ACTO PRIMERO

Un pequeño salón en casa de Louis Antón comisario de la “Sureté”. Hay una puerta a la derecha y otra a la izquierda, en primer término, que comunican con el resto de las habitaciones. Una puerta de arco al foro hacia la derecha que da paso al recibimiento de la casa. Un pequeño ventanal hacia la izquierda, desde el que contemplamos un panorama urbano. La parte de la derecha está acondicionada como salón, con un sofá, una pequeña librería, un aparato de radio, una mesita con bebidas. A la izquierda hay una pequeña mesa que pudiera ser muy bien de despacho, llena de papeles, con un par de ficheros de mesa. En la pared, frente al espectador, un mapa de la ciudad. En ese rincón, el comisario Louis Antón ha trabajado durante veinte años al servicio de la policía francesa. Está hablando por teléfono. Es un hombre de mediana edad, pongamos que cuarenta y cinco años, simpático, atractivo, con cierta tendencia a reprimir sus emociones y una mirada viva.

LOUIS.—No, no oíste mal. Me enteré de ello al venir de Frejus. Me habían mandado para hacer algo en el caso de Martel. Según el inspector general, a Martel no podía haberle asesinado quien todos sospechaban. Me dijo: “Antón: el asesino no es nunca de quien se sospecha”. Yo contesté: “A sus órdenes”. Hemos estado cerca de mes y medio deteniendo a toda la buena gente de Frejus por culpa de este inspector... No; al asesino lo teníamos en la cárcel desde el primer día, pero no podía ser, ya sabes. ¡Faltaría más!

Para eso se ha leído el inspector todas las novelas policíacas del mundo. (Ríe.) Parece ser que el chico, muerto de risa, le dijo al inspector: “Oiga, no meta más gente en la cárcel. Fui yo”. Como yo me reí un poco también, me señaló con el dedo y dijo: “Antón: voy a abrirle un expediente”. (Por la derecha sale una mujer bonita vestida con elegancia. Es Mariel, la esposa de Louis. Sirve una bebida y se la ofrece a su marido, mientras le da un beso en la mejilla.) Figúrate. Estuvimos cerca de una hora discutiendo. “No podía acusar al muchacho, Anton”, me decía, “no tenía pruebas”. Se me ocurrió contestar: “Señor Inspector general: primero sabe uno quién es el asesino; después se inventan las pruebas”. Según él, esto, en buena ética, policíaca, es infame, y cuando nos hallábamos en plena discusión, entró Goulard diciéndome; “Enhorabuena, Anton. Cuatro millones de francos en la lotería de Arras. Jugábamos el mismo número”. Cuando quise seguir discutiendo, el inspector general había desaparecido... No, no; dejo el Cuerpo decididamente. Soy policía hasta esta noche a la una y diez minutos de la madrugada. Ni un minuto más... De acuerdo, vente luego si quieres. Voy a tomar café con unos amigos aquí en casa. Un abrazo. (Cuelga el teléfono. Bebe y le dice, a su mujer.) Ese pobre Simón... Lo mandaron a Brest para atrapar a un ladrón que estaba en Niza. Increíble. Todavía no me explico por qué caen los maleantes en las redes del señor inspector general. AI pobre Simón se le ocurrió pensar que el ladrón estaba en Niza. Ya te podrá figurar lo que le dijo el inspector general: “No tenemos pruebas de que esté en Niza”.

MARIEL.—¿Y si no se tienen pruebas?

LOUIS.—¿Tú tienes pruebas exactas de que haya existido Carlomagno?

MARIEL.—Lo dice la Historia.

LOUIS.—Pero la Historia también dice que a lo mejor no existió Carlomagno sino una especie de comité de reyes que crearon el Sacro Imperio.

MARIEL.—Las crónicas hablan...

LOUIS.—Como hablan los periódicos. Ponen un veinte por ciento de verdad y un ochenta por ciento de aproximación. Lo importante, Mariel, es saber ver a los asesinos. Después se les inventan las pruebas. (Sonríe.) ¿Tú no bebes?

MARIEL.—No me encuentro bien.

LOUIS.—¿Otra vez la jaqueca?

MARIEL.—¿Por qué te diviertes tanto con mis jaquecas?

LOUIS.—Me costó dos años descubrir los antecedentes penales de tus jaquecas, Mariel. Cuando nos casamos y volvíamos a casa por la noche, tú tenías jaquecas.

MARIEL.—Pero la tenía realmente.

LOUIS.—Falta de pruebas.

MARIEL.—Te aseguro que la tenía.

LOUIS.—El crimen era que no querías que hiciéramos el amor. La jaqueca era la protesta. Que fuera verdad o mentira, ya no me meto en ello.

MARIEL.—¿A qué viene ahora eso? Se superó todo aquello, ¿no?

LOUIS.—Claro, por Dios. ¿Cómo no va a superarse? Eres tan bonita y te quiero tanto... Bueno, Mariel, ahora soy un hombre rico que va a vivir de sus rentas y son un excelente partido. Cuídame. (Ella enciende un cigarro.) Cuando te veo tan bonita pienso que hubo un instante en que quise pedir el divorcio.

MARIEL.—Y yo no quise nunca concedértelo.

LOUIS.—Gracias a Dios.

LOUIS.—Gracias a Dios. ¿Qué ocurre con la “bonne”?

MARIEL.—¡Oh!, no te puedes dar idea. Tiene un disgusto tremendo. En primer lugar, no ha habido manera de que se aprendiera las calles de Paris. Las cosas que dice en vez de Rué Wagram son increíbles. La llama, no sé por qué, Rubinstein. Estas españolas que se vienen a servir a París san excepcionales como criadas, pero muy pintorescas como mujeres.

LOUIS.—Anda, llámala. ¿Cuándo ha dicho el doctor que venía?

MARIEL.—Debe estar al llegar.

LOUIS.—Llámala.

MARIEL.—Anisette... Anisette...

(Por el foro aparece, vestida de negro, con cofia y delantal, Aniceta, una española guapa y un poco paleta, que lleva un año sirviendo en París.)

ANICETA.—Mande.

MARIEL.—Anisette...

ANICETA.—Si no le molesta, señora, mata usted la ce. Yo sé que para ustedes los franceses es muy difícil, pero Anisette me suena a apodo. Me llamo Aniceta. Ce, ce; mata usted la ce.

MARIEL.—Vamos allá: Ani-ce-ta.

ANICETA.—¿Ve qué fácil? ¿Mandaba?

LOUIS.—Era yo.

ANICETA.—Dígame, señorito.

LOUIS.—Bueno, casi no hemos comentado. El primer día que entró usted aquí dijo que yo era un hombre de suerte. ¿Qué le han parecido esos cuatro millones de francos?

ANICETA.—Lo tenía usted en los ojitos. ¿Pero quién le dijo que jugara a la lotería? ¿Quién le dijo que metiera el dinero en apuestas?

LOUIS.—Usted.

ANICETA.—Si yo calo a la gente por la mirada.

LOUIS.—Ah, eso es cierto. ¿Tú no lo sabes? Cuando te fuiste a ver a tus padres a Travigni, Aniceta y yo nos pasábamos la tarde mirando los periódicos. “Dígame usted, Aniceta, ¿de todos éstos, quién cree usted que tiene cara de criminal? Aniceta ponía un dedo y decía: “Este”. Casi siempre lo teníamos fichado.

MARIEL.—No es nada agradable la policía, Aniceta. Yo llevo muchos años casada con un comisario. El ambiente no me gusta.

ANICETA.—Porque no ha vivido usted en Cabra, que hasta el nombre suena a locura. Yo he vivido en Cabra. Más bien que en Cabra, en un pueblo de al lado que le dicen Sotillo de la Redonda, y que por mal nombre lo llaman “la madera”, porque es de donde sale el tarugo. Usted me entiende, ¿verdad, señor comisario? A usted le he enseñado yo español.

