Los australianos del sur están orgullosos de que el suyo sea el único estado australiano que no acogió convictos. Lo que no suelen mencionar es que fue uno de ellos quien lo planificó. A principios de 1830, a Edward Gibbon Wakefield, un hombre con recursos propios e inclinaciones indeseables recluido en la cárcel de Newgate en Londres por el cargo de secuestro de una niña con intenciones babosas y viles, se le ocurrió la idea de fundar una colonia de hombres libres en Australia. Su plan consistía en vender parcelas de tierra a personas serias y trabajadoras —granjeros y capitalistas— y utilizar aquel fondo para pagar el pasaje de personas que trabajaran para ellos. Los trabajadores conseguirían un empleo ennoblecedor; los inversores adquirirían fuerza laboral y un mercado; todos se beneficiarían. El plan no llegó a funcionar en la práctica, pero el resultado fue una nueva colonia, Australia Meridional, y una deliciosa ciudad planificada, Adelaida.
Así como Canberra es un gran parque, Adelaida está llena de ellos. En Canberra tienes la sensación de estar en un espacio verde muy grande del cual no encontrarás la salida; en Adelaida no hay duda de que estás en una ciudad, pero con la agradable sensación de salir de vez en cuando a respirar un poco. Representa una gran diferencia. La ciudad se planificó en dos partes diferentes sobre una verde llanura cercana al río Torrens, las dos rodeadas de parques. Sobre el plano, el centro de Adelaida tiene la forma de un ocho, grande, rechoncho y un poco irregular; los parques crean la figura y las dos partes internas de la ciudad llenan los agujeros. Funciona perfectamente.
No tenía ningún destino especial decidido, pero por la mañana, cuando entraba en la ciudad procedente de Tanunda, pasé por North Adelaida, la hermosa y próspera zona de la parte superior del ocho, vi un hotel que parecía agradable, e impetuosamente paré el coche en la acera. Estaba en O’Connell Street, un vecindario de fincas antiguas y bien conservadas, con muchos restaurantes de moda, pubs y cafeterías. Después de Canberra, no pensaba dejar pasar un pedazo de paraíso urbano como éste. O sea que me busqué una habitación y no perdí un momento en volver a salir al aire libre.
Adelaida es la más ignorada de las principales ciudades australianas. Puedes pasarte semanas en Australia sin sospechar que existe, porque no sale en las noticias ni se la menciona en las conversaciones. Es a Australia lo que Australia es al mundo: un lugar que se considera agradable pero que queda muy lejos y nunca se piensa en él. Sin embargo, es una ciudad preciosa. Todos están de acuerdo en eso, incluyendo millones de personas que nunca han estado allí.
Yo mismo sólo había estado una vez, hacía unos meses, en una gira de promoción. Guardaba de aquella experiencia una impresión de belleza a la par que una curiosa sensación de que sus habitantes se resignan ante el infortunio. Coméntale a alguien de allí que el lugar te parece muy agradable y acto seguido te contestará, con una especie de angustiada solemnidad:
—Sí, pero se está muriendo, sabes…
—¿Ah, sí? —dirás tú, cortésmente preocupado.
—Oh, sí —asegura tu informador, sonriendo con amarga satisfacción.
Entonces, si no estás de suerte, te contará el hundimiento del Bank of South Australia, un suceso provocado por una falta de rigor fiscal que tardó años en concluir y que se tarda casi lo mismo en contar.
El problema de Adelaida, según parece, es geográfico. La ciudad está situada al otro lado de la Australia civilizada, lejos de los vitales mercados asiáticos y sin otros alrededores que una gran estepa. Al norte y al oeste hay varios millones de kilómetros cuadrados de desierto abrasador; al sur nada más que mar abierto hasta la Antártida. Sólo hacia el este hay ciudades, pero Melbourne está a 725 km, y Sydney a casi mil seiscientos. ¿Quién va a querer construir una fábrica en Adelaida tan lejos de los mercados? Es una pregunta razonable, pero en cierto modo socavada por la consideración de que Perth está en un lugar aún más remoto —2.735 km más allá en un solitario puesto avanzado en el océano Índico— y sin embargo tiene una economía mucho más viva. Lo que pasa es que Adelaida parece embarrancada en un lugar desdichado, en todos los sentidos de la palabra.
