Capítulo 1
1892
El Conde Viktor van Haan miró malhumorado los bellos campos arroceros, los picos de las montañas boscosas y los esbeltos cocoteros que brillaban bañados por la luz del sol.
Todo era verde: los ondulantes arrozales, los árboles, los valles. Aun los capullos de los franchipianeros y los tjempaka se perdían entre el verdor que los rodeaba y que absorbía su delicada belleza blanca.
Al bajar del barco el conde pensó que el exilio, por bello que fuera el lugar en el que se debiera vivir, era siempre deprimente, y que el viaje hacia Bali le había parecido interminable.
Aunque el destierro no duraría mucho, tal vez menos de un año incluyendo los meses de viaje, resultaba una experiencia humillante para él.
Cuando la Reina Viuda lo mandó a llamar a su palacio de Amsterdam, él supuso que sería para hacerle las peticiones de costumbre: que atendiera una función de la corte o que recibiera en su nombre a algún distinguido visitante de Holanda.
Ella le hacía tales solicitudes con frecuencia, porque su encanto personal, su diplomacia y su conocimiento del mundo resultaban muy útiles, ya que no había un rey que cumpliera tales funciones.
Se dijo, sin embargo, que la Reina Viuda había utilizado ya demasiado su tiempo en los últimos meses, y no tenía intenciones de permitir que lo presionara para hacer algo si no le interesaba particularmente.
Con frecuencia se había encontrado con la imposición de atender a estadistas pomposos y aburridos, y había tenido que resistir prolongados banquetes e interminables conferencias casi insoportables.
Era comprensible que el conde, considerando el hombre más apuesto de Holanda, y primo distante de la Reina Viuda, fuera tan solicitado.
A la muerte de Guillermo III, en 1890, la Princesa Guillermina se había convertido en Reina de Holanda a la edad de diez años.
Su madre había sido nombrada Reina Regente y ahora, dos años más tarde, la pequeña Reina Guillermina, por supuesto, seguía confinada a sus habitaciones y dedicada a sus estudios.
El conde siempre había tenido gran cariño por su prima y estaba dispuesto a brindarle su lealtad y su respeto. Estaba listo para realizar los numerosos deberes que ella le imponía, siempre y cuando no interfirieran con propios planes.
No era de sorprender que a los treinta años se hubiera convertido en un hombre muy egoísta y muy consciente de su propio prestigio.
Era extremadamente apuesto y tenía personalidad que impresionaba a cuantos visitaban la aburrida y convencional corte holandesa. Esto se debía, tal vez, al hecho de que sólo la mitad de sus ascendientes tenía el origen holandés. Su padre era miembro de una de las familias más respetadas de país. La historia de los van Haan estaba ligada de forma íntima a la historia de Holanda, y siempre que se hablaba de alguna gran hazaña en la que hubieran participado los holandeses, se nombraba a un van Haan.
Pero la madre del conde era francesa, hija del Duque de Briac, una mujer era muy hermosa y, además, notable por su inteligencia y su alegría ingeniosa. Era «persona grata» en todos los salones intelectuales patrocinados en París por grandes personalidades francesas.
Todos predijeron que la unión del Conde Hendrih van Haan y Madeleine de Briac sólo podía dar una progenie excepcional. Su hijo, Viktor, había resultado lo que se esperaba y ahora que había muerto su padre, el joven tenía extensas posesiones que sólo rivalizaban con las de la Corona misma.
Al pasar por los salones del palacio que conducían a las habitaciones de la Reina Viuda, pensó, como lo había hecho tantas veces, que necesitaban se redecorados y arreglados de otra forma. Había muchos tesoros en ellos, sobre todo cuadros de incalculable valor, pero estaban mal expuestos. El buen gusto del conde se sentía continuamente irritado porque la Reina Viuda y sus colaboradores parecían satisfechos con el ambiente en el que se desenvolvían y no mostraban intenciones de hacer ningún cambio.
Un lacayo con la resplandeciente librea real abrió las puertas del salón privado de la reina y el conde entró encontrando a su prima, como era de esperarse, sola.
Él se inclinó sobre la mano que ella extendió, y no se sorprendió por el brillo de inconfundible admiración esa expresión de toda mujer, vieja o joven. Si no la hubiera encontrado, se habría preguntado qué sucedía.
La admiración en los ojos de la Reina Viuda, sin embargo, fue rápidamente sustituida por una expresión de ansiedad.
