La gente sabía desde hacía mucho tiempo que había algo raro en la tierra debajo de Manson, Iowa. En 1912 un hombre que estaba perforando para hacer un pozo para el suministro de agua a la población informó que había encontrado mucha roca extrañamente deformada.1 Esto se describiría más tarde en un informe oficial como una «brecha de clasto cristalino con una matriz fundida» y «flanco de eyección invertido». También el agua era extraña. Era casi tan blanda como la de lluvia. Y nunca se había encontrado en Iowa agua blanda natural.

Aunque las extrañas rocas y las sedosas aguas de Manson despertaron curiosidad, hasta cincuenta años después no decidiría un equipo de la Universidad de Iowa acercarse por la población, que tenía entonces, como ahora, unos dos mil habitantes y que esta situada en el noroeste del estado. En 1953, después de una serie de perforaciones experimentales, los geólogos de la universidad llegaron a la conclusión de que el lugar era ciertamente anómalo y atribuyeron las rocas deformadas a alguna actividad volcánica antigua no especificada. Esto se correspondía con los conocimientos de la época, pero era también todo lo errónea que puede llegar a ser una conclusión geológica.

El trauma geológico de Manson no había llegado del interior de la Tierra, sino de más de un centenar y medio de millones de kilómetros más allá, como mínimo. En algún momento del pasado muy remoto, cuando Manson se hallaba en el borde de un mar poco profundo, una roca de unos 2,4 kilómetros de anchura, que pesaba 10.000 millones de toneladas y se desplazaba a tal vez unas doscientas veces la velocidad del sonido, atravesó la atmósfera y se clavó en la Tierra con una violencia y una brusquedad casi inimaginables. La zona en la que se alza hoy Manson se convirtió en un instante en un agujero de 4,8 kilómetros de profundidad y más de 32 kilómetros de anchura. La piedra caliza que en otras partes da a Iowa su agua dura y mineralizada, quedó destruida y la sustituyeron las rocas del basamento impactado que tanto desconcertaron al perforador que buscaba agua en 1912.

El impacto de Manson fue la cosa más grande que se ha producido en la parte continental de Estados Unidos. De cualquier tipo. En toda su existencia. El cráter que dejó fue tan colosal que si te colocas en un borde sólo en un día claro podrías ver el borde opuesto. Haría parecer pintoresco e insignificante el Gran Cañón del Colorado. Por desgracia para los amantes del espectáculo, 2,5 millones de años de placas de hielo pasajeras llenaron el cráter de Manson hasta los bordes de rica arcilla glaciárica, alisándola luego, de manera que hoy el paisaje es en Manson, y en muchos kilómetros a la redonda, tan plano como la tabla de una mesa. Ésa es, claro, la razón de que nadie haya oído hablar nunca del cráter de Manson.

En la biblioteca de Manson te enseñan, con muchísimo gusto, una colección de artículos de prensa y una caja de muestras de testigos de un programa de sondeos de 1991-1992; están deseando en realidad sacarlos y enseñártelos, pero tienes que decir que quieres verlos. No hay nada permanente expuesto y no hay tampoco en ninguna parte del pueblo un indicador histórico.

Para la mayoría de los habitantes de Manson, el acontecimiento más importante que sucedió allí fue un tornado que subió arrasando por su calle Mayor y destrozó toda la zona comercial. Una de las ventajas de la llanura del entorno es que puedes ver el peligro desde muy lejos. Práctica-mente todos los habitantes del pueblo se congregaron1 en un extremo de la calle Mayor y estuvieron observando durante media hora cómo avanzaba hacia ellos el tornado, con la esperanza de que se desviase, y luego se dispersaron todos prudentemente al ver que no lo hacía. Cuatro de ellos no lo hicieron con la suficiente rapidez y perecieron. Ahora Manson celebra todos los años, en el mes de junio, una fiesta que dura una semana llamada los Días del Cráter, que se concibió como un medio de ayudar a la gente a olvidar ese otro desdichado aniversario. No tiene en realidad nada que ver con el cráter Nadie ha dado con un medio de capitalizar un lugar de colisión que no es visible.

«Muy de cuando viene gente y pregunta dónde puede ver el cráter3 y tenemos que decirles que no hay nada que ver-dice Anna Schlapkohl, la amable bibliotecaria del pueblo-. Entonces se van un poco desilusionados.»

Sin embargo, la mayoría de la gente, incluidos la mayoría de los habitantes del estado de Iowa, no ha oído hablar nunca del cráter de Manson. Ni siquiera en el caso de los geólogos merece algo más que una nota a pie de página. Pero, en la década de los ochenta, durante un breve período, Manson fue el lugar geológicamente mas fascinante de la Tierra.

La historia comienza a principios de los años cincuenta, cuando un joven y brillante geólogo llamado Lugene Shoemaker hizo una visita al Cráter del Meteorito de Arizona. El Cráter del Meteorito es el punto de colisión más famoso de la Tierra y una popular atracción turística. Pero en aquella época no recibía muchos visitantes v aún solía llamársele Cráter de Barringer, por un acaudalado ingeniero de minas llamado Daniel M. Barringer que había reclamado el derecho de explotación en 1903. Barringer creía que el cráter había sido formado por un meteorito de lo millones de toneladas, que contenía gran cantidad de hierro y níquel, y tenía la firme esperanza de que haría una fortuna extrayéndolo. Ignorando que el meteorito y todo lo que pudiese contener se habría evaporado con la colisión, derrochó una fortuna, y los veintiséis anos siguientes, excavando túneles que no produjeron nada.

De acuerdo con los criterios actuales, la exploración del cráter de principios de la década de 1900 fue, por decir lo mínimo, no demasiado refinada. G. K. Gilbert, de la Universidad de Columbia,4 que fue el más destacado de estos primeros investigadores, reprodujo a pequeña escala los efectos de las colisiones tirando canicas en bandejas de harina de avena. (Por razones que ignoro, Gilbert realizó esos experimentos no en un laboratorio de la Universidad de Columbia sino en la habitación de un hotel.)5 De este experimento, Gilbert extrajo no se sabe cómo la conclusión de que los cráteres de la Luna se debían en realidad a colisiones -se trataba de una idea bastante revolucionaria para la época-, pero los de la Tierra no. La mayoría de los científicos se negaron a llegar incluso hasta ahí. Para ellos los cráteres de la Luna eran testimonio de antiguos volcanes y nada más. Los pocos cráteres de los que había pruebas en la Tierra -la erosión había acabado con la mayoría de ellos- se atribuían en general a otras causas o se consideraban rarezas casuales.

En la época en que Shoemaker empezó a investigar, era una idea bastante extendida que el Cráter del Meteorito se había formado por una explosión subterránea de vapor Shoemaker no sabía nada sobre explosiones subterráneas de vapor (no podía: no existían) pero sabía todo lo que había que saber sobre zonas de explosión. Lino de los primeros trabajos que había hecho, al salir de la universidad, había sido un estudio de los anillos de explosión de la zona de pruebas nucleares de Yucca Flats, Nevada. Llegó a la conclusión, como Barringer antes que él, de que en el Cráter del Meteorito no había nada que indicase actividad volcánica, pero había gran cantidad de otro tipo de materiales (principalmente delicados sílices anómalos y magnetita), lo que sugería la colisión de un aerolito procedente del espacio exterior; Intrigado, empezó a estudiar el asunto en su tiempo libre.

Así pues, con la ayuda de su colega Eleanor Helin, y más tarde de su esposa Carolyn y de su colega David Levy, inició una investigación sistemática del sistema solar Pasaban una semana al mes en el Observatorio Monte Palomar, en California, buscando objetos, principalmente asteroides, cuyas trayectorias les hiciesen atravesar la órbita de la Tierra.

«En la época en que empezamos, sólo se había descubierto poco más de una docena de esas cosas en todo el proceso de observación astronómica6 recordaba Shoemaker años más tarde en una entrevista que le hicieron en la televisión-. Los astrónomos abandonaron prácticamente el sistema solar en el siglo xx -añadió-. Tenían centrada la atención en las estrellas, en las galaxias.»

Lo que descubrieron Shoemaker y sus colegas fue que había más peligro allá fuera (muchísimo más) del que nunca nadie había imaginado.

Los asteroides, como la mayoría de la gente sabe, son objetos rocosos que orbitan en formación un tanto imprecisa en un cinturón situado entre Marte y Júpiter. En las ilustraciones se les representa siempre en un revoltijo, pero lo cierto es que el sistema solar es un lugar espacioso y el asteroide medio se halla en realidad a un millón y medio de kilómetros o así de su vecino más próximo. Nadie conoce ni siquiera el número aproximado de asteroides que andan dando tumbos por el espacio, pero se considera probable que haya mil millones de ellos como mínimo. Se supone que son un planeta que no llegó a hacerse del todo, debido a la atracción gravitatoria desestabilizadora de Júpiter, que les impidió (y les impide) aglutinarse.

Cuando empezaron a detectarse asteroides en la década de 1.800 (el primero lo descubrió el primer día del siglo un siciliano llamado Giuseppe Piazzi) se creyó que eran planetas, y se llamó a los dos primeros Ceres y Palas. Hicieron falta algunas deducciones inspiradas del astrónomo William Herschel para descubrir que no eran ni mucho menos del tamaño de los planetas sino mucho más pequeños. Herschel los llamó asteroides (del griego asteroeidés, como estrellas)7 lo que era algo desacertado, pues no se parecen en nada a las estrellas. Ahora se los llama a veces, con mayor exactitud, planetoides.

Encontrar asteroides se convirtió en una actividad popular en la década de 1800 y a finales de siglo se conocían unos mil. El problema era que nadie se había dedicado a registrarlos sistemáticamente. A principios de la década de 1900, resultaba a menudo imposible saber ya si un asteroide que se hacía de pronto visible era nuevo o había sido observado antes y se había perdido luego su rastro. La astrofísica había progresado tanto por entonces que eran pocos los astrónomos que querían dedicar su vida a algo tan vulgar como unos planetoides rocosos. Sólo unos cuantos, entre los que se destacó Gerard Kuiper, un astrónomo de origen holandés al que se honró bautizando con su nombre el cinturón Kuiper de cometas, se tomaron algún interés por el sistema solar Gracias al trabajo de Kuiper en el Observatorio McDonald de Texas, y luego al de otros astrónomos del Centro de Planetas Menores de Cincinnati y del proyecto Spacewatch de Arizona, la larga lista de asteroides fue reduciéndose progresivamente hasta que, cerca ya del final del siglo xx, sólo había sin fiscalizar un asteroide conocido, un objeto denominado 719 Albert. Se le vio por última vez en octubre de 1911 y volvió a localizarse por fin en el año 2000, después de estar 89 años perdido.8

Así que, desde el punto de vista de la investigación de asteroides, el siglo xx no fue básicamente más que un largo ejercicio de contabilidad. Hasta estos últimos años, no empezaron los astrónomos a contar y a vigilar el resto de la comunidad asteroidal. En julio de 2001 se habían bautizado e identificado 26.000 asteroides…9 la mitad de ellos en sólo los dos años anteriores. La cuenta, con más de mil millones de ellos por identificar; es evidente que no ha hecho más que empezar.

En cierto sentido casi no importa. Identificar un asteroide no lo hace más seguro. Aunque todos los que hay en el sistema solar tuviesen una órbita y un nombre conocidos, nadie podría decir qué perturbaciones podrían lanzar cualquiera de ellos hacia nosotros. Ni siquiera en nuestra propia superficie podemos prever las perturbaciones de las rocas. Pon esas rocas a la deriva por el espacio y no hay manera de saber lo que podrían hacer. Cualquiera de esos asteroides que hay ahí fuera, que tiene un nombre nuestro unido a él, es muy probable que no tenga ningún otro.

Piensa en la órbita de la Tierra como una especie de autopista en la que somos el único vehículo, pero que la cruzan regularmente peatones tan ignorantes que no miran siquiera antes de lanzarse a cruzan El 90 % como mínimo de esos peatones es completamente desconocido para nosotros. No sabernos dónde viven, qué horario hacen, con qué frecuencia se cruzan en nuestro camino. Lo único que sabemos es que, en determinado momento, a intervalos imprecisos, se lanzan a cruzar por donde vamos nosotros a más de 100.000 kilómetros por hora.10 Tal como ha dicho Steven Ostro, del Laboratorio de Propulsión jet: «Supón que hubiese un botón que pudieses accionar e iluminar al hacerlo todos los asteroides que cruzan la Tierra mayores de unos diez metros: habría más de cien millones de esos objetos en el cielo». En suma, verías un par de miles de titilantes estrellas lejanas, pero millones y millones y millones de objetos más próximos moviéndose al azar; «todos los cuales pueden colisionar con la Tierra y todos los cuales se mueven en cursos ligeramente distintos atravesando el cielo a diferentes velocidades.11 Sería profundamente inquietante». En fin, inquiétate, porque es algo que está ahí. Sólo que no podemos verlo.

Se piensa en general -aunque no es más que una conjetura, basada en extrapolar a partir de los cráteres de la Luna- que cruzan regularmente nuestra órbita unos dos mil asteroides lo suficientemente grandes para constituir una amenaza para la vida civilizada, Pero incluso un asteroide pequeño (del tamaño de una casa, por ejemplo› podría destruir una ciudad. El número de estos relativos enanitos que hay en órbitas que cruzan la Tierra es casi con seguridad de cientos de miles y posiblemente millones, y es casi imposible rastrea ríos.

No se localizó el primero hasta 1991, y se hizo después de que había pasado ya. Se le llamó 1991 BA y se detectó cuando estaba ya a una distancia de 170.000 kilómetros de nosotros; en términos cósmicos el equivalente a una bala que le atravesase a uno la manga sin tocar el brazo. Dos años después pasó otro, un poco mayor, que erró el blanco por sólo 145.000 kilómetros; el que ha pasado hasta ahora más cerca de los que se han detectado. No se vio tampoco hasta que había pasado ya y había llegado sin previo aviso. Según decía Timothy Ferris en New Yorker, probablemente haya dos o tres veces por semana12 otros que pasan igual de cerca y que no detectamos.

Un objeto de un centenar de metros de ancho no podría captarse con ningún telescopio con base en la Tierra hasta que estuviese a sólo unos días de nosotros, y eso únicamente en el caso de que diese la casualidad de que se enfocase un telescopio hacia él, cosa improbable porque es bastante modesto incluso hoy el número de los que buscan esos objetos. La fascinante analogía, que se establece Siempre, es que el número de personas que hay en el mundo que estén buscando activamente asteroides es menor que el personal de un restaurante McDonald corriente. (En realidad es ya algo mayor, pero no mucho.)

Mientras Gene Shoemaker intentaba electrizar a la gente con el número de peligros potenciales del interior del sistema solar, había otro acontecimiento -sin ninguna relación en apariencia- que se estaba desarrollando discretamente en Italia. Era el trabajo de un joven geólogo del Laboratorio Lamont Doherty de la Universidad de Columbia. A principios de los años setenta, Walter Álvarez estaba haciendo trabajo de campo en un bonito desfiladero conocido como Garganta Bottaccione, cerca de Gubbio, un pueblo de montaña de la Umbría, y cuando despertó su curiosidad una delgada banda de arcilla rojiza que dividía dos antiguas capas de piedra caliza, una del periodo Cretácico y la otra del Terciario. Este punto se conoce en geología como la frontera KT* v señala el periodo, de hace 6~ millones de años, en que los dinosaurios y aproximadamente la mitad de las otras especies de animales del mundo se esfumaron bruscamente del registro fósil. Álvarez se preguntó qué podría explicar una fina lámina de arcilla, de apenas seis milímetros de espesor, de un momento tan dramático de la historia de la Tierra.

* Es KT en vez de CT porque Ose había asignado ya al Cámbrico. Según a qué fuente te atengas, la K procede bien del griego kreta o bien del alemán Kreíde. Las dos significan oportunamente caliza o Creta, que es también de donde viene cretáceo. (N. del A.)

Por entonces, la explicación oficial de la extinción de los dinosaurios era la misma que había sido un siglo atrás, en tiempos de Charles Lyell; es decir, que los dinosaurios se habían extinguido a lo largo de millones de años. Pero la delgadez de la capa parecía indicar que en la Umbría, por lo menos, había sucedido algo más brusco. Por desgracia, en la década de los setenta, no existía ningún medio de determinar el tiempo que podía haber tardado en acumularse un depósito como aquél.

En el curso normal de las cosas, es casi seguro que Álvarez habría tenido que dejar el asunto en eso; pero, afortunadamente) tenía una relación impecable con alguien ajeno a la disciplina que podía ayudar: su padre, Luis. Luis Álvarez era un eminente físico nuclear; había ganado el premio Nobel de Física en la década anterior. Siempre se había burlado un poco del apego de su hijo a las rocas, pero aquel problema le intrigó. Se le ocurrió la idea de que la respuesta podía estar en polvo procedente del espacio.

La Tierra acumula todos los anos unas 30.000 toneladas de «esférulas cósmicas»13 (polvo del espacio, en lenguaje más sencillo) que sería muchísimo si lo amontonases, pero que es infinitesimal si se esparce por todo el globo. Ese fino polvo está salpicado de elementos exóticos que apenas se encuentran normalmente en la Tierra. Entre ellos está el elemento iridio, que es un millar de veces más abundante en el espacio que en la corteza terrestre (se cree que porque la mayor parte del iridio del planeta se hundió hasta el núcleo cuando el planeta era joven).

Luis Álvarez sabía que un colega suyo del Laboratorio Lawrence Berkeley de California, Frank Asaro, había ideado una técnica para determinar con mucha exactitud la composición química de las arcillas mediante un proceso llamado análisis de activación electrónica. Entrañaba bombardear con neutrones en un pequeño reactor nuclear y contar minuciosamente los rayos gamma que se emitiesen; era una tarea extremadamente delicada. Asaro había utilizado antes esa técnica para analizar piezas de alfarería, pero Álvarez pensó que si determinaban la cuantía de uno de los elementos exóticos en las muestras de suelo de su hijo y lo comparaban con su tasa anual de deposición, sabrían lo que habían tardado en formarse las muestras. Una tarde del mes de octubre de 1977, Luis y Walter Álvarez fueron a ver a Asaro y le preguntaron si podía hacerles los análisis que necesitaban.

Era una petición bastante impertinente en realidad. Pedían a Ásaro que dedicara meses a hacer unas laboriosísimas mediciones de muestras geológicas sólo para confirmar lo que, en principio, parecía absolutamente obvio: que la fina capa de arcilla se había formado con tanta rapidez como indicaba su escaso grosor. Desde luego, nadie esperaba que el estudio aporrara ningún descubrimiento espectacular;

«En fin, fueron muy encantadores, muy persuasivos14 -recordaba Ásaro en 2002 en una entrevista-. Y parecía un problema interesante, así que accedí a hacerlo. Lamentablemente, tenía muchísimo trabajo de otro tipo, y no pude hacerlo hasta ocho meses después. – Consultó sus notas del periodo y añadió-: El 21 de junio de 1978, a las 13:45, pusimos una muestra en el detector. Al cabo de 124 minutos nos dimos cuenta de que estábamos obteniendo resultados interesantes, así que lo paramos y echamos un vistazo.»

En realidad, los resultados fueron tan inesperados que los tres científicos creyeron al principio que tenían que haberse equivocado. La cuantía de iridio de la muestra de Álvarez era más de trescientas veces superior a los niveles normales… muchísimo más de lo que podrían haber predicho. Durante los meses siguientes, Asaro y su colega Helen Michel trabajaron hasta treinta horas seguidas -«En cuanto empezabas ya no podías parar», explicó Asaro- analizando muestras, siempre con los mismos resultados. Los análisis de otras muestras (de Dinamarca, España, Francia, Nueva Zelanda, la Antártida…) indicaban que el depósito de iridio tenía un ámbito planetario y era muy elevado en todas partes, en algunos casos, hasta quinientas veces los niveles normales. No cabía duda de que la causa de aquel pico fascinante había sido algo grande, brusco y probablemente catastrófico.

Después de pensarlo mucho, los Álvarez llegaron a la conclusión de que la explicación más plausible (plausible para ellos, claro) era que había caído en la Tierra un asteroide o un cometa.

La idea de que la Tierra podría hallarse sometida a colisiones devastadoras de cuando en cuando no era tan nueva como se dice a veces hoy. Un astrofísico de la Universidad Northwestern, llamado Ralph B. Baldwin, había planteado ya en 1942 esa posibilidad en un artículo publicado en la revista Popular Astronomy 15 (Publicó el artículo allí porque ninguna revista académica se mostró dispuesta a publicarlo.) Dos científicos bien conocidos como mínimo, el astrónomo Ernst Ópik y el químico y premio Nobel Harold Urey habían dicho también en varias ocasiones que apoyaban la idea, \o era algo desconocido ni Siquiera entre los paleontólogos, En 1956, el profesor de la Universidad Estatal de Oregón, M. W De Laubenfels,16 se anticipaba en realidad a la teoría de los Álvarez al comentar en un artículo publicado en Journal of paleontology que los dinosaurios podrían haber sufrido un golpe mortal por un impacto procedente del espacio. Y, en 1970, el presidente de la Sociedad Paleontológica Americana, Dewey J. McLaren, planteó en la conferencia anual de la institución la posibilidad de que un acontecimiento anterior conocido como la extinción frasniana,17 se hubiese debido al impacto de un objeto extraterrestre.

Como para resaltar hasta qué punto la idea va no era novedosa en el periodo, unos estudios de Hollywood hicieron en [979 una película titulada Meteorito («Mide ocho kilómetros de ancho… Se está acercando a 48.000 kilómetros por hora… ¡Y no hay donde esconderse!»), en la que actuaban Henry Fonda, Natalie Wood, Karl Malden y una roca gigante.

Así que, cuando en la primera semana de 1980, en una asamblea de la Asociación Americana para el Progreso de la Ciencia, los Álvarez comunicaron que creían que la extinción de los dinosaurios no se había producido a lo largo de millones de años como parte de un proceso lento e inexorable, sino de forma brusca en un solo acontecimiento explosivo, no debería haber causado ninguna conmoción.

Pero la causó. Se consideró en todas partes, pero sobre todo en el mundo de la paleontología, una herejía escandalosa.

«En fin, tienes que recordar -explica Ásaro- que éramos aficionados en ese campo. Walter era geólogo especial izado en paleomagnetismo; Luis era físico y yo era químico nuclear Y de pronto, estábamos allí diciéndoles a los paleontólogos que habíamos resuelto un problema que ellos no habían conseguido resolver en un siglo. Así que no es tan sorprendente que no lo aceptaran de inmediato.»

Como decía bromeando Luis Álvarez: «Nos habían pillado practicando la geología sin licencia».

Pero había también algo mucho más profundo y fundamentalmente más abominable en la teoría del impacto. La creencia de que los procesos terrestres eran graduales había sido algo básico en la historia natural desde los tiempos de Lyell. En la década de los ochenta, el catastrofismo llevaba tanto tiempo pasado de moda que se había convertido literalmente en algo impensable, Como comentaría Eugene Shoemaker, casi todos los geólogos consideraban «contraria a su religión científica» la idea de un impacto devastador

No ayudaba precisamente el que Luis Álvarez se mostrase claramente despectivo con los paleontólogos y con sus aportaciones al conocimiento científico.