No obstante, para un observador cualquiera parece igual de próspera que cualquier otra ciudad de Australia, posiblemente incluso más. Su céntrica zona comercial es más bonita y con similar actividad que las zonas equivalentes de Sydney o Melbourne, y sus pubs, restaurantes y cafeterías parecen tan llenos y animados como pueda desear cualquier empresario. Tiene un impresionante surtido de edificios victorianos, muchos parques y plazas bonitas, y constantes detalles —una farola preciosa aquí, un león de piedra allá— que le dan clase y una venerabilidad que Sydney y Melbourne descuidan demasiado a menudo en favor de las lentejuelas de los brillantes rascacielos. Es algo así como una versión urbana de un club social de caballeros: cómoda, anticuada, apaciblemente majestuosa, un poco adormilada a media tarde y con un aire a otra época.
A medida que bajaba por Pennigton Gardens, uno de los parques del centro, fui tomando conciencia poco a poco (y después de modo abrumador) de la marea humana que avanzaba en la misma dirección: miles y miles de personas que se dirigían a un estadio en el parque. Pregunté a dos jóvenes qué sucedía y uno de ellos me dijo que había un partido de cricket entre Inglaterra y Australia en el Oval.
—¿Cómo, aquí en Adelaida? ¿Hoy? —dije sorprendido.
Reflexionó sobre la pregunta con el regocijo que se merecía.
—Bueno, o eso —contestó secamente— o es que treinta mil personas han cometido un error, ¿no cree?
Después sonrió para demostrar que no quería ser agresivo ni mucho menos. Se veía que su amigo y él habían estado bebiendo cerveza por el camino.
—¿Sabe si quedan entradas? —pregunté.
—No, amigo, está todo agotado. Lo siento.
Me despedí y los miré marcharse. Éste era otro rasgo muy británico que había notado en los australianos: se disculpan por cosas que no son culpa suya.
Seguí por North Terrace, la calle más grande de la ciudad, hacia el South Australian Museum, una imponente mole dedicada a la historia natural y antropológica. Tenía interés por ver si se exhibía un fósil llamado Spriggina, denominado así por Reginald Sprigg, un héroe menor de las minas. En 1946, Sprigg, entonces un joven geólogo del gobierno, estaba echando un vistazo por la zona de las inhóspitas y desoladas colinas Ediacara de las Flinders Ranges, a unos cuatrocientos ochenta kilómetros al norte de Adelaida, cuando hizo uno de esos milagrosos descubrimientos que abundan de forma insólita en la historia natural australiana. Recordaréis de un capítulo anterior el caso de la protohormiga Nothomyrmecia macrops, encontrada inesperadamente en un pueblucho polvoriento en medio de la nada. Bueno, pues el descubrimiento de Sprigg fue más o menos en aquella zona y, a su manera, no fue menos notable.
Su momento llegó cuando trepó unos metros por una pendiente rocosa para llegar a una roca sombreada y cómoda donde apoyarse y almorzar. Mientras estaba allí sentado comiéndose sus bocadillos, estiró perezosamente un pie y le dio la vuelta a una piedra caliza. Sprigg no dejó ningún registro informal del suceso, pero podemos imaginárnoslo dejando de masticar —quieto, con la boca abierta— viendo lo que acababa de dejar al descubierto, y acercándose después lentamente a mirarlo de cerca. Acababa de encontrar algo que no se creía que existiera.
Durante casi un siglo, desde la época de Charles Darwin, a los científicos les desconcertaba cierta anomalía evolutiva: que hace 600 millones de años brotaran en la tierra complejas formas de vida de improbable variedad (la famosa explosión cambriana), sin evidencia de formas anteriores más simples que pudieran haberles abierto el camino. Sprigg acababa de encontrar ese eslabón perdido, un pedazo de roca nadando en delicados fósiles precambrianos. Estaba contemplando, en efecto, el alba de la vida visible: algo que nadie había visto ni esperaba ver. Fue un momento de supremo significado geológico. Y si se hubiera sentado en cualquier otra parte —cualquier lugar de la infinita extensión abrasadora que configura el outback australiano— no lo habría descubierto, al menos entonces, y probablemente nunca.
