Capítulo 9
No estoy seguro respecto al tiempo que permanecimos en silencio. Un silencio que el silbido de las lámparas y el ululante lamento del viento hacían más profundo. Debió durar unos diez segundos que se alargaron hasta producimos la impresión de una eternidad en la que nada ni nadie se movió, ni siquiera los ojos. Los de Allen estaban clavados con una fascinada incomprensión sobre la mano de Judith Haynes que sostenía el botón, los otros ojos miraban a Allen. Un pequeño botón forrado en cuero nos había esclavizado a todos.
Judith Haynes fue la primera en moverse. Se alzó lentamente, como si la acción requiriera un esfuerzo tremendo de mente y de músculos, y permaneció de pie unos momentos sin saber qué hacer. Parecía tranquila y resignada. Como ésta no era la reacción que esperaba di una mirada a Conrad y a Smithy. Nuestros ojos se encontraron y Conrad parpadeó brevemente señalándome que había captado el mensaje. Smithy no perdió de vista ninguno de los movimientos de Judith. Cuando comenzó a alejarse del cadáver de su esposo, ambos hombres se movieron con disimulo para cerrarle el camino en dirección a Allen, donde claramente parecía dirigirse. Judith se detuvo, los miró, sonrió y dijo:
—No será necesario —le arrojó el botón a Allen. El muchacho lo cogió en una reacción involuntaria y lo mantuvo en su mano mirándolo, luego levantó los ojos, perplejo, hacia donde se encontraba Judith, quien volvió a sonreír—. Va a necesitarlo ¿no es verdad? —y se encaminó hacia su cabina.
Me relajé y sentí que los demás hacían lo mismo, pude oír la respiración aliviada de los que estaban cerca. Dejé de mirar a Judith para observar a Allen. Haberme relajado tan pronto fue un error; intuía que la calma de Judith y su trágica resignación no alcanzaban con su personalidad, pero las atribuí a los efectos de la impresión recibida.
—¡Tú lo mataste, tú lo mataste!
Su voz resonó como el alarido de una loca y con la misma furia demencial atacó a Mary Darling. La muchacha cayó de espaldas y la mujer se lanzó encima con los dedos arqueados mientras gritaba:
—¡Perra, puta, arrastrada, asquerosa, asesina! ¡Tú lo mataste! ¡Tú mataste a mi esposo! ¡Tú! ¡Tú!
Mientras sollozaba y lanzaba enloquecidos insultos, cogió a Mary Darling por los cabellos e intentó clavarle las uñas en los ojos. La muchacha estaba paralizada por la sorpresa y había perdido sus enormes anteojos. Smithy y Conrad intervinieron. Ambos eran fuertes, pero Judith luchaba con la ferocidad de un tigre rabioso y tenía de su parte, además, al par de perros histéricos de excitación. Les costó dominarla. Con toda la fuerza de su locura aún tironeaba el cabello de Mary. Smithy tuvo que retorcerle la muñeca sin contemplaciones y con violencia para que lo soltara aullando de dolor. La arrastraron, mientras continuaba gritando histérica, a todo pulmón. Ya no trataba de pronunciar palabras, se limitaba a lanzar unos horribles aullidos de animal agónico. De pronto, se calló, se le doblaron las rodillas y Smithy y Conrad aflojaron la presión mientras caía al suelo. Conrad, pálido y respirando con dificultad, me dijo:
—¿Es éste el segundo acto?
—No. El desmayo es verdadero. Llévenla a su cabina, por favor.
Miré a la aterrorizada Mary, pero vi que no necesitaba mis servicios. Allen, olvidando sus propias heridas, se había arrodillado a su lado y con un pañuelo bastante sucio le estaba limpiando los tres profundos arañazos de su mejilla izquierda. Los dejé y me fui a mi camarote, preparé una jeringa y me dirigí al de Judith Haynes. Smithy y Conrad permanecían vigilantes, los acompañaban Otto, el Conde y Goin. Otto vio la inyección y me sujetó el brazo.
—¿Es para mi hija? ¿Qué va a hacerle? Ya pasó todo, mírela por el amor de Dios. ¿No se da cuenta de que está inconsciente?
—Y voy a encargarme de que siga inconsciente durante horas y horas, es lo mejor para ella y para todos los demás. Lo siento por su hija, ha sufrido una impresión tremenda, pero ése no es un problema médico. Lo que me preocupa es su estado actual y la mejor manera de ayudarla en su estado de desequilibrio e inestabilidad, que además es sumamente peligroso. ¿O tengo que pedirle que vuelva a ver cómo dejó a Mary Darling?
Otto titubeó, pero Goin con su habitual calma para razonar vino en mi ayuda.
—El doctor Marlowe tiene razón Otto. Es por el bien de Judith; después de una impresión semejante, un largo descanso sólo puede ser beneficioso. Un calmante es lo mejor.
Yo no estaba tan seguro, habría preferido una camisa de fuerza, pero le agradecí a Goin con un gesto. La inyecté, ayudé a meterla en un saco de dormir, me encargué de que le pusieran el suficiente número de mantas, y la dejé. No me gusta que una persona que se encuentra bajo los efectos de un sedante esté acompañada por animales, especialmente si están muy nerviosos, así que me llevé los perros y los encerré en mi cabina.
Allen había sentado a Mary sobre un banco y todavía le limpiaba la mejilla. La muchacha había dejado de sollozar y respiraba con dificultad. Fuera de las magulladuras, lo peor tuvo que ser la experiencia, que, aunque muy breve, debió resultar horrenda. Lonnie estaba cerca, la miraba compasivamente y movía la cabeza.
—Pobre, pobre criatura. Pobre muchachita,
—No le pasará nada. Incluso haciéndole una curación superficial, no le van a quedar cicatrices.
