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                                                         CAPITULO    PRIMERO

El barco parecía deslizarse sobre las tranquilas aguas del Mississippi. Él cielo, tachonado de diminutas y parpadeantes estrellas, hacía más agradable la noche. La luna enviaba su blanca luz sobre el barco. La noche era propicia para el amor. Algunas parejas paseaban por cubierta susurrando palabras que la suave brisa se llevaba. Frases de amor que mañana ya no serian recordadas. Que eran simple producto de aquella maravillosa noche.

El barco unía San Luis con Nueva Orleans. Un barco bellamente engalanado, iluminado con potentes quinqués, farolillos y guirnaldas. Era como un nido de luminosas luciérnagas que flotara sobre las aguas.

Un hombre permaneció con la mirada fija en la tranquila corriente.

—Magnífica noche, ¿no es cierto, señor Randelsl Richard Randels se volvió al mismo tiempo que apartaba el cigarro de sus labios. Frente a él se encontraba uno de los pasajeros. Un individuo que decía llamarse John Haggard. En el barco, ya había adquerido fama de charlatán y borrachín.

—En efecto, señor Haggard.

John Haggard también se apoyó en la baranda.

—Estov deseando llegar a Nueva Orleans. ¿Conoce usted la ciudad?

—Un poco.

—Es lo mejor de Louisiana. Tengo una plantación de arroz en la zona de los pantanos. No me proporciona mucho dinero, pero soy feliz. Me gusta esta tierra. Aromatizada de flores y frutos. Las magnolias, el jazmín... Y en cuanto a la comida..., ¡ah, diablos...! Me encantan las ancas de rana fritas con grasa y acompañadas por un buen whisky. ¿Nunca ha cazado ranas, señor Randels?

—No.

—Es una interesante experiencia. Registramos los cañaverales con potentes quinqués. La luz deslumhra a la rana, que queda inmóvil, y así podemos atraparla. Luego no tenemos más que desollarlas y freír sus blancos muslos. Yo soy un magnífico cazador.

—Un manjar exquisito.

—-¡Seguro! En este maldito barco no saben comer. He pedido un plato de ancas de rana, típico de Louisiana, y el jefe de comedor me ha lanzado una despectiva mirada. Opina que...

 — Le ruego que me disculpe, señor Haggard —-interrumpió Randels con una leve sonrisa—. Tengo una cita.

Richard Randels arrojó el cigarrillo por la borda. Después de realizar una breve inclinación de cabeza en señal de despedida, se alejó en dirección a los camarotes de lujo. Recorrió el pasillo alfombrado hasta detenerse frente a una de las puertas. Su mano derecha no pudo ocultar un leve temblor al golpear la hoja de madera.

—¡Adelante!

Randels obedeció a la voz femenina que había sonado en el interior del camarote. Accionó el picaporte y entró en la estancia.

El camarote era amplio y lujosamente decorado. Junto al lecho, sobre la mesa de noche, alumbraba un artístico quinqué. Un criado de color preparaba la mesa llena de exquisitos manjares. Desde luego, no eran ancas de rana.

La mujer que iluminaba con su belleza la estancia no tendría más de veinticuatro años. Tenía rostro ovalado, aunque con pómulos ligeramente salientes y sus ojos, al igual que el pelo, eran negros como el azabache. La nariz pequeña y los labios gordezuelos y húmedos. Lucía un vestido azul pálido de amplio escote, que dejaba al descubierto sus torneados hombros. Sobre su frágil cuello, una gargantilla de rubíes, de la cual pendía una esmeralda verde. Una joya de incalculable valor.

—¿Has traído la botella de champaña, Sam?

—Seguro que sí, señorita Kessler —respondió el camarero.

—Estupendo, Sam. El señor Randels y yo vamos a firmar la paz, ¿verdad, querido?

Richard Randels no contestó.

Sus ojos grises, estaban fijos en la mujer con una dura mirada. Su rostro, aunque impasible, ocultaba una profund inquietud.

Puedes retirarte. Sam.

Sí, señorita Kessler. A sus órdenes, señorita Kessler... El criado abandonó el camarote, haciendo profundas y pctidas reverencias.

Eleanor Kessler comenzó a reír.

Sabía que volverías, Richard. En los labios de Randels se dibujó una amarga mueca.

Te equivocas, Eleanor. He venido a despedirme de ti.

¿Qué quieres decir?

Randels se encaminó hacia un rincón del camarote. Llevó diestra al bolsillo interior de su levita para extraer un lar-cigarro. El fósforo tembló en sus dedos. Lo nuestro no puede seguir, Eleanor. Regreso a San Luis. Puede que lo haga en este mismo barco.

La sangre fluyó del bello rostro de Eleanor Kessler cubriéndose sus mejillas con una intensa palidez.

Es una de tus bromas..., ¿verdad? No. Estoy hablando completamente en serio. Lo he pensado bien, Eleanor. Nuestro matrimonio sería un fracaso. La mujer corrió a su encuentro y le echó los brazos al cuello.

Eso no es cierto, Richard! ¡Estás influido por nuestra anterior disputa! Te ruego me perdones..., no sabía lo que decía... Dentro de unas horas llegaremos a Nueva Orleans. Mi padre y mi hermano nos estarán esperando, celebraremos una gran fiesta para anunciar nuestro compromiso y

No, Eleanor. Yo no te amo, y tu... tampoco me quieres. No niego que simpatizamos desde el primer momento Que incluso llegué a quererte, pero pronto me percaté de tu egoísmo. No, Eleanor. No quiero ser un juguete en tus manos. Tú no buscas un marido. Deseas un muñeco para exhibirlo en tus lujosas fiestas. A tu padre y a tu hermano tampoco les resulto simpático. Me consideran un busca dotes.

Olvidas algo muy importante, querido. He ido a buscarte a San Luis. Mis amistades esperan conocer a mi prometido. No voy a dejarme humillar por ti. Nadie me ha despreciado, Richard. Soy yo la que decide cuándo una cosa no me gusta

Eso sería con tus antiguos pretendientes. Eran títeres en tus manos. Yo no pertenezco a esa... alta sociedad. No sé fingir, Eleanor. Por eso, ahora te digo adiós.

¡No lo consentiré, Richard! ¡Tú me perteneces! Richard Randels se zafó bruscamente de los brazos feme-os que atenazaban su cuello.

No estás ante uno de tus esclavos, Eleanor.

Nadie me ha despreciado, Richard..., nadie... Puedo hacer que tu vida se convierta en un infierno. ¿Quién eres tú? Antes de la guerra, tenías un nombre y una hacienda; pero ahora no eres nadie. ¡Un fracasado! Vives a la sombra de tu antiguo esplendor, pero todos te vuelven la espalda. Yo haré que hasta los perros ladren a tu paso, en San Luis.

Estoy acostumbrado.

Te arrepentirás, Richard..., juro que pagarás tu desprecio...

Randels chupó del largo cigarro, para luego lanzar una indolente bocanada de humo.

Sólo estoy arrepentido de una cosa, Eleanor. Debí haberlo hecho antes; pero me cegó tu belleza. El brillo de tus negros ojos me impedía ver el interior de tu duro corazón. Eleanor Kessler, princesa del algodón y reina del petróleo,hasta nunca!

Richard Randels se encaminó hacia la puerta. Un momento, Richard...

Randels se volvió lentamente. El cigarro humeaba en sus labios.

_Sí?

Comprendo lo que te ocurre, querido.

¿De veras?

Sí, Richard. Tienes miedo a mi fortuna.

Muy graciosa. Eleanor se aproximó en actitud provocativa. Se quitó una sortija del dedo índice de su mano izquierda.

Tómala, Richard. ¿Qué significa esto? —inquirió Randels, permaneciendo inmóvil.

Ahí está el sello de los Kessler. Una llave que abre todas las puertas de Louisiana. Toma la sortija y guárdala hasta que lleguemos a Nueva Orleans. Ese es el tiempo que tienes para rectificar.

Ya está decidido, Eleanor.

Guarda la sortija, por favor... Quiero que lo piense bien. Si al llegar a Nueva Orleans me la devuelves, todo habrá terminado entre nosotros. Tómala.,.

Richard Randels aún dudó unos instantes. Terminó por encogerse de hombros, mientras se guardaba la sortija en uno de los bolsillos de su negro chaleco de seda. Acto seguido, sin pronunciar ninguna otra palabra, abandonó el camarote.

Eleanor Kessler sonrió enigmáticamente. Esperaría unos minutos antes de denunciar al capitán del barco el robo de su valiosa sortija.

El amplio y lujoso salón estaba iluminado por numerosas lámparas de aceite de ballena. A un lado, el largo mostrador donde se servían toda clase de licores. El escenario, con rojos cortinajes, se alzaba rodeado de mesas. Al fondo, en una sala que se podía considerar independiente, se veían varias mesas de ruleta, faro, bacará, dados y póquer.

Richard Randels estaba sentado, junto a tres hombres más, a una de las mesas. En la próxima, dos individuos jugaban una aburrida partida de high-five. Por eso, todos los curiosos se amontonaban en torno a la mesa ocupada por Randels. Allí, la partida de póquer era realmente emocionante.

—Creo que nuestros compañeros no nos siguen, señor...

—Randels.

—Mi nombre es Rod Laughton. ¿Qué le parece si continuamos solos y sin límite en las apuestas?

Randels sonrió.

—Una magnífica idea. Llevo ganados cuatro mil dólares y no sería correcto retirarme.

Rod Laughton hizo una seña a un camarero, quien retiró el cenicero rebosante de ^olillas y sirvió las bebidas solicitadas por los jugadores. Una nueva baraja precintada quedó sobre la mesa. Los dos hombres que habían abandonado la partida permanecieron sentados. Querían presenciar de cerca la fascinante partida que se avecinaba.

Se inició el juego.

Richard Randels era un verdadero «cara de póquer». Su inexpresivo rostro no dejaba entrever emoción alguna. Sus facciones no se alteraban lo más mínimo. A la media hora de juego, ya había catalogado a su adversario.

Rod Laughton era un individuo extraño. Parecía muy necesitado de dinero, pero no se arriesgaba en pujar alto si la baza no ofrecía grandes garantías de triunfo. Randels iba ganando, aunque en pequeñas cantidades. El juego, por el cauteloso modo de obrar de Laughton, era monótono y aburrido.

Richard Randels se encontró con un trío de damas. El seis de picas, el seis de corazones y el seis de diamantes. Trató de engañar a su contrincante solicitando una sola carta, que ni tan siquiera se dignó a mirar.

—Cinco mil dólares.

Rod Laughton contempló superficialmente sus cartas y aceptó la apuesta aumentándola a diez mil dólares.

Randels esbozó una sonrisa.

Por vez primera se animaba su adversario. —¿Por qué no veinte mil?

Un murmullo de asombro se extendió por el local. Todos suponían que Randels estaba en posesión de un buen póquer.

Una magnífica jugada, que se podía ver aumentada al descubrir la carta que aún quedaba en la mesa.

Rod Laughton suspiró.

—Es una pena que no tenga suficiente dinero en efectivo, Randels. Me agradaría subir a los treinta mil dólares.

—Quedémonos en los veinte mil,

—Podemos hacer otra cosa.

—¿De veras?

—Sí, Randels. Aquí tengo el título de propiedad de mi rancho, en Texas. Una gran hacienda, enclavada en las proximidades de Cronyn City. Tierras de pastos y abundante ganado. Está todo inventariado en esta escritura. —Laughton extrajo un documento que dejó sobre la mesa—. Puede comprobar la extensión y el número de reses de la hacienda.

Richard Randels no tomó el documento.

Sus fríos ojos se posaron en Laughton.

—¿En cuánto lo valora?

—En cincuenta mil dólares.

—¿Puja con él?

Rod Laughton dirigió una fugaz mirada a sus cartas. Sus labios dibujaron una sonrisa.

—Tengo un buen juego, pero no quiero correr el riesgo de quedarme sin nada. Llego hasta los cuarenta mil. —Acepto.

Randels tomó ahora la carta que había solicitado. No le servía para formar el póquer. A él le correspondía mostrar el juego y, uno a uno, fue depositando los naipes sobre la mesa. Un trío, que de seguro no sería suficiente para superar el juego de su contrincante.

Rod Laughton rió nerviosamente.

Bien.,., me ha engañado con la verdad, Randels. Creí que, al quedarse con las cuatro cartas, se tiraba un farol. No tiene póquer, pero el trío es suficiente. Ha ganado usted. Sólo tengo una pareja de reyes.

Todos los allí reunidos contemplaron estupefactos a Laughton. Extrañados de su torpe modo de jugar.

Los ojos de Randels adquirieron un brillo burlón.

¿Seguimos, Laughton? Le quedan diez mil dólares del rancho.

No..., no puedo continuar...

Bien —Randels se incorporó lentamente y tomó con la mano derecha el documento—. Le invito a un whisky.

Los dos hombres se abrieron paso por entre los curiosos para encaminarse al mostrador. Solicitaron dos vasos de whisky.

A su salud, Laughton. Creo que ha realizado un buen negocio.

¿Qué quiere decir? Randels sonrió.

A mí no me engaña, Laughton. Lo que realmente quería era vender el rancho por diez mil dólares. Su puja fue absurda, contando tan sólo con una pareja de reyes.

Creí que se tiraba un farol y...

No, Laughton. Eso no es cierto —interrumpió Randels comenzando a leer el documento. Allí se describían las características del rancho. Extensos acres de terreno bañados por las aguas del Scott River, una casa magnífica, cerca de un millar de cabezas de ganado...—. Deduzco que su hacienda vale unos cien mil dólares.

Es posible.

Se ha desprendido de ella por un precio ridículo. Diez mil dólares...

Un momento, Randels —intervino Laughton fingiendo enfado—. Valoré mi rancho en cincuenta mil dólares. De ellos, he perdido cuarenta mil en la jugada de póquer. Usted sospecha que trato de engañarle. El documento puede comprobar que está en regla. Ahora, cuando usted me dé los diez mil dólares, le firmaré la cesión.

Richard Randels extrajo un fajo de billetes y separó diez mil dólares. Los tendió a Laughton. Este se los guardó sin poder ocultar en sus ojos un brillo de satisfacción.

—¿Su nombre completo?

—Richard Randels.

Rod Laughton lo escribió en el documento. Minutos más tarde, cedía a Randels el título de propiedad y el contrato de venta.

—Ahí consta la venta por cincuenta mil dólares. Cuarenta perdidos al póquer y diez mil que me ha dado. ¿Conforme?

—Conforme, aunque sigo opinando que me oculta algo. Texas no está muy lejos, Laughton. Se lo advierto.

—¿Piensa ir a... su rancho?

—Tal vez.

—Muy bien, Randels. Entonces comprobará que no le he engañado. Todo es conforme consta en el título de propiedad. Un rancho magnífico. Le deseo suerte. Adiós, Randels. Ha sido un placer conocerle.

Rod Laughton abandonó el salón.

Richard Randels bebió el whisky a pequeños sorbos. Estaba convencido de que Laughton había actuado deliberadamente, jugando a sabiendas de que iba a perder, pues deseaba desembarazarse del rancho por cualquier cantidad. Diez mil dólares era un precio muy bajo. ¿Por qué lo había hecho? Puede que...

—¡Richard!

Aquella súbita exclamación desvió los pensamientos de Randels. Se volvió arqueando las cejas. Paulatinamente su rostro se fue transfigurando dibujándose en sus labios una franca sonrisa.

—¡Dean!

—¡Infiernos, muchacho! ¿Qué haces aquí?

—Eso te pregunto yo, Dean. Este es mi campo de operaciones, pero..., ¿y tú? Te creía en Georgia, con tu familia.

El rostro de Dean Remick se ensombreció.

—Ya no tengo familia, Richard. Mi mujer, mi hermana, mi madre..., todos han muerto.

—Lo lamento, Dean.

—¿Recuerdas nuestra despedida? Ambos felices y contentos. Habíamos salido con vida de una cruel guerra y los dos anhelábamos la paz. No todo sale conforme a nuestros deseos y... ¡al diablo con eso! ¡Tenemos que celebrar nuestro encuentro!

—¿Dónde has estado escondido, Dean? No te he visto durante el viaje y...

—¡Ah, infiernos...! Ya embarqué borracho y todavía tenía en mi poder una botella de whisky. Lo último que recuerdo es que descorchaba la botella.

Randels rió divertido.

—Es de suponer que no aceptarás ahora un whisky, ¿verdad?

—¡Me ofendes, Richard! ¡Jamás rechazo un trago!

—No has cambiado nada, Dean. Me alegro de haberte encontrado. Tú eres el único amigo que he tenido. Hemos pasado juntos buenos y malos ratos.

Dean Remick asintió con un repetido movimiento de cabeza.

—Sí, es cierto. ¿Recuerdas lo de Richmond? Los sucios nordistas nos tenían cercados. Sólo tú y yo quedábamos con vida en aquella casa. Yo tenía una bala en el hombro y...

