9

Lady Amanda Kilbride se dirigió a caballo de buena mañana, sola, a Rotten Row. Había peleado con su marido la noche anterior, prometiéndole que al día siguiente no la encontraría en casa. Él no pensaría que se iba definitivamente, eso estaba descartado, pero sí le preocuparía su ausencia. Se angustiaría pensando que ella hubiera hecho alguna tontería, incluso que hubiera cumplido su promesa de abandonarle y estuviera manteniendo un romance con el primer hombre presentable que se lo pidiera.

Sin embargo, a la fría luz de la mañana ella hubo de admitir que no había muchos hombres presentables a la vista, y menos aún uno que invitara a una mujer casada a tener una aventura. La posibilidad de que hubiera aparecido alguno entre el momento de su amenaza —alrededor de las nueve— y cuando se fue a acostar cerrando con llave la alcoba —poco antes de la medianoche— era remota.

Llegó al final de Rotten Row y vio su guijarrosa superficie extendiéndose ante ella bajo los árboles. Un buen galope era justamente lo que necesitaba. Se inclinó un poco y acarició a su caballo, animándolo con suaves palabras. El animal amusgó las orejas al percibir el cambio de tono. Toda la mañana lo había estado apabullando con las injusticias recibidas. Lo puso al trote y luego a medio galope.

Montaba bien y lo sabía. Eso la hizo disfrutar aún más del tonificante sol de primavera, las sombras largas en el Row y el brillo del rocío en la hierba del parque, allá al fondo. No se veía a casi nadie en las cercanías, ni siquiera en Knightsbridge; tan sólo algún transeúnte que regresaba a casa tras una juerga o gente muy tempranera como ella misma, disfrutando de la fría y desnuda luz del sol y de la casi total soledad.

Al llegar al extremo, dio media vuelta y galopó de vuelta hacia Hyde Park Corner, sintiendo el viento en la cara.

A tres cuartos de camino puso el caballo al paso. Sabía que no debía ofrecerle un trago en el abrevadero mientras estuviera sudado, pero a ella le hubiera encantado refrescarse la cara. Echó pie a tierra, dejando las riendas sueltas y dio unos pasos hacia el abrevadero. Se inclinó distraídamente, pensando todavía en la pelea con su marido y luego, con las manos ya en el agua, miró.

El agua era de un color rojizo.

Se retiró rápidamente lanzando un grito. Todo el abrevadero estaba turbio con un líquido oscuro, demasiado para tratarse de agua. Había algo dentro, algo grande que ella no podía ver bien.

—¡Será posible! —dijo enfadada—. ¡Esto es increíble! ¿Quién habrá hecho una cosa así? ¡Qué asco! —Se echó atrás y fue al incorporarse cuando vio un objeto extraño al extremo del abrevadero. Tan extraño era que hubo de acercarse para ver mejor.

Por un momento no se lo pudo creer. Pero cuando su cerebro registró que era lo que parecía, la mujer se desplomó de bruces en el abrevadero.

El agua la hizo atragantarse y, en un esfuerzo por recobrar el aliento, se enderezó de nuevo boqueando y con náuseas; la parte superior de su cuerpo había quedado empapada, y ahora estaba aterida de frío. El horror le impedía gritar, y se quedó medio doblada sobre el canto del abrevadero, en silencio, temblando de pies a cabeza.

Oyó a su espalda un ruido de cascos, guijarros desperdigados, una voz de hombre.

—Perdone, señora, ¿se encuentra bien? ¿Se ha caído del caballo? Si me permite… —Calló de repente al ver el objeto—. ¡Dios mío! —El hombre tragó saliva y tuvo un acceso de tos.

—El resto está allí. —Amanda señaló hacia el agua ensangrentada, de cuya superficie asomaba ahora una rodilla.

Tellman miró a Pitt con una sombría expresión en su cara de farola.

—¿Sí? —dijo Pitt, sentado en su sillón, temiéndose algo.

—Ha habido otro crimen —dijo Tellman, mirándole sin pestañear—. Ha vuelto a las andadas. Esta vez tendrá que arrestarle.

—¿Qué…?

—Carvell. Otro cuerpo decapitado en el parque.

Pitt sintió que se hundía.

—¿Quién es la víctima?

—Albert Scarborough, el mayordomo de Carvell. —Una sombra de humor negro alumbró la cara de Tellman—. Lady Kilbride lo encontró en el abrevadero. O para ser más exactos, encontró el cuerpo incompleto. La cabeza estaba un poco más allá.

—¿El abrevadero de dónde?

—Rotten Row, a un centenar de metros de Hyde Park Corner.

Pitt trató de apartar de sí el horror de la muerte y centrarse en los elementos prácticos del caso.

—Un poco lejos de Green Street —observó—. ¿Alguna idea de cómo llegó hasta allí?

—Aún no. Era un tipo corpulento; Carvell no pudo llevarlo a cuestas. Debieron de ir andando.

—¿De paseo con su empleado a medianoche? —dijo Pitt con cara de asombro—. No parece la clase de persona que uno se lleva por placer a dar una vuelta. Y como el subcomisionado Farnsworth no ha dejado de señalar, últimamente nadie pasea por el parque.

—Bueno, pues no fueron andando —corrigió Tellman—. Carvell lo mató en su casa y se lo llevó en algún tipo de transporte. Tal vez su propio coche. ¿Quiere arrestarlo usted o lo hago yo?

Pitt se puso de pie, súbitamente cansado, como si su cuerpo pesara una enormidad. Habría debido sentir alivio ante la resolución del misterio, o del pánico que había provocado; en cambio, no tenía la menor sensación de paz.

—Iré yo. —Fue a coger su sombrero, pese a que hacía una espléndida mañana—. Será mejor que me acompañe.

—Sí, señor.

Era bastante antes de las nueve cuando Pitt y Tellman llegaron a la casa de Green Street. Pitt llamó al timbre, pero tardaron un rato en contestar.

—¿Sí, señor? —Un lacayo con el pelo desaliñado le miró nervioso.

—Quisiera hablar con el señor Carvell, si es tan amable —dijo Pitt, pero su voz fue una orden, no una petición.

El lacayo se sobresaltó.

—Lo siento, señor. No sé si el señor Carvell se ha levantado ya —dijo a modo de disculpa—. ¿Podría volver a eso de las diez?

Tellman fue a hablar, pero Pitt se le adelantó.