Miré el cadáver de Stryker y decidí que trasladarlo al cobertizo del tractor era lo primero que debíamos hacer. Fuera de Allen y Lonnie, nadie tenía ojos para otra cosa, y aunque sacándolo de la vista no iba a quitarlo de las cabezas de la gente, la ausencia del cuerpo mutilado ayudaría a levantarles la moral. Volví a escuchar a Lonnie.
—No estaba hablando de Mary, sino de Judith. Es una pobre criatura solitaria.
Lo miré. Ya lo conocía bastante como para saber que era incapaz de duplicidad o disimulo. Estaba tan triste como la voz con que hablaba.
—Lonnie, usted nunca terminará de sorprenderme.
Encendí la estufa a petróleo, puse agua a calentar y me dirigí hacia el cuerpo de Stryker. Smithy y Conrad estaban preparados y no tuve que decirles nada. Lonnie insistió en acompañarnos para abrir las puertas y sostener la linterna. Dejamos el cuerpo en el cobertizo y volvimos a la cabaña principal. Smithy y Conrad entraron, pero Lonnie parecía no tener intención de seguirlos. Se quedó parado, perdido en sus pensamientos, ignorando un viento tan fuerte que obligaba a inclinarse para caminar, la nieve que golpeaba con la violencia de una ventisca y el continuo e intenso frío. Dijo:
—Creo que me voy a quedar aquí afuera un poco. No hay nada mejor que un poco de aire fresco para despejar la cabeza.
—No lo creo —repliqué, quitándole la linterna y dirigiendo el brazo de luz al cobertizo más próximo—. Me temo que su objetivo esté allí dentro a la izquierda.
Puede que Olympus Productions hubieran tenido deficiencias en el logro de provisiones, pero hay que reconocer la forma generosa en que nos habían surtido de bebidas alcohólicas.
—Mi querido amigo —me dijo, recuperando la linterna con mano firme—, yo mismo supervisé personalmente su almacenaje.
—Y aquí no va a tener ningún problema. No hay cerraduras.
—Y aunque las hubiera. Otto me daría las llaves.
—¿Otto le daría las llaves? —pregunté con cautela.
—Por supuesto. ¿Cree que soy un ratero profesional que camina por el mundo con un surtido de llaves maestras para abrir cajas fuertes? ¿Quién cree que me dio las llaves del armario que está en el salón del Morning Rose?
—¿Otto? —pregunté, divertido.
—Naturalmente.
—¿Qué tipo de chantaje usa, Lonnie?
—Otto es un hombre muy bondadoso —respondió con toda seriedad—. Creía habérselo dicho.
—Se me había olvidado.
Lo observé pensativo mientras caminaba despacio sobre la nieve para dirigirse al cobertizo donde se guardaban las provisiones. Luego, entré en la cabaña principal.
La mayoría de las personas, ahora que Stryker había desaparecido, tenían centrada su atención en Allen. El muchacho estaba consciente de ello, porque ya no rodeaba a Mary con el brazo, aunque continuaba frotándole la mejilla con el pañuelo. Conrad claramente estaba más entusiasmado con Mary Stuart. Durante los dos últimos días había buscado su compañía cada vez que pudo y se encontraba sentado a su lado frotándole una de las manos para calentársela. Me imagino que la querida Mary debió quejarse de la temperatura, apenas sobre cero. Se la veía algo reticente mientras sonreía levemente incómoda, pero era obvio que no tenía mayores objeciones contra el tratamiento. Otto, Goin, el Conde y Divine conversaban en voz baja cerca de una estufa. Divine no intervenía en lo que se hablaba, se limitaba a servir de camarero distribuyendo botellas y vasos, bajo la maniática vigilancia de Otto, quien me hizo un gesto para que me acercara.
—Después de todo lo que hemos tenido que soportar, creo que necesitamos un reconstituyente —dijo. El que distribuyera su provisión privada con tanta generosidad era el mejor indicio del grado de intensidad de Ja impresión que había recibido—. Además, así tenemos tiempo para decidir qué vamos a hacer con él.
—¿Con quién?
—Con Allen, por supuesto.
—Lo siento, pero no podré acompañarles ni en la bebida ni en las deliberaciones. Tengo unas curaciones que hacer. Discúlpenme.
Le hice un gesto a Allen y a Mary Darling, que me miraban preocupados. Cogí el agua caliente de la estufa, puse un mantel sobre la desvencijada mesa, coloqué un recipiente, los instrumentos que podía necesitar y me dirigí hacia donde se encontraban Conrad y Mary Stuart.
Al igual que todos los demás, estaban hablando en voz tan baja que prácticamente susurraban, ya fuera porque tío deseaban que los oyeran o porque todavía sentían vecina la presencia de la muerte, no lo sé. Conrad, lo que no me sorprendió en absoluto, masajeaba ahora con entusiasmo la otra mano. No creo que tuviera que insistir mucho para que se la pasaran. Dije:
—Lamento interrumpir esta sesión de primeros auxilios, pero quiero curar a Allen un poco. No sé si la querida Mary podría encargarse de Mary Darling un rato.
—¿«Querida» Mary? —preguntó Conrad, levantando una ceja.
—Así la llamo yo cuando estamos solos de noche.
Mary esbozó una sonrisita como única reacción.
—Querida Mary —repitió Conrad—. Me gusta. ¿Puedo llamarla así yo también?
—No sé —respondió medio en broma—, tal vez el doctor haya registrado el nombre y quiera cobrar derechos de autor.
—Puede usarlo sin tener que pagar por ahora. Siempre puedo rescindirle el permiso. ¿Qué conspiraban?
—Bien —dijo Conrad—, nos gustaría conocer su opinión. La piedra ésa, la roca con que asesinaron a Stryker, pesaría unos treinta kilos ¿verdad?
—Aproximadamente.
—Le pregunté a Mary si podría levantar una piedra de ese peso por sobre su cabeza y me contestó que la idea era ridícula.
—A no ser que fuera una levantadora de pesas olímpica disfrazada, la pregunta es ridícula. No puede hacerlo ¿y qué?
