10

Era casi medianoche cuando Tellman llegó a Keppel Street, pero a la mañana siguiente no tendría ocasión de informar a Gracie y Charlotte de lo que había averiguado. Y debían saberlo. Esa terrible conspiración era más importante que el empleo, o hasta la seguridad, de cualquier individuo. Ocultárselo no las protegería. Nada de lo que él o Pitt dijeran podría detenerlas en su búsqueda de la verdad. En ambas mujeres la devoción hacia Pitt y su sentido de la justicia eran mucho más poderosos que cualquier noción de la obediencia que hubieran podido tener.

Por lo tanto, debían contar con la escasísima protección que podía proporcionarles una información de tal enormidad.

Y ellas tal vez podrían ayudar. Se lo repitió a sí mismo mientras permanecía en el umbral y levantaba la vista hacia las ventanas oscuras. Él era agente de policía, ciudadano de un país que corría un serio riesgo de verse sumido en una violencia de la que podría no salir en años, y aun cuando lo hiciera, gran parte de su patrimonio e identidad podrían ser destruidos. No podía anteponer la seguridad de dos mujeres, por mucho que admirara a una y amara a la otra.

Alzó la aldaba de latón y la dejó caer con un ruido sordo que resonó en el silencio. No se movía nada en la calle. Llamó otra vez, y otra.

En el piso de arriba se encendió una luz, y unos minutos más tarde Charlotte en persona acudió a abrir, con los ojos muy abiertos de miedo; el cabello, una sombra oscura sobre los hombros.

—No se alarme —dijo Tellman al instante, consciente de los temores de la mujer—. Debo decirles algo.

Charlotte abrió más la puerta y lo hizo pasar. Acto seguido llamó a Gracie y condujo a Tellman a la cocina. Vació la ceniza de la estufa y añadió más carbón. Él se inclinó demasiado tarde para ayudarla, sintiéndose incómodo. Ella le sonrió y puso agua a hervir.

Cuando Gracie apareció, con el pelo enmarañado y, a los ojos de Tellman, el aspecto de una niña de catorce años, se sentaron a la mesa con una taza de té cada uno, y él les explicó lo que había averiguado a través de Lyndon Remus y lo que eso implicaba.

Eran casi las tres de la madrugada cuando Tellman salió por fin a las calles oscuras para volver a su casa. Charlotte le había ofrecido que se quedara a dormir en la sala de estar, pero él había rehusado. No le parecía decoroso y necesitaba la amplitud y la soledad de la calle para pensar.

Cuando Charlotte despertó era de día. Al principio lo único que recordó fue que Pitt no estaba con ella. El espacio a su lado era la clase de vacío que uno experimenta cuando se le ha caído un diente, dolorido, tierno, extraño.

Luego recordó la visita de Tellman y todo cuanto éste les había explicado de los asesinatos de Whitechapel, el príncipe Eddy y Annie Crook, y la terrible conspiración para ocultar los hechos.

Se incorporó y apartó las sábanas a un lado. No tenía sentido permanecer más tiempo en la cama. En ella no había calor, ni físico ni emocional.

Empezó a lavarse y a vestirse mecánicamente. Era curioso lo mucho menos agradable que resultaba algo tan simple como cepillarse y ondularse el pelo ahora que no estaba Pitt para verlo, o incluso para hacerla enfadar tocándolo y quitándole de nuevo las horquillas. Añoraba sus caricias aún más que el sonido de su voz. Era un dolor físico en su interior, como el del hambre.

Debía concentrarse en el problema. No había tiempo para la autocompasión. ¿Había matado John Adinett a Fetters porque éste estaba involucrado en una conspiración para encubrir al asesino de Whitechapel y el papel de la familia real en todo el asunto? De ser así, Adinett debería haberlo denunciado y hecho responder de su crimen, fuera cual fuese el grado en que había participado.

Sin embargo, tal teoría carecía de sentido. Fetters era republicano. Habría sido el primero en revelarlo. Tenía que ser al revés: Fetters había descubierto la verdad y pensaba darla a conocer, y Adinett le había matado para impedirlo. Eso explicaría por qué no había podido contárselo a nadie, ni siquiera para salvar su vida. Había ido a Cleveland Street para preguntar por el primer crimen de 1888, pero después de las indagaciones que había efectuado Fetters ese año. Debía de haberse dado cuenta de que éste lo sabía e iba a divulgarlo inevitablemente, para sus propios fines. Y aparte de proteger a los hombres que habían cometido los horribles asesinatos, quería guardar el secreto por el que estos habían matado. Tanto si era monárquico como si no, no quería una revolución, y toda la violencia y la destrucción que ésta traería irremediablemente.

Charlotte bajó despacio por las escaleras sin dejar de dar vueltas a ese pensamiento. Recorrió el pasillo de la cocina y oyó a Gracie aporrear sartenes y salpicar al llenar el cazo de agua para hervir. Todavía era temprano. Tenía tiempo para tomar una taza de té antes de despertar a los niños.

Gracie se volvió al oír los pasos de Charlotte. Parecía cansada, con el pelo más desarreglado que de costumbre, pero al verla entrar sonrió al instante. En su mirada se advertía tanta valentía y resolución que infundió a Charlotte un rayo de esperanza.

Gracie se colocó los mechones sueltos detrás de las orejas, y dio media vuelta para atizar con vigor el fuego y avivar las llamas a fin de que el agua hirviera. Blandía el atizador como si destripara a un enemigo mortal.

Charlotte pensó en voz alta mientras iba a la despensa a buscar leche, mirando por dónde pisaba porque los gatos caminaban en círculos alrededor de ella, como si estuvieran decididos a hacerla tropezar. Les sirvió un poco de leche en un plato, y arrancó un trozo de corteza de pan que dejó caer al suelo. Los animales se pelearon por él y lo hicieron rodar con las patas, persiguiéndolo y lanzándose sobre él.

Gracie preparó el té. Las dos mujeres se sentaron en silencio cordial y lo bebieron a sorbos mientras todavía estaba demasiado caliente. Luego Charlotte subió para despertar primero a Jemima y luego a Daniel.

—¿Cuándo volverá papá? —preguntó Jemima mientras se lavaba la cara, siendo bastante generosa con el agua—. Dijiste que pronto. —Su voz sonaba acusadora.

Charlotte le tendió la toalla. ¿Qué debía responder? Percibía la severidad, y sabía que era producto del miedo. La vida había sufrido cambios y ninguno de los dos niños sabía por qué. Lo inexplicable tornaba el mundo aterrador. Si un progenitor podía marcharse y no regresar, tal vez el otro también lo hiciera. ¿Qué era menos malo, la verdad incierta y peligrosa, o una mentira más agradable que les permitiría pasar los próximos días, pero en la que podrían pillarla al final?

—¿Mamá? —Jemima no estaba dispuesta a esperar.

—Creía que vendría pronto —contestó Charlotte, ganando tiempo—. Es un caso difícil, más de lo que se pensaba.

—¿Por qué lo aceptó si es tan complicado? —preguntó Jemima, su mirada desapasionada e intransigente.

¿Qué podía responder? ¿Que Pitt no lo sabía? ¿Que no había tenido más remedio?

Daniel entró en la habitación poniéndose la camisa, el pelo mojado sobre la frente y por encima de las orejas.

—¿Qué pasa? —Miró a su madre, luego a su hermana.

—Lo aceptó porque era lo correcto —contestó Charlotte—. Porque era lo que debía hacer. —No podía decirles que se hallaba en peligro, que el Círculo Interior había destruido su carrera profesional por haber declarado en contra de Adinett. Tampoco podía decir que tenía que trabajar en algo o perderían su casa, tal vez hasta pasarían hambre. Era demasiado pronto para tanto realismo. Desde luego no podía decirles que había descubierto algo tan terrible que amenazaba con destruir todo lo que conocía y en lo que confiaba día a día. Los dragones y los ogros eran cosa de cuentos de hadas, no de la vida real.

