EN VENUS TENEMOS UN RABINO
WILLIAM TENN
William Tenn es considerado como un maestro del relato de ciencia-ficción, tanto que en 1968 la editora neoyorquina Ballantine Books publicó nada menos que cinco volúmenes de sus historias simultáneamente, en edición uniforme: un tributo inigualado en este género. Al mismo tiempo, aspiraba a ser un reconocimiento final a su carrera, pues Tenn se retiró de la profesión a una temprana edad. Sin embargo, en 1974, Jack Dann editó una antología de relatos judíos de ciencia-ficción bajo título de Wandering Stars (Estrellas errantes), compuesta por excelentes cuentos, debidos a plumas tales como Asimov, Malamud, Singer y Silverberg; Dann se apuntó un tanto pues ofrecía el primer relato de William Tenn tras siete años de silencio, esta deleitable crónica —llamada On Venus Have We bot a Rabbi— del Primer Congreso Interestelar Neosionista, en el que los delegados de la estrella Rigel piden ser admitidos como judíos. Pero ¿cómo pueden ser judíos unas gigantescas cucarachas con tentáculos?
Me mira usted, señor Periodista Eminente, como si le sorprendiera tener la oportunidad de ver a un peli y barbicano hombrecillo. Ya se encontró usted con él, en el cosmodromo, cuando el tipo conducía un cacharro que nadie querría en la Tierra ni para su santa suegra, porque lo cogería y lo enterraría en el cementerio sin perder un instante ni un átomo de dignidad. He aquí al tipo —se dirá usted—, esta cosa canija, esta nota a medio hacer que se supone va a hablarle sobre el más grande y extraño desarrollo del Judaismo desde que el bautista lokannan Ben Zakkai se sentó con los del Sanedrín en Jabne y dijo: «La asamblea verá con placer que se llegue a un orden».
¿Quiere usted saber si habla con un hombre equivocado? ¿Vendría usted atravesando el espacio, tal vez cincuenta, sesenta, o quizá setenta millones de millas solamente para oír a este aprendiz de casco agrietado y un depósito de oxígeno de segunda mano a la espalda? Yo le daré la respuesta: usted no habla con un hombre equivocado. Miserablemente como vive, andrajoso como viste, desdichado como es, usted habla con un hombre capaz de decirle todo cuanto quiera usted saber acerca de los facedores de entuertos del cuarto planeta de la estrella Rigel. Usted hablará nada menos que a Milchik, el reparador de televisores. En perdona.
Todo cuanto hacemos ahora es poner sus efectos en el portamaletas del módulo y entrar en él. Debe usted cerrar la puerta, sí, sí, de un portazo —un poco más fuerte, por favor—, y entonces, si vemos que esto de aquí funciona, si aquello otro no está jodido, si, en definitiva, el pobre y viejo módulo da señales de poder hacer otro viaje, entonces, amigo mío, podemos despegar. En verdad que no es un sueño de lujuria este carricoche espacial, pero —y le aseguro que es un módulo, de verdad— no hay otra cosa.
¿Le gustan las tolvaneras? He aquí una. Si no le gustan las tolvaneras no debería venir usted a Venus. Es todo lo que vamos a tener por paisaje. No tenemos las playas de Tel Aviv, pero tenemos tolvaneras.
Sin embargo, estará usted diciéndose que no viene por las tolvaneras, ni tampoco para conversar. Que usted va a Venus para saber qué pasa con los judíos de la galaxia cuando se concentran en el segundo planeta del sistema solar. ¿Por qué este reformado, este televisivo Milchik, habría de tener algo especial que decirle sobre tan gran acontecimiento? ¿Se trata de algún sabio de peculiar ralea, algún doctorado, un profeta esperado por el pueblo del Señor?
Pues voy a decírselo. No, señor, yo no soy ningún sabio. No soy ningún tipo doctorado en nada y, menos todavía, un profeta. Ni por pienso. Apenas me gano la vida reparando televisores de segunda mano, yendo de casa en casa con mi caja de herramientas a la espalda. No seré un doctorado, pero sí un ser humano. Y esto es lo primero que debería usted saber. Hay que escuchar, eso es lo que digo a Sylvia, mi esposa, y razono: ¿no dicen nuestros sabios que aquél que mata a un hombre mata a toda la especie humana? ¿Y no se sigue de aquí que aquél que escucha a un hombre no hace sino escuchar a toda la entera humanidad? De modo que quien oye la palabra de un judío de Venus está oyendo la palabra de todos los judíos de Venus, de todos los judíos del universo, de un extremo al otro.
Esto digo a Sylvia. Pero Sylvia —¡ponerse a razonar con una mujer!— dice: «Déjate estar de Sabios. Tenemos tres hijos en edad de casarse. ¿Quién va a pagar a sus novias el viaje a Venus? Tú crees, como quien respira, que una bonita chica judía va a hacerlo gratis, quizá procediendo de otro sistema planetario. Sí, señor: ella vendrá a un bullicioso planeta y vivirá en un cuchitril donde criará sus hijos; resulta que no están acostumbrados a ver el sol ni las estrellas y gracias a ti verán sólo paredes de plástico, ascensores, y borrachos obreros de las minas de cadmio que van a gastar su paga para pasárselo lo mejor posible. ¿Crees que porque a una chica le guste la estereorreproducción de uno de nuestros hijos y esté deseando venir y casarse con él, no vamos a tener que pagar su estancia y quizá alguna nadería de la que pueda encapricharse por el camino? ¿De dónde dicen los Sabios que viene el dinero? ¿Dicen tal vez que deberíamos recibir donativos bajo la consigna. "Ayudad a encontrar esposas para los hijos de Milchik: el padre está demasiado ocupado con la filosofía"?».
No necesito recordarle —usted es un periodista, es decir, un hombre culto y educado— lo que dice Salomón en los Proverbios acerca de la mujer: «Una mujer buena, ¿quién la hallará? —dice—. Vale más que las perlas». Y, con todo, alguien de la familia tiene que ocuparse del dinero y de que los chicos consigan esposa. Pero éste es el segundo punto. El primero es que yo soy un ser humano y un judío, dos cosas distintas quizá, y tengo derecho a hablar por todos los seres humanos y por todos los judíos.
Además, soy un judío con tres hijos crecidos, aquí, en Venus. Si usted quiere injuriar a su peor enemigo, dígame a mí. «Oiga. ¿Es usted judío? ¿Tiene tres hijos? Pues váyase a Venus».
Y he aquí el tercer punto. ¿Por qué yo, Milchik el de los televisores, le estoy hablando a usted de esto, y por qué usted, desde que salimos de la Tierra, no hace sino escucharme? Porque no sólo soy un padre judío sino también… Escuche. ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿No se sentirá ofendido? ¿De veras que no va a ofenderse usted?
¿No será usted judío, por casualidad? Quiero decir si no tendrá usted antepasados judíos, un abuelo, tal vez alguna bisabuela. ¿Seguro? Vale, eso es lo que quería decir. Quizás alguno de sus antepasados cambiara de nombre después de 2533, y digo 2533 de su calendario, por supuesto. No se trata exactamente de que tenga usted aspecto de judío o cosa parecida, sino de que es usted tan inteligente y hace preguntas tan profundas… Yo no puedo menos que maravillarme.
¿Le gusta la comida judía? En veinte, veinticinco minutos a lo sumo, mi pobre y viejo módulo nos sacará de entre este polvo anaranjado y penetraremos en un coto de aire respirable. Entonces se sentará a una mesa judía y, créame, señor periodista, se chupará usted los dedos. Casi toda la comida la conseguimos de la Tierra, especialmente arreglada y embalada. Y, obviamente, especialmente cobrada. Mi esposa Sylvia suele hacer un plato especial, en el que el gusto gastronómico tiene la virtud de reconciliar nuestras diferencias otras: arenques troceados. Y no es más que un aperitivo, pues nosotros acostumbramos a tomarlos a menudo. Más aún, puede decirse que todo cuanto le he estado diciendo no ha sido, a fin de cuentas, más que un aperitivo. Podríamos acercarnos un poco al plato de caliente, ¿le parece?
Sylvia hace siempre la comida en la shul, quiero decir nuestra sinagoga. Ya sabe, el pan y la sal y todo eso. También prepara el desayuno propio del sábado por la mañana: tortas de trigo y queso fresco, que todo hombre debe comer antes de sus plegarias sabáticas. Nosotros somos ortodoxos y practicamos los ritos levíticos. Nuestro Rabino, Joseph Smallman, es superortodoxamente levítico, usa yarmulka y encima de ella un negro frégoli, costumbre que en su familia ha pasado de padres a hijos durante no sé cuántos siglos.
¡Ajá! Veo que está usted sonriendo. Se ha dado cuenta de que he pasado del aperitivo al primer plato. Rabino Joseph Smallman. Se trata sólo de Venus y quizá de la séptima u octava congregación Darjeeling de la lista, ¡pero hemos podido tener un rabino! Para nosotros es un Akiba, un Rambam. Más que eso. ¿Sabe usted cómo lo llamamos, entre nosotros, cuando estamos solos? Lo llamamos el Gran Rabino de Venus.
Ahora se ríe ruidosamente. No, no estoy catequizando. Y veo que esconde su risa y hace un leve ruido como de eructo, y perdóneme la expresión, tras una buena comida.
Usted se dirá que este televisero Milchik y sus vecinos de congregación, quizás unas setenta u ochenta familias judías en total que, con la ayuda de Dios, se mantienen pasándose la manteca las unas a las otras, tienen el descaro y la osadía de pretender que su Rabino sea el Gran Rabino de Venus. ¿Es que la más miserable de las cegueras pretende la más brillante de las luces?
¿Acaso es imposible? ¿Hay algo imposible para el Altísimo, bendito sea Su Nombre? Después de todo, como dicen los Sabios: «Los últimos serán los primeros». Y, por favor, no me pregunte qué Sabios.
