CHAMBERÍ
Francisco Miguel Espinosa
1
Estación de Chamberí, 21 de mayo de 1966 – 00:20 a. m.
«Hay algo malo en los túneles».
Fue lo único que dijo el operario, el tipo gordo y con barba de varios días que tendría que haber acompañado a Julián Márquez en su ronda nocturna por el túnel. Y Julián Márquez había desaparecido dentro de ese túnel. El operario temblaba de pies a cabeza cuando el detective Torres atravesó las puertas de madera de la estación y entró en la garita del taquillero. Evaristo, el operario, estaba sentado en una silla de madera, fumando un pitillo tras otro y sin poder controlar sus espasmos. Estaba pálido como la cera y sus ojos saltaban de un lado a otro. El detective Torres suspiró, exasperado, y repitió su pregunta:
—¿Eso es todo lo que puede decirme?
—¿Qué quiere que le diga? Se lo ha tragado el túnel… Se lo ha tragado…
—De este no vamos a sacar nada.
La voz de Sebastián rompió el incómodo silencio de la garita. El compañero de Torres también fumaba, era un tipo grande y con el mentón prominente, su actitud amenazante amedrentaba a cualquiera y no solía causar una buena sensación en los interrogatorios. El poli bueno y el poli malo. Torres ya había aceptado, hacía tiempo, su papel en aquella relación de compañeros. El encargado de la estación, un hombre mayor de bigote enorme con las puntas rizadas, intervino:
—No creo que el pobre Evaristo pueda decirles mucho más, caballeros.
—¿Cuántos operarios están ahora mismo trabajando?
—En esta estación solo dos. —El encargado se detuvo a pensarlo un momento—. Habrá otros dos en la estación de Iglesia y seguramente otros dos en Cuatro Caminos. Esta noche no hay mucho que hacer.
—Necesitaremos que todos los operarios que estén de servicio vengan a esta estación —sentenció Torres, mirando de soslayo a su compañero, que asintió conforme.
El encargado de la estación asintió y salió por la puerta. Torres se levantó y se asomó por la cristalera del taquillero. Dijo:
—Asegúrese que los operarios no vienen por los túneles… no sabemos lo que puede haber allí dentro.
El encargado de la estación tragó saliva ruidosamente. Estaba empezando a sudar cuando se dio la vuelta y acudió a por la radio de la estación.
Sebastián hizo un gesto de desdén hacia el pobre Evaristo, que lloriqueaba como un niño, e hizo un ademán con la mano para que su compañero se acercase. Ambos salieron de la garita. Las puertas metálicas de acceso a la pasarela estaban cerradas y las puertas de las demás taquillas abiertas de par en par. Una extraña manera de ver el metro, esa. Torres y Sebastián se alejaron de la garita, hacia el otro lado del vestíbulo. La luz no era gran cosa, y a Sebastián siempre le había puesto nervioso el metro de Madrid. Sólo un chalado como Alfonso XIII podía idear semejante tontería, y el Generalísimo lo mantenía porque a la gente le parecía muy moderno. Muy a la última. Esto es lo que pasa cuando se le hace caso al pueblo, pensó. Torres, por el contrario, era más abierto de mente. Le encantaba el metro y lo usaba a menudo jura ir a buscar a su mujer y llevársela a dar un paseo por el Retiro. Pero no recordaba haber estado nunca en la estación de Chamberí. Si acaso, alguna vez de pasada…
—¿Qué demonios crees que ha pasado aquí? —dijo Sebastián.
—No tengo ni idea. Este tipo parece lo bastante asustado como para que esté diciendo la verdad. O es el mayor mentiroso que me he echado alguna vez a la cara.
—Van a dar las luces de emergencia del túnel, así que podremos recuperar… lo que demonios quede del fiambre.
—No sabemos si ha muerto. —Torres prefería ser cauto en esos temas.
—¡No jodas! Han recuperado el candil y el mono de trabajo, y nada más. Ese tipo está muerto, me lo dice mi olfato. Lo que no sé…
—… es qué cojones lo ha matado. —Ambos se miraron y asintieron.
Los azulejos del vestíbulo, más parecidos a los azulejos de cualquier baño, reflectaban la escasa luz de las bombillas. El metal de las taquillas y las puertas de acceso a la pasarela brillaban en un tono gris. Torres pensaba que tenía algo diferente a las demás estaciones de metro que conocía. Algo… siniestro. «Qué cojones —pensó— ha habido un desaparecido aquí. Por supuesto que eso es siniestro».
Sebastián tiró el pitillo al suelo. Estaba visiblemente nervioso, se movía de un lado hacia otro, cruzando el angosto vestíbulo de cabo a rabo. La pasarela, al otro lado de las puertas y de los carteles de «billetes usados» parecía llamarles a ambos. Una invitación al infinito, ese maldito túnel que se abría como una garganta por las entrañas del metropolitano y desembocaba en dos caminos, dirección Sol-Vallecas y dirección Cuatro Caminos. Cada seis pasos había una bombilla colgando del techo, ni más ni menos.
El encargado de la estación llegó desde la pasarela dirección Vallecas. Estaba sofocado por la carrera.
—Ya he llamado, vendrán por el túnel de Bilbao. No hay otra forma más rápida.
—Tendrá que servir, ¿vienen en vagoneta? —dijo Torres.
—Claro.
—Vamos a bajar a comprobar el túnel de Iglesia.
—¿Estás loco?
Torres se volvió, sorprendido. Pocas veces había visto a Sebastián ponerse nervioso. Le había visto enfrentarse a malnacidos desalmados sin titubear, echar mano de su arma y dispararla y salvar el momento. Le había visto avanzar en situaciones en que él mismo no se había visto capaz de actuar. Y ahora se mostraba… ¿cauto? No quería decir asustado, pero se acercaba más a la realidad. Sebastián bajó la mirada.
