3. PASADO EN LA ESTEPA

Antes de exponer cómo cabalgamos hasta Maroshely, cómo conocí a Brigitta, y cómo desde entonces he estado en su hacienda muy a menudo, es necesario que cuente una parte de su vida anterior, sin la que cuanto sigue no sería comprensible. Cómo pude alcanzar un conocimiento tan profundo de los hechos que aquí se relatan, se derivará de mis relaciones con el comandante y con Brigitta, y al final de esta historia se aclarará de por sí, sin que me sea necesario revelar antes de tiempo lo que yo mismo no supe antes de tiempo, sino por el desarrollo natural de las cosas.

Corresponde al género humano esa cosa admirable que es la belleza. A todos nos atrae la dulzura del fenómeno, y no siempre podemos decir dónde reside el encanto. Está en el universo, está en unos ojos, mas luego no está en rasgos cuya forma sigue todas las reglas de los juiciosos. A menudo no se ve la belleza porque está en el desierto, o porque no ha llegado el ojo adecuado — a menudo es adorada e idolatrada, y no se da: pero no puede faltar en ningún sitio donde late un corazón en fervor y embeleso, o donde dos almas arden juntas; pues de otro modo se detiene el corazón, y el amor de las almas está muerto. En qué suelo brota esta flor, es mil veces distinto en mil casos; mas cuando se da, ya puede quitársele el espacio a su germinación, que brotará en algún otro donde no se había sospechado. Sólo es propio del hombre, y honra así sólo al hombre, que se arrodilla ante ella — y todo lo que en la vida merece la pena y es ensalzado lo vierte únicamente ella en el trémulo y dichoso corazón. Es triste para aquél que no la tiene, o no la conoce, o en el que ningún ojo ajeno puede hallarla. Hasta el corazón de la madre se aparta de su hijo cuando ya no puede descubrirla en él, al menos un vislumbre de ese rayo.

Así había ocurrido con Brigitta niña. Al nacer, no se mostró como el hermoso ángel como el que se le aparece en general el niño a la madre. Después yacía en la bella y suntuosa cuna dorada, en los linos blancos como la nieve, con una carita desagradablemente oscurecida, igual que si le hubiese soplado algún demonio. La madre apartó los ojos, sin darse cuenta ella misma, y los fijó en dos bellos angelitos que jugaban sobre la rica alfombra del suelo. Cuando llegaba gente de fuera, no criticaban a la niña, no la elogiaban, y preguntaban por las hermanas. Así fue haciéndose cada vez más grande. El padre cruzaba con mayor frecuencia por la habitación tras sus negocios, y si la madre a veces abrazaba a las otras hijas, por así decirlo, con fervor desesperado, no veía los negros ojos fijos de Brigitta, que se clavaban en ella como si la diminuta niña comprendiese ya el agravio. Si lloraba, se atendía a su necesidad; si no lloraba, se la dejaba tranquila, todos tenían algo que hacer, y ella dirigía sus grandes ojos al dorado de la cuna, o a las volutas del papel de la pared. Cuando los miembros se hicieron fuertes, y su vivienda ya no consistía en la estrecha cunita, se sentaba en un rincón, jugaba con piedritas, y pronunciaba sonidos que de nadie había oído. Al avanzar en sus juegos y volverse más hábil, a menudo torcía los grandes ojos salvajes, como hacen los muchachos que en su fuero interno juegan ya oscuras hazañas. A las hermanas les pegaba cuando se querían inmiscuir en sus juegos — y cuando la madre ahora, en un arrebato de amor tardío y caridad, cogía a la pequeña criatura en brazos y la regaba de lágrimas, ésta no mostraba alegría en modo alguno, sino que lloraba y se apartaba de las manos que la abrazaban. La madre se volvió con ello cada vez más amorosa y amargada a un tiempo, porque no sabía que las diminutas raíces, cuando antaño buscaron el suelo caliente del amor materno y no lo hallaron, tuvieron que volverse a la roca del propio corazón, y allí porfían.

Así fue haciéndose cada vez más grande el desierto.