LOUIS.—El tarugo es un pedazo de madera.

ANICETA.—El tarugo es un pedazo de bestia, que los de Sotillo a esgalla como usted no se puede figurar. En mi pueblo fue donde hicieron aquel concurso de a ver quién se comía más carne en un día, y lo ganó el tío Piporro, que se comió una vaca viva. No se puede usted figurar qué espectáculo. Según malas lenguas, como todos los de allí se van Alemania o a Francia, la vaca se quería ir a Suiza.

LOUIS.—Estaría muerta.

ANICETA.—No, don Luis, no, que estaba viva.

LOUIS.—Pero se quejaría.

ANICETA.—Pues no. porque el gachó empezó por el rabo y el bicho al principio creyó que era de broma.

LOUIS.—¡Qué salvaje! Se moriría.

ANICETA.—No. Al llegar a los cuernos, dijo: “Con esto no puedo”, pero aludiendo a que no podía aguantar que le engañase su mujer, que por cierto se los ponía y muy bonitos, con un viajante de horquillas, que la pobre para justificar las citas tenía la cabeza que parecía que le iban a hacer un electroencefalograma. En mi vida he visto tanto hierro.

(Louis se está riendo.)

LOUIS.—Naturalmente, no se le podía probar.

ANICETA.—¿Qué?

LOUIS.—Que no se le podría probar el engaño. A la mujer, digo.

ANICETA.—Ustedes son muy civilizados, pero en Sotillo basta con la sospecha o con que se le pase a uno por la cabeza un vaho, como dice el señor alcalde, se lían a estacazos con la parienta, porque en mi pueblo gobierna el “por si acaso”.

LOUIS.—¿Un apellido?

ANICETA.—Una forma de ser. Yo salía con un muchacho, Para hablar solamente. Se lo dije a mi padre y mi padre me partió un puchero en la cabeza. Yo le dije: “¡Pero si no me ha tocado un pelo de la ropa!” Y mi padre saltó: “Por si acaso”. El alcalde, cuando hay junta, dice: “Señores concejales...”, y saca una navaja de siete muelles, explicando después: “Me traigo esto por si acaso”. Por si acaso le discuten, vamos. Y a la mujer del tío Piporro la tiró su marido al pozo, por si acaso.

MARIEL.—Vaya barbaridad.

ANICETA.—Verá usted, señora: lo malo del “por si acaso” es que de cada diez veces nueve da resultado, porque la gente es muy mala y muy fraudulenta.

MARIEL.—Aniceta haría buena policía.

LOUIS.—Pero todo lo que dice es cierto.

ANICETA.—¿Usted se acuerda, don Luis, cuando me vino usted comando lo de aquel señor que mí había suicidado y le dije yo: “Don Luis: a ése se lo ha jamao su mujer”?

LOUIS.—Sí, lo recuerdo, porque lo de “jamao” no lo conocía en absoluto.

ANICETA.—Si estaba más claro que el agua. Un hombre feliz, lleno de dinero, que había conducido prácticamente desde los dieciocho años y se cae por un precipicio con el coche, y el coche se prende fuego, y la mujer había salido a dar una vuelta. Pues, “por si acaso”, a la cárcel. ¿Y yo qué le dije?

LOUIS.—Que la interrogara hábilmente.

ANICETA.—Todo eso quiere decir “leña”. Mire usted, la gente es muy mala y muy fraudulenta, ya se lo he dicho yo. Aquí, en este valle de lágrimas, ni el Potito dice la verdad como no le casquen. Y con eso de que no hay pruebas y no hay pruebas, se tiene uno que aguantar con que la gentuza pasee por mitad de la acera y a uno lo echen a la calle. ¿Que no hay pruebas? Bofetada y tente tieso, ya verá usted la de pruebas que salen.

LOUIS.—Sí; a veces más de las que son necesarias.

ANICETA.—¿Pero usted le cascó a la señora, sí o no?

MARIEL.—¿Pero de veras pegaste a esa mujer?

LOUIS.—Yo no, por Dios. La deje en libertad. Pero inesperadamente apareció una extraña mujer que al parecer estaba muy enamorada del marido muerto y que empezó a pegarle y pegarle, diciendo: “Confiesa, confiesa”. La esposa pidió protección a la policía.

MARIEL.—¿Y tú?

LOUIS.—Estaba tan ocupado recogiendo pruebas...

ANICETA.—A las tres palizas la señora cantó cómo había dejado sin sentido al marido, cómo lo había metido en el coche, y de paso refirió cómo se había llevado un sostén de los Almacenes Lafayette sin ser vista y cómo de chiquitina le robó unas calcomanías a una compañera del colegio. Y si siguen pegándola nos cuenta que es la que mató a Kennedy. ¿Es verdad, sí o no?

MARIEL.—Pero eso es una coacción vergonzosa.

LOUIS.—Mariel: era una asesina. Yo no la pegué. Ningún policía la pegó.

MARIEL.—Pero contratasteis a una mujer para que la pegara.

LOUIS.—¿Quién puede probarme eso? A los asesinos, Mariel, hay que hablarles en su idioma. Puedo hacer que los despedacen y no habrá pruebas contra mí.

ANICETA.—Que sí, señor, que tiene usted mucha razón. ¿Se acuerda usted de la “gacholis” aquella que venía diciendo que no sabía nada de un argelino que mataron en los Campos, que yo la vi la cara y le dije: “De cuatro meses y el padre era el argelino”.

MARIEL.—¿Y qué?

LOUIS.—De cuatro meses y el padre era el argelino. Le había matado ella.

MARIEL.—¡Vaya! Tus brillantes éxitos en la carrera tú los debes a una criada española.

ANICETA.—Por cierto, mañana es fiesta.

MARIEL.—¿Pero qué es mañana?

ANICETA.—Dieciocho de julio.

MARIEL.—Pero hemos celebrado el catorce de julio, que es la fiesta nacional francesa.

ANICETA.—Bueno, pero es que yo celebro también el dieciocho, que es la fiesta nacional española. Y el veinticinco también es fiesta, porque es Santiago Apóstol. ¡Ah!, y el quince de agosto la Virgen de la Paloma, que es una Virgen muy querida por todos los españoles, también fiesta.

MARIEL.—Dígame; ¿cuándo trabajan ustedes en España?

ANICETA.—El dieciséis de noviembre si no llueve.

(Louis se está riendo.)

MARIEL.—Muy bien. Lo tendré en cuenta. (Suena un timbre.) Vaya a abrir. Será el doctor Separd. ¡Ah!, y tráiganos usted el café.

ANICETA.—Sí, señora.

(Sale por el foro.)

MARIEL.—No debes reírle las gracias constantemente. Se va n hacer la dueña de la casa.

LOUIS.—Es muy inteligente. Si se cultivara un poco no sé dónde iba a ir el pobre inspector general.

MARIEL.—¿De verdad te dijo todas esas cosas sobre la que mató a su marido y la que mató al argelino?

LOUIS.—Es completamente cierto.

MARIEL.—¿Y por qué no le das tu puesto ahora?

LOUIS.—Amor mío: Sí Aniceta entra en la policía francesa es capaz de arrestar al Presidente de la República. Con ella no cuentan las pruebas. Las consigue.

(Por el foro entra Víctor Separd; joven, elegante. Le sigue Marta, su esposa, también joven, elegante y bonita. Aniceta les ha precedido y mira fijamente al doctor.)

VÍCTOR.—Hola, Mariel. Nos hemos retrasado un poco.

MARIEL.—Lo normal. Sería un milagro que un médico llegara a tiempo.

(Se dan la mano.)

LOUIS.—Y mucho menos un médico que va camino de ser una eminencia.

(Le estrecha la mano. Mariel y Marta se dan un beso.)

VÍCTOR.—Aquí no hay más eminencia que tú, comisario. Cuatro millones de francos son mucho dinero.

