreso y colocado en el centro del escritorio de George.

–¿Hay algo que quieras decirme? –le pregunto.

–¿No puedes parar? –dice–. Estoy flipando. –Da una bocanada de aire–. ¿Por qué preguntabas a la gente si tenía otros animales, y si el gato viviría en casa o fuera, y si el nuevo dueño sería tan amable de mandarte por e-mail fotos del gatito?

–¿A qué distancia estabas?

–Estás de mal humor. Quizá debería irme –dice, pero no se mueve–. Vi la escena en que empezaste a discutir con el tío de la tienda y tuviste que trasladarte a otro sitio.

–¿Y viste que lo arreglamos y le di los dos últimos gatos?

Dice que no con la cabeza.

–Supongo que me marché antes de eso.

–Necesito saber algo de ti –digo.

–Toco la flauta –dice.

–Más cosas –digo.

–Soy licenciada en literatura francesa, y bibliotecaria como asignatura secundaria.

Asiento.

–Quería hacerme mayor para ser espía –revela.

–¿Espía de qué bando: del nuestro o del de ellos?

–Del de ellos –dice, sin una pausa–. Nunca me he sentido parte de nosotros.

–¿Qué te ha impulsado a venir aquí ahora?

–La última vez que te vi tenías una de esas duchas preciosas y pensé que quizá pudiera probarla, y te traía un pequeño regalo.

–¿Qué?

–Me lo he comido –dice–. Había una venta de panes; he comprado dos bizcochitos de multicereales con chocolate y luego he parado en McDonald’s para tomar un café y en el camino hasta aquí me los he zampado para tener fuerzas.

–Quizá no hacía falta que me dijeras que me has traído un regalo.

–He sido sincera, es todo. Así que aquí estoy toda endulzada y preparada; casi un poco hiperactiva.

–Muy bien, usa la ducha. Te daré una toalla limpia.

Sentado en la cama la observo desnudarse; parece formar parte del asunto, ella quiere que la mire.

–Podemos prescindir del sexo –digo–. No hace falta que utilices tu cuerpo para darte una ducha.

–¿Y si quiero sexo? –pregunta.

–No sé si quiero yo. Tengo un montón de cosas en la cabeza; ni siquiera sé si podría.

Ella hace una mueca.

–Nunca he oído a un tío decir eso de antemano; normalmente lo dicen después, suelen decirlo después de muchos carraspeos y tosecitas, y luego resulta que están casados.

–Yo estoy divorciado –digo, y me levanto de la cama para dejar que se duche sola.

Aprovecho la ocasión para registrarle el bolso en busca de pistas. Encuentro un enorme monedero viejo que no tiene casi nada dentro, y en el fondo del bolso un carnet de conducir. Sucumbo al pánico al leer el nombre, inmediatamente lo repongo en su sitio y cierro el bolso. Heather Ann Ryan. ¿No se llama así la chica desaparecida? Estoy confuso.

Cuando sale de la ducha le pregunto:

–¿Tienes heridas de hacer deporte?

–No soy muy atlética –dice.

Se me acerca, todavía húmeda de la ducha.

¿Es ella? ¿Es la chica desaparecida? ¿Está sufriendo una especie de brote psicótico y un estado de amnesia? Todas sus respuestas son de lo más vago, tan poco específicas.

–¿Quién eres? –pregunto.

–¿Quién te gustaría que fuera? –pregunta, y se suelta la toalla.

Y se abalanza sobre mí.

Hay un montón de ruido, respiración afanosa, la perra empieza a ladrar, la gata salta a la mesilla de noche, nos mira, arquea el lomo, se precipita sobre mi espalda, me araña, grito.

–Es mejor que me vaya –dice la chica cuando hemos terminado.

–¿Estás segura de que no quieres ducharte otra vez?

–No, estoy bien –dice–, pero ha sido agradable, me gusta tu ducha.

–¿Y qué tal si me das un número? –pregunto mientras se viste.

Ella niega con la cabeza.

–¿Cómo voy a saber si estás bien? No ha sido muy agradable estar preocupado por si te había ocurrido algo.

–No soy de esas personas a las que les ocurren cosas –dice ella.

–Creo que no puedo con esto –digo–. No puedo permitir que una persona sin nombre aparezca en mi casa y me haga el amor.

–Esta casa no es tuya –dice ella, cerrándose la cremallera.

–¿Alguna vez vas a mantener una conversación como es debido?

Se calza y se pone en pie.

–No sé qué decir.

–Me estás asustando –digo.

–Los hombres no se asustan –dice–. ¿No podemos hacer esto? Oigo tu estrés..., pero, en serio, tengo que irme.

–¿Adónde?

–Al sitio de donde he venido.

–¿Estoy progresando?

–Hablaremos –dice–, pero no ahora.

–Llévate algo –digo.

Ella me mira.

–¿Qué?

–Llévate el televisor.

–No tiene gracia.

Suena su móvil; ella lo mira.

–¿El novio? –pregunto.

–No.

Cuando se marcha cierro la puerta con llave. Rodeo la casa para bajar las persianas: estoy demasiado expuesto.

A las diez de la mañana siguiente suena el teléfono.

–¿El señor Silver?

–¿Quién llama?

–Soy Sara Singer, de la Annandale Academy.

–Sí.

–¿Es un buen momento para hablar?

–Sí, lo es, pero debo aclararle que soy Silver tío, no Silver padre.

–Estoy al corriente. –Hay un silencio y luego habla de nuevo–. Señor Silver, es un poco embarazoso...

No estaba inquieto pero de pronto lo estoy, profundamente inquieto.

–¿Ashley está bien?

Sara Singer no contesta.

–¿Sabe dónde está Ashley?

La chica desaparecida es lo único en lo que consigo pensar.

–Señor Silver, si tiene la amabilidad de escucharme...

–¿Está viva? –grito en el teléfono.

–Por supuesto que está viva. No era mi intención asustarle. Está en clase de inglés hasta las once y veinte y después tiene ciencias desde las once y media hasta las doce y media.

Hace otra pausa.

–Quizá usted no se dé cuenta de lo que está sucediendo aquí –digo–. Una chica local ha desaparecido; la situación es muy tensa.

–Discúlpeme –dice la señora Singer–. Debe de ser duro para una persona como usted.

–¿Una persona como yo?

–Un hombre sin hijos que de pronto hace de padre.

–Me gusta pensar que me he adaptado muy bien.

–Como le estaba diciendo, me temo que se trata de una de esas situaciones en las que a ningún colegio le agrada encontrarse. Señor Silver, ¿estaba usted al corriente de que durante las vacaciones de primavera Ashley hablaba por teléfono?

–Sí –digo–. Le costaba mucho dormir y le ayudaba hablar con alguien.

–¿Sabe con quién hablaba?

–Dijo que con una amiga.

–Me temo que es algo más que eso.

–¿Más que qué?

–Más que una amiga. ¿Cuál es la palabra correcta? Perdóneme, me da apuro decirlo. –Calla un momento–. Señor Silver, Ashley tiene un amante.

A la vista de todo lo demás, siento alivio.

–Es muy joven, pero en muchos sentidos podría ser una evolución saludable –sugiero.

–Es una amante.

–No debería ser una sorpresa en un centro educativo femenino; ¿no hay muchas chicas que pasan por una fase lésbica?

–Folla con la directora de enseñanza media.

–Oh.

–Puedo comprender que Ashley ha tenido un año muy difícil, pero esto no está bien.

–No, desde luego.

–Me alegro de que coincidamos –dice, aliviada, pero algo en su tono da a entender que culpa a Ashley: la víctima.

–¿Qué tiene que decir en su defensa la directora de enseñanza media?

–No estoy autorizada a decírselo.

Hace una pausa.

–¿Quiere decirme exactamente cómo ha sucedido esto?

–Cuando Ashley volvió al colegio después de la muerte de su madre, le propusimos que se hospedara con la mencionada directora.

–¿Le permitieron que se mudase a la casa de esa mujer?

–Se adoptó esta medida con carácter temporal. En aquel momento pensamos que podría ser una ayuda para Ashley tener a alguien cerca durante las veinticuatro horas del día, por si tenía pesadillas o necesitaba hablar.

–¿Entonces Ashley se folla a la directora o es la directora la que se folla a Ashley? ¿Quién es la adulta, señora Singer, y quién la adolescente? Es una pregunta retórica, señora, ¿quién es la que tiene el gran problema?

–La directora tiene un contrato de larga duración con nosotros.

–Muchas personas considerarán que abusar de una menor es un motivo válido para cancelar o romper un contrato.

