8

Narraway estaba sentado junto al fuego en su estudio, con la luz de la lámpara de gas baja, pensando en Serafina Montserrat. Pitt le había pedido al doctor que guardase silencio con respecto a su conclusión, según la cual la muerte no podía haber sido accidental. Le había dado al hombre su palabra de que la investigación no la realizaría la policía, sino la Brigada Especial, debido a su posible relación con un caso que en esos momentos llevaban entre manos.

La posibilidad de una tentativa de asesinato acapararía toda la atención de Pitt, y él no podía permitir que ninguna otra cosa le distrajera. Narraway no estaba seguro de si su promesa de indagar era prudente. La investigación no era una aptitud que hubiera perfeccionado tanto como Pitt. Sin embargo, todavía creía que era posible que existiera una relación directa entre los miedos de Serafina y el asesinato del duque Alois que alguien se proponía cometer. Si existía, era fundamental hallarla antes de que fuera demasiado tarde.

Si la muerte de Serafina había sido un acto político llevado a cabo por alguien con miedo a que ella revelase un escándalo o una indiscreción personal enterrada hacía tiempo, debería haber dejado de resultar vergonzoso para cualquiera menos para ellos, ¿no?

Por lo que Vespasia había dicho de ella, Pitt no creía que Nerissa Freemarsh tuviera el carácter para contemplar matar a su tía como un acto de compasión para liberarla del sufrimiento de saber que su mente estaba traicionándola.

¿Y Tucker, la doncella de la anciana? Era una opción más probable. Ella era leal a Serafina. Eso le había dicho Vespasia, y él se fiaba de su juicio sin dudar. Desde luego ella había tenido suficientes criadas para saberlo y había visto a otras docenas de sirvientas.

Pero, por otra parte, Tucker perdería su puesto con la muerte de Serafina. Y debía de saber que si se descubría que su ama había muerto de sobredosis, las sospechas caerían sobre ella. Después de los años que había cuidado de Serafina, nadie la creería capaz de un error tan simple.

Si el asesinato no había tenido motivación política, solo quedaba la posibilidad mucho más desagradable de que Nerissa Freemarsh hubiera matado a su tía por razones personales: posiblemente la herencia de la casa y el dinero que Serafina poseía, antes de que fuera demasiado tarde para que ella lo disfrutara… o tal vez antes de que el dinero se gastase en los cuidados de la anciana enferma.

Tendría que interrogar al personal de servicio. No había nadie más que pudiera responder a las delicadas e inquisitivas preguntas que él necesitaba formular. Contempló los dibujos que la luz del fuego hacía en el techo y trató de pensar en hechos, pruebas físicas, cualquier cosa que demostrara quién había echado la dosis de láudano letal en la medicina o la comida de Serafina. No se le ocurría nada. Quien lo había hecho lo había ordenado todo después. El polvo de la casa sería limpiado a diario, los muebles encerados, los platos fregados, todo puesto otra vez en el armario o el estante donde normalmente se guardaba. Era probable que los criados estuvieran en todas partes menos en el dormitorio de Serafina. Solo Tucker y Nerissa entrarían allí, y probablemente una de las criadas.

¿Había estado allí alguien más? ¿Se habrían dado cuenta ellas? ¿Y qué motivo podían tener para hacer daño a Serafina, aparte de que alguien les hubiera pagado para hacerlo? Era una idea absurda.

A medianoche el fuego se había apagado. Se levantó y apagó las luces, y a continuación subió a su dormitorio sin haber dado con una solución a su dilema, salvo investigar el móvil hasta que pudiera descartarlo. Disponía de poco más de una semana hasta que el duque Alois llegara a Dover.

Por la mañana decidió pedirle a Vespasia su opinión. Se vistió elegantemente, como correspondía para visitar a una dama por la que no solo sentía un profundo afecto, sino también cierto temor reverencial.

—¡Victor! Qué alegría verte —dijo Vespasia algo sorprendida cuando le hicieron pasar al salón un poco más tarde de las diez.

Llevaba un vestido muy a la moda de un tono azul verdoso claro con encaje blanco en el cuello, mangas anchas y sus habituales perlas. Estaba sonriendo. Sabía que él había ido allí por un motivo concreto, y Narraway no cometió la estupidez de tratar de ocultarlo.

—¿Y bien? —preguntó ella cuando hubo enviado a la doncella a por té.

Él le contó en pocas palabras las ideas a las que había estado dando vueltas la noche anterior. Ella le escuchó en silencio hasta que hubo terminado, limitándose a mover mínimamente la cabeza de vez en cuando y a asentir.

—Hay una cosa que parece que no has tenido en cuenta —observó—. Nerissa no es una joven especialmente encantadora y, a juzgar por su posición como señora de compañía de su tía, no tiene muchos recursos.

—Ya lo sé —dijo él—. Tal vez decidió no arriesgarse a que Serafina se gastara lo que podía ser su herencia.

Vespasia sonrió.

—Mi querido Victor, en la mente de toda mujer hay otro factor mucho más urgente. —Reparó en la expresión de diversión de Narraway—. Nerissa no es especialmente desagradable a la vista, pero no es simpática. Ignora por completo cómo halagar o seducir, cómo entretener, cómo hacer que un hombre se anime o se sienta cómodo. Además, le quedan pocos años para tener hijos. En este momento sus perspectivas son buenas porque tiene esperanzas muy tangibles. Pero si Serafina hubiese vivido cinco años más, cosa que podría haber ocurrido, habría sido harina de otro costal. Puede que su amante no esté dispuesto a esperar tanto.

Narraway se quedó paralizado.

—¡Su amante! ¿Está segura?

—Sí. Pero no estoy segura de si es una aventura con perspectivas realistas de acabar en matrimonio. Si no lo es, puede que lo único que ella desee sea intimidad y no la tenga.

—Serafina Montserrat jamás se entrometería en una aventura, y menos aún se mostraría en contra, ¿no? —afirmó él razonablemente.

—Tal vez. Pero puede que Nerissa no se diera cuenta de eso. No estoy segura de que esté al tanto del pasado de su tía, ni de si opina que casi todo es producto de su desmedida imaginación. Son cosas que te sería útil descubrir.

—Sí —convino él, interrumpiendo la conversación mientras la doncella llevaba el té y Vespasia lo servía—. Me centraré en ello.

Vespasia le sonrió.

—Tucker lo sabrá —comentó, cogiendo una pequeña galleta crujiente del plato—. Trátala con respeto, y te enterarás de toda clase de cosas.

Él pensó un momento.

—Si el amante de Nerissa tiene intenciones serias, ¿podría haber matado a Serafina para preservar el dinero que Nerissa podía heredar? Junto con la casa, viviría a cuerpo de rey.