—Bueno, mírela —señaló con la cabeza a la otra Mary—, pura piel y huesos. No sé cómo…
—No deje que Allen escuche lo que piensa de ella.
—Usted me entiende. Una piedra de ese tamaño y Judith la llama «asesina». Estaba afuera buscando junto con los demás, de acuerdo, pero…
—Creo que la señorita Haynes quiso decir otra cosa.
Los dejé. Llamé a Allen y me volví hacia Smithy, que estaba sentado cerca. Le dije:
—Necesito un ayudante, ¿se siente con ánimos?
—Por supuesto —se levantó—. Cualquier cosa con tal de no pensar en el informe que debe estar escribiendo sobre mí, el capitán Imrie.
No había nada en la cara de Allen que yo pudiera hacer mejor que la naturaleza, de modo que me concentré en la herida de la nuca. La congelé, afeité el cabello que rodeaba el área y le indiqué a Smithy con la cabeza que le diera una mirada. Lo hizo. Sus ojos se dilataron, pero no dijo nada. Le di ocho puntos a la herida y la cubrí con un parche. Durante toda la operación no habíamos intercambiado palabra. Allen estaba sumamente consciente de la situación. Dijo:
—No tiene mucho que decirme ¿verdad, doctor Marlowe?
—Un buen cirujano nunca elogia su labor.
—Cree lo mismo que los demás ¿no es cierto?
—No lo sé. Ignoro lo que los demás creen. Bien, ya está. Péinese hacia atrás y no se le notará la calvicie prematura.
—Bueno, gracias —se dio vuelta para mirarme y agregó—: Mi futuro se presenta bastante negro, ¿no le parece?
—Como médico diría que no.
—¿Quiere, decir que… que no cree que yo lo hice?
—No se trata de creer sino de saber. Ha tenido un día muy pesado y está más deshecho de lo que piensa. Además, cuando esa anestesia desaparezca, le va a doler un poco. Su cabina es vecina a la mía ¿verdad?
—Sí, pero…
—Vaya y acuéstese durante un par de horas.
—Sí, pero…
—Le mandaré a Mary apenas la haya curado.
Hizo como que quería hablar, pero desistió agotado y se marchó. Smithy comentó:
—Una herida bastante mala, la de la nuca, quiero decir. Tuvo que ser un tortazo tremendo.
—Tuvo suerte de que no le fracturaran el cráneo y mucha más de no sufrir una conmoción cerebral.
Smithy quedó pensativo un momento, luego dijo:
—Yo no soy médico y no sirvo para hacer frases, pero ¿esto no cambia un poco el panorama?
—Yo soy médico y puedo decirle que sí.
Volvió a reflexionar y explicó:
—Especialmente cuando se mira de cerca a Stryker.
—Especialmente cuando se lo mira de cerca.
Hice entrar a Mary Darling. Estaba pálida, asustada y tenía un aire de niñita perdida, pero se controlaba. Miró a Smithy, quiso hablar, titubeó, cambió de opinión y me permitió hacer lo que pude. Lavé y desinfecté los arañazos, los cubrí cuidadosamente y le dije:
—Le va a picar muchísimo dentro de poco, pero si resiste la tentación de sacarse las costras, no le quedarán cicatrices.
—Gracias, doctor —parecía muy triste—. ¿Puedo hablar con usted?
—Por supuesto.
Miró a Smithy y agregó:
—Puede hacerlo con entera confianza. No habrá comentarios.
—Sí, sí, lo sé, pero…
—El señor Gerran está repartiendo whisky gratis —dijo Smithy encaminándose hacia la puerta—. Nunca me perdonaría no aprovechar una ocasión que puede ocurrir una sola vez en la vida.
Mary me agarró de las solapas incluso antes de que Smithy hubiera terminado de cerrar la puerta. Tenía en el rostro una expresión frenética, una mirada tan desesperada, que en ese momento comprendí lo que debió haberle costado mantener la compostura delante de Smithy.
—Allen no lo mató, doctor Marlowe. No lo hizo, sé que no. Se lo juro. Me doy cuenta de que todo está en su contra, la pelea por la mañana, esta otra pelea y el botón… en la mano del señor Stryker. Pero sé que no lo mató, me dijo que no lo había hecho. Allen no me mentiría ¡no podría mentirme! Es incapaz de hacer daño a nadie, no sabría cómo hacerlo. No podría matar a nadie. Y yo no lo maté —empuñó las manos hasta que sus nudillos se hincharon, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Era como si, por alguna extraña razón, quisiera impresionarme. Ignoro lo que había sufrido en sus pocos años, pero la vida no la había preparado ni para esos momentos ni para ese tipo de situaciones. Moviendo la cabeza con desesperación, insistía—: Yo no lo maté, yo no lo maté. Me llamó asesina, me dijo asesina delante de todos. A mí, que no sería capaz de matar a nadie, doctor Marlowe. Yo…
—Mary —dije, deteniendo su histeria con el simple procedimiento de poner mis dedos sobre sus labios—, no creo que pudiera matar ni a una mosca sin tener remordimientos de conciencia más tarde. Diría lo mismo de Allen. Bueno, si se tratara de una mosca particularmente molesta tal vez se decidieran, pero no me atrevería a apostarlo.
—Doctor Marlowe, eso quiere decir… —musitó, luego de sacar mi mano de su boca y mirarme intensamente.
—Eso quiere decir que es un pequeño pajarito absurdo. Ambos hacen una buena pareja de pájaros absurdos. No se trata de que crea que Allen o usted tuvieran algo que ver con la muerte de Stryker. Sé que no lo asesinaron.
—Doctor Marlowe, está tratando de ayudamos porque es muy bueno —replicó, sorbiendo por las narices.
—Vamos, cállese. Puedo probarlo.
—¿Puede probarlo? ¿De veras puede probarlo? —preguntó con un resplandor esperanzado en sus ojos tristes. No sabía si creerme o no. Pareció decidirse en contra, porque negó con la cabeza y agregó torpemente—: Ella dijo que lo maté.
