Capítulo 9
Mediaba el mes de febrero cuando Aston Sixsmith fue a juicio. Había estado en libertad bajo fianza desde poco después de su arresto, ya que sólo lo habían acusado de cohecho.
—Pero ¿podrás demostrar la complicidad de Argyll? —preguntó Monk a Rathbone la noche anterior al inicio de la vista. La herida de Monk se estaba curando bien y se hallaban cómodamente sentados ante un buen fuego en el domicilio de Rathbone. La lluvia repiqueteaba contra las ventanas y los canalones estaban a rebosar. Aún no habían encontrado al asesino pese a los esfuerzos empleados, y sus deberes en la Policía Fluvial habían consumido casi todo el tiempo de Monk desde la muerte de Fat Man. Había resultado una tarea espantosa enganchar con garfios el cadáver e izarlo a través del agujero abierto en el muelle. Sin embargo, para inmenso alivio de Monk y pese a los sentimientos encontrados de Farnham, la talla había sido recuperada. Si se hubiese perdido habría responsabilizado a Monk, no a sí mismo.
Tal como habían ido las cosas, Monk se había afianzado en su puesto y Clacton se mostraba mucho más conciliador. Obviamente, detestaba a Monk, pero algo lo empujaba a tratar a su nuevo jefe con respeto. Monk aún tenía que averiguar cuál era el verdadero motivo.
—Argyll es culpable de homicidio —insistió Monk ante Rathbone—. Y lo que resulta todavía más importante, seguimos expuestos al peligro del desastre en los túneles que Havilland temía.
—¡Pero no sabes decirme en qué consiste! —señaló Rathbone—. Están empleando las mismas máquinas que antes y no ha ocurrido nada.
—Soy consciente de ello —reconoció Monk—. He investigado todo lo que he podido, pero nadie quiere hablar conmigo. Los peones tienen miedo de perder sus empleos. Prefieren enfrentarse a un hundimiento futuro a morir de hambre a corto plazo.
—Haré cuanto pueda —prometió Rathbone—. Pero aún no tengo ni idea de cómo separar al Argyll culpable del relativamente inocente Sixsmith. Por no mencionar a la esposa de Argyll, quien sin duda tiene tanto miedo de enfrentarse a la verdad sobre él como teme el escándalo y la pérdida de su hogar. Y a Applegate, que asignó los contratos a Argyll, y a los peones completamente inocentes que manejan las máquinas. Y no nos olvidemos del comisario Runcorn, que fue quien dirigió la investigación sobre la muerte de Havilland y cargará con la culpa de haberla considerado suicidio y dar el caso por resuelto. ¿Estás dispuesto a que todos ellos caigan con él, mancillados con la misma brocha? ¡Culpables por complicidad!
—No —dijo Monk tajante—. No lo estoy.
—Bien, puede que haya que elegir entre arrastrarlos a todos para asegurarnos de atrapar al culpable o dejarlos en paz para asegurarnos de salvar a los inocentes —dijo Rathbone.
—Si llegamos a eso, entonces los dejaremos marchar —dijo Monk con dureza—. ¡Pero antes debemos intentarlo!
Rathbone lo miró con tristeza.
—Una acusación sin pruebas condenará a los inocentes y dejará libre al culpable.
Monk se quedó sin argumentos. Lo que Rathbone decía era cierto, y lo entendía muy bien.
—Ahora es demasiado tarde para echarse atrás.
—Podría retirar los cargos contra Sixsmith.
Llevado por algo más que su ira contra Argyll o la necesidad de vencer, Monk dijo:
—Debemos hacer cuanto esté en nuestra mano para averiguar si Havilland tenía miedo de un desastre real o sólo de abrir túneles a oscuras. Y si Mary también lo descubrió y por eso la mataron, no podemos volver la vista hacia otro lado.
Mientras lo decía tenía claro que eso no acababa de ser lo que le motivaba. Era más bien el rostro pálido de Mary manchado de agua del río lo que le obsesionaba. Incluso si todos los demás elementos se resolvían, nada de lo que hiciera bastaría hasta que su nombre quedara limpio y ella y su padre fueran enterrados como habrían deseado. Pero no había necesidad de que Rathbone lo supiese. Era una herida íntima, inextricablemente unida al amor que Monk sentía por Hester.
Rathbone estaba mirándolo.
—He investigado las máquinas de Argyll —dijo—. Son muy semejantes a las que usan los demás. De hecho, mejores, porque han sido rectificadas con destreza e ingenio sin que por ello resulten más peligrosas.
—¡Hay algo! —insistió Monk.
—Pues tráemelo —dijo Rathbone sin más.
A la mañana siguiente, en el Old Bailey, tras el nombramiento del jurado y el discurso de apertura, Oliver Rathbone inició la acusación. Su primer testigo fue Runcorn.
Monk se encontraba en la galería del público, sentado al lado de Hester. Ninguno de los dos era testigo, de modo que disponían de autorización para asistir. Miró de soslayo el rostro de su esposa. Estaba pálida, y supo que pensaba en Mary Havilland. Imaginó lo que debía de estar recordando acerca de su propia aflicción, de la sensación de impotencia y culpabilidad por no haber estado presente en el momento de la muerte de su padre. Siempre le rondaba la creencia, por peregrina que fuese, de que habría podido hacer o decir algo que alterara el curso de los acontecimientos. Monk no había presenciado su ira, y tampoco la había oído culpar a su hermano James de no haber sabido evitarlo. Nunca había arremetido contra él, que Monk supiera. ¿Cómo podía mantener a raya la amargura y la sensación de futilidad?
Entonces, de súbito, tuvo una idea. ¡Qué increíblemente estúpido había sido al no verlo antes! ¿Acaso no era su necesidad de entregarse a luchar contra el dolor, la injusticia, la impotencia, su manera de hacer que el pasado fuese tolerable? ¿Acaso su disposición a perdonar no nacía de su comprensión de lo que era fallarle a alguien? Trabajaba con todas sus fuerzas en Portpool Lane, no sólo para cubrir una ínfima parte de las necesidades de aquellas mujeres sino también para responder a la suya. Nada que no implicase librar batalla con todo el corazón sería suficiente para ella, jamás. Él estaba protegiéndola del peligro que corría porque temía por sí mismo, por miedo a lo que significaría perderla. Pensaba en sus propias noches de insomnio, en los riesgos que él imaginaba. Y obrando así no hacía más que agravar el peligro que la amenazaba en su fuero interno.
Obedeciendo a un impulso apoyó una mano sobre la de ella y la estrechó con ternura. Al cabo de un instante sus dedos respondieron. Monk sabía qué significaba ese momento. Era la asunción de la pérdida de algo íntimo que él le había arrebatado. Tendría que devolvérselo cuanto antes por mucho miedo que sintiera por Hester, o por él sin ella.
En ese momento Runcorn subía la breve escalera de caracol hasta el alto y expuesto estrado de los testigos. Se le veía incómodo, a pesar de que sin duda había prestado declaración ante un tribunal un sinfín de veces a lo largo de los años. Iba impecablemente vestido, casi con excesiva sobriedad, como para asistir a misa, con el cuello almidonado y demasiado prieto. Contestó a todas las preguntas de Rathbone con precisión, sin agregar nada. Su voz presentaba un nada característico tono de aflicción, como si también él estuviera pensando no tanto en James Havilland como en su hija Mary.
Rathbone le dio las gracias y se sentó.
Runcorn volvió un rostro adusto hacia Dobie, el abogado defensor, que se puso de pie, se alisó la toga y se plantó en medio del entarimado. Levantó la vista hacia el estrado de los testigos y miró a Runcorn entornando los ojos como si no estuviera seguro de lo que veía. Era un joven de rostro blando y una cabellera morena muy rizada.
—Comandante Runcorn; ése es su rango, ¿verdad? —preguntó casi con timidez.
—Sí, señor —contestó Runcorn.