Dean Remick se interrumpió ante lá llegada de tres hombres.

Uno de ellos era el capitán del barco. Los que le acompañaban iban armados con modernos rifles.

—Queda detenido, señor Randels —declaró el capitán. —¿De qué se me acusa, capitán?

—Demasiado lo sabe. ¡En marcha!

Randels introdujo la mano derecha en el bolsillo del chaleco para depositar una moneda en el mostrador. De pronto, sus dedos rozaron la sortija de Eleanor.

Sonrió. Ahora lo comprendía todo.

Ahora comprendía la diabólica jugada de la mujer. Tendió la sortija al capitán.

—Supongo que se me acusa del robo de esta sortija, ¿verdad?

El capitán contempló estupefacto la sortija. Reconoció en ella el sello de los Kessler.

—No le consideraba tan estúpido, señor Randels. Tenía simples sospechas contra usted, pero ahora todo ha cambiado. Usted mismo ha demostrado su culpabilidad. Se le -acusa del asesinato de Eleanor Kessler.

 

                                                                            

                                                    

                                                                CAPITULO    II

 

Richard Randels cerró los ojos un momento.

Era incapaz de seguir contemplando el cadáver.

Eleanor Kessler yacía sobre el lecho. Su cabeza pendía siniestramente apenas unida al tronco. Un brutal tajo le había seccionado casi por completo la yugular. La sangre goteaba sobre la alfombra formando ya un rojo charco. El pelo negro de Eleanor rozaba el suelo. Sus ojos permanecían abiertos, desorbitados, brillando aún en ellos un indescriptible terror. Su bello rostro estaba ahora crispado en una horrible mueca.

—Esta es su obra —dijo el capitán jugueteando con el «Remington» que le había quitado a Randels.

—Yo..., yo no... Sufre un error, capitán...

—Su cinismo está fuera de lugar, Randels. Reconozco que, en un principio, sólo sospeché de usted. Le consideraba un caballero y que las discusiones con la señorita Kessler durante el viaje eran propias de una pareja de enamorados. Pero usted mismo mostró la sortija con el sello de los Kessler. La sortija de Eleanor Kessler.

—Ella me la dio.

El capitán rió agriamente.

—¿De veras? ¡Es el distintivo de los Kesler! ¿Por qué se lo iba a entregar a usted?

—Por... no sé..., no sé cómo explicárselo...

—Comprendo, Randels. Estamos llegando a Nueva Orleans. No quisiera estar en su pellejo. Lo entregaré a las autoridades, pero también estarán allí el padre y el hermano de Eleanor Kessler. Le colgarán, Randels. No espere un juicio. Pagará de inmediato su repugnante crimen.

—Yo no he sido.

—Sam, uno de los camareros, le dejó en el camarote en compañía de la señorita Kessler. Cuando regresó a recoger el servicio, la encontró muerta. Todos, en el barco, estamos al corriente de sus disputas con la señorita Kessler. No debió matarla, Randels.

Dos hombres penetraron en el camarote.

—No lo hemos encontrado, capitán.

—¿Dónde lo ha escondido, Randels?

—¿De qué me está hablando ahora?

El capitán hizo una mueca de disgusto.

—Le ruego no haga más desagradable esta situación, señor Randels. Estos dos hombres han registrado su camarote sin encontrar el valioso collar de Eleanor Kessler. ¿Dónde lo tiene?

Richard Randels dirigió nuevamente su mirada hacia el cadáver. Por primera vez se percató de que, efectivamente, el collar de rubíes había desaparecido. Ya no ceñía el frágil cuello de Eleanor.

—Lo ignoro. Yo no he matado a Eleanor y nada sé de ese collar.

—-Muy bien. Como quiera. Los Kessler le arrancarán la piel y entonces escupirá la verdad. Su vida no vale un centavo, Randels. ¡Lleváoslo!

Uno de los hombres empujó con la culata del rifle a Randels. Dos individuos más, también armados, flanquearon al detenido.

A la salida del camarote, a lo largo del corredor, se agolpaban los pasajeros, ávidos de conocer en todo detalle lo ocurrido.

El capitán apartó a los curiosos. — ¡Dejen paso, por favor...! ¡Dejen paso! Uno de los allí reunidos era Dean Remick. Intercambió una significativa mirada con Randels.

Una leve esperanza renació en Richard Randels. Interiormente, compartía las palabras del capitán. Su vida no valía un centavo. Todo le acusaba. Y los Kessler no atenderían a razones. Lo ejecutarían sin juicio.

La ley de Lynch era el mejor método. Richard Randels fue conducido a la bodega del barco y encerrado en un estrecho cubículo.

Dos hombres quedaron de vigilancia.

Aquello frustró las pocas esperanzas de Randels.

Ya no podía esperar ninguna ayuda.

*    *    *

El barco estaba llegando a Nueva Orleans. La sirena así lo anunciaba con repetidos e intensos silbidos. Los pasajeros iban preparando sus equipajes y se amontonaban sobre cubierta. Las primeras luces del alba delineaban con su tenue claridad la silueta del barco. Una espesa niebla baja parecía flotar sobre las aguas del caudaloso Mississippi.

Los pasajeros más impacientes ya se apiñaban en cubierta deseando desembarcar.

Entre ellos, un hombre se tambaleaba visiblemente y no parecía ser por efectos del balanceo del barco. Su diestra sostenía una botella de whisky a medio consumir. Con pastosa voz, canturreaba el «Dixie», la popular canción del derrotado Sur. El hombre descendió por una pequeña escalera, en cuyo último tramo dio un violento traspié. Profirió una maldición por lo bajo y procedió a calmarse aplicando el gollete de la botella a sus labios. Después de pasarse el dorso de la mano izquierda por la boca, prosiguió con el «Dixie».

Los dos hombres armados que estaban junto a la puerta del encierro de Ralston amartillaron sus rifles.

—;Eh, amigo! ¡No dé un paso más!

El individuo de la botella fió como un estúpido.

—Mi novia me está esperando en Nueva Orleans. Mañana es la boda. ¡Ah, diablos...! ¡Betsy es algo único, compañeros! Su boca es grande, su risa, de hiena y tiene dientes de caballo. Betsy es muy delicada. Sólo masca tabaco de la mejor calidad.

—Está borracho...

—Vuelva a cubierta, amigo —dijo otro de los guardianes—. No puede andar por aquí.

—Tengo que llegar hasta el salón. Me queda poco whisky y necesito mucho valor para enfrentarme a Betsy.

—Suba a cubierta. El salón no se encuentra por aquí.

El hombre ya había llegado junto a los dos guardianes. Alzó la botella como si fuera a comprobar su nivel. De pronto, la dejó caer con violencia sobre la cabeza de uno de los individuos. El hombre soltó el rifle desplomándose sin sentido. Cuando el otro guardián quiso reaccionar, ya era demasiado tarde. Ni tan siquiera pudo dar la voz de alarma. Un brutal derechazo en el estómago le hizo doblarse en dos. Acto seguido, un rodillazo en el rostro le impulsó hacia atrás, quedando inmóvil.

Dean Remick sonrió al contemplar su obra.

¡Lástima..., era un buen whisky...! —Por la mirilla descubrió a Randels—. Hola, Richard.

¡Dean! ¿Por qué lo has hecho? Te estás comprometiendo por mi culpa y...

— ¡Al diablo  con eso!  Ahora mismo te  saco  de ahí.

Dean Remick se inclinó sobre los dos guardianes desvanecidos. A los pocos minutos, se incorporaba soltando una soez maldición.

No tienen las llaves!

Están en poder del capitán.

Remick tomó uno de los rifles.

¡Apártate de la puerta, Richard!

¿Qué vas a hacer?

No hay otra solución, Richard. Haré saltar la cerradura.

Toda la tripulación se pondrá sobre aviso. ¡Nos cazarán como ratas!

—¿Qué otra cosa podemos hacer, Richard? Estamos llegando a Nueva Orleans. Podemos alcanzar a nado una de la: orillas. Es la única solución.

Debo advertirte del peligro que corres por ayudarme, Dean. Los Kessler son la familia más poderosa de Louisiana.

No perdonarán que...

Menos palabras, Richard. ¡Apártate de la puerta!

Remick apretó el gatillo por tres veces consecutivas. Tres detonaciones que se confundieron en una sola. Acto seguido, propinó un violento patadón a la puerta.

— ¡En marcha, Richard!

Randels salió como una exhalación apoderándose en seguida del segundo rifle.

Los dos amigos iniciaron una vertiginosa carrera hacia la escalera. Llegaban a la cubierta del barco cuando vieron aparecer a cuatro hombres armados por popa.

Allí están! —gritó uno de ellos

El asesino se ha escapado!

Tres hombres más aparecieron por la proa, y dispararon sobre los dos amigos.

¡Al agua, Richard! ¡Rápido!

Los dos hombres se arrojaron por la borda. La niebla que flotaba sobre las aguas pareció engullirles.

¡Fuego! ¡Fuego! —gritaba el capitán mortalmente pálido

Acribilladlos!

Han desaparecido, señor —dijo uno de los hombres

Tragados por las aguas. Puede que alguna de las balas...

El capitán se mordió el labio inferior. Sintió como un nudo en la garganta.

Sabía que no era cierto: que el asesino de Eleanor Kessler había escapado.

Un sudor frío perló su frente.

La reacción de los Kessler iba a ser violenta.

 

 

                                                                         

                                                                     CAPITULO III

 

La noche extendía su negro manto plagado de sombras. Reinaba un silencio casi total, turbado únicamente por el graznido de algún ave nocturna.

Los dos hombres estaban al cobijo de unas rocas, próximos a uno de los pantanos que pueblan Louisiana. La noche se veía acompañada por una fría brisa, pero era muy arriesgado el encender una hoguera. Incluso más peligroso que las serpientes de cascabel que proliferaban por aquella zona.

Richard Randels apartó el cigarro de sus labios. El aromático veguero se hallaba retorcido y húmedo.

Yo no la maté, Dean. ¿Quién era ella? Eleanor Kessler.

Randels esperaba algún comentario de su amigo, pero éste permaneció en silencio.

¿No  has  oído  hablar  de  los  Kessler  de  Louisiana?

No, Richard. Abandoné Georgia hace un par de años para establecerme por algún tiempo en Kentucky. Hace unos meses me encontraba en Arkansas, y más tarde, sin sabe cómo, en el barco rumbo a Nueva Orleans. No, Richard, no he oído hablar de los Kessler.

Es la familia más poderosa de Louisiana. Todos esos hombres que hemos esquivado durante el día están a las órdenes de Patrie Kessler. Eleano era mi prometida. La conocí hace seis meses en San Luis. Iniciamos unas relaciones que jamás debieron comenzar. Ella era demasiado dominante, orgullosa... Fue a buscarme a San Luis. Quería anunciar nuestros compromisos. En el barco discutimos varias veces y rompí con ella

No debió ser fácil. Randels esbozó una sonrisa.

—No, no lo fue. Ella se resistía a verse despreciada. Creo que incluso trató de tenderme una trampa. Me dio su sortija con el sello de los Kessler. El signo del poder en Louisiana. La llave que abre todas las puertas... Me dijo que pensara despacio mi decisión.

—Trataba de tentarte.

—No, Dean. Creo que me tendía una trampa, que había planeado acusarme del robo de la sortija... Su muerte lo impidió. El collar de rubíes sí fue una tentación para el asesino.

—¿Qué piensas hacer ahora, Richard?

—Si los Kessler quisieran escucharme... No me gusta huir como si realmente fuera culpable. Pero conozco a los Kessler, y sé que no me escucharán. Quisiera volver y descubrir al asesino.

—Eso sería un suicidio.

—Lo sé.

—¿Entonces...?

—Creo que el destino ha puesto en mi camino a Rod Laughton.

—¿Laughton? ¿Quién es ese tipo?

Richard Randels narró a su compañero lo acontecido en el barco. La extraña partida de póquer y el curioso desenlace.

Dean Remick escuchó con atención, para luego chasquear la lengua repetidamente.

—No me gusta... Ese Laughton quería vender el rancho. No le importaba la cantidad. Diez mil dólares es un precio muy bajo para un rancho de esas características. Algo turbio se oculta detrás de todo esto.

—Es posible, Dean. Pero, por lo pronto, es el único lugar seguro donde ir. Ya no puedo regresar a mi casa de San Luis. Los Kessler la tendrán controlada.

—Texas... Me han hablado muy bien de esa tierra. Iré contigo.

Randels dio una chupada al cigarro. Por un instante, quedó con la mirada fija en la ceniza.

—No quiero comprometerte más, Dean. Sé que los Kessler no se rendirán fácilmente, que no descansarán hasta darme caza... Si te encuentran conmigo...

—¿No quieres que te acompañe?

—Sabes que no es eso. Mi mayor deseo sería gozar de tu compañía. Somos buenos amigos, Dean. Por espacio de cuatro años hemos combatido juntos en una cruenta guerra. Hemos sufrido y llorado juntos al enfrentarnos con la muerte y al ver caer a nuestros camaradas. Cuatro amargos años que difícilmente olvidaremos. Un período de guerra que hace aún más sólida nuestra amistad. Mi egoísmo te pediría que me acompañaras, Dean, pero, por otro lado, temo que tú seas también víctima de los Kessler.

Estoy solo, Richard. No me importa morir. Richard Randels entrecerró los ojos para dirigir una inquisitiva mirada a su amigo.

Antes no opinabas así. Recuerdo que al terminar la guerra saltabas de alegría al encontrarte con vida.

Antes tenía quien me esperara. Ahora no tengo a nadie. Iré contigo, Richard.

¿Y tu hacienda de Georgia?

Remick sonrió con una amarga mueca. Toda Georgia quedó des vastada por la guerra. No tengo nada. —En los ojos azules de Remick brilló un extraño fulgor—. Mi mujer, mi hacienda..., todo ha desaparecido. Sólo me queda esperar la muerte.

No quiero verte pesimista, Dean.

Tal vez sea porque no tengo una botella de whisky a mano

Randels rió queriendo que su carcajada animara a su compañero.

Muy bien, Dean. Iremos juntos a Texas con una condición: la mitad del rancho te pertenece.

i Infiernos!

Sí, Dean. Yo también estoy solo. Somos como hermanos, ¿no es cierto? Dos veces me salvaste la vida durante la guerra. Recuerdo que compartíamos el pan, la munición..., todo. Y ahora, como buenos hermanos, repartimos el rancho de Texas. Esa es la condición.

Remick también rió en estridente carcajada

Estupendo, Richard! Mi capital asciende a veinte dólares. Puedes contar con diez de ellos.

Randels se cubrió las piernas con la manta.

Vamos a dormir un poco, Dean. Saldremos al amanecer.

¿Qué plan tenemos?

Hemos comprado los dos caballos en Bickfordville. Seguramente, los Kessler ya están al corriente de ello. Mañana emprenderemos el camino hacia Miller Fiat, subiendo el curso del Mississippi. Nuestros perseguidores creerán que pensamos pasar a Arkansas. En Miller Fiat compraremos provisiones suficientes para no tener pistas tras nosotros. Nos desviaremos sin tener  que detenernos en ningún sitio

River y cruzaremos la frontera con Texas

No es mala idea

A dormir, Dean. Nos espera un largo viaje hacia el Red

A los pocos minutos, Remick dormía plácidamente Richard Randels permanecía despierto.

Con la mirada en un indefinido punto de la negra noche

Miller Fiat contaba tan sólo con un pequeño grupo de casas diseminadas. Subsistía merced a su proximidad con la frontera de Arkansas. Era paso obligado para los que se disponían a penetrar en el territorio vecino.

El almacén y saloon estaban unidos.

Dean Remick reía alborozado.

¡Diablos, Richard! ¡Pareces otro! Randels también sonrió al contemplarse en el espejo. Lucía un chaleco de piel negra, camisa de hilo color crema y pantalones rayados. Las botas de suave cuero habían sido sustituidas por unas de caña alta. Llevaba un pañuelo de seda blanca anudado al cuello. Del cinturón canana con hebilla de plata pendía un bien cuidado «Colt».

El tipo del almacén intervino en tono ceremonioso. Ha efectuado una buena compra, señor. Ese «Colt» perteneció a Alex Stockwell, un pistolero tejano que murió de forma violenta. Es un «Colt» perfecto, señor. Randels sopesó el arma. Estaba acostumbrado a mi «Remington»... Puedo ofrecerle un «Derringer», calibre 41. No. Me quedo con el «Colt».

¡Seguro, Richard! —exclamó Remick—. No hay nada mejor que un «Colt». Y tú no habrás olvidado tu destreza... Randels esbozó una sonrisa.

Eso espero...

Mi mujer ya ha preparado sus provisiones, caballeros comentó el propietario del almacén.

 

Se encaminaron hacia la puerta que comunicaba con el saloon.

Dean Remick llevaba dos modernos «Winchester», de doce disparos, también adquiridos en el almacén.