—Es posible. —La casa de Vespasia reflejó su pena y su desprecio por la idea—. Por ese motivo es importante que descubras quién es. —Una tristeza más profunda suavizó su mirada—. También es posible que su motivación no tuviera nada que ver con el dinero, ni con Nerissa, salvo para que le diera acceso a Serafina y su… frágil memoria.

Él era consciente del daño que le producía decir esas palabras.

—Lo sé —convino—. También investigaré eso.

Narraway fue a visitar al médico de Serafina en cabriolé, absorto en sus pensamientos. Se había dado cuenta de que investigar era mucho más difícil de lo que en principio había creído. Reconocía su culpa por no haber concedido a las dotes de Pitt la importancia que merecían. Ni siquiera reparó en que el radiante cielo azul se nublaba y en que los transeúntes aceleraban el paso. No vio las primeras gotas de lluvia. No se percató del rápido cambio que experimentó el tiempo hasta que a un hombre se le escapó el paraguas y se fue volando a la calle, donde espantó a los caballos y estuvo a punto de provocar un accidente.

El doctor Thurgood no pudo prestarle más ayuda. No había más datos médicos que añadir al hecho concreto de que Serafina había fallecido a causa de una sobredosis de láudano tan grande que era imposible que se la hubiera administrado ella misma por accidente. Ni siquiera la posibilidad de que hubiera tomado su dosis habitual tres veces justificaría el nivel que el doctor había encontrado en el cadáver.

Narraway le preguntó si la cantidad se podría haber acumulado a lo largo de cierto tiempo. Estaba seguro de cuál sería la respuesta, así que no le sorprendió que Thurgood señalara que la cantidad en cuestión era mucho más que suficiente para matarla, de modo que la acumulación era imposible.

Cogió un cabriolé para ir a Dorchester Terrace. Durante el viaje dio vueltas en la cabeza a los datos prácticos que reducirían severamente el número de personas capaces de administrar una dosis como esa. La persona más clara era Nerissa Freemarsh por motivos propios.

No es que pensara en serio que hubiera sido Nerissa, a menos que su amante hubiera tenido el valor, o la desesperación, de obligarla a hacerlo. ¿Qué podía haberlo provocado? ¿Una repentina y urgente necesidad económica? ¿El deseo de casarse antes de que fuera demasiado tarde para tener hijos?

Entonces ¿por qué ahora y no antes? ¿Era realmente una casualidad que la muerte de Serafina hubiera tenido lugar justo antes de la visita del duque Alois? Costaba creerlo. Era mucho más probable que guardase relación con el pasado de Serafina, la enorme provisión de conocimientos íntimos y peligrosos que su débil memoria estaba dejando escapar uno tras otro.

En cualquier momento habría cedido el caso a la policía; era su competencia, y solo concernía a la Brigada Especial como deuda de honor a Serafina.

Llegó a Dorchester Terrace, se bajó del carruaje y pagó al cochero, y recorrió el sendero hasta la puerta. Le recibió un lacayo, y le dio su tarjeta.

—Buenos días —dijo rápidamente, antes de que el hombre pudiera protestar diciendo que en la casa estaban de luto y no recibían visitas—. Necesito hablar con la señorita Freemarsh. Espero que todavía no haya salido.

Estaba seguro de que se encontraría allí. Ella era muy tradicional en su comportamiento y su vestimenta, y hacía tan poco que había perdido a su tía que estaba seguro de que no saldría de casa durante una temporada.

El hombre vaciló.

—¿Puede informarla de que lord Narraway está aquí por asuntos relacionados con el reciente fallecimiento de su tía, la señora Montserrat? —Ajustó el tono de voz no tanto para hacer una petición como para dar una orden—. También necesito hablar con la señorita Tucker, el ama de llaves, la doncella y usted. Preferiría ver a la señorita Freemarsh primero.

El hombre palideció.

—Sí… sí, señor. Si es usted… —Tragó saliva y se aclaró la garganta—. Si es usted tan amable de esperar en el salón, señor.

—Gracias, pero prefiero usar la sala de estar del ama de llaves. La gente se sentirá más cómoda.

El hombre no discutió. Cinco minutos más tarde Narraway estaba en el cómodo sillón junto al fuego, situado de cara a la rolliza y sonrosada ama de llaves, la señora Whiteside. Parecía furiosa y molesta.

—No sé qué cree que puedo contarle yo —empezó a decir, negándose a sentarse, a pesar de que él se lo había pedido.

—Está usted al mando de la casa, señora Whiteside. Usted puede hablarme de todos los sirvientes que trabajan aquí.

—¡No pensará que alguno mató a la pobre señora Montserrat! —lo acusó—. No pienso quedarme aquí mientras dice crueldades como esa sobre personas inocentes por mucho título de lord que tenga.

Él sonrió divertido ante su indignación y sinceramente satisfecho ante su lealtad. Parecía una gallina enfadada dispuesta a enfrentarse a un intruso en el corral.

—Nada me daría más satisfacción que demostrar que eso es cierto, señora Whiteside —dijo con delicadeza—. Tal vez pueda usted ayudarme a ese respecto dándome información. Luego ampliaremos el círculo para incluir a otros que podrían haber observado algo relevante, aunque no se dieran cuenta en su momento. Lo único que parece innegable es que alguien le dio a la señora Montserrat una dosis muy grande de láudano. Si tiene alguna idea de quién pudo ser, o por qué, le agradecería que me lo dijera.

Era la última respuesta que ella esperaba oír. Durante varios segundos fue incapaz de encontrar las palabras para contestarle.

Él volvió a señalar el sillón situado enfrente de él.

—Por favor, siéntese, señora Whiteside. Hábleme de los miembros de su personal para que pueda hacerme una idea de lo que hacen cuando no están de servicio, qué les gusta y qué no les gusta.

Ella estaba totalmente confundida, pero hizo todo lo posible por complacerle. Cuando llevaba un cuarto de hora de descripción, empezó a hablar con naturalidad, incluso con afecto. Por primera vez en su vida, Narraway se imaginó de manera gráfica a un grupo de personas totalmente distintas a él, alejadas de las familias y los hogares en los que se habían criado, que habían formado poco a poco una nueva familia, con amistades, envidias, lealtad y comprensión, que aportaba consuelo a sus vidas y una especie de marco que resultaba de gran importancia. La señora Whiteside era la matriarca, y la cocinera era casi igual de importante. El lacayo era el único hombre, pues Serafina no necesitaba mayordomo, y por lo tanto gozaba de una posición privilegiada. Pero era joven, y no podía evitar discutir con las criadas por nimiedades.

La señorita Tucker, la doncella, no estaba en realidad ni arriba ni abajo. Su puesto tenía más antigüedad que los de los demás y era extrañamente solitario. Narraway se enteró de ese detalle mientras escuchaba las descripciones de la señora Whiteside.

—No sé qué más quiere —concluyó abruptamente, poniendo otra vez cara de confundida.