Jemima la miró con expresión ceñuda.

—¿Quiere volver a casa?

Charlotte percibió el temor de que tal vez se había ido porque quería. Ya lo había percibido antes, el pensamiento no expresado de que se había marchado por alguna desobediencia de Jemima, que de alguna manera no había estado a la altura de lo que su padre esperaba de ella, motivo por el cual estaba decepcionado.

—¡Por supuesto que sí! —intervino Daniel enfadado, la cara encendida y la mirada furiosa—. ¡Es una estupidez decir eso! —habló con voz cargada de emoción. Su hermana había cuestionado todo cuanto él amaba.

En otra ocasión Charlotte le habría reprendido enseguida por hablar de ese modo, pero era demasiado consciente de su voz temblorosa, de la incertidumbre que había provocado ese contraataque.

Jemima se ofendió, pero le asustaba que sus temores fueran ciertos, y eso era mucho más importante que su dignidad.

Charlotte se volvió hacia su hija.

—Por supuesto que quiere volver —afirmó con tranquilidad, como si cualquier otra idea no sólo fuera espantosa, sino necia—. No soporta estar lejos, pero a veces cumplir con el deber es muy desagradable e implica tener que renunciar a cosas que te importan muchísimo, por un tiempo, no para siempre. Supongo que nos echa de menos aún más que nosotros a él, porque nosotros por lo menos estamos juntos. Y estamos aquí, en casa, cómodos. Él tiene que estar donde le necesitan, y no es la mitad de acogedor o limpio que esto.

Jemima parecía considerablemente reconfortada, lo bastante para empezar a discutir.

—¿Por qué papá? ¿Por qué no otro?

—Porque se trata de un caso difícil y él es el mejor —contestó Charlotte; esta vez fue fácil—. Si eres el mejor, eso significa que siempre tienes que cumplir con tu deber, porque nadie más puede hacerlo por ti.

Jemima sonrió. Esa respuesta le agradaba.

—¿A qué clase de personas está persiguiendo? —Daniel no estaba dispuesto a dejarlo correr—. ¿Qué han hecho?

Eso era menos fácil de explicar.

—Aún no lo han hecho. Papá trata de asegurarse de que no lo hagan.

—¿Hacer qué? —insistió él—. ¿Qué van a hacer?

—Volar lugares con dinamita —respondió Charlotte.

—¿Qué es dinamita?

—Algo que hace que las cosas salten por los aires —explicó Jemima antes de que Charlotte tuviera tiempo de buscar una respuesta—. Mata a gente. Me lo dijo Mary Ann.

—¿Por qué? —Daniel no tenía en mucho a Mary Ann. Estaba poco dispuesto a tener una opinión muy elevada de las niñas de todos modos, especialmente sobre temas como hacer volar a gente.

—Porque acaban hechos pedazos, estúpido —contestó su hermana, satisfecha de devolverle la acusación de inferioridad—. ¡No puedes estar vivo sin brazos, piernas ni cabeza!

Eso pareció poner fin a la conversación por el momento, y bajaron a desayunar.

Eran pasadas las nueve, y Daniel construía un barco con cartón y pegamento, cuando Jemima abrió la puerta e hizo pasar a Emily a la cocina, donde Charlotte pelaba patatas.

—¿Dónde está Gracie? —preguntó mirando alrededor.

—Oh, haciendo la, compra —respondió Charlotte, que se apartó del fregadero y se volvió hacia ella.

Emily la miró con preocupación, sus rubias cejas ligeramente fruncidas.

—¿Cómo está Thomas? —murmuró. No necesitaba preguntar cómo estaba Charlotte; lo veía en la tensión de su semblante, la pesadez de sus movimientos.

—No lo sé —contestó Charlotte—. Escribe a menudo, pero, no cuenta gran cosa, y no puedo verle la cara, de modo que no sé si dice la verdad cuando asegura que está bien. Hace demasiado calor para tomar té. ¿Te apetece una limonada?

—Sí, por favor. —Emily se sentó a la mesa.

Charlotte fue a la despensa y volvió con la limonada. Sirvió dos vasos y le ofreció uno. Luego se sentó y le explicó todo lo ocurrido, desde la salida de Gracie a Mitre Square hasta la última visita de Tellman la noche anterior. Emily no la interrumpió ni una sola vez. Permaneció sentada con la cara pálida hasta que Charlotte dejó por fin de hablar.

—Eso es más espantoso que mis peores pesadillas —dijo por fin, y la voz le tembló a pesar de sí misma—. ¿Quién hay detrás?

—No lo sé —admitió Charlotte—. Podría ser cualquiera.

—¿Tiene alguna idea la señora Fetters?

—No… al menos estoy casi segura de que no. La última vez que estuve en su casa encontramos varios papeles de Martin Fetters, y parecía un republicano bastante ardiente. Si Adinett era monárquico y estaba involucrado en ese otro asunto terrible, y Fetters lo sabía, eso podría explicar por qué Adinett lo mató.

—Por supuesto. ¿Qué piensas hacer ahora? —Emily se echó hacia delante con actitud apremiante—. ¡Por el amor de Dios, Charlotte, ten cuidado! ¡Piensa en lo que han hecho! Adinett está muerto, pero podría haber otros muchos vivos. ¡Y no tienes ni idea de quiénes son!

Tenía razón, y Charlotte no pudo contradecirla. Sin embargo, no podía dejar de pensar en que Pitt seguía en Spitalfields y hombres que eran culpables de crímenes monstruosos quedarían impunes, como si nada hubiera sucedido.

—Debemos hacer algo —murmuró—. Si no lo intentamos siquiera, ¿quién lo hará? Y debo saber si es verdad. Juno tiene derecho a saber por qué asesinaron a su marido. Debe de haber personas a las que les importe. Tía Vespasia lo sabrá.

Emily lo consideró unos instantes.

—¿Te has planteado qué ocurrirá si es verdad y se hace público a causa de nuestra intervención? —preguntó con suma gravedad—. Hará caer el gobierno…

—Si son cómplices de mantenerlo en secreto, entonces es preciso que caiga, pero mediante un voto de censura de la Cámara, no a través de una revolución.

—No se trata sólo de lo que merecen —repuso Emily, que estaba muy seria—, sino de qué seguirá, quién los reemplazará. Puede que sean malos, eso no lo discutiré, pero antes de destruirlos tienes que pensar en si lo que conseguirás al hacerlo no será aún peor.

Charlotte meneó la cabeza.

—¿Qué podría ser peor que tener en el gobierno a una sociedad secreta que por razones particulares hace la vista gorda ante un asesinato? Eso significa que no existen ni la ley ni la justicia. ¿Qué pasará la próxima vez que alguien se interponga en su camino? ¿Quién será? ¿Sobre qué asunto? ¿Lo matarán también y se les protegerá?

—Eso es un tanto extremo…

—¡Por supuesto! —protestó Charlotte—. ¡Están locos! Han perdido el sentido de la realidad. Pregunta a alguien que sepa algo de los asesinatos de Whitechapel… ¡Que sepa algo de verdad!

Emily estaba muy pálida, el recuerdo de los asesinatos de hacía cuatro años vivo en su mirada.

—Tienes razón —susurró.

Charlotte se inclinó hacia ella.

—Si nosotros también lo encubrimos, estaremos colaborando. Yo no estoy dispuesta a hacerlo.

—¿Qué piensas hacer?

—Iré a ver a Juno Fetters para decirle lo que sé.

Emily parecía aterrorizada.

—¿Estás segura?

Charlotte vaciló.

—Creo que sí. Estoy segura de que preferirá creer que mataron a su marido porque sabía esto antes que porque planeaba una revolución republicana, que es lo que ahora cree.

Emily la miró con los ojos como platos.