«No son muy buenos científicos, en realidad. Parecen más coleccionistas de sellos»,18 escribió en un artículo del New York Times, que sigue hiriendo.

Los adversarios de la teoría de los Álvarez propusieron muchas explicaciones alternativas de los depósitos de iridio -por ejemplo, que se debían a prolongadas erupciones volcánicas en la India llamadas las traps del Decán (trap se deriva de una palabra sueca que designa un tipo de lava; Decán es el nombre que tiene hoy la región)- e insistían sobre todo en que no existían pruebas de que los dinosaurios hubiesen desaparecido bruscamente del registro fósil en la frontera del iridio. Uno de los adversarios más firmes fue Charles Offícer del Colegio Dartmouth. Insistió en que el iridio había sido depositado por la acción volcánica, aunque admitiese en una entrevista de prensa que no tenía pruebas concretas de ello.19 Más de la mitad de los paleontólogos estadounidenses con quienes se estableció contacto en una encuesta seguían creyendo, todavía en 1988, que la extinción de los dinosaurios no tenía ninguna relación con el impacto de un asteroide o un cometa.20

Lo único que podía apoyar con la mayor firmeza la teoría de los Álvarez era lo único que ellos no tenían: una zona de impacto. Aquí es donde interviene Eugene Shoemaker. Shoemaker tenía familia en Iowa (su nuera daba clases en la Universidad de Iowa) y conocía bien el cráter de Manson por sus propios estudios. Gracias a él, todas las miradas se con-centraron entonces en Iowa.

La geología es una profesión que varía de un sitio a otro. Iowa, un estado llano y poco interesante estratigráficamente, es en general un medio bastante tranquilo para los geólogos. No hay picos alpinos ni glaciares rechinantes. No hay grandes yacimientos de petróleo y de metales preciosos, ni rastros de un caudal piroclástico. Si eres geólogo y trabajas para el estado de Iowa, buena parte de tu trabajo consistirá en evaluar los planes de control de estiércol21 que tienen obligación de presentar periódicamente todas las «empresas de confinamiento animal» ‹criadores de cerdos para el resto de las personas) del estado. En Iowa hay 15 millones de cerdos y, por tanto, muchísimo estiércol que controlan No lo digo en tono burlesco ni mucho menos -es una tarea vital y progresista, mantiene limpia el agua de Iowa-, pero, aunque se ponga la mejor voluntad del mundo, no es lo mismo que esquivar bombas de lava en el monte Pinatubo oque andar entre las grietas de un glaciar en la capa de hielo de Groenlandia buscando cuarzos antiguos con restos de seres vivos. Así que es fácil imaginar la corriente de emoción que recorrió el Departamento de Recursos Naturales de Iowa cuando, a mediados de los años ochenta, la atención del mundo de la geología se concentró en Manson y en su cráter

Trouhridge Hall, en Iowa City, es un montón de ladrillo rojo, que data del cambio de siglo que alberga el departamento de Ciencias de la Tierra de la Universidad de Iowa y (arriba, en una especie de buhardilla) a los geólogos del Departamento de Recursos Naturales de Iowa. Nadie re-cuerda ahora exactamente cuándo se instaló a los geólogos del estado en un centro académico, y aún menos por qué, pero da la sensación de que se les concedió ese espacio a regañadientes porque las oficinas están atestadas y son de techo bajo y muy poco accesibles. Cuando te indican el camino, casi esperas que acaben sacándote a una cornisa y ayudándote luego a entrar por una ventana.

Ray Anderson y Brian Witzke pasan sus horas de trabajo allá arriba entre montones desordenados de artículos, revistas, mapas plegados y grandes especímenes líticos. (A los geólogos nunca les faltan pisapapeles.) Es el tipo de espacio en que si quieres encontrar algo (un asiento, una taza de café, un teléfono que suena) tienes que mover montones de documentos.

–De pronto estábamos en el centro de todo22 me explicó Anderson, resplandeciente al recordarlo, cuando me reuní con Witzke y con él en su despacho una mañana lluviosa y deprimente de junio-. Fue una época maravillosa.

Les pregunté por Gene Shoemaker; un hombre que parece haber sido universalmente reverenciado.

–Era un gran tipo -contestó sin vacilar Witzke-. Si no hubiese sido por él, no habría podido ponerse en marcha el asunto. Incluso con su apoyo costó dos años organizarlo y echarlo adelante. Los sondeos son muy caros… unos 35 dólares el pie entonces, ahora cuesta más, y necesitábamos profundizar 3.000 pies.

–A veces más aún -añadió Anderson.

–A veces más aun -ratificó Witzke-. Yen varios puntos. Se trataba por tanto de muchísimo dinero. Desde luego, más de lo que podíamos permitirnos con nuestro presupuesto.

Así que se estableció un acuerdo de colaboración entre el Servicio Geológico de Iowa y el Servicio Geológico de Estados Unidos (USGS).

–Por lo menos nosotros creímos que era una colaboración dijo Anderson, esbozando una sonrisilla amarga.

–Para nosotros fue una verdadera curva de aprendizaje -continuó Witzke-. Había muchísima mala ciencia en aquel periodo, la verdad, gente que llegaba con resultados que no siempre resistían el análisis. Uno de esos momentos se produjo en la asamblea anual de la Unión Geofísica Americana en 1985,23 cuando Glenn lzett y C. L. Pilímore del USGS comunicaron que el cráter de Manson tenía la edad justa para haber estado relacionado con la extinción de los dinosaurios. La noticia atrajo bastante la atención de la prensa, pero desgraciadamente era prematura. Un examen más meticuloso de los datos reveló que Manson no sólo era demasiado pequeño, sino que era además nueve millones de años más antiguo.

Anderson y Witzke recibieron la primera noticia de este revés para sus carreras al llegar a una conferencia en Dakota del Sur y ver que la gente salía a su encuentro y les miraba con lástima v les decía: «Ya nos hemos enterado de que habéis perdido vuestro cráter». Era la primera noticia que tenían de que Izett y los demás científicos del USGS acababan de comunicar que se habían repasado los datos y que se había llegado a la conclusión de que Manson no podía haber sido en realidad el cráter de la extinción.

–Fue bastante deprimente -recuerda Anderson-. Quiero decir que teníamos aquello que era realmente importante y de pronto ya no lo teníamos. Pero fue peor aún darse cuenta de que las personas con quienes creíamos que habíamos estado colaborando no se habían molestado siquiera en comunicarnos los nuevos resultados.

–¿Por qué?

–¿Quién sabe? – respondió, encogiéndose de hombros-. De todos modos, era un indicio bastante claro de lo poco atractiva que puede llegar a ser la ciencia cuando trabajas a un cierto nivel.

La búsqueda se trasladó a otros lugares. En 1990 uno de los investigadores, Alan Hildebrand de la Universidad de Arizona, se encontró por casualidad con un periodista del Houston Chronicle que se había enterado de que había una formación anular grande e inexplicable, de 193 kilómetros de anchura y 48 de profundidad, debajo de la península de Yucatán, en Chicxulub (México), cerca de la ciudad de Progreso, unos 950 kilómetros al sur de Nueva Orleáns. Había sido Pemex, la empresa petrolera mexicana, quien había encontrado la formación en 195224 (precisamente el año en que Gene Shocmaker había visitado por primera vez el Cráter del Meteorito de Arizona), pero los geólogos de la empresa habían llegado a la conclusión de que se trataba de un fenómeno volcánico, de acuerdo con los criterios de la época. Hildebrand fue hasta allí y llegó enseguida a la conclusión de que habían encontrado el cráter A principios de 1991, se había demostrado a satisfacción de casi todos que Chicxulub era el lugar del impacto.

Aun así, mucha gente no entendía bien lo que podía hacer un impacto. Como explicaba Stephen Jay Gould en un artículo: «Recuerdo que albergaba algunas fuertes dudas iniciales sobre la eficacia de un acontecimiento de ese tipo…25 ¿por qué un objeto de unos diez kilómetros de anchura habría de causar un desastre tan grande en un planeta con un diámetro de casi trece mil?».

Poco después surgió oportunamente una prueba natural de la teoría cuando los Shoemaker y Levy descubrieron el cometa Shoemaker-Levy 9, y se dieron cuenta de que se dirigía a Júpiter Los seres humanos podrían presenciar por primera vez una colisión cósmica… y presenciarla muy bien gracias al nuevo Telescopio Espacial Hubble. Casi todos los astrónomos esperaban poco, según Curtis Peebles. Sobre todo porque el cometa no era una esfera compacta sino una sarta de ir fragmentos. «Tengo la impresión de que Júpiter se tragará esos cometas sin soltar un eructo»,26 escribía uno. Una semana antes de la colisión, Nature publicó el artículo «Se acerca el gran fracaso», en el que se decía que el impacto sólo iba a producir una lluvia meteórica.

Los impactos se iniciaron el 16 de junio de 1994, duraron una semana y fueron muchísimo mayores de lo que todos habían esperado (con la posible excepción de Gene Shoemaker). Un fragmento llamado Núcleo G impactó con la fuerza de un unos seis millones de megatones,27 75 veces el arsenal nuclear que existe actualmente en nuestro planeta. Núcleo Gera sólo del tamaño aproximado de una montaña pequeña, pero hizo heridas en la superficie joviana del tamaño de la Tierra. Era el golpe definitivo para los críticos de la teoría de los Álvarez.

Luis Álvarez no llegó a enterarse del descubrimiento del cráter de Chicxulub ni del cometa Shoemaker-Levy porque murió en 1988. También Shoemaker murió prematuramente. En el tercer aniversario de la colisión de Júpiter, su esposa y él estaban en el interior de Australia, adonde iban todos los años a buscar zonas de impacto. En una pista sin asfaltar del desierto de Tanami (normalmente uno de los lugares más vacíos de la Tierra), superaron una pequeña elevación justo cuando se acercaba otro vehículo. Shoemaker murió instantáneamente, su esposa resultó herida.28 Parte de sus cenizas se enviaron a la Luna a bordo de la nave espacial Lunar Prospector. El resto se esparció por el Cráter del Meteorito.

Anderson y Witzke no tenían ya el cráter que mató a los dinosaurios, «pero aún teníamos el cráter de impacto mayor y mejor conservado del territorio continental de Estados Unidos», dijo Anderson. (Hace falta una cierta destreza verbal para seguir otorgando un estatus superlativo a Manson. Hay otros cráteres mayores, en primer lugar el de Chesapeake Bay, que se identificó como zona de impacto en 1994, pero están en el mar o mal conservados.)

–Chicxulub está enterrado bajo dos o tres kilómetros de piedra caliza y la mayor parte de él está en el mar, lo que hace que su estudio resulte difícil -añadió Anderson-, mientras que Manson es perfectamente accesible. El hecho de que esté enterrado es lo que hace que se conserve relativamente intacto.

Les pregunté qué aviso tendríamos si una mole de roca similar se dirigiera hoy hacia nosotros.

–Bueno, seguramente ninguno -se apresuró a contestar Anderson-. No sería visible a simple vista hasta que se calentase, y eso no sucedería hasta que entrara en la atmósfera, y lo haría aproximadamente un segundo antes de llegar a tierra. Hablamos de algo que se mueve muchas decenas de veces más deprisa que la bala más rápida. Salvo que lo haya visto alguien con un telescopio, y en realidad no hay ninguna certeza de que vaya a ser así, nos pillaría completamente desprevenidos.

La fuerza del impacto depende de un montón de variables (ángulo de entrada, velocidad y trayectoria, si la colisión es de frente o de lado y la masa y la densidad del objeto que impacta, entre muchas otras cosas), ninguna de las cuales podemos conocer después de haber transcurrido tantos millones de años desde que se produjo el suceso. Pero lo que pueden hacer los científicos (y lo han hecho Anderson y Witzke) es medir la zona de impacto y calcular la cantidad de energía liberada. A partir de ahí, pueden calcular escenarios plausibles de cómo pudo sen… o, mas estremecedor, cómo sería si sucediese ahora.

Un asteroide o un cometa que viajase a velocidades cósmicas entraría en la atmósfera terrestre a tal velocidad que el aire no podría quitarse de en medio debajo de él y resultaría comprimido como en un bombín de bicicleta. Como sabe cualquiera que lo haya usado, el aire comprimido se calienta muy deprisa y la temperatura se elevaría debajo de él hasta llegar a unos 60.000 grados kelvin o diez veces la temperatura de la superficie del Sol. En ese instante de la llegada del meteorito a la atmósfera, todo lo que estuviese en su trayectoria (personas, casas, fábricas, coches) se arrugaría y se esfumaría como papel de celofán puesto al fuego.

Un segundo después de entrar en la atmósfera, el meteorito chocaría con la superficie terrestre, allí donde la gente de Manson habría estado un momento antes dedicada a sus cosas. El meteorito propiamente dicho se evaporaría instantáneamente, pero la explosión haría estallar mil kilómetros cúbicos de roca, tierra y gases supercalentados. Todos los seres vivos en 250 kilómetros a la redonda a los que no hubiese liquidado el calor generado por la entrada del meteorito en la atmósfera perecerían entonces con la explosión. Se produciría una onda de choque inicial que irradiaría hacia fuera y se lo llevaría todo por delante a una velocidad que sería casi la de la luz.

Para quienes estuviesen fuera de la zona inmediata de devastación, el primer anuncio de la catástrofe sería un fogonazo de luz cegadora (el más brillante que puedan haber visto Ojos humanos), seguido de un instante a un minuto o dos después por una visión apocalíptica de majestuosidad inimaginable: una pared rodante de oscuridad que llegaría hasta el cielo y que llenaría todo el campo de visión desplazándose a miles de kilómetros por hora. Se aproximaría en un silencio hechizante, porque se movería mucho más deprisa que la velocidad del sonido. Cualquiera que estuviese en un edificio alto de Omaha o Des Moines, por ejemplo, y que mirase por casualidad en la dirección correcta, vería un desconcertante velo de agitación seguido de la inconsciencia instantánea.

Al cabo de unos minutos, en un área que abarcaría desde Denver a Detroit, incluyendo lo que habían sido Chicago, San Luis, Kansas City; las Ciudades Gemelas (en suma, el Medio Oeste entero), casi todo lo que se alzase del suelo habría quedado aplanado o estaría ardiendo, y casi todos los seres vivos habrían muerto.29 A los que se hallasen a una distancia de hasta 1.500 kilómetros les derribaría y machacaría o cortaría en rodajas una ventisca de proyectiles voladores. Después de esos 1.500 kilómetros iría disminuyendo gradualmente la devastación.

Pero eso no es más que la onda de choque inicial. Sólo se pueden hacer conjeturas sobre los daños relacionados, que serían sin duda contundentes y globales. El impacto desencadenaría casi con seguridad una serie de terremotos devastadores. Empezarían a retumbar y a vomitar los volcanes por todo el planeta. Surgirían maremotos que se lanzarían a arrasar las costas lejanas. Al cabo de una hora, una nube de oscuridad cubriría toda la Tierra y caerían por todas partes rocas ardientes y otros desechos, haciendo arder en llamas gran parte del planeta. Se ha calculado que al final del primer día habrían muerto mil millones y medio de personas como mínimo. Las enormes perturbaciones que se producirían en la ionosfera destruirían en todas partes los sistemas de comunicación, con lo que los supervivientes no tendrían ni idea de lo que estaba pasando en otros lugares y no sabrían adónde in No importaría mucho. Como ha dicho un comentarista, huir significaría «elegir una muerte lenta en vez de una rápida.30 El número de víctimas variaría muy poco por cualquier tentativa plausible de reubicación, porque disminuiría universalmente la capacidad de la Tierra para sustentar vida».

La cantidad de hollín y de Ceniza flotante que producirían el impacto y los fuegos siguientes taparía el Sol sin duda durante varios meses, puede que durante varios años, lo que afectaría a los ciclos de crecimiento. Investigadores del Instituto Tecnológico de California analizaron, en el año 2001, isótopos de helio de sedimentos dejados por el impacto posterior del KT y llegaron a la conclusión de que afectó al clima de la Tierra durante unos diez mil años.31 Esto se usó concretamente como prueba que apoyaba la idea de que la extinción de los dinosaurios había sido rápida y drástica… y lo fue, en términos geológicos. Sólo podemos hacer conjeturas sobre cómo sobrellevaría la humanidad un acontecimiento semejante, o silo haría.

Y recuerda que el hecho se produciría con toda probabilidad sin previo aviso, de pronto, como caído del cielo.

Pero supongamos que viésemos llegar el objeto. ¿Qué haríamos? Todo el mundo se imagina que enviaríamos una ojiva nuclear y lo haríamos estallar en pedazos. Pero se plantean algunos problemas en relación con esa idea. Primero, como dice John S. Lewis, nuestros misiles no están diseñados para operar en el espacio.32 No poseen el empuje necesario para vencer la gravedad de la Tierra y; aun en el caso de que lo hiciesen, no hay ningún mecanismo para guiarlos a lo largo de las decenas de millones de kilómetros del espacio. Hay aún menos posibilidades de que consiguiésemos enviar una nave tripulada con vaqueros espaciales para que hiciesen el trabajo por nosotros, como en la película Armagedón; no disponemos ya de un cohete con potencia suficiente para enviar seres humanos ni siquiera hasta la Luna. Al último que la tenía, el Saturno y, lo jubilaron hace años y no lo ha reemplazado ningún otro. Ni tampoco podría construirse rápidamente uno nuevo porque, aunque parezca increíble, los pía-nos de las lanzaderas Saturno se destruyeron en una limpieza general de la NASA.

Incluso en el caso de que consiguiéramos de algún modo lanzar una ojiva nuclear contra el asteroide y hacerlo pedazos, lo más probable es que sólo lo convirtiésemos en una sucesión de rocas que caerían sobre nosotros una tras otra como el cometa Shoemaker sobre Júpiter… pero con la diferencia de que las rocas se habrían hecho intensamente radiactivas. Tom Gehrels, un cazador de asteroides de la Universidad de Arizona, cree que ni siquiera un aviso con un año de antelación sería suficiente33 para una actuación adecuada. Pero lo más probable es que no viésemos el objeto -ni aunque se tratase de un cometa- hasta que estuviese a unos seis meses de distancia, lo que sería con mucho demasiado tarde. Shoemaker -Levy 9 había estado orbitando Júpiter de una forma bastante notoria desde 1929, pero pasó medio siglo antes de que alguien se diese cuenta.34

Como estas cosas son tan difíciles de calcular y los cálculos han de incluir necesariamente un margen de error tan significativo, aunque supiésemos que se dirigía hacia nosotros un objeto no sabríamos casi hasta el final (el último par de semanas más o menos si la colisión era segura. Durante la mayor parte del periodo de aproximación del objeto viviríamos en una especie de cono de incertidumbre. Esos pocos meses serian, sin duda, los más interesantes de la historia del mundo. E imagínate la fiesta si pasase de largo.

–¿Con qué frecuencia se produce algo como el impacto de Manson?

–les pregunté a Anderson y Witzke antes de irme.

–Oh, a una media aproximada de una vez cada millón de años-dijo Witzke.

–Y recuerda -añadió Anderson-, que ése fue un acontecimiento relativamente menor. ¿Sabes cuantas extinciones estuvieron relacionadas con el impacto de Manson

–No tengo ni idea – Contesté.

–Ninguna -dijo, con un extraño aire de satisfacción-. Ni una.

Por supuesto, se apresuraron a añadir Witzke y Anderson mas o menos al unísono, se produjo una devastación terrible que afectó a gran parte del planeta, como hemos explicado ya, y una aniquilación total en cientos de kilómetros a la redonda de la zona cero. Pero la vida es resistente y, cuando se despejó el humo, había suficientes afortunados supervivientes de todas las especies para que ninguna desapareciese del todo.

La buena noticia es, al parecer, que hace falta un impacto enormemente grande para que se extinga una especie, la mala es que nunca se puede contar con la buena. Peor aún, no es necesario en realidad mirar hacia el espacio para ver peligros petrificadores. (Como estamos a punto de ver, la Tierra puede proporcionar peligro en abundancia por sí sola

14. EL FUEGO DE ABAJO

En el verano de 1917, un joven geólogo llamado Mike Voorhies andaba explorando, por una tierra de cultivo cubierta de hierba del este de Nebraska, cerca de la pequeña población de Orchard donde se había criado. Cuando pasaba por una garganta de paredes empinadas, localizó un brillo curioso en la maleza de arriba y subió a echar un vistazo. Lo que había visto era el cráneo perfectamente conservado de un joven rinoceronte, que habían sacado a la superficie lluvias recientes.

Y resultó que unos metros más allá se hallaba uno de los yacimientos de fósiles más extraordinarios que se han descubierto en Norteamérica: un abrevadero seco que había servido de tumba colectiva a gran cantidad de animales, rinocerontes, caballos tipo cebra, ciervos de dientes de sable, camellos, tortugas. Habían muerto todos a causa de algún misterioso cataclismo hace justamente menos de doce millones de años, en una época que se conoce en geología como el Mioceno. En aquella época, Nebraska se hallaba sobre una enorme y cálida llanura muy parecida al Serengueti del África actual. Los animales se encontraban enterrados bajo una capa de ceniza volcánica de hasta tres metros de profundidad. Lo desconcertante del asunto era que en Nebraska no había volcanes y nunca los había habido.

El lugar donde se hallaba el yacimiento descubierto por Voorhies se llama hoy Parque Estatal del Lecho de Fósiles de Ashfall. Hay en él un centro para visitantes y un museo nuevos y elegantes, con exposiciones serias sobre la geología de Nebraska y la historia de los yacimientos de fósiles. El centro cuenta también con un laboratorio que tiene una pared de cristal, a través de la cual los visitantes pueden ver a los paleontólogos limpiando huesos. Trabajando solo en el laboratorio en la mañana que yo pasé por allí había un tipo alegremente entrecano con una gastada camisa azul al que reconocí como Mike Voorhies por un documental de la serie Horizon de la BBC en el que actuaba. En el Parque Estatal del Lecho de Fósiles de Ashfall no es que reciban un enorme número de visitantes (queda un poco en medio de ninguna parte) y a Voorhies pareció gustarle poder enseñarme todo aquello. Me llevó al sitio donde había hecho su primer hallazgo, en lo alto de una quebrada de seis metros de altura.

–Era un lugar bastante tonto para buscar huesos1 -dijo alegremente-. Pero yo no estaba buscando huesos. Estaba pensando por entonces hacer un mapa geológico del este de Nebraska, y estaba en realidad más que nada echando un vistazo por allí. Si no hubiesen subido por aquella quebrada o si las lluvias no hubiese dejado al descubierto en aquel momento aquel cráneo, habría seguido mi camino y nunca se habría encontrado esto.

Le pregunté en qué sentido era un sitio bastante tonto para buscar huesos.

–Bueno, si buscas huesos, necesitas en realidad roca que esté al descubierto. Esa es la razón de que la paleontología se haga principalmente en sitios cálidos y secos. No es que en esos sitios haya más huesos. Es sólo que allí tienes cierta posibilidad de localizarlos. En un entorno como éste

–dijo indicando la enorme e invariable pradera-, no sabrías por dónde empiezan Podría haber cosas realmente magníficas por ahí, pero no dispones de ninguna clave en la superficie que te indique por dónde puedes empezar a buscan

Al principio pensaron que los animales habían quedado enterrados vivos,2 y eso fue lo que dijo Voorhies en 1981 en un artículo publicado en National Geographic.