–Me temo que aparte de Ashley nadie contará esta historia –dice la señora Singer–. Dicho esto, me gustaría garantizarle que tomo la situación con la mayor seriedad, y que de hecho estamos tratando el asunto internamente.

–La nuestra es una responsabilidad enorme, señora Singer. Somos como superhéroes que no podemos fallar a nuestros hijos.

–Por supuesto, señor Silver, por eso le llamo.

–¿Cómo se descubrió la historia? –pregunto.

–Nos llamó la atención al respecto alguien que desea conservar el anonimato.

–¿Puedo hablar con Ashley?

–Como le he dicho al principio de nuestra conversación, no está disponible en este momento; tiene clase de inglés, y luego de ciencias y después el almuerzo.

–¿Le dirá que me llame?

–Huelga decirlo, pero confío en que considere confidencial todo esto.

–No he dicho ni sí ni no, pero baste decir que estoy preocupado. Como tutor de una chica que ha pasado por tantos trances en su casa, esperaba que el internado sería un lugar seguro para ella.

–Señor Silver, los tiempos han cambiado. El mundo no es lo que era.

–Una pregunta rápida, señora Singer: ¿lo saben las demás alumnas?

–Creo que no.

Respira profundamente; sospecho que en realidad se está fumando un cigarrillo a escondidas.

–Contra el criterio del consejo..., mi ex marido era abogado y me enseñó a decir esto, quisiera darle mi número de teléfono fijo y mi número de móvil, por si necesita contactar conmigo.

Al mismo tiempo que apunto los números estoy escribiendo un mensaje a Cheryl.

«Urgente», tecleo.

«¿Motel?», es su rápida respuesta.

«Más bien sopa y bocadillo», escribo.

«Tengo recados», responde.

«Necesito ayuda.»

«¿De qué tipo?»

«Hijos.»

«Bien: nos vemos a la una en la sección de alimentos del centro comercial. Estaré cerca del yogur helado.»

«Gracs», tecleo. Cheryl me está haciendo un hueco.

–Tienes que tomártelo con calma –dice mientras me sirve noodles crujientes y pollo frío de su ensalada de pollo china.

Hoy tiene el pelo rubio, cortado a lo paje.

–¿Es una peluca?

–No –dice–. Me lo he cortado. Escucha, si asustas a Ashley, se cerrará como una almeja y no sacarás nada en limpio. No es un abuso perfectamente claro, sino más bien una historia a lo Lolita.

–¿Se lo cuento a la policía? ¿Eso empeora las cosas?

Ella niega con la cabeza.

–No lo denuncies a menos que la chica quiera que intervengan las autoridades. Si no quiere y ella es la única que habla, el asunto puede ponerse feo y ser peor a la larga para tu sobrina. Tienes que hablar con ella, informarla de que lo sabes y conseguir que se sienta segura para sincerarse... o no... Y preguntarle qué opina sobre denunciarlo; hay personas que piensan que algo no se toma en serio si no se denuncia; otras se dejarían matar antes que hablar del asunto.

–Quizá todo sea una gran falsa alarma –aventuro–. Quizá Ashley se enamoró de la directora del colegio y sólo ha sido una cosa maternal, un idilio platónico. Dudo mucho de que existiera algo de un carácter realmente sexual... No creo que Ashley sepa nada de este «tema».

–¿En qué mundo vives? –pregunta Cheryl–. Esas colegialas son avispadas; no van a contarte lo que se traen entre manos. Seguro que la profesora se las arregló para que pareciera maternal o profesoral: le dio lecciones. Pregunta si utilizaron alguna fruta.

–¿Fruta?

Me mira como si yo fuera un idiota.

–Mi marido usó un plátano para enseñar a mi hijo cómo son los preservativos, y cuando la hija de mi amiga le preguntó a su mamá qué se sentía al tener dentro un pene, su madre le mostró el cesto de las verduras y le dijo: «Los genitales de los hombres son como las verduras, hay de todas las formas y tamaños, hay zanahorias y calabacines y pepinos de invernadero.» Le encantaba decirles a las chicas que para controlar la natalidad en un caso de apuro podían usar los gorros de baño gratuitos de los hoteles. «Y hagas lo que hagas, nunca permitas que te metan “eso” dentro ni que te lo echen encima. Considera “eso” como si fuera uno de esos pegamentos rápidos que tanto cuesta quitarte de la ropa o el pelo; y como algo irrespetuoso. Un hombre que te respete vierte su “descarga” en un receptáculo distinto del tuyo, y un hombre que no lo haga debería buscar lo que quiere en otro sitio.»

–¿De verdad los padres hablan tan explícitamente con sus hijos?

–Los niños son curiosos, lo descubren; es mejor que lo sepan por ti. Además, como tu sobrina es casi una adolescente y no tiene madre, deberías buscarle una médico que practique medicina juvenil.

–No sabía que existiesen.

–Es mejor así; no necesita hablar de la regla con el doctor Faustus.

–¿Cómo sabes que recurre a Faustus?

Ella pone los ojos en blanco.

–Porque todas lo hacen –dice, y después me pide que vaya a buscarle un yogur helado sin grasa y con virutas de chocolate arcoíris.

–Seguro que te preguntas por qué no voy a buscarlo yo misma.

No pensaba preguntárselo.

–La chica del mostrador fue la primera novia de mi hijo Brad. Le obligué a dejarla. Creo que echa Visine en el yogur cuando se lo pido a ella.

–¿Por qué Visine?

–Da diarrea; dicen que las azafatas echan unas cuantas gotas en las bebidas de los tocapelotas durante un vuelo.

–Eso es una auténtica leyenda urbana.

–Pues no te lo creas –dice, y me apremia a levantarme para traerle el yogur.

–Seguramente te produce diarrea porque eres intolerante a la lactosa.

Hace una pausa.

–No lo había pensado. ¿Me lo vas a traer, por favor?

–Claro.

Vuelvo con una cuchara y un yogur profusamente rociado de chocolate.

–¿Tú no tomas ninguno? –pregunta.

–Iba a cogerlo, pero la chica del mostrador es una verdadera arpía.

–Te lo he dicho; por eso obligué a Brad a que rompiera con ella. ¿Quieres un poco?

Me ofrece una cucharada de yogur; abro la boca y me dejo alimentar.

–¿No te preocupa que nos vea alguien?

Ella dice que no con la cabeza.

–¿Por qué no?

–Les diré que eres un paciente apopléjico y que me he ofrecido voluntaria para este trabajo.

Me da otra cucharada de yogur.

–Y... sobre la chica desaparecida –dice Cheryl.

Me limpio yogur de la cara; Cheryl tiene una puntería pésima.

–Creo que saben quién ha sido –dice.

–¿Podrías ser más concreta?

–Saben más, o sea ellos, la policía, de lo que cuentan al público, o sea nosotros.

–¿Es un hecho comprobado o tu propia conclusión independiente?

–Lo único que digo... es que todos sabemos cómo son estas cosas. Veo un montón de televisión, noticias y otras cosas, y te digo que están esperando a que el tío se les ponga a tiro, a que la cague con una metedura de pata y se delate.

–¿Entonces piensas que ya lo tienen fichado y lo están vigilando?

–Estoy convencida. Nada es tan casual como parece.

–Excepto lo que es totalmente casual, como esto... –digo.

–¿Qué es esto?

–Esto..., lo que hay entre nosotros –digo. Es evidente que le he tomado apego a Cheryl, que comparto cosas con ella, que empiezo a considerarla una amiga, una confidente.

–Cariño, si estabas haciendo aritmética, no es casual en absoluto, es de lo más normal del mundo –dice.

Hay en su tono cierta osadía que me incita a preguntarle:

–¿Has bebido?

–Me he tomado un Bloody Mary esta mañana; una especie de pequeña celebración.

–¿En un día laborable?

–Sí –dice–. Todos se han ido temprano y he visto el zumo de tomate y el apio en la nevera y me he dicho, qué coño, ¿por qué no?

–Me asustas –digo.

–No. No te asusto –dice.

–Sí, me asustas –digo.

Dudo si contarle lo de la chica del A&P. No es que me sienta avieso, pero ¿cuál es mi obligación con esta mujer casada? No está bien pedirle ayuda y luego decir: «Ah, a propósito, salgo con alguien...» De todos modos, se me escapa:

–Salgo con alguien.

–¿Cómo se llama?

–No lo sé.

–¿Sales con una mujer y no sabes cómo se llama?

–Sí.

–¿Desde cuándo?

–Desde hace unas semanas.

–¿Dónde la conociste? ¿Por anuncios en la red?

–Nos conocimos en el A&P.

–¿Cada cuánto la ves?