¡Eh, amigo! Supongo que no habrá olvidado las cuatro botellas de whisky, ¿verdad?

Tranquilo, señor. Los dos amigos comieron en la posada.

Randels abonó la compra, dejando cinco dólares de propina. El propietario del local comenzó a hacer profundas reverencias.

¡Infiernos,  Richard!   ¿Siempre eres así de generoso? Randels sonrió empujando las batientes del saloon.

No, Dean; pero estoy seguro de que ese hombre nos recordará cuando los Kessler le pregunten por nosotros. Dirá que compramos abundantes provisiones y que nos encaminamos hacia Arkansas.

Eres un tipo listo, compañero. Randels descendió los dos escalones del porche.

Se disponía a montar en su caballo, de súbito, le llegó la exclamación de Remick:

¡Ahora, Richard!

 

Randels giró velozmente, mientras su diestra iba en busca del «Colt». Desenfundó con pasmosa rapidez, pero Remick había sacado una fracción de segundo antes.

Muchacho, sigues siendo un tipo rápido, aunque antes lo eras más. Recuerdo que me aventajabas.

No hay duda de que he perdido  facultades,  Dean.

—Las recuperarás antes de llegar a nuestro rancho. ¿Sabes una cosa, Richard? Tengo ganas de establecerme en algún sitio. Desde que finalizó la guerra, he vagado como un perro. :Un rancho con cerca de un miliar de cabezas de ganado!

También habían cambiado los caballos. Randels montaba un brioso corcel de negra estampa. El de Remick era un cuatralbo de crines blancas. Avanzaron por la polvorienta calle de Miller Fiat.

No te hagas muchas ilusiones, Dean. ¿Por qué no?

Sigo opinando que ese Rod Laughton me hizo una mala jugada.

Pronto saldremos de dudas. En marcha, Richard. ¡Texas nos espera!

 

                                                             CAPITULO    IV

Texas.

Paraíso e infierno.

Texas, aunque partidaria de la Confederación, nada había perdido en la guerra civil. Tras un período de incertidumbre, volvió a enviar importantes remesas de ganado a Kansas y Colorado. También recibió con los brazos abiertos a los que huían de los devastados estados del Sur. La población aumentó considerablemente. Casi puede decirse que había salido beneficiada de aquella sangrienta guerra.

Texas, paraíso, era un maravilloso vergel. A excepción de la árida zona de Llano Estacado, todo el territorio se veía cubierto de verdes prados donde el zacatón y la saladilla crecían pujantes y donde el ganado pastaba alegremente, representando la mayor riqueza del estado.

Texas, infierno, eran aquellas ciudades turbulentas donde no imperaba más ley que la del «Colt», la del más rápido, la del más fuerte... Texas se había convertido en el refugio ideal de pistoleros y asesinos reclamados en los distintos estados de la Unión.

Los dos jinetes avanzaban cubiertos por el polvo del camino. La poblada barba desfiguraba sus facciones.

Richard Randels sostenía entre sus labios uno de sus clásicos cigarros.

—¿Falta mucho, Richard? Apenas puedo mantenerme en la silla...

—Podemos descansar un poco.

— ¡No, diablos! El sol pronto alcanzará su punto más alto. Es preferible seguir ahora que todavía es soportable.

—Según las indicaciones de aquel tipo, estamos a pocas millas de Cronyn City.

Remick bebió un trago de whisky aplicándose directamente el gollete de la botella a los labios,

—Estoy deseando llegar. Ya soy viejo, Richard. ¿Recuerdas lo de Chattanooga? Escapamos a uña de caballo. ¡Más de veinticuatro horas sobre los lomos de un animal! Y ahora...

—El viaje ha sido largo, Dean.

—No. Estoy viejo.

Randels sonrió.

—Seguramente que otro trago de whisky te hará olvidar el pesimismo.

Dean Remick vació el poco líquido que quedaba en la botella. Se echó el ala del sombrero sobre la frente y comenzó a cantar con voz pastosa:

Brilla el sol alegremente sobre mi vieja casa de Kentucky.

Es en verano y los negros son felices cuando maduro está el maíz y florido el prado.

El vozarrón de Remick hacía enmudecer a los pájaros.

Randels arqueó las cejas.

—¿Quién te ha enseñado esa canción?

Súbitamente, Dean Remick palideció. Sus ojos azules adquirieron un extraño brillo, muy fugaz", apenas perceptible...

—Pues..., no lo sé..., me vino de repente a la memoria...

—Es una canción muy bonita.

—¿Tienes mucho dinero para iniciar los trabajos en e rancho?

Richard Randels se sorprendió de la inesperada pregunta de su amigo. Sin duda, deseaba cambiar de conversación.

—Alrededor de los ocho mil dólares. Fui con unos veinte mil a jugar la partida de póquer en el barco. Le entregué diez mil a Laughton. En mi camarote quedaron otros cinco mil dólares.

Remick parpedeó con admiración.

—Te han ido bien las cosas, Richard.

—Eran todos mis ahorros. Salí de San Luis dispuesto a casarme con Eleanor, pero luego..., en fin... Creo que con los ocho mil dólares podremos hacer frente a los primeros gastos.  De ganado.

¡Seguro! Además, disponemos de un millar de cabezas

Eso está todavía por ver. Ahora eres tú el pesimista, Richard. Los dos amigos rieron alegremente. Richard Randels presionó con suavidad los ijares de su montura. El galope de su caballo se vio imitado por el de Remide.

Cuando ya el sol alcanzaba su cénit y el calor era verdaderamente asfixiante, divisaron las primeras casas de Cronyn City.

Los dos jinetes, aún más sudorosos y cubiertos de polvo, se adentraron por la calle principal.

Cronyn City se podía considerar un pueblo importante. Próspero merced a los ranchos que proliferaban por sus alrededores. El ganado, al igual que en la mayoría de los pueblos téjanos, era la principal fuente de riqueza. No alcanzaba el esplendor de Abilene, pero sí se podía semejar en violencia. También allí parecía imperar la ley del.«Colt». La calle principal llevaba a una plaza, donde morían todas las demás calles. El edificio de la alcaldía, de dos plantas y de sólida construcción, sólo podía compararse al hotel. La oficina del sheriff estaba enclavada frente al Banco. La herrería y el almacén, al final de una de las calles.

Dean Remick sonreía feliz.

¡Diablo, Richard! ¡He contabilizado tres saloons! ¡Empieza a gustarme Cronyn City!

—El de la plaza parece ser el mejor local. Ahí nos informarán de nuestro rancho.

Me parece una magnífica idea.

Los dos amigos dirigieron sus monturas hacia el atadero de recio pino que se alzaba frente al porche del saloon. Desmontaron con gestos cansados.

Randels fue el primero en empujar los batientes del local.

No había ni un solo cliente.

Era comprensible.

Nadie se atrevía a desafiar al sol tejano a aquellas horas del día. En Texas, muy relacionada con su vecino México, también se había adquirido la costumbre de dormir la siesta después de comer, cuando el astro rey se volvía más implacable.

El saloon podía ser el mejor de Cronyn City, pero tampoco era gran cosa. Cada sábado por la noche, sufría el asalto de los vaqueros téjanos. Aquello, semana tras semana, había ido minando su primitiva configuración.

Un individuo, tras el mostrador, alineaba varias botellas en los estantes. La mujer que estaba sentada a una de las mesas parecía contar la recaudación de la noche anterior.

¿Marcha bien el negocio, nena? —inquirió Randels con una sonrisa.

La mujer arrugó instintivamente la nariz al ver a los dos hombres sucios, sudorosos y cubiertos de polvo.

—No del todo mal.

Deán Remick se encaminó directamente al mostrador sin tan siquiera dirigir una mirada a la mujer. Randels, por el contrario, se acomodó en la mesa.

Si quiéresete ayudo a contar el dinero.

Me basto sólita, forastero.

Mi nombre es Richard Randels.

La mujer guardó el dinero en una pequeña caja metálica, mientras en sus labios se dibujaba un mohín de disgusto sin duda motivado por la intromisión. Su rostro, aunque sin ser de extraordinaria belleza, resultaba agradable. Tendría alrededor de los treinta años. La seriedad de su rostro se veía desmentida por el destello de sus grandes ojos. Un brillo alegre y picaresco. El vestido ceñido hacía resaltar su seno prominente y acentuaba la redondez de sus torneadas caderas. Las piernas estaban enfundadas en unas medias de malla negra.

La mujer terminó por sonreír a Randels.

Yo soy Catherine Farr, propietaria del Gold Rock. Todos me llaman Kate.

Richard Randels se llevó el dedo índice al ala del sombrero.

Es un placer, Kate.

La mujer dirigió una mirada a Remick quien, acodado en el mostrador, se bebía ya el segundo whisky

No sois téjanos, ¿verdad?

!Oh, no! Mi amigo es de Georgia y yo nací en San Luis. Kate, sonrió con simpatía. En busca de fortuna, ¿no es cierto? Ya la hemos encontrado. ¿De veras?

—Sí, Kate. Hemos comprado un rancho cerca de Cronyn City.

—¿Un rancho...? No tengo noticias de que se haya vendido un... ¿A quién se lo has comprado?

—A Rod Laughton.

La mujer quedó con la boca entreabierta. Desorbitó los ojos, reflejándose el estupor en su rostro. Tras unos segundos  de sorpresa,  comenzó a  reír  con  alegres  carcajadas.

— ¡Eh, Roger...! ¿Sabes la noticia? ¡El buitre de Laughton ha vendido el Phantom Ranch a estos forasteros!

Roger, el individuo del mostrador, también parpadeó asombrado.

—¡No...!

—Sí, Roger. ¡todavía quedan incautos!

Roger no tardó en corear las risas de la mujer.

Richard Randels permanecía impasible. Se había llevado

un cigarro a los labios. Encendió un fósforo, esbozando a la vez una leve sonrisa.

—¿Qué ocurre, nena?

—¿Cuánto has pagado por el Phantom Ranch?

—¿Es ése el nombre del rancho?

—Así se le conoce en todo Texas.

—Un rancho muy famoso.

—¡Seguro! —Kate volvió a reír—. ¿Cuánto has pagado, forastero?

—Diez mil dólares.

—¿Diez mil...? ¿Has oído eso, Roger? ¡Diez mil dólares por el Phantom Ranch!

Roger no contestó. Se estaba retorciendo de risa con arribas manos puestas en la cintura.

—¿Qué infiernos ocurre, Richard? —preguntó Remick con una botella de whisky en su diestra.

—No lo sé, Dean. En Cronyn City son muy alegres. ¿Quieres explicarme algo, Kate?

—¿Dónde se efectuó la venta?

—Cerca de Nueva Orleans.

—Muy comprensible —dijo Kate—. En Texas, Laughton,

no hubiera conseguido ni cien dólares. Todos conocemos el Phantom Ranch.

—Por tus palabras deduzco que el título de propiedad es falso. O que no existen los acres de terreno, las ricas zonas de pastos ni el millar de cabezas de ganado...

¡Oh, no, forastero! Todo eso es verdad. Es un magnífico rancho. El mejor de la comarca.

Randels arqueó las cejas.

¿Entonces...? No comprendo...

Mi consejo es que des por perdidos esos diez mil dólares. De quedarte en el Phantom Ranch, firmarías tu propia sentencia de muerte.

*    *    *

Podía habernos dado más información,  ¿verdad, Richard?

Randels acarició pensativo las crines de su caballo.

Creo que tenía miedo.

¿Miedo? ¡Se reía en nuestras propias narices! Sólo se limitó a señalarnos el emplazamiento del rancho.

—Pronto descubriremos personalmente lo que ocurre. Lo importante es que Laughton no me engañó respecto a las características del rancho. Buena casa, un millar de reses y zona de pastos.

Tienes razón.

Los dos jimetes avanzaban lentamente, como recreándose en el paisaje. Este era, en verdad, maravilloso. El valle se veía ahora bañado por el dorado resplandor del sol al atardecer.

Llegaron a un río de cristalinas y tranquilas aguas. Bien, Dean. Este debe ser el Scott River. Y allí, en la otra orilla, comienzan nuestras tierras. En su lado norte abarcan hasta el desfiladero.

Dean Remick profirió un grito de alegría mientras presionaba con fuerza los ijares de su caballo. El cuatralbo hundió sus patas en el río. Randels siguió a su compañero con idéntico entusiasmo.

Alcanzaron la otra orilla.

Cabalgaron un buen trecho. -Creo que nos espera más de una sorpresa. Aquélla debe ser la casa...

 

No he visto una sola cabeza de ganado.

Cierto.

Extraño, ¿verdad?

Pero había alguien en el porche: un hombre y una mujer.

El hombre, cómodamente sentado en un sillón frailuno, sonreía con suficiencia. Las arrugas de su rostro hacían indefinida su edad. Igual podía tener sesenta que ochenta años. Tenía los pies sobre la barandilla y mascaba tabaco. Al alcance de su mano había una artística botella de cristal tallado. El anciano se incorporó del sillón al ver aproximarse a los dos jinetes. Lucía una elegante levita que le llegaba a las rodillas. Los anchos pantalones tampoco eran de su medida. El conjunto era bastante estrafalario.

La mujer que estaba a su lado no sonreía. Incluso en su rostro se reflejaba un profundo temor. Era muy joven, de unos veintidós años. Su rostro, de perfecto óvalo, estaba enmarcado por una negra cabellera que le caía sobre los hombros. Sus ojos eran verdes, la nariz ligeramente respingona y los labios carnosos. Vestía de amazona, con una falda de terciopelo, blusa de seda de cuello abierto y botas altas de fino cuero. Un cinturón bordado en abalorios sujetaba la falda.

Randels y Remick desmontaron junto al abrevadero. Buenas tardes.

¡Hola, forasteros! —saludó el anciano sin dejar de mascar el tabaco—. En el granero encontrarán agua y comida.

No me den las gracias. La ley de la hospitalidad es sagrada para mí.

Randels sonrió.

¿Quién eres tú, abuelo?

Mi nombre es Alfred Brennan, y soy el propietario de este rancho.

 

                                                                          CAPITULO V

Richard Randels se aproximó con parsimonioso andar. Quedó apoyado en una de las columnas del porche. Extrajo un cigarro con premeditada lentitud. Dirigió una burlona mirada a la muchacha. Esta parecía visiblemente nerviosa y excitada.

Randels sonrió.

Propietario del rancho, ¿eh, abuelo?

No me tengas envidia, hijo. El negocio no marcha bien. —¿Quiere enseñarme el título de propiedad?

¿El qué? —inquirió Alfred Brennan arrugando la nariz como si algo oliera mal.

Me ha oído perfectamente.

¡Ah, ya...! El título de propiedad..., sí, por supuesto... Está en mi despacho. En la caja fuerte.

Quiero verlo, abuelo.

¿Y quién eres tú para exigirlo? Anda, muchacho, refréscate en el abrevadero y luego lárgate en compañía de tu amigo. ¿De acuerdo?

¿Sabes leer?

—¿Yo? Pues... ¡Claro que sí!

Richard Randels volvió a sonreír irónico. Tendió su título de propiedad y el documento de compra.

El anciano tomó con indiferencia y lo miró durante unos segundos. Se lo ofreció a la muchacha.

Mi  nieta lo leerá.  Yo tengo la vista algo cansada.

Comprendo, abuelo. La joven comenzó a leer. Sus manos no ocultaron el leve temblor, mientras su bello rostro adquiría una notable palidez. Levantó sus verdes ojos hacia Randels para luego posarlos en el anciano.

¿Qué ocurre, pequeña

 

Es... es el señor Richard Randels, actual propietario del rancho

Alfred Brennan quedó con la boca abierta, incapaz de reaccionar.

Randels arrebató los documentos a la muchacha.

Quiero una explicación. Quiénes son y qué hacen aquí.

Pues... soy el hombre de confianza de Rod Laughton Ignoraba que había vendido el rancho. Estoy al cuidado de la hacienda y...

Inventa otra cosa, abuelo. Eso no sirve.

¿No?

No.

Pues entonces...

La verdad, abuelo —intervino la joven—. Es mejor así. Alfred Brennan no parecía compartir la preocupación de

la muchacha. Sonrió con aplomo.

Bien. Pasemos a la casa. ¿Han cenado? Supongo que no, ¿verdad? Lynda, mi nieta, preparará una suculenta cena. Un whisky mientras tanto nos vendrá bien.

Muy buena idea.

¿Tú quién eres, hijo? Dean Remick. De Kentucky.

No. Georgia.

¡Rayos! Juraría que tu acento...

He estado algún tiempo en Kentucky.

¡Ah...! Yo he nacido allí. ¡Adoro Kentucky! Entraron en la casa y atravesaron un- amplio salón para luego introducirse en el despacho. Todo el interior de la casa se encontraba en perfectas condiciones. Limpio y bien cuidado. Ofrecía un brusco contraste con el abandono reinante en el exterior.

El  anciano pareció  leer los  pensamientos  de Randels.