—Me temo que no. El asunto es de la máxima gravedad. Dígale que el superintendente Pitt y el inspector Tellman necesitan verle de inmediato.

El lacayo palideció. Fue a decir algo, pero cambió de opinión y se alejó sin recordar pedirles que esperasen o acompañarlos a un lugar más adecuado que el vestíbulo.

Carvell apareció momentos después en batín, con el pelo de punta y la cara pálida de miedo.

—¿Qué ha pasado, superintendente? —le preguntó a Pitt, haciendo caso omiso de Tellman—. ¿Qué le trae a estas horas?

Pitt volvió a sentir renuencia y una compasión que ya le era familiar.

—Lo siento, señor Carvell, pero hemos de registrar su casa e interrogar al personal. Sé que le causará molestias, pero es del todo necesario.

—¿Por qué? —Carvell estaba muy nervioso, abría y cerraba las manos a los costados, su cara estaba blanca—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Es algo malo? Hable, por el amor de Dios. ¿Es que ha habido otro…?

—Sí. Su mayordomo, Albert Scarborough. —Pitt hubo de dar un paso al frente para sostener a Carvell. Lo agarró del codo y lo condujo hacia el banco de roble que había un par de metros detrás de él—. Será mejor que se siente. —Miró al lacayo—. Tráigale al señor un vasito de brandy —le ordenó. Acto seguido, como el joven seguía pegado al suelo que pisaba, añadió—: ¡Dese prisa!

—Sí… sí, señor. —El consternado lacayo desapareció llamando con temblorosa voz al ama de llaves.

Pitt miró a Tellman.

—Ya puede empezar el registro.

Tellman, que estaba esperando esa orden, partió al momento con una expresión lúgubre.

Pitt miró a Carvell, quien parecía estar mareado de verdad.

—¿Cree que lo hice yo? —dijo con voz ronca—. Lo noto en su cara, superintendente. Pero ¿por qué? ¿Qué sentido tendría matar a mi mayordomo?

—Creo que la respuesta es desafortunadamente obvia. Él estaba en inmejorable situación para conocer sus relaciones con el señor Arledge y su posible implicación en la muerte del mismo. Si así fuera, podría ser muy bien que hubiera usted juzgado prioritario, por su propia seguridad, librarse de él.

Carvell hizo un intento de hablar, pero no pudo. Miró a Pitt durante largos y horribles segundos y luego, con desesperación, ocultó la cara entre las manos.

Pitt se sintió brutal. Resonaron en su cabeza las palabras de Tellman reprochándole su actitud remilgada, las de Farnsworth acerca de eludir sus responsabilidades tanto hacia sus superiores, que habían creído en él al ascenderle, cuanto hacia sus subalternos y sobre todo hacia la opinión pública. La gente tenía derecho a creer que el cuerpo de policía de Londres era el mejor y que Pitt dejaría a un lado sus simpatías o antipatías personales, sus caprichos o su compasión. Había aceptado el empleo, con los honores y recompensas que llevaba implícitos. Hacer menos de lo que de él se esperaba era una deslealtad.

Miró al pobre Carvell. ¿Qué había pasado? ¿Qué torrente de emociones le habían llevado a asesinar al hombre que amaba? Sólo podía ser cierto tipo de rechazo, ya fuese que el romance había terminado, ya que Arledge había encontrado un sustituto.

¿Por qué Winthrop en primer lugar? Winthrop debía de ser el otro. De alguna manera el cobrador de ómnibus se había enterado, no aquella noche. Y por supuesto el estirado Scarborough también lo sabía. Trató de imaginar la escena, cuando el mayordomo se enfrentó a su señor, tieso como un palo, con sus majestuosas piernas embutidas en medias de seda, reluciente hasta el último botón, fruncidos los labios con desdén. No debió de imaginar que su señor le mataría a él también.

Pero eso era una estupidez. Ya había matado a tres personas. ¿Cómo pudo Scarborough dar la espalda a alguien a quien había amenazado y de quien sabía que había asesinado ya tres veces? No pudo haber forcejeo. Scarborough medía por lo menos seis pulgadas más que Carvell. Le hubiera ganado fácilmente en un combate cuerpo a cuerpo. Tendría que preguntar al forense si el cuerpo de Scarborough presentaba heridas, una puñalada en el corazón o algo por el estilo.

Tellman estaría registrando la casa. ¿Empezaría haciendo preguntas o buscaría el lugar del crimen? ¿O el medio de transporte con que Carvell llevó el cuerpo inerte del mayordomo hasta el abrevadero? ¿O el arma homicida? Seguramente habría guardado el arma ya desde el principio. Eso era peligroso. ¿Estaba tan seguro de haberla escondido, o de que nadie la buscaría en el lugar preciso? ¿O que si la encontraban no podrían implicarle?

—Señor Carvell.

Carvell permaneció inmóvil.

—¿Señor Carvell?

—¿Sí?

—¿Cuándo vio a Scarborough con vida por última vez?

—No lo sé. ¿En la cena, quizá? Pregunte a los otros sirvientes, ellos le habrán visto después que yo.

—¿Cerró él la puerta anoche?

—No lo sé, superintendente. Ayer fue el funeral por Aidan. ¿Se imagina que me preocupé por saber quién cerró la casa? Podría haber estado abierta toda la noche.

—¿Cuánto tiempo llevaba Scarborough a su servicio?

—Cinco años; no, seis.

—¿Estaba satisfecho con él?

—Trabajaba bien, si se refiere a eso. Si me pregunta si me gustaba ese hombre, le diré que no. Era un ser molesto, pero llevaba la casa perfectamente. —Miró a Pitt sin enfocar la vista—. Nunca tuve problemas domésticos —dijo—. Las comidas se servían a la hora, bien cocinadas, y las cuentas de la casa estaban en perfecto orden. Si alguna vez pasó algo, yo no me enteré. Tengo amigos que siempre se estaban quejando por alguna cosa. Yo no. De vez en cuando era despreciativo, pero me daba igual. —Una sonrisa burlona asomó a sus labios—. Era muy bueno cuando había invitados. Sabía apañárselas con cualquier tipo de fiesta o recepción. Nunca tuve que ocuparme yo mismo de nada.

Una doncella cruzó por el rellano pero Carvell no pareció percatarse de ello, ni de los sonidos o movimientos que procedían del otro lado de la puerta que daba al vestíbulo.

