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La escuela del misterio

Después del vapuleo que sufrí en las Olimpiadas de la Magia estuve un tiempo desconectado de ella. Embutí entera mi impresionante colección de parafernalia mágica en la bolsa del Campeonato Mundial de la Magia y la relegué al fondo del armario. La mayor parte del tiempo me quedaba encerrado en casa, enfurruñado, regodeándome en mis sentimientos de autocompasión y viendo programas malísimos en la tele. Cuando salía, ya no llevaba cartas ni monedas desparramadas por los bolsillos. Si mis amigos o familiares me pedían que hiciera un truco, me estremecía y cambiaba de tema. Aunque mi médico me dijo que estaba chiflado, yo estaba convencido de que tenía todos los síntomas de un trastorno de estrés postraumático. Tenía pesadillas en las que entraba en una reunión de la SAM y era recibido por un silencio sepulcral, seguido del sonoro rugido de las carcajadas de la concurrencia y de una explosión de chiflidos y epítetos poco amables. Un juez Obie O’Brien de rostro blanco fantasmal me perseguía en sueños. Me daba miedo dejarme ver en la comunidad de los magos y abandoné el ritual que era para mí la compra semanal de los sábados en Tannen’s, la tienda de objetos de magia. Me sentía como Clark Kent cuando pierde sus poderes en Superman II. El objetivo de convertirme en un héroe de la magia jamás me había parecido tan lejano. Me sentía derrotado. Estaba, como se dice en el mundillo del espectáculo, acabado.

Y las cosas solo fueron empeorando. Dos meses después de mi estancia en Estocolmo, Rachel me anunció que teníamos que hablar. Sentada en el borde de la cama, paseaba la mirada nerviosamente por la habitación, como si estuviera siguiendo el vuelo de una mosca.

—Me voy a Venezuela —me dijo.

—Como… ¿De vacaciones? —Me abrazó—. Así que… de vacaciones no.

No, de vacaciones no. Le habían concedido una beca Pulitzer, el equivalente a unas dietas de viaje de alto copete para los estudiantes de periodismo de la Universidad de Columbia que desean viajar al extranjero. Pensaba pasar unos años en Caracas, buscar trabajo en algún medio de comunicación y, a lo mejor, irse a África después. Claro que me alegraba por ella. ¿Acaso no era esta la razón por la que había estudiado periodismo, para empezar? Claro que iba a echarla de menos. Claro que hablaríamos por Skype, pero ella se iba para siempre y no había magia en el mundo que pudiera hacer que no se fuera. En octubre, Rachel ya se había marchado, y yo me había quedado solo con mi tristeza y mis discos de Sinead O’Connor.

En primavera del año siguiente recibí por fin algunas buenas noticias: me habían aceptado en un programa de doctorado de física en Columbia. La física me interesaba desde hacía mucho tiempo, pero por razones diversas (los porros, los porros y, además, los porros), ese era un interés al que no había dedicado demasiado esfuerzo. En vez de ello, en la universidad había elegido especializarme en filología inglesa, decisión de la que luego terminé por arrepentirme, aunque fuera solo por ese detalle que mis parientes españoles no dudaron en señalarme: ¿acaso yo no hablaba ya inglés? Trabajando en la revista Discover entrevistaba a menudo a físicos, les preguntaba por detalles de su trabajo y esas conversaciones espolearon mi curiosidad. Con el tiempo acabé dándome cuenta de que donde yo quería estar era al otro lado de la línea telefónica. Así, mientras trabajaba en Discover, empecé a asistir a clase en Columbia y terminé pluriempleado en un laboratorio experimental de astrofísica con el objetivo de poder dejar finalmente mi trabajo y volver a estudiar a tiempo completo. Y, tras varios años de duro trabajo, por fin había conseguido mi objetivo.

El director del laboratorio en el que trabajaba era un joven físico experimental especializado en la cosmología, el estudio del origen y de las estructuras del universo. Nuestro grupo se dedicaba a construir instrumentos que se suspenden de globos para medir la radiación de fondo de microondas (CMB, por sus siglas en inglés). La CMB es la primera radiación que se produjo como resultado del Big Bang, hace unos 13.700 millones de años. A grandes rasgos, la CMB es el eco, o la huella térmica, del universo primigenio. Si el Big Bang fuera el flash de una cámara, la CMB sería la imagen que permanece en tu retina cuando cierras los ojos.

A mí siempre me ha dado la impresión de que la física es una especie de camino espiritual, una ventana abierta a los misterios más profundos de la naturaleza. ¿Cómo se originó el universo, cómo será su final? ¿Cuál es el elemento constructor de la naturaleza más pequeño e irreductible? ¿Cuál es la geometría del espacio y el tiempo? Son preguntas elevadas y es extraordinario lo cerca de su respuesta que han llegado los físicos.

«Lo más incomprensible que tiene este mundo —dijo Einstein— es que sea comprensible.» Pero probablemente ni siquiera Einstein llegó a imaginar algo como la teoría de cuerdas, un ambicioso intento de describirlo todo, desde los agujeros negros al núcleo atómico, mediante una ecuación de carácter casi divino. Según la teoría de cuerdas, la materia se compone de diminutos —¿que cómo de diminutos? En la escala de la llamada longitud de Planck, las cuerdas miden aproximadamente la 1/100000000000000000000000000000000000 parte de un metro— «filamentos» vibrantes de energía, llamados «cuerdas». Estos finísimos «filamentos» pueden emitir diferentes notas (de forma no muy distinta a las cuerdas de una guitarra), las cuales corresponden a las partículas fundamentales que se observan en la naturaleza (electrones, quarks, neutrinos, etcétera). Por si esto fuera poco, la teoría de cuerdas admite la posibilidad de la existencia de universos paralelos (otro tú, otro yo), de mini agujeros negros y de una infinita cadena de Big Bangs que se extendería hacia el pasado en un ciclo nietzscheano de renacimiento eterno. ¿Y esto no es magia?