Lynda ha arreglado toda la casa. Cuando llegamos daba verdadera pena. Había j)olvo y suciedad por todos los rincones.

Alfred Brennan fue hacia un mueble donde se alineaban varias botellas. Tomó una de ellas y tres vasos.

Randels se había acomodado en uno de los sillones de cuero negro. Remick y el anciano permanecieron de pie.

Adelante con tu historia, abuelo. Recuerda que quiero la verdad.

Seguro, muchacho. Empezaré por decirte que has realizado una pésima compra. Te han engañado. Ignoro lo que has pagado por e! rancho, pero cualquier precio es alto. La vida vale más.

Randels dio una chupada al cigarro.

Acabo de llegar a Cronyn City, abuelo. No entiendo nada de lo que ocurre. Yo he comprado el rancho a Laughton por diez mil dólares. ¿Qué diablos ocurre? ¿Dónde está el ganado? ¿Y

Por qué es una mala compra

Tranquilo, hijo. Iremos por partes. Yo soy buhonero. Viajo con mi nieta por todos los pueblos del Oeste. Las ganancias son escasas. Hace un par de semanas llegamos a Cronyn City y me dediqué a ofrecer mi mercancía por lot ranchos de la región. Esta hacienda, conocida por Phantom Ranch, estaba desierta. La puerta de la casa abierta y sin un alma por los alrededores. Estaba anocheciendo y decidimos pernoctar aquí. Al día siguiente, eché un vistazo por toda la zona llegando hasta el río. Vi cientos de cabezas de ganado deambulando abandonadas y sin cuidado.

—¿Pertenecían al rancho?

Sí. Un círculo encerrado en un cuadrado. Ese es el hierro del Phantom Ranch.

¿Cientos de reses...? Sólo he visto unas veinte frente a la casa. ¿Qué ocurrió con las otras?

Alfred Brennan se atizó un trago de whisky, siendo imitado por el silencioso Remick. El anciano chasqueó la lengua un par de veces.

Déjame seguir, muchacho. La historia es larga. Como te iba diciendo, me extrañó encontrarme con un rancho abandonado. Fui a Cronyn City con el propósito de obtener alguna información. Todo el pueblo hablaba de Rod Laughton y de su huida. Dos días antes de mi llegada había dejado el rancho. Ya nadie quería trabajar para él. ¿El motivo? La inmediata puesta en libertad de Charlton Kidder.

El anciano esperó algún comentario, pero Randels y Remick permanecieron impasibles.

—¿No os dice nada ese nombre? Creí que la fama de Charlton Kidder había cruzado las fronteras...Bien, Charlton Kidder es un mal bicho. Poco después de finalizada la guerra, azotó Texas al frente de una guerrilla. Asaltó las más importantes haciendas amasando una fortuna que decía iba a ser destinada a levantar al derrotado Sur. Todo falso. Su ambición y su crueldad fueron en aumento. Tuvo la osadía y la torpeza de asaltar la casa del senador Huebing y asesinar a todos sus moradores. El botín fue cuantioso. Miles de dólares y las joyas de los Huebing. Un fabuloso tesoro. La valiosísima diadema de la señora Huebing..., siete esmeraldas rondando los sesenta quilates..., joyas de valor incalculable... Se inició la persecución de Kidder y su banda. Le dieron caza aquí, en su rancho de Cronyn City. Lo más curioso es que no se pudo demostrar la culpabilidad de Charlton Kidder. Fue juzgado y condenado por sus anteriores delitos; pero no por la matanza de los Huebing. No había pruebas. No había quedado ningún testigo con vida... Diez años de prisión, pero ahora, a los ocho, va a quedar en libertad.

—¿Qué tiene que ver Rod Laughton en esto?

El anciano sonrió ante la impaciencia de Randels.

—A eso iba, hijo. Rod Laughton, lugarteniente de Kidder, se quedó en el rancho durante el asalto a la casa del senador Huebing. No intervino en la matanza. Charlton Kidder llegó al rancho y escondió el botín en algún lugar de la casa. A las pocas horas fue capturado. Las autoridades registraron palmo a palmo las hacienda sin encontrar rastro de las joyas. Eso se puede decir que salvó a Kidder. De hallar el botín, lo hubieran ahorcado de inmediato. No se pudo demostrar su culpabilidad en la muerte de los Huebing. El hermano de

Charlton Kidder, un muchacho de unos veinte años, se quedó al frente del rancho. Kidder, poco antes de ser conducido a prisión, se despidió de Laughton con estas palabras: «Cuida de mi hermano, Rod. Cuando regrese, repartiremos el botín.»

Richard Randels aplastó el cigarro en el cenicero situado en la mesa. Esbozó una sonrisa. Comenzaba a comprender.

—Laughton no cuidó del hermano, ¿verdad? Alfred Brennan también sonrió.

—Perfecta deducción, Richard. En efecto, Rod Laughton era un lobo de la misma carnada. Se dedicó a buscar por la casa el codiciado botín. Tampoco le acompañó el éxito. Obligó a Jimmy, el hermano de Charlton Kidder, a cederle el rancho. Laughton se desesperaba día tras día. Sabía que las joyas se encontraban en la casa, pero era incapaz de encontrarlas. Propinaba una paliza diaria al muchacho. No sé si por desahogarse, o porque sospechaba que conocía el escondite del botín. Un día, Jimmy, intentó huir. Ahora descansa bajo tierra en las orillas del Scott River.

—¿Laughton?

—Sí, hijo. Laughton disparó contra el muchacho. El rancho comenzó a prosperar. En los primeros años siguientes a la captura de Kidder, infinidad de pistoleros y forajidos buscaban trabajo en el rancho. Todos llegaban con la vana esperanza de encontrar el botín. Muchos eran descubiertos y exterminados por el propio Laughton. Se corrió la voz de que un fantasma protegía las joyas de los Huebing, de que una maldición infernal pesaba sobre el rancho... Rod Laughton se reía de todo aquello, pero el tiempo transcurre muy de prisa. A los ocho años del encierro de Kidder, llegó la inquietante noticia de que iba a ser puesto en libertad. Laughton comenzó a temblar. Había usurpado al rancho y asesinado al hermano de Kidder. Durante ocho años se había dedicado a buscar el botín sin éxito alguno y ya había desistido de encontrarlo. No podía quedarse a esperar a Kidder. Por eso escapó de Texas. Aquí intentó vender el rancho, pero nadie era tan loco como para comprarlo. Charlton Kidder llegaría de un momento a otro. El tiempo no ha borrado su aureola de hombre cruel y sanguinario. Nadie aceptaba comprar el Phantom Ranch. Ni regalado.

Richard Randels escuchaba al anciano con atención. Con los ojos entrecerrados, pero con el esbozo de una sonrisa a flor de labios.

—Rod Laughton ha escapado a la venganza de Kidder. La última vez que lo vi fue a bordo del barco que lo llevaba a Nueva Orleans.  Fue allí  donde me  vendió  el  rancho.

Alfred Brennan rió cascadamente.

—Lo dicho, hijo. Has hecho un mal negocio.

—¿De veras? Yo no opino así. El rancho es magnífico y el precio de diez mil dólares, muy bajo. Estoy contento de la compra.

El anciano le había arrebatado la botella de whisky a Remick. Se volvió para contemplar perplejo a Randels.

—¿No has comprendido, muchacho? ¡Kidder llegará de un momento a otro! De seguro que no vendrá solo. Volverá a formar la más temible banda de Texas. Querrá recuperar lo que le pertenece.

—Te equivocas, abuelo. El rancho ya no le pertenece. Es mío

 

 Si lo se, pero … ¡ Oh, diablos…! Tienes la cabeza dura,Richard. El botin esta aquí , en algún rincón de la casa. ¿Lo habías olvidado? Kidder intentará recuperarlo a toda costa

Si pone un pie en mis tierras, le saltaré la tapa de los sesos.

Alfred Brennan optó por encogerse de hombros. Te deseo suerte, hijo. Vas a necesitarla. Iré a ver cómo está la cena y...

Un momento, abuelo —le interrumpió Randels sin abandonar la leve sonrisa de sus labios—. Todavía quedan algunos puntos oscuros en la historia. ¿Qué haces tú en el rancho?

Ya te lo he dicho. Lo encontré deshabitado y... Bueno, mi idea era permanecer tan sólo una noche. Pero la casa es magnífica. Whisky, comida en abundancia, una cama blanda...

¿Y no temías el regreso de Kidder?

¿Oh, sí, por supuesto! Cada noche rezaba mis oraciones para que Kidder no apareciera por aquí. Mi nieta quería que nos marcháramos cuanto antes. Yo le he ido dando largas al asunto. Pero ella tiene razón. No es prudente permanecer aquí. Ya había decidido salir mañana al amanecer.

-¿Y las reses? ¿Qué ha sido de ellas?

¡Ah, si...! Me había olvidado de ese detalle. El mundo está repleto de sinvergüenzas, hijo. Cuando llegué, había cerca de mil cabezas de ganado entre las zonas altas y el río. Buen ganado. Llegaron vaqueros del Dorado y se llevaron unas cuatrocientas reses. Al día siguiente, hombres de Frede-rick MacCarey hicieron otro tanto con el ganado de la zona alta. En vista del cariz que tomaban las cosas, decidí quedarme con veinte reses. Son las que están frente a la hacienda. Las demás se las repartieron el Dorado y McCarey.

Dos rancheros vecinos, ¿no?

Sí, Richard. Las tierras del Dorado, al otro lado del río, pertenecen a un tai Raymond Stroud. El otro aprovechado, Frederick McCarey, tiene un rancho al sur del valle.

Bien.  Tu información ha sido muy valiosa,  abuelo.

No tiene importancia. ¿Cenamos? En los días que llevo aquí me han acostumbrado a la buena vida. Cenar a una misma hora, luego un latigazo de whisky escocés, buen tabaco, confortable cama... ¡Todo se acaba!

Los tres hombres abandonaron el despacho.

 

Alfred Brennan indicó el camino hacia el comedor. La mesa ya estaba preparada.

Lynda había hecho una cena apetitosa. La muchacha dirigió una temerosa mirada a Randels.

El anciano rió con roncas carcajadas.

Tranquila, pequeña. Todo solucionado. Richard y Dean son dos buenos tipos. Les he contado toda la verdad. Lo más seguro es que mañana todos dejemos el Phantom Ranch, ¿no es cierto?

Se habían sentado a la mesa. Randels sonrió. No, abuelo. Nadie abandonará la casa.

-¿Es una broma? —inquirió Alfred Brennan arrugando instintivamente la nariz en una mueca.

Nada de bromas. Tú y tu nieta os quedaréis aquí. ¿Por qué?

Podría argumentar muchos motivos. Sólo te diré uno de ellos. Durante varios días has permanecido en la casa disponiendo a tu antojo, ¿verdad? Whisky del bueno y comida en abundancia.

¿Y qué?

Yo soy el propietario de todo, abuelo. Debes resarcirme de todo lo gastado. Con cien dólares me daré por satisfecho.

Alfred Brennan quedó unos segundos con la boca entreabierta. Terminó por reír con algún nerviosismo.

¿Has oído eso, Lynda? ¡Cien dólares! Lo siento, hijo. Juntando todos mis ahorros no llegarían a los siete dólares. ¡Cien dólares! Tiene gracia...

Richard Randels también sonrió. Sólo tienes dos alternativas, abuelo: ir a la cárcel por una temporada o quedarte en el rancho hasta reponer con tu trabajo la cantidad de cien dólares. Tu sueldo será de diez semanales. ¿Aceptas?

Alfred Brennan volvió a quedarse con la boca abierta.

Pero en esta ocasión fue incapaz de pronunciar palabra alguna.

Sólo el incesante canto de unos grillos turbaba el silencio que envolvía la hacienda. También las sombras de la noche se habían apoderado de la casa.

Richard Randels permanecía apoyado en una de las columnas del porche. Un cigarro humeaba entre sus labios.

La puerta de la casa se abrió.

Randels ladeó la cabeza. Sus ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, contemplaron a la muchacha.

Hola, Lynda.

La joven sufrió un sobresalto.

¿Quién está ahí? Randels se aproximó unos pasos.

Tranquila. Soy yo, Richard Randels. ¡Ah...! Me ha asustado... No esperaba encontrar a nadie. Ya es muy tarde y...

No podía dormir.

A mí me ocurre otro tanto.

¿Preocupada?

¿Por qué lo hace, señor Randels? ¿Por qué nos obliga a quedarnos aquí? Mi abuelo no puede serles de mucha ayuda. Es un pobre viejo. Sé que hemos obrado mal al disponer de la casa como si fuera nuestra. Reconozco que no era correcto, pero estábamos muy cansados. Era la primera vez en muchos años que podíamos disfrutar del techo y comid Le ruego nos perdone... y nos permita marchar.

Randels dio una chupada al cigarro. El leve resplandor iluminó fugazmente sus inexpresivas facciones.

El abuelo es buhonero. ¿Prefieres deambular de un lado a otro sin rumbo?

Es nuestro medio de ganarnos la vida. No, no es agradable vagar sin rumbo, sin hogar fijo..., pero es nuestro destino. Dios así lo quiere. No tenemos dinero suficiente para establecernos. El abuelo y yo estamos solos. No tenemos a nadie. Le ruego...

—No quiero verte implorar, Lynda —le interrumpió Randels—. Eres demasiado hermosa para ello.

Yo sólo deseo... Richard Randels interrumpió por segunda vez a la muchacha.

 

De acuerdo, pequeña. Mañana puedes marcharte con tu abuelo.

Pero... ¿piensas quedarte en el rancho? Randels sonrió ante el súbito tuteo de la joven. Por supuesto.

¿No te ha contado el abuelo...?

Todo. No le tengo miedo a Charlton Kidder. Este rancho es mío y pienso convertirlo en el mejor de Texas. Mañana haré una visita al Dorado y a Mc-Carey. Quiero recuperar mi ganado. La llegada de Charlton Kidder no cambiará mis planes y...

— ¡Richard...! ¡Allí!

Randels giró con rapidez al oír la exclamación de la muchacha. Su diestra desenfundó velozmente el «Colt».

También él vio la sombra furtiva que corría junto al pabellón de los vaqueros. Un destello metálico le advirtió que el merodeador llevaba un rifle.

;No te muevas de aquí, Lynda!

Richard Randels abandonó el porche precipitándose hacia el barracón.

Fue entonces cuando sonó el disparo. La detonación rompió el silencio de la noche.

Randels se arrojó al suelo.

El proyectil silbó sobre su cabeza.

Cuando quiso responder al fuego, ya era demasiado tarde.

La furtiva sombra había desaparecido.

Randels regresó junto al porche.

Lynda le contemplaba con ojos atemorizados.

Era él... Richard Randels arqueó las cejas.

¿A quién te refieres?

A Jimmy. Su fantasma vaga por el rancho todas las noches. Abandona su tumba y recorre la casa para custodiar el  botín  hasta  que  llegue  su   hermano  Charlton  Kidder.

 

                                                                CAPITULO   VI

Alfred Brennan asintió con repetidos movimientos de cabeza mientras mordisqueaba un trozo de tabaco de mascar.

¡Seguro, hijo! ¡Era el fantasma del chico! Vigila las joyas de los Huebing para luego entregárselas a su hermano. Yo mismo he visto su fantasma flotando sobre las aguas del Scott River.

¿En una noche de borrachera?

Maldita sea! ¡Es la verdad, muchacho!

Richard Randels hizo un alto en su tarea de arreglar uno de los cercados. Se pasó el antebrazo por la frente sudorosa. Sus labios no pudieron ocultar una sonrisa.

Los fantasmas no usan un «Winchester», abuelo. Nuestro visitante de ayer era de carne y hueso.

¡Infiernos! ¡Eso es peor todavía! ¡Significa que Charl-ton Kidder ya está aquí!

-Lo dudo. No se andaría con rodeos para acercarse a la casa.

Estoy que no me llega la camisa al cuerpo...

Es la levita que te está grande, igual que los pantalones.

Alfred Brennan rió cascadamente.

—No es de extrañar. Ambas prendas pertenecían a Laughton. Tiene un armario muy bien surtido. Al menos, moriré elegantemente vestido.

¿Por qué no te largas?

El anciano parpadeó perplejo.

Pero... tú me dijiste ayer que debía quedarme a trabajar en el rancho hasta...

¿Estás trabajando?

¿Yo? No, claro...

¿No te ha dicho nada tu nieta?

¿Lynda? No..., ¿sobre qué?

 

Randels se ajustó nuevamente el sombrero. Le extrañó el que  Lynda  no hubiera comentado nada  con el  anciano.

-Anoche, hablé con Lynda sobre vuestra situación. No puedo obligaros a permanecer aquí, pero necesito la ayuda de la muchacha. Alguien debe cuidar la casa y prepararnos la comida. Os ofrecí cincuenta dólares semanales.

