4. EL PREMIO NOBEL

 

Octubre de 2010.

 

Desde finales del siglo veinte, los ciudadanos vivían orgullosos bajo la máscara de la seguridad. La superioridad que tenían sobre el resto de especies animales y vegetales, demostrada durante los últimos dos o tres mil años, les empezaba a pasar factura y no se percataban de ello. Ya en tiempos de los antiguos griegos se creía en el concepto de la Madre Naturaleza —la Gaia griega, que posteriormente los romanos adoptaron como su Cibeles—, para comprender la insignificancia del ser humano, bien dentro de su propio planeta, bien dentro de otro hábitat más extenso como es el Universo. Pero entonces el ser humano, sobrevalorado, engreído y egoísta, cambió esa forma de entenderlo. En ese hábitat, se pasó de girar alrededor del sol, y a su vez girar unas galaxias alrededor de otras, a dividirse en millones y millones de pequeños universos, que giraban alrededor de cada individuo. La teoría, comúnmente conocida, heliocentrista pasó a ser la teoría egocentrista. Y eso, la propia Naturaleza, no lo pudo asumir.

Si alguien vierte, por ejemplo, las sobras de la comida del día anterior a un río, éste pasará por encima, disolviéndolo tarde o temprano. Dependiendo de qué sea el vertido, y de cómo sea el río, se tardará más o menos tiempo en diluirse. Si en lugar de las sobras de la comida, se vierten los deshechos de una fábrica de pinturas, el río no puede con ello y probablemente se contamine. Si el río se contamina, con toda seguridad la cadena de la Naturaleza, de la que ese río era un eslabón más, se verá afectada. Y si a una cadena se le quita un eslabón, la cadena queda inservible. Se rompe. Los seres vivos que dependan de ese río —algas, insectos o peces, por ejemplo—, morirán irremediablemente. Del mismo modo, todos los elementos que dependan de éstos últimos, incluyendo el propio ser humano, también se verán afectados. Incluso, los efectos de la desaparición de ese río afectarían a los acuíferos de la zona, contaminándolos, por lo que el uso de los mismos no podrá realizarse. Probablemente, este acuífero se utilice en algún regadío, que no podrá ser tampoco utilizado. De hecho, se conocen multitud de casos de muerte por envenenamiento, por cáncer o por otras causas, derivadas de la utilización de agua contaminada. Y esto es solo un ejemplo, que desgraciadamente ocurrió a finales del siglo veinte y comienzos del veintiuno en numerosas ocasiones.

Analizando un poco más en profundidad, el problema de raíz siempre estuvo en el dinero. Porque el dueño de la empresa de pinturas que vierte al río, no quería, lógicamente, perder lo que con tanto tiempo, trabajo y esfuerzo le había costado reunir. Por encima de esto, además, estaban los intereses de cada país, que luchaban por ahorrarse el máximo posible, aún sabiendo que podría ocasionar irreparables daños a la propia vida humana.

En aquella época, a finales del siglo veinte y principios del veintiuno, eso fue lo que ocurrió. Ni más ni menos. En lugar de una empresa de pintura, fueron numerosos los casos de contaminación, pudiendo citar como las más importantes —o las que mayor poder tóxico tenían—, las emisiones de gases con efecto invernadero[5], en especial el dióxido de carbono y los clorofluorocarburos —empezando por las fábricas y terminando con cada persona con sus coches—, por ser los más perjudiciales. Además, hay que añadir la progresiva deforestación que sufría el planeta desde la Revolución Industrial. De sobra es conocido que las plantas, los árboles y, en general, todos los seres vivos del Reino Vegetal, convertían durante el día el dióxido de carbono en oxígeno, mediante la fotosíntesis. Este fenómeno era esencial para el desarrollo de la vida en el planeta y para su equilibrio atmosférico. Con la lenta pero continua desaparición del reino vegetal, poco a poco el equilibrio entre el oxígeno que desaparecía, y el que se sintetizaba, fue decantándose hacia el primero. Cada vez había menos oxígeno. Y las consecuencias, lógicamente, fueron devastadoras.