—La señorita Haynes hablaba en sentido figurado y, aunque está equivocada de todas maneras, lo que quiso decir es que usted fue el factor que precipitó la muerte de su esposo. Por supuesto que es falso.
—El factor que precipitó…
—Sí —le expliqué, sacando sus manos de mis arrugadas solapas y manteniéndolas entre las mías, en mi mejor estilo paternal—. Dígame, Mary, ¿coqueteó alguna vez con Michael Stryker a la luz de la luna?
—¿Yo?
—Mary…
—Sí. Quiero decir no, no, nunca.
—Aclaremos esta confusión. Déjeme preguntárselo de otra manera: ¿le dio alguna vez a la señorita Haynes la impresión de que usted coqueteaba con su marido?
—Sí —respondió y volvió a sorber por las narices—, pero no fui yo sino él.
Disimulé mi asombro y la miré alentándola a proseguir. Continuó:
—El día que zarpamos de Wick me invitó a su camarote. Estaba solo. Me dijo que quería discutir conmigo algunos aspectos de la película…
—E introducir novedades.
Me miró sin comprender y prosiguió:
—Pero no era eso lo que quería. Tiene que creerme, doctor Marlowe. ¡Tiene que creerme!
—Le creo.
—Cerró la puerta, me abrazó y entonces…
—Ahórrele los detalles espeluznantes a mi mente virgen. Cuando el villano estaba tratando de obligarla a aceptar sus atenciones, se oyeron en el corredor unos pasos femeninos. El villano rápidamente adoptó una actitud que la hiciera aparecer a usted a punto de violarlo. Cuando la puerta se abrió, hizo su entrada nada menos que su esposa. Encontró al pobre hombre defendiéndose de la lúbrica secretaria permanente y gritando: «No, no, señorita, contrólese. Jamás una cosa semejante» o algo parecido.
—Así fue, más o menos —parecía más desdichada que nunca con sus ojos dilatados—. ¿Cómo lo supo?
—Este mundo está lleno de Strykers. La escena siguiente debió ser muy desagradable.
—Hubo dos escenas —explicó con voz apagada—. Algo parecido volvió a ocurrir en la cubierta superior la noche siguiente. Ella me dijo que le informaría a su padre, el señor Gerran, Cuando su esposa no estaba presente, por supuesto, el señor Stryker me amenazó con despedirme si creaba problemas. Era uno de los ejecutivos, como usted sabe. Más tarde, cuando me hice amiga de Allen, dijo que nos despediría a los dos y que se encargaría de que nunca volviéramos a tener trabajo en el cine. Allen insistió en que era un error aceptar una situación semejante cuando ninguno de los dos había hecho nada malo, entonces…
—Entonces trató de hacerle ver lo erróneo de su conducta y, por consiguiente Stryker lo aporreó. No se inquiete, ninguno de los dos tiene nada de qué preocuparse.
Encontrará a su herido caballero andante en la cabina del lado, Mary —sonreí y le acaricié con ternura la mejilla hinchada—. Va a ser un espectáculo digno de verse: el sueño de amor de dos jóvenes llenos de parches. Lo ama, Mary ¿verdad?
—Por supuesto —me miró solemne—. Doctor…
—No lo diga, ya sé que soy maravilloso.
Sonrió casi dichosa y se marchó. Smithy debía haber estado esperando su partida porque entró inmediatamente. Se lo conté todo.
—Tenía que ser algo así —dijo—. La verdad siempre resulta evidente cuando se la tiene colgada enfrente y uno se golpea contra ella. Y ahora ¿qué?
—Ahora creo que hay que hacer tres cosas: la primera es aclarar la inocencia de los dos pichones de la cabina del lado. No es lo más importante, pero son tan sensibles que creo que les gustaría estar de nuevo en buenas relaciones con el resto del equipo fílmico. La segunda es que no tengo la menor intención de quedarme perdido aquí durante los próximos veintidós días; un par sería suficiente para presionar al desconocido, o a los desconocidos, para que se produzca algo.
—Yo diría que ya se han producido bastantes novedades.
—Puede que tenga razón. La tercera cosa es que podríamos simplificamos la vida y hacerla más segura para ambos si todos están vigilando. Así sería más difícil que nos sorprendieran por la espalda, desprevenidos.
—Acaba de tocarme un nervio muy sensible. Pongamos en acción su plan de inmediato. ¿Una charla con toda la compañía reunida?
—Exacto. Le sugerí a Allen un par de horas de descanso, pero creo que tanto él como Mary deberían estar presentes. ¿Qué le parece?
Smithy salió y se dirigió a donde estaban los otros. Goin, Otto y el Conde estaban provistos de sendos vasos, como casi todos los demás, y continuaban su solemne cónclave en voz baja. Otto me indicó que me acercara.
—Un momento —respondí.
Salí fuera, tosí y tuve que contener el aliento cuando el intenso frío penetró en mis pulmones. Recorrí penosamente el camino hacia la cabaña de las provisiones en medio de la tormenta de nieve. Lonnie estaba sentado sobre unos cajones. Examinaba amorosamente contra la luz de su linterna, el contenido ámbar de su vaso. Al verme, dijo:
—Nuestro peripatético curandero. Cuando uno bebe un vino noble como éste…
—¿Vino?
—Una figura literaria. Cuando uno bebe un noble whisky como éste, la mitad del placer está en la satisfacción visual. ¿Ha intentado beber en la oscuridad? Chato, rancio, carente de bouquet. Aquí debe haber una buena cantidad —señaló con su vaso en dirección del embalaje de botellas, en una pared—. Volviendo a nuestras conversaciones anteriores, si tienen bares aquí, en la Isla del Oso, con toda seguridad…
—Lonnie, se está perdiendo dádivas espléndidas en este momento; Otto está regalando noble vino. Lo reparte en unos vasos inmensos.
—Estaba a punto de irme —empinó la cabeza y tragó rápidamente—; temo que me consideren un misántropo.