Eso es lo que pasa en Australia. Está repleta de cosas interesantes, pero al mismo tiempo es tan inmensa e imponente que se necesita un golpe de suerte para encontrarlas.
Desgraciadamente, en 1946 la comunidad científica mundial no hacía mucho caso de las noticias que llegaban de Australia, y los informes de Sprigg sobre sus descubrimientos, debidamente publicados en Transactions of the Royal Society of South Australia, languidecieron durante dos décadas hasta que su significado fue apreciado. Pero da lo mismo. Al final, el mérito fue para él: Sprigg fue inmortalizado con el nombre de un fósil, y la fauna que descubrió se llamó Ediacara, por las colinas que había pisado.
El museo no estaba abierto cuando llegué —cerrado por la fiesta nacional, supongo—, y así mis esperanzas de vislumbrar el alba de la vida se desvanecieron. Sin embargo, paseando a la sombra por calles laterales, encontré una librería de viejo abierta y me alegré tomándomelo como un premio de consolación. Probablemente porque los libros nuevos siempre han sido caros en Australia, el país tiene unas librerías de viejo excelentes. Siempre hay una gran sección dedicada a temas australianos y no deja de asombrarme, aunque sólo sea por lo muy concentrados en sí mismos que están las gentes de este país. No lo digo como una crítica. Si el resto del mundo no piensa prestarles atención, tienen que hacerlo ellos. Me parece normal. Pero husmeando entre los volúmenes apilados se encuentran los títulos más alucinantes. Uno de los que hallé entonces se titulaba Allí conocí a mi esposa: historia de la primera piscina en la capital, Canberra. Al fondo había un grueso tomo titulado Una sensación de unión: una historia del Club de Fútbol de la Universidad de Sydney. También había una historia del servicio de ambulancias de Australia Meridional, y centenares de títulos sobre cosas que era imposible que pudieran interesar a más de un reducido número de personas. Resulta alentador que existan estos libros, pero al mismo tiempo también es preocupante.
No obstante, entre ellos sueles encontrar algunas buenas sorpresas. Esto es lo que pasó cuando cogí una historia fotográfica de Surfers Paradise, el famoso pueblo costero de Queensland, que me llamó la atención porque pensaba ir por allí. El libro describía la historia del desarrollo del pueblo desde 1920, cuando sólo era un pueblecito medio despoblado sin fama ni futuro, hasta los años setenta, en que brotó bruscamente como una especie de Miami Beach del hemisferio sur. Me cautivaron las fotografías del pueblo durante la etapa intermedia, en los años cuarenta y cincuenta, cuando se parecía mucho más en espíritu y aspecto a Coney Island o Blackpool. Es curioso sentir nostalgia por un lugar que no conoces de nada, pero me sentía anímicamente unido a Surfers Paradise y sus inocentes veraneantes. Miré embelesado página tras página de las sabrosas fotografías en blanco y negro de gente feliz que se ocupaba en actividades varias: paseando en grupos por el paseo marítimo, bailando el buggy en las salas de baile o bebiendo en los bares. Cómo les envidié sus elegantes trajes. Sé que estoy en minoría, pero daría lo que fuera por vivir en una época en que pudiera ponerme botas bicolores, calcetines rojos, una camisa de algodón con un estampado basado por ejemplo en etiquetas de viaje, subirme los pantalones marrones y anchos hasta los tobillos, colocarme un sombrero de fieltro en la cabeza y que la gente al pasar me mirara y dijera: «¡Qué elegante!».