Bien es cierto que hubo multitud de movimientos en contra del uso indiscriminado de pesticidas, de la emisión de dióxido de carbono o de la tala masiva de árboles por todo el planeta. Pero, lamentablemente, no sirvió para nada. Tal vez únicamente se prolongó la agonía. El caso es que las calamidades, los desastres que se solían llamar «naturales» y las consiguientes etapas de pobreza, suciedad, enfermedades y muerte se dieron con demasiada continuidad. El planeta estaba cambiando, motivado por la mano humana, con catastróficas consecuencias.

No hubo un día en el que se pueda decir que empezara la debacle. Una inundación en alguna ciudad asiática, un terremoto pequeño en algún punto de América Central o los incendios registrados en Portugal o Brasil. En principio, nada digno de considerarse como potencialmente peligroso para la raza humana. A finales del siglo veinte —en concreto, el 3 de mayo de 1999—, en Oklahoma, se formó el tornado más grande jamás conocido por el ser humano. Ya nadie lo recuerda, pero el viento pudo llegar a alcanzar velocidades de más de quinientos kilómetros por hora. Aunque, si tuviéramos que poner una fecha de inicio, ésta es —sin duda—, el 26 de diciembre del año 2004. Cerca de las costas de la isla de Sumatra, en Indonesia, en el antiguo continente asiático, un maremoto en las profundidades del Océano Índico, sacudió la Tierra con una fuerza pocas veces vista con anterioridad. El movimiento sísmico, al ser submarino, originó varias olas enormes, de más de cien metros de altura, que llevaron la muerte y la desolación a todos los países de la zona. Éstos, para mayor calamidad, eran ya presa de la pobreza y la hambruna. El gigantesco tsunami acabó con la vida de trescientas mil personas, y doscientas mil más murieron después a causa de las enfermedades, la pobreza y la falta de recursos posteriores. Hasta catorce países se vieron afectados en mayor o menor medida por el maremoto. Según los sismógrafos de la zona, éste alcanzó un 9’2 en la escala de Ritcher, es decir, el quinto movimiento sísmico más potente de la historia, desde que éstos se pueden medir. La desolación, la tristeza y la angustia se apoderaron de los supervivientes.

La respuesta —eso sí—, no se hizo esperar. Por todas partes surgieron movimientos de ayuda, asociaciones, organizaciones gubernamentales y no gubernamentales e, incluso, apoyos individuales. El dinero —siempre el dinero—, era necesario en gran medida, y se donaron millones para mitigar la debacle. Japón fue el país que más dinero donó, con más de seiscientos millones de dólares. En cuanto a las personas que más dinero donaron, el famoso piloto de automovilismo alemán Michael Schumacher, el joven empresario inglés John Alexander Hurt y el creador de la compañía Microsoft, Bill Gates, copaban los puestos más altos, con varios millones de dólares cada uno. El ser humano, responsable en gran parte de las causas por las que se originó el maremoto, fue capaz también de realizar actos de incalculable solidaridad y concordia. Tras el desastre de Indonesia, la raza humana se volcó en la ayuda social y en mejorar el entorno en el que vivían, cada vez más conscientes de que lo estaban perdiendo, de que lo estaban matando lentamente.

Pero ya era tarde. El planeta había entrado ya en una espiral de autodestrucción, que era imparable e inevitable. Los desastres se sucedieron continuamente, invariables e inmutables. La mano humana —aunque fue capaz de haberlos originado—, esta vez no pudo detenerlos.

