Vidas de niñas y mujeres

Los montículos de nieve que bordeaban la calle principal alcanzaron tal altura que en uno de ellos se formó un arco entre la calle y la acera, justo delante de la oficina de correos. Hicieron una foto y la publicaron en el Herald-Advance de Jubilee, para que la gente la recortara y se la enviara a familiares y conocidos que vivían en climas menos heroicos, en Inglaterra, Australia o Toronto. La torre del reloj de ladrillo rojo de la oficina de correos descollaba sobre la nieve y justo debajo del arco posaban dos mujeres, para demostrar que no había truco. Esas dos mujeres, que trabajaban en la oficina de correos, se habían puesto el abrigo sin abotonárselo. Una de ellas era Fern Dogherty, la inquilina de mi madre.

Mi madre recortó esa foto, porque salía Fern en ella, y porque creía que yo debía guardarla para enseñársela a mis hijos.

—Nunca verán nada parecido —dijo—. Para entonces toda la nieve se recogerá con máquinas y… se evaporará. O la gente vivirá bajo cúpulas transparentes con la temperatura controlada. Ya no habrá estaciones.

¿De dónde sacaba esa inquietante información sobre el futuro? Se anticipaba ilusionada a una época en que las ciudades como Jubilee serían reemplazadas por cúpulas y setas de hormigón, con rutas aéreas móviles que las comunicarían entre sí, y el campo estaría subyugado y domesticado para siempre bajo amplias y extensas cintas de pavimento. No existiría nada tal como lo conocíamos, no habría sartenes, ni horquillas, ni páginas impresas ni estilográficas. Mi madre no olvidaba nada.

El hecho de que hablara de mis hijos también me dejaba perpleja, porque no pensaba tener ninguno. Era la gloria lo que yo buscaba, caminando por las calles de Jubilee como una exiliada o una espía, sin saber muy bien de dónde llegaría la fama, o cuándo, pero intuitivamente convencida de que lo haría. Esa convicción la había compartido con mi madre, ella había sido mi aliada, pero ya no le hablaba de ello; era indiscreta, y sus expectativas se habían vuelto demasiado evidentes.

Fern Dogherty. Ahí estaba, en el periódico, cerrándose coquetamente el cuello de su abrigo bueno de invierno con el que por pura chiripa había ido aquel día al trabajo.

—Parezco una sandía. Con ese abrigo —comentó.

El señor Chamberlain, al mirar con ella la foto, le dio un pellizco por encima del pliegue de la muñeca.

—Una sandía vieja, de corteza dura.

—No seas cruel —dijo Fern—. Hablo en serio.

Tenía una voz suave para ser una mujer tan corpulenta, quejumbrosa y sufrida, aunque jovial y complaciente en el fondo. Todas las cualidades que mi madre había cultivado en su asalto a la vida —la agudeza, la inteligencia, la determinación, la discriminación— parecían tener su otra cara en Fern, con sus quejas difusas, sus movimientos lánguidos, su cordialidad indiferente. Tenía la piel oscura, no aceitunada pero con un aspecto polvoriento, con manchas de pigmentación marrón del tamaño de una moneda; como la sombra moteada de un árbol un día soleado. Los dientes, cuadrados y blancos, y con pequeños huecos entre sí le sobresalían más de lo normal. Esas dos características, ninguna de las cuales particularmente atractiva de por sí, le daban un aspecto pícaro, sensual.

Llevaba una bata de raso color rubí, una bonita prenda que moldeaba sugerentemente la curvatura de su barriga y los muslos cuando estaba sentada. Se la ponía los domingos por la mañana, cuando se sentaba en nuestro comedor a fumar y tomar té, hasta que era la hora de ir a la iglesia. Se le abría a la altura de las rodillas, dejando ver algo de rayón pálido que se adhería al cuerpo, un camisón. Los camisones eran prendas que yo no podía soportar, porque se te subían y retorcían alrededor del cuerpo mientras dormías, y también porque te dejaban las piernas al descubierto. Cuando éramos pequeñas, Naomi y yo dibujábamos hombres y mujeres con los genitales sorprendentemente toscos, las carnes de las mujeres cubiertas de vello hirsuto, como el lomo de un puercoespín. Con un camisón uno no podía evitar ser consciente de ese vil fardo que los pijamas podían cubrir y contener decentemente. Mi madre, sentada a la misma mesa de desayuno los domingos, llevaba un holgado pijama de rayas debajo de un quimono de color óxido descolorido con un cordón con borla, y esa clase de zapatillas que son como calcetines de lana con una suela cosida.

A pesar de sus diferencias, Fern Dogherty y mi madre eran amigas. Mi madre valoraba en la gente la mundología, el contacto con cualquier cultura o vida que implicara aprendizaje, y cualquier indicio de que su presencia era recibida con recelo en Jubilee. Y Fern no había trabajado siempre en la oficina de correos. No; hubo un tiempo en que estudió canto, en el Real Conservatorio de Música. Desde hacía años era miembro del coro de la iglesia unida: el Domingo de Pascua entonaba «Yo sé que mi Redentor vive», y en las bodas cantaba «Because», «O Promise Me» y «The Voice that Breathed O’er Eden». El sábado por la tarde, cuando la oficina de correos estaba cerrada, las dos escuchaban las retransmisiones de la Metropolitan Opera. Mi madre tenía un libro sobre ópera. Lo cogía y seguía el argumento identificando las arias, para las que ofrecía traducciones. Tenía preguntas que hacer a Fern, pero ésta no sabía tanto de ópera como uno habría pensado; incluso no sabía bien qué estaban escuchando. Pero a veces se echaba hacia delante con los codos apoyados en la mesa, no relajada sino aguantándose alerta, y, burlándose de las palabras extranjeras, cantaba: «Do… daa… do, do, da do-do». La potencia y la solemnidad de su voz al cantar siempre me cogían por sorpresa. No le avergonzaba dar rienda suelta a esas emociones grandiosas y exageradas a las que no prestaba atención en la vida cotidiana.

—¿Querías ser cantante de ópera? —le pregunté.

—No. Solo quería ser la empleada de la oficina de correos. Bueno, quería y no quería. El empleo, la formación. No tenía ambición, supongo que ese fue mi problema. Siempre preferí divertirme.

Los sábados por la tarde se ponía unos pantalones holgados y unas sandalias que dejaban a la vista sus dedos rechonchos con las uñas pintadas. La ceniza le caía sobre la barriga que, sin nada que la sujetara, sobresalía con una curva de embarazo.

—Fumar me está destrozando la voz —comentó pensativa.

En Jubilee la forma de cantar de Fern, aunque admirada, se consideraba a un paso del afán de lucimiento, y a veces los niños corrían detrás de ella por la calle dando alaridos o haciendo gorgoritos. Mi madre lo consideraba una persecución. Buscaba responsables a partir de las pruebas más insignificantes, buscando con una compasión desconcertante a la pareja judía que llevaba la tienda de excedentes del ejército, o al chino callado y encogido de la lavandería, con propuestas de amistad que formulaba en voz alta y lenta. Ellos no sabían qué pensar de ella. Fern, a mi modo de ver, no era objeto de persecución. Aunque mis viejas tías, las tías de mi padre, pronunciaban su nombre de un modo peculiar, como si tuvieran una piedra que debían chupar y escupir. Y Naomi me dijo:

—Esa tal Fern Dogherty tuvo un hijo.

—No es verdad —repliqué, poniéndome automáticamente a la defensiva.

—Sí que lo es. Lo tuvo a los diecinueve años. Por eso la echaron del conservatorio.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho mi madre.

La madre de Naomi tenía espías en todas partes —viejos casos de parturientas asistidas por ella o los acompañantes de los moribundos— que la mantenían informada. Su empleo de enfermera, que la llevaba de casa en casa, le permitía actuar como el tubo de una aspiradora bajo el agua, succionando todo aquello a lo que nadie más tenía acceso. Me pareció que era mi deber contradecir a Naomi porque Fern era nuestra inquilina, y Naomi siempre estaba diciendo cosas de los de casa. («Tu madre es atea», comentaba con un placer siniestro, y yo replicaba: «No, no lo es. Es agnóstica», y durante mi explicación razonada y esperanzada, Naomi canturreaba: «Es lo mismo, es lo mismo».) Yo no era capaz de replicar, ya fuera por delicadeza o por cobardía, aunque el padre de Naomi pertenecía a una extraña y desacreditada secta religiosa, e iba por toda la ciudad sin la dentadura postiza voceando profecías.

Me dio por señalar las fotos de bebés del periódico o de las revistas cuando Fern estaba cerca, y decir: «¿No es precioso?». Luego buscaba en su cara un atisbo de remordimiento o anhelo maternal, como si esperara verla algún día estallar en llanto y arrojar al aire los brazos vacíos, profundamente conmovida por un anuncio de polvos talcos o carne triturada.

Además, Naomi me dijo que Fern lo hacía todo con el señor Chamberlain, como si estuvieran casados.

Fue el señor Chamberlain quien nos propuso tomar a Fern como inquilina. Alquilábamos la casa a su madre, que llevaba ya tres años, ciega y postrada en cama, en el hospital del condado de Wawanash. Fern tenía a su madre ingresada en el mismo hospital; de hecho, fue allí donde se habían conocido un día de visita. Ella trabajaba entonces en la oficina de correos de Blue River. El señor Chamberlain trabajaba en la emisora de radio de Jubilee y vivía en un apartamento pequeño del mismo edificio, pues no quería molestarse en tener una casa. Mi madre se refería a él como el «amigo de Fern» en un tono clarificador, como para insistir en que la palabra amigo en este caso no significaba más de lo que se suponía que significaba.