La teoría de cuerdas también requiere la existencia de dimensiones extra —a las tres originales (longitud, anchura y profundidad) se les suman el tiempo y otro montón más que no podemos ver— y los físicos se afanan por buscar vestigios de estos otros reinos dentro de aceleradores de partículas como el Gran Colisionador de Hadrones, una máquina de proporciones olímpicas ubicada cerca de Ginebra que es capaz de acelerar protones hasta alcanzar el 99,9999991 por ciento de la velocidad de la luz (aproximadamente 299.792.458 metros por segundo) y de convertirlas en una bola de fuego cósmica a una temperatura 625.000 veces mayor que la del núcleo solar.

Después de que en 1999 se publicara El universo elegante, el best seller escrito por Brian Greene, profesor de la Universidad de Columbia, parecía que todo el mundo sabía lo suficiente de la teoría de cuerdas para poder discutirla en los bares. Aunque nadie —exceptuando al cerebrito de turno— supiera en realidad de qué estaba hablando, la cuestión es que la física había encandilado al público. Los late shows televisivos invitaban a catedráticos de física (algunos de los cuales habían sido profesores míos), que aparecían en los programas charlando con David Letterman, Jon Stewart y Stephen Colbert. Por su parte, Greene se convirtió en una especie de celebridad, un héroe nerd, uno de los nombres más conocidos de la ciencia. Parecía que la física había dado un momento crítico de la cultura popular. Más que en ninguna otra época desde la Segunda Guerra Mundial, la sociedad consideraba que los físicos eran gente muy guay.

Mis amigos de la academia, dedicados en cuerpo y alma a conseguir una plaza fija de profesor, desdeñaron inmediatamente mi ingenua fascinación por la física tildándola de ensoñación y de búsqueda desorientada de sentido, y diciéndome que era un caso claro de gusanillo del aburrimiento posuniversitario siete años después. No era probable que volver a la universidad fuera a apaciguar mis anhelos existenciales, me aseguraban. Pero, pensaba yo, al menos satisfaría mi curiosidad. Así que dejé mi trabajo de editor en Discover y me inscribí en el semestre de otoño. Después de más de seis años en el mundo laboral, volvía a ser estudiante.

Antes de empezar a estudiar física en la universidad me consideraba una persona tirando a lista. Pero esa idea se me quitó más rápido de lo que tarda un muon en desintegrarse en electrones y neutrinos, más o menos 2,2 milisegundos (en el marco de referencia del muon). Muy pronto me encontré preguntándome cómo me las había arreglado para sobrevivir en la edad adulta con un intelecto tan obtuso. ¿Es que acaso era algo así como… idiota? Por primera vez en mi vida, me sentí estúpido.

Estar rodeado de genios era, por decirlo suavemente, un ejercicio de humildad, pero también era estimulante y el subidón que se me contagiaba de sentir la chispa ocasional de la lucidez rozándome hacía que valieran la pena todas las extenuantes horas que pasaba en una sala sin ventilación, sudando tinta sobre montañas de ecuaciones diferenciales extrañas como jeroglíficos y tirándome de los pelos ante un problema que me llevaba días, o incluso semanas, resolver.

Tampoco es que tuviera un montón de fiestas luau ni sombrillitas de cóctel en perspectiva, pero la vida de un estudiante universitario, incluso la de uno de física, te deja un montón de tiempo libre. Presumiblemente, esas horas deberían estar dedicadas a empollar análisis tensorial y a revisar minuciosamente los artículos que uno escribe, pero yo solo tenía capacidad de embutirme en la mollera, antes de que esta empezara a dolerme, una cantidad limitada de física. Necesitaba una vía de escape de todas esas integrales, un recreo psicológico, una válvula de seguridad, un modo de canalizar mi ansiedad y de soltar presión. Pero con la marcha de Rachel mi principal reserva social se había desvanecido al sur de la frontera. ¿Quién me ayudaría a matar el tiempo? ¿En qué podía perderlo?

En otros tiempos, la magia había sido mi recurso en lo que a actos de escapismo se refiere. Pero el virus mágico que me había tenido infectado desde los cinco años se encontraba en remisión desde las Olimpiadas de la Magia. Lo seguía teniendo, solo que latente. Sin embargo, en los últimos tiempos había podido sentir cómo volvía a hormiguearme en la base de la columna vertebral.

Creo que quería salir a jugar.

Finalmente conseguí reunir el coraje para asistir a una reunión de la SAM. Llevaba mucho tiempo sin ir a uno de sus encuentros. La última vez había sido para asistir a un funeral, o más precisamente una «ceremonia de la varita rota», ritual que se lleva a cabo con ocasión del fallecimiento de un mago, en este caso de un antiguo afiliado de la SAM y nativo de Nueva York que había muerto de un ataque al corazón. Había leído la noticia de la ceremonia en el Spellbinder, el boletín de la SAM, y había decidido ir a presentar mis respetos.

La ceremonia la había presidido Ken Schwabe, el presidente de la asamblea general de la SAM, un profesor sustituto de mediana edad que hablaba con un tono nasal totalmente neoyorquino. De pie delante de toda la sala, alzó una varita de madera sobre su cabeza con ambas manos y entonó estas palabras: «En el momento de tu iniciación en la Society of American Magicians te fue entregada una varita, el emblema ancestral del misterio. Simboliza el poder mágico que fue tuyo mientras hiciste uso de tu conocimiento de los secretos mágicos y aplicaste tu habilidad en su ejecución. Ahora su poder la ha abandonado. Es solo una mera vara despojada de todo significado y autoridad. ¡Inútil, sin tu mano para empuñarla!».

Hizo una pausa, paseó la mirada por los rostros de los congregados y descendió sus manos hasta la altura del pecho. Su cara se congestionó con una mueca de esfuerzo cuando su cuerpo pequeño y rollizo se afanó en partir el cetro. Los estatutos de la SAM incluyen especificaciones muy precisas para la ceremonia de la varita rota:

La varita debe haber sido confeccionada o extraída a partir de madera ligera y económica, debe estar pintada de negro, con los extremos blancos, y debe poder romperse fácilmente con las manos. En caso de que el bloque de madera sea demasiado sólido, debe debilitarse previamente (practicándole una incisión en el centro). Es preferible partir una varita de prueba o dos al ensayar la ceremonia que encontrarse en dificultades para partirla durante la propia ceremonia. Las tiendas especializadas en modelismo son un buen lugar donde encontrar madera de balsa u otros tipos de madera ligera que puedan romperse con facilidad.