¿Por qué es él un Gran Rabino? Bien, lo primero de todo, ¿por qué el Rabino Smallman no puede ser un Gran Rabino? ¿Necesita un certificado de la Oficina Concesionaria de Grandes Rabinos? ¿Acaso necesita usted graduarse en la Cátedra Especial de Grandes Rabinos para llegar a ser un Gran Rabino? Esto es lo importante: que usted es un Gran Rabino porque usted actúa como un Gran Rabino, es reconocido como Gran Rabino y toma decisiones propias de un Gran Rabino. Y usted debe haber oído por ahí acerca del modo de actuar y decidir de nuestro Rabino, desde el momento en que todos los judíos del universo vinieron a organizar un gran congreso, justamente aquí, en Venus. Si usted no supiera nada no habría realizado este viaje desde la Tierra sólo por esta entrevista. También lo ha oído otra gente. Han oído hablar de su piedad, su erudición, su sabiduría, aunque de su modestia yo no me atrevo a decir nada. Y ello mucho antes del asunto de la Primera Conferencia Interestelar Neosionista de Venus. Porque la gente oye y comenta y algunos vienen desde tan lejos como la congregación Gus Grissom para consultarle sobre materias rabínicas.
¿Quiere un ejemplo, si no cree que es perder el tiempo? Pero no es perder el tiempo: usted se encuentra en mitad de una tolvanera en un módulo medio despanzurrado, un módulo al que Milchik el de los televisores sabe dar el mejor trato posible —baterías siempre cargadas, correas de ventilador siempre impecables—, aunque ello le quite el pan de la boca. Para Milchik, el módulo representa todo aquello que no exige nada mejor que descansar y morir en paz. El módulo me ofrece lo que sabe. Y el módulo también gusta de escuchar a Milchik exponiendo la Halacha, los santos preceptos y las leyes.
Hace aproximadamente cinco años, algo terrible ocurrió en la víspera de Pascua. Hubo una explosión a bordo de una nave de mercancías cuando se dirigía a Venus. Nadie sufrió el menor daño, pero la carga fue deteriorada y la nave retrasó su descenso, justo cuando faltaba un par de horas para que comenzara el primer seder. A bordo de la nave iba toda la comida especial de Pascua que había sido encargada por las veinticuatro familias judías de la congregación Altoona, y esa comida especial venía embalada en latas y envasados al vacío. Una vez hechas las pesquisas, la gente de Altoona advirtió que las latas habían sufrido desperfectos y estaban abolladas, y, mucho peor que eso, bastantes latas se encontraban agujereadas. ¡Oh, desastre!, pues a tenor del Concilio Rabínico de 2135 de la Travesía Espacial Kashruth, la comida que se encontrare en latas agujereadas se convertirá en impura, impura para el uso cotidiano, impura para el uso pascual. Y he aquí que el seder se nos venía encima. ¿Qué hacer?
La gente no era rica: no tenía reservas, no había ninguna salida; por no tener no tenía ni rabino propio. Si hubiera sido cuestión de vida o muerte, perfecto, nada ocurriría; pero cuando no lo es, significa que hay que comer hiimetz, es decir, comida no pascual, y que, por lo tanto, no puede celebrarse el seder. Y un judío que no puede celebrar la Salida de Egipto con matzo, hierbas amargas, charoseth y vino pascual, ese judío es como una novia sin tálamo, como una sinagoga sin rollo de la Thora.
La congregación Altoona se puso en contacto con la Darjeeling; aquélla es un suburbio de la nuestra. Sí, no ponga esa cara, eso es lo que he dicho: suburbio. Mire, sé perfectamente que el nuestro es un sitio pequeño, pequeñito si quiere, pero ¿dónde está escrito, dígame, dónde está escrito que los lugares pequeños no tengan suburbios? Si la Grissom puede tener catorce suburbios, nosotros podemos tener dos. De modo que la gente de la Altoona, pálida, inquieta, abriendo y cerrando la boca con grave consternación, pasó el asunto a nuestro Rabino Joseph Smallman. Dijeron que habían observado que ninguna lata chorreaba, pero que el resultado de una consulta había sido infructuoso: tal como recomendaba el Concilio Rabínico de 2135, habían tomado un cabello de entre todas las cabezas y lo habían introducido en la perforación de una lata… y el cabello no se había ensortijado al salir. ¿Quería esto significar que la comida embarcada a través del espacio había sido condenada, a fin de que la congregación Altoona no pudiera celebrar el seder?
Bien, de hecho era eso lo que significaba —o podría haber significado— para un rabino cualquiera. El Rabino Smallman los miró y volvió a mirarlos y se rascó el grano que tiene en la parte derecha de la nariz. Pese a ello el Rabino Smallman es un hombre guapo y bien parecido, fuerte y rollizo y con una cara como un joven Ben Gurion; es más, no siempre parece tener un grueso grano rojo en la nariz. Entonces se levantó, , fue hasta su biblioteca y tomó media docena de volúmenes del Talmud y los tres últimos de las Actas del Concilio Rabínico de la Travesía Espacial. Y se miró todos los libros al menos una vez, meditando largo tiempo después de cada pasaje. Finalmente, preguntó: «¿Qué cabello habéis usado y de qué cabeza?».
Le fue mostrado el cabello, un delicado y blanco cabello de la cabeza del más viejo bisabuelo de la congregación Altoona, cabello tan fino y tenue como el sollozo de un niño. «De modo —dijo— que este cabello ha regresado sin rizos del agujero de una lata en concreto. Como para vuestra consulta habéis utilizado un cabello de vuestra selección, yo tomaré para la mía el cabello que crea más conveniente». Y mandó llamar al mayor de mis hijos, Aaron David, y le dijo que se arrancara un cabello.
Usted no es ciego y puede ver que mi cabello, aun a mi edad, es crespo y espeso. Y, créame, no es nada comparado con lo que era antes. Mi chico, Aaron David, tiene el pelo tradicional de nuestra fámula, o sea dos o tres veces más crespo que el pelo normal. Cuando viene conmigo y me ayuda en mi trabajo, mis clientes suelen decir algo así como: «Con una mata de pelo como ésa, ¿para qué necesitas los cables de contacto?». Yo les replico: «Cierra la bocaza. Quizás Aman o Hitler hubieran fabricado cables a base de cabellos, como la impía parejita que formaban Sebastián Pombal y Juan Cravea, que utilizaban nuestras cabezas como materia prima en sus terribles factorías; pero no se te ocurra decir eso en pleno 2859 a un padre judío y menos aún con respecto a su hijo judío». El Eterno, bendito sea, puede demandarme a mi hijo, pero que nadie pretenda hacer de mí un Abraham incapaz de defender a Isaac. Usted me comprende, ¿no?
Así, cuando el Rabino Smallman tomó una lata agujereada e introdujo en ella un cabello de Aaron David, salió éste más retorcido que un alambre. ¿Se trataba sólo de aquella lata en particular? No, pues cuantas veces introdujo un cabello de mi hijo en cualquiera de las restantes latas agujereadas, tantas otras la respuesta fue favorable. Así, el Rabino Smallman señalo las latas utilizadas para la primera prueba y dijo: «Yo declaro esa comida impura. Pero esa otra —y extendió sus manos hacia las restantes— es completamente aceptable. Llevadlas a vuestras casas e iniciad el seder».
Todos los presentes derramaron lágrimas y se lo agradecieron una y otra vez. Reunieron todas las latas y corrieron a su congregación: estaba haciéndose tarde y ya era hora de comenzar a suplir el humetz con los alimentos requeridos; precisamente ese humetz que usted debe probar antes de que regrese al condenado reino de sus asquerosas viandas. Como le digo, la gente de Altoona salió de estampía desapareciendo en pocos minutos. Y fue como dice el Libro Segundo de los Holocaustos: «Nada, ninguna cosa fue desechada».
¿Puedo esperar que usted alcance a comprender dónde estaba la grandeza de la decisión rabínica? Todos los judíos de Venus lo comentaron y quienquiera y dondequiera maravillábase. Ah, no. Lo siento mucho, pero usted se equivoca en eso: la grandeza que quiero hacerle entender no radicaba, ni mucho menos, en el simple hecho de haber posibilitado que unos cuantos judíos pobres celebraran el propio seder de Pascua en sus hogares. Eso se basa en un simple dicho: que es mejor aguantar a un judío sin barba que una barba sin judío. Ande, inténtelo de nuevo. No, vuelve usted a equivocarse. El uso de un crespo pelo de la cabeza de mi hijo no era cosa demasiado brillante, y es más: bajo aquellas especiales circunstancias ningún buen rabino hubiera hecho lo mismo. Para eso no había que ser precisamente un Hillel; y el caso es que a usted se le escapa la cosa porque piensa de manera prosaica. No acierta, ¿verdad? Goyische kop!
Que no catequizo, vaya. Yo no quiero hablar en un lenguaje que usted no entienda. ¿Que qué digo? Sólo un llano y justo comentario sobre el hecho de que hay gente que ha intentado estudiar el Talmud y que, por otra parte, hay gente que no lo ha intentado. Es la forma de comprobar un viejo dicho entre nosotros.
Claro que me explicaré. ¿Por qué he hablado de grandeza? Primero. Casi ningún rabino que se respete hubiera visto la importancia de encontrar los alimentos necesariamente buenos y puros. Segundo. Un buen rabino, un rabino de primera, hubiera encontrado la manera de solucionarlo con un cabello de mi hijo, o de ése, de aquél, de cualquiera. Pero, tercero, sólo un verdadero gran rabino era capaz de consultar los libros y meditar durante largo tiempo sus decisiones antes de enunciarlas. ¿Cómo hubieran podido realizar el seder de no haber tenido plena confianza en la decisión? Y, ¿cómo hubieran podido sentirse embargados por esa confianza, esa fe, de no haberle visto consultar y meditar nada menos que sobre nueve volúmenes? ¿Ve ahora por qué le llamamos el Gran Rabino de Venus, aun cinco años antes del Congreso Neosionista y el gran escándalo de las Cebollas?