—Los dos disfrutan de la mutua compañía —dijo—. No están para tonterías.

Tonterías significaba idilio; significaba vulgaridad; significaba sexo.

Tanteé con mi madre lo que me había dicho Naomi.

—A Fern y al señor Chamberlain más les valdría estar casados.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? ¿Quién ha dicho eso?

—Todo el mundo lo sabe.

—Yo no. Todo el mundo no. Nadie ha dicho semejante cosa delante de mí. Es Naomi quien te lo ha dicho, ¿verdad?

Naomi no era bien recibida en mi casa, como yo tampoco lo era en la suya. Ambas éramos sospechosas de llevar encima los gérmenes de la contaminación; en mi caso, el ateísmo; en el de Naomi, la obsesión sexual.

—Es la obscena mentalidad que se está extendiendo en esta ciudad y que nunca dejará en paz a la gente. Si Fern Dogherty no fuera una buena mujer —concluyó mi madre con su lógica condescendiente—, ¿crees que le dejaría vivir bajo mi mismo techo?

Aquel año, el primero en el instituto, Naomi y yo hablamos casi a diario de sexo, pero adoptábamos un tono particular, por lo que había ciertos grados de ingenuidad que nunca alcanzábamos. Ese tono era irreverente, burlón y fanáticamente curioso. Si hacía un año nos había divertido imaginarnos víctimas de una pasión, de pronto nos erigimos en espectadoras, o, como mucho, en frías y maliciosas experimentadoras. En el viejo baúl del ajuar de su madre, bajo las mejores mantas con bolas de naftalina, Naomi había encontrado un libro.

«Conviene tener cuidado durante el contacto inicial —leímos en voz alta—, sobre todo si el órgano masculino es de un tamaño inusitado. La vaselina puede ser útil como lubricante.»

—Yo me quedo con la mantequilla. Es más rica.

«El coito entre los muslos es un recurso frecuente en las últimas fases del embarazo.»

—¿Quieres decir que todavía lo hacen entonces?

«La posición de penetración por detrás es indicada a veces en los casos en que la mujer esté considerablemente obesa.»

—Puaf. Este libro me da arcadas.

El órgano sexual masculino erecto, leímos, podía llegar a tener treinta y cinco centímetros de longitud. Naomi escupió el chicle y lo enrolló entre las palmas, extendiéndolo más y más, luego lo cogió por un extremo y lo dejó suspendido en el aire.

—¡El señor Chamberlain, el campeón!

A partir de entonces, cada vez que ella venía a casa y el señor Chamberlain estaba allí, una de las dos, o las dos, si mascábamos chicle, nos lo sacábamos de la boca, lo enrollábamos de ese modo y lo colgábamos inocentemente, hasta que los adultos se daban cuenta.

—Qué jueguecito os traéis —decía el señor Chamberlain.

—Basta, es una cochinada —decía mi madre. (Se refería al chicle.)

Escudriñábamos al señor Chamberlain y a Fern buscando signos de pasión, lascivia, miradas de lujuria o manos por debajo de la falda. No nos vimos recompensadas, y la defensa que había hecho yo de ellos resultó ser más cierta de lo que me habría gustado. Porque yo deseaba tanto como Naomi distraerme con pensamientos sobre sus indecencias entre gruñidos y sus revolcones en camas chirriantes (en cabañas para turistas, dijo Naomi, cada vez que viajaban a Tupperton «para contemplar el lago»). La repugnancia no excluía el disfrute en mi imaginación; de hecho, eran inseparables.

El señor Chamberlain, Art Chamberlain, leía las noticias en la radio de Jubilee. También se encargaba de todos los comunicados delicados y serios. Tenía una bonita voz profesional, dulce a los oídos como el chocolate negro, que se intercalaba con la música de órgano en el programa de los domingos por la tarde In Memoriam, patrocinado por una funeraria local. A veces le pedía a Fern que cantara en su programa, canciones sacras —«Me pregunto mientras voy errante»— y no tan sacras sino melancólicas como «The End of a Perfect Day». No era difícil salir en la radio de Jubilee; yo misma había recitado un poema cómico en el Saturday Morning Young Folks Party, y Naomi había tocado al piano «Las campanas de Santa María». Cada vez que la sintonizabas tenías muchas posibilidades de oír a alguien conocido, o de oír al menos el nombre de alguien conocido mencionado en las dedicatorias («Vamos a poner también esta pieza para el señor Carl Otis y su esposa en su vigésimo octavo aniversario de boda, a petición de su hijo George y su mujer Etta, y de sus tres nietos, Lorraine, Mark y Lois, así como de la hermana de la señora Otis, la señora de Bill Townley de Porterfield Road»). Yo misma había telefoneado para dedicar una canción a tío Benny cuando cumplió cuarenta años; pero mi madre no quiso que diera su nombre. Ella prefería escuchar la emisora de Toronto, que nos ofrecía la Metropolitan Opera, así como las noticias sin anuncios y un programa concurso en el que competía con cuatro caballeros que, a juzgar por sus voces, lucían pequeñas barbas puntiagudas.

El señor Chamberlain también tenía que leer spots publicitarios, y lo hacía con experimentada preocupación, recomendando las gotas nasales Vick de la farmacia Cross, el menú del domingo del hotel Brunswick, y los servicios de Lee Wickert e Hijos para la retirada del ganado muerto. «¿Cómo vamos con el ganado muerto, soldado?», lo saludaba Fern, y él le daba una ligera palmada en la espalda y exclamaba: «¡Les diré que necesitas sus servicios!». «Me parece que tú los necesitas más», respondía Fern, sin mucha malicia, y él se dejaba caer en su silla y sonreía a mi madre para que le sirviera té. Sus ojos de un azul verdoso claro eran inexpresivos, no había en ellos más que ese color, tan bonito que te entraban ganas de hacerte un vestido con él. Siempre estaba cansado.

Las manos blancas del señor Chamberlain, con las uñas cortadas rectas, el pelo gris y bien peinado que le clareaba, y el cuerpo que no alteraba de ningún modo la ropa sino que parecía hecho del mismo material, de modo que podría haber sido todo él camisa, corbata y traje, me parecían extraños en un hombre. Hasta tío Benny, tan flaco y estrecho de pecho, y con los bronquios dañados, tenía un aspecto o una forma de moverse que presagiaba violencia, ya fuera fortuita o intencionada, algo que causaría desorden; mi padre también, aunque no era tan moderado en sus costumbres. Pero era el señor Chamberlain, que sacudía sobre el cenicero su cigarrillo de paquete, quien había combatido en la guerra en la unidad de blindados. Si mi padre coincidía con él cuando venía a vernos —cuando venía a ver a Fern en realidad, aunque no se hacía evidente enseguida—, le hacía preguntas sobre la guerra. Pero estaba claro que veían la guerra desde distintas perspectivas. Mi padre la veía como un plan general dividido en campañas que tenían éxito o fracasaban. El señor Chamberlain, en cambio, la veía como una colección de anécdotas que no llevaban a ninguna parte. Solo las contaba para hacer reír.

Nos habló, por ejemplo, del caos que se había producido la primera vez que había entrado en acción. Unos tanques se adentraron en un bosque, se desorientaron y salieron por donde no debían, creyendo que los alemanes venían en esa dirección. De modo que los primeros tiros que dispararon fueron a uno de nuestros propios tanques.

—¡Lo hicieron volar! —exclamó el señor Chamberlain alegremente, sin tono de disculpa.

—¿Había soldados dentro de ese tanque?

Él me miró con fingida sorpresa, como siempre que yo decía algo; uno pensaría que había hecho el pino para él.

—¡Bueno, no me habría sorprendido que hubiera habido!

—Entonces… ¿los mataron?

—Algo les pasó, eso seguro, porque no volví a verlos. ¡Puf!

—Abatidos a tiros por los de su propio bando, qué atrocidad —dijo mi madre, escandalizada pero con menos aplomo que de costumbre.

—Son cosas que pasan en una guerra —dijo mi padre en voz baja pero con cierta severidad, como si cuestionar algo así fuera una muestra de ingenuidad femenina.

El señor Chamberlain se limitó a reírse. Luego contó lo que hicieron el último día de la guerra. Volaron la cocina de campaña, la apuntaron con todos los cañones en la última explosión alegre que presenciarían.

—Hablas como si fuerais un grupo de chavales —observó Fern—. Como si no tuvierais edad para combatir en una guerra. Parece como si os lo pasarais en grande y a lo tonto.

—Es lo que siempre busco, ¿no? Pasarlo bien.

Una vez sacó a colación que había estado en Florencia, lo que no era sorprendente, ya que durante la guerra había luchado en Italia. Pero mi madre se irguió con un pequeño respingo en su silla y puso toda su atención estremecida.

—¿Estuvo en Florencia?

—Sí, señora —respondió el señor Chamberlain sin entusiasmo.

—Estuvo en Florencia —repitió mi madre, confusa y alegre.

Yo intuía lo que ella sentía, pero esperé que no fuera demasiado evidente.

—Nunca imaginé… —continuó ella—. Bueno, por supuesto que sabía que era Italia, pero parece tan extraño… —Se refería al hecho de que la Italia de la que habíamos estado hablando, donde se había librado la guerra, fuera el mismo lugar donde se había desarrollado la historia, la misma ciudad donde habían vivido los papas, los Médicis y Leonardo. Los Cenci. Los cipreses. Dante Alighieri.