El año 2005 fue el peor de toda la historia conocida en cuanto a huracanes. Se registraron varios cientos. El huracán Wilma y el huracán Rita, ambos en el continente americano, fueron especialmente potentes. A finales de agosto, cerca de las islas Bahamas se formó otro, que rápidamente alertó a los centros meteorológicos de Estados Unidos, por su trayectoria hacia la costa de Florida. La Organización Meteorológica Mundial lo denominó Katrina, y antes de terminar ese mes de agosto alcanzó la costa sur de Estados Unidos, con vientos de hasta doscientos noventa kilómetros por hora y presiones mínimas de novecientos hectopascales. El resultado final —a pesar de estar en estado de máxima alerta—, fue devastador: más de veinte mil personas fallecieron, y varias ciudades y pueblos de diferentes estados, quedaron completamente destruidos.

De nuevo la desolación, las enfermedades, la pobreza y la muerte, a pesar de haber ocurrido en el país más poderoso de la época. Y de nuevo la respuesta de los solidarios seres humanos, no se hizo esperar. Varios cientos de miles de dólares —la moneda que existía entonces—, fueron donados por una infinidad de asociaciones, de personas e incluso de compañías privadas. Otra tragedia que asolaba miles de personas, y otra vez la solidaridad, la fraternidad y la unión del ser humano, que intentaba mitigar los efectos. Y otra vez el joven empresario inglés John Alexander Hurt fue el que donó más dinero, de forma directa e indirecta, ya que una de sus corporaciones —la empresa Aquasoft Ltd.—, realizó completamente gratis multitud de trabajos en la castigada ciudad de Nueva Orleáns. Concretamente, depuró y saneó varios depósitos de la ciudad, además de achicar y limpiar numerosas calles. Su fama comenzó entonces a crecer y a extenderse por todo el planeta. En todos los rincones del mundo se le conocía. Desde Somalia hasta Puerto Rico, por todas partes se hablaba de la extrema caridad y magnificencia del joven empresario. Incluso en el año siguiente, el 2006, se barajó su nombre como candidato al premio Nóbel de la Paz. Finalmente, éste recayó en el economista bengalí Muhammad Yunus y la Sociedad Bancaria que fundó, el Banco Grameen, responsables del desarrollo económico del país, derivado de la concesión de microcréditos, en particular a las mujeres de su país, bastante denostadas y devaluadas.

También se rumoreó con la concesión del Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional, pero éste, finalmente, recayó en la Fundación del padre de Bill Gates. Al año siguiente, en el 2007, también se especuló con la posibilidad del Premio Príncipe de Asturias a la Concordia, pero tampoco lo obtuvo. Fue portada de la mayoría de las revistas de todo el planeta, y su fama y su alta estima no paró ahí. Siguió donando grandes cantidades de dinero para los más necesitados, formó asociaciones y firmó tratados de colaboración, e incluso presionó para que la Unión Europea —entonces otra potencia mundial—, llegara a donar cuantiosas cantidades de dinero. Su popularidad creció como la espuma. Era joven, soltero, heredero de una gran fortuna y bien parecido. Poco a poco, fue creciendo en él la leyenda. Sus padres, fallecidos en extrañas circunstancias en un viaje por las islas de la Polinesia Francesa, le dejaron todo un enjambre de empresas y corporaciones, que posteriormente él supo conducir con buena mano. Aunque la desaparición de ellos, sin duda, dejó una huella profunda en su personalidad, ya que no solía hacer declaraciones, apenas salía de su residencia en el centro de Londres, y se le consideraba un hombre tímido y reservado.

Un par de años más tarde, en el verano de 2010, el calentamiento global era ya un hecho incuestionable. Se le consideró como el verano más caluroso de la historia, con medias de más de cuarenta grados en mucho países. Las denominadas olas de calor devastaron sin piedad a los más sensibles a esas altas temperaturas: ancianos, enfermos, ingresados en hospitales o niños pequeños. En total, casi cinco mil personas murieron directamente por estas causas. Pero lo peor, lo verdaderamente lamentable y catastrófico, estaba todavía por llegar.