¡Había algo tan maravillosamente inocente, tan irrecuperablemente perdido, en aquel mundo! Se notaba en la postura relajada y segura, y en las sonrisas de los veraneantes de todas las fotografías. Aquellas personas eran felices. No me refiero a que fueran felices. Eran felices de verdad. Vivían en una buena época, en un país afortunado, y lo sabían. Tenían buenos empleos, buenos hogares, buenas familias, buenas perspectivas, buenas vacaciones en lugares alegres y soleados. No quiero insinuar, ni mucho menos, que ahora los australianos sean infelices —no lo creo así, tampoco—, pero ya no reflejan esa felicidad en sus caras. No creo que la refleje ya nadie.
Hay que decir también que fue una época de una gazmoñería apabullante. En los años cincuenta, Australia era probablemente la nación menos segura de sí misma del mundo de habla inglesa. Estaba tan lejos que las autoridades parecían dudar de lo que era aceptable, y por ello iban sobre seguro y lo prohibían todo. Una de las fotografías del libro de Surfers Paradise mostraba una tienda de recuerdos con una enorme valla publicitaria en el tejado. El anuncio de la valla era el de la famosa loción solar Coppertone, la del cachorrillo travieso que tira del bañador de una niña dejándole al descubierto dos o tres centímetros de culito. Y ¡vaya por donde! Alguien se había subido a una escalera, y había pintado cuidadosamente unas bragas sobre la tira de piel descubierta de la niña. (Sólo faltaría que la gente se masturbara en el paseo marítimo). No sólo se censuraban las lociones solares, sino las películas, las obras de teatro, las revistas y los libros.
Una cosa que no encontrarás en las librerías australianas de segunda mano son ediciones de los años cincuenta, o anteriores, de muchos libros: El guardián entre el centeno, Adiós a las armas, Rebelión en la granja, Peyton Place, Otro país, Un mundo feliz y centenares más. La razón es sencilla: estaban prohibidos. En conjunto, en su momento culminante, se prohibió importar 5.000 títulos al país. En los años cincuenta ya sólo eran un par de cientos, pero todavía incluía algunas exclusiones memorables: El parto sin dolor, por ejemplo, cuya franqueza en la descripción de dónde vienen los niños se consideró excesiva para la sensibilidad australiana. Éstos eran los títulos convencionales, por cierto. El total no incluye los verdes, que evidentemente estaban todos prohibidos. No es que no pudieras adquirir ciertos libros. Ni siquiera podías saber cuáles podías comprar porque la lista de libros proscritos era secreta.
Fue Adelaida, curiosamente, la que puso fin a esto. Durante décadas había sido una de las ciudades menos progresistas de Australia. La culpa puede atribuirsele a un tal sir Thomas Playford, que durante treinta y ocho años, de los años treinta a los sesenta, fue el primer ministro de Australia Meridional. Playford era un hombre tan estrecho de miras que una vez, durante una época de baja producción de trigo, propuso que el estado «lo importara de Australia», y en otra ocasión comentó al vicecanciller de la Universidad de Adelaida que no sabía para qué servían las universidades. Ya podéis imaginaros que no enriqueció mucho el vigor intelectual de Australia Meridional. En 1967, el estado eligió a un joven y carismático primer ministro laborista denominado Don Dunstan, y enseguida Adelaida y Australia Meridional vivieron una transformación. Libros que seguían prohibidos en otras partes de Australia —El lamento de Portnoy y El almuerzo desnudo, por ejemplo—, se podían comprar en Adelaida. Se permitieron las playas nudistas. Se legalizó la homosexualidad. Durante una vertiginosa década, Adelaida fue la ciudad más hippy del país: el San Francisco de las antípodas.
En 1979, la esposa de Dunstan murió y él se retiró de la política. Adelaida perdió su buen momento y empezó un suave declive hacia la oscuridad. Los artistas e intelectuales se fueron marchando; incluso Dunstan se fue a Victoria. Con Playford, Australia Meridional había estado retrasada pero seguía siendo interesante. Con Dunstan estuvo viva y resultaba estimulante. El problema de Adelaida hoy en día, imagino, es que ha dejado de ser interesante.