–La he visto dos veces –digo, y ella parece aliviada.

–¿Y qué habéis hecho esas dos veces? –pregunta, como si intentara llegar al fondo del asunto.

–No sé muy bien si es justo que me pidas detalles; es una cuestión privada.

–¿Desde cuándo la vida es justa, amigo mío? Si vas a meter el tornillo en una tuerca ajena, creo que tengo derecho a saberlo; como mínimo, por motivos de seguridad, para que pueda tomar una decisión informada.

–¿Y viceversa?

–¿Qué quieres decir?

–Bueno, si tú debes saber lo que hago yo, ¿no debería saber tu marido lo que haces tú?

Baja la cabeza durante un momento como si meditara su siguiente réplica: como si.

–Se lo he dicho –dice.

–¿De verdad? –pregunto, sinceramente sorprendido.

–De verdad –dice.

–¿Cuándo?

–Después de la noche en Friendly’s.

–¿Por qué?

–Me entró el pánico.

–¿De qué?

–Pensé que quizá me había visto algún conocido suyo que estaba en la fiesta.

–¿No se delataría él si se lo contaba a tu marido?

Se encoge de hombros.

–Podría haber dado por sentado que él lo sabía y, yendo más al grano, sentí la necesidad de decírselo. No soy mentirosa por naturaleza.

–¿Qué dijo él?

Vuelve a agachar la cabeza.

–Dijo que se alegraba de tener a alguien con quien compartir este peso. Y me preguntó si yo quería el divorcio o solamente divertirme.

–¿Y?

–Le dije que divertirme, y él dijo: «Bueno, pues no me preocuparé hasta que me digas que tengo motivos para preocuparme.»

–Qué bien que confíe en que usarás tu criterio sobre cuándo debería preocuparse.

–Yo soy muy de fiar –dice, y después se calla–. Me preguntó si me pagabas; siempre quiere pagar a alguien. Y yo le pregunté si alguna vez se había «descarriado» y me dijo que no.

–¿Por qué no?

–Por miedo –dice.

–¿De qué? –pregunto.

Se encoge de hombros.

–Le dije que lo hiciera si le apetecía. Tenía fantasías con putas. Le dije: «Hazlo», y él dijo: «No puedo.» Y entonces le pregunté: «¿Quieres que yo lo haga contigo?» «¿Participar tú, por ejemplo?», me preguntó. «No, que simplemente te acompañe», dije. «Es muy amable por tu parte», dijo. «¿Desde cuándo no lo soy?», le dije.

–¿Y? –pregunto, sorprendido por todo esto, queriendo saber más.

–Y le acompañé.

–¿Cuándo?

–El martes pasado, después del trabajo.

–¿Adónde fuisteis?

–Él tenía un número que le dio un conocido.

–¿Y no me lo dijiste? –pregunto.

–Estabas ocupado.

–¿Qué tal fue?

–No lo sé. Me quedé sentada en el cuarto de estar de la chica y leí una revista, una mía que había llevado yo, y no me quité el abrigo, y después lo lavé cuando volvimos a casa. Tuve cuidado de no tocar nada.

–¿Se lo pasó bien tu marido?

–Estaba contento de habérselo sacado del cuerpo; pero fue extraño.

–¿En qué sentido?

–Dijo que tenía unos pechos enormes. Yo la vi antes de que él entrara; parecían grandes, pero no tanto. Él dijo que eran duros como balones de baloncesto. Y ella no quiso besarlo.

–¿Algo más?

–Tenía el conejito totalmente depilado, de arriba abajo. Él nunca había visto una cosa igual; empleó la palabra «industrial». En mitad del asunto llegó a la casa su compañera de cuarto y dijo que necesitaba coger algo del dormitorio. Se hizo la inocente, pero yo saqué el cuchillo de cocina que había llevado de casa, imaginando que aquello formaba parte del plan: la compañera vuelve y toman al cliente de rehén para pedir más dinero. No creo que ella esperase encontrarme allí. Le dije: mi marido está en la otra habitación manteniendo una relación íntima con tu compañera, si gritas o le aguas la fiesta te mato. Nos quedamos sentadas en el sofá en silencio. Le dije que él no tardaría mucho; siempre acaba enseguida. Cuando salió y me vio allí, defendiendo su... su... como se llame, creo que se quedó muy impresionado. Fue bueno para nuestro matrimonio.

–¿En serio? –pregunto, algo escéptico.

–Nos abrió perspectivas –dice–. Nos situó en un plano totalmente distinto.

Estoy atónito.

–Quiere conocerte –dice.

–¿Para un trío sexual?

–No, sólo para saludarte, quizá para cenar juntos. –Sonríe–. Y tú creías que eras el único que tenía noticias.

–Entonces, ¿no estás disgustada por lo de la mujer del A&P?

–Pues claro que me disgusta –dice–. Te estás cepillando a una tía a la que conociste en la zona de lácteos y que ni siquiera tiene un nombre. ¿Qué es exactamente lo que te gusta de ella?

–No sabría decirlo; es un poco misteriosa.

–Da la impresión de que no la conoces muy bien.

–No estás siendo agradable.

–Ni siquiera sabes cómo se llama –me recuerda.

–¿Sabes lo que me gusta de ella? –digo–. No me pide nada.

Cheryl apura los restos de yogur; el poliestireno del vaso cruje. Consulta su móvil.

–Tengo que irme –dice, y se levanta bruscamente.

–¿Me dejas plantado? –pregunto, súbitamente vulnerable.

Me mira como si estuviera loco.

–¿De qué parte de lo de mi-marido-quiere-verte-para-cenarjuntos has deducido que te dejo plantado?

–Perdona –digo–, he tenido un día muy raro.

Esa noche hablo por fin con Ashley.

–¿Estás bien?

Ella no dice nada.

–¿Ha sido eso un gesto de indiferencia invisible? No es un videoteléfono.

–Ajá.

–¿Quieres decirme algo?

–No, en realidad.

–¿Estás sola? Quiero decir, ¿estás en un sitio donde puedes hablar con libertad?

–Aquí no hay nadie –dice.

–Pareces triste –observo.

Oigo cómo su ropa se encoge de hombros.

–¿Asustada?

No dice nada.

–Ash, si te parece bien voy a hablar un par de minutos, pero quiero que te tomes la libertad de interrumpirme en cualquier momento. ¿De acuerdo?

–Sí.

–De acuerdo. Me ha llamado la mujer que dirige tu colegio. Sé lo que ha sucedido. Y lo primero que quiero que sepas es que todo va bien. Quiero que sepas que no estás en apuros. Y que lo comprendo y que no pienso que sea algo raro ni nada parecido. También quiero que sepas que puedes hablar conmigo, decirme lo que quieras o no decírmelo, lo único que quiero es que estés bien. Lo que más me importa es tu bienestar.

–¿Puedo hacer una pregunta?

–Por supuesto.

–¿Tengo que volver a mi residencia anterior?

–¿Tu residencia anterior?

–Oficialmente se llama Rose Hill, pero todo el mundo la llama Pachuli.

–¿Hay alguna razón para que no vivas en tu alojamiento de antes?

–Bueno, donde estoy ahora hay un televisor y me gusta mucho ver la tele. Me ayuda a calmarme. Si no puedo dormir por la noche la enciendo y a la señorita Renee no le importa.

–¿La señorita Renee? ¿La directora de enseñanza media?

–Sí, y luego, bueno, si estoy muy estresada, a veces vuelvo en pleno día y veo, no sé, All My Children, Hospital General, One Life to Live, y después todo está bien otra vez; es como si realmente me ayudaran a comprender el mundo y a verlo con cierta perspectiva. Además, mi vida es más parecida a la de los protagonistas de las telenovelas que a la de casi toda la gente de aquí.

–Interesante –digo–. Necesito pensar sobre esto.

–En serio, no puedo volver a mi antigua residencia –dice–. No me gusta la idea.

–Te he oído.

Ella rompe a llorar.

–Quiero volver a casa.

–Eso se puede arreglar –digo.

Ella se sorbe la nariz.

–Tengo que terminar unos deberes...

–¿Y si te vienes a pasar el fin de semana?

–Vale –dice, gimoteando.

–¿Te apañas hasta entonces? No tenemos que decidir lo de la residencia ahora mismo. Creo que la señora Singer dijo que podías vivir en la suya: seguro que tiene televisión.

–No tantas cadenas –dice Ashley, gimoteando todavía.

La recojo el viernes por la tarde. A lo largo del trayecto hasta el colegio me maravilla el paisaje; los árboles han florecido.

