Capítulo 11
Claudine Burroughs llegó temprano a la clínica de Portpool Lane. No era que hubiera una cantidad de trabajo particularmente grande por hacer, más bien era que deseaba guardar la ropa blanca, revisar la despensa y poner un poco de orden. Había comenzado a trabajar allí porque necesitaba algo en que ocuparse que fuese menos insustancial que los compromisos de su círculo social. Encontraba que quienes padecían penurias y privaciones daban pie a un trato más cálido, a confiar tácitamente en la bondad, e incluso a compartir un propósito o un sueño en común. Nada de eso encontraba en las visitas, las meriendas, cenas y bailes a los que asistía. Incluso ir a la iglesia se le antojaba más un acto de disciplina que de esperanza, y de obediencia más que de generosidad.
Había escogido aquella obra benéfica en concreto porque ninguna de sus conocidas se implicaría jamás en algo tan vulgar o tan práctico. Deseaban parecer virtuosas, pero no al precio de ponerse ropa vieja, arremangarse y trabajar de verdad, tal como Claudine estaba haciendo ahora, ordenando los armarios de la cocina. Por descontado, en su casa ni se le ocurriría hacer algo semejante, como tampoco esperaría que lo hiciera la cocinera. Toda casa respetable contaba con fregonas para esa clase de tareas.
En realidad hallaba bastante satisfacción trabajando y, mientras tenía las manos sumergidas en el agua caliente y jabonosa, daba vueltas en la cabeza a los pequeños signos de inquietud y aflicción que había detectado en Hester de un tiempo a esa parte. Daba la impresión de estar evitando a Margaret Rathbone, que también se mostraba distante y en ocasiones una pizca cortante.
Claudine apreciaba y respetaba a Margaret, aunque no con el mismo cariño que sentía por Hester. Hester era más espontánea, más vulnerable y menos orgullosa. De ahí que cuando Bessie entró en la cocina para anunciar que Hester había llegado, y que iba a preparar una buena tetera para llevársela, Claudine le dijera que acabara de reordenar los armarios y que ella misma le llevaría el té.
Cuando dejó la bandeja encima de la mesa del despacho, vio que Hester seguía estando tan preocupada como antes, si no más. Sirvió el té para tener una excusa que le permitiera quedarse. En aquel preciso momento deseaba más que nunca ser de ayuda, pero no estaba segura de qué era lo que iba mal, pues las posibilidades eran muchas. La primera que acudió a su mente fue el dinero, fuera personal o para la clínica. O quizás un caso grave de lesiones o de enfermedad que no supieran cómo tratar. Les había ocurrido en el pasado y sin duda volvería a suceder. O podrían ser disputas entre el personal, diferencias de opinión sobre la administración, problemas domésticos o mera infelicidad. Pero lo que consideró más probable fue que se tratara de algo relacionado con el juicio en el que Hester y su esposo habían prestado declaración. Sir Oliver y Margaret Rathbone habían vencido, y Hester y Monk habían perdido, ignominiosamente. No obstante, Claudine no podía preguntar; sería a un mismo tiempo una torpeza y una impertinencia.
—Creo que la señora Rathbone…, es decir, lady Rathbone… no va a venir hoy —dijo con sumo tacto. Vio que Hester se ponía en guardia para acto seguido relajarse un poco, y Claudine prosiguió—. Pero ayer revisó las cuentas y lo cierto es que el balance es bastante bueno.
—Bien —respondió Hester—. Gracias.
Con aquello pareció poner punto final a la conversación. No obstante, Claudine no ciaría su brazo a torcer tan fácilmente.
—Me pareció verla preocupada, señora Monk. ¿Cree que quizá no se encuentre del todo bien?
Hester levantó la vista, prestando toda su atención a la conversación.
—¿Margaret? No me había dado cuenta. Y debería haberlo hecho. Me pregunto si… —se interrumpió.
—¿Si está embarazada? —terminó Claudine por ella—. Es posible, pero lo dudo. A decir verdad, a mí me parece más inquieta que enferma. Quizá no haya sido del todo sincera al decir que «no se encuentra bien».
Hester no se molestó en disimular su sonrisa.
—No es propio de usted, Claudine. ¿Por qué no trae otra taza? ¿Hay suficiente té para las dos?
Claudine hizo lo que le pidieron y regresó al cabo de un momento. Se sentó delante de Hester, que le habló con franqueza.
—Este caso de Jericho Phillips nos ha distanciado. Como es natural, Margaret cerró filas con su esposo, tal como supongo que es debido…
Claudine la interrumpió. Fue consciente de que quizá sería indecoroso, pero no podía guardar silencio y al mismo tiempo ser siquiera remotamente sincera.
—Dudo que Dios exija a ninguna mujer que siga a su marido al infierno, señora Monk —dijo resueltamente—. Yo prometí obediencia, pero me temo que no podría mantener ese voto si tuviera que hacerlo contra mi conciencia. Quizá sea condenada por ello, pero no estoy dispuesta a dejar mi alma al cuidado de nadie.
—No, creo que yo tampoco —coincidió Hester con aire meditabundo—. Pero ella acaba de casarse, como quien dice, y me parece que está muy enamorada de sir Oliver. Además, bien podría creer que tiene toda la razón. He preferido no atosigarla con la investigación que he estado llevando a cabo porque la pondría en una situación que quizá la obligara a ponerse en contra de él.
Claudine no contestó, aguardando a que Hester se explicara.
Hester le refirió sucintamente en qué consistía el negocio de Phillips y lo que había descubierto hasta entonces sobre el alcance de su capacidad para chantajear.
Claudine reaccionó indignada pero sin mayor sorpresa. Llevaba muchos años viendo lo que había tras las máscaras de la respetabilidad. Por lo general no eran cosas tan feas como aquella, pero quizá los grandes pecados comenzaran como simples debilidades, y anteponiéndose sistemáticamente a los demás.
—Entiendo —dijo en voz baja, sirviendo más té para ambas—. ¿Qué podemos hacer al respecto? Me niego a aceptar que no haya nada.
Hester sonrió.
—Yo también, pero confieso que todavía no sé qué. Mi marido sabe el nombre de al menos una de las víctimas, aunque aislarlas servirá de poco. Necesitamos al cabecilla.
—Jericho Phillips —terció Claudine.
—Es una pieza clave, desde luego —corroboró Hester, entre dos sorbos de té—. Pero últimamente he estado reflexionando y me pregunto si está solo en esta empresa, o si tal vez solo es parte de ella.
Claudine se sorprendió.
Hester se inclinó hacia delante.
—¿Por qué iba uno de los clientes de Phillips a pagar por su defensa de modo que pudiera proseguir con sus chantajes?
—Porque también suministra pornografía a la que ese desdichado es adicto —respondió Claudine sin el menor titubeo.
—Cierto —contestó Hester—. Pero cuando Phillips estaba arrestado, ¿quién avisó a ese hombre y le dijo que pagara la defensa de Phillips? Phillips no podía mandarle aviso, pues el secreto del hombre saldría a la luz, y de ese modo perdería el poder que ejercía sobre él.
—¡Oh! —Claudine comenzaba a comprender—. Hay alguien con más poder que, por sus propios motivos, desea que Phillips esté a salvo y siga ganando dinero. Cabe suponer que si Phillips fuera hallado culpable las pérdidas de ese hombre serían mayores que su ganancia.