—Yo le decía: «Scarborough, el jueves por la noche tendré diez personas a cenar —prosiguió—. Ocúpese de todo», y él lo hacía, y sabía proponer un buen menú a precio razonable. Si era preciso, contrataba personal extra, y nunca tuve que soportar a gente impertinente, descuidada o deshonesta. Sí, era muy desdeñoso, pero lo bastante bueno en su trabajo para que yo me olvidara de eso. Dudo que encuentre a otro como él.

Pitt guardó silencio.

Carvell soltó una risita nerviosa que terminó en sollozo.

—Bueno, si acabo en la horca no tendré que preocuparme.

—¿Mató a Scarborough? —dijo Pitt con suavidad.

—No —respondió Carvell con calma—. Y antes de que me lo pregunte, no tengo idea de quién lo hizo ni por qué.

Estaba destrozado y asustado. Pitt siguió interrogándole unos minutos, pero no sacó nada que añadir a la idea que ya tenía de aquel hombre. Lo dejó sentado en el vestíbulo y fue a ver qué había descubierto Tellman.

Lo encontró en el vestíbulo de los sirvientes, un lugar bastante pequeño comparado con otros parecidos que había visto, pero cómodamente amueblado y con un agradable olor a lavanda y cera para muebles. Los aromas de la cocina le hicieron notar de pronto que estaba hambriento. El lacayo que había abierto la puerta aguardaba en posición de firmes. Una de las doncellas lloraba con un trapo en la mano, la escoba apoyada contra la pared. El ama de llaves estaba sentada en una silla de respaldo de madera con las llaves colgando de la cintura y los dedos manchados de tinta, con una expresión de haber encontrado en el plato algo indescriptible. La fregona y la cocinera no estaban. La doncella de cocina aguardaba frente a Tellman con expresión llorosa y obstinada.

Tellman se volvió. Aparentemente no valía la pena seguir interrogando a la muchacha.

—¿Qué ha averiguado? —preguntó Pitt.

—Poca cosa —dijo Tellman acercándose a él. Su cara reflejaba cierta sorpresa—. Después de la recepción el personal pasó gran parte de la tarde limpiando. Los lacayos y criadas contratados para la ocasión recibieron su paga y se marcharon. Habían despedido a una por conducta improcedente, no sé muy bien a santo de qué. Nadie parecía estar al corriente. Carvell estuvo fuera, pero no saben dónde, aunque el lacayo piensa que simplemente quería estar a solas con su dolor.

—¿Dolor? —repitió Pitt.

Tellman le miró sin entender.

—¿El lacayo sabía que Carvell sentía algo por Arledge? —dijo Pitt en voz baja pero con apremio.

Tellman negó con la cabeza.

—No; creo que no. Al parecer cualquier muerte le causaba un gran pesimismo.

—Oh. ¿Qué hay de Scarborough?

—Pasó la tarde en su despensa y examinando las provisiones de la bodega —respondió Tellman, apartando a Pitt de los sirvientes, que los miraban a la expectativa—. La cena consistió en un tentempié frío. Carvell estuvo leyendo en la biblioteca y se retiró temprano. Los sirvientes se retiraron alrededor de las ocho. Scarborough cerró las puertas a las diez y nadie le vio después de esa hora. —Tellman se mostró inflexible en su convicción, su boca era una línea recta y dura—. Nadie llamó al timbre, pues los demás lo hubieran oído. Suena en la cocina y aquí mismo. —Señaló hacia el tablero con los timbres, numerados por habitaciones.

—Y supongo que nadie forzó la entrada —dijo Pitt, sin preguntarlo siquiera.

—No, señor. Todas las puertas y ventanas estaban bien cerradas… —Tellman se detuvo.

—Sí. ¿Excepto? —le urgió Pitt.

Tellman torció el gesto.

—Excepto la puerta ventana del comedor. La criada afirma que le parece que estaba abierta cuando entró esta mañana. O al menos no atrancada. Carvell debió de salir por allí y al volver olvidó echar el pestillo.

—Alguien lo hizo —concedió Pitt—. Es muy probable que Scarborough saliera también por allí, vivo y por su propia voluntad.

Tellman puso cara de escepticismo y desdén ante la indecisión de Pitt.

—¿Para qué? —Su mofa fue evidente—. No pensará que el mayordomo salió a buscarse una mujer por la noche. Creí que habíamos abandonado la idea de que tuviera que ver con las prostitutas del parque. Sabemos perfectamente que no se trata de un loco obsesionado con la fornicación, sino de un asesino más que cuerdo que ha sido traicionado por su amante y busca la venganza, y que luego mata a alguien que lo sabía y que lo amenazó con contarlo.

Pitt guardó silencio.

—¿Todavía piensa en Mitchell? —preguntó Tellman—. Eso está fuera de lugar. Tal vez tenía motivos para matar a Winthrop, pero no a los otros; y mucho menos al mayordomo. ¿Cómo iba a tener Mitchell algo que ver con el mayordomo de Carvell?

—La única razón de que alguien haya matado a Scarborough es que él sabía algo —dijo Pitt—. Pero es cierto, no veo ninguna conexión con Mitchell.

—Entonces ¿va a arrestar a Carvell?

—¿Ha registrado ya la casa?

—Pues claro que no. He registrado la despensa de Scarborough y he estado en su cuarto. Allí no hay nada, pero tampoco tenía esperanzas.

—¿Papeles?

—¿Qué clase de papeles? —preguntó Tellman con sorpresa.

—Si estaba chantajeando a Carvell —respondió Pitt—, debería haber algún documento que lo pruebe.

—¿Chantaje por lo de Arledge? Puede que sólo lo intentara después del asesinato y que anoche recibiera el pago.

—¿Para qué esperar tanto? Hace muchos días que mataron a Arledge.

—No he encontrado nada, pero no he podido leer todas las cartas y papeles. He preguntado a la cocinera por el cuchillo de la carne, y he buscado un hacha en el cobertizo del jardín. Nada. La leña la compran cortada.

—¿Y el cuchillo?

—No sé. —Tellman parecía desdeñar la idea—. La cocinera dice que está donde siempre. Se puso muy colorada, pero creo que decía la verdad. Parece una mujer muy disciplinada, nada de gritos y esas cosas. Una persona sensata. —Se encogió de hombros—. No sé qué pudo hacer con el arma. Supongo que la encontraremos si ponemos a bastantes hombres en la búsqueda. En mi opinión, señor, Carvell confesará cuando lo metamos en una celda y se dé cuenta de que no puede salir impune de esto. Tendrá miedo y nos dirá los detalles que desconocemos.