Cuando las niñas fueron creciendo y llegaban prendas hermosas a la casa, las de Brigitta siempre estaban bien, las de las hermanas eran retocadas varias veces hasta que les encajaban. Las otras recibían reglas de conducta y alabanzas, ella ni siquiera un reproche, aunque hubiera manchado o arrugado su vestidito. Al empezar a aprender, y estar ocupadas las horas de la mañana, se sentaba abajo y miraba fijamente con lo único hermoso que tenía, con los oscuros y realmente hermosos ojos, a la esquina del lejano libro o del mapa; y si el profesor le hacía una pregunta rápida e inusual, se asustaba y no sabía la respuesta. Pero en las largas tardes, o en otras ocasiones en las que, sentados en el salón de visitas, no la echaban de menos, se quedaba en el suelo tumbada sobre libros en desorden, o sobre láminas y cartas rotas que las otras ya no necesitaban. Incubaría en su corazón un mundo fantástico y mutilado. Había leído sin que se sospechara, puesto que la llave siempre estaba puesta, casi la mitad de los libros de su padre. Entre ellos había una mayoría que no podía entender. En la casa se encontraban a menudo papeles en que había dibujadas cosas extrañas y salvajes, que debían ser de ella.

Al llegar las muchachas a la edad de doncellas, resultaba una planta extraña entre las otras. Las hermanas se habían vuelto delicadas y hermosas, ella sólo delgada y fuerte. En su cuerpo había casi energía masculina, lo que se demostraba en que, cuando una hermana quería decirle bagatelas o acariciarla, la apartaba impasible con el delgado brazo, o en que, como le gustaba hacer, metía mano en el trabajo de los mozos hasta que las gotas poblaban su frente. Música no aprendió, pero cabalgaba bien y atrevida, como un hombre, se tumbaba a menudo con el vestido más hermoso sobre la hierba del jardín, y echaba algo así como discursos y proclamaciones al follaje de los arbustos. Ocurrió también que el padre empezó a darle exhortaciones sobre su carácter obstinado y taciturno. Entonces, aun cuando precisamente hablaba, cesó de pronto, se volvió aún más taciturna y aún más obstinada. No sirvió de nada que la madre le hiciera señales y, como manifestación de su disgusto, se retorciera las manos en amargo desconcierto. La muchacha no hablaba. Cuando el padre una vez se propasó hasta tal punto que la castigó físicamente a ella, la adulta, por no querer ir de ninguna manera al salón de las visitas, ella se limitó a mirarlo con los encarnizados ojos secos, pero no fue, y ya habría podido hacerle él lo que quisiera.

Si hubiese habido uno tan sólo en tener ojos para el alma escondida, y en ver su belleza, de modo que ella no se despreciase. — Pero no había nadie: los otros no podían, y ella tampoco podía.

Su padre vivía en la capital, como era su costumbre, y se daba a una brillante vida regalada. Cuando hubieron crecido sus muchachas, se extendió por el país la fama de su belleza, muchos acudían por verlas, y las reuniones y veladas en la casa se hicieron aún más numerosas y concurridas de lo que lo habían sido hasta entonces. Más de un corazón latió con vehemencia y aspiró a la posesión de las joyas que albergaba esta casa — pero las joyas hacían caso omiso, o eran demasiado jóvenes para entender tales homenajes. Tanto más se daban a las distracciones que tales veladas conllevaban, y un atavío o la disposición de una fiesta las podía ocupar durante días en la forma más íntima y conmovedora. A Brigitta, que era la menor, no se la consultaba, como si no entendiese del asunto. A veces estaba presente en las reuniones, y entonces llevaba siempre un vestido amplio de seda negra que ella misma había elaborado — o las evitaba, se quedaba mientras tanto sentada en su cuarto, y nadie sabía lo que hacía allí.

Transcurrieron así un par de años.