—Te mandé a buscar, Viktor —dijo con su suave voz—, para informarte de que algo grave ha sucedido y prefiero que lo sepas de mis labios y no por otras personas.
—¿Qué puede haber ocurrido? —interrogó el conde.
Se preguntó si le habrían comentado a la reina de una fiesta, bastante escandalosa, que él organizó dos noches antes. Sin duda alguna la conducta de sus invitados había sido muy atrevida; pero aun en la conservadora Holanda, se aceptaba el comportamiento atrevido de la gente de teatro, sobre todo cuando era francesa.
No consideraba probable que la Reina Viuda se hubiera enterado de algunos lamentables incidentes de la fiesta, aunque nunca se podía estar seguro de lo que los cortesanos envidiosos eran capaces de susurrar a su oído, para desprestigiarlo.
—Si lo que la ha alterado, señora, ha sido provocado por mí en alguna forma, desde ahora le expreso mi más profunda pena y le presentó mis disculpas.
Él siempre se dirigía a la reina en tono muy formal y a ella parecía gustarle que no hiciera gala del parentesco que los unía.
—Estoy realmente alterada —contestó ella—, y mucho me temo que estás involucrado en la razón de mi descontento.
El conde enarcó las cejas y esperó. No estaba muy preocupado y sabía que los chismes de la corte eran siempre exagerados y él podría poner las cosas en claro con facilidad.
La Reina Viuda aspiró profundamente antes de decir:
—¡Luise van Heydberg se suicidó anoche!
Lo dijo sin emoción y, no obstante, pareció como si el tono monótono de su voz retumbara una y otra vez por toda la habitación.
El conde la miró con incredulidad.
—¡No lo creo! —Logró decir al fin.
—Es cierto. Tomó láudano en cantidad suficiente para matar a dos hombres fuertes. Cuando su doncella la encontró esta mañana, tenía ocho o diez horas de muerta.
—¡Cielos! —exclamó el conde y, olvidando toda ceremonia, caminó hacia la ventana para mirar el desolado jardín bajo el grisáceo cielo de noviembre.
—Haré todo lo que esté de mi parte para evitar que tu nombre se vea mezclado en esto —dijo la Reina Viuda después de un momento.
—¿Por qué tengo yo que ver con usted? —preguntó el conde con aire truculento.
—Porque Luise riñó con Willem por ti. Te había escrito una carta, una epístola por demás indiscreta, según tengo entendido, que cualquier esposo habría resentido en extremo.
—¿Cómo fue que Willem supo eso?
—Luise estaba escribiéndola en su salita privada. Él entró inesperadamente y debido a que ella parecía muy culpable y trató de cubrir la carta, él se la arrebató por la fuerza.
—¡Típico de Willem! —comentó el conde con desprecio.
La reina suspiró.
—Tú sabes tan bien como yo lo celoso que es, y en lo que se refiere a ti, tenía toda la razón para estarlo.
—Todo terminó entre Luise y yo hace más de dos meses… casi tres.
—Tal vez desde tu punto de vista, pero Luise seguía enamorada de ti y debo reconocer que actuó de forma histérica —la reina se detuvo un momento antes de añadir—: así que murió.
El conde miró, sin ver realmente, hacia los cuidados jardines que rodeaban el palacio. Estaba deseando en esos momentos, como lo había deseado ya muchas veces antes, no haberse involucrado nunca con la Baronesa van Heydberg, la única mujer atractiva entre las damas de honor de la Reina Viuda.
Todas las demás damas eran gordas, maduras y feas. El solo mirarlas hacía que el conde pensara en los pudines que había detestado siempre, desde niño.
En contraste, Luise van Heydberg había sido una ráfaga de primavera en un día invernal. Era hermosa, esbelta y muy joven para el puesto que ocupaba por derecho, debido a la importancia que su esposo tenía en la corte.
Luise era la segunda esposa del barón y lo bastante joven para ser su hija. El conde no tardó en descubrir que no estaba enamorada del hombre con quien se había casado.
La familia de Luise no tenía importancia social, así que sus padres aceptaron felices la proposición de matrimonio que su hija había recibido del barón. No les preocupó que el barón tuviera más de cincuenta años, o que la obsesión que había adquirido por Luise desde el momento en que la vio habría de asustar, y después de repugnar, a una muchacha tan joven como ella.