—Puede —dijo Pitt, pero no lo creía y se le notaba en la voz.

Tellman parecía estar harto de las evasivas de Pitt, y no se molestó en disimularlo.

—¡No hay por qué demorarlo más! Quizá no sabemos todos los pormenores, pero eso es cuestión de tiempo. Aunque no podamos endosarle lo del conductor, podemos acusarlo de matar a Arledge y Scarborough. —Se volvió, alejándose un paso—. ¿He de pedir ayuda o podemos llevárnoslo en un cabriolé? No creo que oponga resistencia. No es de ésos.

—Sí —concedió Pitt de mala gana—. Llévele en un cabriolé. —Iba a añadir que no se le forzara a innecesarias indignidades pero comprendió que era estúpido decirlo, y que difícilmente afectaría al modo de actuar de Tellman.

—¿Usted no viene? —dijo Tellman sorprendido, burlándose ya con la mirada del hecho de que no lo hiciera Pitt en persona.

—Le arrestaré yo mismo —dijo Pitt—. Usted llévelo a la comisaría. Quiero quedarme para ver qué más puedo averiguar.

Carvell no se sorprendió al verlos volver. Seguía sentado en el vestíbulo donde lo habían dejado antes, pálido y mareado. Levantó la cabeza al reconocer los pasos de Pitt. No dijo nada, pero la pregunta estaba en sus ojos.

—Jerome Carvell. —Pitt odió su propia voz al pronunciar las palabras. El cambio de tono, la súbita formalidad presagiaban lo que se disponía a decir, y la cara de Carvell adoptó una expresión entumecida, casi dolorosa, viendo su temor hecho realidad—. Le arresto por el asesinato de Albert Scarborough.

—Yo no le maté —dijo Carvell quedamente, sin esperanzas de que le creyeran. Se puso de pie y tendió las manos. Miró a Pitt—. Ni a los otros.

Pitt quería creerle, o al menos una parte de él lo quería, pero ya no podía ignorar las pruebas.

—El inspector Tellman le llevará a comisaría. Las esposas no serán necesarias.

—Gracias —dijo Carvell en un susurro y, obediente, los hombros caídos y la cara pálida, cruzó el vestíbulo con Tellman y salió por la puerta principal. No hizo el menor intento de soltarse del inspector. La pasión, la vida incluso, parecían haberlo abandonado como si hubiera recibido al fin un golpe que esperaba desde hacía tiempo.

Pitt subió a la habitación del mayordomo y la registró a fondo; no encontró más que Tellman. Volvió a bajar y examinó por toda la casa, las salas de recepción, el vestíbulo de los sirvientes, la despensa del mayordomo, la sala de estar del ama de llaves, la cocina, el cuarto de la colada, la bodega y la trascocina, sin encontrar nada de interés. Por último fue a registrar la caballeriza, donde los lacayos le habían dicho que Carvell guardaba un caballo y un calesín de dos plazas que a veces usaba en verano, conduciendo él mismo con apreciable destreza. Cuidaba del animal el chico que limpiaba las botas, el cual aprovechaba la menor oportunidad para salir de la casa, teniendo en cuenta que había muy pocas botas en que ocupar su tiempo. Ayudaba también al jardinero de vez en cuando, y el lodo del invierno le daba trabajo extra.

—¿Sí, señor? —dijo muy formal cuando Pitt se le aproximó.

—¿Puedo ver el establo? —preguntó Pitt por mera formalidad. No hubiera aceptado una negativa.

—Sí, señor, como prefiera —dijo el chico con sorpresa—. Pero no falta nada, señor. Está el calesín y todos los arreos.

—De todos modos echaré un vistazo.

Hacía mucho que Pitt no se acercaba a un caballo. El cálido olor del animal, el suelo pavimentado, el aroma a cuero y betún le trajeron recuerdos de la finca donde se había criado, de sus establos y cuartos de aperos, de la sensación de estar montado sobre un caballo, de la fuerza y velocidad del animal, del arte y el placer de ser uno con el caballo. Y el trabajo de después, cepillar y limpiar, meter al animal en su cuadra, los músculos doloridos, y al final la tranquilidad. De eso hacía mucho tiempo. Dulcie Arledge hubiera comprendido, con su amor por los caballos, las carreras siguiendo a los perros, la extenuación del cuerpo, el dolor que daba casi placer.

Acarició el pescuezo del animal. El chico estaba detrás de él.

—¿Lo has cepillado esta mañana? —preguntó Pitt, mirando los cascos del caballo y reparando en unas manchas de barro, unas briznas de hierba pegadas a las cerdas de la cuartilla.

—No, señor. Es que con lo del señor Scarborough y eso de que nadie sepa lo que le pasó, toda la casa está alborotada.

—¿Lo cepillaste anoche?

—¡Oh, sí! Lo dejé reluciente como un penique nuevo, señor. Tiene unas bonitas crines. ¿Verdad, Sam? —dijo, recibiendo del animal un amigable golpe de hocico.

Pitt señaló el barro.

—¡Eso no estaba ahí anoche! —dijo el chico indignado—. ¡Oiga! —Su cara palideció de pronto—. ¿Quiere decir que alguien lo sacó? ¿Por la noche?

—Eso parece —respondió Pitt, mirando el suelo para cerciorarse de que no había fango pisoteado, pero todo estaba inmaculado. Limpiabotas o no, era un caballerizo muy diligente—. Vamos a ver el calesín. —Giró hacia la cochera. El chico le pisaba casi los talones.

Abrió la puerta y vio un elegante calesín con sus varas brillando al sol, la pintura perfecta.

—Míralo bien —le dijo al chico—. Fíjate en el arnés. ¿Está tal como lo dejaste?

El chico examinó todo meticulosamente, cada pieza de cuero o de latón, sin tocar nada. Al final suspiró largamente y miró a Pitt.

—No estoy seguro, señor. Parece que está igual, pero de esas correas no sé qué decir. El arnés estaba en ese gancho, sí, pero no creo que las bridas estuvieran como están ahora. ¡Que conste que no puedo jurarlo!

Pitt guardó silencio y se acercó para mirar en el interior del calesín. Estaba todo limpio, las puertas aseguradas, los asientos desnudos.

—¿Lo han usado, señor? —preguntó el chico.

—Yo diría que no —respondió Pitt, sin saber si eso le consolaba o le decepcionaba.

