Capítulo 5
ASCENDIO a toda prisa los escasos peldaños que le separaban del porche. Los atravesó embocando a continuación una amplia galería que conducía a las habitaciones interiores y a cuyos flancos se abrían distintas puertas.
Al fin de la misma, justo donde hacía un recodo, una lámpara de keroseno pendiente del techo derramaba en torno una débil claridad ahuyentando las sombras.
Ya antes de adentrarse en este nuevo pasillo descubrió el cuerpo de un hombre tendido en el suelo. El charco de sangre que se había formado a su alrededor y la trágica postura en que se hallaba, denotaban de una manera evidente que la vida había escapado definitivamente de él.
Algo más allá, cruzado en el mismo umbral de otra puerta, con medio cuerpo dentro de la habitación, había otro hombre tendido. Por su inmovilidad también sospechó que se hallaba muerto.
A éste sí le reconoció como a uno de los bandidos que formaban la partida de Herman West. Dentro de la pieza, asimismo sin vida, se hallaba el hombre que debió haberlo mandado al infierno. Alguien se encargó de quitarlo de en medio descerrajándole un balazo en pleno rostro.
Se extrañaba Roy Anderson de no percibir ningún ruido que le pusiera sobre aviso de donde se encontraba su jefe y el otro forajido que le acompañara además del que había encontrado muerto, cuando un nuevo y penetrante chillido de la mujer le hizo estremecer vivamente.
Había podido escucharlo con toda claridad ahora. Y no muy lejos de donde se encontraba; pero hacia la otra ala del pasillo.
Con cierta precipitación volvió sobre sus pasos y echó a correr en dirección adonde había brotado el espantado grito.
Una de las puertas que encontró a su paso se hallaba abierta. Correspondía a una amplia habitación que hacía las veces de comedor, a juzgar por los muebles distribuidos por ella.
Un hombre se hallaba caído en el suelo, desmadejado. A su lado, intentando hacerle volver en sí, Herman West, que al punto clavó su oscura mirada en el vano apuntando al propio tiempo hacia allá el amenazador hocico de su “seis tiros”.
Al advertir que se trataba de otro de sus subordinados, una expresión de alivio se marcó en su rostro. Señaló con el cañón del arma una puerta entornada que comunicaba al fondo con la pieza en que se hallaban. Le ordenó:
—Ve a ayudar a Mike. Esa chica es fogosa como una potranca salvaje. No conseguirá reducirla fácilmente.
Roy Anderson vaciló un segundo. De buena gana hubiera intentado en aquel momento desembarazarse del criminal sujeto que tenía delante. Era una ocasión única, tal vez la mejor que pudiera presentársele.
Pero pensó en la muchacha. Otro de los forajidos había echado tras ella. Y no se andaría con contemplaciones para conseguir dominarla. Ya Herman West le había indicado que se trataba de una mujer con temperamento...
Impetuosamente se lanzó hacia la puerta que le señalara éste. Acababa de escuchar el ruido característico que producía una hoja de madera al astillarse. Y luego caer al suelo en pedazos cediendo a las repetidas y brutales embestidas de quien intentaba forzarla.
La siguiente habitación era un pequeño salón que a su vez daba paso a algún dormitorio. Tal vez la propia alcoba de la muchacha.
Ninguna luz se filtraba hasta allí a no ser que por algunas juntas de las ventanas percibíanse leves rendijas de rojiza claridad procedente del incendio que estaba tomando incremento fuera.
Las pupilas de Roy, un tanto acostumbrado ya a la penumbra, lograron descubrir la destrozada puerta al otro extremo del desierto saloncito. Tras ella debió haber buscado refugio la asustada muchacha.
El forajido se hallaría en el interior de la nueva estancia y en la oscuridad, trataba de localizar a su víctima para apoderarse de ella. Tenía que dar con él y anularle antes de que lo consiguiera.
En dos zancadas se halló Roy junto a la jamba. Iba a saltar sobre los troncos de madera caídos en el suelo cuando dos apagadas y secas detonaciones contuvieron su impulso.
Al propio tiempo un vivo destello se encendía al fondo de la alcoba, marcando la posición en que se encontraba la presunta víctima.
Porque aquellos disparos no podían provenir en modo alguno de los “Colts” que el bandido debía llevar en sus pistoleras. Sino de un arma mucho más pequeña, un juguete apenas.
Un juguete de nacaradas cachas y cañón pavonado que sin embargo escupía balas forradas de níquel que a corta distancia podían producir, como otras cualquiera, una incurable indigestión de plomo.