Sin embargo, sigue siendo un lugar precioso para pasear en un día de verano. Hice un par de compras en la librería: un viejo libro titulado Paradojas australianas, que sólo compré porque me gustaba la cubierta y tenía el atractivo precio de dos dólares, y un volumen más reciente titulado Ataques de cocodrilos en Australia, diez veces más caro pero con la compensación de anécdotas horripilantes. Después salí de excursión por los verdes y acogedores parques de la ciudad.
El centro de Adelaida tiene unas setecientas cincuenta hectáreas de parques, menos que Canberra pero muchísimas más que la mayor parte de ciudades de su tamaño. Como ocurre tan a menudo en Australia, reflejan un esfuerzo por recrear un ambiente británico en las antípodas. De todo lo que la gente echaba de menos al llegar a Australia, lo más habitual era un escenario inglés. Llama la atención y es grotesco, cuando miras pinturas de la primera época del país, lo poco australiano que parece el paisaje. Hasta los eucaliptos parecen insólitamente frondosos y esféricos, como si los artistas quisieran que tuvieran un aire más inglés. Australia fue una decepción para los primeros colonos. Se morían por el aire y las vistas ingleses. Así que cuando construyeron las ciudades, las llenaron de parques de estilo británico con ondulantes colinas y parterres de robles, hayas, castaños y olmos, de modo que recordaba los soñadores intentos bucólicos de Humphry Reptan o Capability Brown. Adelaida es la ciudad más seca del estado más seco del continente más seco, pero nunca lo adivinarías al pasear por sus parques. Allí siempre estás en Sussex.
Desgraciadamente, estos arreglos están pasados de moda en el mundo de la horticultura. Como muchas de las plantas originales están llegando al final de su vida natural, las autoridades del parque han planeado retirar las especies foráneas y recrear el paisaje fluvial dominado por matas y árboles de eucalipto como los que había antes de que llegaran los europeos. Por muy conmovedor que sea ver que los australianos se enorgullecen de su flora nativa, la idea es poco afortunada por no decir algo más. Para empezar, Australia tiene varios miles de kilómetros cuadrados de tierra con maleza y los eucaliptos: no puede decirse que sea una flora en peligro de extinción. Y lo que es peor, los parques tal como están ahora son insólitamente bellos, de los mejores del mundo, y sería una tragedia perderlos estuvieran donde fuere. Si se acepta la lógica de que no son adecuados porque son de estilo europeo también tendrían que derribar todas las casas de Adelaida, las calles, los edificios y deshacerse de las personas descendientes de europeos. Por desgracia, como sucede a menudo en este mundo corto de miras, nadie me pidió mi opinión.
Pero los parques siguen siendo preciosos y me sentí feliz de pasear por ellos. Estaban llenos de familias que disfrutaban del Día de Australia, comiendo y jugando a cricket con pelotas de tenis. Adelaida tiene kilómetros de buenas playas en sus barrios occidentales, y por ello me sorprendió encontrar a tanta gente que hubiera renunciado a la costa para acudir a la ciudad. Le daba al día un encantador ambiente anticuado. Así es como pasábamos el 4 de julio cuando yo era niño en Iowa —en el parque, jugando a la pelota—. También me pareció raro, y al mismo tiempo simpático, que en un país con tanto espacio la gente prefiriera amontonarse para relajarse. Quizás es esa intimidante desolación la que hace que los australianos sean tan sociables. El parque estaba tan lleno que a veces resultaba imposible saber qué pelota correspondía a cada grupo de espectadores, o qué jugadores intervenían en cada partido. Si una pelota iba a parar a otro equipo, como parecía ocurrir cada dos por tres, siempre había un intercambio de disculpas por una de las partes y el «no hay de qué» por la otra cuando se devolvía la pelota. Aquello era un gran pícnic y yo me sentí ridículamente encantado de formar parte de él aunque fuera de forma marginal.