Las elevadas temperaturas provocaron que la superficie del mar, especialmente en el océano Atlántico, se calentara en exceso. Concretamente, se llegaron a medir hasta treinta y un grados centígrados en algunas boyas cercanas al mar Caribe. Al calentarse el agua superficial, éste se evaporó con rapidez, formando un sistema de bajas presiones que, con los vientos alisios procedentes del ecuador, provocaron el que fue el huracán más potente de la historia de la humanidad, superando al Wilma. El recuerdo del Katrina estaba todavía muy presente en los estadounidenses, por lo que, cuando advirtieron su formación, a varios cientos de kilómetros de la costa de Florida —a unas mil quinientas millas al este de las Bahamas—, y vieron que su trayectoria era directa hacia ellos, rápidamente dieron la alarma, y se prepararon para su llegada. Se adoptaron todas las medidas de seguridad entonces existentes. Se evacuaron la mayoría de los pueblos y ciudades de la península norteamericana. Se adecuaron los edificios e incluso las Fuerzas Armadas se prepararon para una posible intervención directa. A pesar de todas las medidas adoptadas, a pesar de todos los esfuerzos y de todos los recursos que se emplearon, no fue suficiente. La Naturaleza golpeó con toda su demoledora fuerza.

En la mañana del veintiocho de septiembre de ese año, el huracán Julia —que así fue como se le nombró—, entró por la ciudad de Miami, que entonces ya estaba casi desierta. Los vientos alcanzaron los trescientos kilómetros por hora. Las lluvias torrenciales destruyeron todo lo que encontraron a su paso. No quedó alma con vida. Las únicas imágenes que se obtuvieron fueron las que las propias cámaras de seguridad de los edificios y de gestión del tráfico enviaron vía satélite antes de despedazarse. Todo aquel que salió a la calle, perdió la vida sin remisión, aunque, afortunadamente, no lo hicieron demasiadas personas. Lo peor fueron los daños materiales. Árboles, edificios, coches, mobiliario urbano, plantas y animales, todo quedó completamente destrozado. Todas las ciudades de la península de Florida, incluyendo Miami, Tampa, Orlando y Ocala, quedaron completamente destruidas.

Al terminar de atravesar la península de Florida —un día y medio después—, el huracán perdió mucho de su potencial, y pasó de ser un huracán de fuerza cinco, a entrar en el Golfo de México como un huracán de fuerza tres. Pero, como los vientos alisios seguían azotando la zona, y el mar seguía estando a una elevada temperatura, al tocar de nuevo la superficie marina, la tempestad se reavivó. Otra vez las alarmas se encendieron, estableciéndose todos los dispositivos de seguridad. Al igual que en Florida, la mayoría de la población ya estaba evacuada cuando, el primer día de octubre, los vientos del huracán alcanzaron la costa sur de Estados Unidos. De nuevo el Julia azotó este país con una fuerza descomunal. Las ciudades de Pensacola, Gulfport, Slidell y Nueva Orleáns —otra vez Nueva Orleáns—, así como todas las ciudades y pequeños pueblos costeros de los Estados de Mississipi, Louisiana e, incluso, Texas, se vieron también afectados. Algunos de ellos quedaron totalmente anegados por el agua. Exactamente igual que cinco años atrás con el Katrina, aunque esta vez —quizás por la inquietud e inseguridad que aquel ciclón originó—, la gente estaba mucho más preparada y realizó la evacuación con mayor rapidez y diligencia.

Dos días después, cuando el huracán se disipó al entrar en tierra firme, se pudieron calcular los males. En total, varios cientos de miles de millones de dólares en pérdidas. Cientos de personas desaparecidas, miles de heridos y cuantiosos daños personales y materiales. Otro desastre causado por la fuerza de la Madre Naturaleza, descargando toda su furia contra el ser humano. Y otra vez que éste, con el ánimo y las fuerzas intactas, se vuelca en la ayuda y en la solidaridad, entregando ingentes cantidades de dinero de particulares, de empresas e incluso de los gobiernos de otros países para ayudar a la reconstrucción de todas las infraestructuras perdidas, y mostrando su apoyo prestándose voluntaria en las labores de reconstrucción de las ciudades. En total, se calculó que un millón de personas se desplazaron desde todo el mundo para ayudar al pueblo estadounidense.