—¿Una revolución republicana? ¿A causa de esto? —Respiró con un escalofrío—. Podría haber triunfado…

Charlotte recordó la cara de Martin Fetters en la fotografía que Juno le había enseñado, la mirada franca, inteligente, osada. Era el rostro de un hombre que seguiría sus pasiones a toda costa. Le había gustado de manera instintiva, como le había gustado su forma de describir los lugares y la gente de las revoluciones de 1848. A los ojos de Fetters había sido una lucha noble, y así se lo había hecho ver a ella. Parecía la causa que habría defendido toda persona decente, un amor por la justicia, una humanidad común. La idea de que hubiera planeado una revolución violenta en Inglaterra era sorprendentemente amarga, casi tanto como la traición de un amigo. Cayó en la cuenta aturdida.

La voz de Emily interrumpió sus pensamientos.

—¿Y Adinett estaba en contra? ¿Por qué no se limitó entonces a desenmascararlo? —preguntó de modo razonable—. Eso lo habría detenido.

—Lo sé —convino Charlotte—. Por eso tiene mucho más sentido que ésa sea la razón por la que lo mataron… porque Fetters sabía lo de los asesinatos de Whitechapel y lo habría hecho público en cuanto hubiera reunido pruebas.

—¿Y ahora ese tal Remus va a hacerlo?

Charlotte se estremeció a pesar del calor que hacía en la cocina.

—Supongo que sí. Seguramente no sería tan estúpido como para intentar chantajearles. —Era una pregunta a medias.

Emily habló en voz muy baja:

—No estoy segura de que no sea estúpido querer saber siquiera.

Charlotte se levantó.

—Yo quiero saber… creo que debemos saber. —Respiró hondo—. ¿Puedes cuidar de los niños mientras voy a ver a Juno Fetters?

—Desde luego. Iremos al parque —respondió Emily. Cuando Charlotte pasó a su lado, la cogió del brazo—. ¡Ten cuidado! —añadió con miedo en la voz, aferrándola con fuerza.

—Lo haré —aseguró Charlotte. Y lo decía en serio. Todo lo que tenía le era muy querido: los niños, esa casa, Emily y Pitt en alguna de esas callejuelas grises de Spitalfields—. Lo haré, te lo prometo.

Juno se alegró de ver a Charlotte. Los días seguían resultándole forzosamente tediosos. Muy poca gente la visitaba y no estaba bien visto que disfrutara de alguna forma de entretenimiento de la vida pública. En realidad no lo deseaba. Pero tenía más que medios suficientes para tener a su servicio a un ejército de criados, de modo que no le quedaba nada por hacer. Las horas transcurrían muy despacio, y sólo las dedicaba a la lectura o el bordado, a las muchas cartas que tenía que escribir, y carecía tanto del talento como del interés para pintar.

No preguntó a Charlotte si portaba noticias o tenía más ideas, de modo que fue ésta quien abordó el tema tan pronto como se instalaron en la habitación que daba al jardín.

—He descubierto algo que debo contarle —informó con bastante cautela. Vio cómo la cara de Juno se iluminaba—. No estoy totalmente segura de si es verdad, pero si lo es explicará muchas cosas. Parece absurdo… y aún más importante, tal vez nunca logremos probarlo.

—Eso es lo de menos —se apresuró a tranquilizarla Juno—. Quiero saberlo por mí misma. Necesito comprender.

Charlotte vio en su rostro las profundas ojeras y las finas arrugas de la tensión. Vivía con una pesadilla. Todo el pasado que atesoraba, que debería haberle infundido fuerzas en esos momentos, de pronto se veía amenazado por la duda. ¿Había existido el hombre que había amado, o era fruto de su imaginación, alguien que Juno había construido a partir de fragmentos e ilusiones, porque necesitaba amar?

—Creo que Martin averiguó la verdad sobre los crímenes más terribles que se han cometido nunca en Londres o en cualquier otro lugar —susurró Charlotte. Aun en esa habitación soleada con vistas al jardín, la oscuridad seguía envolviéndola al pensar en ello, como si la aterradora figura pudiera andar incluso por las calles con su cuchillo manchado de sangre.

—¿Cómo? —preguntó Juno con apremio—. ¿Qué crímenes?

—Los asesinatos de Whitechapel —respondió Charlotte casi sin voz.

—No… —Juno negó con la cabeza—. ¿Cómo…? —se interrumpió—. Quiero decir que si Martin lo hubiera sabido entonces…

—Lo habría denunciado —dijo Charlotte—. Por eso tuvo que matarlo Adinett, para impedírselo.

—¿Por qué? —Juno la miró horrorizada y perpleja—. No lo entiendo.

En voz baja, con palabras sencillas pero cargadas de emoción, Charlotte le refirió todo cuanto sabía. Juno escuchó sin interrumpirla hasta que al final calló y se quedó esperando.

Juno habló por fin, la cara pálida. Era como si hubiera sentido ella misma la caricia del terror, como si hubiera visto el carruaje negro cruzar traqueteando las estrechas calles y mirado por un instante a los ojos del hombre capaz de cometer tales atrocidades.

—¿Cómo pudo enterarse Martin? —preguntó con voz ronca—. ¿Se lo contó a Adinett porque creía que podía confiar en él, y sólo en el último segundo de su vida descubrió que Adinett era uno de ellos?

—Creo que sí. —Charlotte asintió.

—Entonces ¿quién está detrás de Remus? —preguntó Juno.

—No lo sé. Puede que otros republicanos…

—Entonces fue una revolución…

—No lo sé. Tal vez… o tal vez fuera simple justicia. —Charlotte no lo creía, pero le habría gustado que fuera así. No iba a impedir que Juno se aferrara a ello, si podía.

—Hay otros papeles. —La voz de Juno sonó muy firme, como si hiciera un intenso esfuerzo—. He vuelto a leer los diarios de Martin y sé que hace alusión a algo que no está allí. He mirado en todos los lugares que se me han ocurrido, pero no he encontrado nada. —Observaba a Charlotte, y en su mirada se reflejaban la súplica, la lucha por vencer el miedo que sentía en su interior. Necesitaba conocer la verdad porque sus pesadillas la inventarían de todos modos, y sin embargo, mientras no la supiera habría esperanza.

—¿En quién más podría haber confiado? —Charlotte la sacó de su ensimismamiento—. ¿Quién podría guardarle papeles?

—¡Su editor! —exclamó Juno con entusiasmo—. ¡Thorold Dismore! Es un republicano apasionado. Lo dice tan abiertamente que la mayoría de la gente lo descarta por ser demasiado franco para representar un peligro, pero habla en serio, y no es ni la mitad de ciego o excéntrico de lo que creen. Martin habría confiado en él porque sabía que compartía sus mismos ideales y era fiel a sus principios.

Charlotte no estaba segura.

—¿Puede pedirle los papeles que tenga de Martin o éstos le pertenecerían a él como editor?

—No lo sé —admitió Juno levantándose—, pero estoy dispuesta a probarlo todo con tal de conseguirlos. Rogaré, suplicaré o amenazaré, lo que se me ocurra. ¿Vendrá conmigo? Puede presentarse como mi acompañante, si lo desea.

Charlotte no desaprovechó la oportunidad.

—Por supuesto.

No era tan sencillo entrevistarse con Thorold Dismore, y se vieron obligadas a esperar tres cuartos de hora en una antesala pequeña e incómoda, pero aprovecharon el tiempo preparando lo que debía decir Juno. Cuando les hicieron pasar por fin al despacho asombrosamente espartano, Juno estaba bastante preparada.

Estaba muy atractiva de luto, mucho más espectacular que Charlotte, que no había previsto tal visita e iba vestida en un verde pálido bastante sobrio.

Dismore se acercó con cortesía espontánea. Fueran cuales fuesen sus creencias políticas o sociales, era un caballero tanto por naturaleza como por cuna, aunque no concedía ninguna importancia a esto último.

—Buenos días, señora Fetters. Por favor, pase y siéntese. —Señaló una silla, luego se volvió hacia Charlotte.

—La señora Pitt —presentó Juno—. Ha venido a acompañarme. —No fueron necesarias más explicaciones.