Hacia el final de los mismos apareció en la capital un hombre que llamó la atención en distintos círculos de la misma. Se llamaba Stephan Murai. Su padre lo había educado en el campo, con el fin de prepararlo para la vida. Cuando su educación estuvo terminada, tuvo que hacer primero viajes, y luego debía conocer la selecta sociedad de su padre. Ésta fue la razón por la que llegó a la capital. Aquí se convirtió pronto en el tema casi único de las conversaciones. Unos alababan su inteligencia, otros su conducta y su modestia, otros finalmente decían que nunca habían visto algo tan bello como este hombre. Muchos sostenían que era un genio, y como tampoco faltaban las calumnias y difamaciones, algunos decían que tenía algo de salvaje y huraño, y que se le notaba que había sido educado en la selva. Opinaban también algunos que poseía orgullo y, de ser necesario, también ciertamente falsedad. Más de un corazón de muchacha sentía como mínimo curiosidad por llegar a verlo un día. El padre de Brigitta conocía muy bien a la familia del recién llegado; en años anteriores, cuando aún hacía excursiones, había estado con frecuencia en sus posesiones, y sólo más tarde, cuando él vivía siempre en la capital y la familia nunca, había perdido el contacto con ella. Como se informara sobre el estado de los bienes, que antaño había sido excelente, y se enterara de que el mismo era ahora significativamente mejor, y mejoraba todavía dado el sencillo estilo de vida de la familia: pensó que, si por lo demás el hombre fuera también de su gusto en cuanto a carácter, podría hacer un novio deseable para alguna de sus hijas. Mas como muchos padres y madres pensaran lo mismo, el padre de Brigitta se apresuró a tomarles la delantera. Invitó al joven a su casa, éste aceptó, y había estado ya bastantes veces en una velada de la misma. Brigitta no lo había visto, puesto que precisamente en aquel tiempo hacía ya bastante que no había acudido al salón de las visitas.

Un día fue a donde su tío, que había organizado una especie de fiesta y la había invitado a ella. Ya en tiempos anteriores había acudido sin disgusto a donde la familia del tío. Aquella noche estaba allí sentada en su habitual vestido de seda negra. A la cabeza llevaba un tocado que ella misma había hecho, y que sus hermanas llamaban feo. Cuando menos no era costumbre en toda la ciudad llevar uno semejante, mas casaba muy bien con su color oscuro.

Estaban presentes muchas personas, y al mirar ella una vez entre un grupo de las mismas, vio dos tiernos ojos negros de muchacho fijados en ella. Al mirar luego una vez más, vio que los ojos estaban de nuevo dirigidos hacia ella. Era Stephan Murai el que la había mirado.

Aproximadamente ocho días después se celebró un baile donde su padre. Murai estaba también invitado, y llegó cuando estaban presentes casi todos y el baile ya había comenzado. Estuvo observando, y cuando la gente hubo formado para el segundo baile, se acercó hasta Brigitta y le pidió con voz humilde un baile. Ella dijo que nunca había aprendido a bailar. Él hizo una reverencia y se mezcló de nuevo entre los espectadores. Más tarde se lo vio bailar. Brigitta se sentó tras una mesa en un sofá y estuvo observando el movimiento. Murai habló con distintas muchachas, bailó y bromeó con ellas. Aquella noche había estado especialmente agradable y servicial. Terminó por fin el entretenimiento, la gente se dispersó en todas las direcciones para buscar su morada. Al llegar Brigitta a su dormitorio, que con muchos ruegos y porfías había arrancado a sus padres, el poder ocuparlo sola, y al desvestirse allí, lanzó al pasar una mirada en el espejo, y vio deslizarse por el mismo la morena frente, y el rizo negro como un cuervo, que se enroscaba en la frente. Fue luego, ya que ni al vestirse ni al desvestirse soportaba a una criada alrededor, hacia su cama, la descubrió ella misma, apartó los linos blancos como nieve de su lecho, que se hacía preparar siempre muy duro, se tendió en él, puso el delgado brazo bajo su cabeza, y contempló con los ojos insomnes el techo de la habitación.

Como a continuación hubo fiestas con frecuencia, y Brigitta asistía a las mismas, Murai reparaba de nuevo en ella, la saludaba respetuosísimo, y cuando ella se marchaba, él le traía el pañuelo, y cuando ella ya se había ido, inmediatamente se oía rodar abajo el carruaje de él, que lo conducía a casa.

Esto se prolongó bastante tiempo.

Un día estaba ella de nuevo donde el tío, y habiendo salido, por el gran calor que reinaba en la sala, al balcón, cuyas puertas permanecían siempre abiertas, y extendida a su alrededor la noche cerrada: percibió en su dirección los pasos de él, y vio también entonces en la oscuridad cómo se situaba a su lado. No habló, más que cosas corrientes, pero si se atendía a su voz, era como si hubiese algo de temeroso en la misma. Elogió la noche, y dijo que se era injusto con ella al reprenderla, porque era tan bella y apacible, y únicamente ella envuelve, suaviza, y sosiega el corazón. Luego guardó silencio, y ella también guardó silencio. Cuando ella hubo regresado al cuarto, entró él también, y estuvo largo tiempo junto a una ventana.