El considerado por aquel entonces como el hombre más rico de la Tierra —por encima incluso de los jeques árabes—, el norteamericano Bill Gates, presidente de la compañía informática Microsoft, llegó incluso a desplazarse hasta las zonas afectadas, como un voluntario más. Se rumoreó que llegó a donar hasta veinte millones de dólares, para ayudar a los más perjudicados. Pero, sin ningún lugar a la duda, la persona que más puso de su parte para la recuperación de la zona fue, otra vez, el empresario inglés John Alexander Hurt.

Con treinta años, era ya una de las personalidades más notables de la sociedad mundial. Rápidamente se le puso el apodo de «Yerno Favorito», puesto que no se le conocía pareja, y tampoco se le solía ver en actos públicos, ni en fiestas. Tan solo se le veía cuando iba en el asiento trasero de su coche, al salir o entrar del edificio que la mayor de sus corporaciones —la Compañía Kermadec— tenía en Londres, y que era también su lugar de residencia. De vez en cuando, acudía a alguna obra o acto social de ayuda a algún país necesitado, pero rehuía las cámaras de televisión y las revistas de la prensa rosa. Se le conocían muy pocas entrevistas, era muy tímido y reservado y siempre viajaba con varios escoltas, por lo que era un hombre del todo inaccesible. Después del desastre del huracán Julia, en donde volvió a involucrarse altruistamente con varias de sus empresas, además de donar hasta cincuenta millones de dólares, a nadie sorprendió que apenas dos semanas más tarde, el Comité Nobel del Parlamento Noruego, le anunciara como el ganador del Premio Nobel de la Paz del año 2011. Entre tanta catástrofe, entre tanta debacle, no estaba nada mal premiar a los que hacían posible la continuidad de la vida humana. Si había alguien que mereciera ese premio, sin duda ése era el empresario inglés.

 

 

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9 de diciembre de 2010.

 

El salón de actos del Instituto Nobel de Noruega, en Oslo, estaba completamente abarrotado de periodistas. Había cientos. Todo lo que se moviera en torno a John Alexander Hurt estaba siempre vigilado, ya que estaba de moda en todos los rincones del mundo. A pesar de ello, su figura parecía más pequeña entre todos los micrófonos y grabadoras. Sentado detrás de una mesa alargada, cubierta por un mantel de color azul y flanqueado por varios miembros del Comité del Premio Nobel y por el Presidente del Instituto Nobel de Noruega, su cara y su mirada reflejaban mucha timidez. Tenía el pelo moreno, muy corto y peinado hacia atrás. Sus ojos iban de un lado a otro, mirando a todos los presentes. No paraba de beber agua en pequeños sorbos, de una botella que estaba encima de la mesa. Parecía muy nervioso y abrumado. Le entregarían el Premio Nobel al día siguiente —como es tradicional—, pero la rueda de prensa la dio un día antes de recibirlo.

—¿Cómo se siente? —se oyó una pregunta por encima de las demás.

—Bien, bien. Estoy muy contento por este premio —hablaba en voz baja, y apenas se le podía escuchar, a pesar de los micrófonos.

—Por favor, caballeros —gritó el Presidente del Comité, levantándose y agitando los brazos—. Un poco de silencio. El señor Hurt no se va a marchar y va a responder a todas las preguntas que ustedes quieran. Tengan calma y pregunten por turnos.

Poco a poco, los periodistas fueron tranquilizándose, sentándose y callándose.

—Señor Finnegan, del Washington Post —dijo el Presidente del Comité, señalando a un individuo bajito, sentado en primera fila, que parecía el más mayor de los presentes.

—Muchas gracias —dijo poniéndose lentamente en pie—. Señor Hurt, ahora que es a usted a quién le dan una gran suma de dinero, ¿qué va a hacer con ella?