Descorrió el pestillo y abrió la portezuela, que giró limpiamente sobre sus bien engrasados goznes. Miró en el estribo y vio un hilo de tela enroscado al tornillo de sujeción. Se inclinó para cogerlo con dos dedos y lo desprendió cuidadosamente. Luego lo puso a la luz. Era largo y de color claro, retorcido como un sacacorchos.

—¿Qué es eso? —preguntó el chico.

—Todavía no lo sé —respondió Pitt, pero no era verdad. Estaba casi seguro de que pertenecía a las medias de la librea de un lacayo—. Gracias —agregó—. Veré si hay alguna cosa más. ¿Tú sabes si el señor Scarborough utilizaba el calesín?

—No, señor. El señor Scarborough se quedaba en la casa. Era el señor Carvell quien conducía, y si mandaba a alguien a un recado era a mí.

—¿Alguna vez te pones librea?

El muchacho sonrió antes de responder:

—¿Librea, yo? No, señor. Al señor Scarborough le hubiera dado un ataque si le hubiese ido con esas ideas. Me habría bajado los humos enseguida.

—¿Y medias tampoco?

—¡No! ¿Por qué? —Miró el hilo, repentinamente serio—. ¿Es que es de alguna media?

—Probablemente. —Pitt hubiera preferido no aclararle ese punto, pero el tiempo pasaba y las preguntas eran inevitables. Que Scarborough hubiese utilizado el calesín no hubiera probado nada. Metió el hilo en un cucurucho de papel y éste en uno de sus bolsillos. Era inútil decirle al muchacho que no lo comentara con nadie del servicio, pero así y todo lo hizo.

—Oh, no, señor —dijo el chico muy solemne, y siguió a Pitt mientras registraba el resto del calesín y de la cochera antes de volver a la puerta posterior, indeciblemente cansado, como si todo el vigor le hubiera abandonado de golpe.

Pitt no regresó a Bow Street. Estaba enfadado sin motivo alguno, y no quería presenciar cómo acusaban formalmente a Carvell. Farnsworth estaría rebosante de satisfacción y eso le habría mortificado en grado sumo. No tenía la menor sensación de triunfo. Era una tragedia de grandes proporciones, y sólo se le ocurría pensar en el dolor que implicaba. Cuando cerraba los ojos podía ver el rostro amable de Dulcie, su cara inteligente, y la terrible conmoción cuando él le comunicó que su marido amaba a otro hombre. Ella había aceptado que Aidan hubiese tenido algo que ver con otra persona, pero el hecho de que fuera un hombre había casi quebrado su fortaleza.

Y sin embargo, por más que Pitt abominara de ello, una parte de él estaba todavía bajo el efecto de una conmoción, sin aceptar del todo que el culpable fuese Carvell.

Dio al cochero la dirección de Nigel Uttley. No iba a servirle de nada, pero quería decirle que sabía que era él quien había agredido a Jack Radley. Sería un gran placer asustarlo, y no creía que eso pudiera perjudicar a Jack. A ese respecto, Uttley no se frenaría por lo que Pitt dijera o dejara de decir.

Al llegar comprobó irritado que Uttley no estaba en casa, cosa que no hubiera debido sorprenderle. Faltaba muy poco para las elecciones. Podía ser que estuviera ausente todo el día.

—La verdad es que no lo sé, señor —respondió fríamente el lacayo—. Es posible que regrese para la cena. Si desea esperarle, puede usted pasar al saloncito.

Pitt dudó un instante y luego aceptó. Esperaría exactamente media hora. Si para entonces Uttley no había vuelto, dejaría su tarjeta de visita y un mensaje críptico con la esperanza de inquietar al máximo a Uttley.

Durante cuarenta minutos Pitt estuvo paseándose por el austero salón, sorprendentemente confortable para su sencillez. Luego oyó la voz de Uttley en el vestíbulo. Estaba muy sorprendido.

—¿Pitt? ¿Y ahora qué quiere? Ese pobre diablo está desesperado, ¿eh? No sé qué piensa que puedo hacer yo. Va a haber cambios en la policía en cuanto tome posesión del cargo. Discúlpeme, Weldon. Será sólo un momento. —Sus pasos sonaron agudos en el piso con incrustaciones de mármol hasta que Uttley abrió la puerta del saloncito y se quedó en el umbral, vestido con un traje claro y unas preciosas botas—. Buenas tardes, superintendente. ¿Qué puedo hacer por usted esta vez? —Se le notaba divertido.

—Buenas tardes, señor Uttley. He venido a decirle que sabemos quién atacó al señor y la señora Radley la otra noche, aunque no está muy claro el motivo. —Arqueó las cejas—. No parece que hubiera ningún propósito razonable.

—Pensaba que esta clase de delitos carecían siempre de propósito —replicó Uttley, apoyándose en la jamba, risueño—. Pero es un detalle por su parte venir a decirme que ya lo ha resuelto. —Miró a Pitt y añadió—: ¿Al final era el Verdugo o un ladrón ocasional?

—Ni una cosa ni otra —dijo Pitt con la misma calma—. Fue un político oportunista que pretendía sacar tajada de las tragedias de estos días con el fin de ganar un escaño. Dudo que tuviera intención de matar al señor Radley…

Uttley palideció. Seguía apoyado en la jamba, pero su pose era ahora forzada, rígida.

—No me diga. —Tragó saliva mirando a Pitt—. ¿Quiere decir que alguien quería deshacerse de Radley? ¿Asustarlo para que renunciara a su candidatura?

—Pues no. —Pitt le sostuvo la mirada—. Yo creo que se pretendía ridiculizar la postura de Radley respecto a la policía y convertirlo en objeto de burla.

Uttley guardó silencio.

—Lo cual no es tan factible como podría parecer —continuó Pitt—. Porque eso ha molestado a ciertas personas muy poderosas.

Uttley tragó saliva con dificultad. Tenía las manos cerradas a los costados.

—En ciertos círculos —añadió Pitt con una sonrisa—. Gente con más influencia de la que uno podría pensar.

—Quiere decir… —Uttley se detuvo en seco.

—Sí, eso mismo —dijo Pitt.

Uttley carraspeó.

—¿Y qué piensa hacer al respecto? Yo… Bueno, supongo que no tiene pruebas, de lo contrario arrestaría al culpable, ¿no? A fin de cuentas es un delito, digo yo.