LOUIS.—Pero no he tenido que hacer prácticas de anatomía para conseguirlos, te lo juro. (Estrechando la mano de Marta.) Hola. Marta. ¿Cómo estás?

MARTA.—No solamente no dejas en paz a los criminales de Francia, sino que, además, te llevas el dinero de la lotería. ¿No te da vergüenza?

LOUIS.—Bueno, en realidad me interesa mucho más la lotería que los criminales. Sólo uno puede acertar el primer premio. Y criminales lo podemos ser todos.

MARIEL.—No digas tonterías, ¿quieres?

ANICETA.—Con su permiso, señora, eso no es ninguna tontería. Eso es la pura verdad.

VÍCTOR.—(De buen humor.) Hola, Aniceta, ¿Qué tal por España?

ANICETA.—Mejor que por aquí por lo que estoy viendo.

VÍCTOR.—Pues sí; preciso es reconocerlo que, de momento, mejor que por aquí. ¿Decía usted?

ANICETA.—Decía que el premio gordo...

VÍCTOR.—¿El premio gordo?

LOUIS.—El primer premio, Víctor. Para los españoles es el premio gordo.

VÍCTOR.—¡Ah!

ANICETA.—Pues decía que el premio gordo sólo lo puede sacar uno, y criminales podemos ser todos.

MARIEL.—Yo no.

ANICETA.—¿No? Supóngase usted ahora que tiene ocasión de matar a alguien y sacar veinte millones.

MARIEL.—¡Qué tontería!

ANICETA.—Treinta.

MARIEL.—Bueno, bueno, dejémoslo.

ANICETA.—Cien mil millones.

MARIEL.—Ni aun así.

ANICETA.—Es que al que va usted a matar es un asesino peligroso que ha liquidado a su padre hace cuatro años.

MARIEL.—Pues...

ANICETA.—Y, además, no se va a enterar nadie.

MARIEL.—¿Nadie?

ANICETA.—Nunca.

MARIEL.—De ese modo...

ANICETA.—¿Lo ve? Ya tenemos el criminal; faltan los millones, el asesino de su padre y el que no se entere nadie.

VÍCTOR.—¿Esta chica en España qué hacía?

LOUIS.—Parece que cuidaba de un ganado. Si llega a estudiar bachiller y es francesa, la tenemos de ministro de Educación Nacional.

VÍCTOR.—Verdaderamente.

MARIEL.—¿Quiere traer el café?

ANICETA.—Sí, señora.

(Aniceta sale por el foro, Víctor toma asiento cómodamente y Louis le tiende una caja de puros.)

VÍCTOR.—¡Vaya! Y precisamente “Montecristo”. Te habrán costado un dineral.

LOUIS.—Te esperaba a tomar café y sabía que sólo fumas cigarros habanos y tienen que ser “Montecristo”.

VÍCTOR.—Pues sí, eso es cierto. Muchas gracias.

MARTA.—Figúrate que toda la casa huele a cigarros habanos “Montecristo”. Yo no lo entiendo bien.

LOUIS.—Fúmate tú uno y verás cómo lo entiendes. Cuando alguien tiene el dinero que tiene tu marido, Marta, puede permitirse esos lujos.

VÍCTOR.—Ahora tienes tú más dinero que yo.

LOUIS.—Pero muy poco más. (Enciende un cigarro.) Verdaderamente es formidable. Dime, ¿qué haces con las colillas?

VÍCTOR.—(Riendo.) Las tiro.

LOUIS.—¿Seguro que no las reúnes todas y se las vendes a Guerlain para que haga un perfume?

MARTA.—¡Qué disparate!

LOUIS.—De verdad, Marta. Mira cómo huele.

(Le pasa el puro por la nariz.)

MARTA.—No lo puedo soportar.

LOUIS.—Bueno, mi joven médico, ¿qué piensas hacer con una mujer que no puede soportar que fumes puros?

MARTA.—A él se lo soporto todo; eso y todo.

LOUIS.—Así me gusta.

VÍCTOR.—Es muy curioso. Cuando se ha fumado una vez “Montecristo” no se puede fumar ninguna otra marca. Es como el tigre, ¿sabes? Si come una vez carne humana, desdeñará las cabras, los venados y perseguirá tenazmente a los hombres.

(Echa el humo a la cara de Marta.)

LOUIS.—Cuidado, Víctor. Un juez decidiría que eso es causa de divorcio. Crueldad fumatoria.

MARTA.—Ni pensar en el divorcio.

LOUIS.—Ahora estábamos Mariel y yo acordándonos de una época en que yo se lo pedí.

MARIEL.—Bueno, déjalo.

LOUIS.—Mujer, no hace tanto.

MARTA.—¿Os conocíamos ya?

LOUIS.—Sí, claro. Claro que os conocíamos.

VÍCTOR.—¿Cuándo estuviste en Arles?

LOUIS.—Precisamente.

VÍCTOR.—¿Te digo el día?

LOUIS.—Dímelo.

VÍCTOR.—El uno de septiembre de mil novecientos sesenta y seis. ¿Es ése?

LOUIS.—Exactamente. Yo tuve que ir por ahí y cuando volví me encontré con que mi querido inspector general me esperaba con uno de sus horribles casos. La pobre Mariel se fue a pasar la noche anterior, la del treinta y uno de agosto, con su madre. Ya sabes, estaban en Boileau, a treinta kilómetros de aquí. Nos habíamos enfadado tanto que ella aprovechó que yo me marchaba a Arles para marcharse a Boileau. El uno de septiembre regresó, por la tarde, y a mí se me ocurrió decirle: “Será preciso divorciarnos”

MARTA.—Y ella, con muy buen sentido te dijo: “No me divorciaré nunca”...

LOUIS.—Tanto como nunca..., pero me dijo algo parecido.

MARTA.—(Riendo.) Estás bien metidito en el cesto, Louis. No se puede uno escapar así como así del matrimonio. Para que un juez conceda el divorcio se necesitan pruebas. Y pruebas graves. De adulterio.

LOUIS.—Bueno, eso no es tan difícil.

MARTA.—¡Que gracioso! Que no es tan difícil... ¿Has oído, Víctor? Di, ¿si tú cometieses un adulterio, lo ibas a confesar?

VÍCTOR.—No sé... Yo... soy tan sincero...

MARTA.—Nadie confiesa eso. (En el foro está Aniceta con una bandeja y un servicio de café.) Es preciso encontrar a la pareja infraganti.

ANICETA.—No, no; ni mucho menos. Basta con que el interesado lo confiese ante notario.

VÍCTOR.—¿Ah, sí?

ANICETA.—Don Luís: Si yo me presento ante un notario y admito que el día de tal estuve en tal sitio con un hombre haciendo tal cosa, ¿vale como prueba?

LOUIS.—Eso es rotundo.

VÍCTOR.—¿Pero quién puede admitir eso?

LOUIS.—Verdaderamente. ¿Quién puede admitirlo?

(Aniceta empieza a servir el café. Al llegar a Louis comenta en voz baja.)

ANICETA.—¿A usted le cae bien este médico?

LOUIS.—Sí. ¿Por qué?

ANICETA.—Este es un sádico.

LOUIS.—¿En qué lo has notado?

ANICETA.—Me da el vaho. Este es de los que reconocen a las enfermas, y si las enfermas no se andan listas se las come vivas.

LOUIS.—Como el tío Piporro.

ANICETA.—¿Se juega usted algo?

LOUIS.—Lo que tú quieras. Es una excelente persona.

ANICETA.—¿Qué se juega?

LOUIS.—¿Van cien francos?

ANICETA.—Vale. (Le sirve el café a Víctor.) ¿De modo que usted es el doctor Separd?

VÍCTOR.—¡Pero qué gracioso es esto! Me estás viendo aquí en esta casa constantemente y ahora me lo preguntas.

ANICETA.—¿Y atiende usted a los pacientes de “La Homologue”?