Cuanto más la escuchaba él, más seguro estaba de que ninguno de ellos había tenido nada que ver con la muerte de Serafina. Sus vidas se habían visto trastocadas por la tragedia. Ni siquiera su hogar estaba ya asegurado. Tarde o temprano Nerissa podía decidir vender la casa, o verse obligada a hacerlo, y se verían separados y sin empleo. Por otra parte, si ella sospechaba que eran desleales por hablar fuera de lugar con Narraway, podía despedirlos sin contemplaciones, y eso sería todavía peor. De repente cobró conciencia de la necesidad de formular las preguntas con cuidado.

—Hablar con ellos de uno en uno —contestó él en respuesta a su pregunta—. Y averiguar si alguien ha visto algo fuera de lo común en la casa. Algo que no estaba en su lugar habitual, algo cambiado de sitio o algo destruido por accidente.

Ella lo entendió enseguida.

—¿Cree que alguien entró a la fuerza y mató a la pobre señora Montserrat?

La idea le horrorizó.

—Cuanto más describe a las personas que trabajan aquí, menos probable me parece que uno de ellos subiera la escalera, buscara el láudano y le diera a la señora Montserrat una dosis fatal.

La observó mientras ella visualizaba las dos alternativas, y las dos le espantaron.

—Voy a quedarme en esta habitación mientras habla con las criadas —le advirtió.

—Por supuesto —convino él—. Deseo que se quede, pero no nos interrumpa, por favor.

Su interrogatorio resultó inútil, como él había esperado, salvo para confirmarle que eran sirvientes normales y corrientes, ingenuos, capaces de incurrir de vez en cuando en la holgazanería, los cotilleos, las riñas triviales, pero nada de una malicia prolongada. En primer lugar, parecían muy poco sofisticados para el grado de engaño necesario para ser buenos envenenadores. En segundo, se hacían confidencias con demasiada libertad para guardar un secreto como ese. El retrato que la señora Whiteside había hecho de ellos era razonablemente fiel. Tomó nota mental de que si volvía a realizar labores detectivescas, prestaría más atención a las observaciones de las amas de llaves.

El caso de la señora Tucker era distinto. Ella había estado décadas con Serafina. Tenía un aspecto tan frágil que daba pena; se había quedado sin rumbo porque ya no era de utilidad. Estaría bien cuidada, pero ya no la necesitarían. Se sentó en el sillón situado enfrente de Narraway y se preparó para responder a sus preguntas.

Él empezó con delicadeza, y le divirtió descubrir que sus observaciones sobre los otros criados eran muy parecidas a las de la señora Whiteside, aunque un poco más ásperas. Pero por otra parte ella ya no tenía que trabajar con ellos. Ella ya no tenía un puesto que proteger.

No carecía de humor, y Narraway lamentó tener que desviar su línea de investigación a zonas más sensibles.

—Señorita Tucker, lady Vespasia Cumming-Gould me ha dicho que la señora Montserrat estaba perdiendo la capacidad para recordar con exactitud dónde estaba y con quién estaba hablando. ¿Sabía usted que tenía miedo de que se le escapara algún secreto que pudiera perjudicar a otras personas?

Ella suspiró y lo miró con paciencia.

—Pobrecilla, claro que lo sabía. Si me hubiera preguntado hace cinco años, no me habría pasado por la cabeza que algo así pudiera ocurrirle a una dama como la señora Montserrat.

Tenía problemas para controlar su pena, y sus ojos lo miraron echando chispas a través de las lágrimas por hacérselo confesar ahora.

—Alguien la mató, señorita Tucker. Cada vez me parece menos probable que fuera alguien que ya estaba en esta casa.

Ella parpadeó y guardó silencio.

—¿Quién visitó a la señora Montserrat en los últimos tres o cuatro meses?

Ella bajó la vista.

—Pocas personas. A la gente le gusta sentirse a gusto y divertirse. Cuando tienes cierta edad y ves lo que puede pasar, lo que todavía te puede pasar a ti, es desagradable.

Narraway se estremeció por dentro. A él aún le faltaban muchos años para alcanzar a Serafina Montserrat, pero el momento no tardaría en llegar. ¿Lo soportaría con buen talante? ¿Iría alguien a verlo, excepto por obligación o a ver si dejaba escapar alguno de los cientos de secretos que sabía?

Entonces se dio cuenta con un escalofrío helador de que tal vez a él también le aterrase lo que pudiera decir y que pudieran asesinarlo para garantizar su silencio. De repente, Serafina adquirió una gran importancia para él, como una imagen de sí mismo en un futuro próximo.

—Señorita Tucker, alguien la mató —dijo con la voz entrecortada—. Pienso averiguar quién fue y asegurarme de que responde ante la ley. El hecho de que la señora Montserrat fuera mayor y tuviera muy pocos familiares es irrelevante. Incluso el hecho de que en el pasado fuera una gran mujer también es irrelevante. Fuera quien fuese, tenía derecho a que la cuidasen, a que la tratasen con dignidad y a que le dejasen vivir el resto de su vida.

La señorita Tucker no impidió que las lágrimas cayeran por sus enjutas mejillas, que casi no tenían color a la luz de finales de invierno.

—Nadie de los que vivimos aquí le haría daño, milord —dijo poco más que susurrando—. Pero vinieron otras personas a casa, algunas a visitarla a ella y otras a visitar a la señorita Freemarsh.

Él asintió con la cabeza otra vez.

—Claro. ¿Quiénes eran?

Ella frunció los labios ligeramente concentrada.

—Bueno, estaba lady Burwood, que vino dos veces, que yo recuerde, pero eso fue hace tiempo.

—¿A quién vino a visitar?

—A la señora Montserrat, aunque también fue muy atenta con la señorita Freemarsh.

Narraway se lo imaginaba: lady Burwood, quienquiera que fuese, mostrándose cortés e indeciblemente condescendiente; y Nerissa sedienta de reconocimiento, pero sin recibir ninguno, excepto a través de su relación con Serafina.

—¿Quién es lady Burwood? —preguntó.

La señorita Tucker sonrió.

—Una mujer de mediana edad casada con un hombre de clase inferior, pero bastante feliz, en mi opinión. Tiene una hermana con título y con más dinero, pero con menos hijos. La señora Montserrat le parecía más interesante que la mayoría de sus amigas.

Narraway asintió con la cabeza.

—Está usted muy atenta a los detalles importantes, señorita Tucker —reconoció sinceramente—. ¿Por qué dejó de venir?

Era una pregunta cruel, y él lo sabía, pero la respuesta podía ser importante.

La cara de la señorita Tucker se puso colorada de diversión.

—No es lo que usted piensa, milord. Se cayó y se rompió una pierna.

—Me doy por enterado —aseveró él irónicamente—. ¿Quién más?