Hester hizo una mueca.
—Qué directa. Ha captado el asunto de manera admirable. No estoy segura de hasta qué punto podemos tener éxito mientras no sepamos quién es esa persona. Me temo que se tratará de alguien a quien nos resultará difícil burlar. Se las ha arreglado para proteger muy bien a Phillips hasta ahora, a pesar de todo lo que Durban o nosotros hemos hecho.
Claudine tuvo un escalofrío.
—¿Supongo que no piensa que chantajeara a sir Oliver, verdad?
Se sintió culpable tan solo por haberlo pensado, y no digamos ya por preguntarlo. Le constaba que se había puesto roja, pero era demasiado tarde para retirar lo dicho.
—No —dijo Hester sin resentimiento—. Pero me pregunto si no fue manipulado para que representara a Phillips, sin darse cuenta de lo que significaba realmente. El problema es que ahora no sé qué puedo hacer para pillar a Phillips. Somos tan… —suspiró—, tan… vulnerables.
Las ideas se agolpaban en la mente de Claudine. Quizá pudiera hacer algo, después de todo. En el tiempo que llevaba trabajando en la clínica había aprendido cosas sobre aspectos de la vida que hasta entonces no había imaginado ni en sus peores pesadillas. Ahora comprendía al menos en parte a las personas que entraban y salían de las puertas de aquella institución. En vestido y modales eran diferentes a sus conocidas de la alta sociedad, así como en sus orígenes, en sus esperanzas de futuro, en salud, en aptitudes y en las cosas que las hacían reír o ponerse de mal humor. Pero en ciertos aspectos eran descorazonadoramente semejantes. Eso era lo que la reconcomía, siempre con compasión y demasiado a menudo con impotencia.
Claudine terminó su taza de té y se disculpó sin agregar nada más al respecto, y fue a ver a Squeaky Robinson, un hombre con quien mantenía una relación de lo más especial. Que hablara con él era una circunstancia que se había visto obligada a aceptar, al menos al principio. Ahora vivían una especie de tregua sumamente agitada e incómoda.
Claudine llamó a su puerta; solo el cielo sabía qué sorpresa podía llevarse si la abría sin tomar esa precaución. Cuando le oyó contestar, entró y la cerró a sus espaldas.
—Buenos días, señor Robinson —dijo con cierta frialdad—. Cuando hayamos acabado de conversar le traeré una taza de té, si le apetece. Pero antes tengo que hablar con usted.
Squeaky la miró con recelo. Llevaba la misma chaqueta arrugada que de costumbre, una camisa que seguramente nunca había sido planchada, y el pelo le salía disparado en todas direcciones por haberlo revuelto con las manos no sin cierto frenesí.
—Muy bien —contestó de inmediato—. Diga lo que tenga que decir. Estoy sediento.
No soltó la pluma sino que la dejó suspendida encima del tintero. Anotaba todas las cifras en tinta. Al parecer nunca se equivocaba.
Claudine montó en cólera ante su desdén, pero se dominó. Quería su cooperación. Un plan comenzaba a tomar forma en su mente.
—Me gustaría que me prestara atención, por favor, señor Robinson —dijo con mucho tacto—. Su plena atención.
Squeaky se alarmó.
—¿Qué ha pasado?
—Creía que estaba tan bien informado como yo, pero tal vez no lo esté. —Se sentó pese a que no la hubiese invitado a hacerlo—. Se lo voy a explicar. Jericho Phillips es un hombre que…
—¡Sé todo lo que hay que saber sobre eso! —interrumpió Squeaky con aspereza.
—Pues entonces ya sabe lo sucedido —respondió Claudine—. Hay que zanjar el asunto para que podamos volver al trabajo sin que nos distraiga la conducta de ese sujeto. La señora Monk está muy afligida. Me gustaría echarle una mano.
Una mirada de exasperación absoluta transformó el semblante de Squeaky, que enarcó sus cejas hirsutas y torció las comisuras de la boca.
—¡Tiene tantas posibilidades de atrapar a Jericho Phillips como de casarse con el Príncipe de Gales! —dijo Squeaky con indisimulada impaciencia—. Vuelva a su cocina y haga lo que sabe hacer.
—¿Será usted quien lo capture? —replicó Claudine con frialdad.
Squeaky pareció incomodarse. Había contado con que Claudine se ofendiera y perdiera la compostura, pero eso no había ocurrido, lo que le produjo una sorprendente e inexplicable satisfacción, cuando debería haberle enfurecido.
—¿Y bien, lo hará o no? —insistió Claudine.
—Si pudiera, no estaría sentado aquí —replicó Squeaky—. Por el amor de Dios, vaya a buscar ese té.
Claudine no se movió de la silla.
—Alberga y mantiene secuestrados a niños pequeños para fotografiarlos realizando actos obscenos, ¿no es así?
Squeaky se sonrojó, molesto con ella por avergonzarlo. Debería ser ella la avergonzada.
—Sí. Y usted no debería ni siquiera saber que pasan esas cosas —dijo en tono de claro reproche.
—De poco nos serviría —contestó Claudine muy mordaz—. Supongo que lo hace por dinero. No me figuro otro motivo. Esas fotos las vende, ¿no?
—¡Claro que las vende! —le gritó Squeaky.
—¿Dónde?
—¿Qué?
—No se haga el tonto, señor Robinson. ¿Dónde las vende? La pregunta está más que clara.
—No lo sé. En su barco, por correo… ¿Cómo quiere que lo sepa?
—¿Por qué no en tiendas, también? —preguntó Claudine—. ¿No usaría cualquier sitio que pudiera? Si yo tuviera algo que supiera que puedo vender lo ofrecería en todas partes. ¿Por qué no iba él a hacer lo mismo?
—De acuerdo, pongamos que lo hace. ¿Y qué? Eso no nos hace ningún bien.
Con gran esfuerzo, Claudine se abstuvo de corregirle la última frase. No quería que se enfadara más de lo que ya estaba.
—¿No existe ninguna ley contra esa clase de cosas, cuando hay niños involucrados?
—Sí, claro que existe. —Squeaky la miró con cautela—. ¿Y quién va a aplicarla, eh? ¿Usted? ¿Yo? ¿Los polis? Nadie, entérese bien.
—No estoy segura de que nadie vaya a hacerlo —dijo en voz baja—. Le sorprendería lo que es capaz de hacer la buena sociedad, y lo hará si se siente amenazada, sea económicamente o, más importante aún, en términos de comodidad y amor propio.
Squeaky la miró de hito en hito. Comenzaba a comprenderla y la sorpresa asomó a sus ojos.
Claudine no sabía muy bien hasta qué punto quería que la entendiera. Quizá fuese conveniente cambiar de tema enseguida, si es que podía hacerlo, y seguir sonsacándole a Squeaky lo que quería averiguar. Cada vez veía con mayor claridad la alocada idea que había comenzado a tomar forma en su mente.
—¿Existe una ley que lo prohíba? —insistió Claudine.
—¡Ya le he dicho que sí! —le espetó Squeaky—. Pero eso no importa. ¿No lo entiende?