—Muy bien. ¿Implica eso que posee una amplia experiencia en la investigación de muertes violentas, sean accidentes, suicidios o asesinatos?
—Sí, señor.
—¿Es bueno en ese cometido?
Runcorn lo miró desconcertado.
—Le ofrezco mis disculpas. —Dobie sacudió la cabeza—. Ha sido una pregunta injusta. La modestia le impediría contestar con sinceridad. Daré por sentado que lo es. —Miró por un instante a Rathbone como si esperara alguna objeción.
Rathbone no iba a protestar y ambos lo sabían.
—No tengo nada que objetar a la conclusión del señor Dobie, señoría, aunque no deje de parecer un poco prematura.
El juez endureció el semblante apreciando el modo en que Dobie había salido del aprieto.
En el banquillo, muy por encima del entarimado y donde los que ocupaban la galería tenían que estirar el cuello para verle, Aston Sixsmith estaba sentado agarrando la barandilla con ambas manos. Tenía los nudillos blancos y no apartaba los ojos de Dobie.
Dobie miró a Runcorn.
—¿Sería lícito suponer que se tomó la muerte de James Havilland muy en serio?
—Por supuesto.
Runcorn veía adonde conducía aquella pregunta, pero aun así no podía evitar la encerrona. Hacía mucho tiempo que había aprendido a no añadir nada que no fuera estrictamente necesario.
—¿Y sacó la conclusión de que se había quitado la vida él mismo?
—Sí, señor; la primera vez sí.
Runcorn se estaba esforzando para no revelar su inquietud con movimientos involuntarios. Parecía paralizado.
Dobie sonrió.
—Le preguntaré en su debido momento por qué juzgó necesario considerarlo una segunda vez. Porque lo juzgó necesario, ¿verdad? ¿No fue ningún otro motivo el que lo llevó a reabrir un caso cerrado? ¿Un favor debido, un sentimiento de piedad, por ejemplo?
—No, señor —respondió Runcorn, pero su rostro revelaba que no decía toda la verdad.
Monk se movió incómodo en su asiento. Anhelaba ayudar a Runcorn pero no estaba en condiciones de hacer nada en absoluto.
—¿Qué le llevó a concluir que Havilland se había matado? La primera vez, quiero decir —preguntó Dobie en tono amable.
—El que el arma estuviese a su lado, el que no hubiesen robado nada y la ausencia de indicios de allanamiento —dijo Runcorn, abatido.
—¿Había algo de valor que un ladrón pudiera haberse llevado?
—Sí, señor.
—¿Encontró alguna prueba de que el señor Havilland se sentía preocupado o angustiado antes de los hechos?
—Nadie esperaba que se quitara la vida —sentenció Runcorn.
—Suele ocurrir. —Dobie se encogió levemente de hombros—. Siempre resulta difícil imaginarlo. ¿A quién pertenecía el arma que empleó, perdón, que fue empleada, comisario?
Runcorn estaba tenso. Sus grandes manos se aferraban a la barandilla del estrado.
—A él.
—Y, por supuesto, lo verificó.
—Sí.
—¿Tendría usted la bondad de contar al tribunal qué le hizo cuestionar, dos meses después, su primera decisión? Ésta parece sumamente razonable; en realidad, se diría que era la única que podía tomar.
Runcorn se había puesto muy colorado, pero la mirada que devolvía a Dobie no vacilaba ni un ápice.
—Su hija también falleció en circunstancias trágicas y discutibles —contestó.
—¿Discutibles? —repitió Dobie con tono de incredulidad—. Pensaba que ella también se había quitado la vida. ¿Lo habré entendido mal? ¿No yace también en terreno destinado a los suicidas?
Fue su primer error táctico. Al lado de Monk, Hester cerró los ojos y las delicadas comisuras de sus labios se tensaron. Permaneció inmóvil, llena de recuerdos tan vívidos como antiguos. En el resto de la galería se oyó un ligero suspiro. Monk se volvió hacia los miembros del jurado y vio compasión y desagrado en sus rostros. Quizá no estuvieran en desacuerdo, pero encontraban cruel la alusión.
Dobie aún no se había percatado. Estaba aguardando a que Runcorn contestara.
—Fue la premura y la posible injusticia de ese hecho lo que me hizo volver a investigar la muerte del señor Havilland —contestó Runcorn en voz baja, visiblemente emocionado—. Conocí a Mary Havilland debido al fallecimiento de su padre. Siempre se mostró convencida de que lo habían asesinado. Entonces no le creí, pero eso me condujo a reabrir el caso y ahondar en él.
Un rubor de cólera encendió el rostro inexpresivo de Dobie.
—¿Está siendo sincero con nosotros, comisario? ¿No fue en realidad la visita de un tal señor Monk lo que provocó que investigara de nuevo? Es amigo suyo, ¿verdad? Y, por favor, no nos engañe.
—Monk y yo servimos juntos hace años —contestó Runcorn—. Ahora está en la Policía Fluvial. Como investigaba la muerte de Mary Havilland y se enteró de lo de su padre, vino a verme para saber con mayor detalle lo que había ocurrido.
—¿Y le refirió usted la conclusión que había sacado entonces, que Havilland se había pegado un tiro?
—Le facilité los pormenores de nuestra investigación. A la luz de la muerte de la hija, decidimos revisar el caso —dijo Runcorn con obstinación.
—¿Por si se había equivocado usted, comisario?
—Espero que no. ¡Pero si me equivoqué, soy lo bastante hombre como para admitirlo!
Segundo error táctico. Hubo un murmullo de aplauso en la galería.
Hester sonrió con expresión de aprobación.
Dobie intentó ridiculizar un poco más a Runcorn, pero finalmente se dio cuenta de que estaba haciendo un flaco favor a su cliente y le dejó marchar.
El médico forense dio un amplio margen a la posible hora en que se había cometido el crimen, en respuesta a las preguntas de Rathbone. Dobie lo hizo resaltar, pero no contraatacó.
Rathbone llamó a Cardman, que permaneció en el estrado con la rigidez de un soldado frente al pelotón de fusilamiento, con los labios apretados y blanco como la cera. Monk sólo podía imaginar lo mucho que detestaba esa situación. Con la mayor parquedad posible fue respondiendo a la preguntas de Rathbone sobre la carta que había recibido Havilland. Describió la reacción de éste, que mandó a la servidumbre a la cama diciendo que él mismo se encargaría de cerrar la casa antes de acostarse. Identificó la caligrafía del sobre como perteneciente a la hija mayor de Havilland, la actual señora Argyll. Rathbone le dio las gracias.
Dobie se puso de pie esbozando una sonrisa.
—Esto debe de resultarle muy desagradable.
Cardman no contestó.
—¿Vio el contenido del sobre?
—¡No, señor, por supuesto que no! —exclamó Cardman, perplejo.
La insinuación de que leía la correspondencia de su patrón le resultaba a todas luces repugnante.
—¿El señor Havilland le refirió el contenido de la carta?
—No, señor.
—¿Lo ignora, entonces?
—En efecto.
—¿Sabe dónde está esa carta ahora?
—El señor Havilland la destruyó, me parece.
—¿Le parece?
—¡Es lo que dijo la criada que se la entregó!
—De modo que la destruyó… Entiendo. —Dobie sonrió—. Quizás eso explique por qué sir Oliver no nos ha concedido el privilegio de leerla. Señor Cardman, ¿tiene alguna razón para creer que esa… carta… quizá guarde alguna relación con la muerte del señor Havilland?
Cardman soltó un profundo suspiro y contestó:
—No, señor.
—Yo tampoco —declaró Dobie. Se encogió de hombros y extendió las manos con las palmas hacia arriba—. ¡Nadie la tiene!
El primer testigo de la tarde fue Melisande Ewart. Runcorn, que ya había prestado declaración, era libre por ello de quedarse en la sala. Se sentó en la galería al otro lado del pasillo. Monk observó su espalda rígida, las manos crispadas, la mirada fija en el semblante de Melisande.