Con temblorosa mano Elsie MacKinley lo acababa de extraer del cajón de su mesa de noche. Era un diminuto revólver que siempre guardaba allí, regalo de su padre al cumplir los veinte años.
Jamás creyó que podría verse en la necesidad de hacer uso de él. Pero ante el cobarde acoso de que la estaban haciendo víctima aquellos desalmados, recordó su existencia de pronto y lo tomó con gesto decidido.
Presionó el índice sobre el gatillo en tanto su otra mano, prieta sobre el turgente pecho trataba en vano de contener los furibundos latidos de su corazón.
Dos balas cruzaron la estancia de súbito partiendo de la metálica boca al producirse el fogonazo. Dos secos chasquidos que pusieron un estremecimiento de espanto en el conturbado espíritu de la muchacha.
Y en seguida un alarido de muerte llenaba la estancia de escalofriantes ecos.
La mano del Destino debió guiar aquellas balas porque ambas hallaron fácil alojamiento en pleno corazón del forajido.
Con los ojos desorbitados trastrabilló balanceándose un instante sobre las puntas de sus botas, rodando a continuación por el suelo aparatosamente.
El sordo golpetazo que su cuerpo produjo al caer arrancó un nuevo chillido de angustia a Elsie que casi estuvo a punto de desmayarse.
Por él se guió Roy Anderson para, en un salto felino, encontrarse al punto a su lado. Sin que le llevara el menor esfuerzo le arrebató de entre las manos el diminuto revólver al tiempo que hablaba apresuradamente y en un soplo para que nadie más que ella pudiera oírle:
—Tenga confianza en mí, señorita. Haré lo posible por salvarla. A usted y a su padre. Pero ¡por Dios!, no me descubra. Y no se asombre de nada de cuanto me vea hacer o decir. Aparentemente soy otro más de esos forajidos que han asaltado su rancho. Comprenda la difícil situación en que me encuentro.
Elsie MacKinley apenas si pudo escuchar nada de lo que el hombre la estaba diciendo. Un temblor convulsivo agitaba su cuerpo. Un loco terror le galopaba por las venas, le subía por la sangre al asalto del cerebro.
¡Tenía a uno de aquellos desalmados a su lado! ¡Y había matado a otro cuyo cadáver se hallaba allí, en su propia habitación.
—¿Qué ha sido eso, Mike? —preguntaba en aquel instante una voz extrañada desde la habitación contigua—. ¿Dónde estáis?
Roy Anderson fingió una respiración agitada, un jadeo como si le llevara gran esfuerzo realizar algo que estuviera haciendo.
Respondió con acento sofocado:
—¡Maldita! ¡Ya... ya la tengo..., jefe! ¡Una verdadera fiera! Se cargó a Mike con un juguetito de esos... que no disparan confetis... precisamente.
Mientras hablaba había aprisionado a la muchacha entre sus robustos brazos privándola de todo movimiento. La levantó en vilo y cargándosela sobre un hombro salió al encuentro de Herman West.
Elsie MacKinley pataleaba y se rebullía con energía en tanto le apostrofaba de continuo con airado acento:
—¡Suélteme! ¡Suélteme, miserable! ¡Canalla! ¡Suélteme, le digo!
Herman West sonrió al tropezar su mirada en la semipenumbra en que todo se hallaba envuelto, con el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.
No se hallaba solo. A su lado se encontraban otros dos hombres. Dos forajidos que no pudieron contener la carcajada al percatarse de lo que ocurría.
—¡Buena caza, muchacho! —comentó uno de ellos en tono mordaz.
Roy Anderson sin hacerles caso había echado tras de su jefe que regresaba al comedor donde le encontrara poco antes.
Allí, otro de los pistoleros, aparecía al cuidado del hombre que viera sin conocimiento tendido en el suelo. Ahora se hallaba sentado en una de las sillas, los hombros caídos hacia adelante, en actitud de completo desaliento.
Un fenomenal chichón señalaba el punto en que el feroz culatazo había entrado en violento contacto con la cabeza de agrisado cabello.
La volvió anhelante al escuchar las vivas exclamaciones de la muchacha que seguía apostrofando al hombre que cargara con ella de tan inesperada manera.
—¡Elsie! —profirió intentando levantarse para correr a su encuentro.
Pero el rufián que le custodiaba se lo impidió dándole un empellón que a punto estuvo de derribarle de su asiento, donde volvió a caer.
—¡Papá! —gritó la mujer retorciéndose sobre el hombro de su captor como si se hubiera tratado de un sarmiento puesto al fuego. Al propio tiempo golpeaba con sus puñitos cerrados las anchas espaldas de Roy, profiriendo—: ¡Dejen en paz a mi padre, miserables! ¿Qué intentan hacer con nosotros? ¡El no les ha hecho ningún daño!