El artículo llamaba al lugar del hallazgo una «Pompeya de animales prehistóricos» -me explicó-, lo cual fue desafortunado porque poco después comprendimos que los animales no habían muerto súbitamente ni mucho menos. Padecían todos ellos de una cosa llamada osteodistrofia pulmonar hipertrófica, que es lo que te podría pasar a ti si respirases mucha ceniza abrasiva… y debieron de respirar muchísima porque había unos 30 centímetros de espesor de ceniza en un radio de 160 kilómetros.

Cogió un trozo de tierra grisácea y arcillosa y la desmenuzó en mi mano. Era polvorienta pero un poco arenosa.

–Un material desagradable si tienes que respirarlo -continuó-, porque es muy fino pero es también muy agudo. Así que, en realidad, los animales vinieron a este abrevadero a refugiarse y murieron miserablemente. La ceniza lo había enterrado todo. Había enterrado toda la hierba y cubierto todas las hojas y convertido el agua en un caldo grisáceo que no se podía beber. No debió de ser nada agradable, la verdad.

En el documental de Horizon se indicaba que era una sorpresa la existencia de tanta ceniza en Nebraska. En realidad hacía mucho tiempo que se sabía que en Nebraska había grandes depósitos de ceniza. Se habían extraído cenizas a lo largo de casi un siglo para hacer polvos para la limpieza doméstica como Comet y Ajax. Pero, curiosamente, a nadie se le había ocurrido preguntarse de dónde procedía toda aquella ceniza.

–Me da un poco de vergüenza decírtelo confesó Voorhies con una breve sonrisa-, pero la primera vez que pensé en ello fue cuando un director de National Geographic me preguntó de dónde procedía toda aquella ceniza y tuve que confesarle que no lo sabía. Nadie lo sabía.

Voorhies envió muestras a colegas de todo el oeste de Estados Unidos preguntándoles si había algo en aquello que identificasen. Varios meses más tarde, un geólogo llamado Bill Bonnichsen, del Servicio Geológico de Idaho, se puso en contacto con él y le explicó que la ceniza se correspondía con la del yacimiento volcánico de un lugar del suroeste de Idaho llamado Bruneau-Jarbidge. El suceso en el que perecieron los animales de las llanuras de Nebraska fue una explosión volcánica de una envergadura inconcebible hasta entonces… pero lo suficientemente grande para dejar una capa de ceniza de tres metros de profundidad a unos 1.600 kilómetros de distancia, en el este de Nebraska. Resultó que bajo el oeste de Estados Unidos había un inmenso caldero de magma, un punto caliente volcánico colosal, que entraba en erupción cataclismáticamente cada 600.000 años o así. La última de esas erupciones se produjo hace unos 600.000 años. El punto caliente aún sigue allí. En la actualidad le llamamos Parque Nacional de Yellowstone.

Sabemos asombrosamente poco sobre lo que sucede debajo de nuestros pies. Es bastante notable pensar que Ford ha estado fabricando coches y los comités del Nobel otorgando premios durante más tiempo del que hace que sabemos que la Tierra tiene un núcleo. Y, por supuesto, la idea de que los continentes andan moviéndose por la superficie como nenúfares hace bastante menos de una generación que es de conocimiento público. «Aunque pueda parecer extraño -escribió Richard Feynman-, tenemos una idea más clara de la distribución de la materia en el interior del Sol de la que tenemos del interior de la Tierra.»3

La distancia desde la superficie de la Tierra hasta el centro de ésta es de 6.370 kilómetros, que no es tantísimo.4 Se ha calculado que si abrieses un pozo que llegase hasta el centro de la Tierra y dejases caer por él un ladrillo, sólo tardaría 45 minutos en llegar al fondo (aunque, cuando lo hiciese, sería ingrávido porque toda la gravedad de la Tierra estaría arriba y alrededor y no ya debajo de ella›. Nuestros propios intentos de penetrar hacia el centro han sido en realidad modestos. Hay una o dos minas surafricanas de oro que llegan hasta una profundidad de más de tres kilómetros, pero la mayoría de las minas del planeta no llegan más allá de unos cuatrocientos metros por debajo de la superficie. Sí la Tierra fuese una manzana, aún no habríamos atravesado toda la piel. Aún nos faltaría bastante para a llegar a eso, en realidad.

Hasta hace poco menos de un siglo, lo que los científicos mejor informados sabían sobre el interior de la Tierra no era mucho más de lo que sabía el minero de una mina de carbón… es decir que podías cavar en el suelo hasta una cierta profundidad y que luego habría roca y nada más. Más tarde, en 1906, un geólogo irlandés llamado R. D. Oldham se dio cuenta, cuando estaba examinando las lecturas de un sismógrafo correspondientes a un terremoto que se había producido en Guatemala que ciertas ondas de choque habían penetrado hasta un punto situado muy profundo dentro de la Tierra v habían rebotado luego en un ángulo como si se hubiese encontrado con una especie de barrera. Dedujo de eso que la Tierra tenía un núcleo. Tres años después, un sismólogo croata llamado Andrija Mohorovichic estaba estudiando gráficos de un terremoto que se había producido en Zagreb y localizó una reflexión extraña similar, pero a un nivel más superficial. Había descubierto la frontera entre la corteza y la capa situada a continuación, el manto; esta zona se ha conocido desde entonces como la discontinuidad de Mohorovichic, o Moho para abreviar.

Estábamos empezando a tener una vaga idea del interior en capas de la Tierra… pero sólo era en realidad una vaga idea. Hasta 1936 no descubrió un científico danés llamado Inge Lehmann, cuando estudiaba sismografías de terremotos que se habían producido en Nueva Zelanda, que había dos núcleos, uno más interior, que hoy creemos que es sólido, y otro exterior (el que había detectado Oldham), que se cree que es líquido y que constituye la base del magnetismo.

En ese mismo periodo en que Lehmann estaba depurando nuestra visión básica del interior de la Tierra a través del estudio de las ondas sísmicas de los terremotos, dos geólogos del Instituto Tecnológico de California estaban buscando un medio de establecer comparaciones entre un terremoto y el siguiente. Estos geólogos eran Charles Richter y Beno (Gutenberg aunque, por razones que no tienen nada que ver con la justicia, la escala pasó a llamarse casi inmediatamente sólo de Richten (No tuvo tampoco nada que ver con Richter, un hombre honesto que nunca se refirió a la escala por su propio nombre,5 sino que siempre la llamó «la escala de magnitud».)

La escala de Richter ha sido siempre bastante malinterpretada por los no científicos, aunque esto suceda algo menos ahora que en sus primeros tiempos. La gente que visitaba la oficina de Richter solía preguntarle si podía enseñarles su famosa escala, creyendo que era algún tipo de máquina. La escala es, claro está, más una idea que una cosa, una medida arbitraria de los temblores de la Tierra que se basa en mediciones de superficie. Aumenta exponencialmente,6 de manera que un temblor de 7,3 es 50 veces más potente que un terremoto de 6,3 y 2.500 veces más que uno de 5,3.

Teóricamente al menos, no hay un límite superior para un terremoto… ni tampoco hay, en realidad, uno inferior. La escala es una simple medición de fuerza, pero no dice nada sobre los daños. Un terremoto de magnitud 7, que se produzca en las profundidades del manto (a, digamos, 650 kilómetros de profundidad), podría no causar absolutamente ningún daño en la superficie, mientras que otro significativamente más pequeño, a sólo seis o siete kilómetros por debajo de la superficie, podría provocar una devastación considerable. Depende mucho también de la naturaleza del subsuelo, de la duración del terremoto, de la frecuencia y la gravedad de las réplicas y de las características de la zona afectada. Todo esto significa que los terremotos más temibles no son necesariamente los más potentes, aunque la potencia cuente muchísimo, claro está.

El terremoto más grande desde que se inventó la escala fue-según la fuente a la que se preste crédito- uno centrado en el estrecho del Príncipe Guillermo de Alaska que se produjo en marzo de 1964, que alcanzó una magnitud de 9,2 en la escala Richter, o uno que se produjo en el océano Pacífico, frente a las costas de Chile, en 1960, al que se asignó inicialmente una magnitud de 8,6 en la escala pero que se revisó más tarde al alza por fuentes autorizadas (incluido el Servicio Geológico de Estados Unidos) hasta una magnitud verdaderamente grande: de 9,5. Como deducirás de todo esto, medir terremotos no siempre es una ciencia exacta, sobre todo cuando significa que hay que interpretar lecturas de emplazamientos lejanos. De todos modos, ambos terremotos fueron tremendos. El de 1960 no sólo causó daños generalizados a lo largo de la costa suramericana, sino que provocó también un maremoto gigantesco que recorrió casi 10.000 kilómetros por el Pacífico y arrasó gran parte del centro de Hiro, Hawai, destruyendo 500 edificios y matando a sesenta personas. Oleadas similares causaron más víctimas aún en lugares tan alejados como Japón y Filipinas.

Pero, por lo que se refiere a devastación pura y concentrada, el terremoto más intenso que se ha registrado históricamente es muy probable que haya sido el que afectó a Lisboa, Portugal, el día de Todos los Santos (1 de noviembre) de 1755, y la hizo básicamente pedazos. Justo antes de las diez de la mañana se produjo allí una sacudida lateral súbita que se calcula hoy que tuvo una magnitud de 9 y que se prolongó ferozmente durante siete minutos completos. La fuerza convulsiva fue tan grande que el agua se retiró del puerto de la ciudad y regresó en una ola de más de 15 metros de altura, que aumentó la destrucción. Cuando cesó al fin el temblor, los supervivientes gozaron sólo de tres minutos de calma, tras los cuales se produjo un segundo temblor, sólo un poco menos potente que el primero. Dos horas después se produjo el tercero y último temblor Al final, habían muerto sesenta mil personas7 y habían quedado reducidos a escombros casi todos los edificios en varios kilómetros a la redonda. El terremoto que se produjo en San Francisco en 1906, por su parte, se calcula que alcanzó sólo una magnitud de 7,8 en la escala de Richter y duró menos de treinta segundos.

Los terremotos son bastante frecuentes. Hay como media a diario dos de magnitud 2, o mayores, en alguna parte del planeta, lo que es suficiente para que cualquiera que esté cerca experimente una sacudida bastante buena. Aunque tienden a concentrarse en ciertas zonas (sobre todo en las orillas del Pacífico), pueden producirse casi en cualquier lugar en Estados Unidos, sólo Florida, el este de Texas y la parte superior del Medio Oeste parecen ser (por el momento) casi totalmente inmunes. Nueva Inglaterra ha tenido dos terremotos de magnitud 6 o mayores en los últimos doscientos años. En abril de 2002, la región experimentó una sacudida de magnitud 5,1 por un terremoto que se produjo cerca del lago Champlain, en la frontera de los estados de Nueva York y de Vermont, que causó grandes daños en la zona y -puedo atestiguarlo- tiró cuadros de las paredes y niños de sus camas en puntos tan alejados como New Hampshire.

Los tipos más comunes de terremotos son los que se producen donde se juntan dos placas, como en California a lo largo de la Falla de San Andrés. Cuando las placas chocan entre sí, se intensifican las presiones hasta que cede una de las dos. Cuanto mayores sean los intervalos entre las sacudidas, más aumenta en general la presión acumulada y es por ello mayor la posibilidad de un temblor de grandes dimensiones. Esto resulta especialmente inquietante para Tokio que Bill Mugiré, un especialista en riesgos del Colegio Universitario de Londres, describe como «la ciudad que está esperando la muerte»5 (no es un lema que se encuentre uno en los folletos turísticos). Tokio se encuentra en el punto de unión de tres placas tectónicas, en un país bien conocido por su inestabilidad sísmica. En 1995, como sin duda recordarás, la ciudad de Kobe, situada casi 500 kilómetros al oeste, se vio afectada por un terremoto de una magnitud de 7,2, en el que perecieron 6.394 personas. Los daños se calcularon en 99.000 millones de dólares. Pero eso no fue nada (bueno, fue relativamente poco) comparado con lo que le puede pasar a Tokio.

Tokio ha padecido ya uno de los terremotos más devastadores de los tiempos modernos. El 1 de septiembre de 1923, poco antes del mediodía, se abatió sobre la ciudad el terremoto Gran Kanto, diez veces más potente que el de Kobe. Murieron 200.000 personas. Desde entonces, Tokio se ha mantenido extrañamente tranquilo, lo que significa que la tensión lleva ochenta años acumulándose en la superficie. Tiene que acabar estallando. En 1923 Tokio tenía una población de unos tres millones de habitantes. Hoy se aproxima a los treinta millones. Nadie se ha interesado por calcular cuántas personas podrían morir, pero el coste económico potencial sí se ha calculado y parece ser que podría llegar a los 7.000 millones de dólares.9

Son todavía más inquietantes, porque sabemos menos de ellos y pueden producirse en cualquier lugar en cualquier momento, los temblores menos frecuentes denominados endoplacales. Éstos se producen fuera de las fronteras entre placas, lo que los hace totalmente imprevisibles. Y como llegan de una profundidad mucho mayor, tienden a propagarse por áreas mucho más amplias. Los movimientos de tierra de este tipo más tristemente célebres que se han producido en Esta dos Unidos fueron una serie de tres en Nuevo Madrid, Misuri, en el invierno de 1811-1812. La aventura se inició inmediatamente después de medianoche, el 16 de diciembre en que despertó a la gente, primero, el ruido del ganado presa del pánico -el desasosiego de los animales antes de los terremotos no es ningún cuento de viejas, sino que está en realidad bien demostrado, aunque no haya llegado a entenderse del todo el porqué- y; luego, por un terrible ruido desgarrador que llegaba de las profundidades de la Tierra. La gente salió de sus casas y se encontró con que el suelo se movía en olas de hasta un metro de altura y se abría en grietas de varios metros de profundidad. El aire se llenó de un olor a azufre. El temblor duró cuatro minutos con los habituales efectos devastadores para las propiedades. Entre los testigos estaba el pintor John James Audubon, que se hallaba por casualidad en la zona. El seísmo irradió hacia fuera con tal fuerza que derribó chimeneas en Cincinnati, a más de 600 kilómetros de distancia, y, al menos según una versión, «hizo naufragar embarcaciones en puertos de la costa atlántica y… echó abajo incluso andamiajes que había instalados en el edificio del Capitolio de la ciudad de Washington».10 El 23 de enero y el 4 de febrero se produjeron más terremotos de magnitud similar Nuevo Madrid ha estado tranquilo desde entonces…, pero no es nada sorprendente porque estos episodios no se tiene noticia de que se hayan producido dos veces en el mismo sitio Se producen, por lo que sabemos, tan al azar como los rayos. El siguiente podría ser debajo de Chicago, de París o de Kinsasa. Nadie es capaz de empezar Siquiera a hacer conjeturas. ¿Y qué es lo que provoca esos enormes desgarrones endoplacales? Algo que sucede en las profundidades de la Tierra. Eso es todo lo que sabemos.

En los años sesenta, los científicos se sentían tan mal por lo poco que sabían del interior de la Tierra que decidieron hacer algo al respecto. Se les ocurrió concretamente la idea de efectuar perforaciones en el lecho del mar (la corteza continental era demasiado gruesa), hasta la discontinuidad de Moho, y extraer un trozo del manto de la Tierra para examinarlo con calma. La idea era que, si conseguían conocer la naturaleza de las rocas del interior, podrían empezar a entender cómo interactuaban y tal vez podrían predecir así los terremotos y otros desagradables acontecimientos.

El proyecto paso a conocerse, casi inevitablemente, como el Mohole,*11 y resultó bastante desastroso. Se tenía la esperanza de poder Sumergir una perforadora hasta una profundidad de 4.000 metros en el Pacífico, cerca de la costa de México, y perforar unos 5.000 metros a través de una corteza rocosa de relativamente poco espesor. Perforar desde un barco en alta mar es, según un oceanógrafo, «como intentar hacer un agujero en una acera de Nueva York desde el Empire State utilizando un espaguetti»12 Acabó todo en un fracaso. La profundidad máxima a la que llegaron fue de sólo unos 180 metros. El Mohole pasó a llamarse No Hole. En 1966, exasperado por unos costes en constante aumento y ningún resultado, el Congreso estadounidense canceló el proyecto.

* Hole significa en inglés «agujero». (N. del T.)

Cuatro años después, científicos soviéticos decidieron probar suerte en tierra firme. Eligieron un punto de península Kola, cerca de la frontera rusa con Finlandia, y empezaron a trabajar con la esperanza de poder perforar hasta una profundidad de 15 kilómetros. La tarea resultó más dura de lo esperado, pero los soviéticos demostraron una tenacidad encomiable. Cuando se dieron finalmente por vencidos, diecinueve años después, habían perforado hasta una profundidad de 12.262 metros. Teniendo en cuenta que la corteza de la Tierra representa sólo el 0,3 % del volumen del planeta 13 y que el agujero de Kola no había recorrido ni siquiera un tercio del camino previsto a través de la corteza terrestre, difícilmente podemos pretender haber llegado al interior

Pero, aunque el agujero era modesto, casi todo lo que reveló la perforación sorprendió a los investigadores. Los estudios de las ondas sísmicas habían llevado a los científicos a predecir, y con bastante seguridad, que encontrarían rocas sedimentarias a una profundidad de 4.700 metros, seguidas de granito en los 1.300 metros siguientes y basalto a partir de allí En realidad, la capa sedimentaria era un 50% más profunda de lo esperado y nunca llegó a encontrarse la capa basáltica. Además, el mundo era allá abajo mucho más cálido de lo que nadie había supuesto, con una temperatura de 180º C a 10.000 metros, casi el doble de lo previsto. Lo más sorprendente de todo era que la roca estaba saturada de agua, algo que no se había considerado posible.

Como no podemos ver dentro de la Tierra, tenemos que utilizar otras técnicas, que entraña principalmente la lectura de ondas cuando viajan a través del interior, para descubrir lo que hay allí. Sabemos un poquito sobre el manto por lo que se denominan tubos de kimberlita,14 en los que se forman los diamantes. Lo que sucede es que se produce una explosión en las profundidades de la Tierra que dispara, digamos, balas de cañón de magma hacia la superficie a velocidades supersónicas. Es un suceso que se produce totalmente al azar Podría estallar un tubo de kimberlita en el huerto trasero de tu casa mientras estás leyendo esto. Como surgen de profundidades de hasta 200 kilómetros, los tubos de kimberlita suben hasta la superficie todo tipo de cosas que no se encuentran normalmente en ella ni cerca de ella: una roca llamada peridotita, cristales de olivino y sólo de vez en cuando, más o menos en un tubo de cada 100- diamantes. Con las eyecciones de kimberlita sale muchísimo carbono, pero la mayor parte se evapora o se convierte en grafito. Sólo de cuando en cuando surge un trozo de él justo a la velocidad precisa v se enfría con la suficiente rapidez para convertirse en un diamante. Fue uno de esos tubos el que convirtió Johannesburgo en la ciudad diamantífera más productiva del mundo, pero puede haber otros más grandes aún de los que no tenemos noticia. Los geólogos saben que, en algún punto de las proximidades del noreste de Indiana, hay pruebas de la presencia de un tubo o un grupo de tubos que pueden ser verdaderamente colosales. Se han encontrado diamantes de 20 quilates o más en puntos dispersos de esa región. Pero nadie ha encontrado aún la fuente. Como dice John McPhee, puede estar enterrado bajo suelo depositado por glaciares, como el cráter de Manson, de Iowa, o bajo las aguas de los Grandes Lagos.

¿Cuánto sabemos, pues, sobre lo que hay en el interior de la Tierra? Muy poco. Los científicos están en general de acuerdo15 en que el mundo que hay debajo de nosotros está compuesto de cuatro capas: una corteza exterior rocosa, un manto de roca caliente viscosa, un núcleo exterior líquido y un núcleo interior sólido.* Sabemos que, en la superficie, predominan los silicatos, que son relativamente ligeros y no pesan lo suficiente para explicar la densidad global del planeta. Por tanto, tiene que haber en el interior material más pesado. Sabemos que para que exista nuestro campo magnético tiene que haber en algún lugar del interior un cinturón concentrado de elementos metálicos en estado líquido. Todo eso se acepta de forma unánime. Casi todo lo demás (cómo interactúan las capas, qué hace que se comporten como lo hacen, qué pueden hacer en cualquier momento del futuro) plantea en algunos casos cierta incertidumbre y en la mayoría, mucha.

* Para quienes deseen un cuadro irás detallado del interior de la Tierra, he aquí las dimensiones de las diversas capas, empleando cifras medias: corteza, de o a 40 kilómetros; manto superior, de 40 a 400 kilómetros: la zona de transición entre el manto superior y el inferior, de 400 a 600 kilómetros; el manto inferior de 650 a 2.700 kilómetros; la capa «D»,de 2.700 a 2.890 kilómetros; el núcleo exterior, de 2.890 a 5.150 kilómetros, y el núcleo interior de 5. 5.160 a 6.370 kilómetros. (N. del A.)

Hasta la única parte que podemos ver, la corteza, es objeto de una polémica bastante estridente. Casi todos los textos de geología explican que la corteza continental tiene de 5 a 10 kilómetros de espesor bajo los océanos, unos 40 kilómetros de espesor bajo los continentes y de 65 a 95 kilómetros de espesor bajo las grandes cordilleras. Pero hay muchas variaciones desconcertantes dentro de estas generalizaciones. Por ejemplo, la corteza debajo de las montañas californianas de Sierra Nevada tiene sólo de 30 a 40 kilómetros de grosor, y nadie sabe por qué. Según todas las leyes de la geofísica,16 esas montañas deberían estar hundiéndose, como si estuviesen sobre arenas movedizas. (Algunos creen que puede ser que esté pasando eso).

Cómo y cuándo se formó la corteza terrestre son cuestiones que dividen a los geólogos en dos grandes campos: los que creen que sucedió bruscamente, al principio de la historia de la Tierra, y quienes creen que fue de forma gradual y bastante más tarde. En cuestiones como éstas influye mucho la fuerza del sentimiento. Richard Armstrong de Yale propuso una teoría de estallido inicial en la década de 1960, y luego dedicó el resto de su carrera a combatir a quienes no estaban de acuerdo con él. Murió de cáncer en 199 Y, pero poco antes «arremetió contra sus críticos en una revista australiana de ciencias de la Tierra en una polémica en que les acusaba de perpetuar mitos», según un reportaje de la revista Earth de 1998. «Murió amargado», informaba un colega.

La corteza terrestre y parte del manto exterior se denominan litosfera (del griego litos, que significa «piedra»). La litosfera flota sobre una capa de roca más blanda llamada astenosfera (del griego «sin fuerza»), pero esos términos nunca son plenamente satisfactorios. Decir que la litosfera flota encima de la astenosfera indica un grado de fácil flotabilidad que no es del todo correcto. También es engañoso pensar que las rocas fluyen de alguna forma parecida a como pensamos que fluyen los materiales en la superficie. Las rocas son viscosas, pero sólo a la manera que lo es el cristal.'7 Puede que no lo parezca, pero todo el cristal de la Tierra fluye hacia abajo, bajo la fuerte atracción de la gravedad. Retira un paño de cristal muy antiguo del ventanal de una catedral europea y verás que es visiblemente más grueso en la parte inferior que en la superior. Ese es el tipo de «fluidez» de que hablamos. La manecilla de las horas de un reloj se mueve unas diez mil veces más deprisa que las rocas «fluyentes» del manto terrestre.

