Capítulo 1
—La señora Antonides está aquí.
PJ Antonides levantó la cabeza al oír la voz de Rosie, su secretaria. A continuación, apoyó los codos sobre la mesa y se llevó el dedo pulgar y el dedo índice al puente de la nariz para intentar controlar el dolor de cabeza que llevaba sobrevolando sobre él toda la tarde.
Había sido un día malísimo. Un día que parecía regido según la ley de Murphy.
Sólo eran las dos de la tarde, pero, todo lo que podía haber salido mal, había salido mal.
Desde que hacía dos años se había hecho cargo de la empresa Antonides Marine cuando su hermano Elias había abandonado el barco literalmente, PJ estaba acostumbrado a tener días malos. Había aceptado el reto de hacerse cargo de la empresa sabiendo dónde se metía y estaba contento de haberlo hecho, pero había días… como aquél… en los que recordaba los años que había pasado en Hawai haciendo surf, aquellos años sin responsabilidades…
Normalmente, las cosas que salían mal solían equilibrarse porque también había cosas que salían bien. Sin embargo, aquel día no estaba desarrollándose así.
Aquella misma mañana le había llamado el proveedor de tela náutica con la que fabricaban las velas de windsurf para decirle que no iba a poder entregarle el pedido a tiempo. Una empresa de ordenadores japonesa que llevaba tiempo intentando localizar un envío perdido se había puesto en contacto con ellos para informar como si no hubiera pasado nada que el pedido en cuestión nunca había salido de Yokohama en realidad, y su padre lo había llamado para decirle que llegaba desde Atenas aquella noche con invitados que iban a pasar una semana en su casa.
—Ari y Sophia Cristopolous… y su hija Constantina, que está más guapa que nunca. Está soltera, es muy inteligente y está deseando conocerte. Espero que vengas a casa a pasar el fin de semana —le había dicho Aeolus.
Su padre siempre iba directamente al grano y nunca dejaba pasar la oportunidad de presentarle una mujer aunque su hijo le había dicho en muchas ocasiones que no lo hiciera.
PJ sintió que el sudor le resbalaba por la espalda. El aire acondicionado se había estropeado en todo el edificio y, aunque habían avisado a la empresa instaladora, los técnicos se habían ido a comer hacía dos horas y nadie los había vuelto a ver.
Teniendo en cuenta que estaban en julio y que había mucha humedad ambiental, lo estaban pasando muy mal. Hasta el punto de que una de las empleadas se había tenido que ir a casa porque había enfermado. Para colmo, hacía una hora que el ordenador de PJ había decidido no mecanografiar la letra “A” y hacía media hora que había decidido apagarse por completo, así que PJ se había visto obligado a hacer sus cálculos con papel y bolígrafo.
Tal y como estaban las cosas, lo último que necesitaba en aquellos momentos era recibir una visita de su madre.
—Dile que estoy ocupado —le indicó a su secretaria—. Espera un momento.
Mejor dile que estoy ocupado, pero que iré el viernes a cenar.
Acceder a cenar con Ari, Sophia y su preciosa hija era la única manera de que Helena Antonides no insistiera en verlo inmediatamente.
—No creo que el asunto sea la cena del viernes —comentó Rosie.
—¿Cómo que no? Ya verás cómo sí. Mi madre siempre quiere que pasemos el fin de semana juntos —contestó PJ.
En sus treinta y dos años de vida, PJ no recordaba ni un solo fin de semana en el que Helena no hubiera exigido a sus hijos la presencia en el hogar paterno. Por eso, precisamente, él se había ido a Hawai en cuanto había cumplido dieciocho años.
—No es su madre.
—¿Ah, no? —se extrañó PJ—. Bueno entonces, será Tallie —recapacitó.
A PJ le encantaba ver a su cuñada. La esposa de Elias todavía era parte del consejo de administración de la empresa y era una mujer muy creativa que siempre tenía buenas ideas a pesar de que había cambiado las interminables jornadas de una ejecutiva por las interminables jornadas de una madre de gemelos.