Al llegar Brigitta a casa aquella noche, tras haberse retirado a su cuarto y quitado del cuerpo pieza a pieza el oropel, acudió en camisa de noche ante el espejo, y miró allí largo, largo tiempo. Le subieron lágrimas a los ojos, que no se secaron, sino que dieron lugar a muchas que brotaron y fueron cayendo. Fueron las primeras lágrimas del alma en toda su vida. Lloró cada vez más y con mayor intensidad, era como si tuviese que recuperar toda su vida desaprovechada, y como si hubiese de serle mucho más fácil tras haber agotado en llanto el corazón. Había caído de rodillas, como estaba acostumbrada a hacer, y se sentaba sobre sus propios pies. En el suelo a su lado yacía por casualidad un cuadrito, un cuadrito de niños que representaba cómo un hermano se sacrifica por el otro. Este cuadrito lo apretó contra sus labios, volviéndolo mojado y arrugado.

Cuando las fuentes hubieron cesado por fin, y las velas ardido hasta abajo, aún estaba sentada en el suelo ante la mesa del espejo, igual que un niño agotado en llanto y meditaba. Las manos se cruzaban en el regazo, los lazos y golas de la camisa de noche estaban húmedos, y colgaban sin belleza en torno al casto seno. Fue volviéndose más quieta y más inmóvil. Tomó por fin aliento fresco un par de veces, se pasó la palma de la mano por las pestañas y se fue a la cama. Estando tumbada, y mientras la lámpara de noche, que después de las velas extinguidas había colocado tras una pequeña pantalla, ardía tenebrosamente, dijo aún las palabras: «¡No es posible, no es posible!»

Luego se adormeció.

Al coincidir de nuevo en el futuro con Murai, era como antes: sólo que él la distinguía más aún, pero su conducta era por lo demás recatada, casi medrosa. Prácticamente no hablaba nada con ella. Ella misma no daba un sólo paso, ni el más mínimo, a su encuentro.

Cuando después de algún tiempo se dio de nuevo la oportunidad de hablar con ella a solas, de las que antes ya había pasado más de una sin ser aprovechada, se armó de valor, la abordó y dijo que le parecía que ella le tenía antipatía — y si esto era así, él tenía como único ruego que ella le llegase a conocer, que quizá no era del todo indigno de su atención, que quizá tenía cualidades, o podría adquirirlas, que le ganasen la estima de ella, nada más, que él deseaba en forma más sagrada.

«Antipatía no, Murai», respondió ella, «oh, antipatía no; mas yo también tengo un ruego que hacerle: no lo haga, no lo haga, no me corteje, se arrepentiría usted».

«¿Pero por qué, Brigitta, por qué?»

«Porque yo», respondió ella en voz baja, «no puedo exigir sino el amor supremo. Sé que soy fea, por eso exigiría un amor más alto que la más bella muchacha de esta tierra. No sé cuán alto, pero siento que habría de ser sin fin y sin medida. Ve usted — como esto es imposible, no me corteje usted. Es usted el único que ha preguntado si yo también tengo un corazón, frente a usted no puedo ser insincera».

Tal vez habría dicho más aún, de no haber acudido gente; mas sus labios temblaban de dolor.

Que el corazón de Murai no fue aplacado, sino sólo inflamado más aún por estas palabras, se sobreentiende. Como a un ángel de luz la veneraba, permaneció retraído, sus ojos pasaban de largo, ante las mayores bellezas que lo rodeaban, para buscar los suyos con un suave ruego. Continuó así inalterable. También en ella comenzó a vibrar en su alma empobrecida el oscuro poder y la grandeza del sentimiento. En ambos se notaba abiertamente. Los entornos comenzaron a sospechar lo increíble, y la gente se asombraba sin disimulo. Murai exponía su alma resueltamente ante el rostro de todo el mundo. Un día, en un cuarto solitario, como la música, para cuya escucha se habían reunido todos, sonara desde lejos, como estuviera él ante ella y no dijera nada, como tomara él su mano, atrayéndola suavemente hacia sí, ella no opuso resistencia, y como inclinara él cada vez más su rostro hacia ella, y percibiera ella de pronto los labios de él sobre los suyos, apretó también dulcemente. Nunca antes había sentido un beso, ya que ella misma nunca había sido besada por su madre y sus hermanas — y Murai dijo una vez, después de muchos años, que nunca más volvió a experimentar una dicha tan pura como entonces, cuando sintió por vez primera esos labios vírgenes y solitarios en su boca.