Ella se mantuvo de pie en el estrado, serena pero con las mejillas ligeramente encendidas.
Rathbone se mostró amable con ella, sonsacándole poco a poco el relato de la visita que le hicieran Monk y Runcorn, así como lo que les había dicho. Finalmente le hizo describir al hombre que salió del callejón de carruajes y chocó con ella.
—Gracias, señora Ewart —concluyó Rathbone—. Le ruego que permanezca en el estrado por si el señor Dobie desea hablar con usted.
Monk volvió a mirar al jurado y reparó en que sus rostros reflejaban tanto interés como aprobación. Melisande era una mujer dulce y de considerable belleza, y se conducía con calma y elegancia. Dobie sería un idiota si la atacaba. No obstante, lo hizo.
—Ha dicho que regresaba del teatro, ¿no es así, señora? —comenzó.
—Sí —confirmó ella.
—¿Hacia medianoche?
—Sí.
—Vaya, eso es un poco tarde. ¿Asistió a una fiesta al finalizar la función?
—No. Había demasiado tráfico.
—¡Me imagino! ¿Qué obra vio? —preguntó Dobie, que obviamente conocía la respuesta.
—Hamlet —contestó Melisande.
—Una gran tragedia, tal vez la mejor, aunque llena de violencia y muertes muy poco naturales —observó Dobie—. Se produce un asesinato tras otro. ¡Incluido el del propio padre! Tal como finalmente se consigue demostrar.
—Conozco la trama —dijo Melisande con cierta frialdad.
Runcorn abría y cerraba despacio los puños y tenía blancos los nudillos de sus grandes manos.
—Y justo al llegar a casa —prosiguió Dobie—, tarde y emocionalmente exhausta por una de las obras más impactantes en lengua inglesa, ve a un hombre salir del callejón de caballerizas próximo a su casa. —Parecía razonable, incluso tranquilizador—. Es oscuro, casi choca con usted. Él se disculpa por su torpeza y por estar un poco borracho, y sigue su camino. ¿He resumido correctamente lo que realmente ocurrió, señora Ewart?
Melisande titubeó y dirigió una mirada a Rathbone como si le pidiera ayuda.
Runcorn hizo ademán de ir a levantarse pero se dejó caer de nuevo en el asiento torciendo el gesto con enojo.
Hester agarró el brazo de Monk clavándole los dedos.
—Su versión no es más incorrecta, señor, que incompleta —contestó Melisande a Dobie—. Ese hombre era desconocido en el barrio y no tenía ningún asunto legítimo que atender en el callejón de caballerizas. Presentaba una mancha grande y oscura en el hombro de su chaqueta. Yo no pregunté nada pero él vio que me fijaba y me dijo que era de estiércol. Que había tropezado y caído en el callejón. Pero era mentira. Estaba lo bastante cerca de él como para oler el estiércol. Más bien parecía sangre.
—Aunque fuese sangre, eso no significa que fuera culpable de asesinato —arguyó Dobie.
Melisande puso ojos como platos.
—¿Está diciendo que quizás entrase en la cuadra del señor Havilland y cayera encima de su cadáver inocentemente, sin pensar que debía comunicarlo?
Dobie se puso colorado y una risa ahogada recorrió la sala del tribunal.
—Bravo —susurró Hester a Monk.
Runcorn sonreía.
Dobie volvió al ataque, pero estaba perdiendo, y lo sabía. Al cabo de un momento se retiró. Rathbone dio las gracias de nuevo a Melisande y llamó al primero de sus nerviosos, poco interesantes pero necesarios testigos que iban a demostrar la traza del dinero que Aston Sixsmith había pagado al asesino. Detallaron cada uno de los movimientos del dinero desde el banco de Argyll hasta su destino final. La línea de investigación era tan tediosa como necesaria. Proseguiría el resto de la jornada y si Dobie quería refutar parte de ella probablemente duraría aún más.
Cuando el tribunal levantó la sesión no hubo tiempo para conversaciones personales. Monk se despidió de Hester y alcanzó a Rathbone en el pasillo exterior.
—Tengo que hablar con Sixsmith —dijo Monk en tono apremiante—. ¿Puedes arreglarlo? Convéncele de que me reciba.
—¿Cómo? —Rathbone parecía cansado a pesar de la victoria con Melisande Ewart—. Ya he revisado todos los argumentos que se me ocurren sobre Sixsmith. El pobre hombre está desesperado y aturdido por lo que le ha sucedido. Ha trabajado para Argyll durante años y se siente totalmente traicionado.
—No me extraña —contestó Monk caminando al paso de Rathbone—. Y si demostramos que lo asesinaron pero no que Argyll fue quien contrató al asesino, ¡es posible que Sixsmith pague por ello colgando de una soga!
—De acuerdo —accedió Rathbone—. No me digas más. Pero no le des falsas esperanzas, Monk. —Sus ojos encerraban una advertencia, incluso temor.
—No es ésa mi intención —prometió Monk confiando poder cumplir su palabra—, sino exactamente lo contrario.
Rathbone tardó media hora en organizar la reunión en una habitación que daba al pasillo contiguo a la sala. Monk encontró a Sixsmith algo más menudo de como lo recordaba de cuando había ido a verlo al túnel. Vestido con un traje de calle resultaba igualmente robusto y ancho de espaldas, pero no tan alto. Llevaba el pelo bien cortado, camisa blanca y las manos limpias. No tenía las uñas rotas, detalle llamativo habida cuenta del entorno en el que solía trabajar.
Ocupó la silla que había enfrente de Monk y puso las manos sobre la mesa que los separaba. Estaba pálido y se había cortado al afeitarse. Una vena pequeña palpitaba en su sien izquierda.
—¿Qué quiere? —preguntó sin rodeos—. ¿No ha hecho ya bastante?
Monk no disponía de tiempo para suavizar lo que tenía que decir, por muy duro que sonara.
—Sir Oliver Rathbone puede atar todos los cabos relacionados con el dinero, desde la cuenta bancaria de Argyll hasta que usted se lo entregó al hombre que asesinó a Havilland.
—Si piensa que voy a declararme culpable, pierde el tiempo —dijo Sixsmith, enfadado—. Y ya que estamos en ello, el mío también. ¡Nunca he negado haber pagado ese dinero! Creía que era para sobornar a un puñado de rufianes. Debían encargarse de unos alcantarilleros que no paraban de incordiarnos y que encima difundían rumores sobre ríos subterráneos que no figuran en los mapas… Estaban sembrando el pánico entre nuestros peones.
—¡Pues entonces dígalo! —le retó Monk.
—¿Admitir que soborné a unos matones para que ahuyentaran a golpes a unos pocos hombres que nos molestaban? —dijo Sixsmith—. Me llevarían tan deprisa a la horca que apenas vería el suelo. ¿Es que es imbécil?
—¡Yo no, pero usted sí! —replicó Monk—. Rathbone lo demostrará, de todos modos. Si quiere salir de ésta con vida, admitirá el intento de soborno. No dio resultado, así que en realidad no se cometió delito alguno…
—¡Hubo un asesinato! —exclamó Sixsmith con expresión sombría—. Si eso no es delito, ¿qué lo es, en nombre de Dios?
—¿Sabía usted que se iba a cometer un asesinato?
—¡Por supuesto que no! —respondió Sixsmith con tono de desesperación—. Pero sé que dar una paliza a los alcantarilleros es ilegal. Aunque ¿qué diablos saben los hombres del Parlamento sobre el mundo real? ¿Doblarían la espalda toda una jornada cavando y apilando tierra y piedras para luego izarlas con cabrestantes hasta la superficie? ¿Saben lo que es pasar todas las horas de luz dentro de un agujero apestoso, encharcado y lleno de ratas, escarbando como un animal para que el agua corra en las cloacas? —Respiró hondo—. Tenemos que librarnos de los alcantarilleros que siembran el miedo sólo para conservar sus viejos feudos en las cloacas que aún quedan. ¿Sabe cuánto vale el feudo de un alcantarillero?