—Sí, por supuesto. —Deseaba aplastarlo pero no podía permitírselo. Necesitaba su ayuda, o al menos su colaboración—. Entonces tienen que venderse sin que la policía se dé cuenta.
—Naturalmente-dijo Squeaky exasperado.
—¿Dónde?
—¿Dónde? En todas partes. En callejones, en tiendas donde parecen libros decentes, tratados de economía, libros de cuentas, manuales para remendar velas o lo que usted quiera. He visto algunos que pasarían por Biblias, si no los mirases de cerca. Las venden tabaqueros, libreros, impresores, toda clase de gente.
—Entiendo. Sí, debe de ser difícil seguirles el rastro. Gracias. —Se levantó y dio inedia vuelta para marcharse, pero antes de salir se detuvo—. En los callejones cercanos al río, supongo.
—Sí. O de cualquier otro barrio. Pero solo en sitios donde van hombres que saben lo que quieren. No las encontrará en la Calle Mayor ni en ningún otro sitio de los que frecuenta la gente de su clase.
Claudine esbozó una sonrisa.
—Bien. Gracias, señor Robinson. No ponga esa cara. No me he olvidado de su té.
* * *
A Claudine no le alegraba regresar a su casa, pero tarde o temprano era imprescindible hacerlo; siempre lo era.
—Llegas tarde —observó Wallace, su marido, en cuanto entró en la sala de estar, tras haber accedido a la casa por la puerta de la cocina en lugar de usar la principal para que los vecinos no la vieran con la ropa que llevaba en la clínica. Ahora se había lavado y cambiado, poniéndose uno de sus trajes de tarde. Era a la última moda, bien cortado, de vivos colores y un tanto ajustado a causa del prieto corsé que llevaba debajo. También se había arreglado el pelo para realzar su atractivo, tal como debía hacer toda dama de su posición.
—Lo siento —se disculpó. De nada serviría dar explicaciones; a él no le interesaban sus razones.
—Si tanto lo sintieras, dejarías de hacerlo —replicó él secamente. Era un hombre corpulento, barrigudo y con la mandíbula prominente. A pesar de su edad, aún tenía el pelo abundante y casi sin canas. Claudine contempló su desdeñosa expresión y se preguntó cómo era posible que alguna vez lo hubiese encontrado físicamente atractivo. ¿Tal vez la necesidad era la madre de la aceptación y no solo de la invención?
»Dedicas demasiado tiempo a ese sitio —prosiguió Wallace—. Esta es la tercera vez en otras tantas semanas que tengo que señalártelo. Esto no puede seguir así, Claudine. Tengo derecho a esperar cierto sentido del deber por tu parte, y tu comportamiento dista mucho de ser el apropiado. Como mi esposa, tienes obligaciones sociales, y sabes de sobra cuáles son. Richmond me dijo que no habías asistido a la fiesta que dio su esposa el lunes pasado. ¿Es cierto? —preguntó en tono desafiante.
—Iban a recaudar fondos para una obra benéfica en África —contestó Claudine—. Yo trabajo en una de aquí.
Burroughs perdió Los estribos.
—¡Vamos, no seas ridícula! Ofendiste a una dama de considerable peso para ir a atender a un puñado de putas callejeras. ¿Has perdido por completo la noción de quién eres? Si es así, permite que te recuerde quién soy yo.
—Soy perfectamente consciente de quien eres, Wallace —dijo Claudine con tanta serenidad como pudo—. He pasado años… —Estuvo a punto de decir «los mejores años de mi vida», pero no lo habían sido; de hecho, habían sido los peores—. He pasado años de mi vida cumpliendo con todas las obligaciones que tu carrera y tu posición exigían…
—Y tu posición, Claudine —la interrumpió Burroughs—. Tengo la impresión de que lo olvidas demasiado a menudo.
Aquello fue una acusación en toda regla. Burroughs se estaba sonrojando y dio un paso hacia ella.
Claudine no retrocedió. Se negaría a hacerlo, por más que se aproximara.
—Esa posición que tomas tan a la ligera —prosiguió Burroughs— es la que proporciona el techo que te cobija, los alimentos que comes y la ropa que luces.
—Gracias, Wallace —respondió Claudine cansinamente. No sentía la menor gratitud. ¿Tan malo habría sido trabajar para ganarse el sustento y a cambio no deber nada a nadie? No, eso era una fantasía. Entonces una tenía que complacer a quien te daba empleo. Todo el mundo estaba ligado a alguien.
Burroughs no se percató del sarcasmo, o prefirió no hacerlo. Aunque lo cierto era que tenía muy poco sentido de la ironía y del absurdo.
—Me obligarás a escribir una carta a la señora Monk diciéndole que ya no puedes seguir ayudándola en su proyecto. Y lo haré mañana. —Satisfecho, respiró profundamente—. Estoy convencido de que después de su desafortunada comparecencia en los tribunales no se sorprenderá lo más mínimo.
—¡Era una testigo! —protestó Claudine, y al instante se dio cuenta, al ver la cara de su marido, que había cometido un error táctico.
—Por supuesto que era una testigo —dijo Burroughs indignado—. Con la vida que lleva y la gente con quien trata, seguro que ve toda clase de crímenes. El verdadero milagro es que declarara para la acusación y no para la defensa. Hasta ahora he sido muy tolerante, Claudine, pero ya has rebasado los límites de lo aceptable. Harás lo que te he ordenado. Y no tengo nada más que añadir sobre este asunto.
Claudine no recordaba haberse enfadado tanto alguna vez ni tener tantas ganas de defenderse. Su marido le estaba arrebatando lo que más alegría había traído a su vida. Al darse cuenta se quedó paralizada de asombro. Sería absurdo, pero trabajar en Portpool Lane le daba amistades, un norte y la sensación de estar en su lugar, de ser valorada, incluso de ser importante. No podía permitir que se lo quitara sin más, tan solo porque creyera que estaba en su derecho.
—Me sorprende —dijo Claudine, controlando la voz tanto como pudo, aunque fue consciente de que le tembló.
—Te he dicho que no quiero hablar más del asunto, Claudine —respondió Burroughs fríamente. Siempre la llamaba por su nombre cuando estaba contrariado—. No entiendo de qué te sorprendes, como no sea de que te lo haya tolerado tanto tiempo. Es absolutamente inapropiado.
—Me sorprende que seas de ese parecer. —Había pasado al ataque, y ya era casi demasiado tarde para retroceder. Se lanzó de cabeza—. Y debo añadir que me asusta.
Burroughs enarcó las cejas.
—¿Te asusta? Qué tontería. Te estás poniendo histérica. Simplemente te he dicho que vas cortar tu relación con esa clínica para putas. Perdona que use esa palabra, pero es la correcta.
—Eso es irrelevante. —Le restó importancia con un ademán. No era una mujer guapa pero tenía unas manos adorables—. Lo que te alarma es que me he aliado con personas que se han alzado públicamente contra un hombre que trafica con niños, niños pequeños, para ser precisos, para que otros hombres sacien con ellos sus más repugnantes apetitos. Y puesto que estamos usando las palabras correctas —imitó el tono de Burroughs a la perfección—, me parece que el término es sodomía.