Ella mencionó a dos o tres mujeres más y a una cuarta y una quinta que habían ido exclusivamente a ver a Nerissa. Ninguna de ellas parecía tener la más remota conexión con Austria o con anteriores intrigas en otros lugares.

—¿Ningún caballero? —preguntó él.

Ella lo miró muy fijamente. Había guardado secretos durante décadas; probablemente muchos eran de carácter romántico o puramente lujurioso. Una buena doncella era una mezcla de criada, artista y sacerdote, y Mariah Tucker había sido una doncella magnífica. La doncella de Serafina Montserrat tenía que serlo.

—Por favor —dijo él seriamente—. Alguien la asesinó, señorita Tucker. No repetiré nada que no guarde relación con eso. Yo también sé guardar secretos. Hasta hace pocos meses fui jefe de la Brigada Especial.

Todavía le dolía decirlo.

Tal vez ella lo advirtió en su cara.

—Entiendo. —Asintió con la cabeza muy ligeramente—. Es usted demasiado joven para retirarse.

No hizo la pregunta que mediaba entre ellos.

—Uno de los secretos que guardaba me pasó factura —le confesó él.

—Vaya por Dios.

En los ojos de ella había solidaridad y el más mínimo humor posible.

—¿Quién visitó la casa, señorita Tucker? —repitió él.

—Lord Tregarron vino a ver a la señora Montserrat; dos veces, creo. No se quedó mucho —contestó ella—. La señora Montserrat no se encontraba bien en ninguna de las dos ocasiones. No oí su conversación, pero creo que no fue… amistosa.

Él se sorprendió. No sabía que Tregarron había conocido a Serafina.

—¿Cómo lo sabe, señorita Tucker? ¿Se lo dijo la señora Montserrat? ¿O lo sabe de primera mano?

—La señora Montserrat conoció al primer lord Tregarron en Viena hace mucho.

—¿Su padre?

—Sí.

—¿Sabe las circunstancias en que se conocieron?

—Las supongo, no las sé. Ni voy a imaginarlas para usted.

—¿Habló él con la señorita Freemarsh?

—Sí, largo y tendido, pero lo hicieron abajo en la sala de estar, y no tengo ni idea de lo que dijeron. Sé que duró bastante tiempo por la criada, Sissy.

—Entiendo. ¿Alguien más?

—El señor y la señora Blantyre vinieron por separado. Varias veces.

—¿A ver a la señora Montserrat?

—Y a la señorita Freemarsh. Me imagino que para hablar de la salud de la señora Montserrat y de lo que se podía hacer para animarla y hacer que se sintiera más a gusto. Creo que la señora Blantyre le tenía mucho cariño. Eso parecía.

—¿El señor Blantyre también?

—Él quiere mucho a su esposa y está muy preocupado por su salud. Por lo visto, ella está delicada, o al menos eso opina él.

—¿Y usted no? —preguntó él rápidamente.

Ella sonrió.

—Creo que es mucho más fuerte de lo que él estima. Le gusta pensar que está delicada. A algunos hombres les complace creerse protectores de los débiles, cuidando de una mujer hermosa como si fuera una flor tropical que necesitara ser protegida de cada corriente de aire frío.

Narraway no había pensado en ello. Cuando ella lo describió tan claramente, adquirió visos de realidad.

—Entonces ¿cree que Blantyre vino para asegurarse de que a Adriana no le angustiaban las visitas a la señora Montserrat?

—Creo que es lo que él deseaba que pareciese —respondió ella con cautela.

Él advirtió la diferencia.

—Entiendo. ¿Y la señorita Freemarsh? —planteó—. ¿Opinaría ella lo mismo?

—Con toda seguridad.

Un pequeño atisbo de diversión asomó otra vez a su boca.

—Señorita Tucker, creo que hay algo importante que me está ocultando a propósito.

—Observaciones —dijo ella rápidamente—. No hechos, milord. Me parece que usted no conoce demasiado bien a las mujeres.

Él estaba dándose cuenta de ello ahora.

—Estoy aprendiendo —afirmó tristemente—. Es una pregunta delicada, señorita Tucker, y no se la hago por curiosidad personal, sino porque necesito saberlo. ¿Tiene la señorita Freemarsh un admirador?

La cara de Tucker permaneció totalmente impasible.

—¿Se refiere a un amante, milord?

Narraway la observó atentamente, incapaz de descifrar la emoción que se ocultaba tras sus palabras.

—Sí, supongo que sí.

—Sí, lo tiene. Pero lo sé porque he sido doncella toda la vida y sé cuándo una mujer está enamorada: cómo anda, cómo sonríe, los pequeños cambios que hace en su aspecto, incluso cuando se ve obligada a mantenerlo en secreto.

Narraway asintió con la cabeza despacio. ¿Por qué no lo había descubierto él? Tenía todo el sentido. Tucker lo sabía todo. Para los que habían crecido con criados en casa, eran como muebles: familiares, útiles, dignos de ser vigilados atentamente y tratados como si no tuvieran ojos ni oídos.

—¿Quién es, señorita Tucker?

Ella vaciló.

—Señorita Tucker, quienquiera que sea, puede estar detrás de la muerte de la señora Montserrat, conscientemente o no.

Tucker hizo una mueca.

—Por favor.

—Es o lord Tregarron o el señor Blantyre —confesó ella poco más que susurrando.

Narraway se quedó estupefacto. Su incredulidad debió de reflejarse en su rostro porque Tucker lo miró con una decepción que rayaba en el dolor. La doncella se puso a hablar otra vez, pero cambió de opinión.

—Me ha sorprendido —reconoció él—. Consideraba que esos dos hombres eran felices en sus matrimonios, y deduzco que la señorita Freemarsh no…

—Atrae a los hombres —dijo Tucker, terminando la frase por él.

—Exacto —convino él.

Tucker sonrió pacientemente.

—He oído hablar de hombres maduros totalmente respetables que se han sentido irresistiblemente atraídos por las mujeres más extrañas —contestó—. A veces por mujeres muy brutas que trabajan con las manos, ni siquiera limpias, y con toda seguridad ignorantes. No tengo ni idea de lo que les atrae, pero es cierto. En el caso de la señora Montserrat, los hombres adoraban su valor, su pasión y su sed de aventura. Y ella sabía hacerles reír.

Narraway no lo dudaba. Por un breve instante, pensó en Charlotte y supo por qué pensaba en ella tan a menudo. Se trataba también de su valor y su pasión, y ella también le hacía reír, pero además estaban su lealtad inquebrantable y el hecho de que nunca traicionase a Pitt ni deseara hacerlo.

¿Cuál era el caso de Vespasia? Curiosamente, no era su belleza. Ni siquiera cuando era joven, pese a lo deslumbrante que era. Él la recordaba perfectamente de joven; no era mucho mayor que él. Era el fuego que ardía dentro de ella, su inteligencia y su ímpetu; y últimamente, una vulnerabilidad que él nunca habría percibido, ni siquiera un año antes.