La cortina entre ambos se había roto ahora, y el destino siguió su camino. En pocos días Brigitta era la novia declarada del hombre tan celebrado, los padres de ambas partes habían dado su consentimiento. Se produjo ahora un trato amistoso. Desde el fondo del corazón de la muchacha hasta entonces desconocida brotaba una existencia cálida, al principio poco vistosa e insignificante, luego desarrollándose más rica y más jovial. El instinto, que había atraído al hombre a esta mujer, no le había engañado. Era enérgica y casta, como ninguna otra mujer. Puesto que no había debilitado su corazón con ideas e imágenes de amor antes de tiempo, soplaba en su alma el hálito de una vida incólume. También su trato era delicioso. Puesto que continuamente había estado sola, se había construido también sola un mundo, y él fue introducido en un reino nuevo, extraño, que sólo a ella le pertenecía. Al irse desplegando su carácter ante él, reconoció además de todo el íntimo y ardiente amor de ella, que manaba como una corriente de oro a orillas llenas, llenas, pero también solitarias; pues así como el corazón de las otras personas está dividido entre medio mundo, el de ella había permanecido junto, y como sólo uno lo había conocido, era ahora propiedad de este uno. Vivió así en alegría y buen humor los días del noviazgo.

Pasó el tiempo con alas de color de rosa, y en él iba el destino con las suyas oscuras.

Llegó por fin el día del enlace. Cuando hubo concluido el acto sagrado, en el umbral de la iglesia, Murai tomó en los brazos a su novia silenciosa, la subió luego a su carruaje, y la condujo a su vivienda, que, como los jóvenes habían decidido permanecer en la ciudad, había hecho amueblar, con la riqueza de su padre, que había puesto a su disposición todo lo ahorrado, de la forma más bella y más brillante. El padre de Murai acudió al enlace desde su hacienda, que había elegido como residencia permanente. La madre no pudo, por desgracia, compartir esta alegría; pues había muerto hacía mucho tiempo. Del lado de la novia estaban presentes el padre y la madre, luego las hermanas, el tío y varios parientes cercanos. Murai, como el padre de Brigitta, había querido que el día fuera celebrado públicamente y con gran pompa, y así había trascurrido.

Cuando por fin se hubieron marchado los últimos invitados, Murai condujo a su esposa a través de una serie de habitaciones iluminadas, ya que hasta entonces siempre se había tenido que conformar con una, hasta el cuarto de estar. Allí estuvieron aún sentados, y él dijo las palabras: «Qué bien y qué magníficamente ha salido todo, y qué bellamente se ha cumplido. ¡Brigitta! Te he conocido. Cuando te vi por vez primera, ya sabía que esa mujer no iba a serme indiferente; pero no reconocía aún si habría de quererte infinitamente u odiarte infinitamente. ¡Qué felizmente ha resultado que fuera el amor!»

Brigitta nada dijo, lo retuvo de la mano, y dejó a los ojos brillantes recorrer la habitación en suave calma.

Ordenaron después que fueran recogidos los restos de la fiesta, que la multitud de luces superfluas fueran apagadas, y que las habitaciones festivas se convirtieran en un hogar corriente. Ocurrió así; los criados se retiraron a sus cuartos, y sobre el nuevo hogar y la nueva familia, que lo era de dos, y apenas tenía unas horas, cayó la primera noche.

Desde entonces siguieron viviendo en su hogar. Igual que, al conocerse, sólo se habían encontrado en sociedad, e igual que durante el noviazgo sólo habían aparecido siempre en público, permanecían ahora siempre en casa. No pensaban que algo externo fuera preciso para su felicidad. Aunque la vivienda estaba provista en general de todo lo que le era necesario, quedaba en particular mucho que mejorar y embellecer. Inferían esto, reflexionaban sobre lo que se podría hacer aquí y allá, se ayudaban mutuamente con consejo y apoyo, de modo que el espacio se ordenaba cada vez más y más puro, y recibía a los que entraban con clara confortabilidad y sencilla belleza.

Al cabo de un año ella le dio un hijo, y este nuevo milagro la retuvo de nuevo y más aún en casa. Brigitta cuidaba a su niño, Murai desempeñaba sus negocios; pues el padre le había traspasado una parte de los bienes, y ésta la administraba desde la ciudad. Esto hacía necesario más de un rodeo, y acumulaba más de una cosa que por lo demás hubiese sido prescindible.