VÍCTOR.—Bueno, es una de las sociedades que están dentro del servicio de asistencia.

ANICETA.—Hay muchas chicas allí, ¿verdad?

VÍCTOR.—Desde luego que sí.

ANICETA.—Dígame usted nombres.

VÍCTOR.—(Divertido.) Pues qué sé yo... No me acuerdo. Sé de una que se llama Vilard, y otra que se llama Mary, y otra que se llama Luisa.

ANICETA.—Pare. A ésa es a la que conozco.

VÍCTOR.—¡Ah! ¿Conoces a Luisa? Una muchacha muy eficiente. “La Homologue” no andaría si esa muchacha no se tomara el trabajo de hacerla andar. Es insustituible en la oficina. Precisamente la he recomendado descanso. La última vez que la visité tenía un agotamiento nervioso completo.

ANICETA.—Diga, ¿no san ellas las que tienen que visitarle a usted?

VÍCTOR.—¿Qué?

ANICETA.—No existe en “La Homologue”, ni en ninguna sociedad de este tipo, la visita domiciliaria nada más que en casos urgentes.

VÍCTOR.—Pues... sí..., claro.

ANICETA.—¿Visitaba usted a las otras?

VÍCTOR.—Pues... no.

ANICETA.—¿Y a ésta sí?

VÍCTOR.—Pues… sí.

ANICETA.—¿Sólo porque tenía un agotamiento nervioso? No se trataba de operarla urgentemente ni de nada al corazón. Sólo de un agotamiento nervioso, ¿verdad?

VÍCTOR.—(Fastidiado.) Pues sí; sólo por eso.

ANICETA.—Gracias. (Se acerca a Louis y susurra.) ¿Se entendía con ella o no se entendía con ella?

LOUIS.—(Divertido.) No tenemos pruebas.

ANICETA.—¿Las quiere usted?

LOUIS.—No le irás a pegar.

ANICETA.—Digo que si las quiere usted.

LOUIS.—No, no, ten los cien francos. Yo también estoy seguro de que se entendía con ella.

(Le da un billete y Aniceta va hacia el foro, donde se vuelve y dice:)

ANICETA.—Que aproveche.

VÍCTOR.—(Inquieto.) Qué tipo más pintoresco, ¿verdad?

MARIEL.—Demasiado. Además, Louis le ha dado unas confianzas que dentro de poco yo no sé qué va a decir. El otro día subió el vecino de abajo para pedirnos que bajáramos la televisión. Nunca lo había hecho. ¿Qué diréis que hizo esta señorita? Le dijo: “¿Es sábado?” “Pues sí”, contestó el vecino. “Ande, dígale usted a la que tiene en casa que no se queje que se lo voy a contar a su mujer.” Al vecino un color se le iba y otro se le venía.

LOUIS.—Ya me acuerdo. Pero la deducción es clarísima: la mujer es sorda, a él no le molestan los ruidos. Se acababa de morir un hermano de la mujer en Pau. La chica pensó, “lo lógico es que la mujer esté en el funeral. Este ha aprovechado la ausencia de la mujer para traerse una palomita. Si a él no le molestan los ruidos, ¿a quién le molestan? A la palomita”.

MARTA.—Oye, ¿qué pasa con esa chica?

VÍCTOR.—¿Con cuál?

MARTA.—Esa Luisa. ¿Es cierto que ibas a visitarla a su casa?

VÍCTOR.—¡Diablos, sí! Es una empleada distinguida.

MARTA.—Pero no has visitado a ninguna empleada por muy distinguida que fuera. Ni siquiera en casos graves; no tienes obligación.

VÍCTOR.—¿Qué hay de malo en ello? Le cogí simpatía.

MARTA.—¿Sólo simpatía?

LOUIS.—No insistas, Marta. Falta de pruebas.

MARTA.—¿Qué?

LOUIS.—Que cuando no se puede probar una cosa se escoge uno de dos caminos: callarse o probarlo.

MARTA.—¡Qué risa! ¿Pero cómo puede uno probar eso? ¿Es que voy a verlos en la cama?

LOUIS.—Él puede decírtelo.

MARTA.—¿Él? Él no me lo diría nunca.

LOUIS.—Es asombroso lo que uno puede decir en determinadas ocasiones, Marta. ¿Sabes que a veces han llegado a la comisaria individuos a confesar un crimen? La cárcel puede ser, en ocasiones, mucho mejor que otras cosas. (Se vuelve repentinamente a Víctor.) ¿Jugamos a eso?

VÍCTOR.—¿A qué?

LOUIS.—Vamos a probar que te entendías con la empleada distinguida.

VÍCTOR.—Muy bien, sí. Vamos a probarlo.

MARIEL.—Oye, Louis: dentro de una hora dejas de ser policía. ¿Por qué no...?

VÍCTOR.—Déjale, Mariel. Al fin y al cabo es un juego. Como el póquer. Venga, señor comisario, pruébeme que me entendía con ella.

LOUIS.—Vamos por partes. Aproximadamente, ¿qué día fuiste a verla a su domicilio?

VÍCTOR.—Tengo una memoria excelente, ya lo sabes, señor comisario. Fue una víspera del día seis de enero. Un cinco de enero, concretamente.

LOUIS.—¿Por la noche?

VÍCTOR.—Sí.

LOUIS.—¿Después de las diez?

VÍCTOR.—Pongamos las once.

LOUIS.—Fuiste a visitar a una enferma a las once de la noche porque tenía agotamiento nervioso. ¿No es un poco exagerado?

VÍCTOR.—No; la chica me llamó. Estaba alarmada.

LOUIS.—Marta: tú te has extrañado al oír eso de Luisa ¿La conocías?

MARTA.—En absoluto.

LOUIS.—¿Quién toma los recados telefónicos en casa?

MARTA.—Siempre yo. Es lo normal.

LOUIS.—¿Recuerdas que haya llamado Luisa?

MARTA.—En absoluto.

VÍCTOR.—Me llamó a la clínica.

LOUIS.—¿A qué hora sales de la clínica?

VÍCTOR.—A las seis de la tarde.

LOUIS.—De acuerdo. Te llama para un asunto muy urgente antes de las seis de la tarde y tú no fuiste a verla hasta las once.

VÍCTOR.—Bien. El caso es que... no recuerdo por qué me demoré. Algo debió surgir.

LOUIS.—Luego la enfermedad no era tan urgente.

VÍCTOR.—En fin... urgente, lo que se dice urgente...

LOUIS.—Si no era urgente, ¿por qué no le dijiste que fuera a visitarte al otro día a la clínica?

MARTA.—Un momento. Fue exactamente el cinco de enero. La noche del cinco de enero. Había venido el doctor Vicks a operar, ¿no te acuerdas? El día seis tenía yo que levantarme muy temprano y tú me dijiste: “Es preferible que no duermas. Espérame despierta. El doctor Vicks va a estar operando toda la noche”. Llegaste a casa a las cuatro y media de la madrugada.

LOUIS.—¿Es cierto eso?

VÍCTOR.—Bueno, sí... fui a ver a Luisa y después estuve en el quirófano con el doctor Vicks.

LOUIS.—¿A qué hora empezaba a operar el doctor Vicks?

VÍCTOR.—Fue un trasplante de corazón.

LOUIS.—¿Lo viste por entero?

VÍCTOR.—Claro.

LOUIS.—Salvo en casos de urgencia, ¿a qué hora cierran la clínica?

MARTA.—A las doce. A esa hora entra el equipo de guardia.

LOUIS.—Hay algo aquí que no casa. A las once fuiste a ver a Luisa, asististe a la operación del doctor Vicks... ¿O sea, que el doctor Vicks hizo un trasplante en veinticinco minutos? Bien, bien, bien.

VÍCTOR.—No es eso. La operación empezó después.

LOUIS.—¿Con el equipo de guardia?

VÍCTOR.—Pues con algunos de los elementos del equipo de guardia.