»La practican toda clase de hombres —prosiguió—, de una naturaleza degradada y brutal, pero el hombre en cuestión ofrece sus servicios a quienes tienen dinero, es decir, mayormente a personas de nuestra clase social. —Vio cómo el rostro de Burroughs se ponía escarlata—. Lo que me asusta —prosiguió Claudine implacable, pese a que la voz le temblaba de miedo, no por lo que estaba diciendo—, es que tú no desees, de modo bien manifiesto, demostrar que estás en la batalla contra ello. —Inspiró profundamente y soltó el aire despacio, tratando de dominar el temblor de su cuerpo—. Quede claro que no sospecho que tú tengas tales apetitos, Wallace, pero me preocupa, y no poco, que me prohíbas que siga prestando mi apoyo a la señora Monk y cuantos luchan a su lado. ¿Qué pensará la gente? Esto está llamado a recibir más publicidad de la que se le está dando ahora. Creo que no podré complacerte retirándome del conflicto.
Burroughs la miró como si le hubieran salido cuernos y cola.
Claudine se encontró con que le faltaba el aire. Ahora ya no podría echarse para atrás en toda la vida. Supo cómo debió sentirse César al cruzar el Rubicón para declarar la guerra a Roma.
—¿Estás seguro de que eso es lo que quieres que haga? —dijo en voz baja.
—No sé qué te ha ocurrido —dijo Burroughs, mirándola con desprecio—. Eres una vergüenza para tu sexo, y para todo lo que tus padres esperaban de ti. Desde luego no eres la mujer con la que me casé.
—Comprendo que esto te duela —contestó Claudine. Ya se había adentrado en la otra orilla del Rubicón y no cabía batirse en retirada—. Tú sí eres el hombre con el que me casé, y eso me apena, cosa que tal vez también comprendas. Poco podemos hacer aparte de intentar llevarlo lo mejor posible. Haré lo que me parece correcto, que es seguir ayudando a los necesitados y luchar con todos los medios a mi alcance para que Jericho Phillips rinda cuentas ante la ley. Creo que estarás de acuerdo en que lo mejor que puedes hacer por tu propio interés es fingir que me apoyas. Te verías contra las cuerdas para justificar cualquier otra actitud ante tus amigos, y me consta que valoras su opinión. Hagan lo que hagan con su vida privada, no pueden manifestar públicamente que piensan de otro modo.
Y antes de que Burroughs pudiera contestar, salió de la sala y pidió a su doncella que le sirviera la cena en el tocador.
* * *
A la mañana siguiente Claudine salió hacia la clínica muy temprano, antes de las seis. Era de día en esa época del año y cuando al cabo de una media hora llegó, encontró a Ruby levantada, trabajando en la cocina. Ya había decidido que sería a Ruby a quien pediría ayuda.
—Buenos días, señora Burroughs —saludó Ruby sorprendida—. ¿Pasa algo? La veo alterada, como si tuviera fiebre. ¿Quiere una taza de té?
—Buenos días, Ruby —contestó Claudine, cerrando la puerta a sus espaldas—. Sí, me vendría muy bien una taza de té. Aún no he desayunado, y me figuro que usted tampoco. Traigo un poco de mantequilla y un bote de mermelada. —Los sacó y los dejó encima de la mesa—. Y una hogaza de pan fresco —agregó—. Necesito su consejo, y que me guarde un secreto.
Ruby contempló la magnífica mermelada Dundee y el pan crujiente, y tuvo claro que se trataba de algo serio. Se inquietó.
Claudine se dio cuenta.
—No hay motivo para preocuparse —dijo, dirigiéndose a la hornilla para abrir la portezuela, a fin de preparar las tostadas—. Deseo hacer algo que espero que sirva de ayuda a la señora Monk. Será desagradable, y quizás un poco peligroso, por eso me imagino que si se enterara me lo impediría. De ahí que esté hablando con usted en confianza. ¿Está dispuesta a ayudarme?
Ruby la miró maravillada. Era muy consciente de que Hester tenía problemas; todo el mundo lo sabía.
—Pues claro que sí —dijo resueltamente—. ¿Qué quiere hacer?
—Quiero vender cerillas —contestó Claudine—. Primero pensé en vender cordones de zapatos, eso también resultaría, solo que la gente no necesita comprarlos muy a menudo. Las flores no me servirían, como tampoco ninguna clase de comida.
Se irguió después de atizar las ascuas y comenzó a cortar pan. El aroma llenó la habitación.
Ruby puso la tetera en el fogón y alcanzó la caja del té, absolutamente perpleja.
—¿Por qué quiere vender cerillas? —No salía de su asombro. Le constaba que no podía ser por dinero. Claudine era rica.
—Como excusa para estar en la calle frente a la clase de tienda donde se venden las fotografías que Jericho Phillips saca a sus niños —respondió Claudine—. Sabemos qué cara tienen algunos de los críos; a lo mejor conseguiré encontrar esas fotografías, o al menos podré decirle al comandante Monk dónde puede encontrarlas. Así tendrá otro motivo para capturar a Phillips. O quizá detenga a alguno de los hombres que las compran…
Cuanto más abundaba Claudine en sus explicaciones, más desesperado e insensato le parecía a Ruby el plan.
—¡Jolín! —Ruby soltó un bufido de asombro y admiración. Tenía los ojos muy abiertos y chispeantes—. ¡Así tendrá la prueba! Y podrá acusar a Phillips, ¿eh? No será como ahorcarlo pero, desde luego, se pondrá muy furioso. ¡Y sus clientes saldrán en desbandada como avispas huyendo del fuego! La ayudaré, y no se lo diré a nadie. ¡Lo juro!
—Gracias —dijo Claudine con profunda gratitud—. ¿Qué le parece si desayunamos? Espero que le guste la mermelada.
—¡Jolín! Claro que me gusta. Usted dirá. —Ruby contemplaba el bote como si ya estuviera saboreando su contenido—. Tendrá que ponerse una blusa y una falda que no canten, y un mantón. Puedo conseguirle uno. Olerá mal, se lo advierto. Pero tiene que oler. No puede ir por ahí con su aspecto normal, o la calarán enseguida. Y tendrá que mantener la boca cerrada tanto como pueda. Yo le diré lo que tiene que decir, O mejor, finja que es sorda y que no oye nada… Y botines, le conseguiré unos botines que parecerá que haya ido y vuelto de Escocia a pie.
—Gracias —dijo Claudine en voz baja. Comenzaba a preguntarse si realmente tendría el coraje de seguir adelante con aquello. Era una idea de locos. Se veía totalmente incompetente para llevar a cabo semejante plan. Resultaría humillante. Descubrirían que iba disfrazada al instante, y Wallace la haría internar por lunática. No tendría el menor problema para hacerlo. ¿Qué otra explicación podía haber para tal comportamiento?
Ruby meneó la cabeza.
—Tiene muchas agallas, señora. —Los ojos le brillaban con un respeto reverencial—. Apuesto a que la señora estaría orgullosa de usted. ¡Aunque no seré yo quien se lo diga! —agregó enseguida—. Descuide, que no me chivaré.
Aquello zanjaba el asunto. Ya no había vuelta atrás. Le sería imposible defraudar la fe que Ruby depositaba en ella y su ferviente admiración.