—Gracias, señorita Tucker. Me ha ayudado extraordinariamente —dijo en voz alta—. Le prometo que haré todo lo que esté en mi mano para asegurarme de que la verdad sobre la muerte de la señora Montserrat se descubra y el responsable sea tratado con justicia.

No dijo «de acuerdo con la ley» porque no estaba seguro de que en ese caso fuera lo mismo.

Cuando Narraway vio por fin a Nerissa habían pasado más de tres horas desde que había llegado a Dorchester Terrace. Había comido empanada de carne fría y encurtidos, acompañados de un postre de pudín de sebo y salsa de melaza caliente, la misma comida que se había servido en el comedor del servicio. Había comido en la sala de estar de la señora Whiteside, y los platos habían sido retirados.

Nerissa entró y cerró la puerta detrás de ella. Iba vestida de negro con un broche de azabache, que contribuía algo a romper con la sobriedad del canesú de su vestido. Un cuello blanco o una pañoleta le habrían ayudado, pero posiblemente fuese demasiado pronto para eso.

La cara de Nerissa estaba desprovista del más mínimo color, y parecía cansada. La piel de alrededor de sus ojos estaba oscurecida. Narraway sintió una lástima momentánea por ella. Trató de imaginar cómo debía de haber sido su vida diaria, y la imagen que evocó era monótona, sin luz ni alegría, sin pensamientos que estimularan la mente ni un rumbo en la vida. ¿Había estado desesperada por escapar de esa cárcel? ¿Acaso no lo habría estado cualquiera, especialmente una mujer enamorada?

—Siéntese, por favor, señorita Freemarsh. Lamento tener que molestarla, pero no hay más remedio.

Ella obedeció, pero permaneció con la espalda rígida en el sillón y las manos dobladas y entrelazadas sobre su regazo.

—Supongo que no lo haría si no se viera en la obligación, milord —dijo suspirando—. Me resulta muy difícil creer que algún miembro del servicio haya contribuido a la muerte de mi tía, aunque sea por negligencia. Y… no se me ocurre otra persona que haya podido hacerlo. Pero como usted parece convencido de que no fue ni un accidente ni un suicidio, debe de haber otra explicación. Es… angustioso.

—Tengo que preguntarle por las visitas, señorita Freemarsh —empezó a decir él—. Como el láudano le fue administrado a su tía directamente y tuvo un efecto casi inmediato, tuvo que habérselo dado alguien que volvió a la casa esa noche. —Vio que apretaba sus manos pálidas y rígidas sobre su regazo hasta que los nudillos se pusieron blancos—. ¿Quién pudo haber sido, señorita Freemarsh?

Nerissa abrió la boca y tragó aire, pero no dijo nada. Él podía apreciar en sus ojos que los pensamientos estaban invadiendo frenéticamente su mente. Si negaba que habían recibido visita, la única conclusión era que había sido alguien que ya estaba en la casa: o ella misma o uno de los criados. Él sabía por los criados que después de que la cena hubiera sido servida y retirada, ellos habían comido su propia cena y se habían ido a dormir. A menos que como mínimo dos de ellos estuvieran confabulados, su horario estaba justificado.

Nerissa había estado sola. Se imaginó las largas y solitarias noches, una tras otra, cada semana, cada mes, convirtiéndose en años, esperando a un amante que solo podía visitarla en contadas ocasiones. Si él hubiera ido esa noche, Nerissa le habría abierto personalmente la puerta, posiblemente a una hora acordada de antemano. Puede que lo que los criados ignorasen fuera la intención de los dos.

La miró ahora, esperando, y se obligó a pensar en Serafina, sola también en su habitación, mientras el recuerdo de su vida se le escapaba de las manos.

—Vino la señora Blantyre —dijo Nerissa en voz baja—. Tía Serafina le tenía cariño, y le gustaban sus visitas. Pero no puedo…

Se calló el resto.

—¿Y estuvo sola con la señora Montserrat?

—Sí. Yo tenía que ocuparme de unos asuntos domésticos… un pequeño problema con el menú del día siguiente. Lo… siento mucho.

Narraway apenas podía creerlo. Si la señorita Tucker no se había equivocado, y el amante de Nerissa era o Blantyre o Tregarron, ¿era siquiera concebible que Adriana Blantyre lo supiera?

¿Cómo podía un hombre preferir a Nerissa Freemarsh —poco atractiva, arisca y desesperada— antes que a la hermosa y elegante Adriana? Tal vez Blantyre estuviera harto de la delicada salud de Adriana, cosa que le negaría los privilegios maritales que deseaba. ¿Era un pretexto? Tal vez él lo considerase un motivo. Pero ¿por qué demonios una mujer poco agraciada y respetable como Nerissa? Quizá porque ella lo quería, y amor era lo que él anhelaba. Y quizá también porque nadie se lo imaginaría. ¿Qué podía haber menos peligroso?

¿Cómo se había enterado Adriana? ¿Había sido Serafina en un descuido, sin darse cuenta de lo que significaba? ¿Podía Adriana estar tan celosa como para llegar al extremo de asesinar a una anciana en su cama? ¿Por qué? ¿Para que Blantyre no tuviera más excusas para ir a Dorchester Terrace? Era absurdo.

Pero Adriana era croata, y Serafina había vivido y trabajado en Viena, el norte de Italia y los Balcanes, incluida Croacia. Debía investigar más exhaustivamente el pasado antes de sacar conclusiones precipitadas.

—Gracias, señorita Freemarsh —dijo en voz queda—. Le agradezco su sinceridad. Supongo que no se le ocurre ningún motivo por el que la señora Blantyre querría hacerle daño a su tía.

Nerissa bajó la vista.

—Yo sé muy poco, salvo lo que tía Serafina decía, y divagaba a todas horas. No estoy segura de lo que era real y lo que era producto de su imaginación. Estaba muy confundida.

—¿Qué decía, señorita Freemarsh? Si recuerda algo, puede que ayude a explicar lo que ha pasado, sobre todo si también lo dijo delante de otra persona.

Nerissa abrió mucho los ojos.

—¿La señora Blantyre? ¿Usted cree?

—No sabemos con quién más pudo haber hablado.

Narraway trataba de insinuar la intervención de otra persona, alguien a quien Nerissa podría haber culpado más fácilmente. No sabía lo que estaba buscando, pero no podía dar por sentado que había sido Adriana, fuera cual fuese el motivo, hasta que hubiera agotado las demás posibilidades y hubiera descubierto a quién había tenido miedo Serafina.

Nerissa permaneció en silencio tanto tiempo que Narraway empezó a pensar que no iba a hablar. Cuando por fin habló, lo hizo con firmeza y a regañadientes.