—Hay algo…
—Sólo es un túnel de metro. Que enciendan las luces auxiliares, vamos a bajar a echar un vistazo.
—De acuerdo —el encargado echó a correr de nuevo.
Torres se volvió hacia su compañero.
—No creo que haya nada dentro del túnel.
—No es eso.
—¿Entonces?
—¿Has visto a ese tipo? El operario. He visto mucha gente en mi vida, algunos son mentirosos y se les caza enseguida, otros son víctimas. No he visto jamás a nadie tan asustado como ese tipo. No volverá a ser el mismo. Y yo no quiero ver lo que él haya visto.
Torres reflexionó sobre las palabras de su compañero. La noche había empezado siendo muy extraña, y no parecía mejorar. Pero era ridículo pensar que había… algo dentro del túnel. Torres era hombre de ciencia, se jactaba de no caer fácilmente en la trampa del miedo, del inconsciente. Probablemente encontrarían el cuerpo del desdichado, habiendo sufrido algún accidente desafortunado. Y fin de la historia. Sí, estaba seguro de ello.
—Vamos —dijo.
La pasarela era la boca del lobo, la antesala del infierno. Avanzaron por ella con el eco de sus propios pasados persiguiéndolos. La luz de las bombillas apenas alumbraba, los recovecos de los azulejos parecían ampliarse a cada paso que daban y el final de la pasarela siempre parecía más lejos.
Había algo siniestro… perturbador en esa estación. Torres acarició con la yema de los dedos la culata de su arma. Sebastián, grande como una montaña, le seguía los pasos, con la misma expresión de concentración que tenía desde que bajaron las escaleras de la maldita estación.
—¿Quién construyó esto? —dijo Sebastián.
—No sé. Algún tipo obsesionado con los azulejos.
—Es bastante fea.
Torres sonrió. Bajaron al andén dirección Cuatro Caminos, liso era entrar en otra dimensión, en cuanto llegaron abajo el mismo Torres lo sintió. Los pocos sonidos que llegaban desde el vestíbulo habían desaparecido por completo, la poca luz que había iluminado la estación fue tragada por las sombras. Ni siquiera los azulejos blancos reflejaban lo suficiente.
—No veo una mierda —dijo Sebastián.
—Vamos.
En las paredes del andén Torres pudo contemplar los anuncios, de diversas formas y colores, todos ellos animados dibujos que anunciaban las cosas más insospechadas. En uno, un ángel dorado sentado en las nubes sostenía sobre su cabeza un enorme reloj de bolsillo. Debajo del dibujo, podía leerse: «Longines es el mejor reloj». Otro anuncio, al lado del anterior, de café La Estrella, con un extraño monigote que pretendía ser un anciano con bastón alargando la mano y presentando el producto. Torres no entendía la mitad de los anuncios, pero le parecían alegres y artísticos, aunque él no entendía casi nada de arte. El otro andén estaba a pocos metros, ya que la vía no era excesivamente amplia. Recordó vagamente que se hablaba de que la estación tendría problemas para adaptar los nuevos coches con más plazas, una ampliación de sesenta metros a noventa. Sebastián, por su parte, no reparó en los anuncios ni en la vía, su mirada estaba fija en el túnel, el que daba dirección Iglesia. Las luces auxiliares ya habían sido encendidas, pero constaban de las mismas bombillas que iluminaban la pasarela, lo que no ayuda precisamente a ver más allá de unos pocos metros adelante. Sebastián refunfuñó al ver las luces, solo una parte muy pequeña de la entrada del túnel alcanzaba a estar iluminada.
Torres bajó a la vía de un salto. Sebastián le siguió, a regañadientes. Del túnel llegó una brisa de aire. Ninguno de los dos había visto el metro tan vacío, con tanto silencio, y menos a esa altura de la vía. Esperaban que en cualquier momento apareciesen las luces de un tren que iba a arrollarlos sin remedio. Pero no sucedió. Avanzaron con lentitud hacia el túnel, hacia esa negrura que los ojos no podían penetrar por más que lo intentasen. Los pasos quedaron amortiguados, como todos los sonidos. Torres intentó distinguir algo en la oscuridad, pero era una batalla perdida. Después de unos cuantos pasos más, ni siquiera podía oír ya a su compañero. Avanzó hasta internarse en el túnel, hasta donde las luces auxiliares llegaban. Más adelante no había nada. Calculó mentalmente que se había internado unos diez o veinte metros en las tripas del metropolitano. De dentro del túnel llegaba una brisa constante, un murmullo que en realidad no se escuchaba con los oídos, pero que estaba ahí. Torres lo sabía. Se dio la vuelta y no vio a Sebastián. Comenzó a ponerse nervioso.
—¡Sebas! ¡Sebas! ¿Dónde coño estás?
Pero no había rastro de su compañero. Ni de la estación. Sólo la oscuridad, que se había tragado todo a su alrededor, la negrura que se había comido la estación y a Sebastián. Las luces auxiliares caían como un chorro de agua sobre su cabeza, iluminando apenas un círculo de la vía a su alrededor. No podía haberse metido tanto en el túnel, juraría que sólo había avanzado unos pocos metros. Pero parecía que estuviese en la mitad del mismo, incapaz de ver la estación que había dejado atrás ni la que llegaba después. No era posible…
No entres solo…
¿Había escuchado eso de verdad? ¿O había sido su imaginación? No estaba seguro de nada, pero desenfundó su arma y enseguida se sintió un poco mejor. Gritó:
—¡Sebas! ¿Me oyes? ¿Dónde estás?