Me llevé a este amante de la raza humana a la cabaña central y conté a los que se encontraban allí: 21, incluyéndome a mí, tal como debía ser. El número 22, Judith Haynes, estaba completamente inconsciente y permanecería así por horas. Otto volvió a llamarme y fui hacia él.
—Hemos tenido lo que podría denominarse un consejo de guerra —dijo en tono rimbombante—, y hemos llegado a una conclusión. Nos gustaría conocer su opinión al respecto.
—¿Qué importancia puede tener mi opinión? No soy más que un empleado como todos los demás que están aquí, fuera de ustedes tres y de la señorita Haynes.
—Considérese como un director adoptado —dijo el Conde con generosidad—, por el momento y sin sueldo, por supuesto.
—Su opinión sería valiosa —agregó sucintamente Goin.
—¿Respecto a qué?
—A lo que nos proponemos hacer con Allen —explicó Otto—. Ya sé que legalmente se considera inocente a toda persona mientras no se demuestre lo contrario. No tenemos ningún deseo de actuar con poca humanidad, pero para protegernos sencillamente…
—Quiero hablarle de eso —dije—, de protegernos. Quiero hablar con todos y, de hecho, es lo que voy a hacer en este momento.
—¿Qué es lo que pretende? —preguntó. Otto. Cuando se lo proponía, lograba hacer que sus cejas adquirieran un aire de decidida prohibición.
—Decir unas pocas palabras solamente. No les quitaré nada de tiempo.
—No puedo permitirlo —dijo Otto, altanero—. Por lo menos, antes de que nos haya informado de lo que piensa decir y hayamos dado nuestro consentimiento.
—Su consentimiento es innecesario —comenté con indiferencia—; no necesito permiso cuando voy a hablar de algo que puede afectar vidas humanas. Supongo que conocerá la diferencia entre alguien que está vivo y un cadáver.
—Se lo prohíbo. Le recuerdo lo que usted mismo acaba de decirme —se le había olvidado la necesidad de manejar los asuntos delicados en tono de conspirador y todos nos escuchaban con suma atención—, no es más que mi empleado, señor Marlowe.
—Y éste será mi último acto como empleado fiel —me serví una ración del whisky de Otto, presumiendo que no estaba envenenado ya que él y varios otros lo bebían. Dije—: ¡Salud para todos! Y no es un brindis ligero o convencional; vamos a necesitarla antes de partir de esta Isla y esperemos que ninguno de nosotros tenga la mala suerte de perderla. En cuanto a mi empleo, Gerran, acepte mi renuncia desde este mismo momento. No me interesa trabajar para idiotas. Y, lo que es más importante, no me interesa trabajar para idiotas que pueden ser también bribones.
Esto último lo silenció por completo. El color rojizo de su rostro indicaba que tenía dificultades para respirar. Observé que el Conde conservaba una expresión interrogadora y que la cara de Goin estaba impasible como si aún se reservara emitir un juicio. Miré a mi alrededor, y comencé:
—Ya sé que es ridículo decir que, hasta ahora, nuestro viaje ha sido singularmente desafortunado y que hemos tenido mala suerte. Nos hemos visto asolados por una serie de sucesos trágicos y extraños. Tenemos la muerte de Antonio. Pudo haber sido un accidente desdichado, pero también pudo deberse a un asesinato premeditado o a que resultó ser la desventurada víctima de un atentado dirigido contra otra persona. Lo mismo puede decirse de Moxen y Scott, los dos camareros. El señor Gerran, el señor Smithy, Oakley y Cecil, aquí presentes, sufrieron atentados similares. Lo único que puedo afirmar con certeza es que si yo no hubiera tenido la fortuna de estar cerca cuando enfermaron, por lo menos tres de ellos podrían haber muerto. Se preguntarán por qué armo este alboroto a causa de lo que pudo ser una simple, aunque mortal, epidemia debida a un envenenamiento por los alimentos. Pues bien, tengo razones para creer, aunque no puedo probarlo, de que ciertas porciones fueron específicamente envenenadas durante la comida de esa noche con una sustancia letal llamada acónito, y que no puede distinguirse de los rábanos picantes.
Recorrí a los presentes con la mirada para cerciorarme de que estaban prestando atención. Pocas veces he hecho algo más superfluo en mi vida. Estaban sorprendidos hasta tal punto que ya empezaban a mirarme con sospecha. Olvidada la generosidad alcohólica de Otto, sólo tenían ojos para mirarme y oídos para escucharme. Cualquier catedrático hubiera encontrado paradisíaca la atención con que me seguían pero, después de todo, el común de los catedráticos rara vez tiene la dudosa fortuna de poder tratar una materia tan absorbente como la que yo desarrollaba. Proseguí:
—Examinemos la misteriosa desaparición de Halliday. No dudo de que las causas de su muerte podrían establecerse con certeza mediante una autopsia, así como tampoco dudo que el desdichado Halliday yace en el fondo del Mar de Barents y, por consiguiente, nunca podrán practicársela. Tengo la creencia, basada en conjeturas, de que no murió envenenado por los alimentos, sino con un trago nocturno de una botella de whisky envenenada que se había preparado para mí.
Le di una ojeada a Mary Stuart. Tenía los ojos desorbitados y la boca abierta de la impresión, pero yo fui el único que se dio cuenta. Me abrí el cuello del chaquetón y les mostré el impresionante y multicolor verdugón en el costado izquierdo del cuello. Les expliqué:
—Naturalmente que esto podría habérmelo hecho a mí mismo, o ser el resultado de una resbalada en la que me golpeé. Veamos el curioso caso de la radio destrozada. Alguien con una aversión por esos aparatos pudo hacerlo, alguien que detestara las manifestaciones exteriores de lo que llamamos progreso. O tal vez se trataba de una persona que encontró que el Ártico era demasiado para ella y tuvo que descargarse con algo, una situación parecida a la que a veces se produce en el desierto. Hasta el momento, nada más que conjeturas.