PJ pensó que, tal vez, hubiera llevado a Nicholas y Garrett. Tenían un año y medio y no paraban, pero le encantaba verlos.
—Tallie, Elias y los niños están en Santorini —le recordó Rosie.
Cierto. Lo había olvidado.
¿Sería su abuela entonces? Yiayia tenía noventa y tres años y, aunque estaba sana y fuerte, PJ no creía que fuera a acercarse a Brooklyn sin avisar.
—No me digas que es mi abuela —murmuró.
La última vez que se habían visto, Yiayia lo había puesto entre la espada y la pared.
—Te estás haciendo mayor —le había dicho cuando PJ había ido a casa de sus padres en Long Island.
—Mira quién fue a hablar —bromeó PJ.
—Yo a tu edad ya tenía hijos —había contestado su abuela—. Quiero más bisnietos.
—Pero si ya tienes cuatro —protestó PJ.
Aparte de los gemelos de Elias, tenía a Alex, hijo de Cristina, y a Edward, hijo de Martha. Además, Martha estaba embarazada de nuevo.
—Y estoy encantada con ellos, pero quiero verme rodeada de hijos tuyos, Petros.
PJ sabía perfectamente a lo que se refería.
—Olvídalo, Yiayia, es imposible.
Sin embargo, por cómo había apretado los labios, PJ comprendió que su abuela no había olvidado lo que le había contado hacía un año. En aquel momento, se había arrepentido de haber compartido su plan con ella.
—No, tampoco es su abuela —le dijo Rosie.
—Pues no conozco a ninguna otra señora Antonides —comentó PJ algo irritado.
—Qué interesante —comentó su secretaria—. Lo digo porque esta señora Antonides dice que es su mujer.
—¿Señora… Antonides?
Ally no reaccionó. Tenía la mirada fijada en la revista que tenía entre las manos y estaba intentando pensar en lo que iba a decir.
—Señora Antonides —repitió la voz de manera más firme.
Ally dio un respingo, se incorporó y se dio cuenta de que la secretaria le estaba hablando.
—Perdón. Estaba… —«rezando para que todo vaya bien»—. Me he distraído —
se disculpó.
—El señor Antonides la recibirá inmediatamente —anunció la secretaria.
—Gracias —contestó Ally mojándose los labios y dejando la revista sobre la mesa.
A continuación, sonrió de manera digna y natural y se dirigió a la puerta. Al otro lado, le esperaba aquel hombre de metro ochenta con el que se había casado.
Ally tomó aire para calmarse, tragó saliva, cerró la puerta e intentó sonreír como si no pasara nada.
—Hola, PJ.
PJ parecía sorprendido de oír su nombre pronunciado por ella, pero, aun así, dio un paso al frente. Sin embargo, se paró y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones.
—Hola, Al —la saludó llamándola con el diminutivo que siempre había utilizado.
—Alice —lo corrigió ella—. Ally, si lo prefieres.
PJ no contestó.
—Supongo que te sorprenderá verme aquí —comentó Ally.
PJ enarcó una ceja.
—Digamos que no estás entre las señoras Antonides que suelen venir por aquí—comentó con ironía.
Aunque, por una parte, Ally se moría de ganas por abrazarlo, sabía que no podía hacerlo. Jamás volverían a ser amigos.
—No debería haberlo hecho, no debería haber utilizado tu apellido —se apresuró a disculparse—. No lo suelo hacer.
—Menos mal —le espetó PJ.
—Lo he hecho sólo… porque… bueno, no sabía lo ocupado que estarías ahora que eres presidente y esas cosas. No sabía si me atenderías.
—No soy el Papa —contestó PJ—. No necesitas pedir audiencia.
—Ya, pero eso yo no lo sabía —contestó Ally poniéndose a la defensiva—. Esto de ahora no tiene nada que ver con el PJ Antonides que yo recordaba —añadió observando el elegante despacho de muebles de teca desde el que se veía todo Manhattan.
Era cierto que no era el Vaticano, pero tampoco era el minúsculo apartamento situado sobre el garaje de la señora Chang.