—Desconozco si el señor Radley va a presentar cargos —dijo Pitt sin ceremonias—. Eso depende de él. Puesto que no dio parte de ello, tal vez piensa que el culpable recibirá su merecido sin necesidad de intervenir personalmente.

—¿Pero usted? —dijo Uttley, y avanzó un paso—. ¿Qué va a hacer usted? No ha dicho si tenía pruebas o no. —Ahora observaba detenidamente a Pitt.

—No lo he dicho, ¿verdad?

Uttley empezaba a respirar mejor. Cuadró un poco los hombros.

—Yo creo que son todo meras conjeturas —dijo, metiendo las manos en los bolsillos—. Imagino que es lo que usted quisiera que fuesen. El subcomisionado sería menos… crítico con su actuación.

Pitt sonrió.

—Oh, en realidad el señor Farnsworth se expresó con mucha claridad. Estaba furioso.

Uttley se quedó helado.

—Pero me inclino a pensar que prefiere hacerlo a su manera —continuó Pitt—. Ésa es la razón de que no me haya molestado en llevar las cosas al terreno formal. La prueba está ahí. De lo contrario no creo que el señor Farnsworth hubiera aceptado mi palabra. Al fin y al cabo, resulta todo tan increíblemente… chapucero. ¿No cree usted?

Uttley se obligó a sonreír, pero le fallaron las palabras.

—Pensé que debía usted saberlo —concluyó Pitt—. La próxima vez que escriba un artículo, estoy seguro de que querrá ser más objetivo. —Dicho esto, metió él también las manos en los bolsillos—. Que tenga un buen día, señor Uttley. —Pasó por delante de él y salió a la calle.

Pitt llegó a su casa sin la menor sensación de júbilo. La satisfacción de haber vencido a Uttley se había evaporado por completo, y no hacía más que pensar en la cara del desconsolado Carvell. Podía verlo andar encorvado junto a Tellman, bajar la escalera con los cabellos de la parte posterior de la cabeza ligeramente erizados.

Extrañamente, Charlotte estaba en casa. Había estado ausente tantas veces en los últimos meses organizando la casa nueva, que Pitt esperaba encontrarlo todo en silencio sin otra cosa que una nota en la mesa de la cocina. Sin embargo, percibió ruido de cacharros, el hervidor en marcha, entrechocar de platos y frufrú de faldas. Cuando abrió la puerta, la cocina se le apareció iluminada con el último sol de la tarde y llena de olor a pan fresco, a ropa limpia colgando del techo alto, a vapor de la tetera y un delicado aroma de carne asándose en el horno.

Gracie estaba recogiendo las cosas de la cena de los niños y dejó los platos encima del aparador antes de dirigirle una breve reverencia y correr al piso de arriba. Pitt apenas tuvo tiempo de preguntarse por el motivo de las prisas, pues Jemima se abalanzó hacia él gritando de alegría y queriendo contarle lo que había hecho hoy. Daniel le tiró de la manga para enseñarle la cometa de papel que había hecho.

Charlotte se secó las manos en el delantal y fue hacia él colocándose bien las horquillas del pelo. Luego, sonriendo, le besó. Pitt pasó varios minutos prestando atención a todos hasta que Daniel y Jemima se marcharon, satisfechos, y por fin se quedaron a solas.

—Pareces muy cansado —dijo Charlotte—. ¿Ha ocurrido algo?

Él se alegró de no tener que interrumpir sus explicaciones sobre la casa nueva a fin de poder contarle sus cosas. A menudo, si tenía que esforzarse por recabar su atención, después se sentía incómodo.

—He arrestado a Jerome Carvell —dijo. Sabía que ella le miraba a la cara pendiente de interpretar sus emociones. Charlotte le conocía lo suficiente para imaginar que eso le agradaría o le daría una sensación de victoria.

—¿Por qué? —preguntó.

No era lo que él esperaba, pero era una buena pregunta. Pitt le contó todo lo sucedido a lo largo de la jornada, incluida su visita a Uttley. Ella le escuchó en silencio, pero hacia el final sonrió.

—No estás seguro de que fuera Carvell, ¿verdad? —dijo.

—Supongo que mi cabeza dice que sí, al menos en el caso de Scarborough, pero no en los otros. No hay duda de que era su calesín el que utilizaron para llevarlo hasta el parque, y tenía un motivo excelente si el mayordomo le estaba chantajeando.

—¿Pero? —preguntó ella.

—Pero me resulta muy difícil creer que matara a Arledge. No puedo evitar pensar que le quería.

—¿Quizá mató a Scarborough pero no a Arledge?

—No lo creo. La única razón sería que Scarborough supiera algo que pudiera acusarle. La relación en sí no parece motivo suficiente, después de tanto tiempo. Seguro que ya estaba al tanto. Y los sirvientes que divulgan confidencias sobre la vida privada de sus señores no encuentran otro trabajo después. Tendría que haber sacado dinero suficiente de su chantaje para vivir de renta. Pero… —No había más que decir.

Charlotte terminó de preparar la cena y comieron en silencio. Pitt subió a ver a los niños y les leyó un cuento. Luego les dio las buenas noches, volvió a bajar y fue a sentarse al salón, pensando que pese a las ventajas de mudarse a una casa más grande, una casa hermosa con jardín donde podría solazarse si en algún momento disponía de tiempo, en esta casa había pasado momentos tan felices, de tan buen recuerdo, que sin duda le costaría abandonarla para siempre.

Charlotte se sentó a su lado en el suelo, absorta en sus pensamientos, pero eso dio a Pitt una sensación de paz que finalmente le llevó a dormirse en la butaca, y ella hubo de despertarlo para ir a acostarse.

Al mediodía siguiente Bailey entró en la comisaría de Bow Street con semblante de preocupación y casi sin resuello, la cara roja y los ojos llenos de una extraña mezcla de ansiedad y determinación.

Pitt estaba abajo con Tellman y Le Grange, hablando de los últimos detalles de las pruebas.

—Todavía hay que intentar encontrar el arma, o al menos…

—Pudo haberla tirado en cualquier parte —arguyó Tellman.

—En el río —añadió Le Grange—. Igual no la encontramos nunca. Podría estar bajo el barro. La marea, ¿sabe usted?

—¡Pues claro que lo sé! —dijo Pitt—. Si no me hubiera interrumpido lo habría dicho, o al menos el lugar donde le mataron. Eso no puede haber cambiado.