—La verdad es que no lo sé —hablaba en voz baja, pero se podía apreciar un tono firme y autoritario—. Con seguridad que lo distribuiré entre los más necesitados, pero todavía no he decidido en qué manera.

—¿Por qué se ha volcado tanto con la ayuda a los países damnificados por catástrofes naturales?

—El mundo se está rompiendo poco a poco. Tenemos que darnos cuenta de ello y cambiar todas nuestras infraestructuras, nuestros modos de vida y nuestras costumbres. Debemos empezar a pensar que tal y como vamos, si seguimos por este camino, no podremos subsistir más de cincuenta o sesenta años. Hay que empezar de cero, antes de que todo se venga abajo. Y no podremos hacerlo solos. Necesitaremos la ayuda de todo el mundo. En el fondo —terminó diciendo con modestia—, no les estaba ayudando a ellos, sino que lo hacía por mi propio beneficio.

Hubo una sonrisa generalizada en la sala, y todos asintieron. Las preguntas se sucedieron una detrás de otra. Le preguntaron por el desastre del huracán Julia, por el tsunami de Indonesia y por varias catástrofes más. Le preguntaron por la ciudad de Oslo, por Noruega, por Suecia, por su nueva situación como ganador del Premio Nobel y por infinidad de cosas más. Cerca de una hora y media más tarde, cuando estaban a punto de terminar, le formularon otra pregunta, concerniente a la mayor de sus empresas, que le hizo sentirse muy incómodo.

—¿De dónde viene el nombre de Kermadec, su mayor compañía, y en donde usted desarrolla todo su trabajo?

El joven empresario miró directamente al periodista, fulminándolo con la mirada. Un extraño brillo en los ojos del homenajeado fue rápidamente sustituido por esa aparente máscara de timidez, después de pedir otra botella de agua.

—¿Se le da bien la Geografía? —le contestó, mientras se servía más agua en el vaso.

—Si, naturalmente —dijo un poco intimidado el periodista.

—Kermadec es un pequeño archipiélago de cuatro islas al noreste de Nueva Zelanda, en el Pacífico Sur. Ninguna de ellas está habitada, ya que su actividad volcánica es muy elevada, y los vientos son muy fuertes. Estuve de viaje allí con mi padre, y quedé impresionado por su exótica belleza.

Esta pregunta —de la que muchos ya conocían su respuesta—, dio paso a otra serie de cuestiones, que tenían más que ver con la vida privada del empresario. Le preguntaron por supuestos romances con actrices famosas de Hollywood, por su comentada homosexualidad y por infinitas cosas más, que poco tenían que ver con el premio Nobel. Lejos de intranquilizarse o de ponerse nervioso, John Alexander Hurt parecía divertirse cada vez más. No dio ningún dato, no dijo nada relevante, ya que siempre contestaba con algún escueto: «Eso es cosa mía», o «comprenderá que no pueda contestarle», pero los periodistas de la prensa rosa no paraban. Hasta que el Presidente del Comité se puso en pie.

—Caballeros, ha sido una conferencia muy larga. El señor Hurt se va a retirar ahora a descansar, que mañana deberá estar en el Ayuntamiento de Oslo para recibir su premio —dijo secamente, dando por terminada la rueda de prensa. Todos los allí presentes, sin excepción, rompieron entonces en sonoro aplauso, que duró varios minutos, y que provocó el incontrolado sonrojo del homenajeado, que agachó la cabeza en un gesto de humildad.

El día siguiente, viernes diez de diciembre de 2010, amaneció nuboso, gris y desapacible. En su habitación del Grand Hotel de Oslo, John Alexander Hurt se afeitó, se duchó y se arregló con especial cuidado. Una bandeja repleta de comida era el desayuno, que había pedido que le subieran a la habitación. Una jarra con café recién hecho, otra jarra similar, pero con té, dos cajitas con dosis individuales de cereales, zumos de naranja y de pomelo, varias tostadas, mantequilla, mermeladas de varios sabores, y un plato con huevos fritos con salchichas y judías con tomate. Se decantó por éste último. El auténtico desayuno ingles, que por cierto estaba delicioso. Bebió un poco del zumo de naranja, y dejó el resto. No tenía más hambre.