Todo lo que importaba era que, como Baronesa van Heydberg, se convertiría en dama de honor hereditaria de la Reina Viuda y tendría una posición en la corte que ellos nunca habían imaginado posible.
Para el conde, el idilio con ella fue solo uno más de sus ligeros y divertidos coqueteos, que hacían más soportable el camino del deber. Ella había respondido de inmediato a sus pretensiones y no tardó en confesarle que él representaba todo lo que había soñado en su adolescencia, el héroe hacia quien se había sentido románticamente inclinada desde que era niña.
—¡Te adoro, te idolatro! —le había dicho una vez—. Eres como Apolo. Traes luz a la oscuridad de mi vida.
Aunque estaba saciado ya de las mujeres hermosas y de los idilios que habían ocupado gran parte de su tiempo desde muy joven, el conde se había sentido conmovido en ocasiones por la franca adoración de Luise.
Entonces, hacía unos tres meses, comprendió que el asunto se le estaba yendo de las manos. A Luise, debido a su amor por él, le resultaba difícil disimular sus sentimientos, aun cuando estuvieran rodeados por los ojos severos de los cortesanos holandeses, para quienes el protocolo era verdadera religión.
Ella empezó a suplicarle que la viera con mayor frecuencia de la que le era posible. Quería correr riesgos peligrosos, e insistía en hacer el amor aun cuando su esposo estaba en el mismo edificio, sólo a una habitación de distancia.
El conde empezó a sentir miedo. Y con una habilidad nacida de la experiencia, empezó a zafarse, metafórica y físicamente, de los posesivos brazos de Luise, de sus labios siempre hambrientos de sus besos, de sus insistentes exigencias.
Ella percibió, como mujer, lo que estaba sucediendo. Por lo tanto, empezó a bombardearlo con cartas y mensajes. Cuando estaban a solas, le imploraba que la amara, con tal indiferencia a las circunstancias que los rodeaban, que empezó a inquietarlo.
Demasiado tarde se dio cuenta de la naturaleza histérica de la muchacha, que llegaba a tales extremos que amenazaba ya con convertirse en desequilibrio mental.
Y demasiado tarde, también, comprendió que había iniciado una avalancha que no podía ya controlar.
—Escucha, Luise, tú eres una mujer casada —le había repetido una y otra vez—. Tienes una obligación ante tu esposo. Si te sigues portando de este modo, él terminaría por llevarte al campo y nunca no volveremos a ver.
Él pensó, al decirlo, que eso sería lo mejor que podría pasar, pero sus palabras sólo provocaron sólo provocaron un torrente de lágrimas y nuevas protestas de amor.
En una ocasión, Luise se había arrodillado a sus pies, implorándole con lágrimas en los ojos que no la abandonara.
En sus relaciones con las mujeres, el conde había sido invariablemente la figura dominante. Las mujeres se rendían siempre a todo lo que él les pedía. Al mismo tiempo, la mayoría de ellas eran mujeres sensatas y lo bastante mundanas para tener interés en salvaguardar su reputación.
Había sido un error, comprendió, elegir a alguien tan joven como Luise, cuyo temperamento no era el adecuado para la intriga y el engaño.
Él hubiera podido justificarse diciendo que no había sospechado la forma en que ella se comportaría, porque cuando la conoció tenía ya cuatro años de casada, había dado a su esposo el heredero que él deseaba y no podía considerarse ya como una joven e inocente recién casada.
No se dio cuenta de que Luise nunca había estado enamorada antes. Se sintió arrastrada por la pasión y, como tantas mujeres antes que ella, el mundo dejó de importarle al despertar por vez primera al éxtasis de la pasión.
El conde era un amante muy experimentado. Era también, cuando hacía el amor, considerado y tierno como en ninguna otra circunstancia.
Los hombres lo consideraban casi cruel y arrogante. Sólo en los momentos de intimidad una mujer podía ver el lado más suave de su naturaleza, del cual se sentía avergonzado en otras ocasiones.
Pero nunca, en sus muchos años de disfrutar de los favores del sexo bello, había encontrado a nadie que se hubiera enamorado de él en la forma alocada y total en que lo había hecho Luise.
En voz alta, sin volverse, preguntó:
—¿Qué intenta hacer Willem al respecto, señora?
—Ya hablé con él —contestó la Reina Viuda—. Está, como era de esperarse, muy amargado. Quisiera matarte.
—Considero eso muy improbable —comentó el conde.