Por extraño que pareciera, teniendo en cuenta su entusiasmo por el futuro, el pasado la llenaba de emoción. Se fue apresuradamente al salón y regresó con el suplemento de arte y arquitectura de la enciclopedia, lleno de estatuas, cuadros, edificios, la mayoría fotografiados a una luz gris de museo, fría y turbia.

—Tome. ¡Aquí tiene su Florencia! —Lo abrió encima de la mesa delante de él—. La estatua de David de Miguel Ángel. ¿La vio?

Un hombre desnudo. Con su miembro de mármol colgando a la vista de todos, como un pétalo de lirio marchito. ¿Quién si no mi madre, en su implacable y espantosa ingenuidad, le enseñaría a un hombre, nos enseñaría a todos los presentes, una foto así? Fern tenía la boca hinchada por el esfuerzo de disimular una sonrisa.

—No, nunca la vi. El lugar estaba lleno de estatuas. La famosa tal y la famosa cual. No dabas abasto.

Vi que él no era la persona adecuada para hablar de esos temas. Pero mi madre insistió.

—Bueno, pero seguro que vio las puertas de bronce. Las magníficas puertas de bronce. El artista tardó toda su vida en hacerlas. Mire, aquí están. ¿Cómo se llamaba? Ghiberti, sí. Toda su vida.

El señor Chamberlain reconoció que había visto algunas cosas, otras no. Miró el libro con una paciencia razonable, luego dijo que no le había gustado Italia.

—Bueno, Italia no estaba mal. Pero los italianos…

—¿Le parecieron decadentes? —preguntó mi madre a su pesar.

—No sé si decadentes. No sabría explicarlo. Les importaba todo un comino. En las calles de Italia un hombre se acercó a mí y trató de venderme a su hija. Pasaba continuamente.

—¿Para qué querría vender a su hija? —pregunté con toda naturalidad tras una simple y atrevida fachada de inocencia—. ¿Como esclava?

—Es una forma de hablar —explicó mi madre, y cerró el libro, renunciando a Miguel Ángel y a las puertas de bronce.

—Esas chiquillas no tendrían muchos más años que Del —dijo el señor Chamberlain, con una indignación que parecía algo impostada—. A veces ni eso.

—Se desarrollan antes —dijo Fern—. En los climas cálidos.

—Del, llévate este libro y devuélvelo a su sitio. —La alarma en la voz de mi madre era como un aleteo al alzar el vuelo.

Bueno, ya lo había oído. No volví al comedor, sino que fui al piso de arriba y me desnudé. Me puse la bata de rayón negra de mi madre, con ramilletes de flores rosas y blancas. Un regalo poco práctico que ella nunca se ponía. En su habitación me quedé mirándome, con la piel de gallina y desafiante, en el espejo de tres hojas. Dejé que la tela me cayera por los hombros y la agrupé sobre los pechos, que tenían el tamaño justo para encajar en esos cucuruchos anchos y huecos de los helados. Había encendido la luz de la mesilla de noche; iluminaba suave y cálidamente a través de un brazo de cristal de color ámbar, creando una especie de pátina sobre mi piel. Contemplé mi frente alta y redonda, mi piel rosada y pecosa, mi cara tan sosa como un huevo, y mis ojos lograron alterar lo que había allí y hacer que pareciera pícara y de color crema, y cambiar mi pelo, que era castaño claro y fino como un arbusto frágil, en ondas ahora doradas y no del color del barro. La voz del señor Chamberlain, que resonaba en mi mente diciendo «no mucho mayores que Del», tenía el mismo efecto en mí que el roce del rayón en mi piel; me rodeaba, hacía que me sintiera en peligro y deseada. Pensé en las niñas de Florencia, las niñas de Roma, las niñas de mi edad que un hombre podía comprar. El pelo italiano negro en sus axilas. La sombra negra en las comisuras de sus bocas. «Se desarrollan antes en esos climas cálidos.» Católicos. Un hombre te pagaba para que le dejaras hacértelo. ¿Qué te decía? ¿Te quitaba la ropa o esperaba que lo hicieras tú? ¿Se quitaba los pantalones o solo se los desabrochaba y apuntaba su miembro hacia ti? Era la transición, el puente entre un comportamiento normal, conocido y posible, y el acto bestial y mágico, lo que no podía imaginar. Nada de todo eso estaba en el libro de la madre de Naomi.

En Jubilee había una casa con tres prostitutas. Tres si contabas a la señora McQuade que la regentaba, que tenía sesenta años como mínimo. La casa estaba en el extremo septentrional de la calle principal, en un patio invadido por malva locas y dientes de león, junto a la estación de servicio B. A. Los días soleados salían a veces dos chicas que se sentaban en sillas de lona. Naomi y yo habíamos pasado por delante en varias ocasiones y las habíamos visto una vez. Iban con vestidos estampados y zapatillas, las piernas blancas al descubierto. Una de ellas leía el Star Weekly. Naomi me dijo que se llamaba Peggy, y que una noche, en los aseos de caballeros del salón de baile Gay-la, la habían persuadido para que atendiera una cola de hombres. ¿Era posible tal cosa? (Volví a oír esa historia, pero esta vez era la misma señora McQuade quien protagonizaba o soportaba la hazaña, y no era en el salón de baile Gay-la sino contra la pared trasera del Blue Owl Café.) Ojalá hubiera visto algo más de Peggy que su suave nido de rizos castaño claro por encima del periódico; ojalá le hubiera visto la cara. Esperaba algo, un horrible halo de corrupción, una emanación, como el gas de los pantanos. No sé por qué, pero me sorprendió que leyera un periódico, que las palabras impresas en sus páginas significaran seguramente lo mismo para ella que para el resto de nosotros, que comiera y bebiera y siguiera siendo un ser humano. Imaginaba que había ido más allá del funcionamiento mondo y lirondo del cuerpo humano para alcanzar una condición de depravación tan perfecta, en el polo opuesto de la santidad pero igualmente aislada y desconocida. Lo que se ofrecía como normal y corriente —el Star Weekly, las cortinas de lunares recogidas en un lazo, los geranios que crecían esperanzados en latas en la ventana del prostíbulo—, me parecía un engaño deliberado e incitante, el manto de las apariencias cotidianas que se extendía sobre semejante desvergüenza, semejantes explosiones apasionadas de lujuria.

Me froté las caderas a través del rayón frío. Si hubiera nacido en Italia ya sería un cuerpo utilizado, magullado, experimentado. No tendría la culpa. La idea de la prostitución, la falta de responsabilidad, hizo que saliera por un momento de mí misma; un pensamiento atractivo, relajado, por lo que tenía de definitivo, y porque ponía fin a la ambición y la ansiedad.

Después de eso construí, en varios plazos imperfectos y vacilantes, una fantasía. Imaginé que el señor Chamberlain me sorprendía con la bata negra de flores de mi madre caída por los hombros, como me había visto a mí misma en el espejo. Luego yo me proponía dejar que se me cayera del todo, que me viera sin nada encima. ¿Cómo podía hacerlo? Había que deshacerse de las otras personas que solían estar en casa. A mi madre la mandaba a vender enciclopedias; a mi hermano lo desterraba a la granja. Tendría que ser durante las vacaciones de verano, cuando no iba al colegio. Fern aún no habría vuelto de la oficina de correos. Yo bajaría las escaleras con el calor de última hora de la tarde, un día tranquilo y bochornoso, con nada más que esa bata. Bebería agua del grifo del fregadero sin fijarme en el señor Chamberlain sentado en silencio en la cocina, y entonces… ¿qué? Un perro desconocido, que solo se metería en casa en esa ocasión, se abalanzaría sobre mí y me arrancaría la bata. Yo me daría la vuelta y de algún modo la tela se engancharía en el clavo de una silla y se resbalaría hasta mis pies. Lo importante era que fuera un accidente; no habría ninguna intención por mi parte y menos aún la habría por parte del señor Chamberlain. Mi sueño no iba más allá del instante de la revelación. En realidad casi nunca llegaba tan lejos, sino que se detenía en los preliminares, consolidándolos. El momento en que él me viera desnuda no podía consolidarse, era como una estocada de luz. Nunca fantaseé con la reacción del señor Chamberlain. Nunca me lo imaginé con mucha nitidez. Su presencia era esencial pero borrosa; en la esquina de mi fantasía era un ser sin rasgos pero poderoso que emitía un zumbido de electricidad, como un fluorescente azul.

El padre de Naomi nos pilló cuando pasábamos corriendo por delante de su puerta al dirigirnos al piso de abajo.

—Eh, jovencitas, entrad a hacerme una visita. Poneos cómodas.

Ya era primavera, una tarde amarilla y ventosa. Aun así él estaba quemando basura en una estufa redonda de latón, y en la habitación hacía calor y olía fuerte. Se había lavado la ropa interior y los calcetines, y los había tendido en cuerdas a lo largo de la pared. Naomi y su madre lo trataban sin ceremonias. Cuando su madre no estaba en casa, como en ese momento, Naomi abría una lata de espaguetis, la vaciaba en un plato, y se lo daba para cenar.

—¿No vas a calentárselo? —preguntaba yo.

—¿Para qué? No se entera.

En el suelo de su habitación había montones de panfletos de papel prensa que supuse que estaban relacionados con la religión que profesaba. Naomi a veces tenía que ir a buscarlos a la oficina de correos. Siguiendo el ejemplo de su madre, sentía un gran desdén hacia sus creencias.

—Profecías y más profecías —decía—. Ya han profetizado tres veces el fin del mundo.