Carraspeos reprobatorios entre el público.

La madera cedió finalmente y su chasquido desprendió unas sonoras astillas. Ken retomó la oración, sus palabras fueron como un toque de difuntos: «Compañeros y pares, que esta varita rota sea símbolo de nuestra sumisión al mandato del Mago Supremo que conoce todos los secretos, incluidos los de la vida y la muerte. A la seguridad de su amor encomendamos el cuidado de nuestro hermano».

Esa era la última vez que había visto a mis hermanos magos en un acto oficial de la SAM. En cierto sentido, la ceremonia de la varita rota también había resultado un augurio, puesto que poco después encontré mi propia muerte prematura en las Olimpiadas de la Magia. Resultaba apropiado, por tanto, que fuera una ceremonia de iniciación lo que me devolvió a la vida.

Cuando abrí la puerta de doble hoja y entré en la sala, me encontré con la ceremonia ya comenzada. De nuevo la oficiaba Ken Schwabe, pero esta vez había dos neófitos junto a él en el escenario: un hombre de mediana edad con el pelo teñido de color oscuro y una mujer rubia con aspecto alegre de aproximadamente la misma edad.

—He aquí a los dos nuevos aspirantes a quienes hemos examinado hoy —informó a la asamblea un hombre del comité de admisiones—. Ambos han sido aprobados.

Ken asintió.

—Todos los que estén a favor de su admisión como miembros, que digan «¡a favor!».

Los congregados respondieron como una sola voz.

—¡A favor!

—Todos los que estén en contra, que digan «¡en contra!».

Silencio.

—Miembros, ¡en pie!

Todos nos levantamos y los neófitos pronunciaron sus votos. (Ken no había traído su libro de rituales y tuvo que improvisar.)

Pronunció los votos frase por frase, haciendo una pausa después de cada una para que los neófitos pudieran responder.

—Juro solemnemente.

Juro solemnemente.

—Ser miembro de la SAM nacional y de su círculo número uno.

Ser miembro de la SAM nacional y de su círculo número uno.

—Mantener los secretos mágicos de ambas organizaciones en secreto.

Mantener los secretos mágicos de ambas organizaciones en secreto.

—Y no ofender voluntariamente a ningún miembro.

Y no ofender voluntariamente a ningún miembro.

—Y usar mi magia en pro de la armonía y elevar este arte.

Y usar mi magia en pro de la armonía y elevar este arte.

Los congregados clamaron al unísono:

—¡Somos testigos de su juramento!

Ken estrechó la mano a los neófitos, dándoles la bienvenida a la manada y todo el mundo prorrumpió en vítores de celebración. Después de anunciar algunos otros avisos, un hombre sentado en la tercera fila dio por concluida la reunión y Ken cerró la ceremonia con el sagrado catecismo.

—¿Cuál es nuestra cábala? —preguntó con voz de trueno, y la asamblea replicó a coro—: ¡M-U-P!

Se levanta la sesión.

Tras la ceremonia, di algunas vueltas por la sala con la cabeza gacha, intentando mantenerme fuera del radar. Estaba esperando que en cualquier momento empezaran las risas y los abucheos, pero no hubo nada de ello. A nadie parecía importarle en absoluto. Vi a un chico flacucho que aún estaba en el instituto y que había asistido a las Olimpiadas de la Magia de Estocolmo. Sonrió y me saludó de lejos. Pocos metros más allá, junto a la salida, Ken Schwabe saludaba a algunas personas. Él también había presenciado cómo me liquidaban en Estocolmo. Me daba pavor hablar con él. Intenté escabullirme, pero me alcanzó y me puso la mano sobre el hombro.

—¿Cómo te va? —me preguntó, atrayéndome hacia su órbita—. Me alegro de tenerte de vuelta.

¿Ya está? ¿Nada de regañinas? ¿Ni insultos? ¿Ni un sermón acerca de cómo había avergonzado a la Sociedad? Aquella noche, al conversar con algunos de mis colegas, me sorprendió comprobar que ninguno aprovechaba la oportunidad para hundirme ni una pizca. Si acaso, la audacia insensata que había mostrado al competir en las Olimpiadas de la Magia en contra de todo sentido común me había granjeado cierto respeto entre mis colegas ilusionistas, algunos de los cuales, sospechaba, siempre habían soñado con competir en ella pero, al contrario que yo, habían sabido ser prudentes. Aunque tampoco fuera un recibimiento de héroe, sí fue suficiente para hacerme pensar en retomar la magia.

Poco a poco volví a subirme al caballo. El sábado siguiente fui a Tannen’s, que se había trasladado a un local en el sexto piso de un viejo edificio en la calle Treinta y cuatro Oeste, cerca de Herald Square. Estaba en el mismo pasillo que lo que en tiempos había sido Martinka and Co., una tienda que fue propiedad de Houdini en sus años de esplendor. Tannen’s es lo más próximo a una institución permanente en Nueva York que uno se puede encontrar hoy en día. Ha dado servicio a todos los grandes, desde Dai Vernon a Doug Henning o a David Blaine (que es un graduado del Tannen’s Magic Camp, y a menudo invita al personal de la tienda a colaborar en sus programas televisivos). Pero su función como tienda de magia es secundaria. Por encima de todo, Tannen’s es un lugar de encuentro, un conector de la comunidad mágica underground, en el que los magos se reúnen y comparten sus secretos.

Ese día había en la tienda un ajetreo inusual; el abarrotado espacio bullía de padres entusiastas e hijos con los ojos como platos, numerosos profesionales que se aprovisionaban de utilería —papel flash, tiraboca, tapetes, monedas trucadas, falsos pulgares, naipes, sartenes para hacer aparecer palomas— y abundantes aficionados pasando el rato y haciéndose trucos unos a otros. Apoyado contra una vitrina de cristal llena de monedas brillantes, un hombre mayor con un traje azul barato de tres piezas hacía desaparecer los naipes de una baraja en la palma de su mano con la agilidad de un timador, soltando imprecaciones sin parar como un marinero borracho. Intenté enseñarle un truco de cartas y él hizo un comentario desdeñoso sobre mi virilidad.