—Encantado —dijo Dismore con un atisbo de interés. Charlotte se preguntó si recordaba el nombre del juicio o si su interés era personal. Se decantó por lo primero, aunque había visto antes esa repentina luz en los ojos de otros hombres.

—Encantada, señor Dismore —repuso ella con modestia, y aceptó el asiento que él le ofrecía, vuelto ligeramente hacia el de Juno.

Una vez ofrecidos y rehusados los refrescos, lo natural fue referirse al motivo de la visita.

—Señor Dismore, he leído algunas de las cartas y notas de mi marido. —Juno sonrió, con la voz cálida por los recuerdos.

Él asintió. Era algo muy natural.

—He advertido que tenía previstos varios artículos para que usted los publicara, sobre temas muy próximos a su corazón, cuestiones sobre la reforma social que anhelaba…

Dismore parecía afligido; era más que condolencia, y sin duda más que buenos modales. Charlotte hubiera jurado que era sincero. Pero se enfrentaban a causas mucho más apasionadas y abrumadoras que la amistad, por larga y profunda que ésta fuera. Por lo que se refería a esos hombres era una forma de guerra, y uno sacrificaría hasta a sus camaradas por la victoria final.

Escudriñó el rostro de Dismore mientras escuchaba a Juno describir las notas que había encontrado. En un par de ocasiones él asintió, pero no la interrumpió. Parecía profundamente interesado.

—¿Tiene todas esas notas, señora Fetters? —preguntó cuando ella hubo terminado.

—Por eso he venido —explicó la viuda con inocencia—. Parecen faltar piezas fundamentales, referencias a otras obras sobre todo… —Respiró hondo y su mirada vaciló, como si fuera a volverse hacia Charlotte pero resistiera el impulso—. Referencias a personas y a creencias que me parecen esenciales para darles sentido.

—¿Y? —Dismore permanecía muy quieto, de una forma casi antinatural.

—Me preguntaba si podría haber dejado aquí papeles, borradores más completos. —Juno sonrió indecisa—. Juntos podrían bastar para componer un artículo.

Dismore tenía una expresión ansiosa. Cuando habló, su voz sonó cargada de emoción.

—No tengo gran cosa, pero por supuesto que puede verlo. Si hay más, señora Fetters, debemos buscar en todas partes hasta encontrarlos. Estoy dispuesto a tomarme todas las molestias o a correr con todos los gastos que sean necesarios para dar con ellos…

Charlotte percibió una débil advertencia. ¿Era una amenaza velada?

—Era un gran hombre —agregó Dismore—. Su pasión por la justicia brillaba como una luz a través de cada artículo que escribió. Era capaz de conseguir que la gente volviera a analizar los viejos prejuicios y se los replanteara. —Su rostro se llenó de nuevo de dolor—. Es una pérdida para la humanidad, el honor y la decencia, y el amor al bien. A un hombre como él se le puede seguir, pero nunca reemplazar.

—Gracias —dijo Juno muy despacio.

Charlotte se preguntó si estaba pensando lo mismo que ella. ¿Era ese hombre un inocentón, un entusiasta ingenuo, o el más asombroso actor? Cuanto más le observaba, menos segura estaba. No había en él la actitud deliberadamente amenazadora que había percibido en Gleave, la severidad, la sensación de poder que sería utilizado sin piedad si se sentía tentado a hacerlo. Más bien era una energía mental eléctrica, casi frenética, y una pasión y una inteligencia sin reservas.

Juno no iba a darse por vencida tan fácilmente.

—Señor Dismore, le agradecería sumamente que me dejara echar un vistazo a lo que tiene de Martin y me permitiera llevármelo a casa. Quiero por encima de todo poner en orden cuanto dejó y ofrecerle un último artículo, a modo de homenaje. Si desea publicarlo, por supuesto. Tal vez soy demasiado pretenciosa al…

—¡Oh, no! —interrumpió él—. En absoluto. Naturalmente que publicaré lo que tenga, de la mejor forma posible. —Apretó un botón de su escritorio y dio al secretario que acudió instrucciones de traer todas las cartas y papeles escritos por Martin Fetters que tenían.

Cuando el secretario desapareció para cumplir la orden, Dismore se recostó en su silla y contempló a Juno con afecto.

—Me alegro tanto de que haya venido, señora Fetters… Permítame decirle, confío que sin parecer impertinente, cuánto admiro su ánimo al desear escribir un artículo en homenaje a Martin. Hablaba de usted con tanto cariño que es un placer comprobar que no era sólo la voz de un marido enamorado, sino la de alguien que sabía juzgar a los demás.

El color afluyó a las mejillas de Juno y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Charlotte ansiaba consolarla, pero no había nada que decir. Una de dos, o Dismore era inocente, o bien hablaba con la más exquisita crueldad, y cuanto más lo observaba, menos segura estaba de qué era. Estaba ligeramente inclinado en su asiento, los ojos iluminados por el entusiasmo y el rostro animado al recordar otros artículos que Fetters había escrito, viajes que había realizado a lugares que fueron escenario de grandes luchas contra la tiranía. Su consagración casi fanática impregnaba cada una de sus palabras.

¿Era posible que su empeño por la reforma republicana fuera una máscara de lo más sutil para camuflar a un monárquico que asesinaría a fin de ocultar la conspiración de Whitechapel? ¿O su afán por la reforma de la legislación encubría en realidad una obsesión tan cruel que pondría al descubierto ese mismo complot con objeto de provocar la revolución con toda su violencia y dolor?

Charlotte le observaba y escuchaba la cadencia de su voz, pero seguía sin saber qué pensar.

Trajeron los papeles en un pesado sobre y Dismore se los entregó a Juno sin vacilar. ¿Demostraba eso que era honrado? ¿O sencillamente que ya los había leído?

Juno los aceptó con una sonrisa rígida a causa del esfuerzo por mantener la calma. Apenas los miró.

—Gracias, señor Dismore —susurró—. Le devolveré todo lo que valga la pena publicar, por supuesto.

—Se lo ruego —repuso él—. En realidad me interesaría mucho ver lo que usted tiene, y si descubre algo más. Podría haber cosas de valor que no lo parecen a simple vista.

—Como quiera. —Juno asintió con la cabeza.

Él tomó aliento como si fuera a añadir algo más, insistir en su petición, pero cambió de parecer. Sonrió con repentino afecto.

—Gracias por venir, señora Fetters. Estoy seguro de que juntos lograremos componer un artículo que será el mejor homenaje a su marido, el que él querría, y que servirá para promocionar la gran causa de la justicia, la igualdad social y la verdadera libertad para todos los hombres. ¡Y llegará! Era un gran hombre, clarividente y brillante, y con el coraje de utilizar ambas cualidades. Yo tuve el privilegio de conocerle y participar en sus logros. Es una tragedia que le hayamos perdido tan joven y cuando más desesperadamente lo necesitamos. La acompaño en el sentimiento.

Juno permaneció inmóvil, con los ojos muy abiertos.

—Gracias —dijo despacio—. Gracias, señor Dismore.

Fuera, a salvo en el primer coche de punto que encontraron, se volvió hacia Charlotte con los papeles en una mano.

—¡Los ha leído y no hay nada en ellos!

—Lo sé —asintió Charlotte—. Cualquier cosa que sea lo que falta, no está en lo que Dismore nos ha dado.

—¿Cree que están incompletos y se ha guardado el resto? —preguntó Juno manoseando el sobre—. Me atrevería a jurar que es republicano.

—No lo sé —admitió Charlotte. Dismore la desconcertaba. Se sentía menos segura acerca de él ahora que antes de conocerle.

Regresaron a casa de Juno en silencio y examinaron todos los papeles que les había entregado Dismore. Estaban bien escritos, llenos de pasión y ansia de justicia. Una vez más Charlotte se debatía entre la simpatía instintiva que sentía hacia Martin Fetters, su entusiasmo, su coraje, su afán por compartir con toda la humanidad los mismos privilegios de que él gozaba, y una repulsión por la destrucción que traería consigo de tantas cosas que ella amaba. En ningún papel había nada que diera a entender que estaba al corriente de los asesinatos de Whitechapel, el motivo de éstos o algún plan que involucrara a Remus para revelarlos ahora, y la rabia y la violencia que desencadenarían.