—Ése no es el problema —replicó la Reina Viuda un poco enfadada—. Tú sabes tan bien como yo, Viktor, que si se sabe una sola palabra de esto, el escándalo reverberará por toda Europa y eso dañará el prestigio de la Reina. Eso es algo que no puedo permitir.
—No, por supuesto que no.
—Decidí, cuando fui nombrada regente —continuó diciendo la Reina—, que debido a que Guillermina era tan joven, la corte debía ser ejemplo de pureza y respetabilidad.
El conde hubiera querido decir: «¡Muy encomiable!», pero comprendió que sus palabras sonarían sarcásticas.
La corte holandesa había sido siempre, pensó, un ejemplo de aburrida respetabilidad, con una sosa monarquía que ninguna otra corte deseaba tener.
Por otra parte, comprendía la buena intención de la vieja Reina y lo importante que para ella resultaba cumplir lo que consideraba su deber.
—Como podrás imaginar, es imposible que tú y Willem sostengan un duelo —estaba diciendo ahora—. Por eso es que he tomado una decisión que creo solucionará por el momento su problema y el tuyo.
El conde se volvió de la ventana.
—¿Qué desea usted que haga yo? —preguntó él.
—Quiero que te marches hoy mismo para tomar un barco que parte esta noche de Zetland para las Indias Orientales.
—¿Las Indias Orientales? —El conde se sorprendió tanto que su voz sonó inesperadamente fuerte.
—Informaré al Consejo Privado que he recibido noticias inquietantes de la Isla de Bali —continuó la Reina Viuda—, y que te estoy enviando como mi consejero personal, para que me informes de lo que está sucediendo realmente en esa parte del mundo.
—¡Bali! —repitió el conde como si jamás hubiera oído hablar de la isla.
—Siempre y cuando te vayas hoy mismo. Willem no anunciará la muerte de su esposa hasta mañana. Para entonces ya habrás salido del país.
—¿Cómo podrá posponer el anuncio? —preguntó de inmediato.
—Por fortuna el doctor que fue llamado para ver a Luise es uno de mis médicos privados y él, Willem, tú y yo somos, hasta el momento, las únicas personas que sabemos que Luise ha muerto. Aparte, desde luego, de la doncella que la encontró y que ha estado con ella desde niña. Es una mujer de absoluta confianza.
El conde guardó silencio y después de un momento la Reina continuó:
—Debes mostrarte agradecido con Willem, porque vino a verme en cuanto descubrió que Luise estaba muerta, para preguntarme qué debía hacer. Como viejo servidor de la Corona, se daba cuenta de que si se sabía lo que su esposa había hecho, eso iría en detrimento de la monarquía.
—¿Quiere usted que me vaya hoy mismo?
—Sólo tienes unas cuantas horas para empacar tus cosas, si quieres alcanzar el barco en el que debes zarpar. Antes de marcharte recibirás las credenciales y los documentos secretos que llevarás en mi nombre y, desde luego, los nombres de los funcionarios a los que debes entrevistar a tu llegada a Bali.
El conde no pudo alegar y la Reina pensó que, por primera vez desde que conocía a su primo, éste parecía inseguro de sí mismo. Al ver su rostro apuesto, sus ojos se suavizaron y su voz fue más bondadosa al decir:
—Siento lo ocurrido, Viktor, pero no puedes culpar a nadie de esto, más que a ti mismo.
—¡A nadie más! —reconoció el conde.
El conde se repitió eso mismo una y otra vez durante el largo y tedioso viaje. Aunque el barco en que viajó era cómodo y fue tratado como miembro de la familia real, se aburrió soberanamente.
Tuvo tiempo, sin embargo, para meditar en lo ocurrido y reconoció que tenía bien merecido el castigo que había recibido.
El conde era un hombre muy inteligente y aunque estaba dispuesto a aceptar su parte de responsabilidad en la muerte de Luise, se daba bien cuenta de que lo mismo hubiera sucedido a cualquier hombre que despertase las pasiones de ella.
Esto, sin embargo, no consolaba al conde del dolor que le había causado tener que abandonar sus fincas, las casas que había arreglado para su propia satisfacción y la admiración de los demás, y sus numerosas actividades personales.
Lo que resentía, más que cualquiera otra cosa, era el aburrimiento del viaje por mar. Se había preocupado más por los libros que llevaría con él, que por sus efectos personales, de los cuales se encargó su ayuda de cámara.