—Sí —respondió Monk con aspereza—. Y también sé que detestan los cambios. ¡Cuénteselo al tribunal! Dígales que Argyll también lo sabía y que tenía que hacer algo al respecto.
Sixsmith parecía agotado, como si hubiese estado batallando mentalmente con todos aquellos argumentos durante semanas.
Monk sintió una enorme compasión por él.
—Lo siento —dijo con amabilidad—. Que te traicione alguien en quien confiabas es una de las penas más duras que puede soportar un hombre. Pero no dispone de tiempo para pensar en ello. Tiene que salvarse contando no sólo la verdad sino todo.
Sixsmith levantó la cabeza y trató de sonreír, aunque no hizo más que enseñar los dientes.
—Argyll dirá que me dio el dinero para sobornar a los alcantarilleros de modo que dejaran a los peones en paz y que yo lo utilicé para hacer que mataran a Havilland.
—¿Por qué iba usted a hacer eso?
Sixsmith vaciló un momento.
—¿Por qué? —repitió Monk—. No es su empresa sino la de Argyll. Su reputación es excelente. Si él se hundía, usted encontraría un nuevo puesto de trabajo en cuestión de días.
—¿Está al corriente de mi reputación? —preguntó Sixsmith, sorprendido.
—Por supuesto. Argyll no podía permitirse que Havilland saboteara su túnel. Sin duda contrató al asesino, pero lo arregló para que usted le pagara. ¿Por qué iba a hacer eso, sino para incriminarle a usted si se llegaba a descubrir que Havilland había muerto asesinado? ¡Fue un acto deliberado!
Sixsmith pestañeó azorado, como si se rehusara a creerlo.
—¿Fue usted el primero en hablar con el asesino? —insistió Monk. Aborrecía presionar a Sixsmith para que se diera cuenta, pero su vida podía depender de ello—. ¿O fue Argyll quien organizó el encuentro, le dio a usted el dinero y le encargó que efectuara la entrega?
—Claro que lo hizo él —contestó Sixsmith en voz baja.
—¿Sabe quién era el asesino? ¿Sabe dónde encontrarlo ahora, o cualquier otra cosa acerca de él? —preguntó Monk.
—No. —Sixsmith lo miró fijamente—. No… no sé nada.
—¿Quién pidió a la señora Argyll que escribiera a su padre para que éste saliese y aguardara en la cuadra a medianoche?
—¿Cree que realmente hubo una carta? —Sixsmith abrió desmesuradamente los ojos—. ¿Alguien la vio?
—Sí, creo que la hubo —contestó Monk—. Ella lo admitió, pero no podemos obligarla a declarar contra su marido.
Sixsmith agachó la cabeza y la tomó entre sus manos como si alguien le hubiera ofrecido esperanza y luego se la hubiese quitado.
—Podemos intentar convencerla. —Monk deseaba fervientemente ayudarlo, darle fuerzas para seguir adelante—. Por su propio bien —añadió—. ¡Explique la verdad sobre el dinero! Cuénteselo todo a Dobie.
—No puede ayudarme —susurró Sixsmith—. Él cree que sí, pero es joven y se imagina que ganará siempre. Esta vez no será así. Argyll se ha rodeado de demasiadas personas inocentes: Jenny, la pobre Mary Havilland, los peones que obedecieron sus órdenes para ahuyentar a los alcantarilleros de vez en cuando… ¡Esos pobres diablos no tienen elección! O trabajan o pasan hambre. Y hemos de cumplir con el plazo de entrega que señala el contrato o no conseguiremos otro. —Miró a Monk como tratando de discernir si lo comprendía—. Y luego está Morgan Applegate —prosiguió—, que fue quien nos concedió los contratos para las obras. Podría verse implicado en sobornos y comisiones. Argyll está al corriente de todo; lo dispuso de esa manera. No tengo ninguna oportunidad, señor Monk. Prefiero que me cuelguen por sobornar a alguien para que asesine a un hombre a arrastrar a los demás conmigo. De todos modos me colgarán; de eso ya se ha encargado Argyll. —Miró a Monk con expresión de angustia, aferrándose aún a una esperanza disparatada, pero a punto de perderla.
Monk hizo algo que había prometido no hacer.
—Rathbone no quiere condenarlo, Sixsmith —dijo en voz baja—. Es a Argyll a quien busca. Sabe tan bien como usted que es quien está detrás de todo esto. Diga la verdad, luche por su vida y él le ayudará.
Sixsmith le miró fijamente, anhelando creerle. Sus ojos reflejaban la lucha que se libraba en su interior. Al fin, muy despacio, asintió con la cabeza.
Hester había visitado a Rose Applegate más de una vez desde que acordaron hacer cuanto pudieran para limpiar el nombre de Mary Havilland del estigma de haberse suicidado. Dos días antes de que comenzara el juicio habían asistido juntas a una reunión benéfica vespertina organizada para recaudar fondos destinados a dar instrucción a niños huérfanos de modo que se convirtieran en hombres de provecho para sí mismos y para la sociedad. Se trataba de una causa tan obviamente encomiable que incluso una mujer que guardase luto, como era el caso de Jenny Argyll, podía asistir sin temor a que alguien se lo reprochara.
—¿Seguro que irá? —había preguntado Hester preocupada.
—Desde luego —le aseguró Rose—. Lady Dalrymple ha invitado adrede a los Argyll y pertenece justo a ese nivel de la sociedad a cuyos miembros una no se atreve a decepcionar. Es suficientemente nouveau riche para fijarse y ofenderse si una rehúsa, a menos que padezcas una enfermedad contagiosa. Sea como fuere, la señora Argyll se ha pasado toda la temporada de invierno de luto riguroso, de modo que no ve la hora de salir de casa antes de morirse de aburrimiento y de que todos los que son alguien se hayan olvidado de ella.
De modo que Hester y Rose se habían sumado a las honorables señoras que asistieron al evento y se las habían ingeniado para pasar buena parte del rato en compañía de Jenny Argyll, encauzando la conversación con fingida naturalidad hacia el tema de la pérdida de un familiar… Para acabar desembocando en el tremendo espanto del inminente juicio de Aston Sixsmith.
—Sabe algo —le dijo Rose a Hester cuando se reunieron al día siguiente, víspera del juicio.
Estaban a solas en el salón de recibir de Rose, sentadas junto al fuego. Fuera la lluvia de febrero azotaba las ventanas y hacía imposible ver el tráfico que circulaba por la calle.
—Estoy casi convencida de que se negará a volver a vernos, excepto si no tiene alternativa —dijo Rose con tono de abatimiento—. Y ¿cómo vamos a coincidir con ella? Con Sixsmith en pleno juicio por haber organizado el asesinato de su padre, de luto tanto por éste como por su hermana… ¡Dudo mucho que se deje ver en actos sociales! ¡La horrorosa recepción de lady Dalrymple para mejorar las condiciones de vida de los huérfanos tardará siglos en repetirse!
—¿No hay ninguna ceremonia a la que pudiera acudir —preguntó Hester—, aunque sólo sea para demostrar cierta bravuconería? Tiene que haber algo convenientemente sombrío y…
—¡Pues claro! —exclamó Rose con expresión de júbilo—. ¡Es perfecto! Mañana se celebra un oficio conmemorativo en honor de sir Edwin Roscastle.
Hester no supo qué decir.
—¿Quién era? —preguntó Hester—. ¿Ella asistirá?
Rose adoptó una graciosa expresión de desagrado.