Cuando el chico se hubo desarrollado hasta tal punto, que el cuidado inmediato ya no era tan necesario, cuando Murai hubo ordenado y puesto en marcha uniforme sus negocios, comenzó a llevar a sus esposa a lugares públicos, a sociedades, a paseos, al teatro, con mayor frecuencia de lo que por lo demás estaba acostumbrado a hacer. Con esto ella notó que él la trataba aún con mayor ternura y atención ante la gente que hasta en casa.

Pensó: «Ahora él sabe lo que me falta», y contenía el corazón sofocante.

A la primavera siguiente, él se llevó consigo a ella y a su hijo de viaje, y cuando regresaron hacia el otoño propuso residir más bien de forma estable en el campo, en una de sus fincas; pues en el campo es mucho más hermoso y mucho más ameno que en la ciudad.

Brigitta fue con él a la finca campestre.

Aquí él comenzó a administrar y a hacer reformas, y a emplear cazando el resto del tiempo que le sobraba. Y aquí el destino trajo a su encuentro a una mujer totalmente distinta a lo que siempre había estado acostumbrado a ver. En una de las cacerías solitarias que ahora hacía con frecuencia, en las que caminaba o cabalgaba solo con su carabina por la región, la había descubierto. Haciendo descender un día lentamente a su caballo por un pantanoso pastizal, tuvo de pronto ante sí, a través del espeso matorral, dos ojos asustados y bellos, como los de una exótica gacela, y junto a las verdes hojas ardió la más dulce aurora de las mejillas. Fue sólo un instante; pues antes de que pudiera mirar realmente, el ser, que iba igualmente a caballo, y estaba en el matorral, había vuelto su caballo y volaba sobre la llanura entre las ligeras matas.

Había sido Gabriele, la hija de un anciano conde que vivía en la vecindad, una criatura salvaje que su padre educaba en el campo, donde le dejaba todas las libertades, porque pensaba que sólo así se desplegaría de la forma más conforme a la naturaleza, y no se convertiría en una muñeca, como las que no podía soportar. La belleza de esta Gabriele se había hecho ya muy célebre, sólo hasta los oídos de Murai no había llegado su fama, porque hasta entonces nunca había estado en esta finca suya, y en los últimos tiempos se había hallado en su gran viaje.

Después de varios días se encontraron ambos de nuevo casi en el mismo lugar, y luego más y más a menudo. No preguntaban quiénes eran y de dónde, sino que la muchacha, por así decirlo un abismo de desenvoltura, bromeaba, reía, se burlaba de él, y lo impelía las más de las veces a excesivas y audaces carreras a caballo, en las que, como un enigma celestial, loco y ardiente, volaba al lado de él. Él le seguía la broma, y las más de las veces la dejaba ganar. Pero un día, en el que, jadeando por agotamiento, sólo mediante el repetido intento de atrapar sus riendas pudo indicar ella que deseaba que parase, y tras haber lánguidamente susurrado, al bajar del caballo, que había sido derrotada — entonces, después de que él hubiese reparado el ación de ella, en el que algo se había roto, y la viese del todo encendida apoyada en el tronco de un árbol — la atrajo de pronto hacia sí, la apretó contra su pecho, y antes de poder ver si estaba ella enojada o exultante, saltó a su caballo y partió de allí a toda velocidad. — Había sido un exceso, pero en aquel momento se dio en él un vértigo de indescriptible embeleso, y ante su alma, mientras cabalgaba hacia casa, pendía la imagen de las suaves mejillas, del dulce aliento, y de los ojos relucientes.

Desde aquel día no habían vuelto a buscarse, mas cuando una vez se vieron por casualidad sólo un momento en la sala de un vecino, las mejillas de ambos fueron bañadas de profunda escarlata.

Murai se marchó entonces a una de sus lejanas posesiones, y reformó allí todas las condiciones que encontró.

Mas el corazón de Brigitta estaba deshecho. En su seno había crecido un mundo de vergüenza, de cómo callaba, y cómo vagaba por las habitaciones de la casa como una nube de sombra. Pero finalmente tomó en sus manos por así decirlo el corazón hinchado y vociferante, y lo aplastó.

Al volver él de sus reformas en la lejana hacienda, ella entró en su cuarto y le propuso con suaves palabras el divorcio. Como él se sobresaltara violentamente, como le rogara, como le reconviniera, mas ella dijera siempre las mismas palabras: «Te lo dije, que lo lamentarías, te lo dije, que lo lamentarías», — él se levantó de un salto, la tomó de la mano, y dijo con íntima voz: «¡Mujer, te odio indeciblemente, te odio indeciblemente!»