Aun así, el tiempo se le hizo eterno, ya que no encontró estímulo siquiera en la conversación, puesto que tanto los otros pasajeros como el capitán del barco revelaban poca inteligencia y menos imaginación.
Por ello, tuvo mucho tiempo para leer todo lo que pudo sobre Bali. Descubrió con sorpresa que sólo la parte norte de la isla pertenecía a los holandeses. Había imaginado que, como sucedía con Java, los holandeses ejercían el poder supremo en la isla; pero la verdad era que la mayor parte de Bali seguía bajo la jurisdicción de los radjas.
Al conde le parecía muy natural que los holandeses hicieran todos los esfuerzos necesarios para consolidar su imperio en el Oriente; pero de lo que leyó dedujo que los días de la agresión abierta habían pasado ya, y que para justificar una invasión, los conquistadores tendrían que invocar una causa poderosa.
De cualquier manera, los motivos para satisfacer la conciencia y el prestigio internacional, no eran difíciles de encontrar.
La invasión del norte de Bali, se dio cuenta, había exigido sólo un pequeño pretexto debidamente exagerado para servir a la ocasión. Cuando la invasión tuvo éxito, fue seguida por la conquista de la cercana isla de Lombak.
El conde podía ser un hombre implacable en muchos sentidos, pero era lo bastante humano para que le disgustara una conquista desigual, lo mismo de hombre a hombre, que de nación a nación.
Sabía que los radjas y sus súbditos eran todos hombres valerosos, pero no podían luchar de igual a igual con los rifles de repetición y los cañones modernos. Tenía también la sospecha de que los holandeses habían sido, como conquistadores, innecesariamente crueles y decidió que si veía algo que él no aprobara, no vacilaría en asegurarse de que se tomaran las medidas necesarias para corregir el problema, en cuanto volviera a Holanda.
El viaje fue tan aburrido para él, que decidió que, sin importar cómo fuera a Bali, pasaría algún tiempo en la isla, como deseaba la Reina, antes de emprender el regreso.
Una vez cumplida su misión en Bali, había muchos lugares a lo que podía ir, más o menos cercanos. Sería divertido visitar la India y comparar el papel que jugaban los ingleses como conquistadores, con los de sus propios conciudadanos.
También quería conocer Siam y, ya en camino a casa, tal vez Persia y Constantinopla.
Estos lugares parecían mucho más atractivos que Bali y el conde se sintió un poco reanimado con sus proyectos.
Pero se dijo que lo primero era lo primero y al mirar a su alrededor decidió que cuanto más pronto tuviera listo su primer informe a la Reina, mejor.
Fue recibido en el puerto por el gobernador, que llegó en un vehículo muy antiguo, tirado por caballos que el conde consideró demasiado corrientes para su posición.
El gobernador era un hombre alto y gordo, de cerca de cuarenta años, con una piel enrojecida que hizo que al conde sospechar que bebía demasiado y con mucha frecuencia.
Hablaba en el tono agudo de un hombre que está acostumbrado a dar órdenes a sus inferiores, y el conde reconocía el gran esfuerzo que hacía para mostrarse cortés y conciliatorio con su visitante.
—Estábamos esperando con gran ansiedad su visita, Mijnheer —dijo.
El conde tuvo la certeza de que mentía, pero correspondió al saludo con una leve sonrisa y cuando se alejaron del puerto, en el carruaje, miró a su alrededor esperando que el gobernador considerara que sentía un gran interés.
En base a lo que había leído, tenía la expectativa de que las mujeres de Bali fueran muy graciosas y pudo comprobar que no se había equivocado. La costumbre de llevar en la cabeza todo lo que necesitaban transportar les daba un porte de diosas y la esbeltez de un tallo de flor.
Al conde le sorprendió ver que iban desnudas hasta la cintura; lo único que cubría su piel dorada eran collares de cuentas que se movían y brillaban al ritmo de sus pasos.
Tanto los hombres como las mujeres llevaban flores en el pelo y como si el gobernador pensara con ello excitar el interés del conde, se lanzó a una exclamación bastante obscena de los atractivos de las mujeres.
—Debe usted verlas bailar mientras esté aquí —dijo—. Y también le recomiendo que no se pierda las peleas de gallos.
El conde no contestó. Ese espectáculo le parecía muy desagradable, pero tenía conocimiento de que a los balineses les despertaba verdadera pasión y no dudaba de que hubieran contagiado la afición a sus conquistadores.