¿Sabes dónde estás tú?
—¿Hay alguien aquí? ¡Sal, malnacido!
Pero estaba seguro de que no podía haber nadie. ¡Era imposible! A menos… que fuese el operario desaparecido.
—¿Julián? ¿Es usted, Julián? ¿Está herido?
Hay heridas que no se cierran nunca…
—¡Maldita sea!
Echó a correr hacia el lado contrario, por donde había venido y por donde se suponía que debía verse la estación de Chamberí, con sus anuncios alegres y sus malditos azulejos y sus bombillas que apenas iluminaban. Donde se suponía que debía estar su compañero. La voz que salía del túnel, y que estaba seguro de oír dentro de él, no con los oídos sino con… el alma. El aliento que exhalaba el túnel le llegaba a la nuca y le hacía correr más aprisa.
Todo el que entra aquí…
—¡Basta!
Pero era él, un agente de policía, un detective hecho y derecho, el que corría como un niño, intentando huir de aquella oscuridad asfixiante, de aquella voz irreal que debía ser fruto de su imaginación.
… se enfrenta a la oscuridad, al pasado…
Corrió casi tropezándose con los tablones de la vía, con el arma en la mano y el dedo en el gatillo. Corrió durante varios minutos en dirección hacia la salida del túnel… pero parecía no avanzar. La oscuridad estaba a punto de tragárselo.
Vienen por ti…
Sintió que le faltaba el aire y las lágrimas le caían por la cara. Era un niño asustado que se había metido en la casa encantada para jugar. Y ahora moriría allí por su osadía.
Hay cosas con las que no se debe jugar…
—¿Torres?
Era la voz de su compañero. Nunca se había alegrado tantísimo de escuchar la voz de su brutote compañero de Albacete. Siguió corriendo, sintiendo cómo ese algo que no podía describir, un algo incorpóreo que se sentía como una brisa, se le acercaba por la espalda y estaba ya a punto de agarrarlo. Y entonces, un gran estruendo cortó de raíz el silencio y la luz se hizo ante los ojos de Torres. Una luz que se acercaba a toda máquina hacia él. Apenas tuvo tiempo de darse cuenta de lo que estaba pasando, se lanzó hacia un costado y cayó contra las duras vías. La luz pasó de largo con un rechinar de hierro contra hierro que explotó en el eco de la estación e hizo que le sangrasen los oídos.
—¡Dios! ¡Eso ha estado cerca!
Alguien le levantó del suelo. La luz que casi lo había arrollado era la vagoneta, con cuatro operarios dentro de ella. Sebastián le miraba con miles de preguntas en sus ojos. Pero Torres sólo pudo darse la vuelta y mirar hacia el túnel, sin saber exactamente qué había ocurrido allí dentro.
2
Estación de Chamberí, 21 de mayo de 1966 – 1.45 a. m.
Sentía que se le iba la cabeza. «Hay algo malo en los túneles», eso era lo que había dicho el operario. Y ahora lo sabía con certeza: había algo malo en los túneles.
Torres dio un par de caladas sin ganas al pitillo que Sebastián le había tendido. Volvían a estar en la garita del taquillero, viendo el vestíbulo de la estación a través del cristal. Temblaba ligeramente, pero no de terror, si no de nerviosismo. Intentaba reorganizar sus ideas, analizar detenidamente lo que había ocurrido.
—¿Qué ha pasado ahí dentro? —preguntó su compañero.
—No lo sé. No sé qué ha pasado.
—Allí dentro uno ve cosas.
Había hablado uno de los operarios, un tipo medio calvo de incipiente barriga y el rostro cuadrado. Se restregaba las manos constantemente contra el mono de trabajo. Todos levantaron sus miradas y las posaron en el operario. Como no cabían todos en la pequeña garita del taquillero, varios de los operarios estaban fuera, con la puerta abierta para oír lo que allí se trataba.
—¿De qué habla? —preguntó Sebastián.
—No hagan caso —dijo rápidamente el encargado de la estación—, siempre está con lo mismo. Deje esas mamarrachadas, Emilio.
Torres se puso en pie de golpe. Tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó, restregando la colilla un par de veces con el pie. Todos le siguieron con la mirada mientras avanzaba hacia el operario que respondía al nombre de Emilio.
—¿A qué se refiere? —le preguntó.
—Llevo muchos años trabajando en esto, y conozco historias que le pondrían los pelos de punta.
—¿Por ejemplo?
—No haga caso… —empezó el encargado de la estación.
—Déjele hablar —interrumpió Torres—. Por favor, siga.
—He oído historias… y yo mismo he visto cosas. No me extraña que haya ocurrido esto, no es la primera vez que pasa.
—¿Ya han desaparecido operarios antes? —intervino Sebastián.
—No exactamente, pero todos hemos oídos las historias de los que trabajaron en los túneles, sustos, accidentes misteriosos…
—Eso no son más que historias para asustar a los nuevos, no hay que hacerles caso —dijo el encargado de la estación.
—Las muertes de los obreros que construyeron los túneles no son fantasías —dijo el operario Emilio—. Están en los registros, pueden comprobarlo cuando quieran.
Historias de fantasmas. Lo que le faltaba. Torres volvió a sentirse mareado, quiso sentarse pero la silla de madera se encontraba muy lejos. Salió de la garita y dio un par de pasos por el vestíbulo. Los demás operarios le observaban sin decir nada. Sebastián asentía en silencio, sopesando lo que estaban hablando, lo que estaba pasando. Había algo malo en los túneles.