Una mueca de estupor se reflejó en el rostro de Alfred Brennan. Dejó de mascar el tabaco.

¿Cincuenta dólares?

En efecto.

¡Rayos! ¿Qué tengo que hacer yo?

Lo de toda tu vida, abuelo: nada.

¡Magnífico! ¡Acepto!

Richard Randels sonrió, divertido. ¿Sin consultar con Lynda?

—Ella ya debe estar de acuerdo. Esta mañana, mientras tomaba el desayuno, la oí cantar. Ah, diablos..., hacía mucho tiempo que no cantaba. Lynda es feliz al cuidado de una casa, preparando la comida... No mencionó para nada el marcharnos.

Bien. Lo celebro, abuelo.

Cincuenta dólares... Cuando logre reunir doscientos, me largaré con mi nieta. Espero que Charlton Kidder no llegue antes... No me gustaría ser enterrado a orillas del río, junto a Jimmy...

¿Por qué no? Así no podrías caminar con él sobre las aguas.

No digas eso, Richard. Se me pone la piel de gallina. Si a esta hacienda se le conoce por Phantom Ranch, por algo sera.

Son supersticiones, abuelo.

En ese momento llegaba Dean Remick conduciendo dos caballos por las riendas. Su camisa también estaba humedecida por el sudor. Sonreía feliz.

Ya he terminado en el barracón de los vaqueros, Richard: Ha quedado en condiciones de ser habitado.

¿Habitado? —Alfred Brennan rió—. ¿Por quién? ¡Nadie querrá trabajar en el Phantom Ranch»!

El dinero hace milagros —replicó Randels—. Estoy seguro de encontrar vaqueros en Cronyn City.

¿Vaqueros para cuidar de veinte reses? ¡Estáis locos, hijos!

Hoy mismo recuperaremos el ganado. ¿De veras?

Sí, abuelo.

Me gustaría saber cómo.

Eso es fácil. Vamos a visitar a Raymond Stroud y Fre-derick McCarey.

Es una baladronada tuya, ¿verdad, muchacho? Richard Randels, por toda respuesta, montó en su caballo. Dean Remick ya le esperaba en su cuatralbo.

Hasta luego, abuelo. Tal vez tardemos un poco. Pensamos ir también a Crpnyn City a comprar algunas herramientas. Procuraremos estar de regreso a la hora de la comida. Alfred Brennan chasqueó la lengua al ver alejarse a los dos jinetes. Entreabrió los labios susurrando:

Lástima..., eran dos tipos simpáticos...

*    *    *

Las tierras de Raymond Stroud, propietario del Dorado, eran las más próximas al Phantom Ranch. Al otro lado del Scott River, ya comenzaban a divisarse algunas reses con el hierro de Stroud. Más adentro, también se veían algunas cabezas de ganado con la marca del Phantom Ranch.

Randels y Remick intercambiaron una mirada significativa.

Llegaron hasta la empalizada que encerraba la hacienda sin que ninguno de los vaqueros les cortara el paso. Desmontaron junto a un abrevadero. Los hombres que deambulaban frente a la casa les miraron con indiferencia. Sin duda les suponían en busca de trabajo.

Un individuo de largos mostachos se aproximó a ellos. No hay trabajo, compañeros.  Estamos en  una mala época.

No buscamos trabajo —respondió Richard Randels dirigiendo una mirada hacia la casa. —¿Entonces...?

Queremos hablar con Raymond Stroud.

Yo soy el capataz del  Dorado.   ¿Qué se os  ofrece?

Randel extrajo un largo cigarro. Deliberadamente escupió una brizna de tabaco sobre la bota derecha del capataz.

- -Es un asunto personal. Sólo hablaremos con Stroud El hombre de los largos mostachos dudó unos instantes Por último, extendió la mano señalando hacia la casa.

Lo encontrarán en el porche.

Gracias. Los dos amigos se encaminaron hacia un individuo dormitaba sentado en el porche. Un sombrero de anchas alzo la   copa aplastada le cubría el rostro. Richard Randels subió los dos escalones del porche, y zarandeó por el hombro al durmiente.

Despierta, amigo

 

El hombre soltó un gruñido mientras alzaba el sombrero. Apareció un rostro redondo y mofletudo. Tenía unas grandes bolsas de carne alrededor de los ojos.

¿Qué diablos ocurre? ¿Es usted Raymond Stroud? Sí, yo soy. ¿Qué quieren? Somos los propietarios del Phantom Ranch. Raymond Stroud se incorporó como impulsado por un resorte, con una agilidad impropia de su voluminoso cuerpo. Sus diminutos ojos se posaron inquisitivamente en Randels.

Usted..., usted.,., no es Charlton Kidder... No he dicho eso, amigo —sonrió Randels—. Únicamente que soy el propietario del Phantom Ranch. Compré la hacienda a Rod Laughton. ¿Quiere ver el título de propiedad? Raymond Stroud pareció tranquilizarse. Incluso en su grasiento rostro se dibujó una sonrisa.

¡Oh, no...! Siempre he confiado en la estupidez humana. Y veo que Laughton encontró un par de idiotas. ¿Cuál es su nombre?

Richard Randels.

Tiene suerte, Randels. Aún está a tiempo de huir. Pronto llegara Charlton Kidder y...

—Kidder me tiene sin cuidado —cortó secamente Randels—. Quiero que restituya las reses robadas al Pantom Kanck. Ese ganado me pertenece.

Raymond Stroud desorbitó sus pequeños ojos. El estupor duro poco en su rostro. Comenzó a reír con estridentes carcajadas

El ganado…! tiene gracia...! Estás loco, muchacho

Mejor será que te largues ahora que estas a tiempo.Tiene gracia… el ganado que ….

Randels no le dejó seguir hablando. Se adelantó unos pasos y de repente soltó la zurda contra el rostro de Stroud. Etste se desplomó pesadamente sobre el sillón. Enrojeció de modo visible.

Maldito...!

El capataz había presenciado la escena. Corrió hacia el porche mientras su diestra iba en busca del revólver, que desenfundó con rapidez.

Pero Dean Remick fue más rápido. El «Colt» pareció brotar en su mano derecha. Apretó el gatillo.

El capataz interrumpió bruscamente su carrera. Contempló estupefacto su mano derecha. El revólver le había sido arrebatado limpiamente.

Un individuo que estaba junto al abrevadero también desenfundó su «Colt».

Esta vez fue Randels el que se adelantó, disparando una fracción de segundo antes que su contrario. El vaquero giró como una peonza sujetándose el hombro derecho. La herida, aunque leve, le hizo proferir un grito de dolor.

Richard Randels sonrió desviando el humeante cañón del «Colt» hacia el pálido rostro del ranchero. Este le contemplaba con ojos atemorizados y la  frente perlada de su

Bueno, amigo Stroud. Si alguno de sus vaqueros vuelve a intentar algo, te vacío el revólver entre los ojos. ¿De acuerdo?

Raymond Stroud asintió tragando saliva con dificultad. ¡Quietos! —ordenó a tres de sus hombres que corrían hacia el porche—. ¡No intentéis nada!

Eso ya está mejor, Stroud —dijo Randels—. Ahora vamos a hablar de negocios. ¿Cuántas reses te has llevado del Phantom Ranch?

No..., no lo sé..., cincuenta tal vez... Randels descargó el cañón del «Colt» sobre el hombro derecho del ranchero. Este comenzó a aullar.

Eres un mentiroso, Stroud. ¿Por qué no tratas de ser razonable? Esas reses no te pertenecen. ¿Cuántas has dicho?

Al..., alrededor de las cuatrocientas.

Así nos entenderemos. Pues bien, Stroud: esas cabezas de ganado deben volver a su lugar de origen. Soy enemigo de la violencia, pero si en esta semana no vuelven las reses robadas al Phantom Ranch, te haré una nueva visita. Y entonces no tendré tantos miramientos. Ni contigo ni con tus hombres. Recuerda, Stroud. Jamás amenazo en vano,

—Eso... no... es posible... El ganado del Phantom Ranch ya no está en mi poder.

—Explícate.

El rostro del hacendado sudaba copiosamente.

—Temía el regreso de Charlton Kidder y me desembaracé del ganado. Frederick McCarey ha hecho otro tanto. Si Kidder nos encontraba con su ganado, nos mataría. Por eso... lo he vendido en Abilene. En el Dorado sólo quedan unas cuarenta reses que pronto serán sacrificadas para alimento de mis vaqueros.

—Vuestro miedo hacia Kidder no os impidió cometer el robo. Sois un grupo de ratas asustadizas.

—Yo no..., ignoraba que el Pantom Ranch había sido vendido y...

—Debemos encontrar una solución. Voy a ser magnánimo, Stroud. Me conformaré con seiscientas reses que serán reunidas entre tú y McCarey. Las llevaréis a mi rancho. Quiero buenos ejemplares, no vulgares «Longhorns». Si no aceptas esta solución, pagarás mis reses a doce dólares la cabeza.

—Es un precio muy elevado —protestó Stroud débilmente—. Lo máximo son diez dólares por...

—Puedes elegir entre las dos soluciones. ¿Qué decides?

Raymond Stroud inclinó la cabeza. El sudor trazaba caprichosos surcos en su adiposo rostro.

—Hablaré con McCarey. Mañana llevaremos seiscientas reses al Phantom Ranch.

—Así lo espero, Stroud. Somos vecinos. Deseo que este pequeño incidente no enturbie nuestras futuras relaciones.

Hasta pronto.

Los dos amigos abandonaron el porche. Empuñaban todavía sus armas. Dean Remick protegió a su compañero cuando éste montó a caballo.

Pero los vaqueros del Dorado permanecieron tranquilos.

Randels y Remick, en medio de un expectante silencio, recorrieron lentamente la explanada. Al llegar a la empalizada iniciaron el galope.

Dean Remick rió alegremente.

—¡Infiernos!   ¡Todo resultó más fácil de lo esperado!

—Sí. Ese Stroud es un cobarde. Cumplirá su palabra y tendremos las reses. Está seguro de poder recuperarlas más tarde.

—¿Qué quieres decir? Richard Randels esbozó una sonrisa. —Espera que Charíton Kidder acabe con nosotros. Nadie da un centavo por nuestro pellejo, Dean.

*    *    *

El Gold Rock, en aquellas calurosas horas del día, no sé encontraba muy animado. Un anciano narraba con pastosa voz su colaboración con Sam Houston para vengar la matanza de El Álamo. Su forzado oyente bostezaba ruidosamente. Dos hombres jugaban una partida de póquer en una mesa apartada. Un tercer individuo, vestido completamente de negro, permanecía acodado en el mostrador.

Kate, Randels y Remick estaban sentados a una de las mesas.

La mujer reía con su innata simpatía. El atrevido vestido dejaba al descubierto el nacimiento de sus turgentes senos. Alrededor de su cuello, un collar muy llamativo, pero de bisutería.

—Sois dos muchachos muy valientes..., o muy inconscientes. El cementerio de Cronyn City está repleto. ¿Para qué aumentarlo con dos tumbas más?

—No te preocupes por nosotros, nena. Sabemos cuidarnos. ¿No es cierto, Dean?

Dean Remick no contestó. Parecía ausente, con la mirada fija en el fondo de su vaso.

Kate hizo un mohín con los labios.

—Tengo noticias de que Charíton Kidder ya se encuentra en libertad. Llegará mañana a Cronyn City. O tal vez esta misma noche...

—No me importa.

La mujer aproximó su rostro al de Randels.

—-Me eres simpático, forastero. Creo que Kidder ya ha enviado a algunos de sus hombres para tantear el terreno. Ese tipo del mostrador... no me inspira confianza.

Randels no volvió la cabeza.

También a él le resultaba sospechoso el individuo vestido de negro. No quitaba ojo de la mesa. Parecía estudiar los movimientos de Randéis y Remick, fría y provocativamente.

—Ya me he percatado de ello, Kate. Nos vigila constantemente  desde  nuestra  entrada  en  el saloon.   ¿Cuándo  ha llegado?

—Esta mañana. Se hospeda en el hotel. Su mirada... me produce escalofríos.

—Puede que todo sea pura imaginación. Olvidémonos de él.   ¿Qué  me dices  de encontrar vaqueros  para  Phantom Ranch?

—Una idea descabellada. Nadie trabajará en ese rancho maldito. Máxime ahora que es inminente la llegada de Charlton Kidder. Aunque te aconsejo que...

—Sigue, Kate. Estoy ansioso de buenos consejos.

—No te burles, Richard. Opino que lo prudente sería retirarse por unos días. Esperar la llegada de Kidder fuera del rancho. De seguro que Kidder no se quedará aquí. Recuperará el botín celosamente escondido durante ocho largos años y marchará a California, México... Tan sólo la diadema de la señora Huebing supera actualmente los ciento cincuenta mil dólares. Charlton Kidder no se quedará aquí.

—Es posible, pero no pienso seguir tu consejo. El rancho necesita cuidados y no puedo perder más tiempo.

—Tal vez pierdas la vida. ¿Has buscado las joyas?

—¿Yo? ¡Oh, no, Kate...! —rió Randels—. Es un asunto que no "me interesa. Por otra parte, jamás daría con ellas. Deben estar bien escondidas. Rod Laughton tuvo ocho años para buscarlas y no le acompañó el éxito. Esta noche volveré. Tal vez encuentre en tu saloon vaqueros para el Phantom Ranch.

—Hablaré con alguno de los muchachos que actualmente se hallan sin trabajo. No te prometo nada, pero intentaré ayudarte.

—Gracias.

Kate sonrió en señal de despedida. Se encaminó hacia la escalera que comunicaba con la planta superior. Se cruzó con el individuo de negro que permanecía apoyado en el mostrador.

Kate sufrió  un escalofrío ante  la  mirada del  hombre.

Sintió una extraña sensación de temor.

Su miedo era justificado.

Kate no llegaría a ver el sol del amanecer.

 

                                                                   CAPÍTULO    VII

La cena llegaba a su fin.

Durante la tarde, Randels y Remick se habían dedicado a reparar el granero y reforzar las cercas situadas en la explanada. También habían levantado una alambrada en las tierras cercanas al Scott River. La jornada, aunque breve, había resultado agotadora.

La cena transcurrió plácidamente. El tema de conversación fue la visita a Raymond Stroud.

—¿Aceptas una apuesta, Richard?

—Seguro, abuelo. Soy un jugador nato.

—Muy bien. Diez dólares a que Stroud y McCarey no entregan el ganado.

—Acepto.

Alfred Brennan rió burlonamente.

—Ya puedes considerarlos perdidos.

—Me conoces poco, abuelo. Esta noche regresaré de Cronyn City con varios vaqueros dispuestos a trabajar en el Phantom Ranch.

—Eres un pobre iluso. Aun en el caso de que consigas todo lo que te propones, sería inútil. Engordas la vaca para Charlton Kidder.

¿Por qué eres tan pesimista, abuelo? —Lynda sonrió levemente—. Con la ayuda de Dios todo saldrá bien.

—No sé, no sé...

Dean Remick se incorporó de la mesa. Se encaminó al despacho para reaparecer con una botella de whisky.

El anciano se percató de ello.

— ¡Eh, Dean! ¿Acaso te olvidas de mí?

—Te espero en el porche, abuelo.

Alfred Brennan también abandonó el comedor detrás de

Remick. Le encontró apoyado en una de las columnas del porche, con el gollete de la botella aplicado a los labios.

Bebes como una esponja, hijo. Muchos se escudan diciendo que beben para olvidar. Yo no encuentro disculpas. Bebo porque me gusta, ¡qué diablos!

Remick cedió la botella al anciano. Acto seguido, se sentó en uno de los escalones del porche permaneciendo con los ojos fijos en un indefinido y lejano punto.

Bonita noche —declaró.

Todas las noches son iguales, Dean. Lo único que cambia es el estado de ánimo del que las contempla. Recuerdo una noche maravillosa, poblada de estrellas que hacían guiños a la luna. Yo estaba con una linda muchacha. Cuando me disponía a besarla me atizó una sonora bofetada. Me fui a mi casa renegando de aquella maravillosa noche —Brennan se echó un largo trago de whisky—. Sí, hijo. Todas las noches son iguales.

Presiento que ésta es diferente.

¿De veras...? Es posible. Yo también siento algo extraño dentro de mí... Tristeza, nostalgia, recuerdos de mi adorado Kentucky... ¿Conoces la canción de Foster? (1) ¡Ah, diablos...!

Alfred Brennan carraspeó, para luego comenzar a cantar. Su voz gangosa rompió el silencio de la noche ai entonar las estrofas de la popular canción.

Durante todo el día las aves han cantado, felices y contentos, los niños juguetean rodando por el suelo mismo de la cabana

De pronto sonó la voz de Remick. Ronca. Como procedente de ultratumba. Siguió la estrofa.

...pronto los malos tiempos llamarán a su puerta

y entonces te diré adiós, mi vieja y linda casa de Kentucky.