—Gracias —dijo Claudine de nuevo—. Es usted una aliada excelente y leal.
Ruby resplandeció complacida, pero estaba demasiado emocionada para hablar.
* * *
Claudine no salió hasta el atardecer, cuando tendría más posibilidades de pasar inadvertida. Aun así, caminaba con la cabeza gacha, arrastrando un poco los pies calzados con botines ajenos e incómodos en extremo. Debía de presentar un aspecto horrible. Llevaba el pelo engrasado con aceite de la cocina, cuyo olor a rancio le repugnaba, y la cara manchada de mugre, igual que las manos y la parte del cuello que quedaba a la vista. Iba envuelta en un mantón, y le alegraba poder arrebujarse con él, no tanto porque hiciera frío, pues hacía una noche templada, como para ocultar tanto de sí misma como fuese posible. Acarreaba una bandeja ligera que podía colgarse del cuello con un cordel, y una bolsa llena de cajas de cerillas para vender. También llevaba calderilla, sobre todo peniques y medios peniques. Ruby le había dicho que monedas mayores resultarían sospechosas.
Comenzó por el muelle de más allá de Wapping y caminó lentamente hasta encontrar una esquina entre una buena tabaquería y una taberna, y se quedó allí plantada con la bandeja apoyada justo debajo del busto, sintiéndose tan llamativa como una mosca aplastada contra una pared blanca, y más o menos igual de inútil.
También sentía miedo. Cuando oscureció solo veía claramente los breves trechos de calle que iluminaban las farolas, o retazos de acera rota donde la luz salía de una ventana o de una puerta abierta de repente. Había ruido por todas partes. A lo lejos los perros ladraban por encima del traqueteo del tráfico que circulaba por una bulliciosa travesía a unos setenta metros de allí. Más cerca de ella, la gente gritaba, y por encima de ese jaleo, se oían súbitas carcajadas y pasos a la carrera.
La embargó un ridículo agradecimiento cuando un hombre le habló y le compró cerillas. Que la hubiese visto y reconocido como un ser humano rompió la soledad que la había ido envolviendo como una burbuja de cristal. Sonrió, y al hacerlo recordó con vergüenza que Ruby también le había ennegrecido dos dientes; los tenía muy bonitos, demasiado regulares y blancos para el tipo de mujer que estaba fingiendo ser.
Lo que aún resultaba más extraño y desconcertante era que el hombre no se diera cuenta de nada. La tomó exactamente por lo que aparentaba ser, una mujer de la calle demasiado vieja y poco agraciada para ejercer de puta, pero que aun así necesitaba ganar un par de chelines, sola y de noche en la esquina de una calle vendiendo cerillas lloviera o nevara, hiciera frío o calor. Se sintió aliviada, aunque no menos perpleja. ¿Era esa la única diferencia, la ropa y un poco de mugre, el modo de llevar la cabeza, tanto si se atrevía a mirarle a los ojos como si no?
Podría pasar allí toda la noche y quienes se apiadaran de ella le comprarían cerillas, pero no averiguaría nada. Tenía que situarse más cerca de las tiendas que vendían libros y periódicos, tabaco, la clase de cosa que un hombre compraría sin suscitar interés ni comentarios. Ruby le había dicho dónde estaban y cómo eran. ¿Quizá debería ir más cerca del barco de Jericho Phillips? Deseaba descubrir su comercio en concreto. A lo mejor, como la mayoría de otros ramos, cada cual tenía su zona y no se metía en territorio ajeno. En cualquier caso, allí estaba cogiendo frío y se estaba entumeciendo, y lo único que conseguía era un poco de práctica en la venta de cerillas.
Echó a caminar hacia el río y recorrió cosa de medio kilómetro hasta el sur de Execution Dock. Aquel era uno de los sitios donde se sabía que Phillips atracaba su barco. Otro quedaba todavía más al sur, en Limehouse Reach, Aún había un tercero donde el meandro de Isle of Dogs doblaba hacia Blackwall Reach, enfrente de las marismas de Bugsby Marshes. Demasiado lejos para que un hombre rico fuera en busca de placeres y, por descontado, mucho menos rentable para vender libros y fotografías.
¿Estaba siendo inteligente? ¿O simplemente demasiado estúpida para saber lo necia que era? Wallace habría dicho lo segundo, si no estuviera que trinase y optara por callar. No soportaría que llevara razón; eso sería casi tan malo como defraudar a Ruby.
Siguió caminando. Era tarde y reinaba una oscuridad absoluta. ¿Hasta qué hora permanecían abiertas las tiendas? Comprar pornografía infantil sin duda no era algo que se hiciera durante el día. Como estaban en verano, ¿permanecerían abiertas toda la noche? Tal vez los clientes acudieran después de asistir al teatro. Aunque lo más evidente sería hacerlo después de visitar el barco de Phillips.
Aquella era su mejor baza, ir hacia el río y los callejones que conducían a los muelles.
Sin embargo, anduvo de aquí para allá infructuosamente hasta pasada la medianoche. Finalmente, cansada, con frío y desalentada, regresó a la clínica, donde Ruby la recibió. Fue entonces cuando se jactó de que no se daba por vencida, aseverando que al día siguiente volvería a salir. Fue a una de las habitaciones vacías que reservaban para las pacientes con enfermedades contagiosas y durmió hasta que de buena mañana la despertó un ruido de pasos y la maldición entre dientes de una de las asistentas.
Claudine se había puesto contra las cuerdas y no podía eludir el compromiso de salir aquel atardecer, a no ser que estuviera dispuesta a perder la reciente adoración de Ruby. Se sorprendió al constatar que la valoraba demasiado para plantearse siquiera algo semejante.
Esa razón la llevó a encontrarse de nuevo en la esquina de la misma calle, azotada por el viento y bajo una fina llovizna veraniega, acarreando una bandeja de cerillas, tapada con un hule, cuando un par de encopetados caballeros pasaron por allí, al parecer sin reparar en ella.
Claudine se volvió, como para cruzar la calle, o incluso para seguirlos y suplicarles que le compraran una caja de cerillas. En cambio, pasó de largo y echó una rápida ojeada a la fotografía que uno de los hombres estaba mirando. La decepcionó mucho que fuese de una mujer adulta sorprendida completamente desnuda. Lo único que sintió fue la desilusión de que no fuera uno de los niños de Phillips. Y también cierto alivio que no hizo sino acentuar su sensación de culpabilidad. En realidad prefería no ver esas imágenes; el problema residía en que no tenía sentido presentar ninguna prueba a Hester si no podía jurar qué contenían. Todos habían aprendido la amarga lección de lo inútil que podía llegar a ser.
Entonces cayó en la cuenta de que vender un tipo de pornografía no impedía venderla de otro. Paró en seco, como si hubiese olvidado algo, dio media vuelta y regresó de nuevo a ocupar su sitio a pocos metros de donde había estado antes. Esta vez se situó al otro lado de la calle, desde donde podría observar a cualquiera que entrara a la tienda, viniese de la dirección que viniera.
Vio entrar y salir a varios clientes de aspecto corriente, pero la siguiente vez que vio entrar a un hombre bien vestido cruzó la callejuela y entró en la tienda detrás de él. Se quedó en un rincón como si aguardara su turno en las sombras, alejada de lo que se hablara en el mostrador. A primera vista cualquiera hubiese pensado que estaba siendo discreta.