»Se me podría decir que no se trata más que de una serie inconexa de accidentes extraordinarios y trágicos, después de todo las coincidencias multiplicadas por n, como ocurre en este caso. Una situación así bordearía los límites más remotos de lo posible. Creo que admitirán que si se puede probar, sin que quepan dudas, la existencia de un solo crimen premeditado y ejecutado cuidadosamente, todos los otros acontecimientos violentos deberían dejar de ser considerados como coincidencias, y habría que enfrentarlos como lo que serían: asesinatos deliberados con el objeto de obtener algo que no podemos adivinar, pero que tiene que tratarse de un asunto de capital importancia.
No parecían admitir nada. Tal vez lo hicieran en privado, pero no lo manifestaban en voz alta. Quizás se debía a que sus mentes ya no funcionaban, con una excepción, o varias. Continué:
—Veamos ahora el último crimen. El asesinato, bastante torpe en su ejecución, de Michael Stryker que fue, además, un intento no muy inteligente de hacer cargar a Allen con algo que no había hecho. No creo que el asesino sienta una antipatía especial por Allen, no más, en todo caso, de la que experimenta por la especie humana en general. Su objetivo era desviar toda posible sospecha. Si lo piensan un poco, concluirán que Allen simplemente no puede haberlo cometido. Con un médico en casa, si me perdonan la frase, no tenía la menor posibilidad de no ser descubierto. El muchacho dice no recordar nada de lo que pasó. Le creo. Sostiene haber recibido un fuerte golpe en la cabeza: el cuero cabelludo está abierto hasta el hueso. No logro imaginar cómo se libró de una fractura en el cráneo o de una conmoción cerebral, pero ciertamente debió estar inconsciente durante un tiempo bastante considerable. ¿Podemos pensar que el presunto asaltante se encontraba en excelentes condiciones físicas luego de recibir un golpe que constituyó un golpe de gracia? ¿Debemos presuponer que Allen, después de haber estado inconsciente, dio un salto y golpeó con todas sus fuerzas a su agresor? No tiene sentido ¿verdad? Lo que sí resulta lógico, como respuesta a los interrogantes, es pensar que un desconocido se agazapó detrás de Allen y lo golpeó, no con sus manos sino con un objeto sólido, probablemente una de las piedras que abundan en los alrededores. En seguida, magulló el rostro del muchacho inconsciente, le destrozó la ropa y le arrancó un par de botones para producir una impresión convincente de que había habido una pelea.
»Lo mismo ocurrió a Stryker y en su caso fue mortal. Estoy convencido de que no fue un accidente el que a Allen lo golpearan para dejarlo inconsciente y a Stryker lo asesinaran. Nuestro amigo, que debe ser un experto en la materia, sabía exactamente la intensidad del golpe requerido en ambos casos, algo que no es tan fácil como ustedes pueden imaginarse. Luego la bestia, en un estúpido intento de crear la impresión, de que Stryker era la otra persona implicada en la pelea, le magulló la cara, igual como lo había hecho con la de Allen. Dejo que se formen su propia opinión respecto al grado de perversidad de una persona que mutila deliberadamente el rostro de un cadáver.
Les di un tiempo para que se formaran su opinión. La mayoría no daba señales de encontrarse asqueada o sentir repugnancia. Sus únicas reacciones eran de anonadamiento, sus mentes aún luchaban conscientemente contra la comprensión. Ya no intercambiaban miradas, los ojos estaban quietos, fijos en mí.
—Stryker tenía destrozado el labio superior, le faltaba un diente y en la sien aparecía una gruesa señal roja; probablemente producida por otra piedra, igual que el resto de los golpes. De esta manera no quedarían huellas ni de las manos ni de los nudillos. Si las magulladuras se hubieran producido en el curso de una pelea, habría abundante sangre y numerosos verdugones. No hay ninguna de las dos cosas porque Stryker estaba muerto, y la circulación de la sangre detenida, antes de que lo mutilaran. Para rematar lo que el asesino pensó que sería el efecto más convincente, empuñó la mano del cadáver con uno de los botones del abrigo de Allen. De paso quiero agregar que no había señales de nieve removida, como uno esperaría encontrar en el lugar en el cual se desarrolló una pelea. Vimos dos tipos de huellas: unas que se dirigían hacia el lugar donde yacía Stryker y otras que se alejaban. Nada de desorden o conmoción: un trabajo rápido aunque no particularmente limpio.
Bebí unos sorbos del whisky de Otto. Sin duda provenía de su reserva privada porque era excelente. A continuación, con mi mejor tono de conferencista, pregunté:
—¿Hay alguna pregunta?
Tal como lo esperaba, no hubo ninguna. Era obvio que todos estaban demasiado ocupados haciéndose preguntas a sí mismos como para tener tiempo de planteármelas a mí, Proseguí:
—Me imagino que estarán de acuerda en que ahora resulta sumamente improbable que las cuatro muertes anteriores sean el resultado de una coincidencia inocente. Creo que sólo la persona más crédula o ingenua podría seguir pensando que esas muertes no están relacionadas entre sí y no son el trabajo de un mismo agente. Lo que tenemos es, en efecto, un asesino de masas. Una persona que está loca, un asesino patológico o un monstruo perverso y cruel para quien es esencial asesinar, con una indiscriminación aparente, para obtener sepa Dios qué tenebrosos fines. Puede que sean las tres cosas al mismo tiempo. Quienquiera que sea, se encuentra aquí, en esta cabaña, ahora. Me gustaría saber quién de ustedes es.
Los ojos dejaron de mirarme mientras se daban ojeadas rápidas y furtivas, como si tuvieran la ridícula esperanza de descubrir de esta manera la identidad del asesino. Ninguno examinó a los demás con el detenimiento que yo lo hice por sobre el borde de mi vaso; si había un par de ojos fijos en los míos, eso quería decir que su dueño sabía quién era el asesino y no tenía que molestarse en mirar a su alrededor. Mientras los estudiaba, estaba seguro de que mi esperanza era vana. El asesino podía no ser un experto en fisiología, pero era demasiado inteligente como para meterse, con cinco muertes sobre su conciencia, en una trampa evidente. Tenía la certeza de que no iba a haber ni un solo par de ojos que no parpadeara subrepticiamente recorriendo la cabaña. Esperé con paciencia hasta que volví a tener la atención de los presentes.