Sin ninguna consideración, Roy Anderson la dejó caer sobre un diván que adornaba la pieza.
—¡Una gata arisca de verdad, jefe! —gruñó cejijunto—. ¡A poco si consigo dominarla!
—Ya lo veo. Cualquier día van a tener que desbravarla igual que a una yegua indómita. ¡Y por Judas que me gustaría ser yo quien lo hiciera!
—¡Canalla! —bramó enfurecida la muchacha al tiempo que se arreglaba sus revueltas vestiduras—. ¿Qué quieren de nosotros? ¡Díganlo pronto y lárguense! ¡Están infectando el aire de la habitación con su presencia!
El revés de la zurda del pistolero que se hallaba a su lado restalló ardientemente contra la mejilla de Elsie MacKinley, que volvió a caer de bruces sobre el mullido colchón del mueble.
Ante la brutal reacción del forajido, Roy Anderson apretó los puños con fuerza conteniéndose gracias a un poderoso esfuerzo sobre sí mismo para no saltar sobre él y deshacerle su rostro a puñetazos.
Restañándose un hilillo de sangre que comenzó a brotar por una de las comisuras de sus rojos labios, la muchacha posó sus irritados ojos en el tipo que le había golpeado, mirándole con odio profundo.
—¡Cobarde! —musitó con todo el desprecio que pudo poner en la palabra.
Habían encendido un velón que aparecía colocado sobre una consola en un ángulo de la estancia, frente a la puerta.
A su luz pudo Roy percatarse de la extraordinaria belleza de la joven pese a la palidez que invadía sus facciones y a la dolorosa contracción de sus rasgos, delicados como jamás los viera.
Le calculó unos veintidós años. Color de cobre viejo su cabellera suelta, sedosa y brillante. Un rostro de óvalo perfecto donde se abrían los abismos de unos ojos castaños inmensamente grandes, de espesas y rizadas pestañas.
La boca pequeña, de labios bien dibujados; el inferior un poquitín adelantado daba a su cara de muñeca un toque de picardía. Una graciosa naricilla, con pómulos descendiendo al hondo suave de las mejillas. Y un hoyuelo en la línea redonda del mentón.
Su cuerpo esbelto y flexible tenía un perfil deliciosamente austero, hecho de gráciles curvas plenas de femenina armonía; lleno en su turbadora cadencia de vitalidad y energía.
Herman West se dirigió al viejo ranchero que nuevamente había hecho intención de levantarse al advertir el desconsiderado trato dado a su hija por aquellos rufianes.
—Estamos perdiendo demasiado tiempo, señor MacKinley —dijo con acento agrio—. Ya no podemos demorar más nuestra partida. Vamos a llevarnos a su hija como rehén.
Robert MacKinley se estremeció. Elevó la mirada clavando en el desalmado sus pupilas.
—¡Llevarse a mi hija! —clamó con desesperación—. ¡No! ¡Están ustedes locos! ¡Primero tendrían que matarme!
El pistolero ahuecó los labios y sonrió.
—No creo que se halle en situación de impedirlo, señor MacKinley. Lo sabe muy bien.
—¿Qué... qué es lo que quieren de ella? —inquirió apenas sin voz el ranchero, que parecía haber envejecido diez años de pronto.
—De ella, nada. Pero usted si quiere tenerla de nuevo a su lado tendrá que depositar en el lugar que le indique la cantidad en que, taso su rescate.
—¿Cuánto? —preguntó un tanto aliviado Robert MacKinley.
—Veinticinco mil dólares.
—¡No dispongo de esa cantidad en efectivo! Me resultará imposible.
—Sé que aquí en su casa no puede tenerla, como es lógico. Por eso me llevo a su hija. En cuanto me entregue ese dinero se la devolveré sana y salva. Pongamos dentro de... tres días, ¿hace?
—Mi cuenta en el banco no alcanza a esa cantidad. ¡No podré reuniría en muchos días!
—Puede pedir un crédito...
—¡Es una fortuna lo que me exigen! ¡Me arruinarán!
—Creo que la vida de su hija vale mucho más, ¿no le parece?
—¿Serían capaces de matarla?
Robert MacKinley sintió que por su espalda circulaba un escalofrío al hacer la pregunta.
—Si no me entrega en el plazo que le he indicado la suma pedida, me veré obligado a tomar una decisión extrema. Aunque... —prosiguió brillándole las pupilas de un modo extraño— una muchacha tan linda tiene siempre a mano el medio de hacerle olvidar a uno ese bajo materialismo que supone la posesión del dinero...