Los movimientos no sólo se producen lateralmente,18 como cuando las placas de la Tierra se mueven por la superficie, sino también hacia arriba y hacia abajo, cuando las rocas se elevan y caen en el proceso de batido llamado convección. El primero que dedujo la existencia del proceso de convección fue el excéntrico conde Von Rumford a finales del siglo xviii. Sesenta años más tarde, un vicario inglés llamado Osmond Fisher afirmó clarividentemente19 que el interior de la Tierra podría ser lo bastante fluido para que sus contenidos se moviesen de un lado a otro, pero semejante idea tardó muchísimo tiempo en recibir apoyo.

Los geofísicos se hicieron cargo de cuánta agitación había ahí abajo hacia 1970 y la noticia causó una considerable conmoción. Según cuenta Shawna Vogel en el libro Naked Earth: The New Geophysics [Tierra al desnudo: la nueva geofísica]: «Fue como silos científicos se hubiesen pasado décadas considerando las capas de la atmósfera de la Tierra (troposfera, estratosfera y demás), y luego, de pronto, hubiesen descubierto el viento»20

A qué profundidad se produce el proceso de convección ha sido desde entonces objeto de debate. Hay quien dice que empieza a 650 kilómetros de profundidad. Otro creen que a más de 3.000 kilómetros por debajo de nosotros. Como ha comentado James Trefil, el problema es que «hay dos series de datos, de dos disciplinas distintas,21 que no se pueden conciliar». Los geoquímicos dicen que ciertos elementos de la superficie del planeta no pueden proceder del manto superior que tienen que haber llegado de más abajo, de zonas más profundas del interior de la Tierra. Por tanto, los materiales del manto superior y el inferior deben mezclarse, al menos ocasionalmente. Los sismólogos insisten en que no hay prueba alguna que sustente esa tesis.

Así que sólo cabe decir que, cuando nos dirigimos hacia el centro de la Tierra, hay un punto un tanto indeterminado en el que dejamos la astenosfera y nos sumergimos en manto puro. Considerando que el manto abarca el 82 % del volumen de la Tierra y constituye el 65 % de su masa,22 no atrae demasiada atención, principalmente porque las cosas que interesan a los geocientíficos, y a los lectores en general por igual, da la casualidad de que o están más abajo ‹como es el caso del magnetismo) o más cerca de la superficie (como son los terremotos). Sabemos que a una profundidad de unos 150 kilómetros, el manto consiste predominantemente en un tipo de roca llamado peridotita, pero lo que llena los 2.650 kilómetros siguientes no se sabe bien qué es. Según un artículo de Nature, no parece ser peridotita. Pero eso es todo lo que sabemos.

Debajo del manto están los dos núcleos: un núcleo interno sólido y otro externo líquido. Lo que sabemos sobre la naturaleza de esos núcleos es indirecto, por supuesto, pero los científicos pueden postular algunas hipótesis razonables. Saben que las presiones en el centro de la Tierra son lo suficientemente elevadas (algo más de tres millones más que las de la superficie)23 para solidificar cualquier roca que haya allí. También saben, por la historia de la Tierra ‹entre otras cosas), que el núcleo interno retiene muy bien el calor. Aunque es poco más que una conjetura, se cree que en unos 4.000 millones de años la temperatura del núcleo no ha disminuido más que 110º C. Nadie sabe con exactitud ka temperatura del núcleo terrestre, pero los cálculos oscilan entre poco más de 4.000º C y más de 7.000 º C, aproximadamente lo mismo que la superficie del Sol.

Se sabe todavía menos en muchos sentidos del núcleo exterior, aunque todo el mundo está de acuerdo en que es fluido y que es la sede del magnetismo. La teoría la expuso E. C. Bullard de la Universidad de Cambridge en 1949. Según ella, esa parte fluida del núcleo terrestre gira de tal forma que se convierte prácticamente en un motor eléctrico, que crea el campo magnético de la Tierra. Se supone que los fluidos de convección de la Tierra actúan de forma parecida a las corrientes en los cables. No se sabe exactamente qué pasa, pero se cree que está relacionado con el hecho de que el núcleo gire y con el de que sea líquido. Los cuerpos que no tienen un núcleo líquido (la Luna y Marte, por ejemplo) no tienen magnetismo.

Sabemos que la potencia del campo magnético de la Tierra cambia de potencia de vez en cuando: durante la era de los dinosaurios, era tres veces mayor que ahora.24 Sabemos que se invierte cada 500.000 años o así, como media, aunque esas medias entrañan un enorme grado de imprecisión. La última inversión se produjo hace 750.000 años. A veces se mantiene invariable millones de años (el periodo más largo parece ser de 37 millones)25 y en otras ocasiones se ha invertido al cabo de sólo veinte mil años. En los últimos cien millones de años, se ha invertido en toral unas doscientas veces, y no tenemos ninguna idea concreta del porqué.

A esto se le llama «la mayor pregunta sin respuesta de las ciencias geológicas» 26

Quizás estemos ahora en una inversión. El campo magnético de la Tierra ha disminuido puede que hasta en un 6 % sólo en el último siglo. Es probable que cualquier disminución de la fuerza magnética sea una mala noticia, porque el magnetismo -aparte de permitirnos pegar notas en la puerta de la nevera y mantener nuestras brújulas señalando hacia donde deben-, desempeña un papel esencial en la tarea de mantenernos con vida. El espacio está lleno de peligrosos rayos cósmicos que, si no hubiese protección magnética, nos atravesarían el cuerpo dejando buena parte de nuestro ADN hecho briznas inútiles. El campo magnético impide cuando opera que esos rayos lleguen a la superficie de la Tierra, conduciéndolos a dos zonas del espacio próximo denominadas «cinturones Van Alíen». Interactúa además con las partículas de la atmósfera exterior para crear esos velos luminosos hechizantes, que llamamos auroras boreales y australes.

Nuestra ignorancia se debe en buena medida a que se han hecho tradicionalmente escasos esfuerzos para coordinar lo que está sucediendo en la parte de arriba de la Tierra con lo que pasa en su interior. Según Shawna Vogel: «Los geólogos y los geofísicos raras veces asisten a las mismas reuniones27 o colaboran en la solución de los mismos problemas».

Quizá no haya nada que evidencie mejor nuestro insuficiente conocimiento de la dinámica interior de la Tierra que lo mucho que nos sorprende cuando nos juega una mala pasada; y sería difícil dar con un recordatorio más saludable de lo limitado que es nuestro conocimiento, que la erupción del monte St. Helens del estado de Washington en 1980.

Por entonces, los 48 estados de la Unión situados más abajo llevaban sesenta y cinco años sin ver una erupción volcánica, así que la mayoría de los vulcanólogos oficiales a quienes se encargó controlar y prever la conducta del St. Helens sólo había visto en acción volcanes hawaianos y resultó que aquél no tenía nada que ver con ellos.

El St. Helens inició sus estruendos amenazadores el 20 de marzo. Al cabo de una semana, estaba expulsando magma, aunque en cantidades modestas, hasta cien veces al día, y se estremecía con movimientos de tierra constantes. Se evacuó a la población a 13 kilómetros, una distancia que se consideró segura. Cuando aumentaron los estruendos, la montaña se convirtió en una atracción turística internacional. Los periódicos informaban a diario de cuáles eran los mejores sitios para contemplar el espectáculo. Los equipos de televisión efectuaban varios vuelos al día en helicóptero hasta la cima e incluso se veía gente escalando la montaña a pie. En un solo día volaron sobre la cima más de setenta helicópteros y aeroplanos ligeros. Pero, a medida que fue pasando el tiempo sin que llegase a convertirse en un acontecimiento espectacular, la gente empezó a perder la paciencia y se generalizó la idea de que el volcán no entraría en realidad en erupción.

El 19 de abril empezó a hincharse visiblemente el lado norte de la montaña. Lo más curioso es que ninguna de las personas que ocupaban cargos de responsabilidad se dio cuenta de que eso anunciaba una explosión lateral. Los sismólogos basaban sus conclusiones categóricamente en el comportamiento de los volcanes hawaianos,18 en los que no se dan los estallidos laterales. La única persona que creyó que podría ocurrir algo grave fue Jack Hyde, un profesor de geología de una escuela politécnica de Tacoma. Indicó que el St. Helens no tenía chimenea abierta como los volcanes hawaianos, así que cualquier presión que se acumulase en su interior tenía que liberarse de forma espectacular y tal vez catastrófica. Sin embargo, Hyde no formaba parte del equipo oficial y sus comentarios despertaron escaso interés.

Todos sabemos lo que pasó después. El domingo 18 de mayo a las 8:32 de la mañana, el lado norte del volcán se desmoronó, lanzando ladera abajo una enorme avalancha de tierra v roca a casi 250 kilómetros por hora. Era el mayor deslizamiento de tierras de la historia humana29 v arrastró material suficiente para enterrar todo Manhattan a una profundidad de 120 metros. Un minuto después, con el flanco gravemente debilitado, el St. Helens entró en erupción con la potencia de 500 bombas atómicas del tamaño de la de Hiroshima,30 lanzando una nube caliente asesina a más de 1.050 kilómetros por hora, una velocidad demasiado elevada, sin duda, para que pudiesen escapar los que estuviesen cerca. Resultaron alcanzadas muchas personas que se creía que estaban a salvo en zona segura, y en muchos casos en lugares desde los que ni siquiera se veía el volcán. Hubo cincuenta y siete muertos31 y veintitrés de los cadáveres no se encontraron. El número de víctimas habría sido mucho mayor si no hubiese sido domingo. Cualquier otro día de la semana habrían estado trabajando en la zona mortal muchos forestales. De todos modos, murieron algunas personas que se encontraban a 30 kilómetros de distancia.

La persona que tuvo más suerte ese día fue un estudiante graduado llamado Harry Glicken. Había estado controlando un puesto de observación a nueve kilómetros de 'la montaña, pero tenía una entrevista en la universidad, en California, el 18 de mayo, y tuvo que dejar el puesto un día antes de la erupción. Le sustituyó David Johnston, que fue el primero que informó de la erupción del volcán. A los pocos segundos, había muerto. Su cadáver nunca apareció. Pero, por desgracia, la suerte de Glicken fue temporal. Once años después fue uno de los cuarenta y tres científicos y periodistas que perecieron en una erupción mortífera de roca fundida, gases y cenizas (lo que se llama flujo piroclástico) en el monte Unzen de Japón, debido a la interpretación errónea v catastrófica de la conducta de otro volcán.

Los vulcanólogos pueden ser o no los peores científicos del mundo haciendo predicciones, pero lo que es indiscutible es que son los peores en lo de darse cuenta de lo malas que son sus predicciones. Menos de dos años después de la catástrofe del Unzen, otro grupo de observadores de volcanes, dirigido por Stanley Williams de la Universidad de Arizona, se adentró por la periferia de un volcán activo llamado Galeras, en Colombia. A pesar de las muertes de los últimos años, sólo dos de los dieciséis miembros del equipo de Wiliams llevaban cascos de seguridad u otros medios de protección. El volcán entró en erupción y mató a seis científicos, y a tres turistas que los habían seguido, e hirió de gravedad a algunos más, incluido Williams.

En un libro extraordinariamente poco autocrítico titulado Surviving Galeras [Sobrevivir al Galeras], Williams decía que sólo pudo «mover la cabeza asombrado»32 cuando se enteró después de que sus colegas del mundo de la vulcanología habían comentado que había pasado por alto o desdeñado importantes señales sísmicas y había actuado de forma imprudente. «Es muy fácil criticar después de los hechos, aplicar el conocimiento que tenemos ahora a los acontecimientos de 1993», escribió. Sólo se consideraba responsable de haber tenido la mala suerte de acudir allí cuando el volcán «se comportó de forma caprichosa, como suelen hacer las fuerzas naturales. Me equivoqué y asumiré la responsabilidad. Pero no me siento culpable de la muerte de mis colegas. No hay culpas. Se produjo una erupción».

Pero volvamos a Washington. El monte St. Helens perdió 400 metros de cima y quedaron devastados 600 kilómetros cuadrados de bosque. Quedaron calcinados árboles suficientes como para construir unas 150.000 casas (0300.000, según otros informes). Los daños se calcularon en 2.700 millones de dólares. Surgió una columna de humo y cenizas que alcanzó una altura de 18.000 metros en menos de diez minutos. Un aparato de unas líneas aéreas, que se encontraba a 48 kilómetros de distancia, informó que había sido víctima de una granizada de rocas.33

Noventa minutos después de la explosión empezó a caer ceniza sobre Yakin, Washington, una comunidad de 50.000 personas situada a unos 130 kilómetros de distancia. Como es natural, la ceniza oscureció el día y lo cubrió todo, atascando motores, generadores y equipo eléctrico, asfixiando a los peatones, bloqueando los sistemas de filtración y paralizando toda actividad. Hubo que cerrar el aeropuerto y las autopistas de entrada y salida de la ciudad.

Hay que tener en cuenta que todo eso pasaba en la dirección del viento de un volcán que llevaba dos meses gruñendo de una forma amenazadora. Sin embargo, Yakima no contaba con sistemas de emergencia34 para posibles erupciones. El sistema de radio de emergencia de la ciudad, que debía entrar en acción teóricamente en una situación crítica, no lo hizo porque «el personal del domingo por la mañana no sabía manejarlo». Yakima estuvo paralizado y completamente aislado durante tres días, con el aeropuerto cerrado y las vías de acceso bloqueadas. La población quedó cubierta por una capa de ceniza (1,5 centímetros) tras la erupción del volcán. Imagínate ahora, por favor, lo que sería una erupción en Yellowstone.

15. UNA BELLEZA PELIGROSA

En la década de los sesenta, mientras estudiaba la historia volcánica del Parque Nacional de Yellowstone, Bob Christiansen, del Servicio Geológico de Estados Unidos, se quedó intrigado por algo por lo que sorprendentemente no se había interesado nadie antes: no podía encontrar el volcán del parque. Hacía mucho tiempo que se sabía que Yellowstone era de naturaleza volcánica -eso era lo que explicaba todos sus géiseres y demás fuentes de vapor-, y lo único que tienen los volcanes es que, en general, son bastante notorios. Pero Christiansen no podía encontrar por ninguna parte el volcán de Yellowstone. Lo que no conseguía encontrar concretamente era una estructura denominada caldera.

Casi todo el mundo imagina, cuando piensa en los volcanes, la forma cónica clásica de un Fuji o un Kilimanjaro, que es algo que se forma cuando el magma de la erupción se acumula en un montículo simétrico. Estos montículos pueden formarse con notable rapidez. En 1943, en Paricutín (México),1 un campesino se asustó al ver que salía humo de una zona de sus tierras. Al cabo de una semana, era el asombrado propietario de un cono de 152 metros de altura. Dos años después, el cono tenía ya casi 430 metros de altura y medía más de 800 metros de anchura Hay en total unos 10.000 volcanes de ese tipo claramente visibles en la Tierra. Y salvo unos centenares están casi todos extintos. Pero existe otro tipo de volcanes menos famosos que no necesitan formar una montaña. Se trata de volcanes tan explosivos que se abren de forma violenta en un solo y potente estallido, dejando atrás un enorme pozo: la caldera (un término latino). Yellowstone debía de ser; sin duda, un volcán de este segundo tipo. Pero Christiansen no encontraba la caldera por ninguna parte.

Quiso la suerte que, precisamente por entonces, decidiese la NASA probar algunas nuevas cámaras de gran altitud haciendo fotos de Yellowstone, copias de las cuales un funcionario considerado facilitó a las autoridades del parque suponiendo que podrían hacer una bonita exposición en uno de los centros para visitantes. Christiensen se dio cuenta, al ver las fotos, de por qué no había conseguido localizar la caldera: prácticamente todo el parque (9.000 kilómetros cuadrados) era caldera. La explosión había dejado un cráter de casi 6~ kilómetros de anchura, demasiado enorme para poder apreciarlo desde ningún punto situado a nivel del suelo. En algún momento del pasado, Yellowstone debió de estallar con una violencia superior a la escala de cualquier cosa conocida por los seres humanos.

Resulta, pues, que Yellowstone es un supervolcán. Se asienta encima de un enorme punto caliente, un depósito de roca tundida que se inicia a un mínimo de 200 kilómetros bajo tierra y se eleva casi hasta la superficie, formando lo que se llama una superpluma. El calor del punto caliente es lo que alimenta todas las chimeneas, termas, géiseres y ollas de lodo burbujeante. Debajo de la superficie hay una cámara de magma que tiene unos 72 kilómetros de ancho (aproximadamente las mismas dimensiones del parque) y unos 13 kilómetros de espesor en su parte más gruesa. Imagina un montón de TNT más o menos del tamaño de un condado inglés y que se eleve hacia el cielo 13 kilómetros, de la altura aproximada de los cirros más altos, y te harás una idea de por encima de qué andan los que visitan Yellowstone. La presión que ejerce un depósito de magma de esas dimensiones, sobre la corteza que está encima, ha elevado Yellowstone y el territorio del entorno aproximadamente medio kilómetro más de lo que estaría sin ella. Según el profesor Bill McGuire del Colegio Universitario de Londres, «no podrías acercarte a un radio de 1.000 kilómetros de él»2 en plena erupción. Las consecuencias que seguirían serían peor aun.

El tipo de superplumas sobre las que se asienta Yellowstone se parece bastante a los vasos de Martini: son estrechas por abajo pero van ensanchándose a medida que se acercan a la superficie para crear grandes cuencos de magma inestable. Algunos de estos cuencos pueden tener una anchura de hasta 1.900 kilómetros. De acuerdo con las teorías actuales, no siempre entran en erupción de una forma explosiva, pero a veces estallan en una emanación enorme y continua, una avalancha de roca fundida como sucedió en las traps del Decán, en la India, hace 65 millones de años. En este caso cubrieron un área de más de 500.000 kilómetros cuadrados y probablemente contribuyesen a la extinción de los dinosaurios

–desde luego, no los ayudaron- con sus emanaciones de gases nocivos. Las superplumas pueden ser también responsables de las fisuras o los rifts que hacen que se separen los continentes.

Esas plumas no son tan raras. Hay unas treinta activas en la Tierra en este momento y son responsables de muchas de las islas y cadenas de islas más conocidas (los archipiélagos de las Azores, las Canarias v los Galápagos, la pequeña Pitcairn en mitad del Pacífico Sur y muchas otras), pero, aparte de Yellowstone, son todas oceánicas. Nadie tiene la menor idea de cómo o por qué acabó Yellowstone bajo una placa continental. Sólo hay dos cosas seguras: que la corteza en Yellowstone es fina y el mundo que hay debajo es caliente. Pero, si la corteza es fina, debido al punto caliente o si el punto caliente está allí porque la corteza es fina es motivo de, digamos, ardoroso debate. La naturaleza continental de la corteza hace que sus erupciones sean enormemente distintas. Mientras los otros supervolcanes tienden a emitir lava de modo constante y de una forma relativamente benigna, Yellowstone lo hace de forma explosiva. No sucede a menudo, pero cuando sucede es mejor encontrarse a bastante distancia.

Desde su primera erupción conocida de hace 16,5 millones de años, ha entrado en acción unas cien veces, pero es sobre las tres erupciones más recientes sobre las que se ha escrito. La última fue un millar de veces mayor que la del monte St. Helens, la penúltima fue 280 veces mayor y, la antepenúltima, fue tan grande que nadie sabe exactamente cuán grande fue. Fue por lo menos 2.500 veces mayor que la de St. Helens, pero quizás 8.000 veces más monstruosa.

No tenemos absolutamente nada con lo que podamos compararla. La mayor explosión de tiempos recientes fue la de Krakatoa, Indonesia, en agosto de 1889, y fue de tal magnitud que reverberó por todo el planeta durante nueve días3 e hizo agitarse las aguas en zonas alejadas como el canal de la Mancha. Pero, si imaginamos que el volumen de material eyectado en Krakatoa es del tamaño de una pelota de golf, el de la mayor erupción de Yellowstone sería del tamaño aproximado de una esfera detrás de la cual podrías esconderte. A esa escala, la erupción del monte St. Helens no sería más grande que un guisante.

La erupción de Yellowstone de hace dos millones de anos emitió ceniza suficiente como para enterrar el estado de Nueva York, hasta una profundidad de 20 metros, o el de California hasta seis metros. Fue esa ceniza la que creó los yacimientos fósiles de Mike Voorhies en el este de Nebraska. Esa explosión se produjo en lo que hoy es Idaho, pero la corteza de la Tierra se ha desplazado por encima de ella a lo largo de millones de años a un ritmo de unos 2,5 centímetros al año, de manera que hoy está directamente debajo del noroeste de Wyoming. (El punto caliente propiamente dicho se mantiene en el mismo sitio, como un soplete de acetileno dirigido hacia un techo.) Deja en su estela el tipo de fértiles llanuras volcánicas que son ideales para cultivar patatas, como hace mucho que descubrieron los campesinos de Idaho. A los geólogos les gusta decir en broma que, en otros dos millones de años, Yellowstone producirá patatas fritas para los McDonald's y, la gente de Billings, Montana, andará entre géiseres.

La lluvia de cenizas de la última erupción de Yellowstone cubrió por completo o en parte 19 estados del oeste (más zonas de Canadá y de México), casi la totalidad de la parte de Estados Unidos situada al oeste del Misisipí. Hay que tener en cuenta que esa zona es el granero del país, una región que produce aproximadamente la mitad de los cereales del mundo. Y conviene recordar que la ceniza no es como una gran nevada que se derretirá con la llegada de la primavera. Si quisieses volver a cultivar, tendrías que encontrar algún sitio donde poner toda la ceniza. Hicieron falta miles de trabajadores durante ocho meses para retirar 1.800.000.000 de toneladas de desechos de las 6,5 hectáreas del emplazamiento del World Trade Center de Nueva York. Imagina lo que llevaría limpiar Kansas.

Y eso sin considerar siquiera las consecuencias climáticas. La última erupción de un supervolcán en la Tierra se produjo en Toba,4 en el norte de Sumatra, hace 74.000 años. Nadie sabe exactamente lo grande que fue, pero desde luego fue tremenda. Los testigos de hielo de Groenlandia muestran que a la explosión de Toba siguieron como mínimo seis años de «invierno volcánico» y Dios sabe cuántas estaciones de escaso crecimiento después de eso. El acontecimiento se cree que pudo llevar a los seres humanos hasta el borde de la extinción, reduciendo la población global a sólo unos cuantos millares de individuos. Eso significaría que todos los seres humanos modernos surgieron de una base de población muy pequeña, lo que explicaría nuestra carencia de diversidad genética. En todo caso, hay ciertas pruebas que sugieren que, durante los 20.000 años siguientes, el número total de habitantes de la Tierra no llegó a ser nunca superior a unos cuantos miles.5 No hace falta decir que es mucho tiempo para dedicarlo a recuperarse de una sola erupción volcánica.