Ashley parlotea durante todo el viaje de vuelta; no para de hablar de telenovelas. No sé si se trata de una reacción de ansiedad, de una extraña descarga verbal de dramatismo diurno, o de una especie de estado hipomaníaco: me limito a dejar que se desahogue.

All My Children transcurre en Pine Valley y los protagonistas son los Tyler, los Kane y los Martin; lo programan, no sé, desde hace cuarenta años, lo cual es más de diez mil episodios...

Cuenta detalles sobre Erica y los Cortlandts.

–Y luego, esta semana...

Expone la trama; la historia pasada, quién se ha casado con quién, quién es el padre de cada niño, qué secretos aún no han sido revelados.

–Ash, ¿cuánto tiempo llevas viendo esas series?

–Mucho tiempo –dice–. Empecé cuando tenía, no sé, siete años, y estaba en casa con mononucleosis y mamá me dejaba verlas con ella.

–¿Tu madre las veía?

–Le encantaban. Llevaba viendo exactamente los mismos programas desde que estaba en el instituto y tuvo que quedarse en casa con una pierna rota. Y una vez, en un aeropuerto, ¡vio a la señora Tyler, a Phoebe Tyler en persona! La vio en el aeropuerto y fue corriendo a ayudarla a llevar la maleta. Su verdadero nombre era Ruth Warrick. Murió hace unos años. Mamá dijo que lo había leído en el periódico.

–Añoras mucho a mamá –digo.

–No tengo a nadie –dice.

–Bueno, yo me alegro mucho de verte, y Tessie y Romeo se pondrán contentos cuando te vean; Romeo te va a encantar.

–¿Podríamos ir al cementerio? –pregunta–. ¿Te parecería raro?

–Podemos ir; no sé qué parecería.

–¿Cómo es?

–Estuvimos allí para el entierro, ¿te acuerdas?

–No muy bien.

–Es una especie de parque grande y hay árboles y las tumbas son lisas.

–¿Por qué?

–Porque es la tradición judía que las tumbas sean lisas, y un año después del entierro hay lo que se llama un desvelamiento, y pondrán la placa con el nombre de tu madre. Y cada vez que vas a visitarla dejas una piedrecita en el indicador, lo que prueba que has estado allí y que no has olvidado al difunto.

–¿Por qué al cabo de un año?

–Es la tradición. Podríamos visitar a tu abuela; ¿te divertiría?

–¿La llevamos a algún sitio?

–¿Por ejemplo?

–No lo sé. Cualquier sitio; es como una de esas muñecas delicadas que están en una caja y sólo puedes mirarlas, y a lo mejor a ella le gustaría ir a algún sitio.

–Podemos preguntárselo, desde luego; tengo la sensación de que está bastante a gusto donde está, pero, como te he dicho, podemos preguntarle. Entonces, ¿qué te parece? ¿Visitamos a la abuela? ¿Hacemos galletas? ¿Limpiamos los armarios?

–Hacemos galletas y se las llevamos a la abuela –dice.

–De acuerdo.

–Vale, entonces esta noche, cuando lleguemos a casa, hacemos galletas.

–Esta noche, cuando lleguemos a casa, cenamos y nos acostamos.

–Vale, entonces mañana por la mañana preparamos las galletas y vamos a ver a la abuela.

–Cuando haces galletas, ¿qué haces? –pregunto un par de minutos más tarde.

–¿Qué hago de qué?

–O sea, ¿cómo las haces?

–Se recortan y se meten en el horno o se mezclan todos los ingredientes que aparecen en la parte de atrás de las virutas de chocolate; a eso lo llaman «empezar desde cero».

–¿Y sabes hacerlo?

–Sí –dice, como si ahora yo fuese el idiota–. ¿Nunca has hecho galletas?

–Nunca –digo.

–Más vale que paremos en la tienda –dice ella, y paramos. Ashley va directa a buscar las virutas, y compramos todo lo que figura en el reverso de la bolsa, además de leche.

–Hay que usar una leche fresquísima –dice–. Si no, no vale la pena.

Y mira alrededor, sonriendo a las hileras y más hileras de comestibles.

–Las echo mucho de menos –dice, de un modo que me recuerda la extrañeza de su existencia, y que el internado es una especie de incubadora social-educativo aislada.

Hacemos las galletas y me siento plenamente gratificado cuando un maravilloso olor a chocolate caliente empieza a inundar la cocina. De inmediato comemos demasiadas y bebemos la leche, y Ash tenía toda la razón al decir que lo esencial era que la leche fuese fresca. Es increíble: una experiencia realmente sublime. Nos echamos a reír sin motivo, y la gata sale y se frota contra mi pierna por primera vez desde que regalé los gatitos; le lleno un platillo de leche.

Y cuando las galletas se han enfriado vamos a la residencia de ancianos. En el camino le cuento los progresos de la abuela y lo de su novio.

–No lo entiendo, ¿se han casado o no?

–No oficialmente.

–¿Y qué es eso de que anda a gatas y nada en la piscina?

–¿Te acuerdas de que estaba en la cama la última vez que la vimos?

–Sí.

–Pues ahora ya no está en la cama. No sabemos con seguridad si es una medicina nueva o si quizá se olvidó de por qué estaba acostada. Ni yo mismo recuerdo exactamente qué ocurrió. Sé que la llevaron a la residencia porque no se levantaba de la cama; no sé si alguien ha sabido alguna vez por qué.

–Bueno, es buena señal, está mejorando.

–Es una manera de expresarlo.

–Hola, mamá –digo cuando entramos en su habitación.

–Eso dices tú –dice ella.

–¿Qué pasa?

–Están aquí –dice, con una expresión especial de fastidio, como si unos extraterrestres largo tiempo esperados se hubiesen dado a conocer finalmente.

–¿Están? –digo.

–Sí –dice, tajante–. Han venido esta mañana y todavía no se han ido.

Levanta la vista hacia Ashley.

–No pareces tan china; ¿te han hecho algo?

–Mamá, es Ashley, no Claire.

–¿Quién es tu familia?

–Tú eres mi familia –dice Ashley, besándola.

–Mamá, Ashley es tu nieta, es de la familia.

–Encantada de conocerte –dice, estrechando la mano de Ashley.

–Mamá, quería decírtelo: cuando visité a la tía Lillian, recuperé tus joyas.

–¿El anillo de diamantes de pedida? –pregunta mi madre.

–No, unos pendientes de perla, una pulsera, el collar con el rubí y unas cuantas cosas más, un broche, un collar pequeño. Me las devolvió muy contenta; parecía que quería deshacerse de ellas.

–Estoy segura –dice mi madre–. ¿Le miraste la mano? ¿Sigue llevando el anillo de pedida que me regaló tu padre?

–No lo sé, mamá –digo–. La verdad es que parece un asunto pendiente entre vosotras. Cuando me dijiste que le pidiera las joyas no me hablaste del anillo de diamante.

–Quería ver si confesaba algo... antes de apretarle en serio las clavijas –dice mi madre.

Hora del almuerzo; en el comedor. La asistenta de piso viene para llevarla al comedor.

–No voy –dice ella.

–¿Por qué no? –pregunto.

–Una protesta –dice ella.

–No creo que vayan a traerle la comida –dice la ayudante, sacudiendo la cabeza.

–Solían hacerlo –dice mi madre.

–Eso era antes –digo.

–Bueno, no lo voy a echar mucho de menos –dice ella.

–No esté tan segura –dice la asistenta–. Hay pollo y pasta.

–Maldita sea –dice mi madre.

–¿Qué?

–Me gusta muchísimo el pollo con pasta, tiene limón y brécol, y le pido a una de las chicas de la cocina que me ponga unas aceitunas y alcaparras. Es casi comida auténtica.

–He traído el postre –dice Ashley, levantando la lata de galletas–. Caseras.

–Muy bien –dice ella–; iremos.

Y se levanta y cuando nos conduce por el pasillo me fijo en que camina como a tumbos, como dando botes.

–Mamá, andas estupendamente –digo.

–Es el baile –dice ella–. Si piensas en el baile sabes caminar; es como los pacientes de un ictus que cantan para hablar.

–Fantástico –digo.

–Yo siempre he sido una persona muy física –dice ella–. No sé si tu padre lo sabía.

Cuando llegamos a la puerta del comedor indica a uno de los asistentes, como si fuera el maître de un restaurante de campanillas:

–Mesa para tres.

–Cualquiera que esté libre –dice él.

–¿Quieres té verde helado o zumo de chinches? –pregunta mi madre a Ashley.

–¿Zumo de chinches?

–Ponche de frutas –dice mi madre–, sólo que aquí le ponen vitamina C y Metamucil.

–Sólo quiero agua –dice Ashley–. ¿Es natural?