—Un farsante de la vieja guardia, pero muy influyente —respondió Rose—; siempre andaba alardeando de su bondad. Sabía adular a quien convenía y eso le valió un reconocimiento infinito. A todo el mundo le gusta que lo vean cantando las alabanzas de un difunto virtuoso. Les hace sentir bien que los asocien con él. —Arrugó la nariz—. Morgan no tiene la menor intención de asistir, porque no lo soportaba y nunca se molestó en disimularlo. Pero conozco a lord Montague, que es quien lo organiza, y puedo convencerlo de que pida un donativo a Alan Argyll con vistas a convertirse en patrono de su fundación. Es imposible que rehúse, pues le vendrá de perlas para el negocio.
—¿Está segura?
—¡Claro que lo estoy! Es mañana por la tarde, a las ocho. Podemos ir juntas.
Hester se alarmó. La idea era espléndida, demasiado buena para dejarla escapar, pero hacía años que no asistía a un acto social como aquél y estaba segura de que no tenía nada apropiado que ponerse.
—Rose, yo…
Resultaba embarazoso admitirlo, e incluso cabía que pareciera que le faltaba valor y se inventaba una excusa.
Rose la miró y de pronto lo entendió.
—Poca antelación para adquirir un vestido —dijo con sumo tacto—. Tome prestado uno mío. Soy más alta que usted, pero mi doncella puede arreglarlo esta misma tarde. Debemos trazar un plan de acción.
De este modo acompañó Hester a Rose Applegate al oficio en memoria del difunto sir Edwin Roscastle. Fue un acto extremadamente formal con gran número de asistentes, incluida la flor y nata de la sociedad. Llegaron a la iglesia y se apearon de sus carruajes. Iban muy elegantes, de negro, púrpura, gris y lavanda, según el grado de luto que deseaban exhibir y el color que creían que los favorecía más. Algunos se habían equivocado de pleno en lo segundo, tal como Rose comentaba a Hester en voz baja al indicarle quién era quién.
—¡Ahí está! —la interrumpió Hester al ver a Jenny Argyll subir la escalinata. Lucía un vestido negro, sobrio aunque a la última moda, y se movía con cierta gracia haciendo caso omiso del cortante viento del este, si bien tuvo la precaución de utilizar a su marido para resguardarse de él.
Rose no paraba de tiritar.
—Ya podemos entrar. ¿Por qué parece que siempre decidan celebrar estas cosas en la peor época del año? ¿Por qué la gente importante no tiene la consideración de morirse durante el verano?
—Hará menos frío en la recepción, después del oficio religioso —señaló Hester—. ¡Dios quiera que los Argyll se queden!
—¡Claro que se quedarán! —le aseguró Rose—. Allí es donde uno trata de congraciarse, de hacer amistades útiles y lucirse en general. Y eso, por supuesto, es lo que todo el mundo ha venido a hacer aquí.
—¿Nadie ha venido para recordar a sir Edwin?
Rose la miró desconcertada.
—¡Desde luego que no! —respondió—. ¡Era un hombre horrible! Cuanto antes caiga en el olvido absoluto, mejor. Morir fue lo mejor que hizo en su vida y tardó demasiado en hacerlo —replicó Rose.
A Hester el comentario le pareció bastante cruel, pero Rose le gustaba tanto que se abstuvo de expresarlo. Y cuando hubieron escuchado sentadas los panegíricos y oyó qué clase de gente admiraba al difunto y por qué, se sintió inclinada a adoptar una opinión similar.
La recepción que siguió fue harina de otro costal. Toda la concurrencia parecía estar tan helada físicamente y aburrida emocionalmente como lo estaban ella y Rose. Recorrieron a paso vivo el centenar de metros de calle oscura y ventosa hasta el salón donde aguardaba un surtido de delicadas pastas, salchichas y empanadas calientes, así como vinos selectos. Hester aceptó agradecida un ponche de clarete. Le sorprendió ver que Rose se decantaba por la limonada, pero no hizo ningún comentario.
Comenzaron a deambular entre los invitados con la intención de abordar a Jenny Argyll en cuanto fuese posible sin llamar la atención y, por descontado, cuando Argyll no estuviera demasiado cerca de ella.
Rose iba de lavanda y gris oscuro. Con su cabello rubio y su pálido cutis componía una figura que a nadie pasaba inadvertida. Aquélla no era una ocasión apropiada para reír, pero poseía una cariñosa sonrisa e irradiaba una suerte de íntimo entusiasmo que atraía a la gente. Hester se rió para sus adentros al reparar en que eso era bastante más cierto entre el público masculino que entre el femenino.
—Cuánto me alegra que haya venido —dijo Rose afectuosamente a Jenny a modo de táctica para entablar conversación—. Hay muy pocas cosas que una pueda hacer durante el luto sin ganarse el comentario hiriente de alguien. Una se siente espantosamente aislada. ¡Al menos así fue para mí! ¿O tal vez estoy haciendo suposiciones erróneas?
Jenny no tenía otro remedio que contestar para no resultar descortés, a lo que había que añadir que Rose era, para su marido, la esposa del miembro del Parlamento más importante. Puso sus ideas en orden no sin esfuerzo y respondió:
—Para nada. Agradezco su apoyo y comprensión.
Hester se mantuvo a una distancia prudencial. Jenny Argyll parecía serena, pero Hester percibió que la capa de barniz era muy fina. Sus movimientos resultaban poco espontáneos y unas elocuentes ojeras delataban demasiadas noches en vela y demasiadas emociones contenidas a las que no osaba dar rienda suelta por miedo a no recobrar la estabilidad. Hester la habría compadecido si no hubiese estado convencida de que Jenny había puesto su propio bienestar y seguridad por delante de los de su hermana.
Pero al seguir observando a Jenny, al ver cómo se obligaba a ser educada con Rose Applegate, se apiadó de ella. La mirada cautelosa de Jenny revelaba un intenso temor. Hester se avergonzó por haberla juzgado tan a la ligera. Desconocía qué otros factores pesaban en la mente de Jenny, qué deudas o dependencias tenía, qué rehenes del azar. Jenny había perdido a su padre y a su hermana. ¿No era ése un precio terrible que ya había pagado?
Rose estaba hablando de nuevo. Hester supo lo que estaría diciendo: intentaría acorralar a Jenny para que admitiera haber escrito a instancias de Argyll, quizás obligada por éste, la carta que condujo a su padre a la muerte.
De repente Alan Argyll se materializó al lado de Hester con una fuente de apetitosos pastelitos en la mano.
—Disculpe —dijo al pasar rozándola con toda su atención puesta en su esposa y expresión ceñuda. Era casi como si tuviese miedo de que lo traicionara. Habló con Rose, pero sus palabras se perdieron en el murmullo de las conversaciones y no llegaron a oídos de Hester. Con ademán protector, apoyó una mano en el brazo de Jenny que se hizo a un lado, alejándose de él. ¿Fue porque había una oronda señora de negro que deseaba pasar o porque su contacto le desagradaba? Mantuvo la cabeza erguida, el rostro medio apartado. El movimiento fue discreto, apenas un encogimiento.
Rose volvió a hablar, tensa y con los ojos muy abiertos.
Hester se aproximó a ellos. Quería percibir el tono en que se pronunciaban las palabras, la inflexión de las voces. ¿Protegía Jenny Argyll a su marido por deseo propio o porque se sentía en la obligación? ¿Tenía alguna idea de lo que había hecho? ¿Era por eso por lo que encontraba instintivamente repelente su contacto?
Rose se volvió, vio a Hester e hizo las presentaciones de rigor. Vaciló un momento al pronunciar el nombre de Hester, sabedora de que eso de «Monk» provocaría poderosas y encontradas emociones tanto en Jenny como en Argyll.
—¿Cómo están ustedes? —dijo Hester con tanta serenidad como pudo mirando primero a Jenny y a continuación a su marido. Él no le pareció atractivo, aunque tampoco desagradable. No percibió la crueldad que había esperado encontrar en él. Hasta su poder parecía atemperado. ¿Acaso tenía miedo, no ya de la policía o el tribunal sino de la posibilidad de que su esposa declarara contra él? Era el causante de la muerte de su padre y su hermana, ¿qué monumental arrogancia le había llevado a suponer que Jenny lo soportaría y se quedaría de brazos cruzados? Pero ¿estaba su esposa aún tan aterrada que incluso en esas circunstancias lo protegería?