Todo esto fueron hipótesis interesantes hasta 1973, en que un extraño suceso lo hizo súbitamente trascendental: el agua del lago de Yellowstone, en el centro del parque, empezó a cubrir las orillas en el extremo sur; inundando un prado, mientras que, en el extremo opuesto del lago el agua retrocedió de forma misteriosa. Los geólogos efectuaron una rápida investigación y descubrieron que una gran zona del parque había experimentado un abultamiento amenazador Ese abultamiento estaba elevando un extremo y haciendo retirarse el agua del otro, como pasaría si alzases por un lado la piscina hinchable de un niño. Luego, en 1984, toda la región central del parque se hundió 20 centímetros. Ahora parece que está elevándose de nuevo.

Los geólogos comprendieron que la única causa posible de esto era una cámara de magma inestable. Yellowstone no era el emplazamiento de un antiguo supervolcán: era el emplazamiento de uno activo. Fue también, más o menos por entonces, cuando consiguieron descubrir que en el ciclo de erupciones de Yellowstone se producía de promedio una gran explosión cada 600.000 años. La última fue hace 630.000. Parece, pues, que ya le toca.

–Puede que no lo parezca, pero estás sobre el volcán activo mayor del mundo6 -me dice Paul Doss, geólogo del Parque Nacional de Yellowstone, poco después de bajarse de una enorme motocicleta Harley Davidson y de que nos diéramos la mano cuando nos encontramos en Mammoth Hot Springs una deliciosa mañana de junio, temprano. Doss, que es natural de Iowa, es un hombre cordial de voz suave y extremadamente reflexivo, que no parece en absoluto un empleado de un Servicio de Parques Nacionales. Tiene una barba canosa y lleva el pelo recogido atrás en una larga coleta. Adorna una de sus orejas un pequeño arete de zafiro. Una leve barriga fuerza su flamante uniforme del Servicio de Parques. Parece más un músico de blues que un funcionario del estado. Es en realidad músico de blues (toca la armónica). Pero, de lo que no hay duda, es de que le entusiasma la geología-. Y he conseguido el mejor sitio del mundo para practicarla -dice cuando nos ponemos en marcha en un vehículo maltrecho y saltarín de tracción integral, camino de Old Faithful.

Ha accedido a dejarme acompañarle durante un día mientras se dedica a hacer lo que los geólogos del parque suelen hacen La primera tarea de hoy es dar una charla introductoria a una nueva tanda de guías turísticos.

Yellowstone, no hace falta decirlo, es de una belleza sensacional, con montañas gordas y majestuosas, prados salpicados de bisontes, riachuelos retozones, un lago azul cielo, fauna y flora naturales en cantidades desmedidas.

–La verdad es que no hay nada mejor que esto si eres geólogo -dice Doss-. Arriba en Beartooth Gap hay rocas de casi 3.000 millones de años (tres cuartas partes del tiempo transcurrido desde el principio de la Tierra) y luego tienes aquí aguas termales. – Señala las aguas calientes sulfurosas a las que se debe el nombre de Mammoth-. Donde puedes ver cómo son las rocas cuando nacen. Y en medio hay todo lo que puedas imaginan No he estado en ningún sitio donde la geología sea más evidente… ni más bella.

–¿Así que te gusta? – le digo.

–Oh, no, me entusiasma -contesta con absoluta sinceridad-. Quiero decir que me entusiasma esto. Los inviernos son duros y el sueldo no es gran cosa, pero, en cuanto a bueno, la verdad es que… -Se interrumpió para señalar un espacio vacío situado a lo lejos, en una cadena de montañas, hacía el oeste, que acababa de hacerse visible sobre una elevación. Me explicó que las montañas se llamaban las Gallatius-. Use hueco tiene 100 kilómetros de anchura, puede que lío. Durante mucho tiempo nadie pudo entender por qué estaba ahí ese hueco, hasta que Bob Christiansen se dio cuenta de que tenía que ser porque las montañas simplemente habían estallado. Cuando te encuentras con 100 kilómetros de montañas que han desaparecido del mapa, sabes que estás tratando con algo muy potente. A Christiansen le llevó seis años dar con la clave.

Le pregunté qué era lo que hacía que Yellowstone estallase cuando estallaba.

–No lo sé. Nadie lo sabe. Los volcanes son cosas extrañas. No los entendemos en realidad. El Vesubio de Italia estuvo activo trescientos años hasta que tuvo una erupción en 1944 y luego sencillamente se paró. Ha estado silencioso desde entonces. Algunos vulcanólogos piensan que se está recargando a lo grande, lo que es un poco preocupante porque alrededor de él viven dos millones de personas. Pero nadie sabe.

–Y si Yellowstone fuese a estallar ¿qué avisos tendríais?

Se encogió de hombros.

–No había nadie por aquí la última vez que estalló, así que nadie sabe cuáles son las señales de aviso. Lo más probable sería que hubiese enjambres de terremotos y algún levantamiento superficial y, posiblemente, algunos cambios en las pautas de conducta de los géiseres y de las chimeneas de vapor, pero la verdad es que nadie lo sabe.

–Así que ¿podría simplemente estallar sin aviso?

Asintió pensativo. El problema, explicó, es que casi todas las cosas que constituían señales y avisos ya estaban presentes en cierta medida en Yellowstone.

–Los terremotos son generalmente un precursor de las erupciones volcánicas, pero en el parque hay ya montones de terremotos… el último año tuvo 260. La mayoría de ellos son demasiado pequeños y no se aprecian, pero son terremotos de todos modos.

También podría considerarse una clave, dijo, un cambio en la pauta en las erupciones de los géiseres, aunque también éstas varían impredeciblemente. El géiser más famoso del parque era en tiempos el Excelsior Solía entrar en erupción regular y espectacularmente llegando a alturas de 100 metros, pero en 1888 se paró sin más ni más. Luego, en 1985, volvió a entrar en erupción, aunque sólo llegó a una altura de 25 metros.

El géiser Steamboat es el más grande del mundo cuando esta lía lanzando agua 120 metros en el aire, pero los intervalos entre sus erupciones han oscilado entre sólo cuatro días y casi cincuenta anos.

–Aunque estallase hoy y luego volviese a hacerlo la semana que viene, eso no nos diría absolutamente nada sobre lo que podría hacer la semana siguiente, la otra o dentro de veinte años -dijo Doss-. El parque entero es tan imprevisible que es imposible en realidad extraer conclusiones de casi nada de lo que pasa.

Evacuar Yellowstone no sería fácil. El parque recibe unos tres millones de visitantes al año, la mayoría de ellos en los tres meses de temporada alta del verano. En el recinto hay relativamente pocas carreteras y no se quieren ensanchar, en parte para aminorar el tráfico, en parte para preservar un ambiente pintoresco, y en parte, debido a limitaciones topográficas. En el periodo álgido del verano puede ser fácil que lleve medio día cruzar el parque y varias horas llegar a cualquier lugar situado dentro de él.

–La gente, siempre que ve animales, simplemente se para, esté donde esté -dice Doss-. Tenemos atascos por osos. Tenemos atascos por bisontes. Tenemos atascos por lobos.

En el otoño de 2000, representantes del Servicio Nacional de Parques y del Servicio Geológico de Estados Unidos, junto con algunos académicos, se reunieron y crearon el llamado Observatorio Volcánico de Yellowstone (OVY). Existían va cuatro organismos de este tipo (en Hawai, California, Alaska y Washington), pero, aunque parezca extraño, no había ninguno en la mayor zona volcánica del mundo. El OVY es en realidad una idea más que una cosa, un acuerdo para coordinar esfuerzos en el estudio y el análisis de una geología tan diversa como es la del parque. Doss me dijo que una de sus primeras tareas fue elaborar un «plan de riesgos de terremotos y erupciones volcánicas», un plan de actuación en caso de una crisis.

–¿No hay ya uno? – pregunté yo.

–No, en realidad, no. Pero pronto lo habrá.

–¿No llega con un poco de retraso? Sonrió.

–Bueno, digamos que no llega demasiado pronto.

La idea es que una vez que esté listo habrá tres personas (Christian sen de Parque Menlo, California, el profesor Robert B. Smith de la Universidad de Utah y Doss del propio parque) que valorarán el grado de peligro de cualquier cataclismo potencial y aconsejarán al superintendente del parque. El superintendente tomará la decisión de evacuar o no evacuar el parque.

Para las zonas adyacentes, no hay ningún plan. En cuanto cruzases las puertas de salida del parque tendrías que arreglártelas por tu cuenta… no es mucha ayuda en caso de que Yellowstone estallase de verdad a lo grande.

Por supuesto, ese día puede tardar decenas de miles de años en llegan Doss piensa que ese día puede no llegar nunca.

–Que haya seguido una pauta en el pasado no significa que siga ateniéndose a ella -dice-. Hay algunas pruebas que indican que la pauta puede ser una serie de explosiones catastróficas, seguidas de un largo periodo de quietud. Puede que ahora estemos en él. Lo que se aprecia ahora es que la mayor parte de la cámara de magma está cristalizando y enfriándose. Está liberando los materiales volátiles; para una erupción explosiva necesitas tener atrapados materiales volátiles.

Hay, por otra parte, abundantes peligros de otro género en Yellowstone yen su entorno, como se hizo evidente de una forma devastadora la noche del 17 de agosto de 1959, en un lugar llamado lago Hebgen,7 a la salida misma del parque. Use día, cuando faltaban veinte minutos para la medianoche, se produjo allí un terremoto catastrófico. Tuvo una magnitud de 7,5, que no es una cosa demasiado enorme para un terremoto, pero fue tan brusco y desgarrador que derrumbó toda la ladera de una montaña. Era el punto culminante de la temporada de verano, pero afortunadamente por entonces no iba tanta gente a Yellowstone como ahora. Se desprendieron de pronto de la montaña, a una velocidad de más de 160 kilómetros por hora, So millones de toneladas de rocas, que se precipitaron con una fuerza y un empuje tales que el borde delantero de la avalancha ascendió 120 metros por la ladera de una montaña del otro lado del valle. Había una parte de la zona de acampada de Rock Creek en su trayecto y se la llevó por delante. Murieron veintiocho campistas, diecinueve de los cuales quedaron tan enterrados que nunca llegaron a recuperarse los cadáveres. La devastación que causó la avalancha fue tan rápida como caprichosa. Tres hermanos que dormían en una misma tienda resultaron ilesos. Sus padres que dormían en otra tienda contigua fueron arrastrados y no se halló rastro alguno de ellos.

–Algún día se producirá un gran terremoto… y me refiero a uno grande de veras -me dijo Doss-. Hay que contar con eso. Ésta es una gran zona de falla para terremotos.

A pesar del terremoto de lago Hebgen y de otros peligros conocidos, Yellowstone no tuvo sismógrafos permanentes hasta la década de los setenta.

Si quisieses apreciar la majestuosidad y la inexorabilidad de los procesos geológicos, no podrías elegir un sitio más peligroso que los Tetons, esa cordillera de suntuosos picachos que se alza justamente al sur del Parque Nacional de Yellowstone. Hace nueve millones de años los Tetons no existían. El terreno que rodea Jackson Hole no era más que una llanura cubierta de hierba. Pero luego se abrió una falla de 64 kilómetros de longitud dentro de la Tierra y, desde entonces, una vez cada novecientos años aproximadamente, los Tetons experimentaron un terremoto grande de verdad, lo suficiente para elevarlos otros dos metros más de altura. Han sido estos tirones repetidos a lo largo de eones los que les han alzado hasta sus majestuosas altitudes actuales de 2.000 metros.

Esos novecientos años son una media…9 una media un tanto engañosa. Según dicen Robert B. Smith y Lee J. Siegel en Windows into the Earth [Ventanas hacia la Tierra], una historia geológica de la región, el último terremoto importante de los Tetons se produjo hace entre cinco mil y siete mil años. Así que puede que los Tetons sea la zona del planeta donde antes toca un terremoto.

Las explosiones hidrotérmicas son también un peligro significativo. Pueden producirse en cualquier momento y prácticamente en cualquier sitio sin que sea posible predecirías.

–Canalizamos a los visitantes hacia las cuencas térmicas, ¿sabes? – me dijo Doss después de que vimos la explosión de Old Faithful-. Es lo que vienen a ver; ¿Sabías que hay más géiseres y fuentes termales en Yellowstone que en todo el resto del mundo?

–No, no lo sabía.

–Hay 10.000, y nadie sabe cuándo se puede abrir una chimenea.

Fuimos en el coche hasta un sitio llamado Duck Lake, una masa de agua de un par de cientos de metros de anchura.

–Parece completamente inocuo -dijo Doss-. Es sólo una gran laguna. Pero este gran agujero no estaba aquí antes. En algún momento de los últimos quince mil años se produjo aquí una explosión de muchísima envergadura. Debieron de ser varias decenas de millones de toneladas de tierra, roca y agua a temperaturas muy elevadas las que salieron despedidas a velocidades supersónicas. Ya te puedes imaginar lo que pasaría si sucediese eso debajo de los aparcamientos de Oid Faithful o en uno de los centros para visitantes. – Hizo un mohín descorazonado.

–¿Habría algún aviso?

–Lo más probable es que no. La última explosión significativa que se produjo en el parque fue en un sitio llamado Pork Chop Geyser en 1989. Dejó un cráter de unos cinco metros de ancho…, no es una cosa enorme ni mucho menos, pero sí bastante grande si hubieses estado allí en aquel momento. No andaba nadie por la zona, afortunadamente, así que no hizo daño a nadie, pero aquello sucedió sin aviso. En el pasado muy remoto ha habido explosiones que han hecho agujeros de más de kilómetro y medio de anchura. Y nadie puede decirte cuándo y dónde podría volver a pasar. Lo único que puedes hacer es tener la esperanza de no estar allí cuando pase.

También son un peligro los grandes desprendimientos de rocas. Hubo uno bastante grande en Gardiner Canyon en 1999, pero tampoco en ese caso afectó a nadie, afortunadamente. Al final de la tarde Doss y yo paramos en un sitio donde había una roca que sobresalía por encima de una carretera del parque con bastante tráfico. Las grietas eran claramente visibles.

–Podría llegarse a caer en cualquier momento -dijo Doss cavilosamente.

–Lo dices en broma -dije yo.

No había un momento en que no pasasen dos coches por debajo de ella, todos llenos de (literalmente) despreocupados campistas.

–Bueno, no es probable -añadió-. Yo sólo estoy diciendo que podría. Quizá podría también mantenerse así varias décadas. No hay manera de saberlo seguro. La gente tiene que aceptar que viniendo aquí se corren riesgos. Eso es todo lo que se puede decir

Cuando volvíamos andando a su vehículo para dirigirnos a Mammoth Springs, Doss añadió:

–Pero el asunto es que casi nunca pasa nada malo. Las rocas no se caen. No hay terremotos. No se abren de pronto nuevas chimeneas. Con tanta inestabilidad casi siempre está todo notable y sorprendentemente tranquilo.

–Es como la propia Tierra -comente.

–Exactamente -coincidió.

Los peligros de Yellowstone afectan tanto a los empleados del parque como a los visitantes. Doss había tenido una terrible impresión de eso mismo en su primera semana de trabajo, cinco años antes. Una noche, ya tarde, tres jóvenes empleados de verano estaban dedicados a una actividad ilícita consistente en nadar en las charcas de agua caliente o simplemente flotar en ellas. Aunque el parque no lo pregona por razones obvias, no todas las charcas de Yellowstone son tan calientes como para que resulten peligrosas. En algunas resulta muy agradable meterse y quedarse flotando en el agua, y algunos de los empleados de verano tenían la costumbre de darse un chapuzón por la noche, aunque las normas prohibiesen hacerlo. Esos tres habían cometido además la estupidez de no llevar linterna, lo que era extremadamente peligroso porque gran parte del terreno que rodea las charcas de agua caliente es inestable y frágil y es fácil hundirse en él y escaldarse en chimeneas que puede haber debajo. El caso es que cuando regresaban a los dormitorios llegaron a un arroyo que habían tenido que saltar antes. Retrocedieron unos pasos para coger carrerilla, se cogieron de la mano, contaron hasta tres, corrieron y saltaron. En realidad, no era un arroyo. Era una charca hirviente. Se habían extraviado en la oscuridad. No sobrevivió ninguno de los tres.

Pensé en esto a la mañana siguiente mientras hacía una breve visita, de camino ya hacia la salida del parque, a un sitio llamado Emerald Pool, en la Upper Geyser Basin. Doss no había tenido tiempo de llevarme allí el día anterior; pero pensé que debía echarle un vistazo por lo menos, ya que Emerald Pool es un lugar histórico.

En 1965 un equipo de biólogos formado por un matrimonio, Thomas y Louise Brock, estaban en un viaje de estudio de verano y habían hecho una chifladura. Habían recogido un poco de la capa superficial de un marrón amarillento que había por los bordes de la charca y la habían examinado buscando vida. Ante su profunda sorpresa, y más tarde la de todo el mundo, estaba llena de microbios vivos. Habían encontrado los primeros extremófilos del planeta, unos organismos que eran capaces de vivir en agua que hasta entonces se había considerado demasiado caliente, ácida o repleta de azufre para sustentar vida. Sorprendentemente, Emerald Pool reunía todas esas características y, sin embargo, tenía como mínimo dos tipos de seres vivos. Sulpholohus acidocaldarius y Thermophilus aquatictis, como pasarían a llamarse, la encontraban agradable. Se había supuesto siempre que nada podía sobrevivir por encima de temperaturas de 500 C, pero allí había organismos que estaban muy tranquilos en aguas fétidas y ácidas de una temperatura de casi el doble.

Uno de los dos tipos de bacterias de los Brock, termophilus aquaticus, permaneció durante casi veinte años como una curiosidad de laboratorio… hasta que un científico de California, llamado Kary B. Mullis, se dio cuenta de que contenía enzimas resistentes que podían utilizarse para crear un tipo de brujería química conocida como una reacción de polimerización en cadena, que permite a los científicos generar montones de ADN a partir de cantidades muy pequeñas… tan pequeñas como una sola molécula en condiciones ideales.8 Es una especie de fotocopiaje genético y se convirtió en la base de toda la ciencia genética posterior, desde los estudios académicos a las tareas de policía forense. Proporcionó a Mullis el premio Nobel de Química de 1993.

Y no sólo eso, sino que otros científicos estaban encontrando microbios aún más resistentes,9 conocidos hoy como hipertermófilos, que viven a temperaturas de 500 C o más. El organismo más cálido que se ha encontrado hasta ahora, según indica Frances Ashcroft en Life at The Extremes [Vida en condiciones extremas], es el Pyrolobus fumarii, que vive en las paredes de las chimeneas oceánicas, donde las temperaturas pueden llegar a los 113º C. El límite máximo de la vida se cree que está en unos 120º C, aunque nadie lo sabe en realidad. La cuestión es que los hallazgos de los Brock cambiaron completamente nuestra percepción del mundo vivo. Como ha dicho un científico de la NASA, Jay Bergstralh:10 «Donde quiera que vayamos en la Tierra (hasta en lo que parecían los medios más hostiles para la vida), siempre que haya agua líquida y alguna fuente de energía química, encontramos vida».

Resulta que la vida es infinitamente más lista y más adaptable de lo que nadie había supuesto jamás. Eso es algo muy bueno, ya que, como estamos a punto de ver; vivimos en un mundo que no parece en modo alguno queremos aquí.

V. LA VIDA MISMA

Cuanto más examino el universo y estudio los detalles de su arquitectura, mas pruebas hallo de que el universo debe de haber sabido de algún modo que veníamos.

FREEMAN DYSON

16. UN PLANETA SOLITARIO

No es fácil ser un organismo. Por lo que sabemos hasta ahora, sólo hay un lugar en todo el universo, un puesto destacado insignificante de la Vía Láctea llamado la Tierra, que te sustentará, puede que hasta ése lo haga bastante a regañadientes.

Desde el fondo de la fosa oceánica más honda hasta la cumbre de la montaña más alta, la zona que incluye el total de la vida conocida tiene un espesor de sólo unos 20 kilómetros…, no es mucho si se compara con la espaciosidad del cosmos en su conjunto.

Para los seres humanos es peor aún porque sucede que pertenecemos a la porción de seres vivos que tomó, hace cuatrocientos millones de años, la arriesgada y azarosa decisión de arrastrarse fuera de los mares, pasar a residir en tierra y respirar oxígeno. En consecuencia, nada menos que el 99,5 % del volumen del espacio habitable del mundo1 queda, según una estimación, en términos prácticos completamente, fuera de nuestros límites.

No se trata sólo de que no podemos respirar en el agua, sino de que no podemos soportar la presión. Como el agua es unas 1.300 veces más pesada que el aire,2 la presión aumenta rápidamente cuando desciendes, en el equivalente a una atmósfera cada lo metros de profundidad. En tierra, si subieses a la cima de una eminencia de 150 metros (la catedral de Colonia o el Monumento a Washington, por ejemplo), el cambio de presión seria tan leve que resultaría inapreciable. Pero a la misma profundidad bajo el agua las venas se colapsarían y los pulmones se comprimirían hasta las dimensiones aproximadas de una lata de refresco.3 Sorprendentemente, la gente bucea de forma voluntaria hasta esas profundidades, sin aparatos de respiración, por diversión, en un deporte llamado buceo libre. Parece ser que la experiencia de que los órganos internos se deformen con brusquedad se considera emocionante -aunque es de suponer que no tan emoción ante como el que vuelvan a sus anteriores dimensiones al aflorar a la superficie-. Pero para que los buceadores lleguen a esas profundidades deben hacerse arrastrar hacia abajo, con bastante brutalidad, mediante pesos. La máxima profundidad a la que se ha podido llegar sin ayuda y vivir para contarlo es de 72 metros, Lina hazaña que realizó un italiano llamado Umberto Pelizzari, que en 1991 descendió buceando hasta esa profundidad, se mantuvo allí un nanosegundo y luego salió disparado hacia la superficie. En términos terrestres, 72 metros es bastante menos que la longitud de un campo de fútbol Así que ni siquiera en nuestros despliegues propagandísticos más entusiastas podemos proclamar que dominamos las profundidades.