—Mató a Scarborough donde encontraron el cuerpo —replicó Tellman, haciendo caso omiso de Bailey, que parecía muy impaciente.

—¿Y Arledge? —insistió Pitt—. ¿Dónde le mató, y cómo lo subió al quiosco de música?

—En una carretilla o algo parecido —dijo Le Grange, tratando de ayudar.

—¿Qué carretilla? —preguntó Pitt—. La suya no. Ya lo comprobó usted: no había sangre por ningún lado. Tampoco la carretilla del guarda del parque.

—No sé —admitió Tellman a regañadientes—. Pero lo descubriremos.

—¡Bien! Porque de otro modo le dará un excelente motivo a la defensa para sembrar una duda razonable. No hay carretilla, no hay lugar del crimen, no hay arma y no hay pruebas del móvil.

—Una pelea, los celos. Utilizaron su calesín para transportar a Scarborough, y su caballo para tirar del coche —respondió Tellman—. Además, Scarborough era su mayordomo.

—Póngalo todo en orden —ordenó Pitt—. Aún no hemos terminado.

Bailey no pudo contenerse más.

—Carvell no mató al conductor —explotó—. Estuvo en el concierto, tal como nos dijo.

Tellman lo fulminó con la mirada.

—He encontrado a uno que le vio —dijo Bailey, retador—. Estuvo tan cerca de él como yo de usted, y le conocía muy bien.

—¿Quién es? —preguntó Tellman.

—El gerente del Coutts Bank —respondió Bailey con gran satisfacción—. Son banqueros de la familia real.

—Puede que al conductor lo matara otro —dijo Tellman torciendo el gesto—. No hemos sabido cómo encaja en todo esto.

—Sí —concedió Le Grange—. Quizá no pudimos encontrar una conexión porque no la había. Pudo ser una venganza de tipo personal, a lo mejor quien lo hizo procuró que pareciera cosa del Verdugo.

—A lo mejor cada caso es diferente —dijo Pitt—. Aunque lo dudo. No, yo diría que Carvell no es el Verdugo. Gracias, Bailey. Un excelente trabajo.

Bailey se ruborizó de orgullo.

—Gracias, señor.

—No irá a soltarlo, ¿verdad? —preguntó Le Grange, olvidándose de añadir el «señor».

Tellman emitió un sonido de burla, pero no pareció que fuese dirigida a Pitt en particular.

—Pues sí —respondió éste—. De todos modos un buen abogado nos obligaría. Hay muchas explicaciones posibles.

—El calesín y el caballo eran de Carvell —observó Tellman—. Seguro que tiene algo que ver en esto.

—Scarborough podía haberlo tomado sin permiso —dijo Pitt. Y mientras Tellman expresaba con gestos su absoluta incredulidad, añadió—: Un abogado diría lo mismo, y un jurado podría considerarlo una duda razonable. No es imposible robar un calesín, sobre todo si se cuenta con la connivencia del mayordomo, quien además podía disponer de llaves. Carvell no tiene caballerizo.

—Ya, —dijo Tellman—. ¿Y para qué? ¿Sólo para dar una vueltecita a medianoche después de pasarse el día mandando a hacer recados a los otros sirvientes?

—Quizá tenía una amiguita —sugirió Pitt—. Una chica guapa para lucir en un bonito calesín. Es mejor que un ómnibus y menos caro que un coche de alquiler, aparte de que le daba mayor margen de acción. ¿Quizá un romántico paseo por el parque?

—¿Estando el Verdugo suelto? —dijo Tellman con sorna—. Sí, muy romántico.

—O quizá iba en busca de una prostituta —continuó Pitt.

Tellman le miró con desdén.

—¿Otra vez con ésas? Creía que lo habíamos descartado.

—En efecto. Pero eso no significa que cualquier abogado que se gane sus honorarios no pueda apuntar esa posibilidad.

Tellman se volvió hacia Bailey y Le Grange.

—Entonces habrá que empezar otra vez de cero. ¡Y qué sé yo por dónde!

—Averiguando dónde mataron a Arledge —le respondió Pitt.

Tellman soltó un muestrario de blasfemias.

También Pitt volvió al principio. Hacía muchos días que no pensaba en la muerte de Oakley Winthrop. Ahí había empezado todo, podía ser la raíz de lo ocurrido después. ¿Quién había matado a Winthrop, por qué razón y por qué en ese momento? ¿Con quién se había encontrado en el parque aquella noche, que se sintió impulsado a compartir un bote? La clave estaba ahí.

Fue un acto realmente absurdo. Sólo pudo tratarse de alguien a quien conocía, de quien nada recelaba. Pero aun así, ¿por qué? ¿Qué razón podía haber tenido alguien, incluso un amigo, para tan ridícula actividad en mitad de la noche?

¿Bart Mitchell?

¿Bart y Mina?

Se apeó del cabriolé, cruzó la acera y llamó a la puerta de los Winthrop. La criada acudió casi de inmediato.

—Buenas tardes. —Le tendió su tarjeta—. ¿Sería tan amable de preguntar a la señora Winthrop si puedo hablar con ella? Es un asunto de suma importancia.

La muchacha cogió la tarjeta y momentos después regresó para acompañarlo al salón. Mina Winthrop estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia el jardín. Llevaba el pelo recogido en un moño, y un vestido verde oscuro que casi parecía negro. Le sentaba muy bien, hacía juego con su piel clara y su largo cuello. Mina sonreía, y de repente Pitt pudo ver en ella la joven que había sido veinte años atrás.

Bart Mitchell estaba junto a la repisa de la chimenea observando a Pitt con sus ojos azules e intensos y expresión circunspecta.

—Buenas tardes, superintendente —dijo Mina con afecto, yendo hacia él—. ¿Necesita más información? Le he dado vueltas una y otra vez, pero no encuentro nada que parezca importante.

—No era de su marido de lo que quería hablarle, señora Winthrop —dijo Pitt. Miró de reojo a Bart y le saludó con la cabeza—. Era sobre el señor Arledge.

Ella se sobresaltó.

—¿El señor Arledge?

—Sí. Creo que usted le conocía, ¿no?

—Yo… Bien, no exactamente. Yo… —Parecía confusa, y miró a su hermano.

—¿Por qué lo pregunta, superintendente? —Bart avanzó hasta el centro de la habitación—. No pensará que la señora Winthrop tuvo algo que ver con su muerte, ¿verdad? Eso sería absurdo.