Tardé unas tres horas, creo, en recorrer el circuito completo del ocho. A menudo salía un rugido del Oval. El cricket era evidentemente un espectáculo más animado en vivo que por la radio. Al final fui a parar a una calle llamada Pennington Terrace, donde había una hilera de casas de una piedra azulada con céspedes sombreados que daban al Oval. En una, una familia había trasladado el salón al jardín. Ya sé que no puede ser, pero lo recuerdo como si lo hubieran sacado todo: lámparas de pie, mesita del café, alfombra, revistero y barbacoa. Lo que seguro que habían sacado era un sofá y un televisor para mirar el cricket. Detrás del televisor, a un par de centenares de metros, estaba el Oval, o sea que siempre que pasaba algo emocionante en la pantalla iba acompañado en tiempo real por el rugido que emergía del estadio, allí delante de ellos.
—¿Quién va ganando? —pregunté al pasar.
—Esos malditos poms[*] —dijo el hombre, invitándome a compartir su asombro.
Subí la colina pasando por la imponente mole de la catedral de St. Peter. Mi intención era volver al hotel, ducharme y cambiarme de ropa, y sentarme en un pub a cenar. Fuera de la sombra de los parques hacía una tarde muy calurosa y tenía los pies doloridos, pero me sentí atraído sin remedio hacia las calles residenciales de North Adelaida. Era una zona de cierta prosperidad, impregnada de una serenidad dominical, con calles y calles de casas antiguas, enterradas entre rosas y jazmines, y cada jardín un modelo de abundancia floral meticulosamente cuidado.
Por fin llegué a un lugar llamado Wellington Square, una plaza abierta con un pub majestuoso y de aspecto respetable. Me dirigí directamente hacia allí. Dentro había un ambiente fresco y acogedor, con adornos pulidos y madera clara bruñida, nada que ver con los austeros pubs del bush. Era un lugar para tomar cócteles y charlar de tu cartera de inversiones. También había mucha gente, aunque la mayoría comía más que bebía, o al menos comía a la vez que bebía. Las mesas estaban ocupadas con bistecs o porciones maltrechas de pescado, tan generosas que sobresalían del borde de los platos. En una gran pantalla se veía el partido de cricket, pero sin sonido. Había encontrado mi hogar para la tarde. Pedí una jarra de Cooper y me retiré con ella a una mesa desde donde se veía la plaza. Estuve allí durante un buen rato sin hacer nada, y ni siquiera toqué la jarra, saboreando el placer de estar sentado en un país lejano con una cerveza, cricket en la televisión y una sala llena de gente disfrutando de los placeres de una época de prosperidad. No podía haberme sentido mejor.
Al poco rato me acordé de mis compras en la librería de segunda mano y las saqué para examinarlas. Me dediqué primero a Paradojas australianas, un relato de una estancia de un año en el país, en 1959-60, escrito por Jeanne Mackenzie, una periodista inglesa y lo abrí, interesado en averiguar cómo ha cambiado Australia en cuarenta años.
Era un mundo totalmente diferente. La Australia que la señora Mackenzie describe es un lugar de ilimitada prosperidad, plena ocupación, risueño y saludable y con un optimismo infinito. En 1959-60, Australia era el tercer país más rico del planeta —no lo sabía— precedido sólo por Estados Unidos y Canadá. Pero lo interesante era cuán modestos resultaban los componentes del bienestar material en aquel entonces. Con una admiración rayana en el asombro, la señora McKenzie observa que al final de los años cincuenta, tres cuartas partes de los residentes en una ciudad de Australia tenían nevera y casi la mitad poseía un lavaplatos (todavía no había suficiente energía eléctrica en las zonas rurales para aparatos mayores, o sea que no contaban). Todos los hogares del país, seguía ella, tenían «al menos una radio» —¡caramba!— y «todos los hogares tienen otros aparatos eléctricos como aspiradoras, planchas y batidoras». ¡Oh!, vivir en un mundo donde poseer una batidora eléctrica es una fuente de orgullo…
Pasé una buena hora leyendo el libro al azar, cautivado por la simplicidad de la época que describía. En 1960, la televisión era todavía una novedad emocionante (no llegó a Australia hasta 1956, y sólo a Sydney y Melbourne al principio), y la televisión en color un sueño lejano. En Melbourne, los domingos no había periódicos, y tanto los cines como los pubs estaban cerrados por decreto. Perth seguía estando al final de una carretera muy larga y así estuvo durante muchos años. Adelaida era la mitad de lo que es ahora y su famoso festival era entonces nuevo y reciente. Queensland estaba más atrasada. (¡Todavía lo está!) En los mejores restaurantes, el pollo Maryland y el buey Stroganoff eran platos de una exótica distinción, y las ostras se servían con ketchup. Para la mayoría, la cocina extranjera empezaba y terminaba con los espaguetis de lata. Había dos variedades de queso: «fuerte» y «sabroso». Los supermercados eran algo nuevo y emocionante. El cinco por ciento de los chicos en edad de ir a la universidad en 1959 estaban en la universidad —esto también se registraba con admiración—, superando el 1,56 % de veinte años antes. Era, en todos los sentidos, otro mundo.