Ahora ya no puedo dedicar tanto tiempo al estudio del Talmud. Compréndame, uno tiene que alimentar a su familia, tiene que reparar televisores de segunda mano, y un hombre que debe hacer eso en un planeta como Venus no tiene la cabeza lo bastante despejada como para afrontar los problemas de la Gemara. Pero cuando me detengo a pensar en que nuestra congregación tiene un rabino como el Rabino Smallman, no puedo menos que pensar en cómo comienzan los Sabios sus argumentaciones: «Un hombre encuentra un tesoro…».
Intente entender, por favor, que un tesoro es un tesoro para todos y cada uno. Casi todos los judíos de Venus son Ashkenazim, gente que emigró desde la Europa oriental a América antes del Holocausto y que no ha regresado a Israel después de la Cosecha. Pero hay por lo menos tres clases de Ashkenazim, y sólo la nuestra, la de los Ashkenazim levíticos, llama al Rabino Smallman el Gran Rabino de Venus. Los Ashkenazim williamburgueses, que son bastantes más que nosotros, llamados también Ashkenazim de-gabardinas-negras y que dedican a sufrir y rezar, sufrir y rezar todo el día, ésos llaman al Rabino Smallman el Rabino de-las-tortas-de-trigo. Y, por otra parte, los Ashkenazim de Miami, los ricos caganíquel que viven en la gran congregación IBM, consideran que un rabino es una especie de marica que, al igual que las mujeres que no encuentran amante o marido, frustrado en lo más íntimo, se cree destinado a los trabajos intelectuales. Se dice que los Ashkenazim williamburgueses creen en el milagro del trabajo, que los levíticos creemos que es un milagro encontrar trabajo, y que los de Miami no creen ni en los milagros ni en el trabajo y que sólo se preocupan de sus negocios de importación y exportación.
Veo que está usted recordando lo que dije acerca de abandonar el aperitivo y pasar al primer plato. Y también en que le dije que todo cuanto le había estado contando podía ser considerado como el primer plato prometido. Pues bien, ¿quiere realmente conocerlo? Escuche, escuche y relájese un poco.
Vayamos por partes y me explicaré. Compongamos un orden. Imagínese que al principio le ofrecí un aperitivo y que luego, después de dejar pasar unos pocos minutos, usted toma una sopa normal y corriente. ¿De acuerdo? Vale. Eso es lo que hemos hecho, pues. Ahora podemos ofrecer el verdadero plato principal.
Sólo que… justo nada más que un segundo. Hay algo que debe usted tomar antes. Llamémosle ensalada. No lo tome a mal, la ensalada es un plato muy pequeño y, además, será una ensalada breve. Usted la habrá terminado en menos que canta un gallo. Preste atención, por favor. Tenga presente que usted no es el cocinero, sino solamente el invitado. Y usted no querrá que su anfitrión le sirva tan sólo un bocadillo, ¿eh? Abandone, pues, cualquier mal pensamiento al respecto. Milchik sólo sirve comidas completas.
Aquella noche, después del seder yo estaba sentado en un banco que hay frente a nuestro apartamento de la congregación Darjeeling. Para mí es éste siempre el mejor de los momentos. Hay tranquilidad, la mayoría de la gente se ha ido a la cama y los pasillos no huelen a caterva. Por todos los pasillos sólo se aprecia una leve luz, ya que por las noches desciende el watiaje. Esto se hace para permitirnos saber que es de noche en la Tierra, pues, para nosotros, como usted ya sabe, la «noche» sólo es un término simbólico. Aunque yo no tengo la menor idea del lugar exacto donde hay noche en la Tierra. En Darjeeling, quizá.
Mientras permanecía sentado, pensando, Aaron David sale del apartamento y se sienta junto a mí en el banco. «Papá —dice después de un rato—, qué cosa tan grande ha hecho hoy el Rabino». Hice un gesto con la cabeza asegurándole que, en efecto, había sido una gran cosa. En esto que lleva una mano hasta su cabeza, justo al lugar de donde le habían arrancado el cabello. Mantuvo la mano apretada contra el sitio exacto mientras paseaba la mirada por el pasillo. «Antes de esto —dice— yo ya quería, pero ahora lo quiero más que nunca. Seré un rabino».
«Felicidades —le digo—. Por mi parte yo seré el Virrey de Venus».
«Lo digo en serio, papá. Realmente en serio».
«¿Acaso bromeo yo? No creo que sea cosa de risa el que un día yo sea elegido por el Consejo de las Once Naciones Terrestres y los Presidentes de Titán y Ganímedes. ¿Tan mal lo he hecho que no puedas tener al menos ambiciones? Pues muy bien —así se lo dije—, pues muy bien». Y se lo dije porque el chico se volvió y se quedó mirándome, con unos ojos que eran los ojos de Sylvia, ojos que, déjeme decírselo, son capaces de mirar. «De modo que quieres ser un rabino. Nada malo hay en desearlo. Todo lo que yo pueda darte no dudes que te lo daré. Tú sabes que tengo un pequeño destornillador aislante, uno azul, aquél que fue hecho en Israel hace quinientos años, cuando Israel era todavía un estado judío. Ese pequeño y bonito destornillador me lo cuido más que las niñas de los ojos, y, sin embargo, si tú me lo pidieras yo no dudaría en dártelo. Pero no puedo pagarte las mensualidades de una yeshiva, ni, algo más importante, siquiera el viaje de una novia a Venus. Una tradición que tendrá ahora cientos de años, desde que los judíos comenzamos a emigrar al espacio, dice que la esposa de un levita debe proceder de otro planeta. Y no sólo es tu caso, pues también están tus hermanos. Una criatura racional, muchachito, debe preocuparse por organizar su vida. Primero el dinero para la novia, luego hablaremos del dinero para la yeshiva».
Aaron David comenzó a gimotear. «Si tan sólo… si…», decía mientras agitaba los labios.
«Si… —digo—. Si… Tú sabes perfectamente lo que decimos sobre la eterna condición. Si tu abuela hubiera tenido testículos hubiera sido tu abuelo. Considera el problema: si tú quieres ser un rabino, en especial un rabino levítico, debes saber tres idiomas antiguos aun antes de comenzar: debes saber Hebreo, debes conocer el Arameo, debes dominar el Yiddish. Eso es lo que te digo. Si. Si puedes aprender con suficiente antelación, y si ocurre algún milagro y podemos enviarte a una yeshiva, entonces ya puedes empezar a correr y a aprovechar el tiempo antes de que la familia entera se declare en bancarrota. Si el Rabino Smallman, por ejemplo, te diera lecciones».
«¡Él lo hará! —dijo excitado—. ¡Él lo hará en seguida!». «No, yo no estoy hablando de lecciones, sino de lecciones. La diferencia consiste en lo que has de pagar por ellas. Él podría enseñarte un día después de la cena y, luego, yo repasaría contigo lo aprendido al día siguiente después de la cena. Así aprenderé yo también, no quiero ser un ignorante. Tú sabes lo que dicen los Sabios sobre el estudio del Talmud: 'Consigúete un compañero…' Tú serás mi compañero y yo seré tu compañero, y el Rabino Smallman será el compañero de ambos. Y explicaremos a tu madre, cuando le dé por gritarnos, que hemos hecho un negóciate, dos por el precio de uno, algo especial».
Y así lo hicimos. Consiguiendo un sueldo extra como empleado de cosmodromo con mi módulo —¿no nota usted que funciona como si estuviera herniado?— lo logramos. Y encontré para Aaron David un empleo en la planta dieciocho, en la sala de calderas. Pensé que si Hillel permaneció medio congelado en su buhardilla para llegar a ser un doctor, no era ninguna tragedia el que mi hijo hiciera lo propio por sí mismo y por la misma razón.
La cosa marchaba. Mi hijo aprendía y aprendía, y comenzaba a tener los aires y el habla de un doctor a medida que abandonaba los aires y el habla de un reparador de televisores. Yo aprendía también, no mucho, claro, pero sí lo suficiente como para salpimentar mi conversación con frases de Ibn Ezra y Mendele Mocher Sforim. No soy un ilustrado, todavía soy un kasrilik, un schlemiel, pero al menos soy un schlemiel ligeramente educado. Y la cosa marchaba también para el Rabino Smallman: enviaba su familia una vez al año a la Tierra, de vacaciones, donde todos podían sentarse junto a un lago y ver que el agua real no era diferente del agua de su patria. Yo era feliz con él, yo y mi módulo herniado. Lo único por lo que no era feliz era que aún no veía la forma de conseguir el dinero para pagar la yeshiva. Pero, al menos, el aprender no hacía daño. Si usted no puede ver bien y no entiende lo que ve, como dice Freud, ya está pero que muy bien poder ver desde Varsovia a Minsk.
Pero ¿quién, pregunto yo, es capaz de ver desde aquí a Rigel? Pues bien, los del cuarto planeta de Rigel vinieron y organizaron una de órdago.
Ya desde mucho tiempo atrás habíamos oído hablar del movimiento Neosionista. Los judíos siempre oímos algo cuando otros judíos se juntan y arman bulla. Conocemos algunos comentarios sobre el libro del Dr. Glickman, conocemos comentarios acerca de su asesinato por los dayanistas de Vega, y también conocemos comentarios sobre sus seguidores organizándose por la galaxia; fíjese, incluso hemos abierto una caja de resistencia en nuestra sinagoga a fin de recoger fondos para su partido de Venus, con la siguiente consigna: «En memoria del heroico Dr. Glickman, ayuda a la recuperación de la Tierra Santa ocupada por los alienígenas de Vega».