Elsie MacKinley se revolvió sobre el diván rugiendo de indignación:
—¡Es usted el peor monstruo que nadie pueda echarse en cara! ¡Un miserable sin entrañas, sin el menor atisbo de conciencia!
La boca de Herman West se convirtió en una línea recta al sonreír con descarado cinismo.
—He dicho a su padre que no le iba a ocurrir nada si abonaba la cantidad que exijo por su vida, señorita MacKinley —pronunció despacio—. Creo incluso que le he tasado demasiado bajo...
Robert MacKinley hizo un esfuerzo para murmurar tragándose el nudo que la angustia había formado en su garganta:
—¡Pagaré... pagaré lo que me pide...! ¡Venderé las reses que hayan querido dejarme, las que se hallen dispersas por los pastos...
—Dentro de tres días entonces. Depositará usted el dinero en un paquete que dejará al pie de un viejo roble a unas doscientas yardas de aquí, en dirección norte, junto al río. Se halla situado ante la misma puerta de un corral en ruinas en cuyo interior le estaremos esperando nosotros.
Volvió a sonreír con fiereza. Sus ojos despidieron chispas. Prosiguió:
—Si se le ocurriese dar el soplo a los Rurales o a cualquier sheriff de los contornos, su hija no volvería a ver nunca más la luz del sol. Es una saludable advertencia la que le hago.
El viejo ranchero parecía aplanado, deshecho. Movió la abatida cabeza en gesto afirmativo.
—Puede... marcharse... tranquilo —balbuceó en un soplo de voz tan sólo—. No faltaré a mi palabra.
El jefe hizo una seña a sus hombres.
—Perfectamente. Nos largamos. Esperaremos donde le he dicho hasta las cuatro de la tarde, señor MacKinley. Cargad con la muchacha vosotros.
Dos hombres se dispusieron a obedecerle.
Pero Roy Anderson les cortó el paso. Se encaró con Herman West.
—Reclamo para mí ese honor, jefe —solicitó con pausado acento— Fui yo quien consiguió “capturarla” luego de que se hubiera cargado a Mike. Sé bien cómo hay que tratarla si intenta mostrar las uñas.
El forajido emitió una risita desagradable ante la petición un tanto extraña de su nuevo compinche. Concedió:
—Es cierto, tienes todos los derechos de tu parte. Pero no olvides las cualidades que posee de delicioso puerco espín...
Su risa ahora se asemejó en un todo al chirrido de una sierra al tropezar con un cuerpo duro.
Desentendiéndose del comentario, Roy Anderson se aproximó a la joven, quien de haber estado menos furiosa hubiera podido leer un esperanzador mensaje en su mirada.
—¡No me toque! —chilló histérica echándose hacia atrás en el diván hasta tropezar con la pared a su espalda—. ¡No me toque o le clavaré en el rostro las uñas!
Roy Anderson vaciló un instante. Se contrajeron sus músculos.
—Sólo pretendo conducirla abajo, hasta uno de los caballos —decidió infundirla confianza—. No voy a hacerla ningún daño.
—¡Son ustedes lobos de la misma calaña! ¡Tan despreciables los unos como los otros! ¡No consentiré que me ponga de nuevo la mano encima!
—¡Brava muchacha! —comentó con sorna otro de los pistoleros—, ¡Y animosa! Sospecho que no tendrás más remedio que dormirla de un culatazo si sigues en el empeño de cargar con ella.
—Iré por mi propio pie. Conozco perfectamente el camino.
—Si es ese su deseo...
Herman West se encontraba ya junto a la puerta.
—¡Vamos! ¡Nada de contemplaciones! —ordenó tajante—. El tiempo apremia.
Roy Anderson alargó una mano. Asió a la joven por un pliegue de su vestido. Tiró de él y Elsie MacKinley cayó en sus brazos. Todo de una manera rápida, inesperada.
En seguida la inmovilizó contra su pecho. Casi sin esfuerzo. Como si se tratara de una pluma se la cargó de nuevo sobre uno de sus hombros. Echó a andar hacia la salida.
—Vamos allá, jefe —masculló— Esta gata rabiosa no nos conoce todavía demasiado bien a lo que veo.
El ranchero apretó los puños hasta hundirse las uñas en la carne.
—¡Miserables! —farfulló sintiendo que lágrimas de impotencia le quemaban en el fondo de los ojos.
Cuando el grupo de forajidos abandonó la estancia llevándose a su hija consigo, un ronco sollozo escapó de su pecho. Se derrumbó de nuevo en la silla y hundió el rostro entre sus manos crispadas, como quien siente que le va a estallar el corazón.