Lo que más me impresionó no es lo mucho mejor que están ahora los australianos, sino lo mucho peor que se sienten. Una de las cosas más curiosas para un forastero es observar cómo se evalúan a sí mismos. Son un pueblo extraordinariamente autocrítico. Tropiezas con ello constantemente en los periódicos, en la televisión y en la radio: una absoluta convicción de que, por bien que vayan las cosas en Australia, es probable que vayan mejor en otra parte. Una curiosa proporción de libros sobre la vida y la historia australiana tiene títulos serios y pesimistas: Entre bárbaros, Los futuros devoradores, La tiranía de la distancia, Esta tierra oscura y cansada, Impacto fatal, La costa fatídica. Incluso cuando los títulos son neutros (nunca positivos), contienen conclusiones de lo más raras y estrafalarias. En Una historia concisa de Australia, un estudio reflexivo e intachable de los considerables logros del país en los últimos doscientos años, el autor, Geoffrey Blainey, termina observando que Australia está a punto de finalizar su primer siglo bajo una pacífica federación. Después, sin más ni más, concluye con estas palabras: «No es seguro que esto dure dos siglos más. En el remolino de la historia humana ninguna frontera política es permanente».
¿No es extraño? Uno podría entender que un canadiense escribiera estas palabras, o un belga, o un sudafricano. ¿Pero un australiano? Por favor. Este país no ha tenido jamás un conflicto civil grave, nunca ha encarcelado a un disidente, no ha demostrado la más mínima inclinación por la crispación. Australia es la Noruega del hemisferio sur. Pero el historiador vivo más destacado del país insinúa que su continuación como nación soberana no está asegurada. Es extraordinario.
Si a los australianos les falta algo en su solitaria y eminente antípoda, es perspectiva. Se han pasado cuatro décadas viendo con apacible desesperación cómo un país tras otro —Suiza, Suecia, Japón, Kuwait y muchos otros— los superaban en la renta nacional per cápita. Cuando se supo en 1996 que también Hong Kong y Singapur los habían adelantado, a juzgar por los editoriales de los periódicos uno podría haber pensado que los ejércitos asiáticos habían desembarcado en Darwin y se estaban desplegando por el país, apropiándose de cuantos bienes de consumo encontraban a su paso. No importa que la mayor parte de aquellos países los superaran por un pelo y que se debiera en gran parte a la relatividad del cambio de moneda. No importa que cuando se tienen en cuenta los indicadores de calidad de vida —como el coste de la vida, los logros educativos, los índices de criminalidad y todo eso— Australia vuelva a colocarse cerca del primer puesto. (Es la séptima en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, por detrás de Canadá, Suecia, Estados Unidos y un par más, pero cómodamente por encima de Alemania, Suiza, Austria, Italia y muchos otros países con sólidas economías y PNB más altos). En el momento de mi visita, Australia estaba viviendo un momento más próspero que nunca. Tenía una de las tasas de crecimiento económico más rápidas del mundo desarrollado, la inflación era inexistente y el desempleo estaba en el nivel más bajo desde hacía años. Sin embargo, según un estudio del Instituto Australiano, el 36 % de los australianos creía que se vivía cada día peor y apenas una quinta parte veía esperanzas de mejora.