En una esquina de la tienda, un trío de adolescentes desgarbados hacían manipulaciones con naipes a una velocidad extraordinaria. Las cartas se extendían en abanico, se agitaban en el aire, se abrían como flores, salían disparadas de la baraja como si estuvieran poseídas, cambiaban de color en un abrir y cerrar de ojos. Al mirarlos, no pude dejar de preguntarme cómo era posible que no todo el mundo estuviera dedicándose a hacer eso mismo. Es como si fueran superhéroes andando a plena luz del día, tenían habilidades alucinantes. «Madre mía —me dije—, ya me gustaría a mí saber hacer todo eso.»

Empecé a asistir de nuevo a las reuniones de la SAM. Y comencé a pensar en regresar a la práctica. Con toda probabilidad nunca volvería a permitírseme tomar parte en las Olimpiadas de la Magia, pero había otras competiciones. El principal torneo de Estados Unidos, organizado por la International Brotherhood of Magicians, atraía anualmente a un elenco de talentos de primera. ¿Podría yo, con la dedicación y la práctica suficientes, participar en ese concurso sin temor a ser expulsado del escenario? ¿Cuánto me costaría llegar a ese nivel? Intenté imaginarme a mí mismo apareciendo de nuevo frente a los jueces, solo que esta vez, en vez de verme interrumpido con comentarios sonrojantes y sumergido en zumo de perdedor, conseguía ganarme a las masas y asombrar a los expertos con eso que la revista Magic (la publicación de referencia en el mundo de la magia) llama una combinación bufonesca de asombrosos milagros y proezas de audacia mágica que les dejarán con la boca abierta y el corazón en vilo. Asintiendo unánimemente, los jueces muestran una hilera de dieces. ¿Qué es esto? ¿Una ovación en pie? Pour moi?

Una cosa sí era cierta: todo ello iba a exigirme una dedicación inmensa. Tendría que hincar los codos, ejercitar mi concentración y enfocar el estudio de la magia con la misma disciplina semimonástica que estaba aplicando en mis estudios de física. Me preguntaba si sería capaz de ir en pos de los dos objetivos simultáneamente sin tener que dar todo de mí en exceso. Pero por muchas reservas que tuviera en ese momento, ninguna de ellas me impidió lanzarme de cabeza con temeridad.

Dado que después de haber pasado varios años tonteando con la magia por mi cuenta lo único que había conseguido en las Olimpiadas de la Magia era que me sirvieran mi propio culo en bandeja, me pareció que si quería tomarme de verdad en serio esto de la magia, quizá fuera buena idea buscar algún tipo de enseñanza formal. Lo que necesitaba era un lugar donde pudiera aprender los verdaderos secretos de la hechicería, algo como Hogwarts, salvo que preferiblemente no fuera de ficción ni tampoco británico. En resumen, decidí que ya era hora de acudir a la escuela de magia, y me convencí de que esa era una ambición perfectamente razonable para un adulto.

Lo que sí sabía, gracias a la investigación que hice antes de acudir a las Olimpiadas de la Magia y a mis mínimas indagaciones durante los juegos, era que las escuelas de magia existen de verdad. Se parecen un poco a las del mundo del arte. Como ocurre con la escuela del río Hudson, la de Barbizon o la de Amberes, las escuelas de magia no imparten únicamente unos estudios académicos, con profesores y alumnos, sino también un conjunto de valores y un sistema de creencias concreto; son escuelas de pensamiento. Dado que la magia es fundamentalmente una tradición oral organizada en torno a una serie de grandes maestros, la difusión de las nuevas formas de pensamiento tiende a producirse por irradiación a partir de un centro, de forma muy similar a lo que ocurre con las lenguas y las culturas. Los descendientes de una determinada tradición, por su parte, emigran después lejos exportando en el proceso las enseñanzas de sus escuelas.

El principal de estos estilos académicos de la magia se imparten en la escuela de Madrid, liderada por Juan Tamariz. Galardonado con la medalla de oro en las Olimpiadas de la Magia de París de 1973, Tamariz está considerado mayoritariamente como el mejor especialista vivo en magia de cerca.[1] En las competiciones internacionales, la sombra de la escuela de Madrid, de la que han salido dos generaciones de campeones olímpicos, se alza amenazadora. Jóvenes magos de todo el mundo acuden a España en bandada para estudiar bajo la tutoría de Tamariz y, al regresar a sus lugares de origen, a menudo fundan sus propias escuelas satelitales. El influyente clan alemán «The Flicking Fingers» y la academia argentina del maestro manco René Lavand son dos de estas filiales.

También sabía que en Asia —particularmente en China y en Corea— existen escuelas estatales de magia que producen equipos verdaderamente colosales. Sus alumnos pasan por un aprendizaje formal del que salen preparados para desarrollar una carrera en el mundo del espectáculo y el circo. Son conocidos por su virtuosismo técnico, especialmente en el campo de la manipulación de escenario, y habitualmente dominan el circuito internacional. (El ganador del oro en la categoría de manipulación de escenario en las Olimpiadas de Estocolmo, que se llamaba Dai, estudiaba en Pekín, en una escuela fundada por el Ministerio de Cultura chino.) Sabía todo esto, pero no conocía nada de las escuelas de magia de Estados Unidos. ¿Existían siquiera? ¿Cuáles eran los homólogos estadounidenses de estas instituciones extranjeras?