Rose conversaba sobre trivialidades. De pronto miraron a Hester, aguardando de ella la respuesta a una pregunta que se había perdido.
—Sí, por supuesto —se aventuró a decir.
Argyll la observaba con frialdad y recelo. Hester intentó imaginarse una vida atada irremisiblemente a un hombre tan indiferente: vivir en su casa, a veces en intimidad, preocuparse por su alimentación y su ropa así como por las de los hijos. El nombre y el honor de él estaban ligados a los suyos, y tal vez al final también su conciencia. ¡Qué atadura tan aplastante! La avergonzó lo que tenía que hacerle a Jenny, pero la alternativa resultaba intolerable. Tanto si se daba importancia o no a que Mary descansara en la tumba de un suicida, igual que su padre, nadie podía argüir que Aston Sixsmith debiera ser ahorcado por un crimen que no había cometido.
Jenny forzaba la voz, que sonaba demasiado aguda y alta. La conversación giraba alrededor de lugares comunes: una remembranza del fallecido y las causas que había apoyado. Un sirviente se acercó con una bandeja llena de vasos de ponche de vino y limonada.
Estaban un poco apretujados. No había sitio para que el sirviente pasara entre ellos. Argyll le cogió la bandeja y se la ofreció a Hester. Habida cuenta de lo fuerte que era el ponche que había tomado al llegar, decidió que la limonada sería más prudente esta vez.
—Gracias —aceptó.
Debido al modo en que estaban distribuidos, con Jenny a la vera de su marido, lo más natural fue pasársela a ella a continuación. Titubeó por un instante y al final se decidió por el vino.
Rose tomó limonada igual que antes. Alzó su vaso.
—¡Por los valientes que promueven la reforma social! —exclamó, y bebió un buen sorbo.
El resto de los presentes se hizo eco de su brindis. Sirvieron más comida. Esta vez pastelitos dulces rellenos de fruta escarchada o deliciosas cremas de sabores inusuales. Eran excepcionalmente buenos.
Un hombre corpulento de pobladas patillas atrajo la atención de Argyll.
Un trío comenzó a tocar una pieza triste cuya melodía resultaba indiscernible.
Rose se volvió hacia Jenny.
—¿No es espantoso? —susurró con expresión de disgusto.
Jenny la miró perpleja. Hasta entonces habían mantenido la conversación intrascendente propia del trato social entre iguales que se muestran corteses por interés mutuo.
De pronto, Rose se echó a reír.
—¡No, la comida no! La música, si es que se la puede llamar así. ¿Por qué diablos no podemos ser más sinceros? Nadie tiene ganas de entonar un canto fúnebre sólo porque ese viejo idiota esté muerto. La mayoría no veía la hora de que dejase este mundo. La muerte fue lo único que por fin le hizo morderse la lengua.
Jenny fingió no estar desconcertada. Respiró hondo y contestó con voz levemente temblorosa:
—Quizá sea cierto, pero sería más prudente no decirlo en voz alta, señora Applegate.
Hester se dio cuenta de que había estado aguantando la respiración casi hasta que le dolió. ¿Qué demonios le pasaba a Rose? Aquello no formaba parte de su plan.
—¡Ser prudente todo el tiempo es una soberana estupidez! —exclamó Rose—. ¡Ponemos tanto cuidado en ser prudentes que jamás cometemos ninguna indiscreción salvo las más colosales y catastróficas! —Extendió ambos brazos para mostrar la enormidad de esas indiscreciones y por poco hizo caer la copa que sostenía Jenny—. ¡Tenga más cuidado! —le reprochó—. El vino malo mancha, ¿sabe?
Jenny se violentó. Varias personas se volvieron hacia Rose y enseguida apartaron la vista.
Pasó un sirviente y Rose cogió otro vaso de su bandeja. Se lo bebió de un trago y lo arrojó a sus espaldas, de modo que se estrelló contra el suelo haciéndose añicos. No le hizo el menor caso y salió a grandes zancadas en dirección a los músicos. Componía una estampa magnífica con la cabeza en alto, las faldas ondeando, el hermoso rostro rebosante de vida. Se detuvo delante de la tarima.
—¡Por Dios, basta ya de este espantoso lamento! —ordenó con fiereza—. Usted, la del violín, suena como un gato maullando para que le arrojen una raspa de pescado. A no ser que piense que el viejo bellaco fue de cabeza al suplicio eterno, cosa que admito como probable, ¡procure tocar como si creyera que el perdón divino le abrió las puertas del cielo!
La violinista se llevó las manos al pecho y dejó que el violín se deslizara por su vestido hasta caer al suelo.
Rose se agachó a recogerlo. Lo apoyó bajo el mentón, cogió el arco y se puso a tocar asombrosamente bien. Comenzó con la misma música que habían estado tocando pero alteró el tempo adaptándolo al del music hall para acto seguido atacar una canción más rápida, un tema alegre y picante.
La pianista soltó un chillido de horror y se quedó paralizada en la banqueta con la boca abierta. La violoncelista rompió a llorar.
—¡Ya basta! —le ordenó Rose—. ¡Un poco de compostura! ¡Y coja ese instrumento como Dios manda! —Señaló el violoncelo—. ¡Como si fuese su amante, no como si acabara de hacerle una proposición indecente!
La violoncelista tiró el instrumento al suelo y huyó de la tarima.
Una dama del público se desmayó o lo fingió. A otra le entró un ataque de risa. Un hombre comenzó a cantar la canción. Tenía una potente voz de barítono y, por desgracia, se sabía la letra entera.
Hester se quedó helada, consciente de tener a Jenny a su lado y a Alan Argyll un poco más allá, ambos paralizados.
Rose no vacilaba un ápice y seguía tocando con ritmo perfecto, balanceándose y siguiendo el ritmo con los pies.
De repente la pianista abandonó todo decoro y se puso a tocar. Su rostro era una máscara con una sonrisa aterrada que dejaba todos sus dientes al descubierto.
Alan Argyll se acercó a Hester.
—Por el amor de Dios… —dijo entre dientes—. ¿No puede hacer nada para detenerla? ¡Esto es terrible! ¡Morgan Applegate no lo olvidará nunca!
Hester cayó en la cuenta de que era la única persona que podía hacer algo. Era amiga de Rose y por consiguiente sería un acto de extrema compasión y necesidad que interviniese. Avanzó hasta la tarima, se recogió las faldas y subió. Rose seguía tocando con mucha elegancia. En ese momento interpretaba otra canción, aunque no más apropiada.
—¡Rose! —dijo Hester en voz baja pero con tono autoritario—. Ya hemos tenido bastante. Deje que la violinista recupere su instrumento. Es hora de irse a casa.
—¡Hogar, dulce hogar! —exclamó Rose alegremente—. Es una canción espantosa, Hester. ¡Rematadamente sensiblera! Estamos celebrando el deceso de sir como-se-llame. Al menos… Quiero decir que recordamos su vida con… pesar… ¡Ay, no tendría que haberlo dicho! —Se echó a reír—. Se parece demasiado a la verdad, y nunca hay que decir la verdad en los funerales. Si un hombre fue un soso de tomo y lomo, como lord Kinsdale, se dice que era extremadamente distinguido.
Se oyó el grito de horror de una camarera fascinada y agarrada a una fuente de pastelitos.
—Si una mujer era horrible, como lady Alcott —prosiguió Rose sin hacer caso—, se habla del buen corazón que tenía. —Volvió a reír apartándose de Hester y levantó la voz—. Si un hombre fue mentiroso y tramposo, como el señor Worthington, se alaba su ingenio. Si engañó a su esposa con medio vecindario, se elogia su generosidad. Todo el mundo pone cara seria y llora mucho en los pañuelos para disimular la risa. Tú no lo entiendes —agregó mirando un poco mareada a Hester—. Has pasado demasiado tiempo en el ejército.