Con esto no estoy del todo en desacuerdo; me he permitido deslizar un par de monedas, de cuando en cuando, en la pushke. Después de todo, ¿por qué Milchik el de los televisores no habría de ayudar, aparte sus otras riquezas, a recuperar Tierra Santa?
Pero el movimiento Neosionista es harina de otro costal. Yo no soy propiamente un cobarde y sé dar la cara en las ocasiones de verdadera emergencia. Estoy dispuesto a morir por mi gente. Fuera de una emergencia… bueno, nosotros, los judíos venusianos, hemos aprendido a salvaguardar nuestras preciosas narices tradicionales bajo la superficie de nuestras viviendas subterráneas. No es antisemitismo lo que hay en Venus —¿quién no soñó jamás con poder decir algo semejante?—. Cuando el Virrey declara cinco veces en una semana que la causa de que Venus tenga un desfavorable balance en el comercio con otros planetas se encuentra en que los judíos han importado demasiada comida kosher, no está haciendo antisemitismo sino un puro análisis económico. Y cuando el Ministro del Interior dicta sus impuestos según el número de judíos de cada congregación y dice que uno no puede moverse de aquí para allá sin un salvoconducto especial, ello no informa de ningún antisemitismo, sino, obviamente, de las triquiñuelas de la administración. Entonces, lo que yo digo es lo siguiente: ¿por qué derrocar un gobierno tan comprensivo para con los judíos?
Hay otra cosa que no me gusta del Neosionismo; es algo difícil de decir, especialmente a un extraño. Se trata de ese asunto de regresar a Israel. ¿A qué lugar sino a ése pertenece un judío? ¿Correcto? Bien, yo no tengo mucha idea al respecto. Empezamos allí con Abraham, Isaac y Jacob. Luego, la primera vez que regresamos fue con Moisés, y así aguantamos un tiempo hasta que los babilonios nos botaron. Entonces regresamos de nuevo bajo Zorobabel y permanecimos por quinientos años hasta que Tito incendió el Templo y los romanos nos largaron otra vez. Nada bueno, vaya. Dos mil años errando alrededor del mundo sin otra cosa que ofrecer que Maimónides y Spinoza, Marx y Einstein, Freud y Chagall, hasta que nos dijimos: ya está bien, regresemos a Israel. Así volvimos con Ben Gurion, Chaim Weizmann y todos los demás. Durante un par de siglos estuvimos en paz, y nuestros únicos roces los teníamos con cuarenta millones de árabes que querían matarnos; pero esto no fue suficiente para la que Dios Mismo, bendito sea Su Nombre, llamó en el Monte Sinaí «gente tozuda». Y como no era bastante tuvimos que buscar un pretexto para liarnos —en plena Crisis Interplanetaria— con Brasil y Argentina.
Mi opinión, ignoro la del resto de los judíos, es que ya estoy más que cansado. ¿Que no podemos regresar? Pues no regresamos. ¿Que nos quedamos fuera? Pues nos quedamos fuera. ¿Adiós? Pues bueno, adiós.
Pero no lo ven así los Neosionistas. Ellos opinan que debemos encontrar nuestra paz. Y tiempo para otro regreso. «¡Finalicemos el Tercer Exilio mientras vivimos! ¡Reconstruyamos el Knesset en esta época! ¡Israel para los judíos!»
Demasiado bueno. ¿No decimos todavía, tras beber el Vino, «El próximo año en Jerusalén»? ¿Quién puede opinar en contra? Excepción hecha de una pequeña cosa que se pasa por alto y que usted conoce: que la población de Jerusalén e Israel, hoy día, no está compuesta por seres humanos. El Consejo de las Once Naciones Terrestres quiere evitar cualquier discordia con los veganos por un pedazo de tierra cuarteada como Israel, no le interesa al menos en estos tiempos en que la galaxia anda tan agitada: los dos bandos que contienden en la Guerra Civil de Vega reclaman el lugar como territorio santo porque aquéllos a quiénes llaman fundadores de sus religiones caminaron alguna vez por allí; a lo que el Consejo responde: dejemos hacer a las facciones, que se peleen entre ellos mismos.
Y yo, Milchik el de los televisores, yo al menos, nada he visto de extraño en que un hato de facciosos veganos base su religión en la vida y leyenda de un judío particular como Moshe Dayan y quiera despanzurrar a otros judíos que intentan volver a la tierra de sus antepasados. En primer lugar, eso ya ha ocurrido antes entre nosotros: para un judío, semejante actitud debiera ser una llamada de atención hacia el sentido común. ¿Dónde está escrito que a un dayanista deban gustarle los deudos de Dayan? En segundo lugar, ¿cuántos judíos protestaron cuando, hace cinco años, los del otro bando, los Omeya veganos, proclamaron que todos los musulmanes eran culpables de sacrilegio y que debían salir zumbando de Jerusalén? Naturalmente, admito que una protesta tal hubiera sido tan notable como una mosca en una taza de té…
Bien, la Primera Conferencia Interestelar Neosionista se ha organizado, supongo, para encontrar lo que en el Congreso Mundial Sionista de Basilea; así que, sigo suponiendo, la historia parece tener una especial manía en repetirse a sí misma. Nada más los dayanistas veganos oyeron hablar del asunto, comenzaron a protestar al Consejo. ¿Son o no los veganos invitados de honor de la Tierra? Su religión, dicen, está siendo escarnecida, de manera que deben matar unos cuantos judíos para mostrar cuan ofendidos están. Naturalmente, los judíos son acusados de incitación al progrom, así que se anuncia que, en interés de mantener la ley y el orden —ninguna mención de la paz y la seguridad—, ningún visado de entrada será extendido a ningún judío en ningún cosmódromo de ningún lugar de la Tierra. Más claro, el agua.
Mientras tanto, los delegados de la Conferencia se ponen en camino desde todos los puntos de la galaxia. Si no hay lugar sobre la Tierra, ¿adónde irán? ¿A qué sitio podrían trasladar las autoridades la Conferencia?
¿Dónde, sino a Venus? Hay que reconocerlo: es el lugar ideal para una conferencia semejante. El paisaje es primoroso —en los antípodas de las tolvaneras, claro— y hay un Virrey cuya administración ama a los judíos de una manera exagerada, agobiante diría yo. Hay que dejar aparte la desesperada carestía de viviendas que padecemos en Venus. Lo que no es sino un modo de salvar el problema de tener que amar tanto a los judíos.
»Escuche, escuche, que podría haber sido peor. Como dijo Ester a Mardoqueo, cuando éste le contó los propósitos que Amán tenía de cepillarse a todos los judíos de Persia —podría haber sido peor. Aunque por el momento no sabría decirle cómo.
Así que los delegados comenzaban a entrar en el Sistema Solar, eran desviados hacia Venus —sin preguntar. La vida devino plenitud de amor y sobresalto para nosotros. Primero, un decreto que nos hizo polvo. Los delegados no podían utilizar ningún hotel de Venus, aunque llevaran dinero y todo para pagarlo: había demasiada gente y ello forzaría el servicio hotelero de manera intolerable. Luego, los judíos de Venus fueron ¡hechos responsables por sus correligionarios. En otras palabras, un judío no es tan sólo hermano por naturaleza de cualquier otro judío: ahora es también un huésped o un posadero. Deténgase un momento y reflexione sobre cuánto fuimos atormentados. En todos y cada uno de los planetas de la galaxia donde hay población humana, hay al menos un aliento, una ¡leve brizna de población judía. Así, de este planeta vienen dos delegados, quince de aquél, uno de un tercero… allí donde hubiere judíos en abundancia debiera haber también vida y salud, pero parece que en esto no estamos todos de acuerdo; vino un total de sesenta y tres delegados, organizados en ocho embajadas distintas. Puede no ser edificante contar judíos, aunque se trate de delegados, pero ya se figurará usted mismo, sin mi ayuda, que cuando el último tomó tierra en el cosmodromo de Venus ya éramos lo bastante numerosos como para no reparar en semejantes rubores.
Por fin había abundancia entre los judíos, aunque fuera sólo de delegados. Claro que luego vino lo bueno. Porque en Venus, viviendo como vivimos bajo tierra, como los topos y los conejos, y gozando de una tan cálida temperatura exterior, no va uno a subir a la superficie a montar unas cuantas tiendas de campaña para los visitantes.
El Ashkenazim williamburgués protestó. Para ellos, algunos de aquellos judíos no eran ni judíos; o sea, que no tenían la menor intención de meterlos en sus congregaciones abandonando sus hogares. Cierto que allí había shomrim, para quienes un servicio religioso consiste en dar vueltas cantando Techezachna; y reformistas, que rezan en un siddur que es reescrito todas las semanas, los lunes y los viernes; y hasidim japoneses, que se ponen tefillin una vez al año, durante el crepúsculo, en memoria de la Gran Conversión de 2112… ¿y ésos eran también judíos?, preguntaban los williamburgueses.
Naturalmente que también eran judíos, decían los gobernantes oficiales de Venus. Hermanos y huéspedes son, y ustedes encontrarán la manera de darles alojamiento. Y mandaron a la policía, y mandaron al ejército. Las cabezas se metían en todas partes, las barbas se enmarañaban cada vez más, y la vida, como le dije, devenía plenitud de amor y sobresalto.
Y si uno nada dice en contra, ¿cree que eso lo va a ayudar? Seguramente ayuda —ayuda como una carcajada ante un moribundo. El Ashkenazim levita anunció que cooperaría con el gobierno, que proveería de habitación para los delegados hasta el límite— más allá del límite, incluso. ¿Qué ocurrió, pues? Mi hermano y su familia y sus vecinos fueron desahuciados de la congregación Kwantung, pues se necesitaba para instalar el cuartel general de los delegados.
¿No querías Congreso Interestelar Neosionista? Pues ahí lo tienes.