Hay otros organismos, claro, que sí lo consiguen, que logran soportar esas presiones de las profundidades, aunque sea un misterio cómo lo consiguen exactamente algunos de ellos. El punto más profundo del océano es la Fosa de las Marianas, en el Pacífico. Allí, a unos 11,3 kilómetros de profundidad, las presiones se elevan hasta más de 1.120 kilómetros por centímetro cuadrado. Sólo una vez hemos logrado, brevemente, enviar humanos a esa profundidad en un sólido vehículo de inmersión. Sin embargo, es el hogar de colonias de anfípodos, un tipo de crustáceo similar a la gamba pero transparente, que sobrevive allí sin absolutamente ninguna protección. Casi todos los océanos son, por supuesto, mucho menos profundos, pero incluso a la profundidad oceánica media, de cuatro kilómetros, la presión es equivalente al peso de 14 camiones de cemento cargados puestos uno encima de otro.4

La mayoría de la gente considera, incluidos los autores de algunos libros de divulgación sobre oceanografía, que el cuerpo humano se arrugaría bajo las inmensas presiones de las profundidades oceánicas. Pero no parece que sea así, en realidad. Como también nosotros estamos hechos principalmente de agua,5 y el agua es «casi incomprimible -en palabras de Frances Ashcroft de la Universidad de Oxford-, el cuerpo se mantiene a la presión del agua que lo rodea y no resulta aplastado en las profundidades». La causa de los problemas son los gases del interior del cuerpo, sobre todo de los pulmones. Estos sí se comprimen, aunque no se sabe en qué punto resulta mortal la presión. Hasta hace muy poco se creía que, todo el que descendiera hasta unos loo metros, sufriría una muerte dolorosa cuando le implosionasen los pulmones o se le hundiese la caja torácica, pero los que practican el buceo libre han demostrado repetidamente que no es así. Según Ashcroft, parece ser que «los seres humanos deben de ser más parecidos a las ballenas y los delfines de lo que suponíamos» 6

Pero puede haber muchos errores más. En los tiempos de los trajes de buzo (de aquellos que estaban conectados a la superficie por largos tubos) se experimentaba a veces en las inmersiones un temido fenómeno llamado «el apretón». Esto ocurría cuando fallaban las bombas de la superficie, lo que provocaba una pérdida catastrófica de presión en el traje. El aire salía de él con tal violencia que el desventurado buzo quedaba prácticamente aspirado en el casco y el tubo. Cuando le izaban a la superficie todo lo que queda en el traje son los huesos y unos andrajos de carne7 escribió en 1947 el biólogo B. S. Haldane, añadiendo para convencer a los incrédulos-: Eso ha sucedido».

(Diremos, de pasada, que el casco de inmersión original, ideado por un inglés llamado Charles Deane, no era en principio para bucear sino para la lucha contra el fuego. Se le llamó, por ello, «casco de humos», pero al ser de metal se calentaba y resultaba incómodo; como pronto descubrió Deane, a los bomberos no les entusiasmaba la idea de entrar en edificios ardiendo con ningún género de atuendo, pero mucho menos aún con algo que se calentaba como un hervidor y que obstaculizaba además sus movimientos. Deane, para intentar salvar su inversión, lo probó bajo el agua y descubrió que era ideal para tareas de salvamento.)

El auténtico terror de las profundidades es, sin embargo, la enfermedad del buzo…, no tanto porque sea desagradable, aunque sin duda lo es, sino porque es muy probable que se produzca. El aire que respiramos tiene un 80 % de nitrógeno. Al someter a presión el cuerpo humano, ese nitrógeno se transforma en pequeñas burbujas que pasan a la sangre y a los tejidos. Si cambia la presión con excesiva rapidez (como en una ascensión demasiado rápida de un buceador), las burbujas atrapadas en el organismo empezarán a bullir exactamente como lo hacen las de una botella de champán al abrirla, atascando pequeños vasos sanguíneos, privando a las células de oxígeno y causando un dolor tan intenso que quienes lo padecen suelen doblarse angustiados por los retortijones… de ahí el nombre que se da en inglés a esa dolencia, the bends.

* En inglés, bend es una apoplejía por cambios bruscos de presión. También significa encorvarse o doblarse (N. del T)

La enfermedad del buzo ha constituido desde tiempo inmemorial un riesgo laboral para los buceadores que buscan esponjas y perlas, pero no atrajo mucha atención en Occidente hasta el siglo xix, y entonces lo hizo entre quienes no se mojaban para nada (o, al menos, no se mojaban mucho y, en general, no muy por encima de los tobillos). Eran los trabajadores de los cajones hidráulicos. Estos cajones eran cámaras secas cerradas construidas en los lechos de los ríos para facilitar la construcción de puentes. Se llenaban de aire comprimido y sucedía con frecuencia que, cuando los trabajadores salían de ellos tras un periodo largo de trabajo bajo aquella presión artificial, experimentaban leves síntomas, consistentes en hormigueo y prurito. Pero un número reducido, aunque impredecible, experimentaba un dolor más insistente en las articulaciones y, a veces, se desmoronaba presa de intensos dolores, en algunos casos para no levantarse más.

Todo eso resultaba muy desconcertante. A veces, los trabajadores se acostaban sintiéndose perfectamente y despertaban paralizados. A veces, no se despertaban más. Ashcroft cuenta una historia relacionada con los directores de las obras de un nuevo túnel bajo el Támesis, que celebraron un banquete8 para conmemorar que estaban terminando el túnel, y descubrieron consternados que su champán no burbujeaba cuando lo descorcharon en el aire comprimido del túnel. Sin embargo, cuando salieron al aire libre de la noche de Londres, las burbujas empezaron a bullir dentro de ellos, acelerando memorablemente el proceso digestivo.

Aparte de evitar por completo los entornos de alta presión, sólo hay dos estrategias seguras para evitar la enfermedad del buzo. La primera es someterse a una exposición muy breve a los cambios de presión. Por eso quienes practican el buceo libre antes mencionado pueden descender hasta 150 metros sin sentir ningún efecto negativo. No están abajo el tiempo suficiente para que el nitrógeno del organismo se disuelva en los tejidos. La otra solución es ascender en cuidadosas etapas. Esto permite que las burbujitas de nitrógeno se disipen de forma inocua.

Buena parte de lo que sabemos sobre supervivencia en situaciones extremas se lo debemos a un extraordinario equipo formado por un padre y un hijo, John Scott y J. B. S. Haldane. Los Haldane eran muy excéntricos incluso para los criterios no demasiado rigurosos de los intelectuales ingleses. Haldane padre nació en 1860, en el seno de una familia de la aristocracia escocesa (su hermano era vizconde), pero casi toda su carrera transcurrió en una modestia relativa como profesor de fisiología en Oxford. Tenía fama de ser muy distraído. En cierta ocasión en que su esposa le hizo subir al dormitorio a cambiarse para asistir a una cena, no regresaba y cuando subieron a ver lo que le pasaba descubrieron que se había puesto el pijama, se había metido en la cama y estaba dormido. Cuando le despertaron, explicó que se había dado cuenta de pronto de que estaba desvistiéndose y había pensado que debía de ser porque era ya hora de acostarse.9 Su idea de unas vacaciones era irse a Cornualles a estudiar la anquiloestoma de los mineros. Aldous Huxley, el novelista nieto de T. H. Huxley, que vivió con los Haldane un tiempo, le parodió de forma implacable, en el personaje del científico Edward Tantamount de su novela Contrapunto.

Lo que hizo Haldane por el submarinismo fue determinar los Intervalos de descanso necesarios para efectuar una ascensión desde las profundidades sin contraer la enfermedad del buzo, pero sus intereses abarcaron el total de la fisiología, desde el estudio del mal de altura de los escaladores hasta los problemas de las crisis cardiacas en las regiones desérticas. Sintió especial interés por los efectos de los gases tóxicos en el cuerpo humano. Para entender mejor cómo mataban a los mineros las fugas de monóxido de carbono, se intoxicó metódicamente, tomándose al mismo tiempo muestras de sangre y analizándolas. Interrumpió el experimento sólo cuando estaba ya a punto de perder el control muscular y el nivel de saturación de la sangre había llegado al 56%… 11 Un nivel que, como explica Trevor Norton en Stars Beneath the Sea [Estrellas bajo el mar], su divertida historia del submarinismo, se hallaba sólo a unas fracciones de la muerte segura.

Jack, el Haldane hijo, conocido por la posteridad como J. B. S., fue un notable prodigio que se interesó por el trabajo de su padre casi desde la temprana infancia. A los tres años de edad le oyeron preguntar malhumorado a su padre: «Pero ¿es oxihemoglobina o carboxihemoglobina?»12 El joven Haldane ayudó a su progenitor durante su juventud en sus experimentos. Siendo aún adolescente, solían probar juntos gases y máscaras antigás, turnándose para hacerlo, con el fin de comprobar el tiempo que tardaban en desmayarse.

Aunque J. B. S. Haldane no llegó a graduarse en ciencias (estudió lenguas clásicas en Oxford), fue un científico eminente por derecho propio y trabajó sobre todo para el Gobierno en Cambridge. El biólogo Peter Medawar, que se pasó la vida entre los llamados «olímpicos mentales», dijo de él que era «el hombre más listo que he conocido».13 Huxley también parodió a Haldane hijo en su novela Antic Hay - Antiguo forraje -, pero utilizó sus ideas sobre manipulación genética de los seres humanos como base para la trama de Un mundo feliz. Entre otros muchos logros de este Haldane, figura haber desempeñado un papel decisivo en la fusión de los principios darwinianos de la evolución con la genética mendeliana, cuyo resultado conocen los genetistas como la Síntesis Moderna.

El joven Haldane fue tal vez el único ser humano a quien la Primera Guerra Mundial le pareció «una experiencia muy gozosa»14 y admitió sin rubor: «Gocé de la oportunidad de matar a gente». Resultó herido dos veces. Después de la guerra se convirtió en un divulgador de la ciencia de bastante éxito y llegó a escribir 23 libros (y 400 artículos científicos). Sus libros aún son legibles e instructivos, aunque no siempre fáciles de encontrar Se convirtió además en un marxista entusiasta. Se ha dicho, no del todo cínicamente, que esto último no era más que puro afán de llevar la contraria y que si hubiese nacido en la Unión Soviética habría sido un monárquico ferviente. Pero lo cierro es que casi rodos sus artículos aparecieron en primer lugar en el comunista Daily Worker.

Mientras los principales intereses de su padre se centraban en los mineros y en el envenenamiento, el joven Haldane se consagró a la tarea de salvar a submarinistas y buceadores de las consecuencias desagradables de su trabajo. Adquirió con fondos del almirantazgo una cámara de descompresión a la que llamó la «olla a presión». Consistía en un cilindro metálico en el que se podía encerrar a tres personas al mismo tiempo y someterlas a diversas pruebas, todas dolorosas y casi todas peligrosas. Podía pedir a los voluntarios que se sentaran en agua helada mientras respiraban «atmósfera aberrante» o se les sometía a rápidos cambios de presionización. En otro experimento se sometió él mismo a una ascensión simulada peligrosamente rápida para comprobar qué pasaba. Lo que ocurrió fue que le estallaron los empastes de las muelas. «Casi rodos los experimentos – escribe Norton – acababan con que alguien tenía un ataque, sangraba o vomitaba.»15 La cámara estaba prácticamente insonorizada, de manera que el único medio que tenían sus ocupantes de indicar que se encontraban mal era golpeando de forma insistente en las paredes o alzando notas hasta una ventanilla. En otra ocasión en que se estaba intoxicando con elevados niveles de oxígeno, sufrió un ataque tan grave que se rompió varias vértebras. Un riesgo habitual consistía en el colapso pulmonar También eran frecuentes las perforaciones de tímpano.16 Pero, como indicaba tranquilizadoramente Haldane en uno de sus artículos: «El tímpano en general se cura. Y si queda algún orificio, aunque uno se quede un poco sordo, siempre puede expulsar el humo del tabaco por el oído en cuestión, lo que constituye un éxito social».

Lo extraordinario de todo esto no era que Haldane estuviese dispuesto a someterse a tales riesgos y penalidades en la investigación científica, sino que no tuviera problema para convencer a colegas y seres queridos de que entrasen también en la cámara. Su esposa, lanzada a un descenso simulado, sufrió una vez un ataque que duró trece minutos. Cuando al fin dejó de dar saltos en el suelo, la ayudó a levantarse y la mandó a casa a hacer la cena. Haldane utilizaba muy gustoso a cualquiera que tuviese a mano, incluido en una ocasión memorable, un primer ministro español, Juan Negrín. El doctor Negrín se quejó después de un leve cosquilleo y «una curiosa sensación aterciopelada en los labios». Pero, por lo demás, parece que resultó ileso. Debió de considerarse muy afortunado. Un experimento similar de privación de oxígeno dejó a Haldane seis años sin sensibilidad en las nalgas y en la parte inferior de la espina dorsal.17

Entre las muchas intoxicaciones que le interesaban concretamente a Haldane figuraba la intoxicación con nitrógeno. Por razones que aún no están del todo claras, a profundidades superiores a unos treinta metros, el nitrógeno se convierte en un poderoso embriagante. Bajo sus efectos, sabemos que ha habido buceadores que han ofrecido sus tubos de respiración a los peces que pasaban a su lado o que han decidido hacer un alto para fumarse un cigarrillo. También producía extraños cambios de humor18 Haldane cuenta que, en una prueba, el sujeto «osciló entre la depresión y el entusiasmo, rogando en un momento que le descomprimiese porque se sentía muy mal y echándose a reír al momento siguiente, intentando estorbar a su colega que estaba haciendo una prueba de habilidad».

Para medir el grado de deterioro del sujeto, tenía que entrar en la cámara un científico con el voluntario para plantearle sencillas pruebas matemáticas. Pero, como recordaría Haldane más tarde, a los pocos minutos «el científico solía estar tan embriagado como el voluntario19 y muchas veces se olvidaba de poner el cronómetro en marcha o de tomar las notas que tenía que tomar». La causa de la embriaguez hoy sigue siendo un misterio.20 Se cree que tal vez se trate de lo mismo que produce la embriaguez alcohólica, pero, como nadie sabe con certeza qué es lo que causa eso, semejante consideración no sirve de mucho. Lo cierto es que, si no se tiene muchísimo cuidado, es fácil que uno tenga problemas cuando abandona el mundo de la superficie.

Lo que nos lleva de nuevo (bueno, casi) a nuestra observación anterior de que la Tierra no es el lugar más cómodo para ser un organismo, aunque se trate del único lugar De la pequeña porción de la superficie del planeta que está lo bastante seca para poder apoyarse en ella, una cantidad sorprendentemente grande es demasiado cálida, fría, seca, empinada o elevada para servirnos de gran cosa. Hay que decir que eso es en parte culpa nuestra. Los humanos somos inútiles en un grado bastante asombroso por lo que se refiere a la adaptabilidad. Como a la mayoría de los animales, no nos gustan demasiado los lugares muy cálidos porque sudamos mucho y es fácil que sucumbamos a una apoplejía, somos especialmente vulnerables. En las peores circunstancias (a pie, sin agua, en un desierto caluroso…), la mayoría sufrirá delirios y se desmayará, posiblemente para no volver a levantarse, en no más de siete u ocho horas. Y no estamos menos desvalidos frente al frío. Los humanos, como todos los mamíferos, generamos mucho calor Pero, como casi no tenemos pelo no lo retenemos. Incluso con un tiempo muy benigno, la mitad de las calorías que consumimos son para mantener el cuerpo caliente.21 Por supuesto, podemos contrarrestar estas debilidades en gran medida con ropa y cobijo, pero, aun teniendo eso en cuenta, las partes de la Tierra en que estamos dispuestos a vivir o podemos hacerlo son, en realidad, modestas:22 sólo el 12% del total de tierra firme y el 4% de toda la superficie si incluimos los mares.

Pero si consideramos las condiciones existentes en el resto del universo conocido, lo asombroso no es que utilicemos tan poco de nuestro planeta, sino que hayamos conseguido encontrar un planeta del que podamos utilizar un poco. No hay más que echar un vistazo al propio sistema solar (o, en realidad, a la Tierra en ciertos períodos de su historia) para darnos cuenta de que la mayoría de los sitios son mucho más inhóspitos y menos propicios para la vida que nuestro suave, azul y acuoso globo terráqueo.

Hasta ahora, los científicos espaciales han descubierto unos setenta planetas fuera del sistema solar, de los 10.000 billones o así que se cree que existen ahí fuera, así que difícilmente pueden pretender hablar los humanos con autoridad sobre el asunto; pero parece ser que para conseguir un planeta adecuado para la vid a, tienes que tener muchísima suerte y, cuanto más avanzada sea la vida, más suerte has de tener. Diversos observadores han identificado unas dos docenas de ventajas particularmente afortunadas de que hemos gozado en la Tierra, pero como esto es un repaso rápido las reduciremos a las cuatro principales.

Un excelente emplazamiento. Estamos, en un grado casi sobrenatural, a la distancia exacta del tipo exacto de estrella, una lo suficientemente grande para irradiar muchísima energía, pero no tan grande como para que se consuma enseguida. Es una peculiaridad de la física que, cuanto más grande es una estrella, más rápido se consume. Si nuestro Sol hubiese sido lo veces mayor, se habría consumido al cabo de 10 millones de años en vez de 10.000 millones,23 y nosotros no estaríamos ahora aquí. También somos afortunados por orbitar donde lo hacemos. Si nos hubiésemos acercado más en nuestra órbita, todo se habría evaporado en la Tierra. Si nos hubiésemos alejado, todo se habría congelado.

En 1978, un astrofísico llamado Michael Art. hizo unos cálculos y llegó a la conclusión de que la Tierra habría sido inhabitable si hubiese estado sólo un 1% más alejada del Sol o un 5% más cerca. No es mucho. Y, de hecho, no era suficiente. Las cifras se han revisado desde entonces y han pasado a ser un poco mas generosas (un 5% más cerca y un 15% más lejos se cree que son valoraciones más exactas de nuestra zona de habitabilidad), pero sigue siendo un margen muy exiguo.*

* El descubrimiento de extremófilos, en las charcas de barro hirviente de Yellowstone y de organismos similares en otras regiones, hicieron comprender a los científicos que había en realidad un tipo de vida que podría soportar situaciones aún más extremas, tal vez incluso como la existente bajo la corteza helada de Plutón. De lo que hablamos aquí es de las condiciones que produjeron criaturas de la superficie razonablemente complejas. (N. del A.)

Para apreciar hasta qué punto es exiguo, no tenemos más que echar un vistazo a Venus. Venus queda 40.000 millones de kilómetros más cerca del Sol que la Tierra. El calor del Sol llega allí sólo dos minutos antes que a nosotros.24 Venus es muy parecido a la Tierra en tamaño v en composición, pero la pequeña diferencia de distancia orbital fue el elemento decisivo en el proceso que hizo que se convirtiera en lo que se convirtió. Al parecer Venus era poco más cálido que la Tierra durante el primer periodo del sistema solar y es probable que tuviese mares.25 Pero esos pocos grados de calor extra hicieron que no pudiese conservar agua en su superficie, con consecuencias desastrosas para el clima. Al evaporarse el agua, los átomos de hidrógeno escaparon al espacio y, los de oxígeno, se combinaron con el carbono para formar una densa atmósfera gaseosa de dióxido de carbono de efecto invernadero. Venus se volvió sofocante. Aunque la gente de mi edad recordará la época en que los astrónomos acariciaban la esperanza de que hubiera vida en Venus bajo sus nubes acolchadas, hasta quizás un tipo de verdor tropical, hoy se sabe que es un entorno demasiado implacable para cualquier género de vida que razonablemente podamos concebir. La temperatura de la superficie es de unos calcinantes 470º C, un calor suficiente para fundir el plomo, y la presión atmosférica en la superficie es 90 veces mayor que la de la Tierra,26 más de lo que podría soportar el cuerpo humano. No disponemos de la tecnología necesaria para hacer trajes o naves espaciales que nos permitan visitar ese planeta. Nuestros conocimientos de la superficie de Venus se basan en imágenes lejanas de radar y en algunos graznidos sobresaltados de una sonda soviética, sin tripulación, que se dejó caer entre las nubes venusíanas en 1972, que funcionó durante una hora escasa y luego se sumió para siempre en el silencio.

Así que eso es lo que pasa cuando te acercas dos minutos luz más al Sol. Si te alejas, el problema no será el calor sino el frío, como atestigua frígidamente Marte. También Marte fue en tiempos un lugar mucho más agradable, pero no pudo retener una atmósfera utilizable y se convirtió en una desolación gélida.

Sin embargo, el simple hecho de hallarse a la distancia correcta del Sol no puede ser toda la historia porque, si así fuese, la Luna sería un hermoso lugar cubierto de árboles, algo que claramente no es. Para eso tiene que haber algo más.

El tipo de planeta adecuado. No creo que haya ni siquiera muchos geofísicos que cuando se les pidiese que enumerasen las ventajas con las que cuentan incluyesen vivir en un planeta con un interior fundido, pero es casi seguro que, sin todo ese magma girando debajo de nosotros, no estaríamos aquí ahora. Aparte de muchas otras cosas, nuestro animado interior creó las emanaciones de gas que ayudaron a formar una atmósfera y nos proporcionaron el campo magnético que nos protege de la radiación cósmica. Nos dio también la tectónica de placas, que renueva y agita sin cesar la superficie. Si la Tierra fuese perfectamente lisa, estaría cubierta por completo de agua hasta una profundidad de cuatro kilómetros. Podría existir vida en ese océano solitario, pero desde luego no habría fútbol.

Además de tener un benéfico interior; tenemos también los elementos adecuados en las proporciones correctas. Estamos hechos de la materia apropiada, en el sentido más literal. Eso es tan crucial para nuestro bienestar que vamos a considerarlo más ampliamente en un momento, pero tenemos que analizar antes los dos factores restantes, empezando por uno que suele pasarse por alto.

Somos un planeta gemelo. No somos muchos quienes consideramos normalmente la Luna un planeta acompañante, aunque sea eso lo que es en realidad. Casi todas las lunas son pequeñas comparadas con sus respectivos planetas. Fobo y Deimo, por ejemplo, sólo tienen unos diez kilómetros de diámetro. Sin embargo, nuestra Luna tiene más de un cuarto del diámetro de la Tierra, lo que convierte a ésta en el único planeta de nuestro sistema solar con una luna de tamaño apreciable en comparación consigo misma, salvo Plutón, que en realidad no cuenta porque es muy pequeño… y ¡qué diferencia supone para nosotros!

Sin la influencia estabilizadora de la Luna, la Tierra se bambolearía como una peonza al perder impulso, con quién sabe qué consecuencias para el clima y la meteorología. El influjo gravitatorio estabilizador de la Luna hace que la Tierra gire a la velocidad justa y en el ángulo justo para aportar el tipo de estabilidad necesario para un largo desarrollo con éxito de la vida. Eso no perdurará siempre. La Luna se está librando de nuestras garras a un ritmo de cuatro centímetros por año.27 En otros 2.000 millones de años se habrá alejado tanto que no nos mantendrá equilibrados y tendremos que encontrar alguna otra solución. Pero, mientras tanto, deberías considerarla mucho más que un simple rasgo agradable del cielo nocturno.

Los astrónomos pensaron durante mucho tiempo que o bien la Luna y la Tierra se habían formado juntas, o bien la Tierra había capturado a la Luna cuando pasaba cerca. Hoy creemos, como recordarás de un capítulo anterior; que hace unos 4.400 millones de años un objeto del tamaño de Marte impactó en la Tierra haciendo estallar y des prenderse material suficiente para que se creara a partir de él la Luna. Fue para nosotros una cosa magnífica… sobre todo por haber sucedido hace tantísimo. Es evidente que no estaríamos tan contentos si hubiese sucedido en 1986 o el miércoles pasado. Y eso nos lleva a la cuarta consideración, que es en varios sentidos la más importante.

El cronometraje. El universo es un lugar asombrosamente voluble y lleno de acontecimientos. Y nuestra existencia en él es un milagro. Si no se hubiese producido una larga serie de acontecimientos inconcebiblemente compleja, que se remonta a unos 4.000 millones de años atrás, de un modo determinado y en momentos determinados (si, por atenernos sólo a un ejemplo evidente, los dinosaurios no hubiesen sido aniquilados por un meteorito en el momento en que lo fueron›, tú podrías muy bien ser unos cuantos centímetros más alto, tener rabo y bigotes como los de los gatos y estar leyendo esto en una madriguera.