Charlotte dejó a Juno sentada releyéndolos todos, emocionalmente exhausta y sin embargo incapaz de parar.

Se encaminó hacia la parada de ómnibus muy confundida. No podía hablar con Pitt, que era lo que más deseaba hacer. Tellman sabía muy poco del mundo en que vivían personas como Dismore y Gleave, o los demás altos cargos del Círculo Interior. La única persona en quien podía confiar era tía Vespasia.

Charlotte tuvo suerte al encontrar a Vespasia en casa y sin compañía. Ésta la saludó con efusividad, luego observó su cara con mayor detenimiento y se sentó a escuchar en silencio toda la historia: lo que habían averiguado primero Tellman y luego Gracie, y la revelación que ésta había tenido en Mitre Square.

Vespasia no se movió. La luz que entraba por las ventanas acentuaba las finas arrugas de su piel y ponía de relieve tanto la energía que había en ella como su edad. Los años la habían mejorado, habían atenuado su coraje, pero también la habían herido, le habían mostrado demasiado de las debilidades y defectos de la gente, así como de sus victorias.

—Los asesinatos de Whitechapel —susurró con la voz ronca ante un horror que no había imaginado—. ¿Y el tal Remus va a dar con las pruebas para venderlas a los periódicos?

—Sí… eso dice Tellman. Será la gran noticia del siglo. Seguramente el gobierno caerá y con él, casi con toda probabilidad el trono.

—Ya lo creo. —Vespasia permaneció inmóvil, con la mirada perdida en un punto que estaba más dentro de ella que fuera—. Habrá violencia y derramamiento de sangre como no hemos visto en Inglaterra desde tiempos de Cromwell. ¡Dios mío, cuánto mal para combatir el mal! Terminarán con una corrupción reemplazándola por otra, y todo el sufrimiento habrá sido inútil.

Charlotte se inclinó ligeramente.

—¿No hay nada que podamos hacer?

—No lo sé —reconoció Vespasia—. Necesitamos averiguar quién está detrás de Remus, y qué papel desempeñan Dismore y Gleave. ¿Qué hacía Adinett en Cleveland Street? ¿Intentaba buscar la información para proporcionársela a Remus o para detenerlo?

—Para detenerlo —respondió Charlotte—. Creo… —Se dio cuenta de lo poco que sabía. Casi todo eran conjeturas, miedo. La conspiración involucraba a Fetters y a Adinett, pero seguía sin estar del todo segura de cómo. Y no podían permitirse la menor equivocación. Refirió a Vespasia la visita de Gleave y el deseo de éste de encontrar los papeles de Martin Fetters. Describió cómo había percibido en él una actitud amenazadora, pero dicho en esa habitación dorada y limpia parecía cosa de su imaginación antes que la realidad.

Vespasia no pasó por alto la observación y continuó escuchando con atención.

Charlotte pasó a hablarle de la convicción de Juno de que había otros papeles, así como de la visita que habían hecho a Thorold Dismore, y su convicción de que era un republicano auténtico y estaba decidido a utilizar todo cuanto pudiera encontrar o inventar para conseguir sus propios fines.

—Seguramente —asintió Vespasia. Sonrió de forma casi imperceptible, con profunda tristeza en los ojos—. No es una causa innoble. Yo no la comparto, pero entiendo muchas de las cosas que se esfuerzan por conseguir y admiro a quienes la defienden.

Había en ella algo que disuadió a Charlotte de llevarle la contraria. Ésta cayó en la cuenta con una sensación de desamparo de los muchos años que se llevaban, y cuánto había vivido Vespasia que ella ignoraba. Sin embargo, le profesaba un afecto que nada tenía que ver con la edad o el parentesco.

—Deja que piense en ello —añadió Vespasia al cabo de un momento—. Mientras tanto, querida, ten muchísimo cuidado. Averigua lo que puedas sin correr riesgos. Estamos tratando con personas que no se detienen a la hora de matar a hombres o mujeres para conseguir sus objetivos. Creen que los fines justifican los medios y que tienen derecho a hacer todo cuanto consideran que servirá para lo que están convencidos de que es el bien supremo.

Charlotte sintió en esa habitación luminosa una oscuridad y un frío gélido, como si se hubiera hecho de noche antes de hora. Se levantó.

—Lo haré. Pero debo hablar con Thomas… Necesito verlo.

—Por supuesto. —Vespasia sonrió—. A mí también me gustaría, pero me doy cuenta de que es inviable. Por favor, dale recuerdos de mi parte.

Charlotte se adelantó impulsivamente y se agachó para abrazar a Vespasia. La besó en la mejilla y se marchó sin que ninguna de las dos volviera a hablar.

Camino de regreso a casa, Charlotte pasó por la de Tellman y, con gran consternación de la casera, esperó media hora a que él volviera de Bow Street. Le pidió sin rodeos que la llevara al día siguiente a ver a Pitt cuando éste se dirigiera a la fábrica de seda. Tellman protestó alegando los peligros que eso entrañaba, lo desagradable que le resultaría y, por encima todo, el hecho de que a Pitt no le gustaría que ella fuera a Spitalfields. Charlotte le pidió que no perdiera el tiempo con objeciones inútiles. Estaba dispuesta a ir con o sin él, y ambos lo sabían, de modo que más valía que lo reconociera cuanto antes para que pudieran ponerse de acuerdo en los detalles e irse temprano a la cama.

—Sí, señora —concedió él.

Charlotte dedujo por la expresión de su rostro que era demasiado consciente de la gravedad de la situación para tener más que una discusión simbólica con que aquietar su conciencia. La acompañó a la parada de ómnibus.

—Estaré en la puerta de Keppel Street a las seis de la mañana —dijo él con solemnidad—. Iremos en coche hasta la estación del ferrocarril metropolitano y cogeremos uno hasta Whitechapel. Póngase su ropa más vieja y botas cómodas para andar. Y si pudiera pedir prestado un pañuelo para cubrirse la cabeza, pasaría más inadvertida entre las mujeres del barrio.

Charlotte accedió con un presentimiento y al mismo tiempo ilusionada al pensar en volver a ver a Pitt.

Al llegar a casa subió por las escaleras y se lavó el pelo, aunque iba a esconderlo bajo un pañuelo, y se lo cepilló hasta que le brilló. Se había propuesto no decírselo a Gracie, pero no pudo mantener en secreto el plan. Se acostó temprano, pero estaba tan emocionada que no logró conciliar el sueño hasta medianoche.

A la mañana siguiente se despertó tarde y tuvo que correr. Apenas tuvo tiempo para tomar una taza de té. Lo bebió demasiado caliente y dejó la mitad cuando Tellman llamó a la puerta.

—¡Diga al señor Pitt que le echamos muchísimo de menos, señora! —exclamó Gracie ruborizándose ligeramente.

—Lo haré —prometió Charlotte.

Tellman estaba en el umbral, la oscura forma de un coche de punto se alzaba detrás de él. Se le veía estrecho de espaldas, con la cara delgada y adusta, y Charlotte se dio cuenta por vez primera de lo mucho que le había afectado la desgracia de Pitt. Tal vez detestara admitirlo, pero era profundamente leal, tanto a Pitt como a su propio sentido de lo justo y lo injusto. Quizá le contrariaba la autoridad, veía sus fallos y las injusticias de las diferencias de clases y de oportunidades, pero confiaba en que los hombres que le daban órdenes observaran ciertas normas dentro de la ley. Por encima de todo, no había esperado que traicionaran a uno de los suyos. Fuera cual fuese su origen, Pitt se había ganado su puesto tanto como cualquiera de ellos, y en el mundo de Tellman eso significaba que debería haber estado a salvo.