—¡Por Dios! —refunfuñó alguien.
Otra persona se echó a reír. Era una risa contagiosa, histérica, que iba subiendo de volumen.
Rose estaba borracha como una cuba. Debía de haber bebido mucho más de lo que Hester creía. ¿Sería ésta la terrible debilidad contra la que Morgan Applegate había intentado protegerla? ¿Tenía la más remota idea de cómo era su esposa? ¡Lo que estaba diciendo en voz tan terriblemente alta era espantoso! Más aún por ser perfectamente cierto, por ser lo que todos pensaban en secreto.
Rose se disponía a tocar el violín otra vez. La pianista aguardaba debatiéndose entre la angustia y el éxtasis. Seguramente recordaría aquella velada hasta el fin de sus días. Mantuvo los ojos al frente e inspiró profundamente antes de tocar un resonante acorde grave seguido por un trino de notas agudas.
Hester estaba fuera de sí. La situación escapaba a su control y una parte de ella estaba a punto de echarse a reír. Lo único que le impedía hacerlo era la conciencia de la perdición de su nueva amiga. Arrebató el arco del violín a Rose, agarrándolo de una manera que probablemente no le hizo ningún bien, y lo arrojó detrás de ella, hacia el fondo de la tarima, donde al menos nadie iba a pisarlo. La violinista titular seguía desplomada en el suelo y alguien le daba aire con un abanico. La violoncelista había desaparecido por completo.
—Vas a irte a casa porque aquí ya no eres bienvenida —dijo Hester a Rose con tanta seriedad como pudo—. ¡Suelta ese violín y sujétate a mi brazo! ¡Haz lo que te digo!
—Pensaba que íbamos a jugar a algo —protestó Rose—. A charadas, ¿no te parece? O a lo mejor no, a eso jugamos todo el tiempo, en realidad, ¿no es verdad? ¿Y a la gallinita ciega? Podríamos andar todos a tientas, chocando entre nosotros y agarrando a la más guapa, o al más rico… No, eso ya lo hacemos, también. Sin parar. ¿Tú qué propones? —Miró a Hester expectante.
Hester notaba que la sangre le encendía la cara.
—Vámonos a casa —dijo entre dientes, presa de una repentina furia por aquella innecesaria ruina de una reputación—. ¡Ahora mismo!
Rose se asustó más por el tono que por las palabras. Obedeció a regañadientes.
Hester la rodeó con un brazo y le agarró la muñeca con la otra mano. Con torpeza pero de manera eficiente la llevó hasta el borde de la tarima. Rose, sin embargo, calculó mal la altura del escalón, tropezó con su propia falda y cayó de bruces librándose de hacerse daño al arrastrar a Hester con ella y parando el golpe con las manos en el último momento. Hester fue a dar contra el suelo y se le cortó de repente la respiración. Sólo así evitó soltar una palabra que no había vuelto a pronunciar desde los tiempos en el ejército a los que Rose acababa de aludir. Finalmente, después de librarse de las faldas y de hacer lo posible por no pisar a Rose y caer otra vez, Hester consiguió ponerse de pie.
—¡Levántate! —ordenó airada a Rose.
Rose rodó lentamente por el suelo y se irguió aún sentada, mostrándose atónita, para empezar a reír otra vez.
Hester se agachó, cogió a Rose de la mano y tiró con fuerza. Rose se deslizó por el suelo pero siguió sentada.
Alan Argyll salió de entre el gentío. Todos los demás se arremolinaban intentando fingir que no había ocurrido nada. Unos contemplaban el espectáculo y otros evitaban mirar de manera ostensible.
—¡Por Dios, llévesela de aquí! —gruñó a Hester—. ¡No se quede ahí parada! ¡Levántela!
Se agachó y puso a Rose de pie, sosteniéndola con destreza para que no le fallaran las rodillas. Entonces, al advertir que volvía a desplomarse, cargó con ella al hombro y se dirigió hacia la puerta. Hester los siguió.
Una vez fuera fue sencillo mandar aviso al cochero de Rose. Diez minutos después Argyll la ayudaba, con considerable esfuerzo, a subirla al coche.
—Puesto que ha venido con ella supongo que la acompañará —dijo mirando a Hester con desdén—. Alguien tendrá que explicarle esto a su marido. Más vale que no lo convierta en un hábito o terminará encerrada.
—Me las arreglaré muy bien —le aseguró Hester con aspereza—. Me parece que se ha dormido. Sus criados nos asistirán en cuanto lleguemos a su casa. Gracias por su ayuda. Buenas noches.
Estaba enojada, avergonzada y ahora que ya había pasado, un poco asustada. ¿Qué diablos iba a decirle a Morgan Applegate? Tal como había señalado Argyll, su carrera política jamás se recobraría de semejante revés. Se hablaría del caso durante años, incluso décadas.
El trayecto fue espantoso, no por algo que hiciera Rose sino por lo que Hester temía que fuese a hacer. Iban a toda velocidad por calles iluminadas por farolas bajo la lluvia; los adoquines resplandecían, las alcantarillas rebosaban; se oía el repiqueteo del agua en el tejadillo, las salpicaduras bajo el suelo, el chacoloteo de los caballos y el silbido de las ruedas. Iban dando bandazos porque corrían demasiado. El cochero temía que Rose estuviera enferma y necesitara ser atendida tan pronto como él la llevara a casa.
Hester tenía pavor a lo que Applegate diría. No lo habían comentado en voz alta pero tenía la impresión de que le había confiado el cuidado de Rose. Desde el día en que se conocieron Hester había notado en él un aire protector, como si fuese consciente de una vulnerabilidad concreta de su esposa, algo que prefería que nadie conociera. Y ahora todo indicaba que Hester los había defraudado a ambos de la peor manera posible.
Salvo que no tenía ni idea de cómo lo había hecho.
El carruaje frenó bruscamente pero Rose no se despertó. Fuera se oyeron gritos y se encendieron luces. Finalmente, la puerta del carruaje se abrió y apareció un lacayo. Se inclinó sin echar siquiera un vistazo a Hester, tomó a Rose con sumo cuidado y se la llevó por el callejón de caballerizas hacia la puerta trasera de la casa.
El cochero ayudó a Hester a apearse y la acompañó por el patio hasta la trascocina. Tenía los bajos de la falda empapados y los hombros y el pelo húmedos. Nada había habido más lejos de su mente al marcharse de la recepción que enviar a alguien a recoger su capa o, en realidad, la capa de Rose.
Una vez en la caldeada cocina se dio cuenta del frío que tenía. Le temblaba todo el cuerpo y sentía los pies entumecidos. La cabeza le empezó a palpitar como si también hubiese bebido más de la cuenta.
La cocinera se apiadó de ella y le preparó una taza de té bien cargado, aunque no le dio nada para acompañarla, ni una galleta ni una rebanada de pan, como si Hester tuviera la culpa del estado en que Rose se encontraba.
Transcurrió más de media hora antes de que Morgan Applegate abriera la puerta de la cocina. Iba en mangas de camisa y tenía el cabello revuelto y el rostro colorado salvo en torno a los labios.
—Señora Monk —dijo con ira apenas contenida—, tenga la bondad de acompañarme.
Era una orden más que una petición. Hester se levantó y fue tras él. Estaba profundamente dolida por su aflicción pero en absoluto dispuesta a que le hablaran como si fuese un niño travieso.
Applegate entró en la biblioteca, en cuyo hogar crepitaba un fuego. Sostuvo la puerta para que entrara y la cerró dando un portazo.
—¡Explíquese! —dijo simplemente.