Cuando el comprador hubo elegido las tarjetas que deseaba y pagado al tendero, Claudine avanzó, fingiendo estar mareada, y dio un traspié hacia un lado. Como por accidente, chocó contra la mano del cliente y las tarjetas cayeron al suelo revoloteando. Dos quedaron boca abajo, tres boca arriba. Mostraban niños desnudos y asustados en actitudes que solo deberían adoptar hombres adultos, y eso en la más estricta intimidad. Uno de ellos presentaba verdugones sanguinolentos que ninguna prenda de vestir ocultaba.
Claudine cerró los ojos y se desplomó, sin tener que fingir del todo que tenía náuseas. El tendero salió de detrás del mostrador e intentó ayudarla a ponerse de pie mientras el cliente recogía del suelo sus preciados tesoros.
Los momentos que siguieron transcurrieron tan deprisa que Claudine quedó aturdida. Se levantó no sin esfuerzo, ahora mareada de verdad, y ante la insistencia del tendero bebió un poco de brandy que seguramente era cuanto le podía ofrecer. Entonces le dijo que el tabaco de su marido tendría que esperar, que necesitaba respirar aire fresco y, sin aceptar más ayuda que la de recogerle las cerillas, le dio las gracias y salió dando tumbos a la oscuridad de la calle, donde comenzaba a llover otra vez. No era más que llovizna, o quizá la bruma que llegaba desde el río y se condensaba, y se oían los lamentos de las sirenas de niebla que resonaban desde Limehouse Reach e incluso desde más lejos.
Se apoyó contra la pared de una casa de inquilinato, con el estómago revuelto y un sabor a bilis en la boca. Temblaba de frío, le dolía la espalda y tenía los pies llagados. Estaba sola en la oscuridad de la calle húmeda, ¡pero aquello había sido una victoria! No debía olvidar jamás ese instante; había pagado un precio muy alto por vivirlo.
Pasaron tres o cuatro hombres más. Dos le compraron cerillas. Iba a ganar lo suficiente para una hogaza de pan. En realidad no tenía ni idea de cuánto costaba una hogaza de pan. Una jarra de cerveza costaba tres peniques, se lo había oído decir a alguien. Cuatro jarras por un chelín. Nueve chelines a la semana era un alquiler razonable, la mitad de la paga semanal de un obrero.
Iban bien vestidos, aquellos clientes de la tabaquería. Sus trajes debían costar no menos de dos libras. La camisa de uno de ellos parecía de seda. ¿Cuánto costaban las fotografías? ¿Seis peniques? ¿Un chelín?
Se oyó el ruido de la puerta de la tienda al cerrarse y entonces otro hombre se detuvo delante de ella. Debía de ser medianoche. Era un hombre corpulento, robusto, y las tarjetas que tardó demasiado en meterse en el bolsillo del abrigo eran inconfundibles.
—¿Sí, señor? ¿Cerillas, señor? —dijo Claudine con la boca seca.
—Me quedaré un par de cajas —contestó él, ofreciéndole dos peniques.
Claudine los acepto y él mismo cogió dos cajas de la bandeja. Levantó la vista hacia ella, y Claudine lo miró a los ojos para ver si iba a pedirle algo más. Entonces se quedó petrificada. Se le heló la sangre en las venas. Debía de estar blanca como la nieve. Era Arthur Ballinger. No tenía la menor duda. Había coincidido con él en varias recepciones a las que había asistido con Wallace. Lo recordaba porque era el padre de Margaret Rathbone. ¿Se acordaría de ella? ¿Por eso la miraba tan fijamente? ¡Aquello era peor que lo ocurrido en la tienda! Se lo contaría a Wallace, podía darlo por hecho. Y ella no podría dar ninguna explicación. ¿Qué motivo podía tener una dama de la alta sociedad para vestirse como una pordiosera y vender cerillas en la calle, delante de una tienda que vendía pornografía de la más depravada?
¡No, era mucho peor que eso! Ballinger entendería el motivo. Sabría que lo estaba espiando, así como a otros como él. Tenía que hablar, decir algo que echara por tierra sus sospechas de modo que se convenciera de que no era más que lo que parecía, una vendedora ambulante, una mujer sumida en la miseria absoluta.
—Gracias, señor —dijo con voz ronca, tratando de imitar el acento de las mujeres que acudían a la clínica—. Dios le bendiga —agregó, y se atragantó al respirar, de tan seca como tenía la garganta.
Ballinger retrocedió un paso, la volvió a mirar, cambió de parecer y se marchó a grandes zancadas. Dos minutos después lo había perdido de vista y volvía a estar sola en la calle, ahora tan oscura que apenas alcanzaba a ver sus extremos. Las farolas colgaban envueltas en volutas de bruma que se disolvían y volvían a formar con las rachas del viento procedente del río que azotaban las oscuras fachadas.
Pasó un perro trotando en silencio, su silueta indistinta. Un gato casi invisible corrió pegado al suelo, se trepó a un muro sin esfuerzo aparente y saltó al otro lado. En algún lugar un hombre y una mujer discutían a gritos.
Entonces tres hombres doblaron la esquina, ocupando casi toda la anchura de la calleja, y se dirigieron con aire fanfarrón hacia ella. Cuando pasaron debajo de una farola, Claudine vio sus toscos semblantes. Dos de ellos la miraban con ganas. Uno se humedeció los labios con la lengua.
Claudine dejó caer la bandeja de cerillas y echó a correr, ignorando el daño que le hacían las botas al pisar los adoquines, la oprimente oscuridad y el hedor de la basura. Ni siquiera miraba por dónde iba, cualquier sitio era bueno con tal de escapar de los hombres que la perseguían, riendo y gritándole obscenidades.
Al final de la calle dobló hacia la izquierda por la esquina más cercana que le permitía no atravesar un trecho más amplio donde podría ser vista. Aquel callejón era más oscuro, pero sabía que los hombres oirían el ruido de sus pasos sobre la piedra. Dobló una y otra vez, siempre corriendo. Temía meterse en un callejón sin salida y verse atrapada entre sus perseguidores y una pared.
Un perro ladraba enfurecido. Más adelante había unas luces. La puerta de una taberna estaba abierta y un farol amarillo alumbraba el adoquinado. El olor a cerveza era fuerte. Tuvo tentaciones de entrar; estaba iluminaba y parecía un sitio caliente. ¿La ayudarían?
O no. No, si le daban un tirón a la ropa verían la inmaculada lencería que llevaba. Se darían cuenta de que era una impostora. Se enojarían. Se sentirían burlados, embaucados. Quizás incluso la matarían. Había visto las heridas de demasiadas mujeres de la calle que se habían topado con la ira desatada de algún desaprensivo.
Seguir corriendo. No fiarse de nadie.
Sentía punzadas de dolor en los pulmones al respirar, pero no se atrevía a parar.
Oyó más gritos a sus espaldas. Intentó correr más deprisa.
Los pies le resbalaban en los adoquines, la piedra relucía de humedad. En dos ocasiones estuvo a punto de caer y solo lo evitó agitando los brazos como aspas para mantener el equilibrio.