—Mencionaba muchos nombres, sobre todo nombres de hace treinta o cuarenta años. La mayoría eran austríacos, creo, o croatas, y algunos italianos. Me temo que no me acuerdo de todos. Resulta difícil cuando son de un idioma distinto. Nombró a Tregarron, pero no tiene sentido porque lord Tregarron debía de ser un niño en la época que ella creía que estaba. Todo era bastante confuso.

—Lo entiendo. ¿Quién más? —preguntó él.

Una vez más, ella pensó unos instantes, hurgando en unos recuerdos que claramente le resultaban penosos.

Narraway se sintió culpable, pero tenía que aclarar el resto de las posibilidades, sobre todo si guardaban relación con la tentativa de asesinato de Alois, por indirectas que fuesen. Aunque Adriana había partido de Croacia siendo joven, todavía debía de tener vínculos familiares.

—¿Señorita Freemarsh?

Ella lo miró.

—Ella… ella habló de la familia de la señora Blantyre y dijo el nombre Dragovic. No sé lo que decía, me costaba entenderlo. No sé si algo de lo que decía era verdad. Pero la señora Blantyre estaba… angustiada. Tal vez el comentario despertó en ella tragedias del pasado. No lo sé. Naturalmente yo no le hablé del tema. Le pregunté a tía Serafina, pero parecía que se hubiera olvidado. Era evidente que se trataba de algo muy contundente. Lo siento, no puedo contarle nada más.

—Entiendo. Muchas gracias.

Narraway se puso en pie y dejó que lo acompañara al vestíbulo y a la puerta. Nerissa permaneció de pie sobre el exquisito suelo de la casa que ahora era suya, con aspecto empequeñecido, abrumada por su belleza.

—A ver qué le parece esto, Radley —dijo lord Tregarron, entregando a Jack un fajo de papeles.

Estaban en el despacho de Tregarron y habían estado trabajando en un delicado asunto relacionado con una iniciativa empresarial británica en Alemania. El proyecto era detallado, y las posibilidades de daños elevadas, así como las de éxito.

—Sí, señor.

Jack aceptó los papeles con una sensación de intensa satisfacción. Sabía que Tregarron quería que los leyera enseguida. Esos documentos no podían salir del edificio. Abandonó el despacho y fue al suyo, mucho más pequeño. Sentado en la butaca delante del fuego, empezó a leer.

Era interesante. Continuamente aprendía cosas sobre Europa en general y el delicado equilibrio entre un país y otro, más concretamente entre la vieja y ruinosa potencia del Imperio austríaco y la nueva y prometedora Alemania con su extraordinaria energía. Su cultura era tan antigua como el propio país. Había dado a algunos de los mejores pensadores del mundo, y a la mayoría de los más brillantes compositores de música para enriquecimiento del espíritu humano, pero como entidad política estaba en mantillas. Todas las virtudes y los defectos de la juventud eran muy evidentes en su actitud.

Lo mismo podía decirse en muchos aspectos de Italia, en la frontera del sur de Austria. El país se había unificado solo en el idioma y el patrimonio, pero políticamente seguía siendo el conjunto de ciudades-estado enfrentadas que había sido desde la caída del Imperio romano.

Cuanto más leía sobre el tema, más le fascinaba. Había rebasado la mitad cuando llegó a un pasaje que no entendió del todo. Cuando volvió atrás para releerlo, le pareció que en Viena estaban al tanto de determinados aspectos del negocio propuesto con Berlín que les darían a los austríacos considerable ventaja. ¿Era posible que Tregarron no lo supiera? ¿O se había olvidado?

Jack leyó otra vez el pasaje, tomó una nota y siguió hasta que llegó al final. Volvió atrás y releyó la página que le preocupaba. Luego cogió todo el documento y lo llevó de nuevo al despacho de Tregarron. Llamó a la puerta.

Enseguida le abrieron y entró.

—¿Qué opina? —preguntó Tregarron. Estaba sonriendo, recostado ligeramente en su silla, con su rostro recio relajado y mirada expectante. Entonces vio la expresión de Jack y frunció el ceño—. ¿Algún problema? —preguntó sin inquietud, más bien con cara de ligerísima diversión.

—Sí, señor. —Jack se sentía ridículo, pero el asunto le preocupaba demasiado para aceptar la cobardía de no sacarlo a colación—. En la página catorce, la redacción del segundo párrafo hace pensar que los alemanes están al tanto del acuerdo de los austríacos con Hauser, y nosotros sabemos que no es así. No sé cómo, pero el texto da a entender que los austríacos sacarían provecho de esto de forma muy injusta.

Tregarron frunció el entrecejo y alargó la mano.

Jack le pasó los papeles.

El funcionario leyó la página entera y acto seguido volvió a leerla. Finalmente alzó la vista a Jack, con sus gruesas cejas fruncidas.

—Tiene toda la razón. Tenemos que reescribirlo. De hecho, creo que sería mejor que omitiéramos todo el párrafo.

—Aun así, eso llevaría a engaño a Berlín, señor —dijo Jack con tristeza—. No sé cómo se ha enterado Viena, pero por el despacho que recibimos ayer está clarísimo que lo saben.

—Si la inteligencia austríaca se ha enterado de alguna forma, no es asunto nuestro informar a Berlín —contestó Tregarron. Su mirada se endureció—. Pero ha hecho muy bien señalándomelo. No debemos llevar a engaño a Berlín. La referencia debe ser extraída. Buen trabajo, Radley. —Sonrió mostrando sus dientes fuertes y blancos—. Nos ha evitado una vergüenza muy considerable. Gracias.

Más tarde esa noche, cuando Jack acompañó a Emily a una cena a la que tenía muchas ganas de asistir, se distrajo de la conversación de la mesa. Sus pensamientos volvieron sobre la explicación que Tregarron le había dado de la discrepancia contenida en el documento que estaban preparando. Parecía un error inusual. El funcionario no era un hombre descuidado. Todo lo contrario: era extremadamente meticuloso. ¿Cómo podía no haberlo visto?

Emily estaba enfrente de él al otro lado de la mesa vestida de rosa, un color poco habitual en ella. Siempre había dicho que era demasiado obvio y que le sentaba mejor a las mujeres más morenas. Pero ese vestido, con sus grandes mangas realzando sus finos hombros y su cuello, y los encajes blancos en la parte inferior del canesú, era extraordinariamente favorecedor. Se lo estaba pasando bien esa noche, pero por el tono cuidadosamente controlado de su voz y la ligera rigidez en la forma en que levantaba la cabeza, él notaba que seguía enfadada con Charlotte. La riña la había disgustado, pero estaba decidida a no rendirse hasta que recibiera una disculpa más concreta. Los intentos de él por convencerla de que respondiera a la carta de su hermana no habían hecho más que empeorar las cosas. Ella lo había llamado conciliador en un tono de absoluto desprecio. Su ira iba dirigida a Charlotte, no a él, pero Jack sabía perfectamente que no debía volver a intentarlo, al menos todavía.