PJ se encogió de hombros.
—Han pasado muchos años y las cosas han cambiado. Tú también has cambiado. Ahora tienes un nombre propio, ¿no?
Ally percibió que se lo decía de manera desafiante y tuvo que apretar las mandíbulas para controlarse.
—Sí —contestó.
—Muy bien —contestó PJ con frialdad—. Yo también he cambiado —añadió.
—Sí, ahora llevas corbata.
—Sí, tengo muchas.
—Y traje.
—Sí, también tengo unos cuantos trajes.
—Así que las cosas te han ido bien.
—Siempre me fueron bien, Al —contestó acercándose a ella—. Incluso cuando era surfero.
El Peter Antonides que Ally había conocido era un chico que no tenía prisa por hacer nada y al que le daba igual el dinero, un chico que lo único que quería hacer en la vida era vivir en la playa haciendo lo que le gustaba.
—Sí, es cierto. De hecho, me sorprende mucho que hayas dejado el surf y la playa. Era lo que te gustaba, lo que te interesaba, lo que querías.
PJ negó con la cabeza y se apartó un mechón de pelo de la frente.
—Lo que yo quería era libertad para ser yo mismo, no tener que soportar las expectativas de los demás. Resultó que, al final, en la playa no podía ser yo mismo y ahora, aquí, soy libre. Esto lo elegí yo. Nadie me obligó. Estoy aquí porque quise, pero basta ya de hablar de mí —comentó—. ¿Qué tal te han ido las cosas? Le voy a decir a Rosie que nos traiga un café. ¿O prefieres un té con hielo?
—No voy a tomar nada porque no me puedo quedar —contestó Ally.
—¿Después de diez años? Bueno, cinco desde la última vez que nos vimos, pero no me digas que simplemente pasabas por aquí —contestó PJ en tono escéptico—. Es evidente que has venido específicamente a verme, así que siéntate —le ordenó—.
Rosie, por favor, tráenos té con hielo. Gracias —le dijo a su secretaria a través del interfono.
Ally tomó aire. Aquel hombre hablaba como el presidente de una empresa.
Dando órdenes. Ally se sentó porque era cierto que había ido a verlo por un asunto en concreto, pero ella quería que fuera una visita rápida y burocrática y PJ la estaba convirtiendo en algo social que iba a dar al traste con sus planes.
Ally se dijo que debía seguir adelante, que tenía que haber hecho hacía mucho tiempo lo que iba a hacer. Necesitaba hacerlo, hacer las paces con PJ, olvidarse del pasado y seguir adelante con su vida.
Si para conseguirlo tenía que sentarse y conversar con él durante unos minutos, lo haría. Podía hacerlo. De hecho, le vendría bien hacerlo. Así se convencería de que estaba haciendo lo correcto.
De modo que se sentó en el borde de una butaca e intentó hacer gala del encanto informal que la caracterizaba, pero le estaba costando ser informal y educada y mostrarse indiferente cuando lo que en realidad le apetecía hacer era mirar a aquel hombre.
PJ Antonides siempre había sido muy guapo, pero jamás lo había imaginado de traje. Para empezar, porque ni siquiera se lo había puesto el día de su boda. Claro que la boda había durado cinco minutos, había sido en los juzgados y había consistido en pagar la licencia, en repetir los votos y en firmar. Punto final. Al salir, eran marido y mujer.
Ally lo miró e intentó encontrar al joven libre sin ambiciones con el que se había casado. Ya no estaba tan bronceado como lo recordaba y tenía patas de gallo, pero sus ojos seguían siendo tan profundos y tan verdes. Sin embargo, ya no llevaba el pelo largo sino cortado de manera seria. Parecía estar más fuerte, tal y como le permitía ver la camisa blanca que llevaba. Llevaba las mangas remangadas como, si a pesar de ser el presidente de una empresa, estuviera dispuesto a meterse en el fango si fuera necesario. Completaba el atuendo una corbata de color burdeos.
Ally se preguntó si todas las demás corbatas serían igual de conservadoras.