Aunque no lo sepamos con seguridad, porque no tenemos nada con lo que podamos comparar nuestra existencia, parece evidente que, para desembocar en una sociedad moderadamente avanzada y pensante, tienes que figurar en el extremo adecuado de una cadena muy larga de acontecimientos que entrañan periodos razonables de estabilidad, intercalados exactamente con la cantidad justa de tensiones y de retos (las glaciaciones parecen ser especialmente auxiliadoras a este respecto) y caracterizados por la ausencia absoluta de un verdadero cataclismo. Como veremos en las páginas que nos quedan, somos muy afortunados por hallarnos en esa situación.

Y tras dicha nota aclaratoria, volvamos ya brevemente a los elementos que nos compusieron:

Hay 92 elementos que aparecen de forma natural en la Tierra, más unos 20 suplementarios que han sido creados en el laboratorio; pero podemos dejar algunos de estos a un lado, tal como suelen hacer, en realidad, los químicos. Hay bastantes sustancias químicas terrenas muy poco conocidas. El astato, por ejemplo, apenas se ha estudiado. Tiene un nombre y un lugar en la Tabla Periódica (en la puerta contigua dé polonio de Marie Curie), pero casi nada más. No se trata de indiferencia científica, sino de rareza. No hay sencillamente mucho astato por ahí. El elemento más esquivo parece ser, sin embargo, el francio,28 que es tan raro que se cree que en todo nuestro planeta puede haber, en cualquier momento dado, menos de 20 átomos de él. Sólo unos 30 de los elementos que aparecen de forma natural están ampliamente extendidos por la Tierra y apenas media docena son fundamentales para la vida.

El oxígeno es, como cabria esperar, el elemento más abundante, constituyendo algo menos del cincuenta por ciento de la corteza terrestre, pero tras eso, la abundancia relativa suele ser sorprendente. ¿Quién pensaría, por ejemplo, que el silicio es el segundo elemento más común de la Tierra, o que el titanio es el décimo? La abundancia tiene poco que ver con la familiaridad o la utilidad que tenga para nosotros. Muchos de los elementos más oscuros son en realidad más comunes que los más conocidos. En la Tierra hay más cerio que cobre, más neodimio y lantano que cobalto o nitrógeno. El estaño consigue a duras penas figurar entre los primeros so, eclipsado por relativos desconocidos como el praseodimio, el samario, el gadolimio y el disprosio.

La abundancia tiene también poco que ver con la facilidad para la detección. El aluminio ocupa el cuarto lugar entre los elementos más comunes de la Tierra, constituyendo casi la décima parte de todo lo que hay bajo tus pies, pero su existencia no llegó ni a sospecharse hasta que lo descubrió Humphrey Davy en el siglo XIX, y fue considerado después raro y precioso durante mucho tiempo. El Congreso estadounidense estuvo a punto de colocar un forro relumbrante de aluminio sobre el monumento a Washington para demostrar en que próspera y distinguida nación nos habíamos convertido. Y la familia imperial francesa prescindió en la misma época de la cubertería de plata oficial y la sustituyó por una de aluminio.29 El aluminio estaba en la vanguardia de la moda, aunque los cuchillos de aluminio no cortasen.

La abundancia tampoco está relacionada con la importancia. El carbono ocupa el decimoquinto lugar entre los elementos más comunes y constituye el modestísimo 0,048% de la corteza terrestre;30 pero sin él estaríamos perdidos. Lo que sitúa al átomo de carbono en una posición especial es que es desvergonzadamente promiscuo. Se trata del juerguista del mundo atómico, que se une a muchos otros átomos (incluidos los propios› y mantiene una unión firme, formando hileras de conga moleculares de desbordante robustez…, precisamente el truco necesario para construir proteínas y ADN. Como ha escrito Paul Davies: «Si no fuese por el carbono, la vida tal como la conocemos sería imposible.31 Puede que cualquier tipo de vida». Sin embargo, el carbono no es, ni mucho menos, tan abundante ni siquiera en nosotros, que dependemos vitalmente de él. De cada 200 átomos de nuestro organismo, 126 son de hidrógeno, 51 de oxígeno y sólo 19 de carbono.* 32 Hay otros elementos decisivos no para crear la vida sino para mantenerla. Necesitamos hierro para fabricar hemoglobina, sin la cual moriríamos. El cobalto es necesario para la formación de vitamina B12. El potasio y una pizca de sodio son literalmente buenos para los nervios. El molibdeno, el manganeso y el vanadio ayudan a mantener las enzimas ronroneando. El zinc (bendito sea) oxida el alcohol.

* De los cuatro restantes, tres son de nitrógeno, y el otro átomo se divide entre todos los demás elementos. (N. del A.)

Hemos evolucionado para utilizar o tolerar estas cosas (difícilmente estaríamos aquí si no). Pero vivimos en reducidos márgenes de aceptación. El selenio es vital para los seres humanos, pero, si nos excedemos sólo un poquito en la cantidad, será lo último que hagamos. El grado en que los organismos necesitan o toleran determinados elementos es una reliquia de su evolución.33 El ganado ovino y vacuno pasta hoy junto, pero tienen en realidad necesidades muy distintas por lo que se refiere a los minerales. El ganado vacuno moderno necesita muchísimo cobre porque evolucionó en zonas de Europa y de África donde era abundante. El ganado ovino evolucionó, por su parte, en zonas de Asia Menor pobres en cobre. Nuestra tolerancia a los elementos es, por norma, y no tiene nada de extraño, directamente proporcional a su abundancia en [a corteza terrestre. Hemos evolucionado para esperar, y en algunos casos realmente necesitar, las pequeñas cantidades de elementos raros que se acumulan en la carne o la fibra que ingerimos. Pero, sí elevamos las dosis, en algunos casos en una cuantía mínima, podemos cruzar muy pronto el umbral. Buena parte de esto se conoce bastante mal. Nadie sabe, por ejemplo, si una pequeña cantidad de arsénico es necesaria para nuestro bienestar o no. Algunas autoridades en la materia dicen que sí. Otras que no. Lo único cierto es que si tomamos demasiado nos matara.

Las propiedades de los elementos pueden resultar más curiosas aun cuando se combinan. El oxígeno y el hidrógeno, por ejemplo, son dos de los elementos más amigos de la combustión que existen. Pero si los unimos, forman agua, que es incombustible. Incluso son más extraños combinados el sodio, uno de los elementos más inestables, y el cloro, uno de los más tóxicos. Si dejas caer un poco de sodio puro en agua normal, explotará con la fuerza suficiente para matarte.34 El cloro es todavía más peligroso. Aunque útil en pequeñas concentraciones para matar microorganismos -es cloro lo que olemos en la lejía-, en cantidades mayores resulta mortal. Fue el elemento preferido para muchos de los gases venenosos de la Primera Guerra Mundial. Y, como más de un nadador con los ojos irritados atestiguará, el organismo humano no lo acepta de buen grado ni siquiera en forma muy diluida. Pero pon juntos esos dos elementos desagradables y, ¿qué es lo que tienes? Cloruro sádico…, es decir, sal común.

* El oxígeno no es combustible en sí, solamente facilita la combustión de otras cosas. Y menos mal porque, si fuese combustible, cada vez que encendiésemos una cerilla estallaría en llamas el aire que nos rodea. El hidrógeno, por otra parte, es sumamente combustible, como demostró el dirigible Hindenburg el 6 de mayo de 1937 en Lakeburst (Nueva Jersey), cuando se incendió de repente el hidrógeno que utilizaba como combustible y murieron a consecuencia de ello treinta y seis personas. (N. del A.)

En términos generales, si un elemento no halla el medio natural de incorporarse a nuestros sistemas (Sí no es soluble en agua, por ejemplo, tendemos a no tolerarlo. El plomo nos intoxica porque, hasta que empezamos a utilizarlo en envases, recipientes y tuberías de instalaciones sanitarias, no habíamos estado nunca expuestos a él. (Por cierto, que el símbolo del plomo es Pb, del latín plumbum.) Los romanos también sazonaban el vino con plomo,35 lo que quizá sea el motivo de que no sean va la potencia que eran. Como hemos visto en otra parte, nuestra resistencia al plomo -por no mencionar el mercurio, el cadmio y demás contaminantes industriales con que nos dosificamos habitualmente- no nos deja mucho margen para el optimismo. Cuando los elementos no aparecen de forma natural, no hemos adquirido en el proceso evolutivo tolerancia a ellos, por lo que suelen ser sumamente tóxicos para nuestro organismo, como en el caso del plutonio. Nuestra tolerancia al plutonio es cero: no existe ningún nivel al que no haga que quieras tumbarte.

Hemos hecho un largo camino con el fin de exponer lo siguiente: que la Tierra parezca tan prodigiosamente acogedora se debe en gran parte a que evolucionamos para ir adaptándonos a sus condiciones. De lo que nos maravillamos no es de que sea adecuada para la vida, sino de que sea adecuada para nuestra vida… Y no es muy sorprendente, en realidad. Puede que muchas cosas que la hacen tan espléndida para nosotros (un Sol bien proporcionado, una Luna que la adora, un carbono sociable, una cantidad adecuada de magma fundido y todo lo demás) nos parezcan espléndidas sólo porque nacimos para contar con ellas. Nadie puede saberlo exactamente.

Otros mundos pueden tener seres que agradezcan sus lagos plateados de mercurio y sus nubes errantes de amonio. Que estén encantados porque su planeta, en vez de zarandearlos bobamente con sus chirriantes placas y vomitar sucios pegotes de lava que ensucian el paisaje, se mantenga en una tranquilidad no tectónica permanente. A los visitantes que lleguen a la Tierra de lejos, les parecerá curioso, casi con toda seguridad, que vivamos en una atmósfera compuesta de nitrógeno, un gas hoscamente reacio a combinarse con lo que sea, y de oxígeno, tan partidario de la combustión que tenemos que tener parques de bomberos en todas las ciudades para protegernos de sus efectos especiales más tempestuosos. Pero incluso en el caso de que nuestros visitantes fuesen bípedos, respirasen oxígeno, tuviesen supermercados y les gustasen las películas de acción, es improbable que la Tierra les pareciese ideal. Ni siquiera podríamos ofrecerles alimentos, porque todos contienen rastros de manganeso, selenio, zinc y otras partículas elementales algunas de las cuales serían venenosas para ellos. La Tierra quizá no les pareciese un lugar tan maravilloso y agradable.

El físico Richard Feynman solía bromear36 sobre las conclusiones a posteriori, lo de remontarse a partir de hechos conocidos hasta sus posibles causas. «Sabes, anoche me pasó una cosa asombrosa -decía-. Vi un coche que tenía la placa de licencia ARX 357. ¿Te imaginas? De todos los millones de placas de licencia que hay en el estado ¿qué posibilidades había de que yo viese una noche ésa en concreto? ¡Es asombroso!» Lo que quería decir era, claro, que es fácil hacer que cualquier situación intrascendente parezca extraordinaria si la tratamos como algo profético.

Así que es posible que los acontecimientos v las condiciones que condujeron a la aparición de vida en la Tierra no sean tan extraordinarios como nos gusta pensar Aunque, de todos modos, fueron bastante extraordinarios. Y hay algo seguro: tendremos que arreglárnoslas con ellos hasta que encontremos algo mejor.-

17. EN LA TROPOSFERA

Menos mal que existe la atmósfera. Nos mantiene calientes. Si no existiera, la Tierra sería una bola de hielo sin vida,1 con una temperatura media de -50º C. Además, la atmósfera absorbe o desvía los enjambres que llegan de rayos cósmicos de partículas con carga, de rayos ultravioleta, etcétera. El relleno gaseoso de la atmósfera es, en conjunto, equivalente a un grosor de hormigón protector de 4,5 kilómetros, v sin él esos visitantes espaciales invisibles nos atravesarían como pequeñas dagas y nos harían trizas. Hasta las gotas de la lluvia nos dejarían inconscientes si no fuese porque las frena la atmósfera.

Lo más sorprendente de la atmósfera es que no hay mucha. Se extiende hacia arriba unos 190 kilómetros, lo que podría parecer razonable visto desde el nivel del suelo, pero si redujésemos la Tierra al tamaño de un globo terráqueo normal de mesa, sólo tendría el grosor aproximado de un par de capas de barniz.

La atmósfera se divide, por conveniencia científica, en cuatro capas desiguales: troposfera, estratosfera, mesosfera e ionosfera (que suele llamarse ahora termosfera). La troposfera es para nosotros la parte más valiosa. Contiene oxígeno y calor suficientes para permitirnos funcionar aunque hasta ella se haga rápidamente incompatible con la vida a medida que se asciende en su interior Desde el nivel del suelo a su punto mas alto, la troposfera («esfera giratoria») tiene unos 16 kilómetros de espesor en el ecuador y sólo 10 u 11 kilómetros en las latitudes templadas en que vivimos la mayoría de los seres humanos. El 80º % de la masa atmosférica y casi toda el agua se encuentra en esta pequeña capa, de la que depende casi toda la meteorología. No hay en realidad mucho entre tú y el olvido.

Después de la troposfera está la estratosfera. Cuando ves la cúspide de un nubarrón que se achata en la forma clásica de yunque, lo que ves es la frontera entre la troposfera y la estratosfera. Ese techo invisible se llama tropopausa, y lo descubrió desde un globo en 1902 un francés, León Philippe Teisserenc de Bort. Pausa en este sentido no significa paro momentáneo, sino cese absoluto. Procede de la misma raíz griega que menopausia.3 Ni siquiera donde alcanza la troposfera su máxima extensión está muy distante la tropopausa. Un ascensor rápido, de los que se emplean en los modernos rascacielos, te llevaría hasta allí en unos veinte minutos, aunque harías bien en no emprender el viaje. Una ascensión tan rápida sin presionización, provocaría como mínimo graves edemas pulmonares y cerebrales,4 así como un peligroso exceso de fluidos en los tejidos orgánicos. Cuando se abrieran las puertas en la plataforma de observación, lo más seguro es que todos los del ascensor estuviesen muertos o agonizantes. Hasta un ascenso más moderado iría acompañado de graves inconvenientes. La temperatura sería a 10 kilómetros de altura de -57º C y necesitarías, o al menos agradecerías enormemente, un suministro de oxígeno suplementario.

Al dejar atrás la troposfera, la temperatura se eleva de nuevo hasta los 4º C, debido a los efectos absorbentes del ozono (algo que también descubrió De Bort en su audaz ascensión de 1902). Luego desciende hasta -90º C en la mesosfera, para disparase otra vez hasta 1.500º C o más en la correctamente denominada pero muy errática termosfera, donde las temperaturas pueden variar más de 500º C del día a la noche…, aunque hay que decir que «temperatura» a esa altura se convierte en un concepto un tanto teórico. Temperatura no es en realidad más que un indicador de la actividad molecular Al nivel del mar, las moléculas del aire son tan densas que sólo pueden moverse una distancia mínima (una octomillonésima de centímetro, para ser exactos)6 sin chocar unas con otras. Como hay millones de moléculas que chocan constantemente, se intercambia muchísimo calor, pero, a la altura de la termosfera, a 80 kilómetros o más, el aire es tan sutil que hay kilómetros de separación entre las moléculas y éstas apenas entran en contacto. Así que, aunque cada molécula esté muy caliente, apenas interactúan unas con otras, por lo que hay escasa transferencia calórica. Eso es una buena noticia para los satélites y las naves espaciales porque, si el intercambio de calor fuese más eficiente, cualquier objeto hecho por el hombre que orbitase a ese nivel se incendiaría.

De todos modos, las naves espaciales tienen que tener cuidado en la atmósfera exterior, sobre todo en los viajes de regreso a la Tierra, como demostró tan trágicamente, en febrero de 2003, la lanzadera espacial Columbia. Aunque la atmósfera es muy sutil, si un vehículo entra en ella en un ángulo demasiado inclinado (más de unos 6º C) o con demasiada rapidez, puede impactar con moléculas suficientes para generar una resistencia aerodinámica extraordinariamente combustible. Por otra parte, si un vehículo que entra en la atmósfera penetra en la termosfera con un ángulo demasiado pequeño, podría rebotar al espacio7 como esas piedras planas que se tiran al ras del agua para cortar la superficie con ellas.

Pero no es necesario aventurarse hasta el borde de la atmósfera para constatar hasta qué punto somos seres confinados a nivel de suelo. Como muy bien sabe quien haya pasado un tiempo en una población elevada, no hace falta ascender muchos cientos de metros del nivel del mar para que empiece a protestar el organismo. Hasta los alpinistas veteranos con el apoyo de una buena forma física, la experiencia y el oxigeno embotellado son vulnerables a gran altura a la confusión, las nauseas y el agotamiento, la congelación, la hipotermia, la migraña, la pérdida del apetito y otros muchos trastornos. El cuerpo humano recuerda por un centenar de enérgicos medios a su propietario que no ha sido diseñado para operar tan por encima del nivel del mar.

«Incluso en las circunstancias más favorables -nos dice el escalador Peter Habeler hablando de las condiciones que se dan en la cima del Everest-, cada paso a esa altitud exige un colosal esfuerzo de voluntad. Tienes que forzarte a hacer cada movimiento y recurrir a todos los asideros. Te amenaza perpetuamente una fatiga mortal, plúmbea.»

El montañero y cineasta británico Matt Dickinson explica en The Other Side of Everest [La otra cara del Everest] que Howard, en una expedición inglesa al Everest de 1924, «estuvo a punto de morir cuando un trozo de carne infectada se desprendió y le bloqueó la tráquea».8 Somervelí consiguió toser y expulsaría con un supremo esfuerzo. Resultó ser «toda la capa mucosa de la laringe».

Los trastornos físicos son notorios por encima de los 7.500 metros (la zona que los escaladores denominan zona «de la muerte»). Pero son muchos quienes experimentan una debilidad patente, que se ponen incluso gravemente enfermos, a alturas no superiores a los 4.500 metros. La susceptibilidad a la altura tiene poco que ver con la forma física. A veces, las abuelitas se las arreglan mejor a mucha altura que sus descendientes más en forma, que quedan reducidos a guiñapos gemebundos y desvalidos hasta que los trasladan a cotas más bajas.

El límite absoluto de tolerancia humana para la vida continuada parece situarse en unos 5.500 metros;9 pero incluso las personas condicionadas a vivir a bastante altitud podrían no tolerar esas alturas mucho tiempo. Frances Ashcroft comenta, en Life at the Extremes, que hay minas de azufre en los Andes a 5.800 metros, pero que los mineros prefieren baiar todos los días 460 metros y volver a subirlos al día siguiente que vivir continuamente a esa altura. Los pueblos que viven habitualmente a gran altura suelen llevar miles de años desarrollando pechos y pulmones desproporcionadamente grandes y aumentando la densidad de hematíes portadores de oxígeno hasta casi en un tercio, aunque la cuantía de hematíes en la sangre que puede soportarse sin que llegue a ser demasiado densa para una circulación fluida tiene sus límites. Además, por encima de los 5.500 metros ni siquiera las mujeres mejor adaptadas pueden aportar a un feto en crecimiento oxígeno suficiente para que pueda completar su desarrollo.

En la década de 1780, en que se empezaron a hacer ascensiones experimentales en globo por Europa, una cosa que sorprendió a los investigadores fue el frío que hacía cuando se elevaban. La temperatura desciende 1,6º C por cada 1.000 metros que asciendes. La lógica parecería indicar que, cuanto más te acercases a una fuente de calor, deberías sentir más calor El hecho se explica, en parte, porque no estás en realidad acercándote más al Sol en una cuantía significativa. El Sol está a unos 149 millones de kilómetros de distancia. Aproximarse unos cuantos centenares de metros a él es como acercarte un paso a un incendio forestal en Australia y esperar oler el humo estando en Ohio. La explicación del hecho nos lleva de nuevo a la cuestión de la densidad de las moléculas en la atmósfera. La luz del Sol energiza los átomos. Aumenta el ritmo al que se mueven y se agitan; en ese estado de animación chocan entre sí, liberando calor Cuando sientes que el Sol te calienta la espalda en un día de verano, lo que sientes en realidad es la excitación de los átomos. Cuanto más asciendes, menos moléculas hay, y habrá por tanto menos colisiones entre ellas. El aire es una cosa engañosa. Tendemos a pensar que es, incluso al nivel del mar, etéreo y hasta ingrávido. En realidad tiene una gran masa, y esa gran masa suele excederse en sus esfuerzos. Como escribió hace más de un siglo Wyville Thomson, un científico marino: «A veces nos encontramos al levantarnos por la mañana con que, debido a una subida de una pulgada en el barómetro, se ha amontonado sobre nosotros silenciosamente casi media tonelada durante la noche,11 pero no experimentamos ninguna molestia, más bien una sensación de optimismo y euforia, porque mover el cuerpo en un medio más denso exige un esfuerzo algo menor». La razón de que no te sientas aplastado bajo esa media tonelada extra de presión es la misma por la que no quedaría aplastado tu cuerpo al sumergirte en las profundidades del mar: el cuerpo está compuesto principalmente de fluidos incomprimibles, que empujan en sentido contrario, equilibrando la presión interior y la exterior. Pero, silo que experimentas es aire en movimiento, como en el caso de un huracán e incluso de un viento fuerte, te das cuenta enseguida de que tiene una masa muy considerable. Hay en total unos 5.200 billones de toneladas de aire a nuestro alrededor (25 millones de toneladas por cada 2,6 kilómetros cuadrados del planeta)9 un volumen nada desdeñable. Cuando hay millones de toneladas de atmósfera desplazándose a 50 ó (o kilómetros por hora, no tiene nada de sorprendente que se rompan las ramas de los árboles y salgan volando las tejas de las casas. Como comenta Anthony Smith, un frente meteorológico típico puede consistir en 750 millones de toneladas de aire frío inmovilizado debajo de 1.000 millones de toneladas de aire más caliente.12 Es natural que el resultado sea a veces meteorológicamente interesante.

Es indudable que no hay escasez de energía en el mundo por encima de nuestras cabezas. Se ha calculado que una tormenta puede contener una cantidad de energía equivalente a la electricidad que se consume en cuatro días en Estados Unidos.13 Las nubes de tormenta pueden elevarse en condiciones adecuadas hasta alturas de entre 10 y 15 kilómetros y contienen corrientes ascendentes y descendentes de más de 150 kilómetros por hora. Estas corrientes están a menudo una al lado de otra, y ésa es la razón de que los pilotos no quieran volar a través de ellas. Las partículas que hay dentro de la nube captan en todo ese torbellino interior cargas eléctricas. Por razones que no están todavía demasiado claras, las partículas más ligeras tienden a adquirir carga positiva y las corrientes de aire tienden a arrastrarlas hacia la cima de la nube. Las partículas más pesadas se quedan en la base, acumulando cargas negativas. Estas partículas con carga negativa tienen un fuerte afán de lanzarse hacia la Tierra, que tiene una carga positiva, y cualquier cosa que se interponga en su camino está arreglada. Un relámpago se desplaza a 435.000 kilómetros por hora y puede calentar el aire en torno a él hasta unos 28.000º C, una temperatura decididamente achicharrante, varias veces mayor que la de la superficie del Sol. En cualquier momento que consideremos hay en el planeta 1.800 tormentas en marcha…,14 unas 40.000 diarias. Día y noche, en todo el globo, alcanzan el suelo unos loo rayos por segundo. El cielo es un lugar bastante animado.