(1)   My oíd Kentucky Home, canción popular de Stephen

Alfred Brennan aplaudió riendo alegremente. Sus húmedos ojos brillaban con fuerza. Volvió a repetir el estribillo de la canción.

Y entonces te diré adiós, mi vieja y linda casa de Kentucky

El anciano se aplicó nuevamente el gollete de la botella a los  labios.   Se pasó  el  dorso  de  la   mano  por  la  boca.

¡Ah, Dean! ¡Qué bueno encontrar a alguien que... ¡Dean! ¿Qué te ocurre?

Dean Remick se había incorporado. Sus ojos estaban vidriosos y un frío sudor perlaba su frente. Dio un violento traspié llevándose ambas manos a la cabeza y se desplomó sobre el entarimado.

¡Dean...! —Alfred Brennan se iba a introducir en la casa cuando llegó Randels alarmado por los gritos.

¿Qué ocurre, abuelo?

¡No lo sé! ¡Dean se ha desplomado súbitamente! Estábamos cantando cuando de pronto sufrió un desvanecimiento. ¡Cayó a tierra como alcanzado por un rayo!

Richard Randels se inclinó sobre su amieo.

Dean Remick abrió en ese momento los ojos. En su rostro apareció una mueca de asombro.

¿Qué... me ha pasado?

Eso quisiera saber yo,  Dean.  ¿Cómo te encuentras?

Bien..., creo que he bebido demasiado últimamente... Sufrí una especie de mareo. Todo el porche giraba a mi alrededor y... ya no recuerdo más. Randels le ayudó a incorporarse.

Dean, creo que se impone un freno a tu afición al whisky. No quería hablar de ello, puesto que ya eres mayor-cito, pero opino que bebes demasiado. Eso no es bueno, amigo...

Dean Remick esbozó una sonrisa.

Sí..., tienes razón...

Bien. Ahora a dormir. Necesitas descanso.

¡Oh, no, Richard! Quiero ir contigo a Cronyn City.

Nada de eso. Tú te quedas aquí.

Pero...

Sin replicar, Dean.

 

Rernick volvió a sonreír levemente. Con torpe paso se introdujo en la casa. El anciano, a una indicación de Randels, fue tras él.

Richard Randels continuó bajo el porche. Se llevó el cigarro a los labios dando la última bocanada.

—¿Qué ha ocurrido, Richard?

La pregunta había brotado de labios de Lynda. Randels se volvió para contemplar a la muchacha.

—Nada de importancia. El whisky ha jugado una mala pasada a Dean.

—¿Piensas ir igualmente a Cronyn City?

—¿Por qué no?

—Es peligroso, Richard. ¿Por qué no esperas a que Dean esté repuesto? Mañana tal vez...

—No hay ningún peligro en Cronyn City, Lynda.

— Puede que Charlton Kidder...

Randels se aproximó unos pasos,

—No quiero volver a oír hablar de Kidder. Lynda..,, la luna se refleja en tus verdes ojos.

La muchacha rió divertida.

—No hay luna, Richard. Se ocultó hace unos minutos.

Randels no perdió el aplomo. Sus manos sujetaron suavemente los hombros femeninos.

—No es de extrañar. Se ocultó eclipsada por el resplandor de tu mirada. Eres maravillosa, Lynda, yo...

Randels acercó lentamente su ro: ro. Sus labios rozaban los  de  la  joven.   De  pronto   Lynda  se  separó   sonriente.

   —Eso no entra en los cincuenta dólares semanales, Richard.   Buenas  noches  y...   ten  cuidado  en  Cronyn  City.

La muchacha se precipitó nerviosamente en la casa.

Richard Randels quedó algo sorprendido bajo el porche. Creía haber logrado engatusar a la muchacha, pero su plan fracasó.

Descendió los escalones silbando alegremente el  Dixie.

Minutos más tarde, montaba en su caballo y emprendía el camino hacia Cronyn City.

Ignoraba que allí le esperaba la muerte.

 

Richard Randels empujó ios batientes del Gold  Rock. Esbozó una sonrisa de complacencia.

El saloon estaba abarrotado de un público ruidoso y vociferante. Predominaban los vaqueros alegres y fanfarrones, pero también se divisaba algún individuo de mala catadura. Pistoleros de dedos ágiles o tahúres de manos sumamente cuidadas.

Una mujer, con más belleza que arte, cantaba en el escenario. La canción de atrevida letra era coreada por el auditorio.

Richard Randels se abrió paso hasta el mostrador.

El empleado del local se las veía y se las deseaba para poder atender todas las peticiones. Whisky, tequila, mezcal, aguardiente...   Toda  clase  de  bebidas  desfilaban  por  el mostrador.

Randel consiguió un vaso de whisky. Encendía uno de sus cigarros cuando vio a Kate dirigirse a su encuentro. La mujer seguía radiante de seductora belleza, con su provocativo vestido y su collar de fantasía.

—¡Richard!

—Hola, nena.

—¡Oh, Richard! Te he esperado impaciente. Tengo que hablar contigo.

—¿De veras? ¿Has encontrado algún vaquero para mí?

  La mujer denegó con un nervioso movimiento de cabeza. Parecía excitada.  Su pecho subía y bajaba agitadamente.

—No se trata de eso, Richard. Es algo más importante... y  horrible.   Te  espero  arriba.   La  segunda  puerta  de la izquierda.

—Oye, Kate...

La mujer no esperó. Con evidente nerviosismo, se encaminó hacia la escalera que comunicaba con la primera planta.

Richard Randels quedó algo extrañado ante el comportamiento de Kate. Terminó su whisky y luego depositó una moneda sobre el mostrador. Con el cigarro humeando entre sus labios, se dirigió también hacia la escalera.

Pasó junto a una mesa donde se encontraban cinco vaqueros.   La  conversación  versaba  sobre  la  falta  de  trabajo.

Richard Randels interrumpió su marcha. Esbozando la mejor de sus sonrisas, se encaró con el grupo de vaqueros.

—¿Buscan trabajo, amigos?

Uno de los vaqueros, un individuo de pelo rizado y rostro pecoso, fue el que le respondió:

—¡Seguro! ¿Quién es usted?

—Mi nombre es Richard Randels. Busco vaqueros para mi rancho y estoy dispuesto a pagar mejor que nadie. Hay mucho trabajo por hacer. El primer mes el sueldo sería de doscientos dólares.

— ¡Doscientos dólares! —exclamó entusiasmado otro de los hombres—. ¡Puede contar conmigo!

—¿Cuál es el rancho? —inquirió Rostro Pecoso.

Randels forzó aún más su sonrisa.

—El Phantom Ranch.

Los cinco vaqueros quedaron boquiabiertos. El que precisamente había aceptado fue el primero en reaccionar:

—Su broma es de mal gusto, compañero.

—Mi oferta no es una broma. Estoy dispuesto a pagar doscientos dólares al mes.

—Somos vaqueros. Y usted lo que necesita son pistoleros dispuestos a morir.

—Solamente deseo hombres que se ocupen del ganado.

—No cuente con nosotros.

Richard Randels sonrió ahora despectivamente. Se llevó el cigarro a los labios y dio la espalda a los cinco vaqueros. Se abrió paso entre las mesas hasta llegar al pie de la escalera. Cuando su mano derecha rozaba el pasamanos, sonó una voz:

—Richard...

Randels se volvió.

Tres hombres estaban frente a él.

Richard Randels quedó paralizado por la sorpresa. Una marcada palidez cubrió sus facciones.

Uno de los hombres era Sidney Kessler, el hermano de la asesinada Eleanor.

 

                                                        CAPITULO    VIII

Sidney Kessler, de la poderosa familia Kessler de Louisiana. no estaba solo. Le acompañaban dos hombres. Dos individuos muy conocidos en Texas como pistoleros a sueldo, rápidos con el revólver y sin muchos escrúpulos.

Sidney Kessler contaba tan sólo veinticuatro años de edad. Vestía una elegante levita, camisa rizada y pantalones rayalos. Del cinturón canana pendía un «Colt» modelo House, que de seguro no manejaba, con mucha soltura. El rostro del muchacho se veía lívido, excitado, sudoroso.

—No me esperabas tan pronto, ¿verdad, Richard? Randels, ya recuperado de la sorpresa, sonrió tristemente. —Cierto, Sidney. No te esperaba.

Tus falsas pistas hacia Arkansas fracasaron. Mi padre habló con Rod Laughton. El tipo eme perdió su rancho jugando al póquer contigo. No fue difícil adivinar que te encontrabas en Téxas. En Cronyn City para ser más exactos. ¿Sabes una cosa, Richard? Mi padre no ha podido venir. La muerte de Eleanor le ha afectado mucho. Sus piernas han quedado paralizadas. Yo soy el encargado de la venganza.

—Yo no maté a tu hermana, Sidney.

Sidney Kessler palideció aún más. Su rostro semejó a una máscara de cera. Apretó con fuerzas las mandíbulas.

—!Maldito cobarde..., asesino! Eleanor te ofreció su amor. Podrías disponer de más dinero que aquel simple collar de rubíes.  ¿Por qué,  Richard?  ¿Por qué la mataste?

—Yo no fui, Sidney. Juro que no la maté. —¿Por qué huíste entonces? —¿Acá o hubierais creído mi palabra? Una satánica mueca se reflejó en el rostro de Kessler. —No, Richard. Jamás hubiéramos creído en tu palabra. No veíamos de buen grado tus relación s con Eleanor. Sabíamos la clase de bicho que eres. Mi hermana será vengada. Estos dos hombres que me acompañan recibirán mil dólares por darte muerte. Cuando te vea en el suelo, ensangrentado y cosido a balazos, puede que suba la cantidad. Mil dólares poco por verte morir...

Cometes un error, Sidney.

Nuestro único error fue dejar que te acercaras a Eleanor

En el saloon se había hecho un silencio sepulcral. Todo estaban atentos a aquella interesante conversación. Los parroquianos más próximos a Randels se habían distanciado prudentemente. igual ocurrió por el bando de Sidney Kessler

Richard Randels arrojó el cigarro con un gesto maquinal. No lo intentes, Sidney. No quiero matarte …

Kessler rió nerviosamente.

—¿Qué te ocurre, Richard? ¿Sólo te limitas a matar mujeres indefensa ?

Yo no...

¡Ya basta! ¡Ahora! —gritó Sidney Kessler—. ¡Acabad con él!

Los dos pistoleros a sueldo estaban muy seguros de su ventaja. Se consideraban los tipos más rápidos de la zona del Pecos. La perspectiva de cobrar más de mil dólares por matar a un hombre les hacía sonreír felices. Uno de ellos tenía un corte en la nariz. Era el recuerdo de un mexicano muy experto con el cuchillo. El segundo pistolero era esquelético,de rostro alargado y ojos amarillentos.

Los dos desenfundaron al mismo tiempo.

Richard Randels se había arrojado sobre los primeros peldaños de la escalera. Antes de tomar contacto con el suelo, su diestra ya empuñaba el «Colt». Disparó dos veces, dos detonaciones que se confundieron en una sola.

Sólo uno de los pistoleros a sueldo llegó a disparar, pero cuando accionó el gatillo ya una bala del cuarenta y cuatro se había alojado en su corazón. Su compañero también recibió el proyectil en el pecho. Ambos se desplomaron al unísono. Hasta en el último momento habían sincronizado sus movimientos.

 

 

Sidney  Kessler  no  había  llegado  a   sacar  su   revólver.

Todo   había   sucedido  con   vertiginosa  y  escalofriante rapidez

Con ojos incrédulos contemplaba a los dos caídos.

 Richard RandeIs se incorporó.

 

No enfundó el Colt

Se aproximó lentamente a Kessler. ¿Satisfecho?

Puedes disparar, Richard. ¡Mátame!

Eso debía hacer, Sidney. Esto no es Louisiana, muchacho. Aquí, el nombre de los Kessler nada significa. Tú me has provocado, Sidney. Puedo liquidarte con toda tranquilidad.

¿A qué esperas? La arrogancia de Sidney Kessler era fingida. El sudor bañaba su rostro y las piernas le temblaban.

Randéls sonrió en amarga mueca. Sí, Sidney. Lo prudente sería acabar contigo. Eso haría si en verdad fuera el asesino de Eleanor, pero yo no maté a tu hermana.

Mientes!

Es absurdo mentir con un revólver en la mano. ¿Por qué iba a negarlo? Con liquidarte quedaba el asunto solucionado. No maté a Eleanor. Me tiene sin cuidado que me creas o no. Regresa a Louisiana, Sidney. Allí podrás seguir haciendo tu santa voluntad. Eres el hijo del gran Kessler. Todos te admiran, respetan... y odian en silencio. Vuelve a Louisiana. Aquí no eres nadie, y si te cruzas de nuevo en mi camino, te mataré sin piedad.

Richard Randels enfundó ahora el «Colt». Giró sobre sus talones dando despectivamente la espalda a Kessler. Subió despacio la escalera. Ni una sola vez volvió la mirada atrás.

El silencio que reinaba en el saloon le indicaba indirectamente la inmovilidad de Sidney Kessler.

Randels llegó al corredor.

Recorrió el pasillo alfombrado hasta detenerse en la segunda puerta de la izquierda. Llamó con suavidad. Después de unos instantes, y al no recibir respuesta, golpeó de nuevo la puerta.

Igual resultado.

La mano derecha de Randels accionó el picaporte. La puerta cedió a su empuje. Penetró en la estancia.

Se encontró en una reducida habitación cuya ventana permanecía abierta. Vio un biombo, un mueble con gran espejo y un largo sofá tapizado en rojo.

Y Kate yacía sobre el rojo sofá.

Jamás hubiera podido responder a la llamada.

Kate tenía seccionada la yugular, y los ojos desmesuradamente abiertos fijos en el techo. La muerte no había borrado el terror que se reflejaba en su crispado rostro. Del bruta! tajo manaba la sangre a borbotones, confundiéndose con el rojo tapizado del sofá.

*    *    *

Lou Stafford, sheriff de Cronyn City, chasqueó la lengua repetidamente. Era un individuo corpulento, de unos cuaren ta y cinco años.  Su rostro denotaba una gran vitalidad.

—Nuestro promedio es de cuatro muertos ai mes, Randels. Es lo normal por estas tierras. Sin embargo, en Cronyn City jamás se había asesinado a una mujer. A los téjanos no nos gusta eso. Si encontramos al culpable, no habrá juicio. Colgará de inmediato de la viga del saloon. Kate era muy apreciada...

Richard Randels no pronunció palabra alguna. Estaba con la mirada fija en el rojo sofá. Ya había sido retirado el cadáver de la mujer. Sólo quedaba aquella significativa y macabra mancha roja.

—¿Me ha oído, Randels?

—¿Cómo dice?

—Los muchachos están algo soliviantados. Sospechan que es usted el culpable.

—Eso es absurdo. Yo descubrí el cadáver y...

—Lo sé, Randels, lo sé. —El sheriff le interrumpió en tono paternal—. Eso mismo he dicho yo a los muchachos. Si usted fuera el asesino, no me hubiera dado aviso de lo ocurrido. La gente de aquí es muy mal pensada. Puede que tal vez influya su conversación con el joven de Louisiana.

—¿A qué se refiere?

—-Todos en el saloon han oído la acusación de Sidney Kessler. Le acusaba del asesinato de su hermana. He hablado con el joven. Su hermana murió degollada. Igual que Kate

Curioso, ¿verdad?

—La acusación de Kessler es falsa.

—¿De veras? Es posible... ¿Piensa continuar en el Phantom Ranch?

—Por supuesto.

—Bien, voy a seguir investigando, Randels. Quiero que el asesino de Kate baile de una cuerda. Si demuestro su culpabilidad, espero poder colgarle antes de que Charlton Kidder acabe con usted.

Randels hizo caso omiso de la amenaza del sheriff Se aproximó lentamente al sofá y se inclinó.

¿Qué hace, Randels? ¿Busca algo? Sí...

¿Qué cosa?

Cuando Kate subió, traía puesto un collar, un collar muy llamativo... No está..., no lo tenía..., ni se encuentra en la habitación...

Recuerdo el collar. Era de bisutería, sin valor alguno. Richard Randels se incorporó. Una intensa palidez bañaba sus facciones. Recordaba a Eleanor. También a ella le había desaparecido la gargantilla de rubíes. Una joya valiosa, pero...

No está...

-insinúa que el asesino la mató para robarle un collar sin valor?

No..., no lo sé... —Mañana veremos las cosas con más lucidez. Hoy ha sido una noche trágica para Cronyn City. Nos voleremos a ver, Randels.

El representante de la ley salió al corredor.

Richard Randels aún permaneció unos segundos en la habitación. La abandonó poco después con paso lento. Casi arrastrando los pies, descendió la escalera.

En una de las mesas sollozaba un hombre.

Era el empleado de Kate, que lloraba como un niño.

Richard Randels cruzó el saloon. Empujó los batientes y salió al porche.

Allí confundido entre las sombras, estaba el hombre vestido de negro. Sus ojos brillaban intensamente en la oscuridad.