LOUIS.—¿Cuáles, di?

VÍCTOR.—El doctor Armand, el doctor Surd...

LOUIS.—¿No es maravilloso? Precisamente mi médico. ¿Pero no es una coincidencia formidable? Surd me ha atendido esta última época. Si le llamamos por teléfono, él nos dirá que estuviste allí.

(Toma el teléfono, Víctor pone los dedos en la horquilla.)

VÍCTOR.—Déjalo. No estuve viendo la operación.

LOUIS.—Confesión por confesión: no conozco a Surd.

MARTA.—¿Quieres decir que estuviste todo el tiempo, desde las once de la noche hasta las cuatro de la mañana con esa muchacha?

VÍCTOR.—Es muy complicado de entender, Marta. No había nada de particular. Tenía un problema sentimental; a alguien se lo tenía que contar. A mí. Sus familiares no se preocupaban de eso. Pensé que la chiquilla se iba a suicidar. Hasta que no me quedé convencido de que la había calmado del
todo no abandoné su casa. Si te puse el pretexto de la operación de corazón fue porque temí tus celos.

MARTA.—¿Qué hago, señor comisario? ¿Me lo creo?

LOUIS.—Ahí entra el terreno de la falta de pruebas, Marta. Cuando se dice la media verdad. Una mentira es facilísima de descubrir; una verdad, más difícil. Lo verdaderamente difícil es algo que no es verdad ni mentira, pero que participa de las dos cosas.

MARTA.—¿Y qué se puede hacer en ese caso?

LOUIS.—(Encogiéndose de hombros.) Obligar al asesino a que confiese.

MARTA.—Venga, dame una pistola. Este tipo va a confesar ahora mismo. (Abraza a Víctor.) ¿Qué hiciste esa noche, eh? Consolar a una chica, ¿verdad? ¿Sólo consolarla? Anda, júrame que sólo fue eso. Estoy dispuesta a creérmelo de arriba a abajo.

VÍCTOR.—Por favor... Pues claro que tienes que creerme. Pero si llegué rendido a casa andando y andando. No es nada agradable andar un cinco de enero, ¿eh?

LOUIS.—Al menos dormirías tranquilo.

VÍCTOR.—Si me haces recordar te puedo decir incluso con lo que soñé.

MARTA.—Yo sé que fui al otro día a la clínica. Víctor se había dejado unos papeles importantes en el abrigo. Se los traje y a la una de la tarde todavía no se había levantado.

LOUIS.—Mira, en eso coincidimos. El cinco de enero estaba yo intentando cazar al asesino de Mylene, aquella chica que mataron en el bosque de Boulogne. Es un problema, todo el bosque está lleno de parejas de enamorados; se meten en los coches y uno se muere de vergüenza cuando tiene que golpear la ventanilla para ver si son un hombre y una mujer o un hombre solo.

MARIEL.—¡Ahí eso es cierto. Los coches se llenan de vaho.

LOUIS.—Yo suelo decir en voz alta: “No enciendan la luz del coche. Saquen la mano derecha los dos”.

MARTA.—(Riendo.) Un día vas a tener un disgusto; te sacarán la mano de un maniquí.

LOUIS.—¡Qué estupidez!

VÍCTOR.—¿Qué te pasa?

LOUIS.—Aquí se ha dicho algo que no casa.

MARIEL.—Vas a dejarnos en paz, ¿no?

LOUIS.—Te aseguro que se ha dicho algo que no casa. Es una tontería, pero aquí se ha dicho una mentira fenomenal. No sé aún qué es.

MARIEL.—Luego lo piensas. ¿Te parece?

VÍCTOR.—¿Qué fue de esa Mylene?

LOUIS.—Ya sabes: asesino sádico que vaga por los bosques. Hay muchas parejas dentro de los coches. Parece ser que Mylene tuvo que atravesar Boulogne para ir hacia su casa. Lo hacía en bicicleta, pero se le rompió el piñón. Anduvo un rato y un hombre le salió al encuentro. Catorce puñaladas exactamente.

VÍCTOR.—¡Vaya! ¿Quién fue?

LOUIS.—No me lo preguntes.

VÍCTOR.—¿Por qué?

LOUIS.—Más de veinte años de servicio, Víctor. Es el único crimen impune que me he apuntado. No sé quién la mató. Lo único que sabemos es que la asesinaron con un objeto punzante que no hemos podido determinar aún; lo único que sabemos es que la violentaron después de muerta y no antes. Un crimen horrible. Lo único que sabemos es que, en la agonía, la muchacha trazó con su dedo en el barro una inicial confusa.

VÍCTOR.—¿Que inicial?

LOUIS.—Una be. Sí, sí; no sigas. Su novio se llamaba Juan. No encontré ni un solo nombre cuyo apellido empezara por be.

VÍCTOR.—Pudo haber querido significar otra cosa.

LOUIS.—Está bien claro. Quiso decirnos quién era el asesino, Una be simplemente. Tras esa be he andado desde aquel cinco de enero tiempo y tiempo. No he podido nunca tener pruebas. Me retiro de la policía y ése criminal anda suelto por París.

VÍCTOR.—Es curioso. ¿Dónde fue exactamente el crimen?

LOUIS.—(Señalando en el mapa.) Aquí: en la fuente de los Alces.

MARTA.—¿Me quieres decir por qué te interesa tanto todo esto, Bobosse?

VÍCTOR.—No sé. Un crimen impune siempre interesa. (Louis le está mirando fijamente.) Además, ya sabes, siento auténtico terror por los criminales sádicos. En mi familia ha habido uno. Un tío-abuelo. Me parece que ya te lo conté. Estranguló a una muchacha después de torturarla. ¿Por qué me miras así?

LOUIS.—¿Bobosse, con be?

VÍCTOR.—¿A qué viene eso? Sí, con be, claro. No me digas que es la primera vez que oyes que me llaman Bobosse.

LOUIS.—¡Qué tontería! ¡Qué tontería tan ridícula!, pero… es gracioso. Lo he oído siempre, pero sólo hoy he caído en ello. Bobosse...

MARIEL.—Es suficiente. Louis ha comprado un auto nuevo, ¿te has enterado?

MARTA.—No.

MARIEL.—Sí; un “Jaguar”.

LOUIS.—Para que lo conduzca ella. El viejo “Renault” lo llevaba también Mariel. Yo siempre cojo el “Metro”. Es la única manera de llegar a tiempo. (Está mirando las fichas que hay en los ficheros sobre la mesa.) Supongo que lo primero que tiene que hacer un millonario es comprarse un coche. Me ha mandado un cuadro horrible Picasso. Aniceta se ha hecha amiga de él, ¿no lo sabes? Y como los dos son españoles y a este viejo Picasso no se le va de la cabeza que nació en España... ¿qué pasa con ese sitio? Cuando Aniceta ve a Picasso le dice: “Hola, majo”. Y el tipo se lo traga. (La voz le tiembla en la garganta.) Víctor... Tú atiendes a varias sociedades, ¿no es cierto?... “L’Homologue” es una de ellas.

VÍCTOR.—Sí.

LOUIS.—¿”L’Abaille”?

VÍCTOR.—Sí.

LOUIS.—¿”La France Temps”?

(Un silencio.)

MARTA.—Sí, también atiende ése; ¿por qué?

LOUIS.—Mylene trabajaba en “La France Temps”.

(Otro silencio.)

VÍCTOR.—Es una casualidad, ¿no crees?

LOUIS.—Sí. ¿Viste alguna vez a Mylene?

VÍCTOR.—No sé, no recuerdo. Supongo que iría por la clínica, o tal vez. ¿Cómo puedo recordar a todas las muchachas que van por la clínica?

LOUIS.—¿Y si te enseño un retrato?

VÍCTOR.—Pues tal vez no.

(Aniceta está en el foro.)

ANICETA.—Seguro que recordará, doctor. Usted tiene muy buena memoria.