Tomó parte en las conversaciones que se desarrollaban a su alrededor educadamente. Nunca le había costado esfuerzo resultar encantador, y solo necesitó la mitad de su atención para hacer uso de algo más que buenos modales.

Tregarron no estaba presente en ese evento en concreto, pero alguien mencionó su nombre. Jack vio que la cara de Emily se iluminaba de respeto. Ella hablaba afectuosamente de lady Tregarron. La mente de Jack volvió sobre la omisión de los papeles. ¿Cómo se habían enterado en Viena de esa información? Si se trataba de su propio servicio de inteligencia, estaban operando dentro del Ministerio de Asuntos Exteriores, y era algo que debería haber despertado más alarma que la que Tregarron había mostrado.

Eso debía de significar que la respuesta no era esa, ¿no? No sabía cuál era, y relegó el asunto a lo más recóndito de su mente y se volvió hacia la mujer sentada a su lado, dedicándole su atención.

No llamaron a su carruaje para que los llevara a casa hasta bien pasada la medianoche.

Emily contuvo un bostezo con elegancia.

—Me lo he pasado muy bien —dijo con una sonrisa de cansancio, apoyando la cabeza en el hombro de él.

Él la rodeó con el brazo.

—Me alegro.

—Algunas personas eran muy divertidas.

Emily se volvió hacia él, aunque con la penumbra del interior del carruaje y las luces de las farolas recorriendo sus caras a través de las ventanas, no podía verlo con claridad.

—¿Qué te preocupaba? Y no me digas que no estabas preocupado. Sé cuándo le dedicas a alguien toda tu atención y cuándo no.

Él nunca le había mentido, pero la discreción era otra cosa.

—Unos documentos políticos que he visto hoy —dijo con total sinceridad.

—Puedes con ello —respondió ella sin vacilar—. Mañana lo verás más claro. Hace mucho que pienso que cuando uno está cansado no se soluciona gran cosa.

—Tienes toda la razón —convino él, y reclinó la cabeza.

Pero no se olvidó del tema. Ya había decidido que al día siguiente le preguntaría a Vespasia.

—Buenos días, Jack —saludó ella sin ocultar su sorpresa cuando lo vio en su salón tan pronto como hubo acabado de desayunar—. Debe de ser algo importante para que vengas tan temprano.

Lo examinó más atentamente. Él siempre había sido un hombre de excepcional atractivo, no de forma espectacular, pero sí con un encanto difícil de resistir. Ahora parecía intranquilo, y no ocultaba su inquietud con su destreza habitual.

—¿Puedo hablar con usted en la más estricta confianza, lady Vespasia? —preguntó.

—Dios mío. —Ella se sentó y le indicó con la mano que hiciera lo mismo—. Parece muy grave. Claro que puedes. ¿Qué te preocupa?

Empleando las mínimas palabras posibles, Jack le habló del acuerdo con Berlín, omitiendo su esencia y limitándose al asunto que concernía a Viena. A continuación le mencionó la frase que le preocupaba y permaneció atento a su respuesta, sin apartar la vista de los ojos de ella.

Ella consideró el asunto con detenimiento y con creciente inquietud.

Él lo advirtió en su cara, y su propia expresión se tornó más seria.

—Me temo —dijo ella finalmente— que si estás en lo cierto, alguien del Ministerio de Asuntos Exteriores está proporcionando una información confidencial a Viena a la que no deberían tener acceso. Supongo que has leído ese documento con mucha atención y que no puedes haberte equivocado.

—Le pregunté a lord Tregarron si había habido un error —contestó él—. Dijo que él se ocuparía y me dio las gracias por mi diligencia.

—Pero eso no te ha dejado satisfecho. Si no, no estarías aquí contándomelo —señaló ella.

Él tenía una expresión profundamente triste.

—No —convino casi murmurando.

—¿Se lo has comentado a Emily?

Él se quedó sorprendido.

—¡No, por supuesto que no!

—¿Ni a Thomas?

—No… yo…

—Entonces no lo hagas, por favor. Si hablas con Thomas, a él no le quedará más remedio que actuar de acuerdo con el cargo que tiene ahora. Yo me ocuparé.

—¿Cómo? No espero que haga nada, solo que me aconseje. Supongo que esperaba que dijese que me estoy imaginando cosas y que me olvidase del asunto.

Ella sonrió.

—Mi querido Jack, sabes perfectamente que no te estás imaginando cosas. En el mejor de los casos, ha habido un error de una suma dejadez.

—¿Y en el peor? —preguntó él en voz baja.

Ella suspiró.

—En el peor, se ha cometido traición. Guarda silencio. Actúa como si considerases que el asunto está zanjado.

—¿Y qué hará usted?

—Hablaré con Victor Narraway.

—Gracias.

Narraway escuchó a Vespasia cada vez más preocupado. Cuando la mujer hubo terminado, estaba segura de que él consideraba el asunto más grave de lo que a ella le había parecido.

—Entiendo —dijo él cuando se calló—. Por favor, no hable de esto con nadie, y menos con Pitt. No debemos desviar su atención del duque Alois en este momento. Solo tenemos poco más de una semana hasta que desembarque en Dover.

—¿Realmente es una persona trivial, Victor? —inquirió ella.

—Si no lo es, no he podido averiguarlo. De momento, es probable que sea una víctima propiciatoria. Lo que importa es el crimen. Puede que no importe quién muera mientras llamen suficientemente la atención para poner a Gran Bretaña en una situación comprometida.

—Entiendo. ¿Y la muerte de Serafina?

—Otro asunto que todavía no está resuelto.

—Entonces más vale que te deje para que investigues lo que consideres más urgente. Te pido disculpas por darte más preocupaciones.

Había un ligerísimo brillo de humor en sus ojos. Él lo entendía perfectamente, del mismo modo que sabía que ella lo entendía a él.

—En absoluto —murmuró él, levantándose para despedirla.

En otras circunstancias, le habría pedido que se quedara, pero ya estaba dándole vueltas en la cabeza a cómo iba a enfocar la nueva investigación: qué favor pediría que le devolvieran, qué deudas se cobraría, a quién presionaría.

Ella vaciló al llegar a la puerta.

—Sí —dijo él en respuesta a su pregunta no formulada—. La informaré.

—Gracias, Victor. Buenas noches.

Narraway no pudo dormir durante gran parte de la noche, dando vueltas en la cabeza a lo que Vespasia le había contado y a la relación que podía tener con la muerte de Serafina. Pasó revista a todas las personas que había conocido, en cualquier contexto, que pudieran serle de ayuda. ¿A quién preguntaría acerca de un tema como la revelación de información confidencial relacionada con los intereses alemanes? ¿Era una forma deliberada de sabotear un acuerdo anglo-germano?