Teclear en Google «escuela de magia en Estados Unidos» me llevó a la web de un sitio de Las Vegas llamado McBride’s Magic and Mystery School. Reconocí el nombre de inmediato. Jeff McBride es uno de los mejores magos profesionales, una figura encumbrada en la comunidad de la magia. Quizá sea más conocido por sus atuendos exóticos y su predilección por las máscaras, de lo que hace gala sobre el escenario en una embriagadora mezcla de ilusionismo, mimo, danza, artes marciales y teatro kabuki japonés; un elaboradísimo espectáculo de luz y sonido que le había visto ejecutar durante las Olimpiadas de la Magia en el escenario principal (si McBride fuera un grupo de rock, sería Kiss). Su serie de vídeos The Art of Card Manipulation, es un best seller y el recurso preferido de los principiantes. Yo aprendí a hacer abanicos de cartas con el volumen 1.

El siguiente curso empezaba en enero, en dos meses, y costaba 675 dólares, suma que suponía meterle un buen bocado a mi economía de estudiante. Pero Las Vegas no estaría mal en esa época del año —mejor que Nueva York, al menos—. Y además era un curso de solo tres días que se celebraba durante un fin de semana, así que mis estudios de física tampoco se verían demasiado perjudicados. Cumplimenté una inscripción online y dos días después recibí un correo electrónico. No está mal, pensé, a Columbia le llevó tres meses tomar la decisión. «Te invitamos a unirte a nosotros», decía el correo electrónico. Me había hecho con la última plaza disponible. Pensé que era un bonito golpe de suerte. Quizá incluso un buen augurio.

Tiene que haber un suero, algún tipo de neurotoxina diluida en el agua de la ciudad que adormece las facultades críticas de las personas que visitan la Sin City pero a la que sus residentes han desarrollado inmunidad. ¿Cómo podría sobrevivir la ciudad si no? (y no digamos prosperar, durante años Las Vegas fue la metrópoli de crecimiento más rápido de Estados Unidos). Desde el principio estuvo claro que yo tenía la frágil resistencia de un recién llegado sin inocular. A las pocas horas de aterrizar había comido en el Burger King, me había zampado uno de esos enormes rollos de canela de Cinnabon, con glaseado extra, había perdido cincuenta dólares jugando al Craps y me había comprado una camiseta de Ed Hardy. La oleada de introspección negativa que me inundó fruto de esta borrachera insensata me ayudó a entender el sentido de todas estas ventanas a prueba de saltadores que se ven en todos los hoteles. En Las Vegas, la capital estadounidense del suicidio, la probabilidad de que una persona cualquiera termine por quitarse la vida es el doble que en cualquier otra ciudad; de media, allí se suicida una persona cada día. De todas formas, nada de ello alteraba el hecho de que si pensaba tomarme en serio la magia iba a tener que visitarla asiduamente porque, aparte de ser la capital estadounidense del quitarse de en medio, Las Vegas es también, como le gusta señalar a Jeff McBride, la capital mundial de la magia. «Aquí hay más magia por metro cuadrado que en cualquier otra parte del mundo —nos dijo el primer día de clase, echándose para atrás sus largos rizos teñidos con jena—. Donde hay luz, hay magia.»

La sede de la Magic and Mystery School está ubicada en la misma casa de Jeff McBride: una vivienda de dos plantas conocida como la McBride House of Mystery que está situada en una ruidosa zona suburbana al este del aeropuerto. Mientras conducía hacia allí aquella clara y fresca mañana de principios de enero, dejando atrás casas pareadas y jardines resecos, experimenté la misma sensación de mareo que siempre me sobreviene cuando alguien me recuerda que en Las Vegas viven personas reales con empleos y con familias, que hay gente que reside realmente allí, en un lugar que parece tan propicio para la vida como el paisaje de caliche alcalino del Valle de la Muerte que está a doscientos kilómetros al noroeste, donde criar a un niño seguramente constituya una violación de alguna directriz de UNICEF.

Jeff McBride, también conocido como Magnus, el líder de esa especie de culto que es la Mystery School, es uno de los magos más aclamados que existen. Empezó a actuar en Las Vegas como cabeza de cartel cuando estaba en la veintena y desde entonces ha llegado a actuar en sesenta y siete países y en las principales cadenas de televisión. McBride tiene tres récords Guinness que le han granjeado sus habilidades en la manipulación de naipes —es capaz de disparar cartas a metros de altura en el aire— y recientemente ha sido coronado como mago del año por la Academy of Magical Arts, uno de los más altos honores en el mundo de la magia. McBride es también, hasta donde yo sé, el único mago del mundo —o debería decir de la galaxia— que tuvo un personaje creado específicamente para él en la serie Star Trek: Espacio profundo 9 (interpretaba Joran Belar, el huésped humanoide de una forma de vida simbionte originaria del Cuadrante Alfa).

Aún hoy, años después de que la serie haya sido cancelada, su atuendo típico se atreve a llegar hasta donde ningún guardarropa ha llegado jamás. El gusto de McBride cubre todo el arco: desde los kimonos, unos ornamentados chalecos panasiáticos y esos pantalones afganos holgados hasta las levitas, los sombreros de copa y las gafas de sol ovaladas con los cristales ahumados. Y cuando está de gira lleva una riñonera, como si fuera una especie de bolsa marsupial preparada para la acción, atestada de parafernalia mágica (cartas, pulgares falsos, DVD de bolsillo, carteras y confeti).

Su casa estaba repleta de pergaminos y artefactos new age. Al pasar, me fijé en una colección de espadas que había en la entrada. Una de ellas era idéntica a la hoja que empuña Arnold Schwarzenegger en Conan el Bárbaro. Lo siguiente que me llamó la atención fue una fotografía en la que McBride aparecía estrechando la mano de George H. W. Bush.

Y luego, las máscaras. Estaban por todas partes, desperdigadas por las paredes como una especie de mosaico surrealista: máscaras japonesas de samuráis, máscaras venecianas de nariz afilada, bufones, máscaras del sudeste asiático, máscaras gemelas griegas de la tragedia y la comedia, máscaras de chamanes nativos americanos. Cientos de cuencas vacías de mirada maliciosa e introspectiva como testigos.

Había llegado pronto, así que anduve deambulando un poco sin dirección hasta que por fin llegaron todos los demás. Algunos se pusieron a curiosear los libros de la cuantiosa colección de McBride mientras otros esperaban sentados en los sofás y las sillas de la sala de estar, algunos de ellos con cartas y monedas en las manos. Un chico regordete me enseñó un truco en el que una carta quedaba entrelazaba por arte de magia con una cadena que llevaba al cuello. Impresionante.