Tal vez deploraba la conciencia social, o su ausencia, entre sus superiores, pero conocía su moralidad, o al menos eso había creído, y ésta era digna de respeto. Eso era lo que había hecho tolerable su autoridad. Y de pronto ya no lo era. Cuando empezaba a derrumbarse el orden establecido, seguía una nueva y aterradora soledad, una confusión distinta de todo lo demás.

—Gracias —murmuró Charlotte mientras cruzaban la húmeda acera. A continuación Tellman la ayudó a subir al coche.

Recorrieron en silencio las calles, mientras la luz grisácea de la mañana se reflejaba en las ventanas de las casas y los escaparates. Ya se veía a mucha gente, criadas, chicos de los recados, carreteros que recogían productos frescos para llevarlos a los mercados. Los primeros carros de leche esperaban en las esquinas y ya empezaban a formarse colas cuando el cochero dobló la calle en dirección a la estación.

El estrépito del tren al atravesar el túnel era excesivo para que pudieran charlar, y Charlotte estaba absorta disfrutando de antemano de su encuentro con Pitt. Sólo llevaban unas semanas separados, pero el tiempo que había pasado sin él se extendía tras ella como un desierto. Lo visualizó: su cara, su expresión, si estaría cansado, sano o enfermo, si se alegraría de verla. ¿Cuánto le había afectado la injusticia? ¿Le había cambiado la rabia que debía de sentir? Ese pensamiento la traspasó como un dolor físico.

Se mantuvo erguida en el asiento, y sólo cuando Tellman se movió a su lado y se levantó, señalándole la puerta con un gesto, se dio cuenta de que había estado abriendo y cerrando los puños hasta que le dolieron. Se puso en pie mientras el tren se detenía con una sacudida. Estaban en Aldgate Street y debían hacer a pie el resto del camino.

Ya era pleno día, pero las calles estaban más sucias que las de Bloomsbury, más llenas de carros, carretas y grupos de hombres que se dirigían a su lugar de trabajo, algunos andando con paso largo y cansado, la cabeza gacha, otros gritando a sus compañeros. ¿Se respiraba verdadera tensión en el ambiente o ella se lo imaginaba porque conocía la historia del barrio y estaba asustada?

Se pegó a Tellman cuando abandonaron la calle principal para dirigirse al norte. Él le había dicho que irían a Brick Lane porque Pitt pasaba por allí camino de la fábrica de seda donde trabajaba. Se encontraban en Whitechapel. Charlotte pensó en lo que significaba literalmente ese nombre[1] y cuán absurdo resultaba para ese barrio industrial tan lúgubre, de calles estrechas, ventanas rotas y cubiertas de polvo, callejones de ángulos bruscos, chimeneas que arrojaban humo, y olor a alcantarillas y excrementos. Su horrible historia estaba tan próxima a la superficie que resultaba dolorosa.

Tellman caminaba a paso rápido, no se le veía fuera de lugar en medio de esos hombres que se dirigían presurosos hacia las fábricas de azúcar, almacenes y talleres. Ella tenía que trotar a su lado, pero tal vez allí fuera lo apropiado. Las mujeres no andaban al lado de sus hombres a esas horas del día como si fueran parejas de prometidos.

Hubo un estallido de risas roncas. Alguien había estrellado una botella y el débil ruido del cristal al hacerse pedazos sonó asombrosamente desagradable. Charlotte no pensó en la pérdida de algo útil, como habría hecho en casa, sino en el arma que serían los trozos cortantes.

Habían llegado a Brick Lane.

Tellman se detuvo, y ella se preguntó por qué. De pronto le dio un vuelco el corazón al ver a Pitt. Estaba en la otra acera, andando con resolución, pero a diferencia de los demás hombres miraba a un lado y a otro, escuchando, observando. Iba vestido con ropa andrajosa, un abrigo rasgado por detrás que le daba un aspecto fachoso, como siempre. En lugar de las bonitas botas que Emily le había regalado, calzaba las viejas, con la suela izquierda suelta y cuerdas en vez de cordones. Y tenía el sombrero abollado por el lado del ala. Sólo por sus andares lo reconoció antes de que él se volviera y la viera.

Él titubeó. No esperaba verla allí —seguramente no había estado pensando en ella siquiera—, pero tal vez le atrajo algo en su postura.

Charlotte se precipitó hacia delante, pero Tellman la sujetó del brazo. Por un instante ella se ofendió e hizo ademán de soltarse; luego se dio cuenta de que al cruzar corriendo la calle habría atraído la atención sobre ella, y por lo tanto sobre Pitt, y permitió que la detuviera. Esa gente conocía a Pitt. Le preguntarían quién era ella. ¿Qué iba a responder? Empezarían las habladurías, las preguntas.

Charlotte permaneció con un pie en la cuneta, la cara colorada de vergüenza.

Ese breve movimiento pareció bastar. Pitt la había reconocido. Cruzó la calle tranquilamente, esquivando los vehículos, pasando por detrás de un pesado carro y por delante de la carretilla de un vendedor ambulante. Alcanzó a la pareja y, tras la más imperceptible inclinación de la cabeza, habló como si se dirigiera sólo a Tellman.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó con suavidad, la voz llena de emoción—. ¿Qué ha pasado?

Charlotte le miró fijamente, memorizando cada arruga. Parecía cansado. Estaba recién afeitado, pero tenía la piel grisácea y los ojos hundidos. Sintió un dolor en el pecho por el deseo de confortarle, llevarlo de nuevo a casa, al calor de una cocina limpia, el olor a ropa blanca, la tranquilidad del jardín con su aroma a tierra húmeda y hierba cortada, unas puertas que se cerraban unas pocas horas al mundo, y por encima de todo el deseo de estrecharlo entre sus brazos.

Sin embargo, mucho más urgente era la necesidad de demostrar a todos que él había tenido razón, probarlo de tal modo que se vieran obligados a reconocerlo, para curar así la vieja herida de la vergüenza de su padre. Charlotte se sentía furiosa, dolida e impotente, no sabía qué decir o cómo explicarse para que él comprendiera y se alegrara de verla como ella se alegraba de estar sencillamente cerca de él, ver su cara y oír su voz.

—Han ocurrido muchas cosas —decía Tellman en voz muy baja. Sólo llamaba «señor» a Pitt cuando se mostraba insolente, de modo que no tuvo que vigilar su lengua por si lo traicionaba sin querer—. No estoy al corriente de todo, de modo que será mejor que la señora Pitt se lo explique. Pero son cosas que debe saber.

Pitt percibió el miedo en la voz de Tellman, y su cólera se evaporó. Miró a Charlotte.

Ella quería preguntarle cómo estaba, si se encontraba bien, cómo era su habitación, si la familia del casero se mostraba agradable con él, si la cama estaba limpia, si tenía suficientes almohadas, cómo era la comida, si era abundante. Sobre todo deseaba que supiera que le quería, y que echarlo de menos era más doloroso y le hacía sentir más sola de lo que nunca habría imaginado, en todos los sentidos; para reír, charlar, compartir con él lo bueno y lo malo de cada día, saber sencillamente que él estaba a su lado.

En lugar de ello empezó a decirle lo que mentalmente había ensayado y a buen seguro podría haberle dicho también Tellman. Fue muy sucinta y práctica.

—He ido varias veces a ver a la viuda de Martin Fetters… —Pasó por alto la expresión de sobresalto de Pitt y se apresuró a continuar antes de que la interrumpiera—. Quería averiguar por qué lo mataron. Tiene que haber una razón —hizo una pausa cuando un grupo de trabajadoras de la fábrica pasaron a su lado hablando a voces y mirándolos con curiosidad mal disimulada.

Tellman cambió el peso del cuerpo de un pie a otro, incómodo.

Pitt se alejó un paso de Charlotte, dando a entender que ella estaba con Tellman.

Una de las mujeres rio y siguieron andando.

Un carro de verduras pasó con gran estruendo por la calle.

No podían permanecer mucho rato allí o se fijarían en ellos, lo que pondría en peligro a Pitt.