—Haremos lo posible para divertirlo —continuó diciendo el gobernador—, aunque me temo que la vida aquí es aburrida y demasiado tranquila. En el norte no hay dificultades de ninguna especie. Nosotros nos encargamos de eso —sonrió antes de añadir—: los radjas en el sur están siempre riñendo entre ellos, así que tarde o temprano nos darán una excusa para intervenir y dar la paz al pueblo.
—¿Es eso lo que usted piensa realmente hacer? —preguntó el conde con una sonrisa burlona.
El gobernador sonrió.
—Para el pueblo, un gobernador es lo mismo que el otro.
—Yo dudo mucho que eso sea verdad —comentó el conde, aunque decidió no enfrascarse en una discusión con el gobernador.
Llegaron al palacio de éste, construido en el estilo que podía encontrarse en todo el Oriente. Los amplios y altos salones tenían punkahs dando vueltas en todos los techos y aun así, el aire húmedo y pesado, resultaba casi insoportable.
El recorrido hasta el palacio había sido largo, pero aunque el gobernador sugirió al conde que podía retirarse a sus habitaciones, él se negó a hacerlo. En cambio, se sentó en el amplio y cómodo salón al que habían llegado y mientras el gobernador ordenaba bebidas, dijo en tono autoritario:
—Estoy ansioso, mientras permanezca aquí, de ver cómo funciona su administración. La Reina Viuda me ha pedido que prepare un reporte especial sobre el norte de Bali.
—Imaginé que ésa era la razón de su visita —contestó el gobernador—. Sólo espero que su informe nos facilite obtener más armas y cañones, especialmente, para que podamos conquistar el resto de la isla.
—Ésa no es mi intención —contestó el conde—, pero puedo asegurarle que presentaré su solicitud en mi reporte si es lo que usted desea.
—Creo que ése es el evidente objetivo de nuestra ocupación —dijo el gobernador.
Iba a decir algo más, cuando un sirviente se acercó a él.
—¿Qué sucede? —preguntó impaciente.
—La señorita Barclay, a quien pidió que viniera a verlo ayer, está aquí, su excelencia.
—¡Yo le dije ayer! —contestó el gobernador con voz aguda.
—Creo que la señorita quiere presentar a usted sus disculpas por no haber podido venir, su excelencia.
El gobernador se puso de pie.
—Si usted me perdona —dijo al conde—, parece que hay alguien que quiere verme.
—Barclay no me suena a nombre holandés.
—La jovencita es inglesa, en realidad.
—¿Una inglesa aquí, en Bali?
Como si le molestara tener que dar información, el gobernador contestó:
—Vino aquí con su tío, que era un misionero holandés.
El gobernador notó la expresión de asombro en el rostro del conde. Él había leído en los libros sobre Bali que en 1877 se promulgó una ley que prohibía la entrada de misioneros en la isla.
—Tal vez usted no lo sepa —explicó el gobernador al ver su expresión—, pero el año pasado se otorgaron permisos temporales a misioneros tanto católicos como protestantes, que quisieran hacer un intento más de traer el cristianismo a la isla.
—No lo sabía —confesó el conde.
—Según parece, fue a causa de la presión que las iglesias ejercieron sobre el gobierno, en Holanda.
—Yo tenía entendido que los balineses tenían una religión muy arraigada.
—Eso es verdad.
—También supe que la tragedia del primer balinés que se convirtió al cristianismo se ha vuelto ya legendaria.
Era la historia que el conde había encontrado en todos los libros que lo acompañaron en el viaje. El nombre del converso en Nicodemus y había sido tanto alumno como sirviente del primer misionero que puso un pie en Bali.
Cuando la comunidad a la que pertenecía supo que se había convertido al cristianismo lo expulsó del pueblo, le prohibió todo contacto con su gente y lo declaró moralmente «muerto».
El infortunado trató de atraer otros seguidores, pero los habitantes de la aldea, aterrorizados por las amenazas de sus sacerdotes, no le hicieron ningún caso.
Repudiado por todos, el pobre Nicodemus había llevado una existencia intolerable, hasta que la desaparición lo impulsó a matar a su amo y entregarse a las autoridades, para ser ejecutado.
No era sorprendente, por lo tanto, que se hubiera promulgado una ley prohibiendo la entrada de los misioneros a Bali.