Mucho de lo que sabemos sobre lo que pasa allá arriba es sorprendentemente reciente.15 Las corrientes en chorro, que se localizan normalmente a entre 9.000 y 10.000 metros de altura, pueden alcanzar casi los 300 kilómetros por hora e influyen muchísimo en los sistemas meteorológicos de continentes enteros y, sin embargo, no se sospechó su existencia hasta que los pilotos empezaron a entrar en ellas en sus vuelos durante la Segunda Guerra Mundial. Hoy en día incluso hay muchas cosas que apenas entendemos sobre los fenómenos atmosféricos. Una forma de movimiento ondular, conocida vulgarmente como turbulencia del aire claro, anima de cuando en cuando los vuelos aeronáuticos. Hay unos veinte incidentes de éstos al año, que son lo suficientemente graves para que sea necesario informar de ellos. No están relacionados con formaciones de nubes ni con ninguna otra cosa que se pueda apreciar visualmente o con radar. Son sólo bolsas de turbulencia súbita en medio de cielos tranquilos. En un incidente característico de este género, un avión en ruta de Singapur a Sydney iba volando en condiciones normales cuando descendió brusca y súbitamente 90 metros…, lo suficiente para lanzar contra el techo a todos los que no llevasen puesto el cinturón. Hubo doce heridos, uno de ellos de gravedad. Nadie sabe cuál es la causa de esas celdas de aire perturbadoras.

El proceso que hace circular el aire en la atmósfera es el mismo proceso que dirige el motor interno del planeta, es decir la convección. El aire cálido y húmedo de las regiones ecuatoriales asciende hasta que choca con la barrera de la tropopausa y se esparce. Al alejarse del ecuador y enfriarse, desciende. Parte del aire que desciende busca, cuando toca fondo, una zona de baja presión para llenarla y se dirige de nuevo al ecuador, completando el circuito.

En el ecuador; el proceso de convección es en general estable y el tiempo predeciblemente bueno, pero en las zonas templadas las pautas son mucho más estacionales, localizadas y aleatorias y el resultado es una batalla interminable entre sistemas de aire de alta y de baja presión. Los sistemas de baja presión los crea el aire que asciende, que transporta al cielo moléculas de agua, formando nubes y finalmente lluvia. El aire cálido puede contener más humedad que el frío, ésa es la razón de que las tormentas estivales y tropicales tiendan a ser más intensas. Las zonas bajas tienden así a estar asociadas con nubes y lluvia y, las altas, prometen en general buen tiempo. Cuando se encuentran dos sistemas, suele ponerse de manifiesto en las nubes. Por ejemplo, los estratos ‹esas expansiones informes y antipáticas responsables de nuestros cielos encapotados) se producen cuando corrientes ascendentes con carga de humedad carecen del brío necesario para atravesar un nivel de aire más estable, que hay encima y en vez de ello se esparcen, como el humo cuando llega al techo. De hecho, si observas alguna vez a un fumador, puedes hacerte bastante buena idea de cómo funcionan las cosas considerando cómo se eleva el humo desde un cigarrillo en una habitación en calma. Al principio sube en línea recta (te diré, por si necesitas impresionar a alguien, que eso es lo que se llama un flujo laminar) y luego se esparce en una capa ondulante y difusa. El superordenador más grande del mundo, efectuando mediciones en el entorno más cuidadosamente controlado, es incapaz de predecir con exactitud qué formas tendrán esas ondulaciones, así que puedes hacerte una idea de las dificultades a las que se enfrentan los meteorólogos al intentar predecir esos movimientos en un mundo a gran escala ventoso y giratorio.

Lo que sabemos es que debido a que el calor del Sol está irregularmente distribuido, se producen sobre el planeta diferencias en la presión del aire. El aire no puede soportar esto, así que anda de aquí para allá intentando igualar las cosas en todas partes. El viento no es más que la forma que tiene el aire de intentar mantener las cosas en equilibrio. Siempre va de zonas de alta presión a zonas de baja (tal como se podría esperar; piensa en cualquier cosa con aire bajo presión, un globo, un depósito de aire o un avión al que se le rompe una ventanilla, y piensa en la obstinación con que el aire presionado quiere ir a algún otro sitio) y, cuanto mayor es la diferencia de presiones, más rápido se mueve el viento.

Por otra parte, la velocidad del viento, como la mayoría de las cosas que se acumulan, crece exponencialmente, de manera que un viento que sopla a 300 kilómetros por hora no es sólo 10 veces más fuerte que el que lo hace a 30, sino un centenar de veces más16 y, en consecuencia, el mismo número de veces más destructivo. Aplica este efecto acelerador a varios millones de toneladas de aire y el resultado puede ser extraordinariamente enérgico. Un huracán tropical puede liberar en veinticuatro horas tanta energía como la que consume en un año una nación rica de tamaño medio como Inglaterra o Francia.17

El primero que sospechó de la existencia de esa tendencia de la atmósfera a buscar el equilibrio fue Edmond Halley 18 (el hombre que estaba en todas partes) y, en el siglo XIII, profundizaría más en el asunto el también británico George Hadley, que se dio cuenta de que las columnas ascendentes y descendentes de aire tendían a producir «celdas» (conocidas desde entonces como «celdas de Hadley»). Hadley, aunque abogado de profesión, se interesaba mucho por la meteorología -después de todo, era inglés-y sugirió también la existencia de un vínculo entre sus celdas, el giro de la Tierra y las aparentes desviaciones del aire que nos proporcionan nuestros vientos alisios. Fue, sin embargo, un profesor de ingeniería de la Escuela Politécnica de París, Gustave Gaspard de Coriolis, quien determinó los detalles de esas interacciones en 1835, y, por eso, le llamamos el efecto Coriolis. (Coriolis se destacó también por introducir en la escuela enfriadores de agua, que aún se conocen allí, al parecer; como Corios).19 La Tierra gira a unos briosos 1675 kilómetros por hora en el ecuador; aunque esa velocidad disminuye considerablemente si te desplazas hacia los polos, hasta situarse en unos 900 kilómetros por hora en Londres o en París, por ejemplo. La razón de esto es evidente silo piensas un poco. Cuando estás en el ecuador; la Tierra tiene que llevarte a lo largo de una buena distancia (unos 40.000 kilómetros) para volverte al mismo punto, mientras que si estás al lado del polo Norte, sólo necesitarás desplazarte unos metros para completar una revolución; se tarda, sin embargo, veinticuatro horas en ambos casos en volver adonde empezaste. Así que se deduce de ello que cuanto más cerca estés del ecuador más deprisa debes giran

El efecto Coriolis explica por qué cualquier cosa que se mueva a través del aire en línea recta, lateralmente respecto al giro de la Tierra, parecerá, si se da suficiente distancia, curvarse a la derecha en el hemisferio norte y hacia la izquierda en el hemisferio sur al girar la Tierra bajo ella. El modo habitual de visualizar esto es imaginarte en el centro de un gran tiovivo y lanzar una pelota a alguien situado en el borde. Cuando la pelota alcanza el perímetro, la persona a la que se le tira se ha desplazado ya y la pelota pasa detrás de ella. Desde su perspectiva, parece como si se hubiese alejado de él describiendo una curva. Este es el efecto Coriolis y es lo que da su sinuosidad a los sistemas meteorológicos y lanza los huracanes haciéndolos girar como si fueran peonzas.10 El efecto Coriolis es también la razón de que los cañones de los barcos que disparan proyectiles artilleros tengan que ajustarse a la izquierda o a la derecha; un proyectil disparado a 15 millas se desviaría, si no, en unas loo yardas y se hundiría inofensivamente en el mar

A pesar de la importancia práctica y psicológica del tiempo para casi todo el mundo, la meteorología no se puso en realidad en marcha como ciencia hasta poco antes de iniciarse el siglo xix (aunque el término en sí, meteorología, llevaba rodando por ahí desde 1.626, en que lo acuñó un tal T. Granger en un libro de lógica).

Parte del problema era que una meteorología satisfactoria exige mediciones precisas de temperaturas, y los termómetros demostraron ser durante mucho tiempo más difíciles de hacer de lo que podría suponerse. Una lectura precisa dependía de que se consiguiese una perforación muy uniforme de un tubo de cristal, y eso no era fácil de hacen El primero que resolvió el problema fue Daniel Gabriel Fahrenheit, un constructor de instrumentos holandés que consiguió hacer un termómetro preciso en 1717. Sin embargo, por razones desconocidas, calibró el instrumento de manera que situó la congelación a los 32 grados y la ebullición a los 212. Esa excentricidad numérica molestó desde el principio a algunas personas y, en 1742, Anders Celsius, un astrónomo sueco, presentó una escala rival. Para probar la proposición de que los inventores raras veces hacen las cosas bien del todo, Celsius situó la ebullición en el punto o y la congelación en el punto loo de su escala,21 pero eso no tardó en invertirse.

La persona a la que se considera mayoritariamente el padre de la meteorología moderna fue un farmacéutico inglés llamado Luke Howard, que se hizo célebre a principios del siglo xix. Hoy se le recuerda sobre todo por haber puesto nombre a los tipos de nubes en 180322 Aunque era un miembro activo y respetado de la Sociedad Linneana y empleó los principios de Linneo en su nuevo esquema, Howard eligió como foro para comunicar su nuevo esquema de Clasificación una asociación mucho menos conocida, la Sociedad Askesiana. (Puede que recuerdes que un capítulo anterior que esta última era la asociación cuyos miembros eran extraordinariamente adeptos a los placeres del óxido nitroso, así que no podemos estar seguros del todo de que otorgasen a la exposición de Howard la sobria atención que se merecía. Es un tema respecto al cual los estudiosos de Howard curiosamente guardan silencio.)

Howard dividió las nubes en tres grupos: estrato para las nubes en capas, cúmulo para las esponjosas (del latín cumulus, cúmulo o montón) y cirro (de cirrus, que significa en latín rizo o copete) para las formaciones altas, finas y livianas que suelen presagiar tiempo más frío. A estos términos añadió posteriormente un cuarto, nimbo (del latín nimbus, nube), para una nube de lluvia. Lo bueno del sistema de Howard era que los elementos básicos se podían combinar libremente para describir cualquier forma o tamaño de una nube pasajera: estratocúmulo, cirroestrato, cumulonimbo, etcétera. Tuvo un éxito inmediato y no solo en Inglaterra. A Goethe le entusiasmó tanto el sistema que le dedicó a Howard cuatro poemas.

Se ha añadido mucho al sistema a lo largo de los años,23 tanto que el Atlas Internacional de Nubes, enciclopédico aunque poco leído, consta de dos volúmenes, pero es interesante considerar que de todos los tipos de nubes posthowarianos no ha llegado a retener nadie casi ninguno fuera del medio de la meteorología e incluso, según me han dicho, tampoco demasiado dentro de ese medio (mamato, pileo, nebulosis, espisato, floco y mediocrisis son una muestra de esos nombres). Por otra parte, la primera edición, mucho más breve, de ese atlas, hecha en 1896, dividía las nubes en 10 tipos básicos, de los que la más llenita y de aspecto más blando y mullido era la número 9, el cumulonimbo.* Ése parece haber sido el motivo de la expresión inglesa «estar en la novena nube»24

* Si alguna vez te ha impresionado la nítida belleza y claridad que tienden a estar definidos los bordes de los cúmulos, mientras que otras nubes son mas borrosas, la explicación que hay un límite pronunciado entre el interior húmedo de un cúmulo y el aire seco fuera de él. El aire seco que hay en el exterior elimina inmediatamente toda molécula de agua que se aventure fuera del borde de la nube, y eso es lo que permite mantener ese perfil nítido. Los cirros, que son mucho más altos, están compuestos de hielo y zona situada entre el borde de la nube y el aire exterior no están tan claramente delineados, y esa es la razón de que tiendan a tener unos bordes imprecisos. (N. del A).

Pese a todo el brío y la furia de la esporádica nube de tormenta de cabeza de yunque, la nube ordinaria es en realidad una cosa benigna y, sorprendentemente, insustancial. Un esponjoso cúmulo estival de varios cientos de metros de lado puede contener sólo de 100 a 150 litros de agua, 25 es decir; como ha explicado James Trefil, «más o menos lo suficiente para llenar una bañera». Puedes hacerte cierta idea del carácter inmaterial de las nubes caminando entre la niebla, que es, después de todo, una nube que no tiene ganas de volar. Citando de nuevo a Trefil: «Si caminas 100 metros entre una niebla típica, entrarás en contacto sólo con media pulgada cúbica de agua, que no es bastante ni siquiera para un trago decente». Así que las nubes no son grandes depósitos de agua. Sólo aproximadamente un 0,035% del agua potable de la Tierra flota alrededor y por encima de nosotros continuamente.26

La prognosis de una molécula de agua varía mucho, 27 dependiendo de dónde caiga. Si aterriza en suelo fértil, la absorberán las plantas o volverá a evaporarse directamente en un plazo de horas o días. Pero, si se abre camino hasta la capa freática, puede tardar muchos años en volver a ver la luz del Sol, miles si llega realmente a penetrar muy hondo. Cuando contemplas un lago, estás contemplando una colección de moléculas que llevan allí como media diez años. Se cree que el tiempo de residencia en el mar se acerca más a los cien años. Aproximadamente, un 60% de las moléculas de agua de un chaparrón vuelve a la atmósfera en uno o dos días. Una vez que se evaporan, no pasan en el cielo más de una semana -Drury dice que doce días- sin que caigan de nuevo a tierra como lluvia.

La evaporación es un proceso rápido, como se puede comprobar por el destino de un charco en un día de verano. Incluso algo tan grande como el Mediterráneo se secaría en mil años si no se repusiese el agua continuamente.28 Ese acontecimiento se produjo hace poco menos de seis millones de años29 y provocó lo que la ciencia conoce como la Crisis de Salinidad Mesiniana. Lo que pasó fue que el movimiento continental cerró el estrecho de Gibraltar. Cuando el Mediterráneo se secó, su contenido evaporado cayó como lluvia de agua dulce en otros mares, diluyendo levemente su salinidad…, diluyéndolos, en realidad, lo suficiente para que se congelasen áreas mayores de lo habitual. La región de hielo ampliada rechazó más el calor solar e introdujo a la Tierra en una edad del hielo. Eso es al menos lo que sostiene la teoría.

Lo que es seguro, en la medida en que podemos saberlo, es que un pequeño cambio en la dinámica de la Tierra puede tener repercusiones que desbordan nuestra imaginación. Un acontecimiento de ese tipo puede incluso habernos creado, como veremos un poco más adelante.

El verdadero centro motor del comportamiento de la superficie del planeta son los mares. De hecho, los meteorólogos tratan cada vez más la atmósfera y los mares como un sistema único, y ése es el motivo de que debamos prestarles un poco de atención ahora. Al agua se le da de maravilla la tarea de retener y transportar calor, cantidades increiblemente grandes de él. La Corriente del Golfo transporta a diario una cantidad de calor hacia Europa equivalente a la producción de carbón mundial de diez años,30 que es el motivo de que Inglaterra e Irlanda tengan unos inviernos tan suaves comparados con los de Canadá y Rusia. Pero el agua también se calienta despacio, y por eso lagos y piscinas están fríos incluso los días más calurosos. Por esa razón tiende a haber un lapso cutre el inicio oficial astronómico de una estación y la sensación concreta de que ha empezado.31 Así, la primavera puede empezar oficialmente en el hemisferio norte en marzo, pero en la mayoría de los lugares no se tiene la sensación de que sea primavera hasta el mes de abril como muy pronto.

Los mares no son una masa de agua uniforme. Sus diferencias de temperatura, salinidad, profundidad, densidad, etcétera, tienen enormes repercusiones en su forma de transmitir el calor de un lugar a otro, lo que afecta a su vez al clima. El Atlántico, por ejemplo, es más salado que el Pacífico, y es bueno que lo sea. El agua es más densa cuanto más salada es, y el agua densa se hunde. Sin su peso suplementario de sal, las corrientes atlánticas continuarían hasta el Ártico, calentando el polo Norte, pero privando a Europa de todo ese agradable calor. El principal agente de transferencia de calor que hay en la Tierra es lo que se llama circulación termohalina, que se origina en las corrientes lentas y profundas a gran distancia de la superficie, un proceso que detectó por primera vez el científico-aventurero conde Von Rumford en 1797. Lo que sucede es que las aguas superficiales, cuando llegan a las proximidades de Europa, se hacen más densas y se hunden a grandes profundidades e inician un lento viaje de regreso al hemisferio sur. Cuando llegan a la Antártida, se incorporan a la corriente circumpolar antártica, que acaba conduciéndolas al Pacífico. El proceso es muy lento (el agua puede tardar 1.500 arios en llegar desde el Atlántico Norte a la zona media del Pacífico), pero los volúmenes de calor y de agua que se desplazan son muy considerables y la influencia en el clima es enorme.

* El término significa una serie de cosas para distintas personas, al parecen En noviembre del año 2002, Carl Wunsch, del MIT, publicó un informe en Science, «¿Qué es la circulación termohalina?», en el que comentaba que la expresión ha sido empleada en importantes publicaciones para indicar siete fenómenos distintos como mínimo (circulación en el nivel abisal, circulación motivada por diferencias de densidad o flotabilidad, «circulación giratoria meridional de masa», etcétera), aunque todas se relacionan con circulaciones oceánicas y con la transferencia de calor, que es el sentido cautamente vago y general que yo empleo aquí. (N. del A.)

(En cuanto a la cuestión de cómo pudo alguien calcular lo que tarda una gota de agua en desplazarse de un océano a otro,32 la respuesta es que los científicos pueden determinar en qué cuantía están presentes en el agua compuestos como los clorofluorocarbonos y calcular el tiempo transcurrido desde la última vez que estuvieron en el aire. Comparando un gran número de mediciones de profundidades y emplazamientos diferentes, pueden cartografiar con razonable precisión los movimientos del agua.)

La circulación termohalina no sólo desplaza el calor de un punto a otro, sino que contribuye también a elevar los nutrientes cuando las corrientes ascienden y descienden, haciendo habitables mayores volúmenes de océano para los peces y otras criaturas marinas. Parece, por desgracia, que la circulación puede ser también muy sensible al cambio. Según simulaciones de ordenador, incluso una dilución modesta del contenido de sal del océano ‹por un aumento de la fusión de la capa de hielo de Groenlandia, por ejemplo) podría perturbar de forma desastrosa el ciclo.

Los mares se hacen favores unos a otros que también nos favorecen a nosotros. Absorben enormes volúmenes de carbono y proporcionan un medio para que éste quede bien guardado. Una de las peculiaridades de nuestro sistema solar es que el Sol arde con un 25% más de luminosidad ahora que cuando el sistema solar era joven. Eso debería haber tenido corno consecuencia que la Tierra fuese mucho más cálida. De hecho, como ha dicho el geólogo inglés Aubrey Manning: «Este cambio colosal debería haber tenido unas consecuencias absolutamente catastróficas en la Tierra y, sin embargo, parece que nuestro mundo apenas se ha visto afectado».

¿Qué mantiene, pues, estable y fresco el planeta? Lo hace la vida. Trillones y trillones de pequeños organismos marinos, de los que muchos de nosotros no hemos oído hablar jamás (foraminíferos, cocolitos y algas calcáreas), captan el carbono atmosférico en forma de bióxido de carbono, cuando cae como lluvia, y lo emplean (en combinación con otras cosas) para hacer sus pequeñas cáscaras. Encerrando el carbono en sus cáscaras, impiden que vuelva a evaporarse y a pasar a la atmósfera, donde se acumularía peligrosamente como gas de efecto invernadero. Más tarde, todos los pequeños foraminíferos, cocolitos y demás animales similares mueren y caen al fondo del mar, donde se convierten en piedra calcárea. Resulta extraordinario, al contemplar un rasgo natural asombroso como los acantilados blancos de Dover en Inglaterra, considerar que están compuestos casi exclusivamente por pequeños organismos marinos muertos, pero resulta todavía más notable cuando te das cuenta de la cantidad de carbono que retienen acumulativamente. Un cubo de 15 centímetros de greda de Dover contendrá bastante más de mil litros de dióxido de carbono comprimido que, de no estar allí, no nos haría ningún bien.

Hay en total 20.000 veces mas carbono retenido en las rocas de la Tierra que en la atmósfera.33 Gran parte de esa piedra calcárea acabará alimentando volcanes, y el carbono volverá a la atmósfera y caerá con la lluvia a la Tierra, que es el motivo de que se llame a esto el ciclo a largo plazo del carbono. El proceso lleva mucho tiempo (aproximadamente medio millón de años para un átomo de carbono típico), pero si no hay ninguna otra perturbación colabora con notable eficiencia en la tarea de mantener estable el clima.

Por desgracia, los seres humanos tienen una imprudente tendencia a perturbar ese ciclo incorporando a la atmósfera grandes cantidades de carbono suplementarias, estén los foraminíferos preparados para ello o no. Se ha calculado que, desde 1850, se han lanzado al aire 100.000 millones de toneladas de carbono extra, un total que aumenta en unos 7.000 millones de toneladas al año. En realidad, no es tanto, en conjunto. La naturaleza (principalmente a través de las erupciones volcánicas y la descomposición de las plantas) lanza a la atmósfera unos 100.000 millones de toneladas de dióxido de carbono al año, casi treinta veces más que los humanos con los coches y las fábricas. Pero no hay más que contemplar la niebla que se cierne sobre nuestras ciudades, el Gran Cañón del Colorado o incluso, a veces, los Acantilados Blancos de Dover; para darse cuenta de la diferencia entre una aportación v otra.

Sabemos por muestras de hielo muy antiguo que el nivel «natural» de dióxido de carbono atmosférico 34 (Es decir; antes de que empezásemos a aumentarlo con la actividad industrial) es de unas 280 partes por millón. En 1958, cuando los científicos empezaron a prestar atención al asunto, se había elevado a 315 partes por millón. Hoy es de más de 360 partes por millón y aumenta aproximadamente un cuarto del 1% al año. A finales del siglo XXI se prevé que ascienda a unas 560 partes por millón.

Hasta ahora, los bosques -que también retienen un montón de carbón – y los océanos han conseguido salvarnos de nosotros mismos; pero, como dice Peter Cox de la Oficina Meteorológica Británica: «Hay un umbral crítico en el que la biosfera natural deja de protegernos de los efectos de nuestras emisiones y, en realidad, empieza a amplificarlos». Lo que se teme es que pueda producirse un aumento muy rápido del calentamiento de la Tierra. Muchos árboles y otras plantas incapaces de adaptarse morirían, liberando sus depósitos de carbono y aumentando el problema. Ciclos así se han producido de cuando en cuando en el pasado lejano, sin contribución humana. La buena noticia es que, incluso en esto, la naturaleza es absolutamente maravillosa. Es casi seguro que el ciclo del carbono se restablecerá al final y devolverá a la Tierra a una situación de estabilidad y felicidad. La última vez que lo hizo, no tardó más que 60.000 años.