Randels le miró fijamente.

El hombre vestido de negro esbozó una sonrisa que dejó al descubierto sus niveos dientes.

Tengo entendido que busca vaqueros para trabajar en el Phantom Ranch.

Así es.

El sueldo es bueno. —El individuo de la negra vestimenta volvió a sonreír—. ¿Me contrata?

—¿Por qué no? Le espero mañana en el Phantom Ranch.

 

                                                                  CAPITULO   IX

El resto de la noche no había transcurrido plácidamente para Richard Randels. Llegó al Phantom Ranch cansado física y moralmente, pero no pudo conciliar el sueño. Su des canso se vio interrumpido por molestas pesadillas. La muerte de Kate, su misteriosa similitud con la de Eíeanor, el hombre vestido de negro y de ojos llameantes... Todo danzaba en su mente desordenadamente. La sangre manaba a borbotones sobre un collar de rubíes, la seccionada garganta de Kate, los desorbitados ojos de Eleanor...

Richard Randels se despertó sobresaltado.

Quedó sentado en el lecho con el rostro en un sudor frío.

Los primeros rayos del sol ya se filtraban por la ventana.

Randels se incorporó con torpe movimientos, encaminándose luego hacia la palangana situada en un rincón de la estancia. Vació la jarra de agua fría sobre su cabeza. Aquello pareció reanimarle. Acto seguido, procedió a vestirse. Mi ñutos más tarde abandonaba la habitación ajustándose el cinturón-canana. Descendió a la planta baja.

Desde la cocina le llegó la voz de Lynda. La muchacha cantaba con dulce voz una vieja balada.

Randels fue hacia allí.

—Hola, Lynda.

La joven estaba limpiando una alacena. Se volvió sonriente.

—Buenos días, Richard. Ayer no te oí regresar al rancho. Estuve mucho tiempo despierta y... ¿Ocurre algo?

—No...

—Tienes mal aspecto.

—Es posible. No he dormido muy bien.

—Te prepararé el desayuno. Tostadas con mantequilla, mermelada y...

—No, Lynda.. Sólo quiero una taza de café. Sin azúcar.

—Bien...

La muchacha le sirvió una taza de negro y humeante café. Richard Randels lo bebió a pequeños sorbos. Lynda tenía sus verdes ojos fijos en él.

—Te encuentro preocupado.

—Lo estoy. —¿Kidder?

Randels esbozó una sonrisa.

—No. Kidder no me preocupa.

—No has encontrado vaqueros, ¿verdad?

—No.

—Todo se solucionará, Richard. Pronto el nombre de Phantom Ranch será olvidado. La hacienda se convertirá...

—Eres maravillosa, Lynda —interrumpió Randels—. Tu sola presencia en la casa me da ánimos. Eres la mujer más encantadora que he conocido.

Lynda inclinó la cabeza. Un leve rubor hizo enrojecer sus mejillas.

Randels se aproximó. Levantó con suavidad la barbilla de la chica y la besó dulcemente en los labios. Luego dio media vuelta y salió precipitadamente de la cocina.

Alfred Brennan estaba en el porche, mascando tabaco. El anciano giró la cabeza al oír pisadas.

—-Buenos días, hijo. Son las ocho. No se puede decir que eres un tipo madrugador. — ¿Y Dean?

—Reparando la empalizada de la entrada. Ya todo está preparado para recibir el ganado.

El tono irónico del anciano no pasó inadvertido para Randels.

—Lo  siento  por  ti,  abuelo.   Vas  a  perder  la  apuesta. —¿De verás?

—El ganado llegará hoy. Le va en ello la vida a Raymond Stroud.

—Las fanfarronadas de un hombre solo no son de tener en cuenta. Stroud pensará otro tanto. El Phantom Ranch es un mal negocio. El rancho está maldito. ¿Y los vaqueros que ibas a contratar? ¿Dónde están?

—¿No ha llegado?

Alfred Brennan arrugó la nariz.

—¿Quién?

Un hombre vestido de negro.

¿Por qué tenía que venir? ¿Quién es?

Es un... vaquero. El único que ha aceptado trabajar en el Phantom Ranch.

—¿Es un vaquero...? ¡Diablos, eso tiene gracia! —El anciano comenzó a reír desaforadamente—. i Un vaquero! ¡Vamos prosperando, hijo...! De seguro no te arruinarás pagando salarios. ¡Un vaquero...!

Randels desoyó las burlas del anciano. Abandonó el porche.

Alfred Brennan seguía riendo casi con lágrimas en los ojos.

Richard Randels caminó por la explanada. Del bolsillo de la chaquetilla extrajo un cigarro. Lo encendió, exhalando lúe go el humo con verdadero deleite. Llegó junto al arco de la empalizada.

Dean Remick estaba clavando unos maderos. Una botella de whisky cerca de él. Parecía absorto en su trabajo.

Buenos días, Dean.

¿En...? ¡Ah, hola, Richard...! Estoy terminando aquí Ha sido una suerte encontrar tablas en el granero. Dentro de poco podremos dedicarnos exclusivamente al ganado. Todo está preparado. Incluso he terminado de instalar la alambrada en la zona del Scott River.

¿Cómo te encuentras?

¿Yo? ¡Estupendamente!

Richard Randels dirigió una significativa mirada a la botella de whisky.

No me gusta tu... desayuno, Dean.

¡Oh, Richard...! Sólo es un trago por las mañanas. Eso me mantiene en  forma.  ¿Cómo te  fue en Cronyn City?

No del todo bien.

Lo  suponía.   Nadie quiere  trabajar  en  el  Phantom Ranch, ¿cierto?

He encontrado un hombre dispuesto a ello.

¿Un solo hombre? ¿Quién?

El tipo de negro del saloon. ¿Lo recuerdas? El rostro de Remick se ensombreció.

Sí..., supongo que no le habrás contratado, ¿verdad?

¿Por qué no iba a hacerlo?

No me gusta ese individuo. Opino que... Dean Remick se interrumpió bruscamente. El motivo fue el galope de unos caballos,

Siete jinetes se acercaban en abanico. Richard Randels chupó el cigarro, mientras sus labios dibujaban una leve sonrisa.

—Bien...,  creo que ahí  tenemos  al  famoso  Charlton Kidder.

*    *    *

Randels y Remick fueron retrocediendo hasta quedar junto al cercado más próximo a la casa. Ya no tenían tiempo de refugiarse. Los siete jinetes estaban casi encima. Alfred Brennan se había percatado de la situación y, prudentemente, se había introducido en la casa.

Los siete jinetes detuvieron sus monturas envueltos en una gran polvareda. Uno de ellos adelantó su caballo. --¿Quiénes sois?

Richard Randels se llevó el cigarro a ios iabios en un alarde de indiferencia que estaba muy lejos de sentir.

—Mi nombre es Richard Randels. Soy el propietario del rancho.

FJ jinete parpadeó levemente. Su sorpresa fue muy fugaz. Sonrió mostrando una dentadura amarillenta.

—El propietario, ¿eh...? ¿Qué ha sido de Rod Laughton?

—Fue él quien me vendió el rancho.

—¿Dónde está?

—La última que lo vi fue llegando a Nueva Orleans.

—El muy..., yo soy Charlton Kidder. ¿Te dice algo ese nombre?

Randels contempló fijamente al individuo. Un hombre de unos cuarenta y cinco años, de expresión dura y mirada cruel. Su rostro blanquecino delataba los ocho años pasados en prisión. Un descomunal «Colt» del 45 pendía de su cintura. En la silla de montar, un «Winchester» de igual calibre que e! revólver.

—Sí, algo he oído.

—Entonces sabrás que este rancho me pertenece.

—No, Kidder. Reconozco que...

— ¡El rancho es mío! —gritó Charlton Kidder—. ¡Yo se lo entregué a mi hermano Jimmy! Las noticias llegan incluso a una sucia y alejada celda. Sé que el bastardo de Laugton mató a mi hermano, no sin antes hacerle firmar un documento cediéndole el rancho. Yo acababa de ingresar en prisión. Durante estos ocho largos años he madurado día a día mi venganza. Poco importa que Laughton haya escapado. Le encontraré, aunque tenga que bajar al mismísimo infierno. Le arrancaré el corazón y se lo daré a los perros.

—Todo eso me parece muy bien, Kidder; pero tus problemas no me importan. Le he comprado el rancho a Laughton y tengo los documentos en regla.

Charíton Kidder apretó con fuerza las mandíbulas. Su rostro enrojeció a punto de sufrir un ataque de apoplejía. De pronto, cambió de expresión. El peligroso brillo desapareció de sus ojos y a sus labios afloró una sonrisa.

—Muy bien, Randels. Creo que tienes razón. Io justo lo que dices. Yo acabo de salir de prisión. Ocho años en una maloliente celda sin más compañia que las ratas. No quiero volver, amigo. No es agradable. Por eso voy a dominar mis impulsos de liquidarte. No quiero nuevos conflictos con la justicia. Ahora voy a ir a la casa a recoger algo que me pertenece. Luego me marcharé y podrás seguir disfrutando del rancho. ¿Qué te parece?

Richard Randels arrojó el cigarro.

—Nadie entrará en la casa sin mi consentimiento.

Kidder profirió una soez maldición.

—¿Estás cansado de vivir, compañero? Puedo ordenar a mis hombres que disparen sobre vosotros. No me obligues a ello.

—Tengo entendido que antes  no eras tan considerado.

Charíton Kidder no hizo caso aí irónico comentario. Giró la cabeza para hacer una seña a dos de sus hombres. Estos se aproximaron. Luego dirigió la palabra a los cuatro que quedaron más distantes.

—Vamos a la casa. Si hacen algún movimiento sospechoso, acabad con ellos sin contemplaciones.

Charton Kidder, seguido de dos jinetes más, avanzaban hacia la hacienda.

Los cuatro hombres restantes quedaron vigilando a Randels y Remick. Los dos amigos intercambiaron una mirada.

No era necesario más. En los cuatro años pasados juntos durante la guerra civil habían logrado compenetrarse al máximo. Sobraban las palabras. Sólo quedaba esperar la oportunidad. El momento propicio para atacar a aquellos hombres.

 

La ocasión llegó de la forma más inesperada.

Uno de los hombres que acompañaban a Kidder, ya frente al porche de la casa, cayó súbitamente. Se desplomó de una bala en la. cabeza. El disparo llegó del granero.

Randels y Remick aprovecharon aquel leve desconcierto. Se arrojaron al suelo y desenfundaron sus armas al unísono, como en un ejercicio repetido infinidad de veces.

Dos de los jinetes cayeron sin vida.

Los caballos se encabritaron haciendo errar el tiro a uno de los hombres. Ya no le fue posible rectificarlo. Una bala le hizo caer de la silla. El cuarto jinete, con un proyectil en el pecho, era arrastrado por su montura. Recorrió varias yardas dejando tras sí una nube de polvo rojizo.

Tres de los hombres habían caído bajo el plomo de Remick

Richard Randels había enfilado su revólver hacia el porche de la casa temiendo un posible ataque. No. No era necesaria tal precaución. Los dos hombres yacían de bruces, pero Charlton Kidder no estaba allí.

Randels y Remick se incorporaron.

Sangre y pólvora.

Un olor a acre flotaba en el ambiente.

Los cuatro cadáveres  reposaban en grotescas posturas.

¿Quién está en el granero, Richard?

No lo sé, Dean. Pero su intervención ha sido valiosa y oportuna. Vamos hacia la casa. Creo que Kidder ha logrado entrar.

Llegaban junto al abrevadero cuando lentamente se abrió la puerta del granero, y apareció el hombre vestido de negro.

*    *    *

Richard Randels se adelantó unos pasos. Sus ojos estaban fijos en el hombre que había salido del granero.

El individuo vestido de negro sostenía en sus manos un humeante «Winchester».

Gracias por su ayuda. No tiene importancia. Llegaba al Phantom Ranch cuando vi aproximarse a los siete jinetes. Supuse que se trataba de Charlton Kidder. Yo también he oído hablar de él. Espero haber iniciado bien mi trabajo en el rancho. —¿Cuál es su nombre?

Los ojos del individuo brillaron con extraño fulgor. Dudó unos segundos antes de responder.

—Puede llamarme Glenn.

—¿No más?

—Es suficiente.      '            -

—Richard Randels no se daba por satisfecho con aquello, pero no era el momento de pedir más explicaciones. —¿Dónde está Kidder? —Consiguió entrar en la casa.

—Bien. Usted y Dean se quedarán aquí. Yo iré en busca de...

— ¡Richard!

Randels alzó la cabeza.

En una de las ventanas de la planta superior descubrió a Alfred Brennan.

—¿Estás bien, abuelo? ¿Y Lynda?

—Tranquilo, hijo. Me encerré con ella en esta habitación, Creo que Kidder bajó a la bodega. Es Kidder,  ¿verdad?

—Sí, abuelo. No os mováis de ahí.

—¿Seguro! Aprecio mi pellejo. ¡Cuídate, muchacho!

Randels se encaminó hacia el porche.

Remick fue tras él.

—Quiero entrar contigo, Richard.

—No. Quédate con... Glenn. Vigilad también la parte posterior.

Randels corrió en zigzag hacia el porche. La puerta de la casa permanecía abierta.

La mano derecha de Randels empuñaba firmemente el «Colt». Inspiró profundamente. De pronto, se lanzó al interior de la casa arrojándose al suelo y dando varias vueltas sobre sí mismo.

Aquello fue su salvación.

Richards Randels correspondió desesperadamente al fuego,. mientras buscaba refugio en uno de los muebles de la sala.

Sus disparos precipitados y sin certeza, no hicieron blanco.

No obstante, descubrió la presencia de Kidder. Estaba oculto cerca de la escalera que conducía a la bodega.

—¡Eh, Randels!

—¿Qué hay, Kidder? —contestó Randels sin cometer la torpeza de asomarse mucho.

—¿Has oído hablar de las joyas de los Huebing? —i S eguro!

Kidder rió guturalmente.

—Las tengo en mi poder. ¡Cerca de un cuarto millón de dólares! Te ofrezco la mitad.

—¡No me fío de ti, Kidder!

—Voy a tirar mi revólver, Randels. —El «Colt» del 45 se deslizó por el suelo quedando a poca distancia de donde se

encontraba Richards Randels—. ¡La mitad, muchacho! ¡Te ofrezco la mitad del botín! Ahora voy a salir desarmado. No dispares...

Charlton Kidder abandonó su escondite.

Extendió los brazos. Sólo su mano izquierda aparecía ocupada por una pequeña y oxidada caja metálica.

—Estoy desarmado...

Richard Randels se incorporó lentamente y avanzó hacia Kidder. Este hizo un rápido movimiento. Su diestra fue velozmente hacia el interior de la chaqueta para apoderarse de un revólver arrebatado a uno de sus hombres caídos frente a la casa.

No llegó a disparar.

No consiguió sorprender a Randels. Este había apretado el gatillo: la bala alcanzó de lleno el corazón de Kidder.

Charlton Kidder desorbitó los ojos. Los dedos de su mano izquierda dejaron escapar la caja metálica. Se taponó la herida con ambaa«s manos, pero la sangre se filtraba por entre los surcos de sus dedos.

—¡Las joyas...están malditas..., malditas!

Un hilillo de sangre brotó por la comisura de sus labios. Sufrió un estertor para, acto seguido, desplomarse de bruces junto a la caja metálica. Junto al botín anhelado durante ocho largos años, junto a las joyas malditas...

Charlton Kidder había muerto.

 

                                                                     CAPITULO X

Richard Randels quedó con los ojos fijos en el caído.

Unos pasos precipitados, procedentes de la escalera que comunicaba con la planta superior, le hicieron girar la cabeza.

Lynda corría a su encuentro. ¡Richard!

Yo..., yo temí...

Tranquilízate, Lynda. Ya todo ha pasado. Richard Randels apartó a la joven de allí para que no viera el ensangrentado cuerpo de Kidder.

Alfred  Brennan llegó en  ese  momento  respirando entrecortadamente.

¡Maldita sea, Richard! ¡Se me escapó de la habitación! ¡No pude retenerla! ¡Echó a correr nada más oír el disparo! ¡Infiernos, podías haber sido tú el muerto! Lynda merece una buena paliza.

Ya me encargaré yo de eso. Abuelo, junto a Kidder encontrarás una caja metálica. Llévala al despacho.

¿Las joyas de los Huebing? -Sí. El codiciado botín. ¿Dónde lo tenía escondido?

No lo sé con certeza. Creo que en uno de los barriles de la bodega. Un vino de cosecha reciente, del año 1865, en que terminó la guerra. El barril aparecía volcado y el vino inundaba la bodega.

No era un buen escondite. .

¿Por qué no? En el fondo de un barril repleto de vino. Un  vino joven  que  no  sería  tocado  en  muchos  años...

El anciano chasqueó la lengua.