Contemplo serenamente cuanto hay a mi alrededor y recuerdo la promesa hecha a Abraham, Isaac e Israel —«Yo multiplicaré vuestra simiente como las estrellas del cielo»—, y pienso para mí: una promesa es una promesa, pero incluso una promesa puede ir demasiado lejos. Las estrellas de por sí ya son más que suficientes, y si encima cada estrella tiene diez, quizá veinte planetas…
Por ese tiempo yo y mi familia en pleno vivíamos en lo que solía ser la cocina de nuestro apartamento. Mi hermano y su familia, una gran familia, por cierto, tuvieron que aposentarse mal que bien en el comedor. En lo que mi esposa Sylvia llama el salón se instaló un rabino hacedor de milagros, procedente de Procyon XII, junto con su entero cortejo; por si fuera poco, en una esquinita del salón se instaló el corresponsal del Jewish Sentinel de Melbourne, Australia, junto con su esposa y su perro, un afgano. En los dormitorios —oiga, ¿por qué narices tengo que proseguir?—… Ya. En los dormitorios se instaló una canalla que parloteaba y fabricaba tales hedores que será mejor que me calle.
¡Qué! ¿Hay ya bastante? Naranjas, señor mío: no había bastante al parecer.
Un buen día entro en el baño. Un hombre tiene derecho, una vez de cuando en cuando, digo yo, a entrar en el baño de su propia casa. Es natural, ¿no? Pues bien. Al mirar en la bañera contemplo consternado la malévola presencia de tres criaturas, cada una tan larga como mi brazo y tan ancha como mi cabeza. Parecían tres oscuros cojines, todo arrugas y retorcijones, con algunas manchas grises en este o aquel lado y, además, unos cortos tentáculos grises que parecían en vías de desarrollo. No sabía lo que era aquello, cucarachas gigantes tal vez, o posiblemente alguna forma de planta que los delegados que vivían con nosotros sacaban de sus aposentos a la hora de comer… pero cuando se movieron dejé escapar un alarido.
Mi hijo Aaron David penetró zumbando en el baño: «¿Qué pasa, papá?», dijo.
Le señalé los oscuros cojines. Tenían una especie de estructura escalonada, como formando capas, que aprovechaban para colocarse en la bañera como pequeños anaqueles que se adaptan entre sí. Y yo los veía saltar y caer, saltar y caer: «¿Quieres saber qué pasa —exclamé— cuando acabo de encontrarme con esas cosas en mi cuarto de baño?»
«Ah, eso. Son Bulbos».
«¿Cebollas? ¿Quieres decir que son cebollas?».
«Cebollas, no, papá. Bulbos, son los Bulbos. Tres de los delegados del cuarto planeta de la estrella Rigel. Los otros tres están abajo ocupando el baño de los Guttenplans».
«¿Delegados? ¿Quieres decir que son judíos? —lo miré fijamente—. Hijo mío, eso no tiene pinta de judío».
Aaron David elevó los ojos al techo del baño. «¡Papá, eres un anticuado! Tú mismo me dijiste que los judíos azules de Aldebarán muestran la capacidad mimética de nuestro pueblo».
«Debes perdonarme —dije—. Tú y tu mimesis. Un judío puede ser azul, no digo que la cosa me guste, pero ¿quién soy yo para discutir el color de nadie? Y un judío puede ser alto o bajo. Incluso puede ser sordo de nacimiento, como los judíos del Can o de Sirio o de dondequiera que sea. Pero un judío ha de tener brazos y piernas. También debe poseer cara con ojos, una nariz, una boca. Creo que no es demasiado pedir, ¿no te parece?»
«Lo que pasa es que sus bocas no son exactamente como las nuestras —dijo Aaron David con excitación—. ¿Es eso un crimen? ¿Es acaso una razón para mostrar prejuicios?».
Lo dejé y me fui al baño de la sinagoga. Llamarme anticuado, pase, pero todavía hay límites, y ante ciertas cosas hay que decir alto. Porque hay cosas ante las cuales Milchik deja de esforzarse por ser moderno.
Bien. Usted sabe lo que ocurrió. La cosa trascendió y dejé de ser el único indignado.
Pasé el día fuera y fui a la primera sesión de la Conferencia. «¡Oh, hombre rico! —me dijo Sylvia—. Ganador de mi sustento. Auxilio y providencia de la familia. ¿Vas a conseguir esposa para nuestros hijos en las conferencias políticas?»
«Sylvia —dije—. Una vez en la vida, puede ocurrir perfectamente que mis clientes no tengan dificultad ninguna al oír los boletines informativos y la serie Kojak contra la Babosa de Júpiter. Una vez en la vida puede darme la gana de ver a los representantes de todos los judíos de la galaxia, ver cómo organizan una conferencia y cómo participan en ella».
De modo que fui. Sólo que no puedo decir que las participaciones fueran tan buenas. Al principio vino la ponencia de la Asociación del Ultimo Día Mea Shearim («Si apareciera el Mesías y recorriera el firmamento de estrella en estrella, sólo para descubrir que todos los judíos moran ya en la Tierra y en Israel…»). Cuando acabaron, le llegó el turno a un típico trotskista, cuyas resoluciones sólo apuntaban a la Unión de Soviets de Uganda y Rhodesia, a lo que siguió la no menos típica demanda de excomunión retroactiva para los autores del Talmud Babilonio Resumido, que había sido publicado en 685. Siguió luego toda una hora de discusiones sobre cómo la existencia en Buenos Aires de una estatua de seis pisos de altura, dedicada a Juan Gravea, constituía una afrenta, un insulto y una befa para todos los judíos, y cómo deberíamos responder boicoteando los productos argentinos hasta que la estatua fuera demolida. Estuve de acuerdo con lo que dijo el Presidente cuando calificó la discusión de improcedente: «No podemos permitirnos semejantes digresiones sobre afrentas y tantas otras rancias historias. De lo contrario, ¿dónde iríamos a parar? Dejemos pues que Argentina tenga su estatua de Cravea, dejemos que Dusseldorf tenga su Universidad Adolf Hitler, dejemos que Egipto y Libia sigan manteniendo el Observatorio Torquemada de Plutón. Por el momento, no son asuntos que nos importen.
Por último, finalmente, después de todos los tradicionales preliminares judíos, se pasó a tratar de los problemas auténticos que correspondían a la sesión recién abierta: la acreditación de los delegados. Y allí vieras a todo el mundo envanecerse como pavos reales, sin tiempo para otra cosa. Todos pavoneándose en loca confusión, cada cual como un garbanzo en un potaje de garbanzos.
Y además las Cebollas, los Bulbos. Los tres de mi cuarto de baño y los otros tres del cuarto de baño de Max Guitenplans, el conjunto de la delegación de Rigel IV. No se trata de nada relacionado con las credenciales, dijo el Comité de Acreditación. Sus credenciales están en orden y afirmamos que, en efecto, son delegados. La cosa está en que ellos no pueden ser judíos.
Bueno, ¿por qué no podemos ser judíos?, quisieron saber los seis Bulbos. Y aquí, sin poder dar crédito a mis ojos, tuve que abrirlos como jamás lo había hecho. ¿A quién creerá usted que tenían por intérprete? Nada menos que a mi hijo, mi kaddish, mi Aaron David. El señor Postjuzgador-de-Prejuicios en persona.
«¿Que por qué no pueden ustedes ser judíos? Pues porque… —y, al llegar aquí, el Presidente del Comité agitó el aire con su mano derecha mientras sus húmedos labios tartamudeaban—, porque los judíos pueden ser así y pueden ser asá. Pueden ser un montón de cosas. Pero, lo primero de todo, deben ser humanos».
Calmosamente, a través de su intérprete, mi hijo, preguntaron los Bulbos: «¿Tendría usted la amabilidad de señalarnos dónde está escrito, y en qué libro, que los judíos deban ser humanos? Nombre una sola autoridad, cite un solo pasaje».
En este punto se levantó el Presidente Diputado y se dirigió al Presidente del Comité. El Presidente Diputado es de los que saben ganarse a la gente por su erudición y su sentido de la amistad. «Usted me perdonará —dijo—, pero creo que lo está haciendo algo difícil. Y, sin embargo, se trata de una cosa bien sencilla». Luego, volviéndose hacia los Bulbos, dictaminó: «No puede ser judío quien no es hijo de madre judía. Ésta es la más antigua, la más elemental definición del judío».
«Ajará —dijeron las Cebollas—. ¿Y qué le hace suponer a usted que no somos hijos de madres judías? ¿Se contentaría usted con las copias de las partidas de nacimiento que hemos traído con nosotros?»
En esto que la reunión entera se viene abajo. Un grupo de delegados de caqui comenzó a patear en el suelo. Otro grupo con gorros de piel y largas orejeras chillaba que todo el coloquio no había sido más que una abominación. Y toda la sala de debates estalló, los unos formando corrillos de dos o tres personas, los otros formando verdaderas asambleas de veinte y treinta, incluso más, discutiendo sobre biología, sobre historia, sobre el Baba Matilla. El hombre sentado junto a mí, un tío gordo y bizco al que no había dirigido la palabra, se volvió repentinamente, puso su índice contra mi pecho y dijo: «Pero si usted toma semejante posición, mi querido compañero, ¿cómo puede hacerla usted compatible con la conocidísima decisión, por no poner más que un ejemplo?…» Y, en lo alto del estrado, los trotskistas acaparaban la atención general intentando volver sobre su ponencia acerca de Uganda y Rhodesia.
Por aquel entonces habíase restablecido cierta calma, dos judíos azules habían ingresado en el hospital, y un abogado de Ganímedes fue detenido por haber usado un auricular como instrumento homicida.