—No se puede excavar en la tierra sin encontrarse ciertos… secretos —continuó Emilio, con su voz trémula de historia de terror en torno a la lumbre—. Fantasmas. Habitan los túneles. He hecho muchas revisiones y siempre he tenido esa misma sensación. Y apuesto a que es lo mismo que sintió el caballero.
Torres, aludido, se volvió y escudriñó al operario. Emilio se levantó y dio unos pasos suaves hacia él, atravesando la puerta de la garita y dejando que el sonido de su voz rebotase en las paredes de la estación.
—Esa ausencia de sonido —continuó—: La sensación de sentirse completamente solo, pero observado. Como si la oscuridad siguiese tus movimientos, como si el túnel quisiera tragársete. Te sientes muy pequeño, perdido en una inmensidad abrumadora. ¿Verdad, señor policía? Uno puede perder la cabeza allí dentro… y ver cosas.
—Malas jugadas de la imaginación. Cosas imposibles —dijo Torres.
—Eso no significa que no sean reales y puedan hacer daño.
—¡Es ridículo que a estas alturas estemos hablando de fantasmas! —intervino Sebastián.
—¿No cree en fantasmas? —dijo Emilio.
—¡Por supuesto que no! —bramó Sebastián.
—Eso es porque no ha entrado en los túneles…
Y sonrió maliciosamente. El silencio volvió a agarrarles por la garganta.
—Estos túneles esconden muchos fantasmas, agentes —dijo Emilio—. Más que ningún otro lugar. Los trenes entran y salen de las estaciones rápidamente, apenas pasan tiempo en los túneles y la gente está segura. Pero nosotros… los pobres imbéciles que nos ganamos el pan arriesgándonos a entrar… tenemos los días contados.
—¡Ya basta, Emilio! —explotó el encargado de la estación—. ¡Estoy harto de sus historias de fantasmas, esto es ridículo! ¡No hay nada en esos túneles, y de haberlo estoy seguro de que sería más fácil que se tratase de un perturbado y no de un fantasma! Si no deja de incomodar a los caballeros con sus historias de perro viejo, me encargaré de que pierda su trabajo.
Emilio agachó la cabeza y no objetó nada, pero sus palabras ya habían calado hondo en los dos policías. Torres estaba seguro de haber sentido algo dentro del túnel, de haber sentido esa voz hablándole, de haberse visto perdido en la oscuridad y de haber sido perseguido por la brisa maldita del metropolitano. Sin embargo, no estaba seguro de nada esa noche, tan sólo la certeza de que un hombre había desaparecido allí dentro y de que él mismo podría haber sido el segundo.
—Necesitaremos refuerzos —dijo, en voz baja.
—Esto es ridículo, señores —intervino el encargado—: Nosotros mismos con unas cuantas linternas podemos recorrer el túnel en apenas cinco minutos. ¡Si la distancia entre Chamberí e Iglesia es ridícula!
—No quiero arriesgarme —dijo Torres.
—¿A qué? ¿A que nos coja un fantasma? Señores, todos somos adultos para creer en esas historias de colegiales. Les aseguro que no hay nada satánico ni maldito dentro del túnel, es sólo un poco de oscuridad. Entiendo que pueda resultar… amenazador, pero eso es todo. Torres observó a su compañero.
—Tengo que hacer una llamada telefónica, disculpen caballeros.
Le hizo un gesto a Sebastián antes de salir por la puerta, y este le siguió obedientemente. Una vez fuera, el encargado les guio hasta el lado opuesto del vestíbulo, a una pequeña sala no más grande que un armario, con una mesa, un archivador y un teléfono. Les dejó allí solos y volvió a la garita del taquillero. Una vez solos, Torres bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro.
—¿Qué ha pasado allí abajo? —dijo.
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes, ¿qué has visto? ¿Qué ha pasado cuando he entrado en el túnel?
—No lo sé, ha sido todo un poco… confuso. Te he visto entrar y juraría que no habías dado ni veinte pasos, cuando se te ha tragado la oscuridad. He entrado detrás de ti, hasta donde alcanzaban las luces auxiliares, pero no te he encontrado. Pensé que habías entrado hasta el fondo del túnel, así que te llamé a voz en grito. Y nada.
—No puede ser, yo estaba debajo de las luces auxiliares, llamándote. Juraría que no había avanzado ni diez metros.
—Esto es muy extraño, a lo mejor ese tipo tiene razón.
—¿Sobre los fantasmas?
—¡Qué sé yo! Nada de lo que está pasando en esta condenada estación es normal.
Torres suspiró. Nada de eso era normal. Ya ni siquiera se centraban en encontrar al operario desaparecido, pues todos daban por supuesto que no se encontraría ni rastro de él. Era una locura, pero la realidad de lo que había pasado dentro del túnel no le dejaba a Torres bajar la guardia ni ignorar por completo las historias de fantasmas. Dijo:
—Voy a llamar a la comisaría, con un poco de suerte nos mandarán otra patrulla.
—Con suerte…
Después de colgar, Torres se sintió un poco mejor. Mandarían otra patrulla a la estación, y no le pidieron demasiadas explicaciones. Era un buen policía y el comisario le tenía en alta estima. Necesitaba tomar un poco el aire, en esa maldita estación no se podía casi respirar. Cuando volvieron a salir al vestíbulo, les llegó un extraño rumor desde el andén. Torres juraría que la brisa del túnel había atravesado el andén, había subido las escaleras, atravesado la pasarela y les llegaba ahora con toda su fuerza y esa brisa maldita, arrastraba consigo una voz.
La noche del derrumbe…
—¡Maldición! ¿Has oído eso? —Sebastián había sacado su arma y apuntaba hacia la pasarela.