Una vez que todo el mundo se hubo acreditado, McBride tocó una campanilla para hacernos saber que era hora de comenzar y nos reunimos en una amplia sala de la parte delantera de la casa.

A McBride le gusta llamara a su escuela «Hogwarts para mayores» y todo lo que pasó el primer día parecía directamente sacado de Harry Potter. Para empezar se nos pidió que nos reuniéramos en torno a una llama que ardía sobre un pedestal de hierro en el centro de la habitación. Las contraventanas cerradas impedían el paso de la luz de enero y el interior estaba en tinieblas. Al ponernos en pie, la llama tembló y arrojó sombras ondeantes por las paredes. Las máscaras, contorsionándose bajo el efecto del cambiante juego de luces, parecieron despertar, parpadeando en un destello momentáneo de vida prestada.

Se nos entregó a cada uno un documento de aspecto medieval y se nos instó a que lo leyéramos en voz alta, frase por frase. Contenía un juramento de secreto. Se nos dio a entender que era un asunto de la máxima importancia. El juramento, nos hizo saber McBride, no debía tomarse a la ligera y, por lo que pude ver, nadie lo hizo. Uno a uno pronunciamos las palabras en tono solemne y después firmamos el documento. Por desgracia con un bolígrafo. Hoy ya no se hacen juramentos de sangre.

En cualquier película, o en una novela de Dan Brown, habríamos bebido de una calavera humana o participado en algún acto de sacrificio ritual. Pero como a fin de cuentas nos encontrábamos en los suburbios, en vez de ello lo que hicimos fue pasar a una cocina con el suelo de linóleo donde nos esperaba una pequeña mesa auxiliar con un tentempié de aperitivos de Little Debbie. Me comí más de los que me tocaban.

El documento que había firmado se titulaba «La obligación del mago», un pacto destinado a proteger los secretos de la Mystery School que se exige a todos los estudiantes. Esa clase magistral era solo uno de los muchos cursos que se ofrecen en el extenso catálogo de la escuela. También había clases de mentalismo, de magia de calle, de cartomagia, de magia para artes marciales, de magia para profesionales médicos y un curso solo para mujeres llamado Sisters of Magic and Mystery. La Mystery School ofrecía también un programa de residencia de tres días. «Te instalas aquí en una habitación individual y trabajas en tu actuación —nos explicó McBride—. Es un método popular entre los estudiantes europeos.» Yo había elegido la clase magistral de tres días porque prometía «una tutoría personal y detallada en un entorno seguro e íntimo», además de «dos sesiones de seguimiento grabadas en vídeo», pero asistir a ella no me obligaba a perderme demasiadas clases de la universidad ni a alojarme en casa de un mago que no conocía.

Antes de empezar la clase hicimos una ronda de presentación, al estilo de Alcohólicos Anónimos.

—Hola, me llamo Alex y llevo veinte años haciendo magia.

—¡Hola, Alex!

Solo que, por lo que yo sé, en Alcohólicos Anónimos no te vas pasando uno de esos bastones de la palabra de los nativos americanos con forma de caduceo, dos serpientes entrelazadas en una espiral. (En la mitología griega, quien llevaba el caduceo era Hermes, el mensajero de los dioses con alas en los pies que era guía del inframundo.) Se nos pidió a cada uno que explicásemos nuestros objetivos y que los escribiéramos en la carpeta de anillas de la Magic and Mystery School que se nos había entregado.

Yo no tenía claro si había que hablarle al bastón o no, así que no lo hice, pero cuando me tocó el turno dije que necesitaba… ejem… ayuda. Dije que quería entender la magia en un nivel más profundo y ser capaz finalmente de crear una rutina que pudiera ejecutar tanto de forma profesional como en una competición como la IBM. Y contribuir en algo al arte.

—Quiero decir, en realidad eso es lo que deseo de verdad —tartamudeé— hacer, de algún modo, mi propia contribución.

Los doce alumnos del taller eran todos varones y casi todos iban vestidos de negro. La clase estaba formada por una mezcla de profesionales a tiempo completo y de personas para las que la magia era un hobby. Había un marine de Camp Lejeune que había sido presidente de su círculo local de la SAM tres veces, y que quería viajar y dedicarse a la magia a tiempo completo. Tenía un fortísimo acento sureño y siempre se dirigía a McBride llamándole «señor». Además de hacer magia, era también un herborista experto y un maestro de las artes marciales.

Había un ex trabajador de la construcción que había escrito un libro en el que enseñaba cómo ligar con mujeres usando trucos de magia y que actuaba en el escenario como Houdini.

«Una noche me desperté con un sudor frío, me quedé sentado y me dije: “Haz un espectáculo individual, como Houdini”, y eso fue hace unos veinticinco año», dijo.

A la hora de cumplimentar nuestros comentarios a los demás, yo le escribí: «¡Tienes que convertirte en Houdini!».

Había un antiguo escritor freelance de Los Ángeles que estaba en la mediana edad y que acababa de terminar una novela sobre la magia de calle y soñaba con trabajar en un crucero. Su actuación incluía a una «amiga imaginaria» llamada Fanny, que, como le señaló McBride, podía resultar ofensiva para algunos de los cruceristas británicos.

Había un cachas de Chattanooga que pertenecía a la Hermandad de los Magos Cristianos y que era miembro de la Unidad Especial Antidroga de Metaanfetamina de Tennessee.

—También soy curtidor —nos dijo—. Y hago artesanía con abalorios.

Había un batería heavy metal de Loveland (Colorado), con el pelo negro largo y las uñas pintadas de negro. Llevaba pendientes en las cejas, en las orejas y en la nariz y tenía tatuado un anillo talismán en el dedo anular de su mano izquierda. Soñaba con ser el nuevo Criss Angel y la estrella principal de su propio espectáculo en un casino.