Nos sentamos en el borde de la cama que no tenía colcha, solo una manta tosca y bastante sucia, mientras él se balanceaba frente a nosotras en una mecedora. La madre de Naomi lo había atendido como enfermera antes de casarse con él. Entre sus palabras siempre había grandes silencios durante los cuales, sin embargo, no se olvidaba de ti, sino que clavaba sus pálidos ojos en tu frente como si esperara encontrar el resto de sus pensamientos escritos ahí.

—Leamos de la Biblia —dijo cordial e innecesariamente, y más bien a la manera de alguien que opta por pasar por alto las posibles objeciones.

Abrió una Biblia de letra grande, con el versículo ya marcado, y empezó a leer con una voz aguda de anciano, con interrupciones extrañas y dificultades con el estilo.

El Reino de los cielos será semejante a diez vírgenes que, tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo. De las cuales cinco eran necias y cinco prudentes.

Pero las cinco necias, al coger sus lámparas, no se proveyeron de aceite. Al contrario. Las prudentes, junto con las lámparas, llevaron aceite en sus vasijas.

Como el esposo tardase en venir, se cansaron todas y quedaron dormidas.

Mas llegada la media noche, se oyó una voz que gritaba: «¡Mirad que viene el esposo, salidle al encuentro!».

Al punto se levantaron todas aquellas vírgenes y aderezaron sus lámparas. Entonces las necias dijeron a las prudentes: «Dadnos de vuestro aceite, porque nuestras lámparas se apagan».

Al final, como es lógico —me acordaba de haber oído antes ese pasaje—, las vírgenes prudentes no les daban aceite por miedo a no tener suficiente, y las vírgenes necias tenían que ir a comprar, por lo que no estaban cuando llegaba el esposo y se quedaban fuera. Yo siempre había imaginado que esa parábola, que no me gustaba, tenía que ver con la prudencia, la previsión o algo por el estilo. Pero enseguida me di cuenta de que para el padre de Naomi el tema era el sexo. Miré a Naomi de reojo esperando ver la ligera succión en las comisuras de sus labios, el rictus cómico con que siempre reconocía el tema. Pero tenía una expresión obstinada y abatida, y al mismo tiempo indignada, precisamente por lo que a mí me producía un placer secreto: el flujo poético de las palabras, las expresiones arcaicas. «Mas llegada la media noche, se oyó una voz que gritaba: “¡Mirad que viene el esposo, salidle al encuentro!”.» Se sentía tan ofendida por todo ello que no podía disfrutar siquiera la palabra «vírgenes».

La boca desdentada del padre se cerró. Decorosa y taimada como la de un bebé.

—Ya basta por hoy. Pensad en ello cuando llegue el momento. Ahí tenéis una lección para las jóvenes.

—Viejo cabrón estúpido —murmuró Naomi bajando por las escaleras.

—Me da… lástima.

Me clavó un dedo en el riñón.

—Deprisa, salgamos de aquí. Es capaz de encontrar algo más. Lee la Biblia hasta que se le cierran los ojos. Le está bien merecido.

Echamos a correr Mason Street arriba. Esas largas tardes exploramos hasta el último rincón de la ciudad. Deambulamos por el Lyceum Theatre, el Blue Owl Café, la sala de billar. Nos sentamos en los bancos que había junto al cenotafio, y si algún coche nos tocaba la bocina, saludábamos con la mano. Horrorizados por nuestra inocencia, nuestra imprudencia larguirucha, ellos pasaban de largo, riéndose detrás de las ventanillas. Fuimos a los aseos de señoras del ayuntamiento —el suelo mojado, las paredes de cemento cubierto de gotas de sudor, el intenso olor a amoníaco—, y allí en la puerta del cubículo donde solo las chicas malas y descerebradas escribían sus nombres, escribimos el nombre de las dos reinas de nuestra clase: Majory Coutts y Gwen Mundy. Los escribimos con una barra de labios y dibujamos pequeñas figuras obscenas debajo. ¿Por qué lo hicimos? ¿Odiábamos a esas chicas, que siempre se mostraban servilmente amables? No. Sí. Odiábamos su inmunidad, su educada falta de curiosidad, lo que fuera que las hacía flotar, caritativas y satisfechas, sobre la superficie de la vida de Jubilee, y las haría seguir flotando hacia las fraternidades universitarias, los compromisos, los matrimonios con médicos u abogados en poblaciones más prósperas y lejanas. Las odiábamos precisamente porque no era posible imaginarlas entrando en los aseos del ayuntamiento.

En cuanto terminamos echamos a correr, sin saber muy bien si habíamos cometido un acto delictivo o no.

Nos desafiamos la una a la otra. Al caminar por debajo de las farolas, todavía pálidas como flores de papel de seda, o al pasar por delante de ventanas sin iluminar desde las que esperábamos que el mundo observara, nos desafiamos.

—Haz como si tuvieras parálisis cerebral. A que no te atreves.

Y me descoyunté de golpe, dejé caer la cabeza, puse la mirada perdida y empecé a hablar de forma incomprensible en un balbuceo insistente y furioso.

—Hazlo durante toda una manzana. No importa a quién nos encontremos, no pares. A que no te atreves.

Nos cruzamos con el viejo doctor Comber, alto e imponente, elegantemente vestido. Se detuvo, dio unos golpecitos con el bastón y protestó.

—¿A qué viene este número?

—Un ataque, señor —respondió Naomi lastimeramente—. Siempre le dan ataques.

Reírnos de los pobres, los indefensos, los que sufren. El mal gusto, la crueldad, el placer de todo ello.

Fuimos al parque, que estaba abandonado y desierto, un triángulo de tierra que, debido a sus altos cedros, se había vuelto demasiado lúgubre para que los niños jugaran en él y no era lo suficientemente bonito para pasear. ¿Por qué iba a querer alguien pasear en Jubilee para ver más hierba, polvo y árboles, lo mismo que se colaba a la fuerza de todas partes? Preferían ir al centro para mirar escaparates, quedar en las aceras anchas o tener la ilusión de ajetreo. Allí solas, Naomi y yo trepábamos los grandes cedros, arañándonos las rodillas con la corteza y gritando, como nunca nos había hecho falta gritar cuando éramos más pequeñas, mientras se separaban las ramas dejando ver el suelo inclinado. Nos colgábamos de ellas con las manos entrelazadas, con los tobillos; fingíamos ser monos babuinos que parloteaban y farfullaban. Sentíamos que toda la ciudad se extendía debajo de nosotras boquiabierta, lista para llenarse de asombro.

Se oían sonidos propios de la estación. Las niñas en las aceras, saltando a la comba y cantando con sus voces claras y fervientes:

En la montaña hay una dama,

¿Cómo se llama?

Todo lo que lleva es de oro y plata.

¡Todo lo que necesita son zapatillas chatas!

Y los pavos reales chillando. Nos bajábamos de los árboles y nos dedicábamos a observarlos, siguiéndolos más allá del parque, por una calle humilde y sin nombre que se extendía hasta el río. Los pavos reales pertenecían a un hombre llamado Pork Childs que conducía el camión de la basura de la ciudad. La calle no tenía aceras. Rodeábamos los charcos que brillaban en el barro blando. Pork Childs tenía detrás de su casa un cobertizo para sus aves. Ni el cobertizo ni la casa estaban pintados.

Allí se encontraban los pavos reales, dando vueltas bajo los robles pelados. ¿Cómo podíamos olvidarnos de ellos de una primavera para otra?

Las hembras eran fáciles de olvidar, junto con los colores lúgubres de su corral. Pero los machos nunca defraudaban. Con su color asombroso e intenso, azul por el pecho, la garganta y el cuello, y las plumas más oscuras asomando como manchones de tinta o vegetación suave bajo el agua tropical. Uno tenía la cola extendida dejando ver los ojos ciegos, raso pintado. La pequeña cabeza regia y estúpida. Esplendor en la fría primavera, un prodigio de Jubilee.

El ruido que empezó a oírse de nuevo no provenía de ninguno de ellos. Hizo que levantáramos la mirada hacia lo que costaba creer que no hubiéramos visto inmediatamente: el único pavo real blanco posado en un árbol, con la cola totalmente desplegada y cayendo a través de las ramas como agua sobre rocas. Blanco puro, bendición pura. Y oculta en lo alto, su cabeza, emitiendo esos gritos frenéticos, amonestadores, turbulentos.

—Es el sexo lo que les hace gritar así —explicó Naomi.

—Las gatas gritan —dije, recordando algo de la granja—. Gritan como locas cuando un gato callejero se lo está haciendo.

—¿Tú no harías lo mismo?

Luego tuvimos que irnos, porque entre los pavos reales apareció Pork Childs caminando deprisa, balanceándose hacia delante. Sabíamos que le habían amputado todos los dedos de los pies después de que se le congelaran cuando estuvo mucho tiempo en una zanja, demasiado borracho para volver a casa, antes de unirse a la Iglesia baptista. «¡Buenas tardes, chicos! ¡Hola, chicas!», gritaba desde la cabina de su camión de basura, y el grito recorría todas las calles en días lúgubres o veraniegos, sin recibir nunca una respuesta. Echamos a correr.

El señor Chamberlain había aparcado frente a nuestra casa.

—Entremos —dijo Naomi—. Quiero ver qué está haciéndole a la vieja Fern.

Nada. En el comedor Fern se probaba el vestido de flores que estaba confeccionándose con ayuda de mi madre para la boda de Donna Carling, en la que sería solista. Mi madre estaba sentada de lado en la silla frente a la máquina de coser, mientras Fern giraba como una gran sombrilla medio abierta delante de ella.