Sigo opinando que era unmai escondite. Rod Laughton debía ser poco bebedor. Yo, en ocho años, ya hubiera vaciado todos ios barriles existentes en la bodega.

Remick y Glenn  también  habían entrado en  la casa.

Alfred Brennan sonrió irónico. —¿Es éste el vaquero?

—Sí, abuelo. Su nombre es Glenn, ¿no es cierto, amigo? El hombre vestido de negro asintió con un imperceptible movimiento de cabeza. Sus ojos estaban fijos en  Lynda. —¿Todo bien, Richard? —inquirió Remick.

—Sí, Dean.

—¿Qué hacemos ahora?

—Iré a Cronyn City a comunicar al sheriff de lo ocurrido. El se hará cargo de los cadáveres y supongo que informará a sus superiores del  rescate de las joyas de los  Huebing.

—¡Diablos coronados! —exclamó Brennan riendo alegremente—. ¡La noticia correrá como un reguero de pólvora! ¡Ahora todos querrán trabajar en el Phantom Ranch!

Randels también sonrió.

—Seguro, abuelo. Pero ahora no pagaré doscientos dólares al mes. Ésto ya no es el Phantom Ranch. Le buscaré un nombre menos macabro. Bien..., voy en busca de mi caballo. Usted vendrá conmigo a Cronyn City, Glenn.

El hombre vestido de negro se mostró contrariado, pero no dijo nada. Siguió a Randels. Este, ya en la puerta de ;alida, se volvió hacia Remick.

— Coloca los cadáveres en uno de los carromatos, Dean. Volveré con el sheriff.

Salieron al porche.

—¿Dónde tiene su caballo, Glenn?

—Detrás del granero. Voy ahora a por él.

Mientras el misterioso individuo se encaminaba hacia el granero, Randels ensilló su cabalio. Esperó el regreso del hombre ya montado en su corcel.

Glenn apareció sobre un llamativo y nervioso pinto.

Los dos jinetes iniciaron la marcha.

—Glenn...

-¿Sí?

—Supongo que ya no pensará seguir trabajando en el rancho.

—¿Por qué no?

—Usted, al igual que otros hombres, llegó al rancho con el propósito de hallar el botín de Kidder. Pronto la leyenda del Phantom Ranch desaparecerá. Ya no hay tesoro que buscar, Glenn.

 

—Las joyas de los Huebing no me interesan.

—¿De veras? Usted no es un vaquero. ¿Por qué quiere trabajar para mí? ¿Quién es realmente? Quiero conocer su nombre completo.

—Soy Glenn Stevens. ¿Le dice algo ese nombre? —Stevens..., no...

—¿Su amigo Remick no le ha hablado de los Stevens de Kentucky?                                "

—¿Qué tiene que ver Dean con usted?

Glenn Stevens guardó silencio.

Los dos jinetes ya habían dejado atrás las aguas del Scott River. Avanzaban por un pedregoso sendero que conducía a Cronyn City.

—Le he hecho una pregunta, Glenn. —No puedo contestarle. —¿Por qué motivo?

—Usted es amigo de Dean Remick. Puede incluso ser un cómplice.

—¿Cómplice? ¿De qué?

—Dean Remick es un asesino. Un sádico asesino de mu j eres...

*        *     ' *

Richard Randels detuvo de repente su montura y contempló fijamente a Glenn Stevens.

—No me gustan sus palabras, Glenn. No se las consiento. Conozco bien a Dean. Ha combatido a mi lado durante la guerra. Ambos nos conocemos bien. Es incapaz de...

—Aquel Dean Remick de años atrás murió. Murió junto a su mujer en Georgia.

Randels parpadeó perplejo. —No comprendo... ¿Qué trata de insinuar? Glenn Stevens se despojó del sombrero. Se pasó el dorso de la mano por la sudorosa frente. Sus ojos adquirieron un

brillo metálico.

—Bien, creo que eres ajeno a todo. Voy a correr el riesgo de confiar en ti. Conocí a Dean Remick en Kentucky. Trabajaba en la hacienda de mi padre. Pronto se ganó la confianza de todos. Era bueno, honrado y trabajador. Entabló relaciones con mi hermana Martha. Yo sólo le había visto un par de veces, puesto que no vivía en la hacienda. El día del santo de mi padre fui a casa. Se celebraba una fiesta. Martha y Dean salieron al jardín. Todos estábamos cantando

My oíd Kentucky Home, cuando, de pronto, se oyó un grito desgarrador. CoFGUaPjardín. Martha estaba allí, en suelo, con un brutal tajo en la garganta. Dean desapareció llevándose un collar de Martha. Una pequeña e insignificante joya sin valor. Mi hermana no era coqueta, no le gustaban las joyas ni adornos... Aquél era el primer día que se ponía el collar.

Eso no demuestra nada, Glenn. La culpabilidad de...

Todavía no he terminado, Richard. Seguí el rastro de Dean con el firme propósito de vengar la horrible muerte de Martha. Dean nos había hablado de su casa de Georgia. Fui hasta allí deseoso de obtener alguna información por medio de sus familiares. Pero nadie quedaba de la familia de Dean. Su mujer, su madre y su hermana fueron asesinadas poco después de finalizada la guerra. Una espeluznante historia. Dean, terminada la guerra, regresó al hogar. Pertenecía a una de las mejores familias de Georgia. Dieron una suntuosa fiesta para recibir a Dean. Las mujeres lucían sus mejores joyas. De pronto, se presentaron diez hombres, diez sudistas. Diez hombres que lucharon, al igual que Dean, con la confederación. Maniataron a Dean Remick y comenzaron el saqueo. Más tarde se abalanzaron sobre las mujeres. Susannah, la mujer de Dean, lucía un valioso collar. Uno de los asaltantes se lo arrebató, no sin antes aplicarle un cuchillo a su frágil cuello. Luego, su madre, su hermana..., todo en presencia del impotente Dean Remick. Los diez hombres fueron crueles al dejar a Dean con vida. Esa fue la historia que me contaron en Georgia. La triste historia de los Remick. Regresé a Kentucky y luego recorrí parte de Arkansas. Llevo mucho tiempo tras él. Una falsa pista me llevó hasta Nueva Orleans. Comenzaba a desesperar, cuando llegó el barco procedente de San Luis. Una mujer, Eleanor Kessler, había sido asesinada a bordo. Degollada. Las culpas recaían sobre un tal Richard Randels. Pedí la descripción del asesino, pero no coincidía con la de Remick. No obstante, me hablaron de un hombre que había ayudado al asesino. Y esa descripción sí se ajustaba a la de Dean. Al igual que los Kessler, me interesé por la partida de póquer jugada con Laughton. Fue sencillo adivinar que vuestro destino era Texas. El rancho de Croyn Citv.

Richard Randels no sabía qué responder. No quería admitir la culpabilidad de Remick.

No tienes ninguna prueba de todo eso, Glenn. Simples suposiciones. No es seguro que...

—¿Tú has matado a Eleanor Kessler? No.

Dean es el culpable. Debía acabar con él cuando le vi en el saloon. Tal vez así hubiera salvado la vida a la pobre Kate. Hablé con ella solicitando información sobre vosotros.

Le advertí que Dean era un peligroso asesino. Pobre Kate! El collar, Richard. ¿Comprendes? A Kate le desapareció collar. Un collar sin valor» que a nadie podía interesar. Solo a un demente.

A un loco asesino…

Ahora recordaba algunos detalles.

Si…

El extraño comportamiento de Remick al hablar con Kate. Su vidriosa mirada al collar. El desvanecimiento al cantar el My oíd Kentucky Home con Alfred Brennan. Una canción que le traía el brutal recuerdo del asesinato de Martha.

Debí acabar con él —repitió Stevens—. Llegué la otra noche al Phantom Ranch con ese propósito. Pero tú me sorprendiste y me vi obligado a disparar contra ti.

No..., no es posible... Dean no...

Hay que enfrentarse con la realidad, Richard. Dean no es responsable de sus actos. Su mente enfermiza le hace olvidar los asesinatos cometidos. Ni tan siquiera me reconoce a mí. Puede que le resulte familiar, pero no sabe de qué. Su mente es un torbellino. Es un loco peligroso que incluso...

¿Qué?

Espero que a esa muchacha del rancho no se le ocurra ponerse alguna de las joyas de los Huebing. Un collar tal vez... Porque entonces, Dean, mataría de nuevo.

*    *    *

Alfred Brennan llenó por segunda vez el vaso de whisky. Dean Remick disponía de una botella. El despacho del Phantom Remick estaba muy bien surtido. Todo whisky de la mejor calidad.

La caja metálica estaba abierta sobre la mesa.

Lynda contemplaba entusiasmada las joyas allí depositadas.

—Son maravillosas...

Alfred Brennan rió con su risa cascada. Vació el vaso de un solo trago, para luego chasquear la lengua repetidamente.

Dirigió una burlona mirada a Dean Remick.

—¿Te das cuenta, hijo? ¡Todas las mujeres son iguales! Se entusiasman contemplando un montón de vidrios. ¿Para qué sirven? ¡Se lo cuelgan de las orejas o del cuello!

Lynda no hizo caso al anciano. Contemplaba una valiosa sortija con profunda admiración.

—Es un verdadero tesoro...

Alfred Brennan arrugó la nariz.

—¡Tonterías!

—Y esto... ¡Oh, es maravilloso...! La muchacha tenía entre sus manos la diadema de la señora Huebing. La diadema de esmeraldas valorada en más de cien mil dólares. Descubrió el collar que hacía juego. Instintivamente, con coquetería femenina, se lo ajustó alrededor del cuello.

De pronto, se oyó un infernal sonido. Gritos, exclamaciones y el lejano mugir de muchas reses.

Alfred Brennan corrió hacia una de las ventanas del despacho. Su rostro se transfiguró.

—¡Infiernos! Creo que he perdido la apuesta con Richard. ¡Es el ganado! ¡Stroud ha cumplido su palabra! ¡El ganado está aquí!

—¿Has oído, Dean? ¡El ganado está aquí! ¡Raymond Stroud, en persona, se está aproximando a la casa! ¡Son más de quinientas cabezas de ganado! ¡Vamos a recibirle!

El anciano abandonó el despacho con la certeza de que Dean Remick iría tras él.

Pero Remick quedó inmóvil. Sin apartar la mirada de Lynda.

La muchacha estaba contemplándose en un pequeño espejo, admirando el valioso collar.

Lynda se volvió, sorprendiendo la extraña y diabólica mirada de Remick. Forzó una sonrisa.

—Dean, ¿qué te ocurre?

—No tengas miedo, Martha..., no te harán nada...

Lynda palideció.

—¿Martha? Yo no soy Martha... ¿Qué te ocurre, Dean?

Remick no contestó.

Su diestra fue hacia la bota derecha para desenfundar un cuchillo de corta y ancha hoja.

 

 

 

 

                                                                   CAPITULO   XI

La puerta del despacho se abrió bruscamente.

—¡Dean! ¡Quieto!

Dean Remick se volvió con rapidez a la vez que soltaba el cuchillo. Sus vidriosos ojos contemplaron a Randels.

No le reconoció sólo era una sombra borrosa.

Remick desenfundó su revólver.

Richard Randels alzó los brazos.

—¡Quieto, Dean! ¡No dispares! ¡Soy Richard! ¡Tu amigo! Quiero ayudarte, Dean. No dispares...

Aquellas palabras no llegaban a oídos de Remick.

Su dedo índice se curvó sobre el gatillo. El cañón del «Colt» apuntó a la cabeza de Randels.

Sonó un disparo.

Dean Remick desorbitó los ojos dejando caer el revólver. Un rojo orificio floreció a la altura de su corazón. Sus piernas vacilaron para a continuación desplomarse pesadamente.

—¿Por qué lo ha hecho, Glenn?

Glenn Stevens, en el umbral de la puerta, junto a Randels, empuñaba un humeante «Colt».

—No había otra solución. Iba a disparar.

Randels corrió inclinándose sobre su amigo.

—Dean...

Remick entreabrió los ojos. El brillo demoníaco había desaparecido. Su rostro reflejaba ahora una profunda calma.

—Richard... ¿Qué ha ocurrido?

Randels sintió un nudo en la garganta. Una extraña sensación. Como si una férrea mano le aprisionara el corazón.

—Pues... uno de los pistoleros de Kidder disparó sobre ti. Dean...

Remick sonrió en forzada mueca.

—Tranquilo, Richard... No te preocupes..., durante mucho tiempo he esperado esta... bala con mi nombre... Ya puedo volver junto a Martha... Es... mejor así... Te deseo suerte, Richard...

—No vas a morir, Dean.

—No trates....de engañarme... Jamás lo hemos hecho... Somos dos... buenos amigos..., como hermanos... Cuídate, Richard... Durante la querrá nos protegíamos mutuamente... Ahora... yo ya no estaré aquí... Espero poder ayudarte... desde el Más Allá... Richard, amigo...

Dean Remick fue ladeando la cabeza poco a poco hasta quedar inmóvil.

Randels se incorporó.

Un sobrecogedor silencio reinaba en la estancia.

Lynda., Brennan, Steyens, todos con la mirada fija en Remick.

Richard Randels tomó la botella de whisky.

Con lentitud, sin pronunciar palabra alguna, abandonó el despacho.

El rostro de Lynda aún se veía bañado por una blanca palidez. Con temblorosas manos se despojó del collar.

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió Alfred Brennan también pálido—. ¿Por qué has disparado sobre Dean?

Glenn Stevens enfundó su revólver.

—Es una historia muy larga... y muy triste. No podía tener un final feliz.

—¿Por qué no la cuenta?

Glenn Stevens dirigió una mirada al caído. Comenzó a hablar con voz ronca. Hizo un resumen de la vida de Remick, de su familia, de su locura, de sus asesinatos...

Lynda y el anciano le escuchaban asombrados.

Una vez concluida la narración, Alfred Brennan movió la cabeza de un lado a otro.

—¡Pobre Dean! Ahora comprendo su desvanecimiento al oír la canción de Kentucky. Esa misma noche lo llevé a la habitación, pero insistió en querer dar un paseo antes de dormir. Sin duda fue a Cronyn City para acabar con Kate. Estaba atormentado por el llamativo collar. No era responsable de sus actos.

Glenn Stevens se encaminó hacia la puerta.

—Despídame de Randels. Regreso a Kentucky. Mi misión ha terminado.

—Con un final feliz —dijo Lynda con suave voz—. Dean ha encontrado por fin la paz.

Stevens sonrió.

—Sí, tal vez... Adiós...

Lynda se dirigió también hacia la puerta.                              '

—¿Adonde vas, hija? —inquirió Alfred Brennan.

—Junto a Richard. Me necesita.                           ^j

*        *        *

Alfred Brennan había estado en lo cierto.

Ahora, los vaqueros téjanos disputaban por trabajar en el Phantom Ranch. La hazaña de Randels, al exterminar a Kidder y sus hombres, le había hecho famoso.

Richard Randels contemplaba el marcado de unos terneros cuando vio aparecer a Brennan. El anciano procedía de la casa.

—;Eh, Richard!

—¿Qué hay, abuelo? —Tienes visita.

—¿Quién es?

—Un tal Sidney Kessler.

—¿Qué quiere?

—Pedirte perdón.

—Dile que acepto sus disculpas y que le deseo un feliz regreso a Louisiana.

Richard Randels prosiguió durante toda la tarde dedicado a los trabajos del rancho. La jornada había sido dura y agotadora.

Pero en la casa le esperaba Lynda, sonriente y con su dulce mirada...

—Creo que trabajas mucho, Richard.

—Son sólo los primeros días. Hay otra cosa que me tiene muy preocupado.

—¿Cuál es?

—Pues..., la gente de Cronyn City es muy mal pensada. Una mujer sola, conmigo en el rancho...

Lynda sonrió.

—¿Qué solución propones?

Randels la aferró por los hombros.

Se miraron a los ojos.

Quiero  que  te  cases  conmigo cuanto antes.   ¿Qué respondes?

Richard...

No era necesaria la respuesta.

Se unieron en un largo y apasionado beso.

Alfred Brennan, discretamente, les había dejado solos. Estaba en eHporche hablando con un joven vaquero.

-Sí, muchacho. Es un honor para ti trabajar en el Phantom Ranch.

El señor Randels no quiere nombre —protestó

vaquero.

¿No? Esta noche, a las doce, al igual que todas las noches, dos fantasmas caminan sobre las aguas del Scott River. El joven vaquero tragó saliva.

¿Dos fantasmas? —¡Seguro! Jimmy y Dean. ¿No conoces la historia? Te la contaré para que puedas referirla a tus nietos. Empezaré por Jimmy. Era el hermano de un famoso pistolero llamado Charlton Kidder. Todo comenzó... Alfred Brennan fantaseaba.

El Phantom Ranch había desaparecido. Quedó demostrado dos semanas más tarde con la boda de Randels y Lynda.

En el rancho reinaba ahora la felicidad.

Phantom Ranch
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