Se puso el esmoquin negro, con pajarita blanca, que le esperaba colgado de una percha del armario. Debía esperar todavía un rato más, a que llegara el chófer del Instituto Nobel, para llevarle hasta el Ayuntamiento de Oslo, el lugar de la ceremonia. Había pedido utilizar su propio chófer —el siempre eficaz Mark, que había viajado con él hasta allí, como en tantas otras ocasiones—, pero por el mal estado de las calles de Oslo, completamente cubiertas de nieve y hielo, le sugirieron que sería mejor que utilizara algún conductor noruego, más habituado a la conducción en esas circunstancias.

Puntual como un reloj, el servicio del hotel le llamó al teléfono de la habitación a las diez de la mañana.

—¿Señor Hurt? —dijo la voz al otro lado.

—Sí.

—Su coche le está esperando, baje cuando guste.

—Muchas gracias, bajo enseguida —dijo colgando.

Se puso la chaqueta del esmoquin. De pie, delante del espejo del amplio vestidor de la habitación, se atusó el pelo con las dos manos. Con movimientos lentos y calculados, se ajustó los puños de la camisa, respiró profundamente y salió de la habitación. Al llegar al salón de entrada al hotel, el director del mismo le esperaba de pie, andando nervioso de un lado a otro.

—Buenos días, señor Hurt. ¿Ha pasado buena noche? —le preguntó, inclinándose ligeramente en un gesto de sumisión.

—Pues sí. La verdad es que sí. Muchas gracias.

—Quería darle la enhorabuena antes de nada, y agradecerle que haya confiado en nosotros para pasar aquí estos gratificantes días.

—Gracias. Muchas gracias.

—Nuestro conductor le espera a la salida.

—Gracias, otra vez —dijo un poco cansado de tanta parafernalia.

—Gracias a usted —dijo de nuevo el director del hotel, casi agachándose. El empresario inglés no pudo evitar una sonrisa.

Salió a la calle, a punto de romper a reír, y vio una enorme y larguísima limusina de color blanco y cristales negros aparcada en la puerta. Un hombre bajito, entrado en kilos y con una gorra azul sobre la cabeza le abría la puerta, en un gesto agradable. Entró en la limusina y se puso cómodo. Era un poco más pequeña que la suya, pero tenía los mismos detalles de lujo. Una temperatura agradablemente cálida dominaba el interior del vehículo, que comenzó a abrirse paso por entre las calles nevadas de la capital Noruega. No era un trayecto demasiado largo, por lo que llegaron al Ayuntamiento en poco tiempo. En la misma puerta, el Presidente del Instituto Nobel le esperaba de pie. Al salir de la limusina, se le acercó.

—Buenos días, ¿ha pasado buena noche? —le preguntó servicialmente.

—Si, desde luego —comenzaba a cansarse de tanta amabilidad.

—¿Qué tal el hotel? Es uno de los mejores de la ciudad.

—Muy bien, muy bien. Es un hotel magnífico. ¿Entramos? —preguntó, incómodo.

—Desde luego. Detrás de usted. ¿Qué le ha parecido la ciudad? —le preguntó ya dentro del Ayuntamiento.

—Bueno, tampoco he tenido ocasión de poder visitarla convenientemente. Llegué ayer por la mañana, y tan solo di ayer por la tarde un pequeño paseo. Eso sí: lo que he visto me ha gustado mucho.

—Me alegro —dijo finalmente. Habían llegado a la antesala del salón de actos del Ayuntamiento, que estaba ya completamente abarrotado. Aunque la ceremonia comenzara a la una del mediodía, los periodistas y los invitados llevaban ya un rato esperando. El empresario inglés sabía que miles de ojos estarían pendientes de él en esos momentos. De entre los invitados, los Reyes de España, el Presidente de Estados Unidos, los Príncipes de Gales o algunos ganadores de otros años, sobresalían del resto y ocupaban las primeras filas. Faltaban todavía unos minutos para la una, cuando entró en el salón de actos, un poco nervioso ante tanta expectación, justo cuando todo el salón de actos por completo se puso en pie y le aplaudió con una estruendosa ovación.