Daba igual. A los veintidós años, PJ Antonides había estado estupendo en bañador y ahora, los treinta y dos, con una camisa blanca de traje y una corbata conservadora resultaba devastador.
Y le hacía querer cosas que sabía que no podían ser.
Ally cerró los ojos.
Cuando los abrió, vio que PJ se había sentado frente a ella y la miraba.
—Bueno, mujercita, ¿dónde has estado todo este tiempo?
¿Mujercita? Era cierto que, legalmente, seguía siendo su mujer, pero no esperaba que la llamara así.
—He estado en muchos sitios —contestó.
—Cuéntame.
—Como quieras. Tal vez, te resulte un poco aburrido, pero tú lo has elegido. Me fui a California…
—¿Te refieres a cuando me dejaste?
—¡Dicho así parece que te abandoné! Y no lo hice. Lo sabes perfectamente. La idea de casarnos fue tuya y sabes perfectamente por qué lo hiciste. Te ofreciste a…
—…A casarme contigo, sí, ya lo sé —la interrumpió PJ—. Para que pudieras heredar de tu abuela, quitarte de encima al diablo de tu padre y vivir tu vida —recitó
—. Lo recuerdo perfectamente.
—No fue exactamente así.
—Fue exactamente así.
—Me refiero a que, en aquel entonces, mi padre no me parecía un diablo, pero lo que yo no quería era que me controlara la vida. Era un padre japonés de lo más tradicional y quería que lo obedeciera, quería que fuera a la universidad y quería que me casara con quien él eligiera.
—Y no lo hiciste —sonrió PJ—. ¿Me estás diciendo que te arrepientes de tu decisión?
—No, claro que no. Hice lo que tenía que hacer. Lo sabes perfectamente. Me viste cuando… —se interrumpió Ally. No quería recordar aquello—. Ahora lo entiendo mejor, la verdad. Tengo más edad y soy más madura, he regresado a Hawai y vuelto a verlo.
PJ la miró sorprendido.
—Tuvo un ataque al corazón hace un par de meses. Me enteré porque siempre he mantenido el contacto con Grace, la prima de mi madre. Me llamó a Seattle y me dijo que estaba grave y que podía morirse. Entonces, decidí que quería hacer las paces con él, así que volví a Honolulú. Era la primera vez que volvía desde que…
desde que…
—¿Desde que te dijo que no eras su hija?
Ally recordó entonces el enfado que se había apoderado de PJ cuando ella le había contado lo que le había dicho su padre. Ahora, con la perspectiva que daba el tiempo, comprendía mejor a su padre, pero, en aquellos momentos, había preferido darle la espalda y marcharse.
Ally no quería pensar en la cantidad de años que habían permanecido separados.
—Sí —contestó retorciéndose los dedos—. Cuando volví, lo hice pensando que, tal vez, mi padre no quisiera verme, pero no fue así. Se alegró mucho de verme —
sonrió—. Cuando me vio, me agarró de la mano y me pidió que me quedara —
añadió con lágrimas en los ojos—. Y, desde entonces, estoy en Hawai.
—¿En su casa?
—No, yo creo que a él le encantaría, pero yo prefiero tener mi intimidad. Ya no soy una niña, así que he alquilado un apartamento en el centro de Honolulú. Llevo allí desde mayo. Lo primero que hice fue… volver a la playa y… buscarte.
—¿Para ver si todavía estaba esperando la ola perfecta?
—No sabía que te habías ido de Hawai.
—Tampoco creo que te importara.
Ally apretó los dientes. No quería discutir.
—Incluso me pasé por tu casa —comentó.
—¿De verdad? —contestó PJ en tono indiferente—. Ahora hay un rascacielos.
—Sí, ya lo he visto. ¿Y la señora Chang?
—Se fue a vivir con su hija antes de que yo me fuera.
—¿Hace un par de años?
—No, me fui de Honolulú antes. Ya sabes que no es el único sitio bueno para hacer surf —le explicó sin añadir dónde había ido a continuación—. Hace un par de años que estoy por aquí.