Ella no dijo una palabra, sino se limitó a mirarle con los ojos secos y encendidos — mas cuando a los tres días él hubo hecho y enviado sus maletas de viaje — cuando hacia la tarde él mismo se fue cabalgando en su ropa de viaje: quedó así, como antaño, cuando les había gritado los poemas de su corazón a los arbustos del jardín, tendida de dolor ahora también sobre la alfombra del suelo de su cuarto, y así corrieron lágrimas ardientes de sus ojos, como si hubieran de quemar su vestido, la alfombra y el entablado del suelo — fueron las últimas que envió en pos del todavía ardientemente amado, luego ninguna más. Él cabalgaba entretanto por la sombría llanura, y mil veces se le pasó por la cabeza reventarse los hirvientes sesos con la pistola de montar. En su cabalgar, puesto que aún era de día, había pasado por delante de Gabriele, ella estaba en el balcón de su castillo, pero él no había levantado la mirada y había seguido cabalgando.

Después de medio año él envió el consentimiento al divorcio, y le cedió también el niño a ella, ya fuera por creer que en sus manos estaría mejor atendido, ya fuera el viejo amor, que no quería arrebatarle todo, a ella que ahora estaría enteramente sola, mientras él tenía el mundo extenso ante sus ojos. En cuanto al patrimonio, lo había dispuesto en la forma más favorable que había sido posible para ella y el niño. Envió asimismo los papeles que contenían este asunto. Ésta fue la primera y última señal de su existencia que dio Murai, después no llegó ninguna más, y él tampoco apareció de nuevo. Las sumas que necesitaba eran consignadas a una casa de Amberes. Esto lo dijo su administrador más tarde, él tampoco sabía más.

En este tiempo habían muerto con poca diferencia el padre de Brigitta, su madre y las dos hermanas. El padre de Murai, que de todos modos era ya muy viejo, murió también poco tiempo después.

Brigitta estaba así, en el sentido estricto de la expresión, enteramente sola con su hijo.

Poseía muy lejos de la capital una casa en un brezal desierto, donde no conocía a nadie. La hacienda se llamaba Maroshely, de donde venía igualmente el nombre de la familia. Tras el divorcio adoptó de nuevo el nombre original de Maroshely, y se retiró a la casa del brezal para ocultarse allí.

Así como antaño, cuando quizá por compasión se le había dado una bella muñeca, volvía a tirar la misma tras un poco de alegría, y llevaba a su camita cosas simples, como piedras, maderitas y similares; así también ahora se llevó consigo a Maroshely el mayor bien que poseía, su hijo, lo cuidaba y protegía, y sus ojos pendían única y exclusivamente sobre la camita del mismo.

Cuando el niño fue haciéndose más grande, y sus pequeños ojos y su corazón se ensancharon, lo hicieron también los de ella; empezó a ver el brezal en torno, y su mente comenzó a labrar el desierto alrededor. Tomó ropas de hombre, montó de nuevo, como antaño en su juventud, a caballo, y se presentó entre su servidumbre. Como el niño podía ya sostenerse a caballo, estaba con ella en todas partes, y el alma activa, productiva, exigente de su madre fluía paulatinamente en él. Este alma se extendía cada vez más en torno a sí, el cielo del producir descendía sobre ella; las verdes colinas se hinchaban, las fuentes manaban, las vides susurraban, y en el pedregal desierto fue compuesta una canción de gesta que avanzaba llena de energía. Y la poesía trajo, como suele hacer, su bendición. Algunos imitaron, se puso en pie la asociación, otros más alejados se entusiasmaron, y aquí y allá sobre el brezal desierto y ciego se fue abriendo, como un ojo bello, un gobierno humanamente libre.

Después de quince años, durante los que Brigitta habitó en Maroshely, llegó el comandante, instalándose en Uwar, donde no había estado nunca antiguamente. De esta mujer aprendió, como me dijo él mismo, actividad y producción — y hacia esta mujer concibió la inclinación profunda y tardía que hemos contado más arriba.

Después de haber sido contada, como se mencionó al principio del capítulo, esta parte de la vida anterior de Brigitta, continuamos con el desarrollo de los acontecimientos donde los dejamos.