 

 

*   *   *

 

 

—Después de todo, no es más que un premio —se decía todavía un poco nervioso y cohibido. No se esperaba tantas atenciones, ni tantos halagos.

Estaba sólo, en la habitación del hotel, con el estuche rectangular del Premio Nobel en las manos y mirándose al espejo del cuarto de baño. Se había cambiado el esmoquin por un traje gris, bastante más cómodo. Recibir el premio le había afectado más de lo que esperaba. Miró con cautela las maletas, que estaban preparadas en la puerta. Uno de sus secretarios acababa de marcharse, camino del aeropuerto, para preparar el viaje, y enseguida vendrían a llevárselas. Repasó mentalmente, por si se le olvidaba algo. Todo correcto. Miró en derredor. El cuarto de baño era formidable. Tenía un jacuzzi enorme en un rincón, casi tan grande como el suyo, aunque no lo había llegado a utilizar.

—Bonito hotel. Tengo que venir en otra ocasión —dijo en voz alta.

En ese momento llamaron a la puerta.

—¿Quién es?

—Botones —dijo la voz al otro lado de la puerta.

Ni siquiera le dio tiempo a terminar de abrir la puerta, cuando un chico muy joven, delgado y que se movía deprisa, como un ratoncillo, entró sin pedir permiso y recogió las maletas. El empresario inglés le miró con una mezcla de sorpresa y de diversión.

—Su chófer le espera abajo —dijo, sin darse por aludido. Recogió la maleta grande que llevaba, así como el otro bolso más pequeño. El maletín con el ordenador portátil lo recogió el empresario inglés, que no dejó que el botones siquiera lo tocara, a pesar de su insistencia.

Salieron al pasillo, y bajaron en el ascensor. El botones no paraba se silbar una cancioncilla que estaba entonces muy de moda en Noruega.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó el inglés. No tendría más de veinte.

—Diencinueve, señor. ¿Por qué lo pregunta?

—Por nada, por nada —dijo sonriendo—. Me has caído bien, eso es todo —le metió en el bolsillo del uniforme un billete de cincuenta euros.

—Muchísimas gracias señor —contestó el joven, atónito.

Después de pasar por recepción, firmar los documentos de salida y hacerse varias fotografías con el personal del hotel —y repartir suculentas propinas por todas partes—, salió a la calle. El día era soleado, pero hacía muchísimo frío. Su preciosa limusina azul oscuro —su favorita—, estaba aparcada justo en la puerta. Un hombre muy alto, vestido con un elegantísimo traje también azul oscuro, casi negro, le esperaba de pie, con una mano en la cerradura de la puerta de atrás. Cuando le vio salir, la abrió displicente, permitiéndole el paso. El hombre alto parecía no notar el intenso frío, ya que se movía lenta y tranquilamente. Tenía un tatuaje en la parte trasera del cuello, algo semejante a unas alas que asomaban hacia delante, justo por debajo de las orejas. Sin pronunciar palabra, John Alexander Hurt entró en la limusina y se puso cómodo. El hombre alto con un tatuaje en el cuello cerró la puerta con suavidad, bordeó por detrás la limusina, abrió la puerta del conductor y se introdujo en el interior con lentitud y parsimonia. Unos instantes después de arrancar, la mampara de seguridad que separaba la parte trasera de la delantera, se bajó despacio.

—¿Qué tal, Mark? —se interesó el empresario inglés.

—Muy bien, jefe. ¿Y usted? —le preguntó sonriendo, mientras le miraba por el espejo retrovisor.

—Perfecto, Mark. Todo está saliendo a la perfección —dijo con el precioso estuche de madera que guardaba el premio Nobel en las manos.