El señor Chamberlain bebía una copa en toda regla, whisky con agua. Había ido en coche hasta Porterfield para comprar el whisky, ya que en Jubilee estaba prohibida la venta de alcohol. Yo me sentía orgullosa y al mismo tiempo avergonzada de que Naomi reparara en la botella en el aparador, algo que jamás vería en su casa. Mi madre disculpaba que bebiera porque había estado en la guerra.

—Aquí llegan estas encantadoras jovencitas —dijo el señor Chamberlain con afectación—. Llenas de espíritu primaveral y gracilidad, y recién llegadas del aire libre.

—Sírvanos una copa —dije, alardeando delante de Naomi.

Pero él se rió y tapó la copa con una mano.

—No hasta que nos digáis dónde habéis estado.

—Hemos ido a la casa de Pork Childs para ver los pavos reales.

—Para ver los pavos reales. Para ver los bonitos pavos reales —canturreó el señor Chamberlain.

—Sírvanos una copa.

—Compórtate, Del —dijo mi madre con la boca llena de alfileres.

—Solo quiero saber qué gusto tiene.

—Bueno, no puedo darte una copa a cambio de nada, y tampoco te veo haciendo monerías por mí. No te veo sentándote y pidiendo con una pata como un buen perrito.

—Puedo hacer de foca. ¿Quiere ver cómo hago de foca?

Eso era algo que me encantaba. No me preocupaba no conseguirlo o no hacerlo perfecto; no me acobardaba que me tomaran por tonta. Hasta lo había hecho en el colegio, para el concurso de nuevos talentos de la Cruz Roja de la Juventud, y todo el mundo se había reído; esas maravillosas risas fueron tan reconfortantes y me aliviaron tanto que podría haber seguido siendo una foca eternamente.

Me puse de rodillas, pegué los codos a los costados y levanté las manos como aletas mientras aullaba, prodigiosos y estridentes aullidos. Los había copiado de una película antigua de Mary Martin en la que ella sale cantando una canción al lado de una piscina azul turquesa y la foca aúlla a dúo.

El señor Chamberlain bajaba muy despacio la copa y la acercaba a mis labios, pero la apartaba cada vez que yo dejaba de aullar. Estaba arrodillada junto a su silla. Fern me daba la espalda, con los brazos levantados; la cabeza de mi madre quedaba oculta detrás de la cintura de Fern, que prendía con alfileres. Naomi, que había visto bastantes veces el número de la foca y estaba interesada en la costura, observaba a Fern y a mi madre. El señor Chamberlain permitió por fin que mis labios tocaran el borde de la copa que tenía en una mano. Luego, con la otra, hizo algo que nadie vio. La deslizó entre el cerco húmedo de mi blusa bajo el brazo y la holgada sisa de mi jersey. La pasó rápido y fuerte contra el algodón que cubrían mis pechos. Tan fuerte que empujó la carne blanda hacia arriba, aplanándola. Y la apartó de inmediato. Fue como una bofetada, me dejó una sensación de escozor.

—Bueno, ¿a qué sabe? —preguntó Naomi luego.

—A pipí.

—Nunca has probado el pipí. —Me lanzó una mirada astuta y desconcertada; siempre detectaba los secretos.

Tenía ganas de contárselo, pero no lo hice. Me contuve. Si se lo contaba tendría que revivirlo. «¿Cómo? ¿Dónde tenía la mano cuando empezó? ¿Cómo consiguió meter la mano por debajo de tu jersey? ¿Te frotó o te apretó, o las dos cosas? ¿Con los dedos o con la palma? ¿Te gustó la sensación?»

En la ciudad había un dentista, el doctor Phippen, hermano del librero sordo, que había apoyado supuestamente una mano en la pierna de una niña mientras le examinaba las muelas. Naomi y yo, al pasar por delante de su consulta, decíamos alzando la voz: «¿No te gustaría tener hora de visita con el doctor Phippen? El doctor Phippen el Sobón. ¡Es todo un hombre!». Pues sería igual con el señor Chamberlain; lo convertiríamos en una broma y esperaríamos el escándalo, y conspiraríamos para pillarlo en alguna trampa, y eso era lo que yo no quería.

—Era precioso —dijo Naomi, con tono cansino.

—¿Qué?

—Ese pavo real. El del árbol.

Me quedé sorprendida, y un poco enfadada, al oírle utilizar la palabra «precioso» para referirse a algo así, y tener que recordárselo, porque estaba acostumbrada a que actuara de cierta manera, a que reaccionara ante ciertas cosas, nada más. Al volver corriendo a casa, yo ya había decidido que escribiría un poema sobre el pavo real. Que ella pensara también en él era casi una intromisión. Nunca permitía que ni ella ni nadie entrara en esa parte de mi mente.

Me puse a escribir el poema cuando subí a acostarme.

¿Quién llora en los árboles estas noches veladas?

¿Lloran los pavos reales o el fantasma del invierno?

Ésos eran los mejores versos.

También pensé en el señor Chamberlain, en su mano que era diferente de todo lo que había enseñado anteriormente de sí mismo, en sus ojos, su voz, su risa, sus anécdotas. Era como una señal, impartida donde sería comprendida. Una impertinente violación totalmente descarada, autoritaria, vacía de sentimiento.

La siguiente vez que vino a casa se lo puse fácil para que volviera a hacer algo y me quedé de pie cerca de él mientras se ponía las botas en el oscuro vestíbulo. A partir de entonces, cada vez esperaba la señal y esta llegaba. Él no se molestaba con un pellizco o una palmada en el brazo, o un abrazo paternal o amistoso. Iba derecho a los pechos, las nalgas o la parte superior de los muslos, brutal como un rayo. Y así era como yo esperaba que fueran las comunicaciones sexuales: un ramalazo de locura, una irrupción irreal, cruel y desafiante en un mundo de apariencias decorosas. Había descartado las ideas de cariño, consuelo y ternura que mi amor por Frank Wales había alimentado; todo eso parecía de pronto insignificante y extraordinariamente pueril. En la violencia secreta del sexo había un reconocimiento que iba más allá de la amabilidad, la buena voluntad o las personas.

No es que estuviera pensando en tener relaciones sexuales. Un relámpago no tiene necesariamente que llevar a nada que no sea el siguiente relámpago.

Aun así me temblaron las piernas cuando el señor Chamberlain me tocó la bocina. Me esperaba a media manzana del colegio. Naomi no estaba conmigo; tenía amigdalitis.

—¿Dónde anda tu amiga?

—Está enferma.

—Pobrecilla. ¿Quieres que te lleve a casa?

En el coche temblé. Tenía la lengua seca, toda la boca tan seca que apenas podía hablar. ¿Era eso el deseo? ¿El deseo de saber, el miedo a saber, que venía a ser lo mismo que angustia? Estar a solas con él, sin la protección de la gente o las circunstancias, lo cambiaba todo. ¿Qué podía querer hacer él allí, en plena luz del día, en el asiento de su coche?

No se propasó. Pero tampoco se dirigió a River Street; condujo sin parar a lo largo de varias callejas, esquivando los baches que se habían formado durante el invierno.

—¿Me harías un favor si te lo pidiera?

—De acuerdo.

—¿Qué crees que podría ser el favor?

—No lo sé.

Aparcó el coche detrás de la fábrica de productos lácteos, bajo el castaño que acababa de echar hojas nuevas, de un amargo verde amarillento. ¿Allí?

—¿Entrarías en la habitación de Fern? ¿Entrarías en su habitación cuando no hubiera nadie en casa?

Poco a poco, me quité de la cabeza las expectativas de una violación.

—¿Podrías entrar en su habitación y llevar a cabo una pequeña investigación sobre lo que hay en ella? Hay algo que podría interesarme. ¿Qué crees que podría ser, eh? ¿Qué crees que me interesa?

—¿Qué?

—Cartas —respondió el señor Chamberlain, bajando de golpe la voz y adoptando un tono práctico, gobernado por alguna realidad que solo él podía contemplar—. Mira si hay viejas cartas. Podrían estar en los cajones. En el armario. Probablemente las tiene en alguna caja destartalada. En fajos atados, como suelen guardarlas las mujeres.

—¿Cartas de quién?

—Mías. ¿Qué te parece? No tienes que leerlas, solo fíjate en quién las firma. Las escribí hace tanto tiempo que el papel podría estar amarillento. Escritas a pluma, que yo recuerde, así que seguramente siguen siendo legibles. Toma, aquí tienes una muestra de mi caligrafía. Te ayudará.

Sacó un sobre de la guantera y escribió: «Del es mala chica».

Lo guardé dentro de mi libro de latín.

—No dejes que lo vea Fern. Reconocería mi letra. Ni tu madre. Podría hacerse preguntas sobre lo que he escrito. Sería una sorpresa, ¿no?

Me llevó a casa. Yo quería bajar en la esquina de River Street pero él no quiso.

—Parecerá que estamos escondiéndonos de algo. Bueno, ¿cómo vas a hacérmelo saber? ¿Qué te parece si el domingo por la noche, cuando vaya a cenar, te pregunto si has hecho los deberes? Si las has encontrado, dirás que sí. Si las has buscado y no las has encontrado, dirás que no. Y si por alguna razón no has tenido oportunidad de buscarlas, dirás que te has olvidado de que tenías deberes.

Me obligó a repetirlo.

—Sí significa que las has encontrado, no significa que no las has encontrado, y que te has olvidado significa que no has tenido oportunidad de mirar. —Ese ensayo me ofendió; yo era famosa por mi memoria.