Había un caballero mayor de Toronto llamado Ted Harding, con el nombre artístico de El Gran Hardini, que dirigía una empresa de limpieza de alfombras y que después embaucaría a toda la clase, incluido McBride, haciendo desaparecer una moneda bajo su reloj.

Había un joven mago irlandés que afirmaba haber creado un tipo de caramelo alcohólico y estaba buscando formas de incorporar la magia al marketing de su nuevo producto.

Había incluso un doctor. O al menos un hombre que se llamaba a sí mismo doctor. En realidad era un antiguo ejecutivo publicitario que en ese momento se dedicaba al marketing por internet y que se había otorgado el título de doctor a sí mismo después de haber leído Propaganda, de Edward Bernays.

«Ahora me hago llamar Dr. Ben Mack —nos dijo—. Tengo un doctorado en trolas.» En la red se le conocía como Howard Campbell. Cuando McBride le preguntó qué tipo de magia le gustaba, Mack respondió «la risa y la narración», y cuando le tocó revelar su objetivo a largo plazo, contestó simplemente «defender la posibilidad de que todos los seres humanos del planeta lleguen a tener acceso inmediato al agua potable durante mi vida».

La persona más dotada de nuestra clase era Chris Randall, un profesional de Las Vegas que había publicado algunos de sus efectos en la revista Magic, incluido un ingenioso método para dar el cambiazo de una baraja (¡ah, si lo hubiera conocido en las Olimpiadas de la Magia!). Randall era la única persona que en la historia reciente había conseguido publicar un truco en Magic dos meses seguidos. «Me sentí pletórico», dijo acerca de este logro. Actuaba regularmente en el ilustre Magic Castle de Hollywood y acababa de grabar su primer spot televisivo en el programa Masters of Illusion, que se emite en horario de máxima audiencia. Randall había competido quince veces pero no tenía suerte. «No he ganado ni una vez», me dijo. Tras participar en el World Magic Seminar, la convención anual de Las Vegas, y perder frente a un adolescente coreano de gran talento se dirigió a toda prisa a la Mystery School. «Estoy harto de perder frente a chavales de diecisiete años», confesó.

De hecho, el miembro más joven del grupo era un chico regordete de diecisiete años con el pelo oscuro peinado a lo emo a quien su madre había dejado allí un momento antes. «Cuando no estoy haciendo magia estoy encerrado en el colegio —dijo—. Porque aún soy un crío.»

Con su pequeño escenario, sus focos y su espacio entre bastidores para cambiarse de vestuario, la sala de estar de McBride daba un nuevo significado a la expresión «teatro casero». Del techo pendían unas largas cortinas rojas y un sistema de altavoces hacía sonar la música en el momento indicado. En este teatro improvisado mostramos nuestras habilidades, o la falta de ellas, mientras McBride y Eugene Burger, el decano de la Mystery School a quien McBride nos presentó como su maestro, valoraban nuestra actuación.

La clase magistral, nos explicó Burger, se basaba en un modelo conservador en el que los alumnos aprenden al recibir comentarios e indicaciones acerca de sus actuaciones y al observar las actuaciones de los demás y las críticas que estos reciben. «Decidimos aplicar este sistema a la enseñanza de la magia hará unos diez años», dijo Burger, acariciándose su barba de enanito de jardín. Burger había sido anteriormente profesor de filosofía y, no hacía mucho, había aparecido en una lista de los magos más influyentes del siglo XX publicada en la revista Magic. «En las reuniones de la Mystery School —nos dijo— queríamos crear una sensación de intimidad, confianza y conexión entre los participantes. Queríamos crear un espacio seguro para nuestros alumnos, donde pudieran experimentar y crecer.»

Cuando me tocó subir al escenario, realicé uno de los trucos que había intentado ejecutar en las Olimpiadas de la Magia. Al terminar, McBride vino hacia mí y me puso una mano en el hombro, dirigiéndome una sonrisa amistosa. «Es un buen efecto —me dijo—, pero un mal método.» Las líneas de visión eran un desastre, me explicó. La manipulación, demasiado liosa. En resumen, el truco no tenía arreglo. Era un desastre total.

Aún más, la crítica que McBride expresó con toda delicadeza me hizo ver la triste realidad: no sabía actuar, era malísimo. Vociferaba desde el escenario, hablaba atropelladamente, carecía de presencia escénica y no tenía un personaje coherente. En vez de trabajar con un guion, iba improvisando mi cháchara, vacilando y llenando el silencio con interjecciones sin sentido que McBride llamó desdeñosamente «pelusas lingüísticas». No tenía sentido de la cadencia ni de la psicología. De mi habilidad para la manipulación de cartas se podía decir como mucho que necesitaba clases de recuperación. Mostraba demasiado rápido mis maniobras todo el rato, machacaba la baraja, se veían mis breaks, miraba las cartas mientras mezclaba, ponía cara de esfuerzo al hacer maniobras que debían ser sutiles. Resumiendo: era un aficionado. El resto de los alumnos —incluido el adolescente— estaban, con enorme diferencia, mucho más dedicados a la práctica de la magia de lo que yo lo había estado alguna vez. Trataban la magia como una disciplina, igual que los participantes en las Olimpiadas de la Magia, y trabajaban con diligencia para perfeccionar sus habilidades. En comparación, yo era un haragán indolente e inepto. Me di cuenta de que si quería entrar en la competición tendría que mejorar mi juego.

Tres días después, ya de vuelta en Nueva York, colgué la obligación del mago en la pared bajo un retrato enmarcado de Albert Einstein. Cada mañana, cuando bebía de la botella de agua de la Magic and Mystery School que me había llevado como souvenir, estudiaba el documento en busca de inspiración. «Háblame, oh musa de la magia.»

El juramento estaba impreso con grandes letras celtas sobre pergamino, certificado y adornado con el sello oficial de la Mystery School, una estrella de ocho puntas encerrada en un círculo. Un mapa rúnico parecido a los de las novelas fantásticas hacía las veces de marca de agua y en cada una de las esquinas de ese paisaje místico asomaba un rostro. Como nos había explicado McBride, eran las cuatro estaciones cardinales de la magia: el embaucador, el hechicero, el oráculo y el sabio. «Estos cuatro arquetipos representan las cuatro fases del ciclo de vida del mago —dijo—. Son como las cuatro edades del hombre: la infancia, la adolescencia, la madurez y la vejez.»