De la garita del taquillero salieron corriendo los operarios y el encargado de la estación, algunos de ellos con los puños listos.
—¿Qué ha pasado? —dijo, nervioso, el encargado.
—Os dije que había algo —murmuró Evaristo, el operario que fuese compañero del desaparecido.
Torres también había sacado su arma, pero no apuntaba con ella a ningún sitio. Sabía, por lo que había ocurrido dentro del túnel, que de nada les servirían las armas allí dentro. Sebastián dio unos pocos pasos hacia la pasarela, la luz de las bombillas pareció tentada de apagarse y parpadeó un par de veces. El policía se detuvo. Otra ráfaga de brisa espectral del metro hizo su aparición, como una advertencia. A Sebastián le temblaron las manos, se detuvo en seco y empezó a retroceder.
Los operarios y el propio jefe de estación contenían la respiración, el silencio sólo era roto por la brisa, que actuaba como la corriente de un río, se movía con total libertad por la estación y se valía de los recovecos para crear sonidos que le helaban la sangre a los hombres allí congregados. Sebastián llegó a la altura de Torres y se quedó parado a su lado, con el arma todavía en alto, apuntando a la pasarela. La amenaza de que bajando aquellas escaleras estaba el andén, y el túnel, ese maldito túnel que representaba todo lo que podía ser terrorífico. Torres tragó saliva.
Bajad al túnel…
Todos lo oyeron, todos dieron un respingo y contuvieron la respiración. Ninguno se movió, nadie hizo ningún movimiento brusco y apenas parpadearon. Torres movió los ojos, muy despacio, y giró el cuello para mirar por encima de su hombro. Las puertas de madera que daban acceso a la entrada de la estación, al otro lado del vestíbulo, no estaban tan lejos. Sintió un deseo irrefrenable de echar a correr y subir las escaleras de dos en dos, lanzarse a los brazos de la noche de Madrid y olvidar para siempre la estación de Chamberí.
Cobarde…
Eso le traspasó como un cuchillo. No había dicho «cobardes», si no «cobarde», dirigido a él. Porque había pensado en huir. La brisa trajo consigo una risa incierta, un murmullo que les atravesó el corazón, y el sonido distante de un pico luchando contra la piedra. Un golpe. Otro golpe. Venía del túnel, sin duda.
—¿Hola?
Todos se volvieron, Sebastián con el arma en alto apuntando y el dedo listo en el gatillo. Nadie les había oído llegar, pero el susto fue generalizado. Los dos compañeros que les habían prometido en la comisaría, la otra patrulla, habían llegado. Bajaron las escaleras con su mirada de incredulidad ante el espectáculo de un grupo de hombres hechos y derechos asustados como niños ante un pasillo de metro.
—¿Qué ocurre? —dijo uno de ellos.
—Menos mal que habéis venido —dijo Sebastián.
Torres enfundó su arma. La brisa y la voz habían desaparecido y ya sólo quedaba el parpadeo ocasional de las bombillas de la pasarela. La nueva patrulla constaba de dos agentes, uno muy alto y otro pequeño y regordete. Torres los conocía sólo de vista, pero Sebastián conocía bien a ambos.
—Bien, caballeros —dijo Torres—, no tenemos tiempo para responder a preguntas ni explicar de nuevo todo lo que ha ocurrido aquí. Baste decir que nuestras vidas corren peligro, igual que las vidas de todos los que entren en esta estación. Hay algo en los túneles y tenemos que darle caza.
—¿Algo? —dijo uno de los policías—. ¿Un animal? Creo que eso no sería problema nuestro, si fuera un animal…
—No es un animal —respondió Torres.
—¿Entonces? ¿Un maniaco?
—No sabemos… qué es exactamente —intervino Sebastián.
Los dos policías estaban atónitos. Los operarios bajaron las miradas ante la imposibilidad de explicarlo mejor. Torres tomó el mando de la situación y dijo:
—Necesitaremos planos de la estación y de los túneles.
—¿Quién diseñó la estación? —preguntó Sebastián.
—Antonio Palacios —respondió el encargado.
—Bien —continuó Torres—, vamos a entrar en el túnel todos juntos, así que necesitaremos luz, toda la que podamos tener: linternas, candiles, velas si hace falta. ¿Entendido?
Todos asintieron en silencio.
—Puede que en algún momento… las luces no nos valgan de nada. Tendremos que saber dónde estamos exactamente, así que estudiaremos los planos del túnel. ¿Hay dentro alguna salida de emergencia?
—En todos los túneles hay una o dos salidas de emergencia, casi nunca se usan como tal y suelen servirnos como atajos entre estaciones —respondió el operario Emilio.
—Bien, tendremos que saber exactamente dónde están. Den todas las luces auxiliares, y traigan los planos. Entraremos al túnel por la estación de Iglesia y avanzaremos hasta Chamberí.
Ante los ojos asustados de los allí presentes, Torres añadió:
—Sea lo que sea lo que hay ahí dentro: —Sacó su arma y la amartilló—. Lo cazaremos esta noche.
3
Estación de Chamberí, 21 de mayo de 1966 – 03.12 a. m.