—He leído la mayor parte de sus papeles —explicó ella brevemente—. Era un republicano apasionado, dispuesto incluso a colaborar en la causa de la revolución. Creo que por eso lo mató Adinett, cuando se enteró de lo que se proponía hacer. Supongo que no se atrevió a confiar en la policía. Nadie le habría creído o, peor aún, podrían haber estado mezclados.

Pitt estaba perplejo.

—Fetters era… —Tragó saliva mientras asimilaba lo que Charlotte acababa de explicar—. Entiendo. —Guardó silencio unos momentos, mirándola fijamente. Recorrió con la mirada su cara como si memorizara cada detalle de ella.

Al cabo se obligó a volver al presente, a la calle bulliciosa, la acera gris y la urgencia del momento.

Charlotte notó que se ruborizaba, pero fue una sensación agradable que recorrió hasta lo más profundo de su ser.

—Si es así, hay dos conspiraciones —dijo él por fin—. La de los asesinos de Whitechapel para proteger a toda costa el trono, y la de los republicanos para derrocarlo, también a toda costa, lo que tal vez es aún más terrible. Y no estamos seguros de quién está en cada bando.

—Se lo he contado a tía Vespasia. Me ha dado recuerdos para ti. —Charlotte pensó mientras lo decía en lo poco apropiadas que eran esas palabras para transmitir las poderosas emociones que había sentido emanar de Vespasia. Mientras miraba a Pitt a la cara, advirtió que él lo comprendía, y volvió a relajarse con una sonrisa.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó él.

—Que tenga cuidado —respondió ella con tristeza—. De todos modos no hay nada que yo pueda hacer, aparte de seguir buscando a ver si encontramos el resto de los papeles de Martin Fetters. Juno está segura de que hay más.

—¡No se los pidáis a nadie más! —exclamó él con severidad. Miró a Tellman, pero se dio cuenta de que era inútil esperar que él se lo impidiera a Charlotte. Se sentía impotente y frustrado, y se reflejaba en su cara, una mezcla de dolor, miedo y furia.

—¡No lo haré! —prometió ella. Lo dijo en un impulso, para detener la ansiedad que sabía le consumía—. No hablaré con nadie más. Sólo iré a verla y seguiremos buscando en la casa.

Él exhaló el aliento despacio.

—Debo irme.

Charlotte se quedó quieta, ardiendo en deseos de tocarlo, pero había mucha gente en la calle y ya habían empezado a atraer miradas. En contra de todo sentido común, dio un paso hacia delante.

Pitt tendió una mano.

Un obrero que pasaba en bicicleta tocó el timbre y gritó a Tellman algo ininteligible, sin duda una obscenidad. Rio y siguió pedaleando.

Tellman cogió a Charlotte del brazo y la hizo retroceder. Le dolían los dedos.

Pitt dejó escapar un suspiro.

—Ten cuidado, por favor —repitió—. Di a Daniel y a Jemima que les quiero.

Ella asintió.

—Lo saben.

Él vaciló sólo un instante, luego se volvió y cruzó de nuevo la calle, sin mirar atrás.

Charlotte le observó alejarse y de nuevo oyó reír a un par de jóvenes en el otro extremo de la calle.

—¡Vamos! —exclamó Tellman furioso. Esta vez la cogió de la muñeca y la obligó a dar la vuelta con tal brusquedad que casi le hizo perder el equilibrio.

Charlotte se disponía a protestar enojada cuando se dio cuenta de que estaba llamando la atención. Tenía que comportarse como la gente esperaba de ella o sólo empeoraría las cosas.

—Lo siento —dijo, y lo siguió sumisa hacia Whitechapel High Street. Notó que sus pasos eran más ligeros, y dentro de ella sentía una sensación de bienestar. Pitt no la había tocado, ni ella a él, pero su mirada había sido una caricia en sí misma, un roce que nunca se debilitaría.

A Vespasia no le gustaba particularmente Wagner, pero la ópera, cualquier ópera, era una ocasión solemne con cierto glamour. Como la invitación procedía de Mario Corena, habría aceptado aun cuando se hubiera tratado de pasear por High Street bajo la lluvia. No lo habría admitido, pero sospechaba que él tal vez ya lo sabía. Ni la terrible noticia que Charlotte le había comunicado podía disuadirla de salir con él esa noche.

Mario pasó a recogerla a las siete, y avanzaron muy lentamente en el coche que él había alquilado para la velada. Era una tarde agradable, y las calles estaban llenas de gente que veía y se dejaba ver de camino a fiestas, cenas, bailes, exposiciones o excursiones arriba y abajo del río.

Mario sonreía. Los últimos rayos de sol danzaban en su rostro a medida que avanzaban. Vespasia pensó que los años se habían mostrado clementes con él. Conservaba la piel tersa y sus arrugas no denotaban amargura, pese a todo lo que se había perdido. Tal vez nunca había perdido la esperanza y ésta sólo había cambiado al morir una causa y nacer otra.

Recordó las largas tardes doradas en Roma, con el sol poniéndose sobre las antiguas ruinas de la ciudad, perdidas ahora en siglos de sueños posteriores y menores. Allí el aire era más cálido, y olía a polvo. Recordaba cómo habían andado por las aceras que en otro tiempo habían sido el centro del mundo, holladas por los pies de todas las naciones que habían acudido a rendirle homenaje.

Pero eso había sido en la época imperial. Mario se había detenido en uno de los puentes más viejos y sencillos que cruzaban el Tíber para contemplar la luz reflejada en el agua y le había hablado, con tono apasionado, de la vieja república que había derrocado a los reyes, mucho antes de las épocas de los Césares. Eso era lo que él amaba, la simplicidad y el honor con que habían empezado antes de que se apoderara de ellos la ambición y el poder los corrompiera.

Al pensar en poder y corrupción Vespasia experimentó un escalofrío que la cálida velada no logró aliviar; ni los ecos de la memoria eran lo bastante fuertes para desprenderse.

Pensó en los oscuros callejones de Whitechapel, en las mujeres que esperaban solas, oyendo a sus espaldas el traqueteo de las ruedas de los carruajes, tal vez hasta volviéndose para ver su contorno negro contra la penumbra, la puerta que se abría, la visión fugaz de un rostro, y el dolor.

Pensó en el pobre Eddy, un títere zarandeado de acá para allá, cuyas emociones habían sido explotadas y pasadas por alto en un mundo que oía sólo a medias, que tal vez comprendía a medias. Y pensó en su madre, también sorda, compadecida y a menudo ignorada, y en cómo debía de haber llorado por él y cuán impotente se habría sentido por no poder acudir a consolarle siquiera, y no digamos salvarlo.

Se aproximaban a Covent Carden. En la esquina había una niña con un ramo de flores marchitas.

Mario detuvo el carruaje, lo que enojó y causó molestias a los conductores de los coches que los rodeaban. Se apeó y se acercó a la chiquilla, le compró las flores y volvió con ellas sonriente. Estaban cubiertas de polvo, los tallos doblados y los pétalos lánguidos.

—No están en su mejor momento —dijo con ironía—. Y le he pagado demasiado por ellas. —En su mirada había humor y tristeza.

Vespasia las aceptó.

—Muy apropiadas —observó devolviéndole la sonrisa con un ridículo nudo en la garganta.

El carruaje volvió a ponerse en marcha en medio de considerables improperios.

—Siento que sea Wagner —comentó él recostándose de nuevo en su asiento—. Nunca consigo tomármelo con la debida seriedad. Los hombres que no son capaces de reírse de sí mismos me asustan aún más que los que se ríen de todo.

Ella le miró y supo que hablaba en serio. Su tono le hizo pensar en los calurosos y terribles días de sitio antes del final. A lo largo de esas noches solos, cuando ya habían hecho cuanto estaba en sus manos y únicamente cabía esperar, habían comprendido que no ganarían. El Papa regresaría y con él, tarde o temprano, todas las viejas corruptelas, anodinas, despiadadas e impersonales.