—No tengo idea de quién pueda ser el fanático asesino, pero creo que puedo afirmar con certeza quién no es. Incluyendo a la señorita Haynes, que no se encuentra presente, hay 22 personas en este sitio. Nueve de ellos no pueden ser considerados como sospechosos.
—¡Misericordia divina! —exclamó Goin—. ¡Dios del cielo! Esto es monstruoso, doctor Marlowe. Increíble. ¿Uno de nosotros tiene las manos manchadas de sangre? ¡No puede ser! ¡No puede ser!
—Pero usted sabe que así es —repliqué. Goin no dijo nada—. Para empezar, yo no soy sospechoso. No porque lo sepa, todos podríamos afirmar lo mismo, sino porque se cometieron dos actos hostiles contra mi persona, uno de ellos con toda la intención de matarme. Además, estaba arrastrando al señor Smithy hacia aquí cuando Stryker fue asesinado e hirieron a Allen. —Esto era la verdad aunque no fuera toda la verdad, pero sólo el criminal lo sabía y como yo ya figuraba en su lista negra su opinión no era como para inquietarme y no podía expresarla en voz alta—. El señor Smithy no es sospechoso, estaba inconsciente cuando ocurrieron los atentados y él mismo casi fue una víctima fatal de las actividades del envenenador. Es muy improbable que intentara envenenarse a sí mismo.
—Entonces yo tampoco soy sospechoso —dijo el Duque con voz de falsete cascada y enronquecida por el esfuerzo—. No pude…
—De acuerdo, Cecil, no fue usted. No pudo hacerlo. Aparte de que también sufrió de envenenamiento, no creo que… no quiero menospreciarlo físicamente, pero no creo que hubiera podido levantar la piedra con la que mataron a Stryker. El señor Gerran tampoco es sospechoso, intentaron envenenarlo y se encontraba aquí cuando Stryker murió. Allen no tuvo nada que ver y el señor Goin tampoco, aunque en este último caso van a tener que aceptar mi palabra.
—¿Qué quiere decir, doctor Marlowe? —preguntó Goin con voz firme.
—Quiero decir que cuando vio el cadáver de Stryker, se puso blanco como el papel. Se pueden hacer muchas cosas con el cuerpo, pero es imposible modificar la corriente sanguínea a voluntad. Si hubiese estado preparado para lo que vio, no habría cambiado de color. Como lo hizo, eso significa que no lo estaba. Las dos Marys están libres de sospecha; habría sido físicamente imposible que ninguna de las dos atacara a Stryker con una piedra de ese tamaño. La señorita Haynes, por supuesto, también queda libre de sospecha. Según mis cálculos, quedan 13 sospechosos potenciales —los conté—. Así es: 13. Esperemos que sea el número de la mala suerte para uno de ustedes.
—Doctor Marlowe —dijo Goin—, creo que debe retirar su renuncia.
—Considérela retirada. Empezaba a pensar cómo me iba a ganar el sustento —miré mi vaso vacío y me dirigí a Otto—. Como vuelvo a estar a su servicio ¿podría?…
—Sírvase, sírvase —como si lo hubieran golpeado, Otto se dejó caer sobre una banqueta que resultó providencialmente resistente. En la medida en que cien kilos de manteca pueden dar la impresión de un globo desinflado, ése era el efecto que producía mirarlo—. ¡Dios, es horrible! Uno de ustedes es un asesino. Uno de ustedes ha matado a cinco personas —tiritaba violentamente, a pesar de que la temperatura estaba a bastantes grados sobre cero—. Cinco personas muertas ¡y el asesino está aquí!
Encendí un cigarrillo, bebí otro poco del whisky de Otto y esperé que alguien más contribuyera a la conversación. Afuera el viento soplaba con fuerza; se había convertido en un gemido agudo y desolado que ponía los pelos de punta, un gemido que aumentaba regularmente de intensidad y concluía en un silbido misterioso y agorero cuando se alejaba. Todos parecían escucharlo atentamente. Era una letanía macabra, apropiada para el pánico y el horror que experimentaban, un réquiem adecuado para el cadáver de Stryker.
Cómo nadie hablaba, volví a hacerlo yo:
—Las implicaciones de lo que he dicho no se les habrán escapado. Ya captarán mejor las consecuencias cuando hayan tenido todo el tiempo que yo tuve para pensarlo. Stryker está muerto, igual que otras cuatro personas. ¿Quién querría que murieran? ¿Por qué tenían que morir? ¿Hay una razón, un propósito, detrás de esos asesinatos? ¿Tenemos a un asesino psicópata entre nosotros? Si tiene objetivo ¿ya lo consiguió? Y si no lo tiene, o si el asesino es un psicópata ¿quién de nosotros será la próxima víctima? ¿Quién morirá esta noche? ¿Quién de nosotros se irá a su cabina sabiendo que un criminal enloquecido que puede ser cualquiera, incluso su compañero de cuarto, está acechando su oportunidad con un cuchillo o con un almohadón que mate por asfixia? De hecho, es probable que se trate del compañero de cabina ¿quién si no un loco haría una cosa tan obvia? De modo que tendremos que enfrentar una noche de vigilia. La de hoy podremos soportarla, pero ¿y las 22 que nos faltan? ¿Quién puede pasar 22 noches sin dormir? ¿Hay alguien aquí que esté seguro de seguir vivo cuando el Morning Rose vuelva a buscarnos?