–Sí, que yo sepa –dice mi madre, y luego mira a Ashley a los ojos y dice–: Me alegro de verte.

–Yo también, abuela –dice Ashley.

–¿Cómo va la universidad?

–Estoy en último año de elemental, abuela –dice Ashley.

–Bueno, no te desanimes –dice mi madre.

–¿Y dónde está tu amigo? –pregunto, sin saber cómo llamarle.

–¿Cómo que dónde? Está ahí mismo con su familia, en la otra punta del comedor. Por eso yo no quería venir a comer. ¿No has visto cómo nos han mirado?

–Me lo he perdido.

–Eres un imbécil –me dice.

–¿Os habéis peleado? –pregunto.

–Claro que no –dice, a la defensiva.

–¿Entonces qué problema hay?

–Su familia me odia. En realidad me ignora. Si estamos sentados juntos, sólo le hablan a él, nunca a mí.

–No me parece bien –digo.

–¿Estás diciendo que miento? Por eso nunca te digo nada, porque siempre piensas que no te digo la verdad. No debería haberme casado contigo.

–Mamá, soy yo, Harold, no papá.

–Pues entonces eres igual que tu padre.

–Abuela, ¿cómo era el abuelo? ¿Cuándo murió? ¿Le conocí yo?

–¿Por qué intentáis distraerme con todo este parloteo sobre el pasado cuando lo único que me importa es que a mi hombre, mi hombre vivo y coleando, lo apartan de mí esas cochinas desagradecidas?

–¿Puedes ser más concreta?

–Son sus hijas –dice.

–¿Quieres que vaya a romper el hielo? –pregunto.

–Entre él y yo no hay hielo. Nos conocíamos de antes.

–¿Antes, cuándo? –pregunta Ashley.

–Fuimos al mismo instituto –dice mi madre–. Yo era amiga de su hermana, una mujer preciosa que murió en un crucero. La tiraron por la borda y se la comieron los tiburones, y nunca se supo quién la mató.

–¿Su marido? –aventuro.

–No estaba casada –dice mi madre.

Mientras retiran los platos, Ashley saca la caja de galletas y está forcejeando con la tapa cuando el personal de la residencia nos rodea.

–No puedes abrir eso aquí; no se permite la comida de fuera –dicen.

–No son frutos secos ni semillas –dice Ashley.

–Las han hecho en casa con amor –dice una de las asistentas.

–Sí –dice Ashley.

–No se permiten aquí; a todo el mundo hay que tratarlo igual. No podemos permitir que se depriman personas a las que nadie visita y sólo porque tu mamá tiene a alguien que se ocupa de ella.

–¿Y si las repartimos? –dice Ashley.

–¿Cuántas galletas tienes? –pregunta la empleada, escéptica.

–¿Cuántos pacientes hay? –pregunta Ashley.

La empleada consulta con otro ayudante.

–El número de comensales es treinta y ocho, sin incluir a las personas que comen en su habitación.

Ashley posa la lata de galletas y empieza a contar diligentemente.

–Tengo cuarenta galletas.

–Adelante, chica –dice la asistenta.

Ashley va de mesa en mesa, una persona tras otra, ofreciendo sus galletas. Algunos no quieren ninguna, otros intentan llevarse dos y Ashley tiene que frenarles:

–Una por cabeza –dice.

Concluido el reparto de galletas, exhorto a mi madre a que vaya a saludar a su novio y familia.

–No –dice ella, sacudiendo la cabeza y haciendo una mueca–. No les gusto.

–Bueno, yo voy a presentarme; si es un hombre al que aprecias deberíamos ser educados.

–Me quedo aquí con la abuela –dice Ashley, y después le susurra a mi madre–: Las hijas no le dejarán coger una galleta.

La familia no es gente educada.

–Vengo sólo a saludarles –digo, tendiendo la mano. Sólo el hombre en cuestión me tiende la suya.

–Encantado, hijo –dice.

Hablamos de trivialidades hasta que me lleva aparte una de las hijas.

–No estamos contentas –dice.

–¿Por qué no?

–Su madre es una furcia de residencia de ancianos. Convenció a mi padre de que engañara a mi madre, que la ha cuidado día y noche durante treinta y tres años.

–No lo sabía –digo.

–Pues claro que «no lo sabía». Sabemos quién es usted... Repito, su madre sedujo a nuestro padre. Hemos oído que ocurren cosas así en estos sitios, con tan pocos hombres y tantas mujeres.

–Creo que mi madre conocía de antes a tu padre –aventuro.

–Intentó robárselo a mi madre –dice la chica.

–Eso fue en el instituto –dice mi madre desde el otro lado del comedor–. Estos audífonos nuevos son buenísimos. En aquel entonces no pensé que su relación con tu madre fuera tan seria; perdona, estábamos en el instituto.

–Si me permites la pregunta, ¿dónde está tu madre ahora?

–En Mount Sinai; es la razón de que mi padre esté aquí. Mis padres fueron a cenar, ella se cayó, derribó a mi padre, que se rompió una cadera, y ella se dio un golpe en la cabeza. Está en coma y estamos intentando tomar una decisión.

–No lo sabía.

–Háganos un favor; mantenga a su puta madre lejos de nuestro padre.

–Oye –digo–, creo que aquí los insultos no vienen a cuento.

–Ahí está usted, de lo más «razonable –dice la hija–. ¿Qué parte del «Aléjese, cojones» no ha oído? –me grita.

–Creo que ahora todo el mundo te ha oído –dice una de las asistentas, lanzando una mirada a la hija.

Me disculpo y vuelvo con mi madre y Ashley.

–¿Sabías que su mujer está viva?

–Por supuesto –dice mi madre–. También la conozco de antes; jugábamos al pinacle. Él habla de ella continuamente. Intenta llamar al hospital. Yo le marco el número. Ella es un vegetal –dice–. La enfermera le sostiene el teléfono al lado del oído, o por lo menos dice que lo hace, y él habla con ella. Le cuenta historias de lo que hacían juntos. Se acuerda de lo que comieron durante la luna de miel. –Se encoge de hombros–. Y luego, cuando él cuelga, solloza y quiere irse a su casa. Y esas chicas son de lo peor; se diría que van a acogerlo, a cuidarle, a llevarle a ver a su mujer. Son unas perras, eso es lo que son, pero a él no se lo digo, no, le digo que tienen su propia vida, que deben de estar ocupadísimas. –Menea la cabeza–. Pero fíjate, tú dedicas tiempo para verme. Así son las cosas; si te va bien, no tienes tiempo para tu madre. Eres un patoso, te pones en evidencia, se puede contar contigo..., pero aburres a un muerto.

–En realidad es muy majo –dice Ashley, saliendo en mi defensa.

–No te molestes –le digo a Ashley–. Siempre hemos tenido una relación complicada.

–Abuela, ¿quieres que te saquemos algún día? –dice Ashley–. ¿Que te llevemos a algún sitio?

–¿Adónde? –pregunta mi madre.

–No sé, ¿a comer en nuestra casa, quizá?

Ella niega con la cabeza.

–Creo que no. He estado en tu casa antes. La comida es asquerosa.

–Bueno –dice Ashley, en absoluto desalentada–, últimamente he cocinado mucho; en mi clase de ciencias estudiamos cocina como si fuera un laboratorio.

–¿Por qué no vienes a verme otro día, cariño? –dice mi madre. Se levanta, nos sopla un beso a los dos y enfila el pasillo.

Ashley y yo nos miramos.

–Nuestra familia no es como las demás –dice Ashley.

–Ninguna es exactamente lo que parece –digo.

Volvemos a casa en silencio, luego sacamos a la perra para un largo paseo y hablamos de lo que podríamos hacer para la cena.

–Estoy pensando en una pizza –dice ella.

–Hay un sitio muy bueno que las sirve a domicilio.

Ella mueve la cabeza.

–La hacemos nosotros.

–¿Con qué?

–Con pasta, salsa, queso –dice.

–Realmente te gusta cocinar.

–Eso parece –dice–. La señorita Renee y yo nos hacíamos la cena casi todas las noches.

–¿No comías con las demás?

Dice que no con la cabeza.

–Preparábamos la cena y veíamos la televisión –dice–. Después hacía los deberes.

Asiento.

–Decía que me amaba –dice Ashley, con un tono de muchos registros: a la vez defensivo e interrogante.

–Estoy seguro de que sí. –Hay una pausa–. Puedo preguntarte... ¿las chucherías de Williamsburg eran para ella?

–Sí –dice–. Por eso tenían que ser bonitas.

–Claro –digo. Y no decimos nada más hasta que hemos dado de comer a los animales y estamos amasando la pasta.