(Trae una cafetera en las manos.)

ANICETA.—¿Más café?

MARIEL.—No me gusta nada que escuche detrás de las puertas.

ANICETA.—¿Dónde está la puerta, señora? Ahí hay un arco. Yo estoy en el pasillo por si me necesitan. Si ustedes hablan alto me entero. ¿Más café?

LOUIS.—Yo sí.

ANICETA.—(Mientras le sirve.) Enséñele la fotografía.

LOUIS.—¿Por qué?

ANICETA.—Porque hay un precedente en la familia y porque no se les ocurrió a ninguno de los técnicos pensar que las heridas pudieron haber sido hechas con un bisturí. ¿Y quién distrae un bisturí de un quirófano? ¿Y cómo puede justificar todo lo que hizo durante ese tiempo aquella noche?

LOUIS.—¡Por Dios, qué barbaridad!

ANICETA.—¿O sea, que Dios, o la Virgen del Romeral, que para el caso es lo mismo, le ponen a usted al asesino de Mylene en las manos para que se despida como los buenos toreros cortando las orejas, y usted se da por vencido?

LOUIS.—En realidad, estuvo acostándose con esa chica.

ANICETA.—¿Sí? Llámela.

LOUIS.—Pero...

ANICETA.—Llámela.

MARIEL.—Está bien; necesitamos café nosotros también.

ANICETA.—Ya voy, ya voy. Sin prisas, que las prisas les matan a ustedes. Que esto ni es Europa ni es nada. Que esto es un manicomio, diga lo que diga Servent-Schereiber.

(Sigue sirviendo café.)

VÍCTOR.—¿Qué te decía?

ANICETA.—¿Y a usted qué le importa?

VÍCTOR.—Discúlpame. Es pura curiosidad.

LOUIS.—Víctor... ¿Quieres mirar esto?

(Le muestra un retrato.)

VÍCTOR.—No la conozco en absoluto.

LOUIS.—¿Seguro?

VÍCTOR.—Y tan seguro.

LOUIS.—Júralo.

VÍCTOR.—¡Qué tontería! ¿Por qué tengo que jurar eso? Está bien, te juro que no la he visto en mi vida.

LOUIS.—Pues es Luisa, la chica de “L’Homologue”.

VÍCTOR.—¿Qué estás diciendo?

LOUIS.—De verdad; es Luisa. Mylene es esta otra. (Le muestra otra fotografía.) Cuando estuvimos investigando la muerte de Mylene, acudimos, naturalmente, al bloc de señas que Mylene tenía. Ya sabes que “L’Homologue” y “La France Temps” son sociedades casi filiales. Luisa y Mylene se conocían. En este sobre, (Le muestra un sobre abultado.) tengo fotografías de toda la gente que llamé al despacho. Y el bloc de señas de Mylene. (Tiende un bloc a Víctor. Este, nervioso, lo abre.) ¿Por qué por la be, doctor?

VÍCTOR.—Te juro que ha sido casual.

MARTA.—¿Me dejas ver?

(Víctor le tiende el bloc.)

LOUIS.—Sí, míralo, míralo. Eso figura ya entre los casos sin solución. Y bien, querido Víctor...

(Víctor está mirando los retratos.)

VÍCTOR.—Desde luego a Mylene no la reconozco. Y ahora que pienso, esta otra puede ser Luisa. Tal vez teñida. Sí, es posible que se tiñera el pelo.

LOUIS.—En efecto, se lo tiñó. Pero exactamente el veintitrés de febrero.

VÍCTOR.—¿Quieres decir...?

LOUIS.—Quiero decir, Víctor, que el cinco de enero conservaba su pelo, y que sí tú fuiste a verla el cinco de enero tuviste que verla con este pelo y no morena como está ahora o como estaba hasta hace poco.

ANICETA.—Pero, claro, los médicos no se fijan en el pelo de las pacientes.

MARIEL.—¿Queréis pasar un momento conmigo? Quiero enseñaros unos regalos que me ha hecho Louis.

MARTA.—¡Un instante! ¡Aquí está nuestro teléfono!

VÍCTOR.—¿Qué estás diciendo?

MARTA.—Sí nuestro teléfono. El tuyo y el mío. El teléfono de casa.

LOUIS.—¿Y delante qué pone?

MARTA.—Separd, Víctor. Doctor.

VÍCTOR.—Bueno, lo lógico es que si la chica me tenía como médico apuntara mi teléfono.

ANICETA.—(Mientras sirve el café.) No, no; lo lógico es que tuviera el teléfono de la clínica.

LOUIS.—¿Qué, Víctor?

VÍCTOR.—¿Cómo qué?

LOUIS.—Mi criada acaba de hacer una pregunta bastante interesante. Lo lógico es tener el teléfono de la clínica, no el teléfono personal.

VÍCTOR.—En efecto; no atiendo en casa más que a los enfermos que no son de sociedades. A los otros los despacho en la clínica.

ANICETA.—Eso de despacho se dice en España de los toros.

VÍCTOR.—Pero te diré que todas las empleadas de “L’Homologue” o de “La France Temps” se proporcionan mi teléfono particular. Lo hacen por estar más seguras, qué sé yo. ¿Es cierto o no, Marta, que algunas veces han llamado a casa?

MARTA.—Sí, eso es cierto.

LOUIS.—¿Estás sudando porque hace calor?

VÍCTOR.—¿A qué viene esa pregunta?

LOUIS.—Para abrir la ventana.

VÍCTOR.—No, no hace calor.

MARIEL.—Suficiente. ¿Queréis pasar conmigo?

VÍCTOR.—Sí; encantado.

MARIEL.—Por aquí.

(Le indica ¡a derecha. Indudablemente trata de romper la violencia que se ha creado en la conversación. Marta devuelve a Louis el bloc de notas. Mira la fotografía.)

MARTA.—¿La mataron? ¿En Boulagne? ¿Realmente? ¿Es eso real, Louis?

LOUIS.—(Con una sonrisa.) Pues claro. Anda, ve con ellos.

(Sale Marta detrás de Víctor y Mariel, que han desaparecido por la derecha.)

ANICETA.—¿Sabe usted lo que se hace en España cuando uno está a punto de conseguir una cosa?

LOUIS.—No.

ANICETA.—Pues se le dice: “Anda, macho, que ya es tuyo”.

LOUIS.—¿Y bien?

ANICETA.—Anda, macho, que ya es tuyo.

LOUIS.—¿Qué es mío, Aniceta?

ANICETA.—El asesino de Mylene. Lo tiene usted en las manos. Si se lo deja escapar se va a arrepentir toda su vida de esto.

LOUIS.—Pero en realidad yo he dejado ya de ser policía.

ANICETA.—Hasta la una y diez le queda a usted más de una hora. Macho, que ya es tuyo.

LOUIS.—Procedamos con calma. Sabemos una cosa: que Mylene fue asesinada la noche del cinco al seis de enero, exactamente entre las doce de la noche y las dos de la madrugada. Sabemos que las heridas las produjo un objeto punzante que pudo ser una pequeña navaja o un bisturí. No hemos podido probar absolutamente nada del asunto, y Víctor es un viejo conocido de casa; lo queremos mucho. Ya has visto que a mi mujer la atiende siempre, y la mujer de Víctor y la mía son íntimas amigas desde hace tiempo,

ANICETA.—¿Cómo se llamaba aquel inglés que se cargaba a las señoras atándolas una media al cuello?

LOUIS.—Christie.

ANICETA.—¿Tenía papá?

LOUIS.—Pues no sé.

ANICETA.—¿Algún hermanito?

LOUIS.—Alguno tendría,

ANICETA.—¿A que alguna vez acarició a un perro?

LOUIS.—¡Aniceta, por Dios! ¿A qué viene todo esto?