No tenía ni idea de cuánto había corrido ni de dónde se encontraba cuando por fin la venció el agotamiento y se acurrucó en el portal de una casa de inquilinato en una callejuela muy estrecha, cuyos tejados casi se tocaban en lo alto. Oía animales que correteaban, garras rasgando, respiraciones, pero ninguna bota humana en la superficie de la calle, ninguna voz gritando o riendo.
Había alguien cerca de ella, una mujer que más bien parecía un montón de ropa sucia y andrajosa atada con un cordel. Claudine se arrimó a ella, buscando su calor. Quizás incluso podría dormir un poco. Por la mañana ya averiguaría dónde estaba. De momento resultaba invisible en la oscuridad, solo era otro montón de harapos, igual que todos los demás.
* * *
Hester llegó a la clínica por la mañana y encontró a Squeaky Robinson aguardándola. Acababa de sentarse a su escritorio para revisar las cuentas de las medicinas cuando Squeaky llamó a la puerta y entró sin esperar a que ella contestara. Cerró a sus espaldas. Parecía inquieto y preocupado. Llevaba un papel de carta en la mano. Comenzó a hablar sin siquiera saludar antes.
—¡Dos días! —dijo bruscamente—. Nada de nada, ni una palabra. Y ahora su marido nos escribe cartas para que regrese a casa.
Agitó el papel a modo de prueba.
—¿Quién? —preguntó Hester. No hizo comentario alguno sobre sus modales; veía claramente que estaba afligido.
—¡Su marido! —espetó Squeaky. Miró la hoja de papel—. Wallace Burroughs.
Entonces Hester lo entendió, y se preocupó tanto como él.
—¿Me está diciendo que Claudine lleva dos días sin aparecer por aquí? ¿Y que tampoco ha estado en su casa?
Squeaky cerró los ojos con una mueca de desesperación.
—¡Se lo acabo de decir! Ha desaparecido, se ha largado, la muy…
Buscó una palabra lo bastante fuerte para expresar sus sentimientos, pero no encontró ninguna que pudiera emplear delante de Hester.
—Enséñeme la carta.
Hester alargó el brazo y Squeaky se la pasó. De tan sucinta resultaba cortante, pero era muy explícita. Decía que había prohibido a Claudine que siguiera involucrándose en los asuntos de la clínica y que, al parecer, lo había desafiado, pues llevaba dos días con sus noches sin aparecer por su casa ni cumplir con sus obligaciones. Exigía que quienquiera que estuviese al frente de la clínica enviara a Claudine de inmediato a su casa, y que en el futuro se abstuviera de dirigirse a ella y de importunarla pidiéndole ayuda, ni en forma de tiempo ni de dinero.
En otras circunstancias, Hester se habría enfurecido ante la arrogancia de Burroughs, ante su actitud condescendiente y dominante, pero en el tono de la misiva había detectado no solo un orgullo herido sino sincera preocupación, y no solo por su propio bienestar sino también por el Claudine.
—Esto es muy serio, Squeaky —dijo Hester levantando la vista hacia él—. Si no está aquí ni en su casa, es posible que esté en un apuro.
—¡Ya lo sé! —replicó Squeaky bruscamente, levantando la voz de manera inusual—. ¿Por qué cree que he venido a verla? Se ha largado y ha hecho una estupidez.
—¿Qué clase de estupidez? ¿Qué sabe de todo esto, Squeaky?
—Si supiera algo, ya se lo habría dicho. —Su exasperación había llegado a tal punto que le resultaba imposible quedarse quieto. Pasaba el peso de una pierna a la otra sin cesar—. Nadie va a hacerme caso. Tiene que hablar con Bessie y con Ruby y con las demás, si quiere sacar algo en claro. Explíqueselo al señor Monk, si es preciso. Si no la encontramos, puede pasarle algo malo. Dios sabe lo tonta que puede llegar a ser.
Hester tomó aire para enumerar una serie de alternativas sobre el paradero de Claudine, todas ellas razonables, pero le constaba que Claudine no se habría ausentado de la clínica sin avisarles para emprender un viaje, y que en aquellos momentos estaba inquieta y enojada a causa de Jericho Phillips, igual que todos los demás.
—Hablaré con Ruby y con Bessie. —Se levantó—. Si ellas no saben nada, preguntaré a las pacientes que tenemos ingresadas.
—Bien —respondió Squeaky con firmeza. Dudó si darle las gracias o no, y optó por no hacerlo. Hester iba a hacerlo por ella, no por él—. Esperaré aquí —concluyó.
Hester lo dejó y fue en busca de Bessie, que no sabía nada en absoluto, salvo que en su opinión Ruby presumía de estar atareada y se daba aires de importancia desde hacía un par de días, y que esa misma mañana la había visto preocupada.
—Gracias —dijo Hester con fervor.
Ruby estaba sola en la despensa, revisando las existencias de verduras.
Hester decidió no dar pie a negativas dando por sentada la culpa, práctica que normalmente no adoptaba, pero aquella situación se salía de lo normal. Claudine había desaparecido y lo primero era encontrarla; luego ya habría tiempo de aliviar los sentimientos heridos de quien fuera.
—Buenos días, Ruby —comenzó—. Por favor, olvídese de las zanahorias y escúcheme. La señora Burroughs ha desaparecido y es posible que esté metida en un lío, incluso que corra peligro. Su marido no sabe dónde está. Lleva dos noches sin ir a su casa, y aquí tampoco ha venido. Si sabe algo, tiene que contármelo de inmediato.
—Estuvo aquí hace dos noches —dijo Ruby con decisión, dejando un manojo de zanahorias en la mesa.
—Nadie la vio. ¿Está segura de no equivocarse de noche? —preguntó Hester.
—Sí, señorita. Llegó cansada y no se encontraba muy bien. No quiso que la viera nadie. Durmió en la habitación de infecciosas. Se marchó temprano. La vi.
—De modo que la vio. ¿Adónde iba?
Ruby la miró de hito en hito.
—No puedo decírselo, señorita. Le di mi palabra.
Los ojos le brillaban y estaba un poco sonrojada.
Una terrible duda asaltó a Hester. Había aventura en los ojos de Ruby. Claudine había ido a hacer algo que Ruby tenía en muy buen concepto, algo maravilloso. Se le hizo un nudo en la garganta.
—Ruby, tiene que contármelo. ¡Puede correr un grave peligro! ¡Jericho Phillips tortura y asesina a sus víctimas! —Vio que Ruby empalidecía—. ¡Cuéntemelo!
Levantó las manos como para agarrar a Ruby por los hombros y zarandearla, pero se reprimió justo a tiempo.
—¡Lo prometí! —susurró Ruby—. ¡Le di mi palabra!
—Queda eximida —dijo Hester con urgencia—. Honorablemente eximida. ¿Adónde fue?
—A averiguar dónde venden las fotos que hace Phillips —contestó Ruby con voz ronca.
—¿Qué? —Hester se quedó horrorizada—. ¿Cómo? ¿Adónde fue? ¡No se puede entrar a una tienda y preguntar por las buenas si venden pornografía! ¿Es que ha perdido el juicio?
Ruby suspiró con impaciencia.