La noche de Madrid era cálida aquel día. Torres apuraba su cigarrillo mientras observaba los edificios recortados contra la luz de la luna. Las estrellas iluminaban la escena con un resplandor azulado que el policía sólo podía relacionar con el profundo temor que sentía ante lo que se le echaba encima. Él no creía en fantasmas ni historias de miedo, eso era para los colegiales. Él era un hombre de ciencia, de pruebas, de creer en aquello que podía ver y tocar. Ni siquiera era muy religioso, pero lo que le había ocurrido en el túnel había sido real, estaba seguro de ello. Más real que cualquier otra cosa. Había algo malo en el túnel. Y recordó aquella voz que le había hablado, asociándola con sus propias reflexiones. Hay cosas que no deben removerse, secretos que duermen bajo tierra, pero ellos habían perturbado esos secretos, el metropolitano, el ansia del hombre de excavar la tierra, de poseer cada rincón, esa ansia por ser el amo de todo lo que le rodea los había llevado a esa situación. Ni siquiera el comisario creería lo que estaba pasando.
Torres tiró su cigarrillo al suelo. Hubo un ruido detrás de él que le sobresaltó. Se giró rápidamente llevándose la mano a su arma enfundada. Una figura se movió en las sombras y se acercó a él.
—¿Qué hace aquí tan tarde? —dijo la figura.
—Soy policía —dijo Torres, enseñando su placa.
—Disculpe, señor —respondió el sereno.
El sereno se alejó por donde había venido y Torres guardó su placa. No tardó en salir Sebastián, dejando tras de sí la marquesina de la estación de Chamberí y haciendo un gesto con la cabeza a su compañero.
—Ya tenemos todo listo —dijo.
—Bien. Pues que vayan subiendo y vamos caminando a la estación de Iglesia.
—El encargado de la estación dice que se queda, que alguien tiene que quedarse en la estación.
—Tiene razón —respondió Torres distraídamente—. Dile que baje al andén y nos espere allí, seguramente baste con dar un solo viaje por el túnel, pero nunca se sabe.
—Claro.
Caminaron todos en silencio a lo largo de la calle, bajando hasta llegar a Iglesia, una estación pequeña y poco parecida a Chamberí. La gente dormía tranquilamente en sus casas, ajenas a todo lo que estaba sucediendo. Los túneles no están hechos para que nadie se adentre en ellos —pensó Torres— son lugares oscuros que esconden maldad.
Bajaron a la estación, donde estaba esperándolos otro encargado para abrirles la puerta. Les proporcionó varias linternas e incluso algunas porras a los operarios, lo que a Torres le pareció una gran idea. Él mismo sacó su arma e instó a sus compañeros a que hicieran lo mismo. El andén de Iglesia no era curvo, como el de Chamberí, o al menos no tanto como aquel. Torres pensó incluso que la estación estaba mejor iluminada. En todo caso, el túnel que conducía a Chamberí no le parecía ahora tan amenazador, tal vez había sido una buena idea empezar la expedición desde este lado del mapa. Torres pidió a sus compañeros y a los operarios que bajasen con él hasta la vía y se situasen frente al túnel. El encargado dio las luces auxiliares. Torres agarró fuertemente su arma y dijo:
—Bien, estén atentos caballeros. Vamos a avanzar juntos por el túnel, para no separarnos innecesariamente iremos todos agarrados como una cadena. Mi compañero y yo iremos en los extremos por si hace falta disparar rápido, así tendremos una mano libre. Si ven algo, lo que sea, griten a los demás, pero no se separen de la cadena a menos que sea necesario. Iluminen con las linternas en todo momento al frente, daremos varias vueltas sobre nosotros mismos para evitar que nos ataquen por la espalda. ¿Está todo claro?
Todos asintieron en silencio. Estaban visiblemente asustados, incluso los policías que parecían haberse concienciado de que se enfrentaban a algo que se escabullía por el maldito túnel y que podría ser realmente peligroso. Torres asintió a su vez y se enganchó del brazo de un operario, dejando, como había señalado, libre la mano en que sostenía la pistola. Suerte que uno de los agentes era zurdo y pudo ocupar el sitio de Sebastián al otro lado de la cadena, pues disparar con la mano izquierda no era algo que al de Albacete se le diese bien. Una vez formada la cadena, y con las armas y las linternas dispuestas, comenzaron su penoso avance por el túnel.
Durante los primeros metros no sucedió nada. Las luces auxiliares siguieron iluminando durante un buen trecho, y Torres volvió la cabeza varias veces para comprobar que todavía se veía la estación de Iglesia a sus espaldas. La brisa tenebrosa no hizo su aparición, y la voz tampoco. Las linternas iluminaban bien el túnel para cuando las luces auxiliares dejaron de ser efectivas. Tropezaron alguna vez con las vías y se asustaron, pero habían avanzado ya la mitad del camino y todavía no había sucedido nada. Torres se preguntó si tendrían que hacer varios viajes, desde un andén a otro a través de las entrañas del metropolitano para que se encontrasen con lo que demonios hubiese allí. Volvió a girar la cabeza y comprobó que la estación de Iglesia se había convertido en apenas un punto diminuto de luz en la retaguardia. Siguió caminando, aferrando bien su arma y sin soltarse en ningún momento del brazo del operario. Lo de la cadena había sido una buena idea.
A mitad del túnel algo empezó a ocurrir. No era nada del otro mundo, tan sólo la leve incertidumbre que se transforma fácilmente en temor. Estaba realmente oscuro y la estación de Chamberí no se veía al otro lado, lo que preocupó a Torres. A esas alturas ya deberían estar viendo las luces auxiliares del andén, y sin embargo la oscuridad se había vuelto más densa y más inexpugnable. ¿Habrían avanzado menos de lo que le parecía? No lo creía posible, llevaban un rato caminando entre las vías y la estación de Iglesia ya no se veía a sus espaldas, Chamberí debería empezar a hacer su aparición. Pero no lo hacía. Torres empezó a ponerse nervioso. Trató de distinguir algo en la oscuridad que se empeñaba en hacerle parecer ciego, ni siquiera la luz de las linternas alumbraba lo suficiente como para ver más allá de sus narices.