Alguien pidió que se sometiera al recurso de voto la acreditación de los Bulbos. ¿Como qué?, quiso saber otro, ¿acreditación como delegados o como judíos? Puesto que han sido aceptados como delegados, ¿quiénes somos nosotros para negarnos a tratarlos como judíos? Yo los aceptaré como judíos en sentido religioso pero no en sentido biológico. ¿Qué es eso de sentido biológico?, le preguntó un delegado al otro lado de la sala, usted no ha querido decir exactamente sentido biológico, usted ha querido decir sentido racial, ergo es usted un racista. ¡Muy bien, muy bien!, chillaba un hombrecito Asentado frente a él, pero ¿casaría usted a su hermana con alguno de ellos?
En medio de aquel pitóte parecía haber más opiniones que delegados. Y el presidente, en lo alto del estrado, no sabía qué hacer.
Repentinamente, advertí que una de las Cebollas se disponía a subir al estrado. Usaban los bichos sus pequeños tentáculos para todo: para caminar, para comer, para hablar y para qué sé yo cuántas cosas más. La Cebolla, o Bulbo, se colocó ante el sistema de alocución pública e hizo vibrar un corto tentáculo durante un rato, hasta que, finalmente, oímos lo que decía desmayada y muy blandamente. Oímos aquella estrambótica voz, como el crujido de un pedazo de papel, a través de toda la sala:
«Modeh ani l’fonecha».
La frase en sí misma puede no tener demasiado sentido: «Estoy aquí ante vos(otros)» o «Me presento ante vos(otros)»; pero ¿qué judío, por poca religiosidad que sustente, no se sentiría emocionado por ellas? Modeh ani l’fonecha, es lo que dice el judío en la oración cuando habla directamente a Dios, bendito sea Su Nombre. Y eso fue lo que todos escuchamos en la sala.
No me hablen de razas, estaba diciendo el Bulbo; no me hablen de religión, no me hablen de tecnicismos jurídicos o filosóficos. Yo digo que soy un judío, sea lo que fuere ser judío, y digo que lo soy esencial y espiritualmente. Como judíos que son ustedes, ¿me aceptan o me rechazan? Nadie pudo responder.
Obviamente, nada de esto decidía al Congreso sobre el tema de Israel, el regreso del Tercer Exilio y tal. Pero estaba claro, primero, que el asunto no podía ponerse sobre la mesa y, segundo, que tampoco podía quitarse de en medio.
No era ésta la clase de pilpul con la que nuestros sabios antepasados tenían que vérselas. Pues debíamos resolver, ante todo, la siguiente cuestión: ¿qué es un judío de la Era Espacial?
Así, por general acuerdo, se decidió que, así como Moisés golpeó la roca para conseguir agua, así nosotros debíamos golpear los corazones de un Alto Tribunal Rabínico para obtener sabiduría.
Un Alto Tribunal Rabínico es rápidamente designado por el Comité de Acreditación. Tiene aquella forma peculiar de sociedad que a todos satisfaría, al menos dentro de lo que cabe, aunque ello signifique que sus miembros van a seguir discutiendo entre sí. Usted ya sabe, una forma de purificado smorgasbord. Allí estaba el rabino llamado el Gaón de Tau Ceti por sus compañeros. Estaba el presidente del Seminario Teológico Judío Unitario. Estaba el rabino místico de Borneo. Estaba un miembro del rabinazgo chalutziot, con la pechera de su camisa abierta y las mangas subidas. Y etcétera, etcétera. Estaban también dos mujeres rabinos, una para la satisfacción de la mayoría de la secta Reformista, la otra para guardar la felicidad de los Ashkenazim de Miami. Y, finalmente, al parecer porque estábamos en Venus, se encuentra también un rabino venusiano, el Rabino Joseph Smallman.
¿Quiere saber una cosa? No sólo porque es de Venus, dijo el Presidente del Comité. Los Bulbos habían insistido en que tenían que intitular a un rabino que de alguna manera fuera su representante, y espontáneamente desearon que fuera designado el Rabino Smallman. Puedo decirle que, desde donde yo estaba, alcancé a ver a mi hijo, con su inmenso estropajo por cabellera bamboleándose, ir de uno a otro Bulbo, discutiendo, explicando, exigiendo. Parecía un arbitro en lo que podríamos llamar mesa de partido político.
«¡Lo conseguimos!», me dijo aquella noche en el apartamento. Sus ojos danzaban como meteoros. «¡Conseguimos al Rabino Smallman!»
Intenté calmarlo, alegando que no era el exacto equivalente del paso del mar Rojo sobre terreno seco o del aceite que se renueva cada noche. «Sólo porque el Rabino Smallman pudo impeler un cabello en el interior de un agujero, ¿crees que puede impeler a los judíos a la aceptación de seis apelmazados y oscuros cojines como camaradas judíos?»
«Podrá si alguno puede».
«Y si alguno puede, ¿por qué tiene que ser él? ¿Por qué debería él intentar algo semejante?»
Mi hijo me miró como usted miraría a un médico que expresara su deseo de rociar el ventilador con gérmenes patógenos. «¡Por qué, papá! ¡Por la causa de la justicia!»
Cuando un hijo consigue que un padre se avergüence de sí mismo, ese padre tiene también el derecho de enorgullecerse. Me senté en una esquina de la cocina mientras Aaron David entraba en el baño y consultaba con sus morenas Cebollas.
Pero, déjeme decírselo, también me sentí triste. No tengo en exceso la sabiduría de un Predicador, pero al menos aprendí una cosa. Siempre que alguien usa la palabra «justicia», Pnoás pronto o más tarde acaba con el corazón desengañado o el cuerpo molido a palos.
Desde ese día, cada segundo libre de que podía disponer Tío pasaba en la congregación Decatur para seguir las sesiones del Alto Tribunal Rabínico. Sylvia lo descubrió y mi vida desde entonces no fue fácil. «Mientras estudiáis este nuevo asunto fetú y tu hijo —decía ella—, alguien tendrá que trabajar. Dedícate tú a ser juez y que tu hijo se dedique a ser procurador del distrito; por mi parte, me ocuparé de reparar televisores. Dame un par de alicates y el índice de Diseños de Circuitos, que yo me ganaré la vida a mi manera».
«Mujer —dije—. Estoy haciendo mi trabajo y el trabajo de mi hijo, y estoy llevando comida a la mesa. Si los clientes no se quejan, ¿por qué lo haces tú? No bebo, no me drogo. (Estoy autorizado para alimentar mi espíritu en la sustancia de los doctores y los sabios».
Sylvia miró al techo y elevó sus manos, unidas como en la plegaria. «Oh, decidme. ¿No puede él alimentar primero un par de nueras para su casa? —preguntaba al techo—. ¿Es algo, acaso, de lo que prohíben los libros santos?» No, como le digo, mi vida no fue fácil. ¿Por qué iba a decírselo a usted, si no?
Pero lo que estaba en marcha en la congregación Decatur fuera tan interesante que yo difícilmente guardaba asiento mientras atendía. Era como una leyenda que se hubiera convertido en realidad. Era como contemplar al golem dando un paseo por los suburbios de Praga, como atravesar el río Sabbathion y ver el gorgoteo de una burbuja y cómo el agua vomita piedras cada día durante toda la semana… excepto el sábado, naturalmente. ¡Tal fue la historia que los Bulbos contaron al Tribunal Rabínico!
Habían arribado al cuarto planeta de la estrella Rigel unos setecientos u ochocientos años atrás, en uno de los primeros viajes espaciales. Originariamente, constituían una pequeña comunidad ortodoxa en El Páramo, Nueva Jersey; pero la comunidad en pleno fue conminada a tomar carretera y manta con motivo de una nueva ampliación del Puente George Washington. Así que no tenían más remedio que marcharse a otra parte. Entonces, ¿por qué no a Rigel, a la vuelta de la esquina? Por aquellos días, el viaje hacia otros sistemas planetarios solía tomar el tiempo de una vida entera, los niños nacían a bordo de las naves, y la gente, ya se lo imaginará usted, vivía enclaustrada. Las compañías de viajes espaciales hacían continua propaganda para que la gente se embarcara en uno u otro, que fundara colonias en américas siderales, que formara grupos, viviera en grupos, siempre grupos: políticos, religiosos, asociaciones de vecinos y demás historia. La gente de El Páramo, Nueva Jersey, no era la única que había tenido que hacer un viaje espacial buscando un lugar tranquilo y reposado donde poder estar fuera del mundanal ruido. He aquí por qué la galaxia se vio de pronto tan repleta de amish y mennonitas, negros mahometanos e intelectuales de Bangladesh, incluso de esos anticuados y polígamos mormones que lo mismo te venden libros por la calle que escupen tres veces tres cuando oyen que uno menciona Salt Lake City.
La única molestia consistía en que el único medio confortable planeta del sistema rigeliano ya estaba ocupado por una raza inteligente, raza de oscuras criaturas con cortos tentáculos grises, autodenominados Bulbos. O Cebollas. Dominaba la forma feudal de producción, aunque ya comenzaban su revolución industrial y todo. Tenían por allí cerca una pequeña fábrica y, a una milla o dos de distancia, una planta de fundición. Los judíos de El Páramo, Nueva Jersey, habrían deseado un planeta todo entero para ellos, pero los Bulbos les dieron tan cordial bienvenida, los Bulbos quisieron tanto que se quedaran para negociar con el resto de la galaxia, que ellos se miraron los unos a los otros y se dijeron: ¿por qué no? Así fue como los judíos echaron raíces en aquel lugar. Y nunca mejor dicho lo de raíces, ¿eh? Lo primero de todo construyeron un cosmodromo comercial y después alguna que otra vivienda; inauguraron una shul y una heder, y un centro de recreo para adolescentes. Su congregación recibió el nombre de Nú.
En este punto de la historia, uno de los jueces se adelantó e interrumpió de la siguiente manera: «Pero, mientras todo esto marchaba, ¿aún parecíais judíos? Quiero decir, la clase de judíos a que está uno acostumbrado».
Sí, más o menos. En todo caso, lo que nosotros parecíamos, respondieron, era a nuestro juicio la forma particular del judío de Nueva Jersey.