–Me besó –dice Ashley, mirándome a la espera de una respuesta. Le pongo una cara inexpresiva, recientemente ensayada–. Y yo le devolví el beso. Fue suave, y no sé cómo describirlo.

–No tienes que describirlo –digo, y después lamento haberlo dicho; no quiero cortarla.

–Fue agradable. Un consuelo; como con mamá –dice, y entonces rompe a llorar–. Dijo que podía dormir en su cama –dice a través de las lágrimas–. Y ya sabes lo que dicen, no te subas al coche de un desconocido, no te hagas amiga de alguien a quien no conoces realmente y todo eso... Era la señorita Renee, la conocía desde hacía años.

–Ash, no es culpa tuya, no hiciste nada malo –digo mientras sus lágrimas caen literalmente en la pasta de la pizza. Los dos lo advertimos y no podemos evitar la risa–. Sal –digo–. Añade sabor.

–Cuando yo era pequeña, siempre estornudaba dentro del batidor de crepes –dice–. No adrede, sino por accidente, digamos. Ayudaba a mamá a remover y supongo que me entraba un poco en la nariz y estornudaba directamente dentro del bol.

Se sorbe la nariz.

–¿Sabes quién te denunció?

Parece perpleja.

–¿Quién lo contó?

–Britney –dice ella, sin alterarse–. Britney tuvo celos porque estaba enamorada de la señorita Renee, creo que porque la madre de Britney piensa que Renee es fantástica. Total, que empezó a fisgonear, no tenía nada mejor que hacer; creo que su padre es una especie de espía que trabaja para el gobierno. Así que una noche le preguntó a la señorita Renee si podía venir después de la cena a hablar con nosotras dos, y nos enseñó sus pruebas, que eran unas fotos y una cinta de vídeo que hizo escondiendo una cámara en el alféizar de Renee. Se ofreció a olvidarlo todo si hacíamos un ménage à trois, que yo ni siquiera sabía lo que significaba y todavía no lo sé muy bien. La señorita Renee se puso muy pálida y nos dijo a las dos: «Esto es muy serio.» Britney repitió unas cuantas veces la idea del ménage à trois, pero mi francés es pésimo, así que lo único que se me ocurrió fue la obra de teatro El zoo de cristal, que vi la primavera pasada. Sigo sin estar segura de que lo entiendo. Y cuando la señorita Renee dijo que iba que tener que llamar a «las autoridades», a Britney le entró el pánico y al volver a su habitación se tomó una sobredosis de alguna medicina o en realidad una combinación de medicinas, porque resultó que tiene un problema raro y cada vez que va a pasar el fin de semana en casa de alguien roba medicamentos del botiquín de todo el mundo. Incluso tiene un frasco de somníferos que necesitan receta y que perteneció a George Bush; su padre se lo robó para ella, tiene escrito «Bush, George», y luego el nombre del medicamento y cuántas pastillas hay que tomar para dormir. Parece ser que mucha gente sabía que tiene este «hábito»; por eso nadie la invita ya a ninguna parte. Supongo que también habrá robado otras cosas y que les han echado la culpa a las chicas. Así que se tomó todas las pastillas que tenía y acabó perdiendo el conocimiento en el cuarto de baño después de vomitar por todas partes..., y la encontraron los gatos...

–¿Qué gatos?

–¿Lo dices en broma? Todas las residencias tienen gatos porque hay muchos por allí, y por las migas y porque por la noche todas estamos siempre comisqueando algo en nuestra habitación. Es como en ese libro, Si le das una galletita a un ratón.

–No lo conozco. ¿O sea que Britney sigue en el colegio?

Ashley asiente.

–Su madre es una ex alumna y está en la junta directiva. –Hace una pausa–. ¿Puedo hacerte una pregunta?

–Claro.

–¿Lo hiciste con mamá?

No digo nada.

–Nate dice que sí.

Sigo sin saber qué hacer.

–Dijiste que lo único importante era ser sinceros entre nosotros.

Asiento.

–Es verdad que debemos ser sinceros, pero no me siento cómodo hablando de mi relación con tu madre.

–No te he pedido que me hables de eso; sólo te he preguntado si lo hiciste.

Cruza los brazos delante del pecho.

–Sí –digo, y empiezo a sudar profusamente.

–¿Querías a mi mamá?

Asiento.

–Te lo pregunto porque para los niños resulta muy difícil saber algo. Quizá no sé siquiera de lo que estoy hablando; me siento tan rara... –dice, y se calla.

–¿Quieres ver a un médico mientras estás en casa...? ¿Pedimos hora para el pediatra?

–Esto no lo cura el doctor Faustus.

–Verás, es normal sentir afecto por otras chicas.

–Fue tan asqueroso –dice, y me pilla desprevenido.

Me preocupa lo que dirá a continuación... Me imagino a la señorita Renee pidiendo a Ash que se lo chupase. Estoy pensando en lo aterrador que personalmente me resulta meter la cabeza ahí abajo y sólo puedo imaginar cómo será para una niña; una niña a la que sólo le gusta la pasta sencilla.

–Simplemente se tumbaba y jugaba con mi pelo, y luego me besaba y me pedía que me pusiera encima de ella.

–¿Y tú lo hacías?

–Sí –dice Ashley, como si fuera obvio y no tuviera que ratificarlo.

–¿Os besabais otras cosas aparte de la boca?

–Sí –dice, de nuevo como si yo fuera tonto.

–¿Dónde?

–En el brazo hasta el codo; jugábamos a eso, sólo que en vez de hacerle cosquillas yo la besaba.

Muevo la cabeza; no sé de qué me está hablando.

Ashley me toma del brazo y me horroriza pensar que va a besarlo porque temo que es exactamente la manera de que un trauma engendre otro trauma que a su vez genera otro, la manera de que la seducida se convierta en la seductora. De un tirón, aparto el brazo. ¿Una reacción excesiva?

–El brazo –dice Ashley, con firmeza.

Adelanto el brazo hacia la mesa y lo poso.

–Cierra los ojos.

–No me beses –digo.

–No voy a besarte. ¿Por qué iba a besarte? Es repulsivo.

Gracias a Dios.

Me cosquillea el brazo con los dedos.

–Dime cuándo llego al codo –dice. Sus dedos bailan sobre mi brazo, lo recorren de arriba abajo, provocativos. El vello se me eriza, se me pone la piel de gallina; es cosquilleante, y es extraño, y enseguida pierdo la noción de dónde tengo el codo, pero al cabo de unos minutos, cuando quiero poner fin a la situación, grito «CODO» y abro los ojos.

–Lo llamamos «la araña» –dice ella–. ¿Nunca has jugado a esto con nadie?

–No –digo.

Suena el teléfono, estremeciendo el aire, y me aterroriza. Salta el contestador; el que llama aguarda y descuelga después del pitido. Estoy seguro de que es ella, la señorita A&P.

Ashley me mira con suspicacia.

–¿Quién es? –pregunta.

Me encojo de hombros.

–Creo que tienes una amiga –dice–. La persona a la que sueles mandar mensajes quiere hablar contigo.

–¿Qué te hace pensar que es la misma persona?

Ella no dice nada y después declara:

–Está bien tener una amiga; no tienes por qué esconderla.

–Gracias –digo.

Jugamos al Monopoly. Vuelve a sonar el teléfono una y otra vez y no dejan mensaje.

–Sólo para que lo sepas: la persona a la que escribo es una amiga. No sé seguro quién está llamando.

El domingo por la tarde llevo a Ashley al internado. Llevamos a Tessie con nosotros; Ashley quiere llevar también a la gata, pero le digo que sería penoso para la mamá de los gatitos. Le regalo un reloj nuevo que encontré en la sección «obsequios» del armario de George y Jane. Hablamos de que vea menos la televisión y lea más; le recomiendo libros que podrían suplir su costumbre de ver la tele: Charles Dickens, Jane Austen, George Eliot, las Brontë.

–Todos hombres.

Digo que no con la cabeza.

–George Eliot era una mujer, y también Austen y las Brontë. –Le prometo que le enviaré algunos–. Creo que te gustarán; son clásicos, y se parecen mucho a las telenovelas; de hecho, es de donde sacan las ideas los que las escriben.

–No exageres –dice.

–Mira Shakespeare, mira Romeo y Julieta, todo está ahí –le digo.

Ella coge su bolsa y se apea, planta un beso nebuloso en la ventanilla cerrada. Yo toco la bocina y agito la mano para despedirla.

Dos días después encuentran a la chica desaparecida en una bolsa de basura.

Muerta.

Vomito.