—Ya debería verse la estación —dijo Torres en voz alta.
No hubo respuesta. Sólo el eco de su afirmación, volviendo a sus propios oídos.
—¿Señores?
Torres se giró y trató de ver la cara de su acompañante, el eslabón de la cadena al que llevaba sujeto durante todo el trayecto; pero no vio nada, no había nadie. Llevaba Dios sabe cuánto tiempo con el brazo alrededor del aire. Y seguía sintiendo la dureza de un brazo vivo, como si realmente hubiese alguien a su lado, pero no había nadie. Dejó caer el brazo y tanteó el aire, para comprobar que allí no había nada: ni Sebastián, ni sus compañeros del cuerpo de policía, ni los operarios. Habían desaparecido todos, menos él. Torres perdió los nervios, le temblaban las piernas cuando echó a correr en la dirección de la que venía, seguro de que no podría llegar a Chamberí, intentando a la desesperada deshacer el camino que había recorrido y volver a la estación de Iglesia. Sin la luz de las linternas, no podía ver nada, corría a tientas en la oscuridad, dando un traspié tras otro con las dichosas vías. Entonces, apareció la brisa, una ráfaga de aire tan poderosa que casi le tiró al suelo. Torres levantó su arma y disparó varias veces al frente. Los estruendos de los disparos se perdieron en la oscuridad del túnel y parecieron no alcanzar ningún objetivo.
El túnel se derrumba…
—¡No! —bramó el policía.
Volvió a echar a correr hacia ninguna parte, el túnel parecía hacerse más estrecho y chocó contra las paredes de ambos lados varias veces. Tropezó con las vías y cayó al suelo, golpeándose la mano y dejando caer la pistola. Se incorporó desesperado y buscó a tientas en la oscuridad, pero no encontró su arma.
Trabajar aquí… es un infierno…
Torres no sabía qué hacer, y se dijo a sí mismo que no escaparía con vida. Probablemente los hombres que le habían acompañado en esa ridícula empresa ya estarían muertos. Siguió corriendo, jadeando como un perro, demasiado cansado para que sus piernas respondiesen a sus órdenes, se movía mecánicamente por el instinto de supervivencia. Despojado de su arma, sin luz, sintió perderse dentro del estómago del metro de Madrid y se dijo que allí pasaría su vida, vagando por la oscuridad de los túneles hasta que algún tren le arroyase o hasta que encontrasen su cadáver, muerto de hambre y sed, en un rictus de agotamiento apoyado en la pared del túnel.
Todos moriremos aquí…
¡La salida de emergencia! Torres había memorizado el túnel a través de los planos que el encargado de la estación les facilitó. Sabía que había dos salidas de emergencia, cada una en una pared del túnel. No sabía a qué altura del túnel se encontraba, pero sabía que si tanteaba las paredes acabaría encontrando las salidas, pues estas se encontraban más cerca de la estación de Iglesia que de la de Chamberí. Y él había corrido precisamente en esa dirección. Claro que la misma magia que había hecho alargar el túnel hasta que ninguna de las estaciones de sus extremos fuese posible de alcanzar, lo mismo podría haber eliminado las salidas de emergencia, ¡pero debía intentarlo! ¡Era la única posibilidad!
Torres se pegó a la pared y trató de calmarse un momento, necesitaba recuperar el aliento. Calculó mentalmente que habían avanzado poco más de la mitad del túnel cuando se dio cuenta de que sus compañeros habían desaparecido, y probablemente él habría desandado corriendo una cuarta parte de ese trayecto. Por lo tanto, la salida de emergencia no podía andar muy lejos. Comenzó a andar con la espalda pegada a la pared, tanteando con las manos hasta encontrar algo parecido a una puerta. La brisa se convirtió en viento, un viento casi huracanado que venía desde Chamberí y trataba de arrastrar al policía. Dejó de castigarse por haber perdido su arma, pues de nada servía disparar al viento.
Perded toda esperanza al entrar…
El policía avanzó varios metros pensando que no encontraría la salida. Que todo estaba perdido. Desesperado, gritó a la oscuridad:
—¿Qué quieres de mí?
Tuvo que recordarse a sí mismo que era hombre de ciencia, que no creía en cosas imposibles como fantasmas. De repente, su mano dio con algo. ¡Un pomo! No había duda de que se trataba del pomo de una puerta, se dio la vuelta y tanteó con ambas manos. ¡Era la salida de emergencia! Sintió un acceso de risa histérica y casi quiso volverse y gritarle al túnel que había encontrado la salida, que no podría con él. Sabía, por los planos que había estudiado, que la salida de emergencia daba a un pasillo auxiliar con unas escaleras que conducían directamente al vestíbulo de Chamberí. Y ni siquiera era un recorrido muy largo. Si el espectro del túnel no había eliminado la salida era porque tampoco había eliminado el atajo al que conducía, ¡estaba seguro de ello!
Eso no es una salida…
Torres rio en voz alta. Había ganado. Giró el pomo y abrió la puerta, desapareciendo dentro de ella. La luz le cegó inmediatamente. No eran las luces de la estación, de eso estuvo seguro incluso antes de abrir los ojos, pero cuando los abrió, no pudo creerse la mentira que estos le hicieron llegar al cerebro. Estaba en la calle, en la plaza de Chamberí. El sol estaba alto en el cielo, por lo que debían ser las primeras horas de la larde. Caminó un poco y bajó la vista al suelo, para comprobar que estaba pisando arena. De hecho, estaba varios metros por debajo del nivel de la calzada, pero pisaba arena. Miró a su alrededor, intentando descubrir qué estaba ocurriendo. Varios hombres armados con picos cavaban en la arena, donde habían abierto ya un tremendo boquete sobre el que se encontraban todos.