—Está bien. Adiós. —A una altura que nadie podía ver, mirando al frente, hizo rebotar el puño en mi pierna, con suficiente fuerza para que me doliera.

Me forcé a bajar con mis libros, y una vez que estuve sola, sintiendo aún un hormigueo en el muslo, saqué el sobre y leí lo que había escrito en él. «Del es mala chica.» El señor Chamberlain asumía sin ninguna dificultad que en mí había traición, así como una sensualidad criminal, a la espera de ser utilizada. Sabía que no chillaría cuando me había aplastado el pecho, había contado con que no se lo diría a mi madre; ahora sabía que no solo no repetiría esa conversación a Fern, sino que la espiaría como él me había pedido que hiciera. ¿Habría dado con mi verdadera personalidad? Lo cierto era que, aburrida en el colegio, había utilizado el compás y la regla, o había escrito frases en latín [«habiendo levantado campamento y matado furtivamente los caballos del enemigo, Vercingetórix se preparó para librar batalla al día siguiente»], consciente en todo momento de mi depravación, tan robusta como el trigo en primavera, mientras me salían cardenales invisibles en el cuerpo en las partes donde había sido tocado. Lavándome con un jabón que casi te arrancaba la piel, después de un partido de voleibol, había mirado en el espejo de los aseos para chicas y sonreído en secreto a mi cara rubicunda, al pensar en la libidinosidad a la que se me había inducido, los engaños de los que era capaz.

Entré en la habitación de Fern el sábado por la mañana, cuando mi madre se fue a la granja a limpiar. La recorrí tranquilamente con la mirada: el oso koala en la almohada, polvos esparcidos sobre el tocador, botes con restos de desodorante seco, pomada balsámica, crema de noche, un pintalabios viejo, esmalte de uñas con el tapón atascado. Una foto de una señora con un traje de muchas capas colgantes, como un muestrario de bufandas, probablemente la madre de Fern, con un grueso bebé vestido con ropa de lana en los brazos, probablemente Fern. Una toma poco nítida de Fern, sin duda, con mangas acampanadas y un ramo de rosas en las manos, y el pelo ondulado con un corte escalonado. Y fotos pegadas alrededor del espejo, con los bordes enroscados. El señor Chamberlain con un sombrero de paja puntiagudo y pantalones blancos, mirando la cámara como si supiera más que ella. Fern, no tan gorda como ahora, pero de todos modos rolliza, con pantalones cortos, sentada en un leño en un bosque de algún lugar de veraneo. El señor Chamberlain y Fern elegantemente vestidos —ella con corsé—, captados por un fotógrafo callejero en una ciudad desconocida, caminando bajo la marquesina de un cine donde proyectaban Levando anclas. El picnic de los empleados de la oficina de correos en el parque de Tupperton un día nublado y Fern, jovial con sus pantalones holgados, con un bate de béisbol en las manos.

No encontré ninguna carta. Miré en los cajones, en los estantes del armario, debajo de la cama, incluso dentro de las maletas. Encontré tres fajos de papeles guardados aparte, sujetos con gomas.

Un fajo estaba compuesto por una de esas cartas con promesas de buena fortuna que circulaban en cadena y muchas copias del mismo verso, escrito a lápiz o pluma con distintas caligrafías, algunas a mano o ciclostiladas.

Esta oración ya ha dado la vuelta al mundo seis veces. La escribió en la isla de Wight un vidente que la vio en un sueño. Copia esta carta seis veces y envíasela a seis amigos, luego copia la oración y envíasela a los seis primeros nombres de la lista adjunta. A los seis días de la recepción de esta carta empezarás a recibir de todas partes del mundo copias de esta oración que te traerán bendiciones y buena suerte SI NO ROMPES LA CADENA. Si rompes la cadena, algo triste y desagradable te sucederá a los seis meses de haber recibido esta carta. NO ROMPAS LA CADENA. NO OLVIDES LA PALABRA SECRETA DEL FINAL. POR MEDIO DE ESTA ORACIÓN SE EXTENDERÁ LA FELICIDAD Y LA BUENA SUERTE POR TODO EL MUNDO.

De paz y amor, Oh Dios, te pido

que colmes hoy a este amigo.

Solventa sus problemas, bendice su corazón.

Que la fuente de la fuerza y el amor

colme su ambición.

KARKAHMD

Otro fajo consistía en varias hojas de letra de imprenta borrosa intercalada con ilustraciones grises y poco nítidas de lo que de entrada me pareció que eran bolsas de enemas con una maraña de tubos, pero que, después de leer el texto, resultaron ser cortes transversales de la anatomía masculina y femenina con cosas como supositorios vaginales, tampones, condones (todos esos términos eran nuevos para mí) que iban insertados o encajados. No podía mirar esas ilustraciones sin alarmarme y experimentar una intensa incomodidad, de modo que empecé a leer. Leí sobre la mujer de un granjero pobre de Carolina del Norte que se había arrojado bajo las ruedas de un carro al descubrir que iba a tener su noveno hijo; sobre las mujeres que morían en su propia casa por complicaciones en el embarazo o en el parto o después de terribles abortos fallidos que realizaban con alfileres para sombrero, agujas de tricotar o burbujas de aire. Leí, o me salté, las estadísticas sobre el aumento de la población, las leyes que se habían aprobado en distintos países a favor y en contra del control de la natalidad, las mujeres que habían ido a la cárcel por defenderlo. Luego estaban las instrucciones de uso de los distintos artilugios. En el libro de la madre de Naomi también había un capítulo dedicado a ello, pero nunca llegamos a leerlo, atascadas como estábamos en «Casos de estudio y tipos de actos sexuales». Todo lo que leía ahora sobre la espuma y la gelatina, hasta el uso de la palabra «vagina», hacía que el asunto pareciera laborioso y casero, relacionado de algún modo con ungüentos, vendas y hospitales, y me produjo la misma sensación de impotencia ridícula y desagradable que me invadía cuando me veía obligada a desvestirme en la consulta del médico.

El tercer fajo eran versos mecanografiados. Algunos tenían títulos como «Limonada casera» o «El lamento de la mujer del camionero».

Marido, querido marido, ¿qué debo hacer?

Estoy esperando que me des placer.

Nunca estás en casa o nunca estás despierto.

Me sorprendió que un adulto supiera, o siguiera acordándose de esas palabras. La concupiscente progresión de los versos, las palabras cortas y achaparradas escritas desvergonzadamente a máquina, disparaban a toda velocidad la lujuria como chorros de queroseno que se arrojan a las hogueras. Pero eran repetitivos y elaborados; al cabo de un rato el esfuerzo mecánico necesario para inventarlos empezaba a notarse y los hacía más pesados; se volvían desconcertantemente aburridos. Pero las palabras en sí todavía despedían destellos de poder, sobre todo la palabra «joder», que nunca había sido capaz de mirar cuando la veía escrita en las vallas o las aceras. Nunca había sido capaz de detenerme ante el impulso de brutalidad, el hipnótico pavoneo.

Le dije que no al señor Chamberlain cuando me preguntó si había hecho los deberes. No me tocó en toda la noche. Pero cuando salí del colegio el lunes, me esperaba.

—¿Tu amiga sigue enferma? Lástima. Pero es bonito, ¿verdad que es bonito?

—¿Qué?

—Los pájaros son bonitos. Los árboles son bonitos. Es bonito que puedas dar una vuelta en coche conmigo, hacer investigaciones por mí.

Habló con tono infantil. Con él, el mal nunca sería grandilocuente. Su voz daba a entender que era posible hacer cualquier cosa, cualquiera, y quitarle importancia diciendo que era broma, una broma a costa de toda la gente solemne y culpable, toda la gente moral y emotiva del mundo, la gente que «se tomaba a sí misma en serio». Eso era lo que él no podía soportar de los demás. Su sonrisilla era repulsiva; la autosatisfacción se extendía sobre todo un abismo de irresponsabilidad, o algo peor. Pero eso no me hizo titubear a la hora de irme con él y hacer lo que él quisiera. Su integridad moral me traía sin cuidado; tal vez era incluso necesario que fuera dudosa.

La excitación, que debía algo a los versos obscenos de Fern, se había apoderado por completo de mí.

—¿Miraste bien? —preguntó él con voz normal.

—Sí.

—¿No encontraste nada? ¿Miraste en todos sus cajones? Me refiero a los cajones de su cómoda. En las cajas de sombreros, en las maletas. ¿Buscaste en su armario?

—Busqué en todas partes —respondí con recato.

—Puede que se haya deshecho de ellas.

—Supongo que no es sentimental.

—¿Sentimental? No sé qué significan esas grandes palabras, niña.

Estábamos saliendo de la ciudad. Seguimos la carretera 4 en dirección al sur y nos metimos por el primer camino vecinal.

—Qué mañana más bonita —dijo el señor Chamberlain—. Mejor dicho, qué tarde más bonita. Qué día más bonito.