—Leí un artículo en el Star sobre un surfero que se había hecho millonario…
—Habladurías —contestó PJ poniendo los ojos en blanco—. Ya sabes que a los periodistas les encanta escribir cosas así. Lo que ocurrió fue que estábamos vendiendo velas nuevas y mi cuñada me sugirió que las promocionáramos, que le diéramos un nuevo enfoque. Fue una sugerencia suya, es cierto, pero la elección fue mía —se apresuró a explicar al ver la cara de sorpresa de Ally—. Y ya ves, una cosa llevó a la otra, es cierto que hice dinero y ahora, de repente, mi esposa viene a verme.
De nuevo el asunto de la esposa.
—Sí, por cierto, tenemos que hablar de eso.
Sin embargo, Ally no pudo aprovechar el momento porque Rosie eligió aquel preciso instante para llamar a la puerta y entrar con una bandeja de té con hielo y deliciosas galletas.
La mujer parecía muy profesional y eficiente, pero no podía dejar de mirar a PJ
y a Ally de hito en hito como si estuviera en un campo minado y temiera que uno de los dos fuera a explotar en cualquier momento.
—Gracias, Rosie —le dijo PJ—. No creo que conozcas a mi esposa. Por lo menos, no de manera oficial. Ally, te presento a Rosie. Rosie, ésta es Alice.
La secretaria lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿De verdad? Entonces, ¿no era broma?
¿Le había contado a su secretaria que estaba casado? No, no podía ser.
—Encantada de conocerla… por fin —le dijo Rosie.
¿Por fin? Entonces, ¿PJ había hablado de ella con otras personas? Ally estaba confundida.
—Rosie, por favor, no me pase ninguna llamada y dígale a Ryne Murray que no venga —le dijo PJ a su secretaria.
—Ya viene para acá.
Ally se puso en pie.
—Estás ocupado —declaró—. No quiero molestarte. Me voy…
—No pasa nada —continuó PJ como si Ally no hubiera dicho nada—. Cuando llegue, le dice que vuelva otro día, que estoy con mi esposa y que tengo cosas de las que hablar con ella.
—No, de verdad, no hay nada de lo que hablar —protestó Ally.
—Cítelo para la semana que viene —añadió PJ.
—¿Me estás escuchando? No quiero que tengas que cambiar tus citas por mí.
No quiero molestarte. Debería haber llamado antes de venir —se disculpó Ally yendo hacia la puerta—. No quiero…
PJ la agarró del brazo.
—No pasa nada —le aseguró—. Eso es todo, gracias, Rosie —añadió sonriendo a su secretaria—. Siéntate y dime lo que hayas venido a decirme —le ordenó a Ally una vez a solas—. Pero antes prueba las galletas. Las hace mi cuñada y están buenísimas.
—¡Deja de comportarte así! —lo increpó Ally—. ¡No he venido a merendar contigo, JP! ¿Por qué me has presentado como tu mujer? ¡Deja de hacerlo!
—Has sido tú la que te has presentado aquí como mi mujer —contestó PJ
dándole un mordisco a una galleta—. Yo lo único que he hecho ha sido confirmarlo.
—Tu secretaria ya sabía que estabas casado —objetó Ally.
Lo cierto era que jamás se le hubiera pasado por la cabeza que PJ iba a ir diciéndolo por ahí.
—Sí, estoy casado. Tú lo sabes mejor que nadie porque eres mi mujer —insistió PJ dando otro mordisco a la galleta.
—Sí, pero…
—¿Hubieras preferido que te dejara como a una mentirosa?
—No, claro que no —suspiró Ally—. La verdad es que tampoco esperaba que lo proclamaras a los cuatro vientos. En el artículo que leí sobre ti, no decías en ningún momento que estuvieras casado. Al contrario, decían que salías con hordas de mujeres solteras —añadió citando literalmente.
—Hordas —se rió PJ—. Es cierto que acompaño a ciertas mujeres a cenas de negocios, pero son conocidas y amigas.
—Pero ellas no saben que estás casado.
—¡La mayor parte del tiempo yo tampoco lo recuerdo, la verdad!