La primera parada del viaje está en los dominios del embaucador. Este es el granuja de la familia, ingenioso, agudo y con recursos. Es un charlatán y un liante que emplea la magia para relacionarse con el mundo, superar su timidez y mejorar su autoestima. Según McBride: «Todos empezamos como embaucadores. El embaucador es la fase más temprana y supone el nacimiento de nuestra fascinación por la magia. Habitualmente los niños empiezan a meterse en la magia a los siete u ocho años. El embaucador nos enseña cómo emplear la magia para desarrollar nuestras habilidades comunicativas».

En la siguiente fase llegan la responsabilidad y el trabajo duro. El hechicero es un estudiante aplicado del arte que entiende la magia no como una herramienta, sino como un fin en sí mismo. «Si el embaucador se alimenta de jugarretas y de caos —nos explicó McBride—, el hechicero se centra en transformar el caos en orden. Los hechiceros tienen destreza y disciplina, e invierten una cantidad considerable de tiempo y energía en su trabajo, esforzándose por adquirir las diversas habilidades técnicas necesarias para convertirse en un mago.»

En la tercera fase, la del oráculo, el objetivo se desplaza del cuerpo a la mente. El oráculo explora los reinos ocultos de la percepción y se esfuerza por dominar la psicología de la magia. Por último, el sabio iluminado, maestro y arcano del arte, transmite el saber destilado de toda una vida a la generación siguiente y, de este modo, completa el ciclo. Si la magia fuera el baloncesto, el embaucador jugaría para los Harlem Globetrotters, lanzando pases espectaculares en partidos de exhibición, mientras que el sabio estaría entrenando a su equipo en el último play-off de la NBA.

Y yo, ¿dónde encajaba en todo esto? La respuesta estaba clara: yo era un embaucador, y además uno mediocre. Llevaba atascado en el primer nivel desde que había empezado a hacer magia muchos años antes. Mi falta de crecimiento era asombrosa. Pero ¿cómo encajaba la magia en mi vida de aspirante a físico? ¿De veras quería crecer? Y en ese caso, ¿qué tenía que hacer para avanzar hasta la siguiente fase?

En el caso de McBride, la iniciación en la segunda fase, el reino del hechicero, llegó con su estudio de las artes marciales, disciplina que más tarde terminaría incluyendo en su espectáculo de magia. «Empecé a estudiar artes marciales cuando tenía unos ocho años —nos explicó, gesticulando con todo el cuerpo—. Primero yudo, después aikido y taekwondo y, finalmente, kung-fu y algunas variedades con armas. Con todo ello aprendí la disciplina marcial.»

Como ávido fan de las películas de kung-fu, sabía que el entrenamiento en las artes marciales empieza por encontrar un maestro. A menudo se trata de un viejo sabio de barba plateada que, a pesar de su aspecto de nuez reseca, aún puede dar soberanas palizas de todas las formas imaginables. A medias entrenador personal y a medias filósofo, repartiendo a partes iguales un programa de ejercicios de campo de entrenamiento militar y máximas espirituales tipo galleta de la fortuna al son de una flauta de bambú, el maestro tiene la llave de la fuerza interior de su alumno. Cuando el maestro termina siendo asesinado por un eunuco malvado, el alumno debe vengar su muerte. Y es a través de este acto arquetípico de retribución —matar al asesino de su maestro— como el alumno llega a convertirse, a su vez, en un maestro por derecho propio. Más que un matrimonio de conveniencia, el vínculo alumno-maestro es la piedra angular del camino del guerrero. Y el alma de la película.

La figura del mentor es también un tema dominante en la magia. Los anales de la prestidigitación están llenos de famosos legados, y los grandes magos del pasado y del presente aparecen identificados patrilinealmente, en un lenguaje que apesta a películas de kung-fu… y a Homero: «El campeón español Woody Aragón, discípulo del artero Juan Tamariz, maestro de la Escuela de Madrid, cuyo maestro fue Arturo de Ascanio, padre de la magia de cerca española». Al campeón internacional Lance Burton le gusta recordar al público de su espectáculo de Las Vegas su estatus como último descendiente vivo de una centenaria dinastía real que se inició con Alexander Herrmann, el mago francés más importante de finales del siglo XIX. Antes de morir, en 1896, Herrmann entregó la antorcha a Harry Kellar, quien a su vez ungió a Howard Thurston. Después de Thurston llegó Dante y luego Lee Grabel y, en 1994, treinta y cinco años tras haberse retirado, Grabel encontró en Burton a su sucesor. Y si bien esta historia es en gran medida un truco publicitario, en la magia no puede negarse la importancia de la herencia.

Jeff McBride dice de su maestro Eugene Burger que es «uno de los sabios más importantes del mundo» y, en la Mystery School, tanto Burger como McBride insistieron en la importancia de tener un mentor. «Para pasar de embaucador a hechicero necesitáis un maestro —nos dijo McBride—. Lo que tenéis que preguntaros es: “¿Quién es mi Yoda?”.»

Convencido de que mi billete para salir de Truquilandia era encontrar un sensei, me dispuse a encontrar un mentor en Nueva York. Si quería llegar a ser un maestro, pensaba, primero tendría que convertirme en aprendiz. Solo entonces podría empezar a entrever cuán serio iba a tomarme el paso a la siguiente fase. Pero ¿dónde encontrar a este Señor Miyagi de la magia?

Suele decirse que el maestro aparece cuando el alumno está preparado. Pero me imaginé que unas cuantas llamadas de teléfono tampoco podían hacer ningún daño (¿y si vivía en Queens?). Sondeé a un montón de magos, y la respuesta que me dieron, para mi sorpresa, siempre era la misma.

—Róndale a Wes —me decían.

—¿En serio? ¿Wes? ¿Estás seguro?

La cosa iba a ser más difícil de lo que pensaba.