—Claro que no. Iba vestida como una cerillera, con ropa vieja y sucia. Un buen disfraz, con botines gastados y todo. Le conseguí una falda y un mantón de una de las mujeres que vienen por aquí, y le engrasé el pelo y le oscurecí la cara y los dientes. No la habría distinguido de una vendedora de verdad, se lo prometo.
Hester soltó el aire lentamente, sin salir de su consternación.
—¡Dios nos asista! —dijo. De nada serviría echarle la culpa a Ruby—. Gracias por decirme la verdad. Siga contando zanahorias.
—¿No le pasará nada malo, verdad, señorita Hester? —preguntó Ruby angustiada.
Hester la miró. Se notaba que tenía miedo.
—No, claro que no —contestó Hester enseguida—. Solo tenemos que encontrarla, y ya está.
Se volvió, salió de la cocina y regresó deprisa a su despacho, taconeando presurosamente por el entarimado.
Casi había terminado de explicar a Squeaky lo que había averiguado cuando entró Margaret Rathbone. Viendo su expresión, saltaba a la vista que había oído buena parte de la conversación.
—Buenos días, Margaret —dijo Hester sorprendida—. No sabía que estuviera aquí.
—Ya me he dado cuenta —contestó Margaret con frialdad. Llevaba un vestido de muselina verde muy favorecedor, como si solo hubiese venido a traer un mensaje o quizás una aportación económica. Su atuendo contrastaba con la blusa y la falda gris de Hester, sin duda confeccionadas como prendas de trabajo. Margaret se adentró en la habitación, saludando con la cabeza a Squeaky pero sin dirigirse a él—. ¿Cuándo pensaba decirme que Claudine ha desaparecido?
Squeaky la miró y enseguida volvió la vista hacia Hester, abriendo mucho los ojos.
La irrupción de Margaret había cogido a Hester desprevenida.
—Ni siquiera he pensado en usted —contestó sinceramente—. Me estaba preguntando qué sería lo mejor para encontrar a Claudine. ¿Tiene alguna sugerencia?
—Mi sugerencia habría sido que no hiciera confidencias a Claudine acerca de su obsesión con Jericho Phillips —contestó—. La admira tanto que haría cualquier cosa con tal de granjearse su amistad. Es una dama de la alta sociedad, educada para ser encantadora, entretenida, obediente y una buena esposa y anfitriona. Desconoce por completo su mundo de pobreza y delincuencia, salvo por las cosas que oye decir a las mujeres de la calle que vienen aquí.
»Ella no asistió al juicio, estaba demasiado atareada velando por el funcionamiento de la clínica, y desde luego no habrá leído nada al respecto en los periódicos. Las mujeres decentes no leen esas cosas, y las mujeres de la calle por lo general son analfabetas. Es una ingenua en lo que atañe a su mundo, y si usted hubiese asumido su responsabilidad como es debido, lo sabría de sobra.
A Hester no se le ocurrió qué decir en su defensa. Discutir si las calles eran «su mundo» sería salir por la tangente. Claudine era ingenua y Hester lo sabía, o debería haberlo sabido si se hubiese tomado la molestia de meditarlo. Era tan culpable como Margaret la acusaba de serlo.
Hubo un movimiento junto a la puerta y todos se volvieron para ver a Rathbone entrar. Era de suponer que había acompañado a Margaret. Quizás habían venido después de una recepción o se disponían a hacerlo después de la visita.
Rathbone los miró uno por uno con el rostro muy serio. Sus ojos se detuvieron en Hester un instante y luego se dirigió a Squeaky.
—Señor Robinson, ¿tendría la bondad de dejarnos a solas un momento? La señora Monk le avisará en cuanto haya hablado con ella. Gracias.
Esto último fue en agradecimiento después de que Squeaky hubiese mirado a Hester y, tras el consentimiento de esta, saliera de la habitación, cerrando la puerta a sus espaldas.
Hester aguardó a que Rathbone refrendara la acusación de Margaret. En cambio, se volvió hacia Margaret.
—Tu crítica no sirve de nada, Margaret —dijo en voz baja—. Y además pienso que es injusta. La señora Burroughs emprendió la acción que haya emprendido por decisión propia y por sus deseos de ser útil. Si finalmente resulta que ha cometido una estupidez, será trágico. Lo único provechoso que cabe hacer ahora es buscarla con la esperanza de que pueda ser rescatada de la situación o el peligro en que se encuentre. Como es natural, Hester está empeñada en hacerlo posible dentro de los límites de la ley para detener a Jericho Phillips. Es en parte culpa suya que se haya librado de la soga por haber matado al niño Figgis. Entiendo que esté decidida a enmendar ese error.
»A todos nos iría mejor si reconociéramos nuestras equivocaciones en lugar de buscar excusas para ellas, e hiciéramos cuanto estuviera en nuestras manos por enmendarlas. Hay ocasiones en que necesitamos ayuda para hacerlo, y Claudine Burroughs se dio cuenta de ello. El hecho de que su ayuda quizá cause más daño que provecho es lamentable, pero no una estupidez ni una maldad.
Margaret se puso muy pálida y lo miró llena de asombro.
Rathbone no alteró su expresión.
—Hace falta coraje —prosiguió Rathbone—. Creo que quienes nunca han cometido grandes equivocaciones no se dan cuenta de lo mucho que cuesta enmendarlas. Es algo digno de admiración, no de crítica.
Margaret se fue volviendo poco a poco hacia Hester. Tenía los ojos arrasados en lágrimas. Dio media vuelta y salió, con la cabeza bien alta y la espalda erguida. No dijo palabra a ninguno de los dos.
Rathbone no fue tras ella.
—Sé de lo que hablo porque yo mismo he cometido algunas equivocaciones —dijo con una sonrisa un tanto torcida y en un tono más amable—. Phillips fue una de ellas, y no sé cómo enmendarla.
Hester pestañeó, confundida, con la cabeza hecha un lío. Lo que Rathbone había dicho era cierto, pero estaba estupefacta de que lo hubiese dicho en voz alta. No podía figurarse qué había pasado antes entre ellos, o qué había bullido en silencio, ahogado por la incapacidad de manifestarlo con palabras. Rathbone se había mostrado sumamente desleal con Margaret, pero ¿acaso se debatía entre el amor por ella y el honor a la verdad?
Hester lo miró a la cara, recordando todas las batallas que habían librado juntos en el pasado, cuando ninguno de los dos conocía a Margaret. Más que amistad, había habido entendimiento, lealtad, la creencia en una causa compartida. El suyo era un vínculo demasiado profundo para romperlo con facilidad. Rathbone se había equivocado con Phillips; lo único que importaba era que lo había asumido. El perdón fue instantáneo y absoluto.
Hester le sonrió, y vio el afecto con que Rathbone le respondía, embargado por una profunda gratitud.
—Debemos encontrar a Claudine —dijo Hester en voz alta—, antes de pensar en cualquier otra cosa. Squeaky quizá sea la persona más indicada para hacerlo.
Rathbone carraspeó.
—¿Puedo hacer algo útil?
Hester apartó la vista.
—Todavía no, pero si puedes, te lo pediré.
—Hester…
—¡Lo haré! Lo prometo.
Sin darle tiempo a decir nada más, y con un súbito miedo a lo que pudiera decirle, salió del despacho en busca de Squeaky.