—Sí, tienes razón —contestó Ally—. Lo siento. Fui una egoísta al casarme contigo. No tendríamos que haberlo hecho. En realidad, no debería haber permitido que lo hicieras.
—No fuiste tú la que me lo permitió —la corrigió PJ—. Yo te lo ofrecí. Tú solamente aceptaste. De todas formas, tampoco fue para tanto —añadió encogiéndose de hombros.
—Para mí, sí lo fue.
Casarse con PJ le había dado acceso a la herencia de su abuela, le había permitido ser libre, tomar sus propias decisiones y no tener que plegarse a los deseos de su padre. Había significado poder empezar una vida completamente nueva y Ally era consciente de que se lo debía a PJ.
—Bueno, háblame de ti. La última vez que nos vimos no tuvimos mucha oportunidad de hablar.
La última vez había sido cinco años atrás cuando Ally había vuelto a Honolulú para una inauguración y él se había presentado con una mujer guapísima del brazo.
Ally se dijo que no debía pensar en ello.
—Estaba muy ocupada —comentó.
—Es cierto. Las cosas te han ido muy bien.
—Sí —contestó Ally.
—Eres una artista textil mundialmente conocida, diseñadora de moda, empresaria internacional… ¿Cuántas boutiques tienes ya?
—Siete —contestó Ally—. El mes pasado abrí la de Honolulú.
Tras abandonar Hawai tras la boda, se había instalado en California para estudiar Arte. Allí, se había puesto a trabajar en una tienda de telas. Siempre interesada en el arte, había unido ambos mundos y había comenzado a diseñar edredones y cuadros que no tardaron en llamar la atención del público.
A partir de entonces, se había lanzado al mundo del diseño de moda y creaba conjuntos únicos que vendía con el logo « Arte para vestir».
Actualmente, su obra se vendía en sus tiendas, pero también en galerías e incluso en algunos museos textiles del mundo.
—Impresionante —comentó PJ.
—Sí, he trabajado mucho para conseguir llegar hasta donde he llegado —
contestó Ally.
—Y veo que no has vuelto a necesitar que te hiciera ningún favor.
Ally dio un respingo.
—Ya sé que aquella noche me comporté de manera grosera contigo.
La última vez que se habían visto había sido la única en la que habían vuelto a coincidir después de la boda. Ally había vuelto a Honolulú para organizar un desfile muy precipitado. En aquel entonces, todavía no tenía un nombre consolidado, pero lo había querido hacer para demostrarle a su padre que iba por buen camino y, por qué no confesárselo a sí misma, para ver también a PJ y demostrarle que la confianza que había depositado en ella había valido la pena.
Le había mandado una invitación a su padre para el desfile y había esperado nerviosa a que llegara, pero no había ido. El que sí había aparecido había sido PJ.
Cuando lo había visto aparecer más guapo de lo que lo recordaba, había estado a punto de caerse de espaldas.
Para empezar, porque no creía que fuera a ir ya que una amiga le había dicho que ya no lo veía en la playa y, para seguir, porque lo había hecho con un bellezón de melena rubia. Al verla, PJ se había acercado rápidamente.
—Hola. ¡Cuánto me alegro de verte! Estás fantástica —le había dicho—. Y las cosas que haces son increíbles. Te presento a Annie Cannavaro. Annie es la crítica de arte del Star.
En ningún momento la había presentado como su esposa. Ally se había dicho que era normal porque su matrimonio había sido de conveniencia, un favor que PJ le había hecho. Y, por lo visto, PJ creía que seguía necesitando sus favores porque se presentaba en el desfile con una periodista especializada en crítica artística.
Aquello la había enfurecido. ¡Ya no era la chiquilla necesitada con la que se había casado! Era cierto que lo había tratado con brusquedad, lo que había dejado a PJ perplejo y, por otra parte, aunque le costara admitírselo a sí misma, el hecho de ver a PJ con otra mujer no la había ayudado en absoluto.