Le resultaba difícil creer que apenas catorce años más tarde las cosas hubieran cambiado tanto y les hubieran vuelto a abrir las puertas a los misioneros.
Miró al gobernador y tuvo la impresión de que éste se sentía incómodo y estaba ocultando algo. El conde tomó una decisión, obedeciendo al impulso del momento y dijo:
—Me gustaría conocer a esta mujer. Me daría oportunidad de averiguar cómo está funcionando su misión.
—No es su misión —observó el gobernador malhumorado—. Era de su tío.
—Pero ella trabaja con él, ¿no?
—Su tío ha muerto. Murió hace dos meses.
—¿De causas naturales, o fue asesinado?
—De causas naturales.
—Entonces supongo que su sobrina continuará su labor. Déjeme hablar con ella.
Pensó que el gobernador iba a desafiarlo y no permitiría que hablara con la mujer que esperaba afuera. Por alguna razón que no pudo comprender, el gobernador parecía ansioso de que no tuviera ningún contacto con la señorita Barclay.
Por un momento los ojos de los dos hombres se encontraron y fue como si estuvieran sosteniendo un combate silencioso entre ellos.
El gobernador capituló, ordenó el sirviente que hiciera pasar a la visitante y se dejó caer en el asiento que acababa de dejar desocupado.
El conde se sintió intrigado. Acababa de poner el pie en Bali y ya estaba frente a algo que el gobernador parecía ocultar, aunque de momento no sabía qué. Por primera vez, su aburrimiento disminuyó y sintió una chispa de interés nueva.
Ninguno de los dos hombres habló hasta que el sirviente anunció la llegada de la señorita Roxana Barclay. Entró en el salón una joven esbelta que se movía con una gracia casi comparable con la de una muchacha balinesa.
Parecía flotar por encima del piso de madera, hasta llegar a donde estaban el gobernador y el conde sentados.
Llevaba un sencillo vestido blanco, con un talle ajustado que rebelaba las suaves curvas de sus senos y su diminuta cintura.
El vestido se plegaba hacia atrás, para formar un pequeño polisón. Los pliegues del vestido le daban el aspecto de una diosa griega, imagen confirmada por la posición de su cabeza y la belleza del cabello.
Al conde le asombró muchísimo ver que no tenía puesto sombrero, lo cual era muy poco convencional; en cambio, llevaba una sombrilla que sin duda evitaba que los rayos del candente sol afectaran la exquisita perfección de su piel blanca.
Su cabello no era del tono dorado ordinario, que los poetas comparan con un campo de trigo o con los rayos del sol, sino del color de las primeras hojas del otoño, con un cierto toque rojizo. Lo llevaba anudado con un moño, en la parte posterior de la cabeza. Varios ricitos caían sueltos alrededor del cuello y de su frente ovalada.
Sus grandes ojos eran verdes, con toques de dorado. Tenía un rostro muy poco usual; no era bello en un estilo clásico, sino mucho más individual, más impresionante, como surgido de los sueños de un hombre y no del todo humano.
Cuando Roxana Barclay quedó a poca distancia del gobernador, le hizo una graciosa reverencia.
—Buenos días, su excelencia —dijo—. Quiero ofrecerle mis disculpas por no haber venido ayer, tal como usted lo pidió.
—Estoy acostumbrado a que se obedezcan mis órdenes —dijo el gobernador.
Habló en un tono de voz que el conde comprendió estaba usando porque él se hallaba presente; pero sus ojos, al mirar a la mujer que se encontraba frente a él, decían cosas muy diferentes.
—No recibí su mensaje hasta hoy —explicó Roxana Barclay—, porque no estaba en casa.
—Otra vez en el bosque, supongo —observó el gobernador con brusquedad—. Ya le he advertido que es peligroso que ande sola por ahí.
—Nadie me haría daño a mí —contestó ella—. Y tuve que ir a buscar madera.
—¿Madera? —preguntó el duque asombrado, sin poder contener la exclamación. No podía imaginar por qué esta elegante jovencita necesitaría madera, como no fuera para cocinar, y en ese caso ¿no podía traérsela un sirviente?
Como si notara su presencia por primera vez, Roxana Barclay se volvió hacia el hombre que acababa de hablar.
Con evidente desagrado, el gobernador dijo:
—¿Me permite usted presentarle a la señorita Roxana Barclay? Como ya he dicho a usted, ella está aquí temporalmente. Su tío tenía un permiso para permanecer durante dos años y ese plazo ha vencido ya.