Hester lo miró con toda la dignidad de que pudo hacer acopio estando calada hasta los huesos, con ropa prestada y tras haber soportado una de las veladas más vergonzantes de su vida. Se recordó a sí misma que había sobrevivido y sido útil en hospitales de infecciosos y en campos de batalla. Aquélla era una tragedia de orden menor. Se negó hasta a mostrar la debida formalidad.
—Me parece que Rose ha bebido más de la cuenta, señor Applegate. Yo sólo la he visto tomar limonada, y aunque no puede haber bebido más de una o dos copas sin que me diera cuenta, parece tener una intolerancia nada usual al alcohol. A no ser, por supuesto, que el ponche fuese realmente fuerte. Yo sólo tomé una copa y por tanto no lo sé.
Applegate respiraba pesadamente, como si no encontrara las palabras adecuadas para responder.
—Lamento muchísimo que ocurriera —prosiguió Hester—, y lamento decirle que aún no sabe lo peor. —Era mejor aclarárselo en ese momento que dejar que lo descubriera de un modo mucho más embarazoso—. Había un pésimo trío tocando y Rose se ha apropiado del violín y se ha puesto a tocar sorprendentemente bien. Por desgracia ha transformado la melodía en una divertida canción de music-hall bastante vulgar. Seguramente preferirá que le ahorre los detalles escabrosos de la escena, pero ha sido… memorable.
—¡Dios mío! —Applegate se puso blanco como la cera—. ¿Por qué?
Hester vaciló.
—¿Por qué? —repitió Applegate.
—Ha sido muy franca sobre lo que la gente dice de los demás y lo que piensa en realidad. Ha dado nombres. Lo lamento, de verdad —agregó.
Applegate la miró fijamente y el enfado se le fue pasando.
—Yo tendría que habérselo advertido. Rose… solía… —Abrió la manos con un gesto de impotencia—. ¡Llevaba años sin hacerlo! ¿Por qué ahora? —Sus ojos suplicaban una razón para la ruina que le había caído encima sin previo aviso.
De súbito Hester supo la respuesta. Fue tan evidente como una bofetada.
—¡Alan Argyll! —exclamó—. ¡Le puso algo en la bebida! ¡Sabía que estábamos allí con la intención de convencer a Jenny de que declarase! Fue después de conversar con él cuando Rose empezó a comportarse de esa manera. ¿Es posible que estuviera al corriente de su… debilidad?
No iba a insultar a ninguno de los dos hablando con afectación y eufemismos. Ya era demasiado tarde para eso.
—Si se tomó la molestia de investigar… —admitió Applegate. Se sentó lentamente en el sillón que tenía detrás dejando que Hester hiciera lo que quisiese. Dio la impresión de arrugarse como una muñeca de trapo a la que hubiesen quitado el relleno—. ¿Tan espantoso ha sido? —preguntó sin levantar la vista.
Mentir sólo le habría puesto en una posición más vulnerable.
—Sí —dijo Hester—. También fue absolutamente divertido, y es precisamente esa franqueza lo que me temo que la gente no olvidará ni perdonará.
Applegate guardó silencio.
Hester comenzaba a entrar en calor gracias al fuego. El dobladillo de la falda estaba muy cerca de la chimenea y soltaba vapor. Se arrodilló delante de Applegate.
—Lo siento. Creíamos que era una buena causa y que podíamos vencer.
—Y es una buena causa —admitió él en voz baja. Hizo ademán de ir a agregar algo, pero cambió de parecer.
—¿Se pondrá bien? —le preguntó Hester—. ¿Mañana? ¿Pasado?
Entonces tuvo un escalofrío al comprender que había dicho una torpeza. Quien nunca estaría bien sería el propio Applegate. Su posición devendría insostenible. Después de aquello no podría llevar a Rose a ningún evento social. Quizá ni siquiera él se vería con ánimos de asistir.
De repente Applegate levantó la cabeza. A pesar del miedo y del agotamiento que empañaban sus ojos, en ellos brillaba también la luz de la decisión.
—Renunciaré a mi escaño en el Parlamento. Regresaremos al campo. Tenemos una casa en Dorset. Allí podremos vivir la mar de bien sin necesidad de volver a Londres para nada. Es un lugar tranquilo y maravilloso, no nos faltará de nada. Nos tendremos el uno al otro, y eso bastará.
Era ridículo, pero Hester sintió que le venían ganas de llorar. Debía de amarla tanto que toda su felicidad residía en estar con ella. Estaba enojado con el comportamiento de su esposa, no contra ella. Tal vez fuese incluso contra él mismo, porque conocía la debilidad de su esposa y no la había sabido proteger.
—Perdone —se disculpó Applegate—. Debe de estar helada. Es… No tendría que haberla culpado. Usted no podía protegerla de algo que desconocía. ¿O prefiere ir directamente a su casa?
—Lo cierto es que me gustaría ir a casa y ponerme ropa seca —repuso Hester con una sonrisa—. Es una noche pésima.
—Haré que mi cochero la acompañe —le ofreció Applegate.
Monk abrió la puerta principal de par en par casi antes de que el coche se detuviera. Cuando Hester se apeó salió a grandes zancadas a la calle haciendo caso omiso de la lluvia.
—¿Dónde te habías metido? —inquirió—. Estás empapada y tienes muy mala cara. Se suponía que… —Entonces vio la expresión de su rostro y se interrumpió—. ¿Qué ha sucedido?
Hester despidió al cochero y entró en la casa. Estaba tiritando otra vez, de modo que se sentó en la butaca más próxima al fuego y se acurrucó. Ahora que ya no debía enfrentarse a la aflicción de Morgan Applegate ni a las urgentes necesidades de Rose, la invadió una profunda sensación de derrota. Se preguntó cómo había podido ser tan estúpida de creer que podría vencer tan poderosos intereses creados. Su orgullo desmedido había precipitado su propia caída y con su temeraria ignorancia había arrastrado a Rose con ella.
—¿Qué ha pasado? —volvió a preguntar Monk.
Hester le describió la velada con tanta exactitud como recordaba aunque obvió buena parte de lo que había dicho Rose y resumió el resto.
—Seguro que Argyll le echó alcohol a la limonada —concluyó—. No sé cómo; sólo he visto su mano un instante encima del vaso. Después de la actuación de esta noche Rose tendrá que desaparecer, y ni ella ni su marido podrán aportar pruebas de ninguna clase. Y tampoco podremos obligar a Jenny a declarar. Yo no tendré ocasión de participar de nuevo de la vida social de la mano de Rose. De hecho —añadió, ruborizándose—, puede que sea recordada con poca consideración debido a mi papel en todo esto. Lo lamento. Lo lamento muchísimo.
Monk se quedó pasmado.
—Estás… ¿Por qué te disculpas? ¿Qué es lo que todavía no me has dicho, Hester?
Hester lo miró.
—¡Nada! Pero sabían quién era yo y también que soy tu esposa. ¿Acaso la mujer de un policía no debería comportarse mejor?
Monk la observó con ojos como platos y de pronto se echó a reír.
—¡No le veo la gracia! —exclamó Hester con indignación.
Él rió todavía más, y Hester se vio en el dilema de perder los estribos o reír a su vez. Eligió lo segundo. Se pusieron de pie ante el fuego con las mejillas surcadas de lágrimas.
—Será mejor que dejes la política —dijo Monk por fin—. No se te da nada bien.
—¡Normalmente no lo hago tan mal como hoy! —se defendió Hester, aunque sin convicción.
—No te engañes —le respondió Monk con picardía—. Creo que deberías volver a hacer de enfermera. En eso eres imbatible.
—Nadie me querrá contratar —dijo Hester compungida.
—Al contrario. En Portpool Lane eres muy querida; hasta Squeaky Robinson te quiere, a su manera.
Hester no daba crédito a sus oídos y se debatía entre la duda y la esperanza.
—Pero dijiste…
—Lo sé. Me equivoqué.
No agregó nada más, porque ella le echó los brazos al cuello y lo besó apasionadamente.