El locutor del telediario lo llama «un final trágico de esta historia».

Sé que no se trata de mí, pero me siento culpable; quizá es lo que siento con respecto a Jane, a Claire, a mis incursiones en Internet y a la mujer del A&P, que puede ser o no ser la chica muerta. Quizá no sea lógico, pero es real la intensidad con que me veo como un criminal, a pesar de mis recientes esfuerzos por rehabilitarme. Es sólo cuestión de tiempo que los policías se presenten en mi puerta. Pasan horas. Días. No tengo otras responsabilidades, sopesaré el suicidio. Puede que parezca una reacción exagerada, pero lo que trato de decir es que siento culpa, vergüenza y responsabilidad con una intensidad tremenda. Es evidente que no sólo por la chica muerta. Soy consciente del daño que he causado a todo el mundo, como si esta chica y Nate y Ashley no fueran reales, como si nada lo fuera, excepto la conmoción que llevo dentro..., hasta que ha sucedido todo esto, hasta que llegué a conocerles. Antes era indiferente. La profundidad con que ahora lo percibo todo, cuando no me conduce a la parálisis, me conduce al terror. Vomito otra vez.

Esta tarde, justo antes de anochecer, suena el timbre de la puerta. Está fuera, impaciente, sobre la baldosa del escalón.

–Pensé que estabas muerta –digo.

–¿Puedo entrar?

Oscilo entre la cólera y el alivio. Mi tolerancia por no saber, por la inconsciencia, se ha esfumado.

–¿Quién eres? –pregunto.

Ella no dice nada.

–Tu documento de identidad pertenece a una chica muerta.

–Lo encontré –dice.

–¿Dónde?

–En un cubo de basura.

–Tienes que llamar a la policía.

–No puedo.

–No voy a continuar esta conversación hasta que me digas tu verdadero nombre y tu dirección.

Le doy un post-it y un bolígrafo. Ella escribe la información y me devuelve el papel: Amanda Johnson.

–Voy a buscarte en Google –digo, alejándome..., y dejo abierta la puerta de la entrada.

–También podrías poner el nombre de mi padre: Cyrus o Cy.

–Lo haré –digo, gritando desde el fondo de la casa. Según Internet, Cyrus, su padre, que ahora frisa los ochenta, era el mandamás de una gran compañía de seguros y tuvo que dimitir a causa de un escándalo empresarial.

–Robó dinero –grita ella un momento después.

–Eso parece –digo–. Y tú fuiste la dama de honor en la boda de tu hermana menor, Samantha, y tocaste la flauta en la fiesta, «una flautista prometedora en su momento»... ¿Sigues tocando la flauta?

–Que te jodan –dice ella, que ha entrado en la casa y me encuentra sentado ante el escritorio de George–. Te dije que la tocaba.

–¿Entonces cómo se explica que tengas la identificación de una chica muerta? –pregunto.

–Te he dicho que la encontré.

–Y yo te he preguntado dónde.

–En un cubo de basura del aparcamiento de una iglesia.

–Y no se lo has dicho a la policía.

Dice que no con la cabeza.

–¿Por qué no?

–Porque tardé un tiempo en atar todos los cabos, y porque voy allí y quiero seguir yendo.

–¿A la iglesia?

Asiente.

–¿Los domingos?

–Entre semana. –Hace una pausa–. Tengo un problema.

–¿De bebida?

Niega con un gesto.

–¿Drogas?

–No.

–¿Sexo? –pregunto, con cierto sentimiento de culpabilidad.

Vuelve a negar con la cabeza.

–¿Entonces qué es?

Se echa a llorar.

–¿Tan malo es?

Asiente.

–Dímelo –digo–. En serio, Amanda, puedes decírmelo.

–No puedo –dice–. Si te lo digo nunca te fiarás de mí.

–No es que me fíe mucho ahora –digo.

Se ríe y empieza a llorar otra vez.

–¿Robas en las tiendas? ¿Comes cosas?

–Colchas –salta ella–. Coso colchas, ¿vale?

–Todos claudicamos alguna vez. ¿Quieres decir que lo haces mucho?1

–COLCHAS –grita–. HAGO PUTAS COLCHAS. Y si se lo digo a la policía no me creerán y entonces se descubrirá toda la maldita historia y se armará un lío enorme y estaré todavía más sola de lo que estoy.

–¿Sabes quién mató a la chica?

–No.

–Bueno, muy bien, es un comienzo.

Ella sigue llorando.

–Soy una mentirosa –salta.

–¿Sí sabes quién la mató?

Menea la cabeza.

–Soy una mentirosa compulsiva, miento continuamente. Por eso voy a ese grupo de la iglesia, es un grupo de embusteros; incluso ahora acabo de mentir. No hago putas colchas, y si se lo digo a la policía pensará que estoy mintiendo, porque estoy allí por eso. Por eso el otro día era tan importante para mí decirte la verdad sobre los bizcochitos de cereales y chocolate; el regalo que te compré y que me comí.

–Cálmate un poco –digo.

–¿Para qué voy a decírselo a la policía? –dice.

–Es una pista. Pongamos que a la chica le robaron, que el asesino quizá dejó algo suyo en el mismo cubo de basura, que quizá sus huellas dactilares están en el mismísimo documento de identidad que estás usando, que van a seguir todos los rastros que conducen hasta ti y a decir que la mataste tú.

–Quizá debería quemar el documento –dice.

–Eso es destruir pruebas –digo–. ¿Qué tal si vas a la policía y dices: «Hola, he encontrado estas cosas en un cubo de basura y me he dado cuenta de que pertenecen a la chica encontrada dentro de la bolsa»?

–Es fascinante lo que encuentras en la basura –dice ella.

–¿Por qué miraste dentro del cubo?

–No lo sé. Me llamó la atención algo. Tuve un novio que rebuscaba en los grandes contenedores de basura.

–¿Por qué te apropiaste de la identidad de otra persona?

–¿Nunca has sentido necesidad de ser otro? –dice.

Doy a entender que no con un gesto de los hombros.

–Estaba trabajando, tenía un empleo, vivía en Brooklyn. Me gustaba mucho aquello. Salía con aquel chico, tenía defectos pero un cuerpo cálido; teníamos una gata. Y entonces mi madre se cayó y como mi padre no podía atenderla yo volví a casa y fue como hundirse en arenas movedizas. Tuve que dejar el trabajo, mi novio no era muy partidario de casarse. Seamos realistas, no lo alarguemos, dije, pero volveré pronto. No me creyó. Se quedó con la gata, no me dejaba verla ni hablarle; dice que soy una madre incapaz.

–¿Tus amigos?

–A mi novio no le gustaba casi ninguno de mis amigos y yo casi los tenía abandonados. Perdí mi seguridad social y dejé de tomar la medicación y empecé a tomar la de mi madre, que está cubierta..., pero no es exactamente la misma.

–Tengo montones de medicinas –le ofrezco, y me pregunto si todo el mundo está medicado.

Ella no dice nada.

–Todavía tengo la sensación de que falta algo en este cuadro; ¿cuidas a tus padres y finges que eres otra persona? ¿Amanda? –repito el nombre–. ¿Amanda siempre ha sido tu nombre?

–¿Te estás metiendo conmigo? Me parece que me estás atacando.

–Sólo intento comprender. Cuando cuidas a tus padres, ¿eres tú o la otra persona..., la identidad asumida?

–Cuando cuido a mis padres vivo en el dormitorio donde crecí, con los mismos libros y juguetes en la estantería, y es como si acabara de volver a casa después de clase y me los encontrara allí por casualidad, sentados en el sofá del cuarto de estar, pero quizá mi padre ahora se ha mojado los pantalones.

–¿Saben en qué año vivimos?

–A veces, y a veces cambia constantemente a lo largo del día. «¿Tienes deberes?», me pregunta mi madre. «Unos cuantos», digo. «Quizá tenga que ir a la biblioteca; la madre de fulanita me lleva en su coche.» Cuando los llevo al médico ella me pregunta: «¿Cómo has aprendido a conducir, y te llegan los pies a los pedales?»

–¿Y tú qué dices?

–Que soy alta para mi edad. –Hace una pausa–. Así es mi vida por el momento –dice.

–¿Y más adelante?

–Me iré y no volveré nunca.

Dice esto y me asusto: en realidad no la conozco y ya me siento abandonado. Pensamientos velocísimos: ¿Y yo? Llévame contigo; iremos a Europa, recorreremos el mundo entero.

Ella nota el cambio en mi expresión.

–Oh, vamos –dice–. ¿En serio? Vives en la casa de tu hermano, te pones su ropa, y yo vivo con mis padres: ¿no te parece que entre nosotros hay una relación?