—Sólo busco pistas, señor Mitchell —dijo Pitt con un leve gesto de cortesía dedicado a Mina—. Una observación, una palabra cazada al vuelo, una idea que de repente cobra relevancia…

—Disculpe —dijo Bart—. Pero ¿por qué iba a saber Mina algo pertinente sobre Arledge? Sólo le conoció de pasada en ocasión de uno o dos conciertos. Dudo mucho que lo que usted sugiere pudiera haberse dado en tales circunstancias.

Pitt hizo caso omiso.

—¿Conocía o no a Arledge, señora? —le preguntó a Mina.

—Bien… —vaciló—. Le vi en un par de ocasiones. Soy muy aficionada a la música. Él era un músico excelente, sabe usted.

—Eso tengo entendido. Pero creo que usted le conocía un poco personalmente, señora Winthrop.

Bart alzó la barbilla y miró a Pitt.

—¿Qué está insinuando, superintendente? En otro momento, esa pregunta sería inofensiva, pero ya que está investigando la muerte de ese hombre, sus observaciones adquieren un tono muy distinto. La relación de mi hermana con el señor Arledge era muy somera, y no había en ello nada improcedente.

—Claro que no, Bart —dijo Mina con un deje de disculpa—. No creo que sea eso lo que el superintendente tenía en mente. No hay motivo para pensar semejante cosa. —Se volvió hacia Pitt—. Cruzamos algunas palabras y nada más, se lo aseguro. Si yo me hubiera fijado en algo que podía serle de ayuda, ¿no cree que le habría hecho avisar de inmediato? Al fin y al cabo, ¡a él lo mató la misma persona que asesinó a mi marido!

—¡Pero Mina! —exclamó Bart—. Desde luego que no había nada improcedente. El señor Pitt no trata de insinuar eso. Lo que está diciendo es que, precisamente por esa razón, tú podrías saber más de lo que estás dispuesta a revelar.

—Se equivoca, señor Mitchell —le cortó Pitt, aunque no era del todo sincero—. Podría haber una conexión que la señora Winthrop desconoce. Como usted ha señalado antes, alguna conexión tiene que haber.

Bart le dedicó una mirada hostil de sus extraordinarios ojos.

—¿Señora Winthrop? —insistió Pitt.

Ella le miró con inocencia y no dijo palabra.

Pitt se vio obligado a concretar.

—Se la vio en un estado de desasosiego durante una recepción a la salida de un concierto, y el señor Arledge estuvo intentando consolarla. Usted parecía confiar en él.

—Oh. —Mina contuvo el aliento y miró a Bart, con miedo y apuro a la vez.

Bart fue a situarse a su lado.

—Quienquiera que haya dicho eso, superintendente, tuvo muy mal gusto —repuso, tenso—. Fue un asunto doméstico sin importancia, como nos sucede a todos alguna que otra vez, y no puede guardar la menor relación con la muerte de Arledge. Pero hombre de Dios, ¿qué tiene que ver la… —dudó un segundo— muerte de un animal doméstico con ese loco salido quién sabe de dónde que se dedica a cortar cabezas en Hyde Park? Es ridículo. Si ésas son todas las pistas que tiene, ¡no me extraña que el asesino siga en libertad!

—Eres injusto, Bart —terció Mina—. El superintendente no podía saber que eso… que eso fue lo que pasó. Sólo sabe que yo estaba preocupada y que el señor Arledge trató de consolarme. Podría haber sido importante. —Sonrió a Pitt, incómoda—. Lamento que eso no le sirva de nada. Me temo que tendrá que buscar en otra parte. El señor Arledge estaba siendo amable conmigo porque la música me había conmovido mucho. Seguro que habría hecho lo mismo por cualquier otra persona. Nuestra relación no fue más allá. Él no me dijo nada que pueda arrojar luz sobre la causa de su muerte. En realidad no puedo recordar lo que me dijo. Todo fue muy general.

Dudó como si fuera a añadir algo, y luego miró nerviosa a su hermano.

—¿Conocía usted al señor Arledge? —preguntó Pitt a Bart Mitchell.

—¡No! —terció Mina, ruborizándose por su precipitación—. ¡Oh! Lo siento. Quería decir que… Bart ha vuelto hace muy poco del extranjero.

—¿Cuándo ocurrió aquel incidente, señora?

Ella palideció.

—Yo… pues… no lo recuerdo… Hace algún tiempo.

—¿Antes de los cardenales en la muñeca?

Hubo un momento de silencio absoluto. El reloj junto a la ventana sonó como leña chisporroteando al fuego.

—Eso fue el otro día —dijo fríamente Bart—. Un accidente con el té. Una doncella torpe que no miró por dónde iba. —Sus ojos azules perforaron a Pitt con ira y desafío—. Eso ya lo sabía usted, superintendente.

—He dicho los cardenales, señor Mitchell —replicó Pitt sin pestañear.

—¡Fue culpa mía! —dijo Mina—. Se lo aseguro, yo… —Se volvió hacia Pitt. Toda seguridad en sí misma había desaparecido. Se la veía asustada—. Estaba haciendo tonterías y mi marido me sujetó para… para evitar que me cayera. Yo ya había perdido el equilibrio, y entonces…

Bart parecía a punto de estallar por alguna emoción que no se atrevía a revelar. Su rostro había enrojecido de ira.

—Y él, al hacer fuerza, yo, con el peso… —balbució Mina—. En realidad no fue nada, y sólo yo tuve la culpa.

—¡No es cierto! —Bart acabó perdiendo el control; su voz temblaba y sonaba muy grave—. Deja de culparte por… —Se detuvo y abrazó a Mina como si de no hacerlo ella hubiera podido caer—. Superintendente, todo esto no tiene la menor relación con sus pesquisas. Sucedió mucho antes de la muerte de Arledge y nada tiene que ver con ella. Me temo que ninguno de los dos le conocía personalmente, y aunque nos gustaría, no podemos ayudarle. Que tenga un buen día, señor.

—Entiendo. —Pitt no le creyó, como menos aún creía a Mina, pero no podía demostrar nada. Estaba seguro de que Oakley Winthrop había pegado a Mina frecuentemente, y que ella tenía miedo de que cuando Bart lo vio decidiera matar a Winthrop, o que la policía pudiera pensar eso—. Gracias por su tiempo, señora Winthrop —dijo—. Señor Mitchell. —Y haciendo una ligera reverencia, pero sin dar a entender que creía su versión, se despidió de ellos.