Miré por la ventanilla; el campo conocido se veía alterado por su presencia, su voz, el aturdimiento de saber de antemano lo que íbamos a hacer juntos. Hacía un par de años que contemplaba los árboles, los campos, el paisaje, con una euforia profunda y secreta. En ciertos estados anímicos, algunos días, era capaz de sentir por un matojo de hierba, una cerca de madera o un montón de piedras una emoción tan pura e ilimitada como la que solía presentir o esperar de Dios. No podía sentirlo cuando estaba con alguien, como era lógico, y al lado del señor Chamberlain observé cómo toda la naturaleza se volvía corrupta y enloquecedoramente erótica. Era la época más fértil y verde del año; en las zanjas brotaban margaritas, linarias y ranúnculos, y las hondonadas estaban cubiertas de arbustos sin nombre ligeramente dorados y de los destellos de los riachuelos altos. Veía todo eso como una vasta sucesión de escondites, con los campos arados a lo lejos alzándose como colchones desvergonzados. Los pequeños senderos que se abrían entre los arbustos, los tramos de hierba aplastada donde sin duda se había tumbado una vaca, me parecían tan específica y apremiantemente incitantes como ciertas palabras o gestos.

—Espero que no nos encontremos aquí a tu madre.

No me pareció posible. Mi madre habitaba una capa de la realidad distinta de la que yo había penetrado en ese momento.

El señor Chamberlain dejó el camino vecinal y siguió un sendero que enseguida murió en un campo medio cubierto de maleza. Detener el coche e interrumpir ese tibio flujo de sonido y movimiento en el que había permanecido suspendida me afectó un poco. Los hechos se hacían realidad.

—Vamos hasta el riachuelo.

Se bajó por su lado del coche y yo por el mío. Lo seguí cuesta abajo entre espinos en flor que desprendían un olor a levadura. Era una ruta transitada y entre la hierba había paquetes de tabaco, un envase de cerveza, una caja de chicles. Nos rodeaban pequeños árboles y matorrales.

—¿Por qué no hacemos una parada aquí? —propuso el señor Chamberlain con tono práctico—. El suelo está empantanado por la orilla.

Allí, en lo alto del riachuelo, medio a la sombra, yo tenía frío, y estaba tan impaciente por saber qué iba a sucederme que todo el calor y la comezón entre las piernas habían desaparecido, y me las notaba insensibles como si hubiera tenido allí un pedazo de hielo. El señor Chamberlain se abrió la americana y se desabrochó el cinturón, y él mismo se bajó la bragueta. Introdujo la mano para abrir unas cortinas interiores y dijo: «¡Bu!».

No se parecía en nada al del David de mármol, y se erguía recto frente a él, tal como había leído que hacía. Tenía una especie de capucha, como un champiñón, y era de un color morado rojizo. Tenía un aspecto embotado y estúpido, comparado, por ejemplo, con los dedos de las manos y los pies, llenos de inteligente expresividad, o incluso con un codo o una rodilla. No me horrorizó, aunque tal vez ésa había sido la intención del señor Chamberlain, de pie con su mirada vigilante, abriéndose los pantalones con las manos para enseñarlo. Tosco y embotado, del desagradable color de una herida, me pareció vulnerable, juguetón e inocente como un animal de hocico duro cuyo aspecto simple y grotesco es una especie de garantía de buena voluntad. (Lo contrario de lo que suele ser la belleza.) Pero tampoco me excitó. No me pareció que tuviera nada que ver conmigo.

Observándome sonriente, el señor Chamberlain lo rodeó con una mano y empezó a moverla arriba y abajo, sin mucha fuerza, a un ritmo eficiente y controlado. La expresión de su cara se suavizó; sus ojos, clavados aún en mí, se pusieron vidriosos. Poco a poco, de un modo casi experimental, aumentó la velocidad de la mano; el ritmo se hizo menos uniforme. Se agachó, abrió la boca en una sonrisa que le retiró los labios de los dientes y puso los ojos ligeramente en blanco. Su respiración se volvió ruidosa y temblorosa mientras movía la mano furiosamente, y gimió casi doblándose en dos de sufrimiento convulsivo. La cara que volvió hacia mí desde su postura acuclillada miraba sin ver y se tambaleaba como una máscara sobre un palo, y esos sonidos que brotaban sin querer de su boca, ruidos humanos de desesperación, eran al mismo tiempo teatrales, inverosímiles. De hecho toda la actuación, rodeada de ramas en flor, parecía impuesta, fantástica y predeciblemente exagerada, como una danza india. Yo había leído sobre el cuerpo en situaciones extremas de placer, poseído, pero no parecía haber una correspondencia entre esas expresiones y el terrible y ramplón esfuerzo, el deliberado frenesí de lo que sucedía allí. Si no lograba pronto lo que quería, me pareció, se moriría. Luego dejó escapar una especie de gemido, totalmente desesperado y aún más potente; tembló como si alguien lo golpeara en la laringe. Pero se apagó milagrosamente, transformándose en un gemido tranquilo y agradecido, mientras salía disparado algo de él, la auténtica sustancia blanquecina, el semen, que cayó en el dobladillo de mi falda. Se irguió, tembloroso y sin aliento, y volvió a cerrarse rápidamente los pantalones. Sacó un pañuelo y se limpió primero las manos, luego mi falda.

—¿Has tenido suerte, eh? —Se rió de mí, aunque todavía no había recuperado del todo el aliento.

Después de semejante convulsión, de semejante revelación, ¿cómo podía un hombre guardarse el pañuelo en el bolsillo así sin más, mirarse la bragueta y empezar a andar de nuevo, todavía un poco acalorado y rojo, por donde había venido?

Lo único que dijo en el coche, después de quedarse un momento sentado al volante recobrándose antes de dar el contacto, fue:

—Todo un espectáculo, ¿eh?

El paisaje era como un reflejo postorgásmico, distante, inconexo. El señor Chamberlain tal vez sentía también cierta melancolía, o aprensión, porque me pidió que me agachara en el suelo del coche cuando entramos de nuevo en la ciudad, y después de dar una vuelta me dejó en un lugar solitario, donde la carretera descendía cerca de la estación de la CNR. Pero se sintió lo bastante recuperado para darme unos golpecitos en la entrepierna con el puño, como si comprobara la sonoridad de un coco.

Como debería haber sospechado, esa fue la actuación de despedida del señor Chamberlain. Al volver a casa al mediodía encontré a Fern sentada a la mesa del comedor, que ya estaba puesta para la comida, escuchando a mi madre que le hablaba a gritos desde la cocina para hacerse oír por encima del estruendo del pasapurés.

—No importa lo que digan los demás. Tú no estabas casada. No estabas prometida. No es asunto de nadie. Tu vida solo te pertenece a ti.

—¿Quieres leer la pequeña carta de amor que he recibido? —me preguntó Fern, y la agitó delante de mis narices.

Querida Fern, debido a circunstancias que escapan a mi control, me marcharé esta noche en mi fiable Pontiac para dirigirme al Oeste. Todavía me queda mucho mundo por ver y no tiene sentido recluirse. Puede que te envíe una postal desde California o Alaska, ¿quién sabe? Sé la buena chica que siempre has sido y sigue lamiendo sellos y abriendo el correo con vapor, puede que todavía encuentres un billete de cien dólares. Cuando mamá muera probablemente regresaré, pero no por mucho tiempo. Chao,

ART

La misma mano que había escrito «Del es mala chica».

—Interferir en el correo es un delito federal —dijo mi madre al entrar—. No creo que tenga mucha gracia poner eso.

Sirvió las zanahorias de lata, el puré de patatas, el rollo de carne picada. Fuera cual fuese la estación, la comida del mediodía siempre era pesada.

—De todos modos, parece que no me ha quitado el apetito —dijo Fern con un suspiro. Se echó ketchup—. Podría haber sido mío. Hace mucho. Si hubiera querido. Hasta me escribió cartas hablando de matrimonio. Debería haberlas guardado. Podría haberlo acusado de incumplimiento de promesa.

—Me alegro de que no lo hicieras —dijo mi madre enérgica—, de lo contrario ¿dónde estarías hoy?

—¿Que no hiciera qué? ¿Acusarlo o casarme con él?

—Casarte con él. Acusar a un hombre de no cumplir sus promesas es degradante para las mujeres.

—Oh, yo no corría peligro de casarme.

—Estaba el canto. Tenías un interés en la vida.

—Sencillamente me lo estaba pasando demasiado bien. Sabía lo suficiente del matrimonio para saber que con él se acaba la diversión.

Cuando Fern hablaba de pasarlo bien se refería a ir a bailar al Lakeshore Pavilion, ir al hotel Regency de Tupperton a tomar una copa y cenar, o que la llevaran de un bar de carretera a otro el sábado por la noche. Mi madre trataba de entender semejantes placeres pero era incapaz, del mismo modo que no entendía por qué la gente subía a las atracciones de feria, bajaba y vomitaba, y volvía a subir.

Fern no era de las que se lamentaban, a pesar de lo familiarizada que estaba con la ópera. El sentimiento que expresó en voz alta era que los hombres siempre se marchaban, y que era preferible que lo hicieran antes de que te hartaras de ellos. Pero se volvió más habladora; no callaba.

—Eres tan desastre como Art —le dijo a Owen durante la cena—. Él no probaba las verduras amarillas. Su madre debería haberle dado una zurra cuando era pequeño. Eso es lo que yo le decía.

—Eres todo lo contrario de Art físicamente —le dijo a mi padre—. Él tenía el cuerpo tan largo y las piernas tan cortas que le costaba encontrar trajes de su talla. En el único lugar donde se los hacían era en Ramson de Tupperton.

—Solo lo vi perder los estribos una vez. En el Pavilion, una noche que fuimos a bailar y un tipo me invitó a un baile. Me levanté, porque qué vas a hacer, y él bajó la cara justo hasta mi cuello. ¡Lamiéndome como si fuera de chocolate! Art le dijo: Si quieres besuquearte con una chica no lo hagas con mi novia. ¡Puede que yo también quiera! Y lo arrancó de mi lado. ¡Eso es lo que hizo!