Ally se había mostrado tensa e indiferente durante todo el desfile y sólo había descansado cuando PJ y su acompañante se hubieron ido, pero su alivio duró poco porque PJ volvió al final del desfile. Solo.
—¿Se puede saber qué demonios te pasa? —le había preguntado acorralándola en un pasillo.
—No sé de qué me hablas —contestó Ally intentando zafarse de él.
—Lo sabes perfectamente. Si no quieres saber nada de mí ahora que eres famosa, me parece muy bien. Puedes hacer lo que te dé la gana, pero no había necesidad de que te pusieras maleducada con Annie.
—¡Yo no he sido maleducada con nadie! Y, además, no soy famosa —se había defendido Ally—. Te aseguro que… no he querido ser maleducada, pero quería que comprendieras que no necesito ayuda. ¡No necesito que me rescates!
—En ningún momento he pensado en rescatarte, yo lo único que quería era echarte una mano, pero no te preocupes, ¡le diré a Annie que no escriba nada sobre ti! Olvídalo. Adiós —se había despedido girándose dispuesto a irse.
—¿Eso es todo? —le dijo Ally.
—¿Qué más quieres?
—Creía que… creía que, tal vez, hubieras traído los papeles del divorcio —
comentó Ally con la boca seca.
PJ se quedó mirándola muy serio y Ally se obligó a mirarlo a los ojos.
—No, no tengo los papeles del divorcio —contestó PJ por fin.
—Ah —dijo Ally sintiendo un gran y ridículo alivio—. Bueno, pues… cuando quieras divorciarte, no tienes más que decírmelo —añadió intentando sonar indiferente.
—Sí, muy bien —contestó PJ alejándose.
Y Ally no lo había vuelto a ver, no había vuelto a saber nada de él y no se había puesto en contacto con él… hasta hoy.
—Te pido disculpas por lo de aquella noche. Estaba intentando abrirme camino yo sola porque había dependido demasiado de ti. No quería tu caridad.
—¿Crees que lo que hice lo hice por caridad? —le preguntó PJ.
En aquel momento, sus miradas se encontraron y una corriente eléctrica los recorrió a ambos.
—Sí, eso es lo que creo —contestó Ally intentando mantener la compostura—.
No debería haberme casado contigo. Ahora sé quién soy y lo que soy capaz de hacer y te lo debo a ti, así que he venido a darte las gracias y… a traerte esto —añadió sacando una carpeta del bolso.
—¿Qué es esto? —preguntó PJ.
—Los papeles del divorcio —contestó Ally—. Ya iba siendo hora, ¿eh? —añadió con una sonrisa.
PJ no sonrió, tenía la mirada fija en la carpeta que tenía en la mano.
—Ya sé que debería haberlo hecho antes y te pido perdón por haber tardado tanto —se disculpó Ally—. La verdad es que creía que lo harías tú.
PJ no contestó. Estaba muy serio.
—Sí, tendría que haberme hecho cargo de este asunto hace mucho tiempo —
continuó Ally algo nerviosa—. Lo cierto es que es una formalidad porque los dos sabemos que no te voy a pedir nada. Por supuesto, no hay pensión de manutención ni nada por el estilo. Sin embargo, si quieres una parte de mi negocio, es tuya. Tienes derecho —añadió.
—No —contestó PJ alzando la voz.
—Como quieras —comentó Ally tomando aire—. Quería ofrecértelo de todas maneras. Bueno, entonces, será más fácil —añadió sacando un bolígrafo del bolso—.
En ese caso, lo único que tienes que hacer es firmar los papeles y ya me encargaré yo del resto.
—No.
Ally levantó la mirada sorprendida.
—Por supuesto, si quieres llamar a un abogado para que los lea, me parece bien.
—No.
Ally frunció el ceño.
—Entonces… sólo queda firmar —le dijo entregándole el bolígrafo.
PJ no se movió. Fue entonces cuando Ally se fijó en que llevaba un bolígrafo en el bolsillo de la camisa.
—Ah, tienes tu propio bolígrafo, claro —suspiró.
PJ dejó la carpeta con los papeles sobre la mesa.
—No hay divorcio —declaró.