Ahora —es cierto—, en dólares brutos acumulados por cabeza, Australia ya no está cerca del primer puesto. Está en el número veintiuno. Pero, yo os pregunto, ¿qué preferiríais: ser el tercer país más rico y feliz porque tenéis una batidora eléctrica y una radio, o estar en el puesto veintiuno en un mundo que tiene todo lo que una persona puede razonablemente desear?
Por otro lado, en pocos de esos otros países corres el más ligero peligro de que te devore un cocodrilo de estuario, una idea que se me ocurrió cuando cogía mi segunda compra, Ataques de cocodrilos en Australia, de Hugh Edwards, y vadeé con el agua al cuello sus 240 páginas de horripilantes y violentos ataques perpetrados por esas astutas y sanguinarias bestias.
El cocodrilo de agua salada es el único animal que tiene la capacidad de asustar incluso a los australianos. Gente que se sacudiría tranquilamente un escorpión de la manga o se reiría entre dientes de una manada de furtivos dingos, se echa a temblar ante la visión de un cocodrilo hambriento, y no tuve que avanzar mucho en las páginas de estremecedoras crónicas del señor Edwars para comprender el porqué. Escuchad este relato de una tarde de ocio en el noroeste de Australia.
En marzo de 1987, una barca a motor con cinco personas paseaba por la costa de Kimberley y se desvió por el río Prince Regent para visitar la Kings Cascade, un bello y remoto lugar donde una cascada tropical cae pintorescamente sobre un saliente de granito. Allí se detuvieron y entretuvieron escalando la roca y bañándose. Una de las que se bañaron era Ginger Faye Meadows, una joven modelo americana. Estaban ella y otra joven con el agua hasta la cintura en una roca bajo la cascada, cuando una de ellas descubrió los ojos fijos y fríos y el hocico medio sumergido de un cocodrilo que se dirigía hacia ellas. Os lo podéis imaginar. Estás apoyado en una roca, demasiado alta y resbaladiza para escalarla, sin lugar donde refugiarte, y uno de los animales más mortíferos de la Tierra se dirige hacia ti, un animal tan perfectamente diseñado para matar que apenas ha cambiado en 200 millones de años. Vamos, que estás a punto de ser devorado por algo de la época de los dinosaurios.
Una de las dos mujeres se sacó una zapatilla de plástico y se la lanzó al cocodrilo. Le rebotó en la cabeza, pero hizo que parpadeara y dudara. En ese momento, Meadows decidió probar suerte. Se zambulló en el agua e intentó nadar los veinticinco metros hacia un lugar seguro. La amiga se quedó donde estaba. Meadows nadó con fuertes brazadas, pero el cocodrilo siguió hacia ella. A mitad de camino la cogió por la cintura y la arrastró bajo el agua.
Según el capitán del barco, Meadows estuvo bajo el agua unos segundos, después salió a la superficie «con las manos levantadas y una expresión de enorme asombro en la cara […] Me miraba directamente […] pero no dijo nada». Después volvió a sumergirse y no se la vio más. Al día siguiente habría cumplido veinticinco años.
Éste es probablemente el ataque de cocodrilo más famoso de Australia en los últimos veinticinco años porque sucedió en un lugar célebre por su belleza, en un crucero de lujo y con una víctima americana que era joven y muy guapa. Pero la verdad es que ha habido otros muchos. Es más, la muerte de Meadows se salía de lo corriente porque ella vio lo que iba a pasar. Para la mayoría, el ataque de un cocodrilo llega de forma inesperada. Las crónicas de ataques de cocodrilos están llenas de historias de gente sentada tan tranquila a pocos centímetros del agua o caminando por la orilla del océano, cuando de repente el agua los salpica y, antes de que puedan gritar (y mucho menos iniciar negociaciones), son arrastradas y devoradas a placer. Esto es lo que lo hace tan estremecedor.
Y yo os pregunto: ¿A quién le importa el dinero que están haciendo en Hong Kong o en Singapur cuando tienes asuntos como éstos en la cabeza? Y no digo más.