Cuando yo entraba en una habitación donde ella estaba hablando con mi madre, se hacía un silencio poco natural, expectante. Mi madre escuchaba con expresión abatida, resueltamente compasiva, atrapada. ¿Qué podía hacer ella? Fern era su mejor amiga, tal vez la única. Pero había cosas que nunca pensó que tendría que oír. Tal vez echaba de menos al señor Chamberlain.

—Te trató fatal —le dijo a Fern, encarándose con sus hombros encogidos y su risa ambigua—. Ésa es la verdad. Nunca se ha desmoronado tan deprisa mi opinión sobre una persona. De todos modos le echo de menos cuando oigo las noticias por la radio.

Porque la emisora de Jubilee no había encontrado a nadie capaz de leer las noticias más recientes, llenas de palabras rusas, sin sucumbir al pánico, y habían permitido que alguien llamara «Batch» a Bach en In Memoriam cuando pusieron «Jesus, bleibet meine Freude». Mi madre se puso como loca.

Yo había querido hablar con Naomi del señor Chamberlain ahora que había terminado todo. Pero Naomi salió de su enfermedad con siete kilos menos y una nueva actitud ante la vida. Con su figura rechoncha se había ido la franqueza. Su lenguaje se purificó. Su audacia se extinguió. Mostraba una nueva y delicada consideración hacia sí misma. Se sentaba bajo un árbol con la falda extendida alrededor, viendo cómo el resto de la clase jugábamos a voleibol, y no paraba de llevarse una mano a la frente para comprobar si tenía fiebre. Ni siquiera le interesó saber que el señor Chamberlain se había ido, tan absorta estaba en sí misma y su enfermedad. Le había subido la temperatura por encima de los cuarenta grados. Los aspectos más burdos del sexo habían desaparecido de su conversación y al parecer también de su mente, aunque había hablado mucho del doctor Wallis, de cómo le había lavado las piernas con una esponja y lo expuesta e impotente que se había sentido cuando estaba enferma.

De modo que no tuve el alivio de convertir en una historia graciosa, aunque siniestra, lo que había hecho el señor Chamberlain. No sabía qué hacer con ello. No podía devolverle su viejo rol, adjudicarle el papel de libidinoso solícito, recio, simple y resuelto que había adoptado en mis fantasías. Mi fe en la depravación pura se había debilitado. Tal vez en ninguna parte más que en las fantasías se abría con tanta suavidad y naturalidad la trampilla por la que se zambullían los cuerpos, totalmente liberados del pensamiento, liberados de la personalidad, en el desenfreno y el libertinaje. En lugar de eso, tal como me había enseñado el señor Chamberlain, la gente lleva consigo un montón de… carne que no es dominada sino que tiene que ser aporreada para alcanzar el éxtasis, todo el persistente misterio y los oscuros recovecos de sí misma.

En junio se celebró la cena de fresones anual en los jardines traseros de la iglesia unida. Fern fue a cantar con el vestido de gasa floreada que se había hecho con ayuda de mi madre. Le apretaba mucho por la cintura. Desde que se había marchado el señor Chamberlain había engordado, de modo que ya no era blanda y voluminosa sino realmente gruesa, hinchada como un pudin, y su piel cubierta de manchas ya no era opaca sino tirante y brillante.

Se daba palmadas en la barriga.

—No podrán decir que me estoy consumiendo, ¿eh? Sería un escándalo que reventara las costuras.

Oímos sus tacones alejarse por la acera. En las tardes tranquilas y encapotadas, bajo los frondosos árboles, los sonidos viajaban lejos. El ruido de las conversaciones de la reunión de la iglesia unida llegaba hasta los escalones de casa. ¿Le habría gustado a mi madre tener un sombrero y un vestido de verano, y acompañarla? Su agnosticismo y su sociabilidad a menudo entraban en conflicto en Jubilee, donde la vida social y la religiosa solían coincidir. Fern la había animado a ir.

—Eres miembro. ¿No me dijiste que te habías unido a ella cuando te casaste?

—Entonces no tenía las ideas formadas. Ahora sería hipócrita. No soy creyente.

—¿Crees que todos lo son?

Yo estaba en el porche leyendo Arco de Triunfo, un libro que había sacado de la biblioteca, que había obtenido un crédito y comprado una nueva remesa de libros, la mayoría recomendados por la señora Wallis, la mujer del médico, que tenía un título universitario pero tal vez su gusto no casaba con las prescripciones del ayuntamiento. Había habido quejas, la gente había dicho que hubiera sido mejor dejar la elección en manos de Bella Phippen, de momento solo faltaba de los estantes un libro, El mercader de ilusiones. Yo lo había leído antes. Mi madre lo había sacado y había leído unas cuantas páginas que le habían entristecido.

—No esperaba ver nunca semejante uso de la palabra impresa.

—Trata del mundo de la publicidad, de lo corrupto que es.

—Eso no es lo único corrupto, me temo. Dentro de nada nos dirán cómo van al lavabo, ¿por qué se lo callan? No hay nada de todo eso en Silas Marner ni en los escritores clásicos. Eran buenos escritores y no les hacía falta.

Yo me había apartado de mis libros favoritos, Kristin Lavransdatter, las novelas históricas. Ahora leía libros modernos. Somerset Maugham. Nancy Mitford. Leía libros que hablaban de gente rica y con títulos nobiliarios que despreciaban justo el tipo de personas que se consideraban la crema de la sociedad en Jubilee: farmacéuticos, dentistas, tenderos. Aprendí apellidos como Balenciaga, Schiaparelli. Descubrí bebidas alcohólicas. Whisky con soda. Gin-tonic. Cinzano, Benedictine, Grand Marnier. Memoricé los nombres de hoteles, calles y restaurantes de Londres, París, Singapur. En esos libros unos se acostaban con otros, y lo hacían continuamente, pero las descripciones de lo que se disponían a hacer no eran minuciosas, a pesar de lo que pensara mi madre. Un libro comparaba las relaciones sexuales con la sensación de pasar por un túnel de tren (dando por supuesto que tú eras todo el tren) y salir a un prado en una montaña, tan alto y hermoso que te parecía estar en el cielo. Los libros siempre lo comparaban con algo, nunca hablaban de eso a secas.

—No puedes leer allí —dijo mi madre—. No tienes luz. Baja.

Eso hice, pero ella no quería que leyera en realidad. Quería que le hiciera compañía.

—Mira, están saliendo las lilas. Pronto iremos a la granja.

A lo largo de la parte delantera de nuestro patio, junto a la acera, las lilas moradas se veían pálidas como suaves y delicadas toallitas con pequeñas manchas de óxido. Más allá de ellas se extendía la carretera, ya polvorienta, y las zarzamoras silvestres que crecían frente a la fábrica tapiada, en la que todavía se leía en grandes letras descoloridas y altaneras: PIANOS MUNDY.

—Compadezco a Fern —dijo mi madre—. Compadezco su vida.

Su tono triste y confidencial me previno.

—Puede que esta noche encuentre novio.

—¿Qué quieres decir? No está buscando novio. Ya ha tenido bastante. Va a cantar «Wherever You Walk». Todavía tiene una voz preciosa.

—Está engordando.

Mi madre me habló con su voz grave, optimista, aleccionadora.

—Creo que va a haber un cambio en la vida de las niñas y las mujeres. Sí. Pero depende de nosotras que se produzca. Todo lo que las mujeres han tenido hasta ahora ha sido su relación con los hombres. Eso es todo. No hemos tenido más vida propia, en realidad, que un animal doméstico. «Él te abrazará, cuando su pasión haya agotado su fuerza original, un poco más fuerte que a su perro, con un poco más de cariño que a su caballo», escribió Tennyson. Y es cierto. Era cierto. Pero tú querrás tener hijos.

Eso demostraba lo bien que me conocía.

—Pues espero que… utilices la cabeza. Utiliza la cabeza y no te distraigas. Una vez que cometes el error de distraerte pegándote a un hombre, tu vida ya no vuelve a pertenecerte. Tendrás que hacerte cargo de todo, a la mujer siempre le pasa.

—Hoy día hay métodos anticonceptivos —le recordé, y ella me miró sobresaltada, aunque ella misma había avergonzado a nuestra familia escribiendo al Herald-Advance de Jubilee que «los profilácticos deberían ser distribuidos por el gobierno de forma gratuita a todas las mujeres del condado de Wawanash, para ayudarlas a evitar que aumente la familia». Los chicos del colegio me habían gritado: «Eh, ¿cuándo te va a dar tu madre esos proplásticos?».

—No basta, aunque es una gran ayuda, por supuesto, y la religión es su enemigo, como lo es de todo lo que pueda aliviar las penas de la vida sobre la tierra. Es de amor propio de lo que te estoy hablando. De amor propio.

No entendí del todo lo que quería decir, o si lo hice estaba resuelta a oponerme a ello. Mi empeño era oponerme a todo lo que ella decía con seriedad y obstinación. Necesitaba, y daba por hecho, que se preocupara por mi vida, pero no podía soportar que lo expresara en palabras. Además, tenía la sensación de que estas palabras no eran tan diferentes de todos los demás consejos que se daban a las mujeres, a las niñas, consejos que partían de la base de que ser mujer te hacía vulnerable, que era necesario cierto grado de cautela, seria inquietud y autoprotección, mientras que se suponía que los hombres podían salir y vivir toda clase de experiencias, desechar lo que no querían y volver orgullosos. Sin pensarlo siquiera, yo había decidido hacer lo mismo.