Fueron invitados a continuar.
Por cien años, tal vez ciento cinco, hubo felicidad y prosperidad. Los judíos prosperaban, los Bulbos prosperaban y había paz entre todos. Pero ¿sabe usted lo que dice Isaac Leib Peretz acerca de la ciudad de Tzachnora? «Está colgada del aire». Cada comunidad judía, dondequiera que esté, parece siempre colgada del aire. Y, afortunadamente, nada es demasiado duro. Más pronto o más tarde, algo ocurriría.
Con los judíos por auxiliares, los Bulbos comenzaron a cobrar importancia. Construyeron más fábricas, más plantas siderúrgicas, levantaron bancos, fabricaron ordenadores electrónicos y tuvieron chatarrerías para automóviles. Comenzaron a tener grandes guerras, grandes depresiones económicas, grandes dictaduras políticas. Y comenzaron a preguntarse por qué tenían tantas y tan variadas cosas.
¿Había tal vez gran variedad de respuestas para semejante pregunta? No. Sólo había una única respuesta. La culpa, naturalmente, la tenían los judíos. Tanto los filósofos como el populacho estaban de acuerdo en afirmar que antes de que llegaran los judíos los Bulbos vivían en el mejor de los mundos posibles. Los judíos eran, pues, responsables de todo lo que sucedía. De aquella manera, Rigel IV conoció su primer pogrom.
Y después de que el gobierno pactara y ayudara a los judíos nuevamente, después de que les ayudara a enterrar a sus muertos, y aun después de que se ofreciera a pagar algunos daños, hete aquí que veinte o treinta años más tarde tiene lugar un segundo pogrom. Y después un tercer pogrom, y un cuarto pogrom. Por entonces el gobierno ya no se extendía demasiado en los pactos y eran los mismos judíos quienes se ocupaban de reparar los daños.
Comenzó a haber ghettos, sobrevinieron registros domiciliarios, e, incluso, de tiempo en tiempo, algún que otro campo de concentración. Pero no era todo tan terrible: también había placenteros y agradables interludios. A un gobierno de asesinos seguía otro de fulanos medio decentes, que la derecha llamaba castrados. Los judíos se encontraban en la posición de los judíos que vivieron en Yemen y Marruecos mil años atrás, en los siglos XVIII y XIX. Eran los más miserables y soportaban irremisiblemente los trabajos peor pagados. Todo el mundo escupía sobre ellos y ellos se escupían entre sí.
Pero los judíos se quedaron. Continuaron sus estudios religiosos aunque no hubiera ni rollo de Thora ni Talmud en todo el planeta. Y los siglos pasaron, y conocieron guerras y tiranías, devastaciones y exterminios. Hasta que, recientemente, un nuevo y brillante gobierno tomó el poder de todo Rigel IV. Devolvió la ciudadanía a los judíos y les permitió enviar una delegación para el Congreso Neosionista.
La única pejiguera por aquel entonces era que, después de cuanto habían pasado, su aspecto era ni más ni menos que el aspecto de las Cebollas. Y lo más triste de todo era que, lejos de parecerse a los Bulbos ricos, como mínimo, se parecían a la clase más baja, más pobre, más enfermiza. De entre toda la gama que se desplegaba entre los Bulbos aristócratas y los Bulbos sudras, habían ido a parecerse a los sudras.
Pero en el curso de dos meses llegaron a comprender que era algo inevitable para los judíos. Los judíos tendían siempre a armonizar con su entorno. Después de todo, les quedaba el consuelo de saber que había judíos rubios en Alemania, judíos pelirrojos en Rusia, judíos negros —los falashas— en Etiopía y altos judíos montañeros del Caúcaso que habían llegado a ser tan buenos jinetes y tiradores como sus convecinos. ¿Acaso no había habido judíos en China, en los tiempos de la Dinastía Han, conocidos por sus coterráneos como los «T’ai Chin Chao»? ¿Y qué pasaba con los judíos azules que tomaban parte en el Congreso? De modo que, a este respecto…
Una nueva interrupción. «Hay cambios psicológicos que pueden ser explicados por una razonable base genética».
Si era posible que un oscuro cojín con cortos tentáculos grises se sorprendiera, aquel oscuro cojín con cortos tentáculos grises se sorprendió». «¿Está usted sugiriendo que tales judíos híbridos —los judíos chinos, los judíos rusos— se casaban con otros no judíos, permitiéndoseles permanecer en las congregaciones?»
«No eso exactamente, pues hay otras posibilidades. El rapto, por ejemplo».
«¡Vaya! ¿Tantos raptos? ¿Una y otra vez?»
Los jueces murmuraron entre sí con inquietud. Entonces dijeron:
«En otras palabras, a despecho de la apariencia de ustedes, ¿nos están preguntando si creemos que ustedes son judíos y no Bulbos?»
El moreno cojín agitó todos sus tentáculos. «No, lo que pretendemos que ustedes crean es que somos Bulbos. Pero Bulbos judíos».
Y explicó que la evidencia estaba en el árbol genealógico. Cada familia judía de Rigel IV que se respetara tenía su árbol genealógico. Los registros habían quedado intactos después de tanto incendio, tanta guerra y tanto pogrom, y ninguno de ellos había sido destruido en lo más mínimo. Ningún judío contraía matrimonio en ningún lugar de Rigel IV sin que ambas partes demostraran la impecabilidad de su árbol genealógico. A través de éste, cada Bulbo judío podría remontar su línea parental hasta llegar a los primeros colonizadores del planeta.
«Yo, por ejemplo —dijo orgullosamente el que hablaba—, yo, Yitzhak ben Pinchas, soy descendiente directo de Melvin Cohen, ayudante de dirección en un supermercado de El Páramo, Nueva Jersey».
Y el argumento cobró fuerza y más fuerza. ¿Cómo es posible, querían saber los jueces, que un cambio tan enorme haya tenido lugar? No parecía sino que, de golpe y porrazo, todos los judíos de Rigel IV habían desaparecido de la faz del planeta y que, a continuación, habíase producido una conversión en masa a cargo de los naturales, semejante a la experimentada por los Khazar en el siglo XVIII y por los japoneses más tarde. No, dijo el Bulbo, si ustedes conocieran las condiciones por las que pasaron los judíos de Rigel IV, no hablarían de conversiones en masa al Judaismo. Eso habría sido locura colectiva. Todo lo que ocurrió fue que comenzamos como judíos ordinarios, atravesamos nuestras dificultades, pasó el tiempo y, cuando nos dimos cuenta, éste y no otro era nuestro aspecto.
«Pero ¡eso pone en entredicho los experimentos biológicos!»
El Bulbo miró a todo el mundo con aire amoscado. «Pero ¡bueno! ¿A quién van a creer ustedes primero, a los experimentos biológicos o a sus camaradas judíos?»
Y esto ocurrió durante el primer día. Regresé a mi apartamento y conté todo a mi hermano. Comenzamos a discutir sobre el caso. Él tomó una postura y yo tomé la otra. Pocos minutos más tarde lo amenazaba con el puño levantado, en tanto él gritaba que yo era un burro y un imbécil. Desde la habitación contigua oímos que el rabino hacedor de milagros de Procyon XII sostenía una similar discusión con los miembros de su cortejo.
«Ellos quieren ser judíos —me gritaba mi hermano—, quieren que les dejemos convertirse al Judaismo. Entonces serán judíos, no antes».
«¡Asesino! —le decía yo—. ¡Superzopenco entre los zopencos! ¿Cómo van a convertirse al Judaismo cuando ya son judíos? ¡Semejante conversión sería sólo una marranada, y un puro cachondeo!»
«Sin una conversión rehuyo absolutamente subir hasta el bima y leer un párrafo en presencia de ninguno de ellos. Sin una conversión no se reunirán en mi propio minyan aunque me encuentre protegido por no menos de nueve hombres. Sin una conversión, aunque esté yo celebrando la circuncisión de mi hijo…». De pronto, con los ojos repentinamente serenos, quedó pensativo. «¿Cómo se circuncidan, Milchik? Milchik, hermano mío, ¿dónde y qué se circuncidan?»
«Se cortan un leve trocito del extremo de su más corto tentáculo, tío Fleischik —dijo mi Aaron David, que entraba en aquel momento—. Es un envoltorio de carne que resulta de lo más parecido a un prepucio. Además, tú lo sabes, las Convenciones sólo exigen una gota de sangre. Y ellos la tienen». «Una nueva especialidad —dijo Sylvia mientras servía la cena—. Ahora, Dios sea bendito y alabado, mi hijo es un mohel».
Aaron David la besó. «Aparta mi cena para más tarde, mamá. Los Bulbos y yo tenemos una reunión con el Rabino Smallman en su estudio».
Permítame decirle que, aunque tal vez mi hijo había dejado de ser el intérprete de los Bulbos así éstos manifestaron su voz, el muchacho habíase convertido en el que, de alguna manera, cortaba el bacalao. Cada día podía yo verle saltar de una a otra cebolla mientras el caso seguía discutiéndose. ¿Tenía algo especial que inspirara respeto? ¿Las cebollas necesitaban un ejemplar de los Comentarios al Libro de Rut, de Rov Chaim Mordecai Brecher? ¿Quién sino Aaron David era el encargado de salir pitando de la sala para conseguirlo?
Después de todo, la cosa estaba adquiriendo importancia. Rut era moabita y de ella descendía, eventualmente, el Rey David. ¿Qué había de los judíos que tomaban esposas canaanitas? ¿Y en qué lugar situaría usted a los samaritanos? Usted recordará que a las mujeres judías no les estaba permitido casarse con samaritanos. ¿Qué tiene que decir Maimónides al respecto? Porque Maimónides es siempre Maimónides.
Se lo digo, amigo mío, día tras día parecíame que había encontrado el gran sueño de mi vida escuchando a tantos maestros y sabios.