ANICETA.—¿A qué se puede ser un asesino y tener muy buenos sentimientos. Una cosa no quita la otra. En mi pueblo había un señor que organizó una tómbola de caridad y porque le colgaron mal los farolillos se lio a guantazos con dos obreros y los despanzurró en la plaza del pueblo. Que era lo que decía mi madre: “Y eso que quería poner una tómbola de caridad. Si llega a querer poner un cabaret se carga al pueblo”.

LOUIS.—No; no; es una tontería.

ANICETA.—¿Pero qué inconveniente ve usted en que un médico por muy universitario y por mucho que se duche dos veces al día, sea un asesino?

LOUIS.—Pero no un asesino de ese tipo, Aniceta.

ANICETA.—Escuche usted. ¿Qué es lo que hacían las chicas de “L’HomoIogue” y de “Le France Temps” cuando este doctor las obligaba a desnudarse porque tenían anginas?

LOUIS.—Sí; la mayoría de ellas salían corriendo.

ANICETA.—¿Es un mujeriego o no es un mujeriego?

LOUIS.—Lo admito; pero un mujeriego no es un sádico.

ANICETA.—Mire usted, don Luis: cuando un gachó está harto de carne y de desvestir mozas, ya no le hace gracia más que pegar puñaladas, y no digo ver sangre porque ésa la verá en la clínica a puñados. Está ahí; acósele usted, rodéele, cérquele.

LOUIS.—Escucha: él tiene una coartada perfecta. Esa noche estuvo con Luisa.

ANICETA.—¿Seguro ?

LOUIS.—Y tan seguro. Creo recordar que la muchacha cuando yo la interrogué, me dijo que había pasarlo la noche en la cama. Naturalmente, no me va a decir que con un hombre, pero si llega el caso lo dirá.

ANICETA.—Pruebe usted a ver si lo dice.

LOUIS.—Lo dirá, Aniceta.

ANICETA.—¡Un momento! ¿No fue el uno de septiembre cuando usted se marchó a Arles?

LOUIS.—Sí; he estado hablando de ello y...

ANICETA.—¿Qué fue usted a hacer a Arles?

LOUIS.—¡Dios santo! Habían matado a una muchacha con un objeto punzante. Ocho puñaladas exactamente. ¿Quieres mirar ahí? Caso Demonge.

(Aniceta empieza a mirar en los ficheros. Mecánicamente Louis enciende un cigarro puro.)

ANICETA.—¡Caray, qué carita tiene este muerto! Eso es ser feo. ¿Ha visto usted señor comisario, que hay muertos feísimos?

LOUIS.—No siempre.

ANICETA.—Pues tiene usted razón, que hay algunos que prosperan cuando se mueren. El tío Ventura, alias “Cachito de Cielo”, era un maestro en eso de poner el cazo y se casó, con una tía muy fea del pueblo. Y como lodos los chulos tienen suerte, la pobre señora se murió a los dos años. Y entraron a darle el pésame a “Cachito de Cielo”, y le dijeron: “Hay que ver cómo la ha cambiado la muerte”. Y “Cachito de Cielo” dijo: “A favor”. ¡Aquí está! (Le tiende un sobre al comisario. Luego se acerca a la derecha para ver si viene alguien.) Doña Mariel no quería que siguiéramos hablando de crímenes, ¿eh?

LOUIS.—Ocho puñaladas. Sí... La chica volvía de noche, de trabajar en un almacén. Antes de cruzar el puente la salió al encuentro un hombre. Bien, aquí tienes el inventario de lo que la chica llevaba. Bien... ¡Dios mío! ¡Mira eso!

ANICETA.—¿Está claro o no? La chica dibujó una be en el suelo. ¿Pero la dibujó ella o la dibujó el propio asesino?

LOUIS.—¡Calla! Déjame un momento. ¿En qué novela de las que te he dejado yo para leer hay alguien que pone su marca al lado de cada asesinato?

ANICETA.—Sí. “Haz pronto mi cama”.

LOUIS.—No, otra.

ANICETA.—”El asesinato de Dums”.

LOUIS.—Exacto. Sigue.

ANICETA.—El criminal ponía la inicial del nombre de su madre junto a las mujeres que estrangulaba.

LOUIS.—Muy bien. ¿Quién era el criminal?

ANICETA.—Un médico.

LOUIS.—¿Cómo se llamaba?

ANICETA.—Aston.

LOUIS.—¿Qué nacionalidad tenía?

ANICETA.—¿Me equivoco mucho si digo que era judío?

LOUIS.—Era judío, en efecto. ¿Pero qué clase de judío?

ANICETA.—No sé.

LOUIS.—Sefardita. ¿Qué se te ocurre si yo te digo sefardita?

ANICETA.—Nada.

LOUIS.—¿Y si te digo separdita?

ANICETA.—Pues...

LOUIS.—¿Y si te digo Separd?

ANICETA.—Oiga, está claro.

LOUIS.—No tan claro. Vamos despacio. El asesino de esa novela era hijo de una mujer de la vida y pretendía castigar la culpa de su madre en el resto de las mujeres. Es muy posible que el asesino de Mylene hiciera lo mismo; es muy posible que el asesino de Demonge hiciera lo mismo. Si es un criminal sádico, no tenemos por qué descartar que obra a efectos de un impulso. Las dos preguntas son éstas: ¿Ha leído el doctor Separd la novela “El asesinato de Dums”? ¿Qué hacía el doctor Separd la noche del treinta y uno de agosto al uno de septiembre? Y aún una tercera pregunta.

ANICETA.—¿Cómo se llamaba la madre del doctor Separd?

LOUIS.—De acuerdo. Voy a echarles una mirada a estas fotografías. Se trata del cadáver de Mylene, en el sitio donde la asesinaron, en Boulogne.

ANICETA.—Yo voy a encargarme de lo otro. (Va a la derecha y, a gritos, pregunta.) Doctor... ¿Cómo se llamaba su madre?

(Una pausa y entra Víctor seguido de Marta y Mariel, por la derecha.)

MARIEL.—Ya es bastante, ¿no? Son excesivas confianzas.

ANICETA.—Mire usted, señora: Según el general De Gaulle, estamos en un término medio entre el comunismo y el capitalismo. El capitalismo es que yo les sirvo café, y el comunismo es que yo pregunte: “Doctor, ¿cómo se llamaba su madre?” O sea, que o nos avenimos a las consignas oficiales o rompemos la baraja.

MARIEL.—Mira, muchacha...

ANICETA.—De verdad que se está acabando el servicio en el mundo, y si no fuera por las españolas que emigran a Francia y a Inglaterra, estaban ustedes barriendo el suelo con la liberté, l’égalité y la fraternité...

MARIEL.—Pero es que...

VÍCTOR.—Déjalo. Si de verdad encuentra usted interesante el nombre de mi madre se llamaba Bernardina.

ANICETA.—Pobrecito. ¿Usted se da cuenta de que en el fondo su madre no era culpable?

VÍCTOR.—¿Qué?

ANICETA.—Sí. ¿Que tuvo un pasado?, es cierto. ¿Que no se comportó decentemente?, también es cierto. ¿Que se vendía a los señores?, ciertísimo. Pero las circunstancias mandan.

MARIEL.—¡Haz, el favor de salir inmediatamente de esta habitación!

VÍCTOR.—Estate quieta. ¿Cómo sabe usted todo eso?

ANICETA.—Ya ve.

VÍCTOR.—¿Ha hablado usted con mi madre? ¿La ha visto?

MARTA.—Pero, Víctor. Tu madre ha muerto.

VÍCTOR.—No, no ha muerto. (Un silencio.) Te dije que había muerto. Se lo he dicho a todo el mundo. Está en Italia, con un hombre. Este parece ser que le dura un poco más. Mamá era una... bien, digamos que ha sido una mujer muy desgraciada.

ANICETA.—(Dándole palmadas en la espalda.) ¿Y qué culpa tienen las demás mujeres de que su madre saliera torcida?

LOUIS.—Está bien, Aniceta. Ya te llamaré si te necesito.