Pero dentro de ellos había pasión, amén de una lealtad que lo daba todo sin pedir nada a cambio, incluso al final. Los hombres que los vencían eran más fuertes, más ricos y más tristes.

—Se burlan porque no comprenden —repuso ella pensando en los que se habían mofado hacía mucho de sus aspiraciones.

Mario la miraba como siempre lo había hecho, como si no existiera nadie más.

—A veces. Es mucho peor cuando lo hacen porque comprenden pero odian lo que no pueden tener. —Sonrió—. Recuerdo que mi abuelo me decía que si buscaba la riqueza o la fama siempre habría quienes me odiarían por ello, porque éstas sólo se obtienen a costa de alguien. En cambio, si únicamente aspiraba a ser bueno, nadie me envidiaría. No le contradecía, en parte porque era mi abuelo, pero sobre todo porque entonces no me daba cuenta de lo equivocado que estaba. —Tensó la boca, y una terrible pena inundó sus ojos—. No hay odio más grande en este mundo que el que sientes por alguien que posee una virtud que tú no posees y deseas tener. Es el espejo que muestra lo que eres y te obliga a verlo.

Sin darse cuenta Vespasia puso una mano sobre las de él. Mario la cogió casi de inmediato entre las suyas, cálidas y fuertes.

—¿En quién estás pensando? —preguntó ella, consciente de que no hablaban sólo los recuerdos, por muy queridos que fueran.

Mario se volvió hacia ella con una expresión solemne. El trayecto tocaba a su fin, y pronto sería el momento de bajarse y unirse a la multitud que se congregaba en la escalinata del teatro de la ópera, las mujeres envueltas en seda y encajes, las joyas lanzando destellos bajo las luces, los caballeros con camisas tan blancas que brillaban.

—No estoy pensando tanto en un hombre, querida, como en una época. —Miró alrededor—. No pueden durar mucho todo este lujo, la desigualdad y el despilfarro. Contempla la belleza y memorízala, porque es muy valiosa y gran parte de ella desaparecerá. —Hablaba en voz muy baja—. Sólo con que hubieran sido un poco más prudentes, un poco más moderados, habrían podido conservarlo todo. Ése es el problema cuando la cólera acaba por estallar; destruye tanto lo bueno como lo malo.

Antes de que ella pudiera sonsacarle más, el carruaje se detuvo, y él se bajó y le tendió una mano adelantándose al lacayo. Subieron por la escalinata y se abrieron paso entre la gente, saludando con la cabeza a algún amigo o conocido.

Vieron a Charles Voisey en plena conversación con James Sissons. Éste parecía acalorado y, cada vez que Voisey titubeaba, metía baza.

—Pobre Voisey —dijo Vespasia con ironía—. ¿Crees que estamos moralmente obligados a rescatarlo?

—¿Rescatarlo? —preguntó Mario desconcertado.

—Del hombre de la fábrica de azúcar —dijo ella, sorprendida de tener que explicárselo—. Es un auténtico pelmazo.

El rostro de Mario se llenó de dolorosa compasión, de un pesar que la inundó de una gran añoranza de cosas que nunca podrían ser, que no habían podido ser siquiera tantos años atrás en Roma, salvo en sueños.

—No sabes nada de él, querida, del hombre que hay detrás de esa torpe fachada. Merece que se le juzgue por su corazón, no por su elegancia o falta de ella. —La cogió del brazo y, con sorprendente fuerza, la hizo pasar junto a Voisey y Sissons, y el grupo que había más allá, y escaleras arriba hasta el palco.

Vespasia observó que Voisey se sentaba casi enfrente de ellos, pero no volvió a ver a Sissons.

Deseaba disfrutar de la música, dejar que la mente y el corazón se le llenaran de Mario durante ese breve período de tiempo, pero no podía dejar de pensar en lo que le había contado Charlotte. Analizó todas las posibilidades y, cuantas más vueltas les daba, menos dudas tenía acerca de lo terriblemente cerca de la verdad que estaba aquello a lo que Lyndon Remus se había visto empujado, pero éste estaba siendo manipulado por razones que escapaban a su comprensión.

Confiaba en el corazón de Mario. Aun después de tantos años no creía que hubiera cambiado mucho. Sus sueños estaban entremezclados con su alma. Sin embargo, no confiaba en su mente. Era un idealista; veía el mundo a grandes pinceladas, como quería que fuera. Se había negado a permitir que la experiencia debilitara sus esperanzas o le enseñara a ser realista.

Observó su rostro, tan lleno aún de pasión y esperanza, y siguió su mirada hasta el palco de la familia real, que esa noche estaba vacío. El príncipe de Gales seguramente disfrutaba de algo un poco menos serio que la deliberación de los dioses condenados de Valhala.

—¿Has escogido a propósito El ocaso de los dioses? —preguntó.

Algo en su voz llamó la atención de Mario, una nota grave, incluso una sensación de que se agotaba el tiempo. No había rastro de sentido del humor en su mirada cuando respondió.

—No… pero podría haberlo hecho —susurró—. Es el ocaso, Vespasia, para los dioses llenos de defectos que han desaprovechado sus oportunidades y malgastado dinero que no les pertenecía, dinero prestado que no han devuelto. Por culpa de ello morirá de hambre gente buena, y eso enfurece a las víctimas. Suscita indignación en el hombre de la calle, y eso es lo que derroca a los reyes.

—Lo dudo. —A ella no le gustaba llevarle la contraria—. Hace tanto que el príncipe de Gales debe dinero que ahora sólo queda una cólera lánguida, no lo bastante explosiva para lo que estás diciendo.

—Eso depende de quién se lo haya prestado —repuso Mario con gravedad—. Si son hombres ricos, banqueros, especuladores y cortesanos… han corrido hasta cierto punto sus propios riesgos y cabe pensar que merecen su suerte. Pero no si el prestamista está arruinado y se hunden otros con él.

Las luces fueron apagándose y se produjo un silencio en el teatro. Vespasia apenas se dio cuenta.

—¿Y es probable que ocurra, Mario?

La orquesta tocó las primeras notas siniestras.

Ella sintió el roce de la mano de Mario en la oscuridad. Seguía habiendo considerable fuerza en él. En todas las ocasiones que la había tocado nunca le había hecho daño, sólo roto el corazón.

—Por supuesto que ocurrirá —respondió él—. El príncipe está tan empeñado en su propia destrucción como cualquiera de los dioses de Wagner, y al hundirse se llevará consigo todo el Valhala, a los buenos así como a los malos. Nunca hemos sabido impedirlo. Ésa es su tragedia, que no escucharán hasta que sea demasiado tarde. Sin embargo, esta vez contamos con hombres clarividentes y prácticos. Inglaterra es la última de las grandes potencias en oír la voz del hombre de la calle en su protesta contra la injusticia, pero tal vez por ello aprenderá de los que hemos fracasado, y vosotros tendréis éxito.

Se levantó el telón y en el escenario apareció un complicado decorado. A la luz de éste Vespasia miró a Mario y vio en su rostro una profunda esperanza, así como el coraje de volver a intentarlo a pesar de todas las batallas perdidas, pero aún no la generosidad de desear la victoria a otros.

Casi deseó que tuviera éxito, por él. La vieja corrupción tenía raíces profundas, pero en muchos casos formaba parte de la vida misma, era ignorancia, no maldad deliberada ni crueldad, sólo ceguera. Ella comprendía los argumentos de Charles Voisey contra el privilegio heredado, pero conocía la naturaleza humana lo suficiente para creer que el abuso de poder no hace distinción de personas; afecta tanto al rey como a la gente más corriente.

—Los tiranos no nacen, querido —murmuró—. Se hacen cuando se presenta la oportunidad, sea cual sea el título que se den a sí mismos.

Mario sonrió.

—Tienes en muy poco al ser humano. Debes tener fe.

Ella tragó saliva para contener el nudo que se le formó en la garganta, y no le contradijo.