Y entonces el Tribunal sacó a relucir la formación del Estado Judío en el siglo XX. Todos aquellos problemas surgidos al comenzar la Cosecha. Los judíos Bene-Israel de Bombay, por ejemplo. Los otros indios los llamaron Shañwar Teles, «Aceiteros del Sábado», y ellos afirmaban haber llegado a la India como resultado de la invasión de Palestina por Antíoco Epifanes. Casi todo lo que recordaban del Judaismo era el Shetna y estaban compuestos por dos castas entremezcladas, una blanca y otra negra. ¿Eran realmente judíos? ¿Eran judías ambas castas? ¿Cómo probarlo?
Y cuanto más reciente era el asunto, más discusiones se desataban. Así, los japoneses y la Conversión de 2112 y lo que resultó para los judíos el tratado Ryo-Ritsu. Las controversias sirio-marcianas y sus problemas sobre los judíos azules. La actitud de los Lubavitcher hacia Sebastián Pombal —pero dejemos a Pombal y Cravea, digo yo, descansar en su profunda, profunda tumba— y lo que esto significó para Israel como estado independiente.
Todo venía a lo mismo: ¿Qué es un judío?
De modo que uno de los Bulbos pudo decir, con su delgada y arrugada voz: «No me pongáis en el lugar del Mal Hijo de la Haggadah. No me pongáis en el estado de yotzei min haklal, como a uno que se separa de la Congregación. No me hagáis decir vosotros a mi gente, cuando debo decir nos. Luego hizo unas citas del servicio de Pascua y todos nosotros sentíamos un nudo en la garganta y lágrimas corriéndonos por las mejillas. Pero todavía no estaba resuelto: ¿Qué es un judío? ¿En qué esta gente es distinta de cualquier otra?
¿Quiere saber una cosa, amigo? No es una pregunta fácil de responder. No, al menos, con tantas y tantas formas de judío que pueden verse hoy día.
Una más no iba a hacernos daño.
Puede pesar la definición de un ser humano que trabajó como un negro para el Consejo de las Once Naciones Terrestres durante la Guerra en Sagitario. Puede consultarse las preguntas que hiciera Napoleón sobre los matrimonios mixtos y la respuesta del Sanedrín de París en 1807. Puede volverse sobre la Cabala, aun si tres de los miembros no están de acuerdo, y consultar sobre el problema de los monstruos de nacimiento surgidos de ayuntamiento con Hijos de Lilith. Puede hacerse lo que se quiera, pero si el fin de ello es, de una vez por todas, saber qué cosa es ser judío, o al menos encontrar alguna nueva forma de definición.
El Rabino Smallman encontró una nueva forma de definición. Lo que yo le diga, oiga, en Venus tenemos un rabino.
Desde que se formara el tribunal especial y se encontrase bajo circunstancias especiales, planteando cuestiones que nadie había conocido antes, yo esperé más de una decisión. Esperé suaves y duras decisiones, agrias y dulces, frías y calientes, en chuletas y en escabeche. Estaba seguro de que íbamos a ver «confundidas allí sus lenguas, de modo que no se entendieran entre sí». Pero no. El Rabino Smallman discutió con cada uno y con todos, conduciéndolos a un particular aspecto del asunto, escribiendo más de lo que se escribirá en el juicio final. Llevó a una tanda de judíos —¡y judíos eruditos, nada menos!— a una única decisión que, amigo mío, fue toda una hazaña.
Durante todo el caso, cuando un argumento quedaba detenido entre dos jueces y parecía que iban a emplear un par de semanas en decidir si era burro o burra, entonces podía usted ver al Rabino Smallman rascarse el rojo grano de su nariz y decir que, quizá podríamos ponernos todos de acuerdo en que se trataba de cuadrúpedos al menos. Y yo tenía la impresión —aunque se trata de una impresión propia de un padre— de que el Rabino miraba a mi hijo Aaron David y que éste afirmaba con la cabeza, aprobando. Esto ocurría aun antes de que se decidiera a dictaminar.
Naturalmente, y esto entre nosotros dos, todo el mundo sabía que por narices había que dictaminar algo. El Congreso, ésta es otra, aún quedaba pendiente, los delegados aún no sabían cuántos delegados habría finalmente y se pasaban discutiendo el asunto con el Tribunal. Hubo peleas por causa de los Bulbos, se formaron facciones por causa de los Bulbos, y una gran cantidad de gente se largaba a casa diciendo que estaba hasta la coronilla de los Bulbos.
Y tal.
La decisión revisó todas las evidencias, todos los escolios, toda la historia desde Esdras y Nehemías hasta ahora. Se consideró lo que había sido dicho por el grupo conservador del Tribunal, grupo que dogmatizara que un judío es aquél cuya madre es judía. Luego se tomó en cuenta lo argüido por el ala radical-liberal, los que calificaran al judío como alguien que libremente había aceptado el oí, el yugo, la carga propios del Judaísmo. La discusión desatada en torno a estas revisiones volvió a dividir a la sala, advirtiéndose que no había manera de ver nada en conjunto.
Pero ¿qué tenía que ser visto en conjunto? ¿Existe alguna posibilidad de relación entre un ser humano y un Bulbo? Y, ¿qué ocurriría si, adentrándonos más y más en el profundo espacio, hasta otras galaxias, incluso, encontráramos toda suerte de extrañas criaturas que pretenden ser judías? Supongamos que nosotros no hemos encontrado sino entes racionales cuyo cuerpo es sólo energía, ¿diremos entonces que se trata de algo inaceptable? ¿Sabremos enteramente, con seguridad, de qué se trata?
Mirémoslo de otra manera. Entre los seres humanos hay judíos y goyim, es decir, gentiles. Entre los judíos puede encontrarse también abundante variedad de tipos. Reformistas, azules, levitas, williamburgueses, ocurriendo que ninguno dice ser más judío que el otro sino que, por el contrario, toda medida se remite al hecho de que ellos no son goyim. Entre un judío y un goy hay bastantes diferencias, pero el sentido de la medida frente a cualquier alienígena consiste en que aquéllos son seres humanos. La palabra goy no es aplicable a un alienígena. Hasta hace poco.
Todos sabemos que desde hace un siglo o dos las criaturas de Vega han ido adoptando tipos terrestres de religión, dos tipos para ser exactos. Como quiera que sea, no admiten a los judíos en Israel, conspiran contra nosotros, nos persiguen. ¿Es ésta una actitud que pueda calificarse de alienígena? No, ciertamente. Pueden tener un aspecto no-humano, pueden parecer gigantescas ostras enloquecidas, pero lo cierto es que a su condición de alienígenas hay que añadir el calificativo de goyische, paganos. Los alienígenas pueden ser alienígenas, pero los veganos son bastante más diferentes en lo que respecta a los judíos: los veganos son goyim alienígenas.
Bien; si hay goyim alienígenas, ¿por qué no puede haber judíos alienígenas? Nosotros no suponemos que los paganos humanos se casen con los paganos alienígenas, así como tampoco suponemos que los judíos humanos hayan de casarse con los judíos alienígenas. Pero ciertamente encaramos el hecho de que hay alienígenas que viven como nosotros vivimos, que afrontan los problemas como nosotros lo hacemos y que —por si lo habéis olvidado— practican sus ritos como nosotros. Hay alienígenas que conocen el sabor del pogrom, y también la dulzura de nuestro Sabbath. Dejémoslo de esta manera: hay judíos y judíos. Los Bulbos están en el segundo grupo.
Éstas no fueron exactamente las palabras del dictamen, como usted comprenderá. Es una libre adaptación que Milchik el de los televisores tiene la gentileza de endosarle sin pretender cobrarle un clavo por ello. Y que quizá le está resultando ya pesada.
No todos estuvieron conformes con la decisión. Algunos de los Bulbos se lamentaron. Y un grupo entero de williamburgueses abandonó el Congreso diciendo: bien, ¿qué otra cosa podíamos esperar? Pero la mayoría de los delegados quedaron tan felices y contentos, pues al menos la cosa había llegado a su término, que votaron en pro del dictamen rabínico y aceptaron a los Bulbos. Así, los Bulbos también eran felices: por fin eran delegados plenamente judíos.
Aún hubo otro altercado, justo cuando se volvía sobre el asunto del Congreso Neosionista. Repentinamente vino una orden del Virrey de Venus, a tenor de la cual el Congreso debía ser suspendido. Decía la orden que el Congreso ya estaba resultando excesivamente largo y que los venusianos se hacían mala sangre con tanto judío a quien amar. Todos los delegados, pues, debían liar sus bártulos y largarse.
Demasiado ajetreo para un planeta como éste, ¿no? El Rabino Smallman todavía es nuestro rabino, aunque ahora se ha vuelto famoso. Siempre está viajando de un lado a otro de la galaxia para realizar lecturas talmúdicas. Pero siempre regresa con nosotros, una vez por año como mínimo, para los Santísimos Días. Bueno, esto no es exacto, y usted sabe cómo ocurrió. Una celebridad, después de todo. El Gran Rabino de Venus. El título está en demanda.
Y así mi hijo Aaron David siguió en la brecha. Finalmente estudió en la yeshiva. Los Bulbos pagaron para que pudiera, y lo enviaron a una que estaba en la otra cara de Venus, en la congregación Toruba. Una vez recibí carta suya. Lo que planea hacer es aquello en lo que está de acuerdo consigo mismo: marchar a Rigel IV y ser rabino de las Cebollas.
De una posible novia nada me decía él. Escuche, ¿y si, quizá, llego a ser abuelo de un apelmazado y moreno almohadón con cortos tentáculos grises? Un nieto, en mi opinión, es todavía un nieto.
No sé. Pero, oiga, dejemos esta cháchara y pasemos a cosas más divertidas. ¿Cuánta gente diría usted que quedó con los sesos fuera en el terremoto de Calixto?