Torres avanzó hacia ellos, cauto. Los hombres parecieron no reparar en él, siguieron picando y abriendo más y más la tierra. El policía pudo ver cerca de ellos una excavación más trabajada, un túnel que avanzaba varios metros bajo tierra. El mismo túnel del que él había huido. Dentro del mismo, otro grupo de hombres, armados con cascos y candiles, picaban en la tierra, desmenuzaban la roca viva con sus picos y abrían paso a la oscuridad del subsuelo. Torres se acercó a ellos, que tampoco le hicieron ningún caso.
Torres contempló la escena horrorizado, todo sucedió en unos segundos. Uno de los hombres, con el pico al hombro, salió corriendo del túnel ante las miradas de sus compañeros. Nadie tuvo tiempo de reaccionar, un gran estruendo y el túnel comenzó a venirse abajo. Torres quiso ayudar a salir al grupo de trabajadores, alargó la mano para que alguien se agarrase a ella, pero nadie le vio. Nadie agarró su mano. Torres era ahora un fantasma, contemplando lo que ya no tenía remedio. El túnel se vino abajo y parte de la calzada también, enterrando a una docena de trabajadores con él. Aún se oían gritos cuando los demás trabajadores intentaron picar en los escombros, intentaron apartar las piedras para que sus compañeros respirasen. Torres gritó pidiendo ayuda, pero su grito se perdió en el tiempo y el espacio. Nadie salió con vida de allí. Los gritos se apagaron a los pocos minutos y el polvo se disipó dejando ver los escombros en que se habían convertido el túnel. El policía sabía lo que ocurriría después, sin necesidad de verlo. La compañía metropolitana de Alfonso XIII ordenaría seguir con las obras, el túnel sería reabierto para encontrar los cuerpos de los obreros, y las obras concluirían en una estación maldita, llena del dolor y el lamento de los que murieron en su construcción. Y varios operarios que se atreverían a entrar en el túnel, desaparecían como desaparecieron los obreros.
Todas las miradas se volvieron hacia Torres. Los hombres del pasado clavaron sus ojos en él y Torres quiso echar mano de su arma, que se había perdido en la oscuridad. Los hombres avanzaron lentamente hacia él, sin mediar palabra. El policía, asustado, echó a correr, pero se encontraba dentro de un enorme boquete en el suelo. No había por dónde escapar. Miró desesperado a su alrededor, viendo a los hombres armados con picos acercarse más y más, con sus ojos inexpresivos atravesando al policía. «Hay algo malo en el túnel», había dicho el operario y tenía razón.
Torres vio entonces una posible escapatoria: la puerta por la que había entrado. Parecía una locura, pero la puerta de salida de emergencia estaba allí mismo, empotrada en la urna como si fuese un elemento de atrezzo. El policía echó a correr hacia ella cuando los hombres con pico corrieron también tras él. Ni siquiera estaba seguro de si, de haber conservado su arma, las balas hubiesen hecho algo contra aquellos hombres que ni siquiera eran reales. Torres giró el pomo de la puerta con toda la rapidez que pudo, y desapareció por segunda vez tras ella, dejando atrás el ruido de los picos golpeándola.
—¿Está bien? ¿Qué ha ocurrido?
El encargado de la estación de Chamberí le zarandeaba con fuerza, intentando que reaccionase. Torres había aparecido en el vestíbulo por la puerta de emergencia, gritando y sacudiendo las manos. El encargado de la estación lo llevó hasta la garita y lo sentó en la silla. Torres tardó unos minutos en darse cuenta de lo que había ocurrido, y de donde estaba. El encargado le miraba con los ojos llenos de incertidumbre.
—¿Y sus compañeros? —dijo.
—Se los ha tragado… el túnel se los has tragado…
—¿Qué?
Torres se levantó y palpó su costado. Su pistola había desaparecido. No había sido una extraña pesadilla, todo lo que había ocurrido era cierto. Tres agentes de policía y varios operarios más habían desaparecido esa noche dentro del túnel que conducía desde Chamberí hasta Iglesia. Había algo malo en los túneles. Torres recordó todo con exactitud: el viento, la voz, el túnel, la visión del derrumbamiento y las agonizantes muertes de los obreros. Sus gritos. Recordó entonces lo que dijera Emilio, el operario que creía en historias de fantasmas: «Los trenes entran y salen de las estaciones rápidamente, apenas pasan tiempo en los túneles y la gente está segura. Pero nosotros… los pobres imbéciles que nos ganamos el pan arriesgándonos a entrar… tenemos los días contados». Los trenes eran seguros… no había habido desapariciones de gente que viajase en tren por los túneles.
—Vamos a cerrar la estación —dijo Torres.
—¿Cómo? ¿Está usted loco?
—De ningún modo. Voy a llamar al comisario ahora mismo, esta estación debe quedar cerrada antes de que amanezca.
—¿Por cuánto tiempo?
—Para siempre.
Torres dejó al encargado con la palabra en la boca. Se acercó a la otra garita, la del otro lado del vestíbulo, y llamó al comisario. Era un buen policía y habían desaparecido demasiadas personas, no tenía duda de que el comisario confiaría en su palabra y en que el peligro era real. La estación debía quedar cerrada para siempre, sin que ningún operario trabajase en ella, sin que los trenes se detuvieran en ella. Le pediría al comisario que llamase al Caudillo si hacía falta. La estación de Chamberí era peligrosa, no debía volver a abrir sus puertas jamás. Torres creía ahora en historias de fantasmas y jamás volvería a dudar de ellas.