–Tenemos que encontrar al tipo que metió a la chica en la bolsa de la basura. Me sentiría mucho mejor si este caso estuviera resuelto.

Se dispone a marcharse.

–Has visto demasiada tele.

De nuevo, por la mañana, me reclama el teléfono. Contesto rápidamente, pensando que podría ser ella.

–¿Hablo con Harold? –pregunta una mujer.

–Sí.

–Buenos días, Harold –dice–. Soy Lauren Spektor, la directora de celebraciones de la sinagoga.

–No sabía que hubiese un director de celebraciones.

–Es un puesto nuevo –dice–. Antes trabajaba en una urbanización en City Opera. –Otra pausa, como si estuviese repasando el guión–. Estamos revisando nuestro calendario y veo que tenemos a Nathaniel apuntado para un bar mitzvah el 3 de julio. –Otra pausa–. Me preguntaba cuál es la situación a este respecto.

–Buena pregunta.

–¿Sabe hebreo Nathaniel? ¿Ha estado estudiando? Nadie de aquí sabe nada del chico...

–En realidad –digo–, intenté concertar una cita con el rabino hace un tiempo, pero su ayudante pidió una aportación de nada menos que quinientos dólares y me pareció desalentador.

Hay una larga pausa.

–Se ha abordado esa cuestión.

–¿La mujer china ya no trabaja en el templo?

–Ha vuelto al colegio –dice Lauren Spektor.

–Bien –digo–. Es de esperar que encuentre algo que le convenga.

–Está estudiando en la yeshivá.

Se instaura entre nosotros un silencio contemplativo.

–Hay dos maneras de tratar este asunto –dice Lauren–. Puedo ponerle en contacto con unos organizadores de fiestas y con nuestros proveedores de cátering preferidos, flores, kipás personalizadas, o podemos optar por un aplazamiento; detesto emplear la palabra «anulación».

Algo en su tono me da la sensación de que podría no haber un bar mitzvah en el templo el 3 de julio.

–El templo cuida su imagen; entre su hermano y su mujer y el Ponzi, hemos estado un poco más en candelero de lo que la comunidad desearía.

Inhalo una bocanada de aire y empiezo de nuevo.

–Dígame, Lauren Spektor, ¿existe todavía algo que se llama la comida de hermandad?

–¿Se refiere a la ensalada de huevo, atún y cantidad de tomates cherry?

–Eso mismo.

–Desapareció hace mucho –dice–. Nuestro almuerzo actual es sobre todo para mujeres trabajadoras que no tienen tiempo de cocinar, pero tenemos varios proveedores que ofrecen algo parecido. –Hace una pausa–. No es mi intención presionarle, pero me gustaría conocer la respuesta lo antes posible. Hay una pareja gay que quiere casarse esa mañana; quieren que la ceremonia haya acabado a las once para salir hacia los Pines el fin de semana y evitar el tráfico.

–Habrá que tenerlo en cuenta –digo, por lo demás sin saber qué decir–. Como puede imaginar, estoy un poco en ayunas sobre los planes que han podido hacerse.

–Yo diría que Jane tenía un historial; todo el mundo lo tiene –dice Lauren–. Además, dejó un depósito. Normalmente no es reembolsable, pero estamos dispuestos a cooperar con usted. Estudiaremos la posibilidad de una devolución parcial.

–¿De cuánto era el depósito? –pregunto.

–Dos mil quinientos dólares –dice–. Entonces, ¿qué hacemos? –Déjeme hablar con Nate y la llamaré.

–Ha sido una dura prueba para todo el mundo –dice ella. –Así es.

Cuando abordo la cuestión del bar mitzvah con Nate, se le quiebra la voz. Me lo estaba temiendo.

–No creo que pueda; me entristece muchísimo. Era un proyecto de mamá.

–¿No podrías hacerlo por ella..., en su honor?

–No puedo imaginarme a toda la gente que nos conoce mirándome y pensando que soy un superviviente. No me veo escribiendo las notas de agradecimiento por todos los iPods y toda la mierda que me regalan y que significa más para ellos que para mí, porque la verdad es que no quiero más cosas. No me imagino que un «dios» en el que yo creo piense que es lo que se debe hacer. –Hace un alto para respirar–. Si soy sincero –prosigue–, no quiero mover un dedo para volver a reunir a toda la familia. La gente habla de la familia nuclear como si fuera la familia perfecta, pero no dice nada sobre la fusión accidental de un reactor. –Se interrumpe–. ¿Tú hiciste el bar mitzvah?

–Sí –digo.

–¿Y? ¿Fue una buena experiencia?

–¿Quieres que te cuente mi bar mitzvah? –Hago una pausa–. Mis padres no querían que se me subiera a la cabeza, como si tener un concepto decente de ti mismo causara algo parecido a una encefalitis de la que quizá no te recuperes; así que compartí mi bar mitzvah con Solomon Bernstein. Me lo presentaron como un buen arreglo, más barato, y como los Bernstein estaban más arriba en la cadena trófica introducía a mis padres en el círculo de la gente bien.

–En el fondo, ¿fue todo por tus padres?

–Sí. –Hago una pausa–. Después de la ceremonia hubo lo que llamaban una comida de hermandad. Todas las mujeres del templo prepararon una ensalada de huevo y atún. Hubo gente que se intoxicó con la comida; por suerte no murió nadie. Pero posteriormente cambiaron las normas: todas las comidas tenían que prepararse en el templo, y todos usaban la mayonesa Hellman’s y no la Miracle Whip, que se consideraba comida goy y no era de fiar.

–¿Comida goy?

–Según mi madre, tu abuela, todas las cosas, productos, alimentos, etcétera, se dividen entre judíos y no judíos.

–¿Por ejemplo?

–Pasta de dientes Crest: judía; Colgate: no judía.

–¿La Tom? –pregunta Nate.

–Atea o unitarista. La ginebra es no judía, lo mismo que Belvedere, Ketel One o cualquier licor artesanal, excepto Manischewitz, que es judío. En cualquier hogar judío podrías encontrar una sola botella de licor de color miel que nadie recuerda si es scotch o bourbon; rara vez dos, nunca tres. La crema de menta sobre helado de vainilla ha sido asimilada como judía. El Mahjong y el pinacle son judíos.

–Sigue contando tu bar mitzvah –dice Nate.

–Había dos mesas de regalos, una con mi nombre y la otra con el de Solomon, y durante toda la fiesta yo iba y venía para comprobar qué montón era el más alto, cuál me apetecía más.

–¿Y?

–Era difícil decirlo, porque alguien me regaló una enciclopedia entera y cada tomo estaba envuelto por separado. Lo que más me gustó fue un par de prismáticos que le habían regalado a Solomon pero que acabaron entre mis regalos.

–¿Cómo supiste que eran para Solomon?

–Por la tarjeta: «Para Solly, con el cariño de la tía Stelle y el tío Ruven.» Mi padre quería que se los devolviera a Solomon, pero yo me negué. Cogí los prismáticos y los escondí fuera, debajo de la casa.

–¿No es razonable esperar que un rito de iniciación tenga efectos beneficiosos o sea en general algo positivo? –pregunta Nate–. ¿Y perder la virginidad?

–Mira, Nate, soy mucho más viejo que tú. No quiero que sufras una desilusión.

–¿O sea que ahora revientas la burbuja? –pregunta–. ¿Quieres que me sienta tan desgraciado como tú?

–No –digo, terminantemente, y luego me callo–. Sólo quiero protegerte.

–¿De qué?

–¿De la vida? –sugiero.

–Demasiado tarde –dice–. ¿Alguna vez le devolviste los prismáticos a Solomon?

–Le conté toda la historia un día, en el colegio. «Quédatelos», me dijo, «yo ya tengo prismáticos.» –Hago un alto–. Creo que nunca le he contado esta historia a nadie.

–¿Ni siquiera a Claire?

–Ni siquiera.

Hay una pausa.

–¿Por qué no tenéis hijos Claire y tú? –pregunta Nate.

–Claire tenía miedo de ser una madre demasiado fría; creía que no era capaz de amar realmente y que un niño sufriría.

–¿Y?

–Yo estaba de acuerdo.

Hay una larga pausa.

–Yo antes rezaba –dice Nate–. Todas las noches rezaba una oración para estar a salvo; siempre creí que había algo más grande, una idea más amplia. No sé muy bien lo que creo ahora; mi relación con la fe ha cambiado.

–Entonces, ¿debo entender que no piensas hacer el bar mitzvah?

–Pensaba que esto era una conversación.

–Tienes razón. No tienes que decidirlo esta noche.