ANICETA.—Pero... don Luis...

LOUIS.—Ya te llamaré, anda.

ANICETA.—Macho, que ya es tuyo.

(Desaparece por el foro.)

MARTA.—Víctor, ¿por qué no me lo has dicho? ¿Por qué no me contaste eso? ¿Por qué tienes secretos conmigo?

VÍCTOR.—Me avergüenza un poco.

MARTA.—Pero no debe uno avergonzarse de su propia madre.

VÍCTOR.—¿Es que no lo entiendes? Era casi una mujer pública.

MARTA.—Pero tú me has hablado de tu padre.

VÍCTOR.—Mi padre fue uno de sus amantes, simplemente. Un médico del que ella logró que me reconociera.

LOUIS.—¿Judío?

VÍCTOR.—Sí.

LOUIS.—Porque Separd es una deformación de Sefarad.

VÍCTOR.—Eso creo. (Inquieto.) Bueno, ¿pero qué ocurre? ¿A qué viene todo esto? ¿De qué habéis estado hablando? ¿Cómo puede saber esa chica todo lo que sabe?

LOUIS.—Víctor: el organismo humano es una gran trampa. Si tú diagnosticas una enfermedad del hígado, a lo mejor has caído en la trampa que te acaba de tender una vesícula nerviosa. La realidad es los nervios; la trampa, la vesícula. La vida está llena de trampas y tú caes en ellas inocentemente. La chica no sabía nada respecto a tu madre ni a su pasado. No sé por qué dijo eso.

MARIEL.—¿Estás seguro?

LOUIS.—Completamente. Ya sabes que es muy aficionada a la literatura policíaca y estuvimos hablando de novelas. De una de ellas que la dejé hace poco, “El asesinato de Duras”. ¿La conoces, Víctor?

VÍCTOR.—Sí; creo que la leí. Hace mucho tiempo, cuando estaba haciendo las prácticas de Anatomía, al principio de la carrera. Me llamó la atención precisamente porque el asesino era un médico judío. ¿Me equivoco?

LOUIS.—No, no te equivocas. Pero Mariel ya sabe cómo desprecio todos los relatos policíacos. Nunca son reales. Oye, Mariel, ¿te acuerdas de aquel treinta y uno de agosto, aquella noche que yo estuve fuera y tú te marchaste a Boíleau, con tus padres?

MARIEL.—Volví al día siguiente.

LOUIS.—Sí, ya lo hemos hablado. Cuando se me ocurrió el disparate de pedirte el divorcio.

MARIEL.—Bien, ¿qué?

LOUIS.—Tú estabas aquí en París, ¿no es cierto, Víctor?

VÍCTOR.—Pues...

MARTA.—No.

VÍCTOR.—¿Cómo qué no?

MARTA.—Yo recuerdo que Mariel me llamó por teléfono y me dijo que Louis quería divorciarse de ella. Yo pensé que te lo contaría cuando llegaras.

VÍCTOR.—¿Y de dónde diablos tenía que llegar yo?

MARTA.—Tú me dijiste que habías ido a ver a Clement y que no pudiste llamarme por teléfono porque para hacerlo te habrías tenido que trasladar a la ciudad más próxima.

LOUIS.—¿Qué ciudad era ésa?

MARTA.—Arles.

LOUIS.—Pero es una magnifica casualidad, ¿no crees? Tú y yo estábamos, sin saberlo, a pocos kilómetros de distancia la noche del treinta y uno de agosto al uno de septiembre.

VÍCTOR.—Sí; recuerdo que fui a ver a un amigo, Clement. Vive en un caserío, a unos cuantos kilómetros de Aries. Es, en efecto, una casualidad.

LOUIS.—¿Sabes a qué había ido yo a Arles?

VÍCTOR.—No.

LOUIS.—A investigar sobre el caso de una muchacha asesinada de ocho puñaladas, cerca del puente. Una muchacha víctima de un criminal sádico. (Víctor se inquieta.) Una muchacha que dibujó una be, exactamente igual que la chica de Boulogne. Una pobre mujer asaltada y violentada en mitad de la noche. Bobosse.

VÍCTOR.—(Perdiendo los nervios.) Es suficiente, ¿no? ¿Pero qué demonios significa todo esto? Parece como si me hubieras traído aquí, a tu casa, para acusarme de un crimen, o de des crímenes que sólo pudo cometer un loco. Vamos, Louis, nos conocemos hace mucho tiempo. Es increíble.

MARTA.—Pero, Louis, no pretenderás que... (Se ríe.) Es absurdo.

LOUIS.—Sí; completamente. Yo no pretendo nada. Sin contar con que en el caso de la chica de Arles detuvimos a un tipo que se confesó autor del crimen.

VÍCTOR.—Vaya.

LOUIS.—Sin contar con que estoy seguro de que no lo era. Se trataba de un pobre tonto que apenas sabía hablar y que incluso se jactaba del asesinato. Pero Víctor, no te pongas nervioso, aunque tú fueras el autor de ambos asesinatos, o al menos de uno de ellos, no podría acusarte. No tengo pruebas en absoluto. Y dentro de muy poco tiempo no podré acusarte oficialmente. Ceso como policía a la una y diez. Me tendría que dar mucha prisa.

VÍCTOR.—Hay bromas que no entiendo. (Louis está mirando con una lupa una fotografía.) Oye, Marta: somos marido y mujer. ¿Te he tratado yo alguna vez como si fuera un sádico? ¿Te he pegado? ¿Te he maltratado?

MARTA.—Todo lo contrario.

VÍCTOR.—¿Te quiero?

MARTA.—¡Pues claro que me quieres! Y no haces más que corresponder, porque yo te quiero mucho más.

(Louis se deja caer en una silla.)

VÍCTOR.—¿Qué pasa ahora?

LOUIS.—Sorprendente. La policía suele investigar a fondo el terreno del crimen. No hagas caso. Son apenas cinco metros los que investiga; luego busca sospechosos. Pero en las proximidades del crimen hay siempre algo que se nos escapa. A mí se me escapó esta vez.

VÍCTOR.—¿Qué?

LOUIS.—Una colilla. Mírala.

(Le tiende la fotografía y la lupa.)

VÍCTOR.—¿Dónde está?

LOUIS.—Allá arriba.

VÍCTOR.—Sí, parece una colilla. En efecto.

MARIEL.—¿De qué?

VÍCTOR.—¿De cigarro puro?

LOUIS.—De cigarro puro. (Le ofrece la caja de “Montecristos”. Mientras dice:) ¿Otro cigarro de los tuyos? ¿De los que, prácticamente, sólo fumas tú en toda Francia? Bueno y de los que fumaba el Agha-Khan y Getty. (Víctor toma con mano temblorosa el cigarro.) Figúrate, Víctor, lo que ocurriría si mando ampliar esta foto y la vitola de esos puros dice “Montecrísto”.

VÍCTOR.—¿Qué ocurriría?

LOUIS.—Nada, hombre, ¿qué puede ocurrir? Tú esa noche estabas atendiendo a Luisa. Luisa lo puede declarar. (Una pausa.) ¿Puede declararlo?

MARTA.—Déjalo ya, Louis. Estoy completamente segura de que estuvo allí. En realidad, no me ha mentido nunca. Si algo ha hecho me lo ha dicho después. Ha tardado más o menos. ¿Qué es lo que pretendes? ¿A qué estás jugando? Por mi parte se ha terminado el juego. Buenas noches.

(Va hacia el foro y desaparece.)

VÍCTOR.—¡Marta!... ¡Marta!

LOUIS.—Perdonadme, yo he sido el culpable. Yo la traigo, es un instante.

(Sale darás de ella por el foro. Un silencio. Mariel se abraza con todas sus fuerzas a Víctor y dice:)

MARIEL.—¡Amor mío! Amor de mi vida, no te preocupes.

(Cae rápidamente el

TELÓN