Roxana hizo una reverencia al ser presentada y por una razón que no pudo explicarse, el conde se puso de pie y extendió la mano.
—Encantado de conocerla, señorita Barclay —dijo él en inglés, porque hasta esos momentos habían estado hablando en holandés.
—¡Oh, habla usted inglés!
—Espero hablar lo bastante bien para que usted me entienda.
—Es muy modesto, Mijnheer. Habla un inglés perfecto y eso me sorprende mucho. Por favor, no me considere usted grosera, pero el sirviente me dijo que había llegado en un momento inoportuno porque un importante funcionario holandés estaba con el gobernador. Los otros funcionarios que he conocido hablan sólo su propio idioma.
—Lo que haya oído o no en el pasado no tiene ningún interés —intervino el gobernador con brusquedad.
—Lo… siento —murmuró Roxana.
—Por el contrario —protestó el conde—, yo estoy muy interesado y me gustaría saber más, señorita Barclay, sobre su trabajo aquí.
Ella lo miró desconcertada.
—¿Mi… trabajo? —Entonces sonrió, como si no hubiera comprendido—. Ah, se refiere al trabajo de mi tío, no al mío.
—¿No es usted misionera?
—No, y no tengo interés en tratar de convertir a un pueblo feliz y obligarlo a aceptar un credo que es del todo extraño a su naturaleza.
—Ése no es el tipo de cosas que debe usted decir —observó el gobernador en tono agudo—. Usted sabe tan bien como yo, Roxana, que la política de las autoridades holandesas es promover el cristianismo hasta donde sea posible.
Una vez más el conde comprendió que el gobernador hablaba de ese modo para impresionarlo. Al mismo tiempo, no había pasado inadvertido el hecho de que había llamado a la muchacha por su nombre de pila.
Roxana no le hizo caso y se dirigió al conde:
—Debo confesarle que ahora que mi tío ha muerto, lo único que me interesa es mi propio trabajo. Soy escultora en madera.
—¿Quiere decirme que talla figuras en madera?
—Tallar es una expresión un poco cruda para la realización de lo que en realidad es un arte, especialmente en esta isla.
—He leído que el tallado de madera es una de las principales ocupaciones del país. Hacen las decoraciones de los templos y las máscaras que se usan en los festivales.
El conde se sintió complacido de poder demostrar que estaba familiarizado con la isla.
—Veo que sabe usted mucho sobre las costumbres nativas, Mijnheer —comentó el gobernador sorprendido.
—Siempre procuro enterarme todo lo posible sobre cualquier lugar que visito —contestó el conde—. Tenga la bondad de sentarse, señorita Barclay. Hay numerosas cosas que me gustaría preguntarle y que sospecho que los balineses no querrán decirme, ni los holandeses van a querer que yo sepa.
Roxana se sentó en la silla que él indicó. Entonces, dirigiendo una mirada al gobernador, dijo:
—Si hablo demasiado, voy a meterme en problemas.
—¿Por qué?
—Porque mi permiso para estar aquí está ya vencido. Creo que varios residentes holandeses han dicho que, puesto que mi tío ha muerto, debo abandonar la isla.
—¿Está usted viviendo sola? —preguntó el conde con incredulidad.
—No exactamente —contestó ella—. Una mujer madura me sirve de compañía. Es una mujer que estuvo con mi tía muchos años.
—¡Una sirvienta! —exclamó el gobernador con voz aguda.
—Mi tía consideraba a Geertruida una dama de compañía, y eso es para mí ahora.
El gobernador lanzó un suspiro de exasperación.
—He sugerido, Mijnheer —dijo, dirigiéndose al conde—, a la señorita Barclay que si quiere quedarse en Bali, debe vivir con alguna familia holandesa respetable. Podría con facilidad encontrarle un lugar en una de sus villas, pero ella no lo acepta.
—Prefiero vivir sola —declaró Roxana—. Yo trabajo mucho y algunas veces lo hago hasta altas horas de la noche. Eso resulta muy molesto para las demás personas.
—Debería usted aceptar el puesto que le he ofrecido, Roxana.
El conde se dio cuenta de que Roxana se ponía rígida. Con una voz fría que no había usado antes, replicó:
—¡Lo que usted ha sugerido, su excelencia, es del todo inaceptable! ¡No lo consideraría en ninguna circunstancia!