Por sus expresiones y el profundo silencio que siguió a mi última pregunta resultaba evidente que nadie podía tener esa certeza. Luego de preguntarlo y pensándolo bien, me di cuenta de que yo era quien estaba en mayor peligro de no seguir vivo. Si el asesino no era un maniático que atacaba de acuerdo con sus caprichos, sino un asesino a sangre fría, un personaje calculador que tenía un objetivo definido en mente, entonces yo sería el primero de su lista de visitas. Ni por un momento pensé que sus intentos por liquidarme figuraran en el plan original, pero yo representaba una amenaza para el cumplimiento de sus proyectos.
—¿Y cómo nos vamos a comportar de ahora en adelante? —dije—. ¿Vamos a dividirnos en dos grupos, los 9 inocentes a un lado vigilando constantemente a los 13 culpables potenciales? ¿Viviremos como aceite y agua rechazando mezclarnos? Y respecto a los planes de filmación para mañana, creo que el señor Gerran y el Conde pensaban dirigirse a las cataratas, es decir, uno bueno y un malo potencial. ¿El señor Gerran procurará contar con la compañía de otro de los buenos para que le cuide las espaldas? Heissman iba a hacer un viaje de reconocimiento en el bote para localizar sitios apropiados para filmar a lo largo del Sor-hamna y tal vez un poco más al Sur; creo que Jungbeck y Heyter se habían ofrecido para acompañarlo. La inocencia de ninguno de los tres ha sido demostrada. ¿Los corderos que salgan con el lobo, o los lobos, tendrán que volver para explicar doloridos que una oveja se despeñó y que, a pesar de todos sus esfuerzos, la pobre víctima pereció miserablemente? Y ya que mencionamos las caídas, esos espléndidos precipicios al sur de la isla son perfectos para un delicado empujón dado en el momento preciso, un hábil golpe en ambos tobillos y… bueno, 500 metros de altura son muchos metros para una caída, especialmente si se toma en cuenta que todo el tiempo es hacia abajo. Problema difícil que nos deja perplejos ¿no les parece caballeros?
—Todo esto es absurdo —exclamó Otto en voz alta—, completamente absurdo.
—¿Sí? Es una lástima que no podamos preguntar a Stryker su opinión al respecto, o a Antonio o a Halliday, o a Moxen o a Scott. Cuando su pálido reflejo lo mire desde el limbo, señor Gerran, y se vea a punto de ser enterrado en un hoyo ¿le seguirá pareciendo absurdo?
Otto se estremeció, se sirvió un trago y me preguntó:
—En nombre de Dios ¿qué vamos a hacer?
—No tengo idea. Ya oyó lo que acaba de decir el señor Goin. He vuelto a ser un empleado. No he empeñado la camisa en este proyecto como usted, según le oí decir al señor Goin dirigiéndose al capitán Imrie. Las decisiones deben tomarse a nivel de los directores, bueno… de los que aún están vivos para tomarlas.
—¿Le importaría a nuestro empleado decimos lo que piensa? —Goin trató de sonreír, pero no estaba de humor.
—¿Quieren filmar las escenas proyectadas o no? Tienen que decidirlo. Si todos nos quedamos en la cabaña permanentemente, con una media docena vigilando día y noche, mirándolo todo y escuchándolo todo, tal vez tengamos un alto porcentaje de posibilidades de estar en relativo buen estado cuando se terminen los veintidós días. Pero, por otra parte, eso significaría que no filmarían nada y perderían su inversión. Es un problema que no me gustaría tener que enfrentar. Su whisky es excelente, señor Gerran.
—Ya me había dado cuenta de que le gustaba —dijo Otto con la intención de darle un matiz áspero a su voz; sólo logró sonar preocupado.
—No sea avaro —dije y me volví a servir—. Estos son momentos de prueba para todos.
En realidad no lo estaba escuchando; apenas me escuchaba a mí mismo. En otra ocasión, después de que zarpamos de Wick, el Conde había dicho algunas palabras respecto a una indigestión de rábanos que tuvieron el efecto de una antorcha de papel puesta sobre un rastro de pólvora, disparando una sucesión de pensamientos que llegaron a tal velocidad que mi mente apenas podía registrarlos. Lo mismo pasaba ahora, sólo que las palabras habían sido dichas por mí mismo. Me di cuenta de que el Conde me estaba hablando. Me disculpé.
—Lo siento, pensaba en otra cosa.
—Ya me había dado cuenta —replicó. Me miraba, con una expresión meditativa—. Todo es perfecto para eximirlo de responsabilidades, pero ¿qué haría si volviera a formar parte de los directores —sonrió— sin sueldo?
—Es muy simple —lo era, luego de los treinta segundos de reflexión—. Me guardaría las espaldas y seguiría con el proyecto de filmación.
Otto asintió y miró al Conde y a Goin con aparente satisfacción, luego me preguntó:
—Pero en este momento ¿qué haría?
—¿Cuándo cenamos?
—¿Cenar? —Otto parpadeó—. Creo que alrededor de las ocho.
—Y ya son las cinco. Voy a dormir unas tres horas y no le recomendaría a nadie que se me acercara para pedirme una aspirina y mucho menos con un cuchillo en la mano, porque estoy muy nervioso.
Smithy se aclaró la garganta y preguntó:
—¿Tendría que pagar las consecuencias si le pido una aspirina ahora? Algo más fuerte quizás, que me haga dormir. Me duele la cabeza como si me fuera a reventar.
—Puedo hacerlo dormir en diez minutos, pero le advierto que puede sentirse peor cuando despierte.
—Eso es imposible. Lléveme a donde están sus drogas.
Dentro de mi cabina, forcejeé con la manilla de la pequeña ventana cuadrada con doble protección de cristal hasta que logré abrirla con dificultad. Le pregunté:
—¿Puede hacer lo mismo con su ventana?
—Parece que tiene algo planeado ¿verdad? No desea compartir la cabina con huéspedes no invitados.
—Por supuesto que no. Tráigase algo en qué dormir. Puede sacarlo del cuarto de la señorita Haynes.
—Tiene razón. Ahí sobra un saco de dormir.