¿Por qué? ¿Era una treta intencionada, algo que el Ministerio de Asuntos Exteriores, y Tregarron en concreto, habían considerado que Jack Radley no debía saber? Él era nuevo en el cargo, tal vez un poco idealista, de modo que quizá aún no le podían confiar asuntos que no eran del todo limpios.

Si eso era lo que Tregarron opinaba, era correcto. Jack había estado preocupado y había sido incapaz de hacer la vista gorda.

Tal vez lo primero que Narraway debía realizar era averiguar más sobre Tregarron. Desde luego en el Ministerio de Asuntos Exteriores eran capaces de cometer engaños, siempre que estuvieran seguros de que después podían declararse inocentes si llegaba a saberse. Dejarse pillar era sumamente torpe.

¿Por dónde debía empezar para que sus pesquisas no le llevasen otra vez a Tregarron? La respuesta se le ocurrió con extraordinaria claridad. Tregarron había ido a Dorchester Terrace, probablemente a ver a Serafina, tal vez a Nerissa Freemarsh. Si Serafina todavía estuviera viva, y en plena posesión de sus facultades y su memoria, habría sido la persona idónea a la que preguntar. Pero sin duda gran parte de lo que ella sabía también debía de saberlo la formidable y leal Tucker. Él había subestimado mucho a los criados en el pasado, y ahora no pensaba cometer el mismo error.

Dudó si llevarle un regalo en agradecimiento por su tiempo y decidió que sería una torpeza. Tal vez más adelante lo hiciera. Empezar con simple respeto sería el cumplido más sutil e importante.

Cuando llegó a Dorchester Terrace a media mañana del día siguiente, la suerte le sonrió. Nerissa había salido. La Brigada Especial, gracias a Pitt, había pagado el funeral. Sin embargo, habían dejado que ella se ocupase de los preparativos, que habían sido ligeramente pospuestos debido a la necesidad de practicar una autopsia al cadáver.

—Lo siento —dijo el lacayo a modo de disculpa.

—He venido a ver a la señorita Tucker —le informó Narraway—. Es muy urgente. De lo contrario, no les molestaría a estas horas.

El lacayo le hizo pasar, y quince minutos más tarde Narraway estaba sentado otra vez delante del fuego en la sala de estar de la señora Whiteside. La señorita Tucker estaba sentada en el sillón situado enfrente de él, y una bandeja con té, pan cortado en finas rebanadas y mantequilla se interponía entre ellos.

—Lamento importunarla otra vez, señorita Tucker, pero el asunto que me ha traído aquí no puede esperar —se justificó seriamente.

Ella había servido el té, pero estaba demasiado caliente para beberlo. La infusión se quedó reposando mientras desprendía un aromático vapor en el aire.

—Se trata de algo totalmente distinto. Al menos, eso creo. Se lo habría preguntado a la señora Montserrat si estuviera aquí para contestarme. Pero mientras le daba vueltas en la cabeza, cuando debería haber estado durmiendo, me di cuenta de que muchas de las cosas que ella sabía también las podía saber usted.

Ella se mostró sorprendida y acto seguido claramente complacida.

Él sonrió muy débilmente. No deseaba que ella creyera que era petulante ni que se tomaba el asunto a la ligera.

—¿Qué es lo que cree que yo podría saber? —preguntó ella, cogiendo su taza y probando el contenido para ver si estaba lo bastante frío para beber un sorbo. No lo estaba, y cogió una rebanada de pan y mantequilla.

Él tomó otra y dijo:

—Es sumamente confidencial. Debo pedirle que no hable del tema con nadie en absoluto.

—No lo haré —prometió ella.

—Le preguntaré lo que le habría preguntado a la señora Montserrat. ¿Qué puede contarme de lord Tregarron? Es fundamental para la buena reputación de Gran Bretaña y para nuestro trato honesto con otros países, especialmente Alemania y Austria, que yo sepa la verdad.

Ella estaba sentada muy erguida en su sillón. Una anciana cansada y orgullosa al final de una vida entera de servicio a la que un hombre —un lord— estaba pidiendo consejo, y sus recuerdos, para ayudar a su país.

—¿El actual señor Tregarron o su padre, milord? —preguntó ella.

Narraway se puso rígido, inspiró y acto seguido espiró lentamente.

—Los dos. Pero empiece por su padre, por favor. ¿Lo conoció usted?

Ella esbozó una levísima sonrisa, como si se riese de su inocencia.

—La señora Montserrat lo conoció íntimamente, milord, al menos durante un tiempo. Estaba casado, ¿sabe? Lady Tregarron era una mujer simpática, muy respetable, a veces un poco —buscó la palabra adecuada— tediosa.

—Vaya por Dios. —Sin darse cuenta, él había imitado exactamente el tono de voz de Vespasia—. Ya veo. —Efectivamente lo veía. Una visión de interminable aburrimiento cortés, incluso afectuoso, se extendía ante él—. ¿Hubo amor?

Ella movió ligeramente los labios.

—Oh, no, solo fue un romance, como quien se desvía para coger unas flores que le pertenecen a otro. Viena tiene cierta magia. La gente está lejos de casa y se olvida de que es igual de real, ¡igual de bueno o de malo!

—¿Y la señora Montserrat y lord Tregarron se separaron con rencor? —preguntó él.

—Enemistad, en absoluto. ¿Rencor? —Ella bebió un sorbo de su té—. Creo que lord Tregarron tenía mucho miedo de que lady Tregarron se enterase, y eso le preocupaba mucho. Él la quería. Ella representaba su seguridad, no solo por sus sentimientos, pues era la madre de sus hijos (tenían un hijo y varias hijas), sino también porque estaba muy bien relacionada socialmente. Era una buena mujer, solo que falta de imaginación y (que Dios la ampare) con poco sentido del humor.

—¿Quién más estaba al tanto de la aventura?

—No lo sé. Las personas a veces son más observadoras de lo que uno querría, pero si ellas también se desvían un poco del camino, no importa demasiado.

—Entiendo. ¿Y el actual lord Tregarron?

—Lo conozco menos. Tenía una buena opinión de su padre, pero todavía mejor de su madre. La adora.

—¿Y a su padre? —preguntó él.

—Hubo cierto distanciamiento entre él y su padre —contestó ella.

—¿Sabía el motivo la señora Montserrat?

Tucker titubeó.

—Por favor, señorita Tucker. Puede ser importante —rogó él.

—Creo que él se enteró de la aventura de su padre con la señora Montserrat, aunque en aquel entonces ya hacía muchos años que había terminado —dijo ella a regañadientes.

—Gracias. Se lo agradezco mucho.

Narraway cogió su té. Por fin estaba lo bastante frío para beber.

Ella frunció el entrecejo.

—¿Le sirve de algo?

—No estoy seguro, nada seguro.

Pero una idea, vaga y mal definida de momento, estaba empezando a formarse en su cabeza.