Capítulo 3

Tan pronto como Demelza comprendió que los caballeros pasaron al comedor, para la cena, se deslizó por el pasadizo secreto hasta el piso de abajo y después salió por el panel de madera de un muro hacia un corredor que conducía a la puerta del jardín.

Había tenido la precaución de ponerse una capa oscura sobre su vestido, por si alguien la veía moverse por el jardín.

Era poco probable pero como todos sus vestidos eran blancos sabía que destacaban con fuerza sobre el verde oscuro de los arbustos.

Nattie, que hacía todos sus vestidos, había descubierto que el material más barato que podía encontrar en las tiendas de Ascot o de Windsor era la muselina blanca.

Había llevado el mismo tipo de vestidos en los últimos cinco años: faldas largas de cintura alta que descendían rectas, las cuales no sólo favorecían a Demelza, sino que, como era muy esbelta, le daban un aspecto etéreo que tenía una gracia indescriptible.

Después que hubo cerrado tras ella la puerta que daba al jardín, asegurándose de que no quedaba echado el cerrojo, para poder entrar cuando volviera, se movió entre los arbustos, en dirección a las caballerizas.

Estaba segura de que a esas horas de la noche, los cuidadores, jockeys y mozos, después de haber atendido a los caballos para el descanso, debían haberse ido hacia el brezal que rodeaba la pista.

Allí los puestos llenos de luces hacían muy buen negocio desde ese día, víspera de las carreras.

Esperaba, sin embargo, que Abbot se hubiera quedado en las caballerizas, sabiendo que ella aprovecharía la primera oportunidad que tuviera para ir a ver a los caballos del conde.

A Abbot se le había advertido que ella estaba escondida y que de ninguna manera se debía mencionar su nombre a nadie, ni decir que vivía en la casa solariega.

Podían confiar en Abbot, tanto como en Betsy y Jacobs. Demelza estaba segura que en lo que a él se refería no habría ningún tipo de chismorreos como solían darse en otras casas.

Llegó a las caballerizas, donde todo estaba muy callado. Entonces, al cruzar el patio de baldosas apareció Abbot con una linterna en la mano.

—Me imaginé que usted no tardaría en llegar, señorita Demelza —dijo con la afectuosa familiaridad de un viejo sirviente.

—Tú sabes bien que quiero ver a Crusader —contestó Demelza.

—Debemos sentirnos orgullos de tener aquí un ejemplar así —dijo Abbot. Había una nota en su voz que reveló a Demelza, que lo conocía muy bien, lo impresionado que estaba con los famosos caballos del conde.

Abbot se adelantó a ella y abrió la puerta de barrotes de la primera estancia. Demelza vio el caballo que tanto deseaba conocer.

Era un caballo negrísimo, con una estrella en la frente. ¡Un animal magnífico!

Ella sabía que era descendiente directo de Godolphin Arabian, el caballo árabe que había llegado a Inglaterra en 1732 y que después de muchas extrañas y desventuradas peripecias se convirtió en propiedad de Lord Godolphin, yerno de Sarah, la famosa duquesa de Marlborough.

En secreto, el beduino que había sido su compañero constante, permitió a Godolphin Arabian cruzarse con Roxana, una gran yegua de cuyos potrillos descendían muchos de los más célebres pura sangres que había en las pistas de carreras inglesas.

Demelza acarició el arqueado cuello de Crusader y cuando el caballo frotó su hocico contra ella, pudo ver los poderosos músculos que ondeaban bajo su oscura y brillante pelambre.

—¡Es maravilloso! —dijo en tono de admiración.

—Yo tenía idea de que usted lo iba a considerar así, señorita Demelza —dijo Abbot— y reconozco que nunca había visto un caballo mejor que éste en todos los días de mi vida.

—¡Ganará la Copa de Oro… estoy segura de ello! —exclamó Demelza. Era difícil, después de ver la magnificencia de Crusader, apreciar los otros caballos del conde, aunque ella sabía que todos eran excepcionales.

Cuando por fin llegaron a donde estaba Firebird, se sintió avergonzada al darse cuenta de todos los defectos que le veía.

Le echó los brazos al cuello.

—Podemos admirar a nuestros visitantes, Firebird —le dijo con voz suave—, pero ¡a ti te queremos! Tú eres nuestro y eres parte de la familia.

—Es cierto —dijo Abbot—, y escuche bien mis palabras, señorita Demelza. Jem hará que Firebird llegue en primer lugar el sábado.

—Estoy segura de que así será —contestó Demelza—, y tal vez el conde vea a Jem ganar y le ofrezca que monte uno de sus caballos.

—Puede estar segura de que Jem está soñando con eso, señorita —dijo Abbot con una sonrisa.

—¿Hay algún caballo de importancia en la carrera en que inscribieron a Firebird? —preguntó Demelza.

Abbot se rascó la cabeza.

—Un caballo llamado Bard podría ser un peligro, señorita, pero se está poniendo viejo y yo no le tengo mucha fe al jockey que lo monta.

Demelza abrazó a Firebird de nuevo.

—¡Yo sé que ganarás! —murmuró y sintió que él respondía a su confianza. Pasó junto a Crusader, antes de salir de la caballeriza; pero en su recorrido vio el magnífico grupo de bayos con el que el conde había llegado.

—Uno no ve con frecuencia tantos caballos tan idénticos como éstos —dijo, después de inspeccionarlos.

Habló con Abbot largo rato, sobre las carreras del día siguiente y entonces volvió corriendo a la casa, temiendo que alguno de los mozos de su Señoría volviera en cualquier momento.

No era tan tarde como ella había supuesto y cuando empezó a subir la escalera secreta pasó frente a otra escalera que llevaba a lo alto del comedor y escuchó risas procedentes de aquella estancia.

Comprendió que no podía resistir la tentación de ver otra vez al conde. Así que salió hacia la galería de los trovadores, que corría a lo ancho del gran comedor y que había sido el refectorio de los monjes, en su extremo más lejano.

La galería de los trovadores había sido añadida después de la Restauración, cuando a la vuelta del llamado «Monarca alegre», Carlos II, todos querían bailar y divertirse.

Había sido tallada muy laboriosamente por los grandes artesanos de la época y habría sido imposible que nadie desde el comedor de abajo pudiera percatarse de su presencia.

Mirando a través de la celosía, Demelza vio que al ser el conde el anfitrión del grupo, se encontraba sentado en la cabecera de la mesa, en la silla que siempre había ocupado su padre.

El alto respaldo tapizado en terciopelo, parecía un fondo adecuado para el hombre que la ocupaba ahora.

Nunca se había imaginado ella que un caballero pudiera verse tan magnífico, ni tan elegante, en un traje de etiqueta.

Ella siempre había admirado a su padre, cuando éste se vestía para las ocasiones formales, pero el conde se distinguía, estaba segura, hasta en un banquete real en el castillo de Windsor.

Cuando ella bajó la mirada hacia él, el conde estaba riéndose, lo que le hacía parecer más joven y dulcificaba la dureza de sus facciones.

Los sirvientes se habían retirado y los caballeros estaban conversando mientras bebían un Oporto. Algunos de ellos se entretenían pelando nueces, que llenaban dos de las fuentes de porcelana que habían sido de las más preciadas de su madre.

Muy raras veces eran usadas y Demelza pensó que debía decir a Nattie que recomendara a los sirvientes visitantes que tuvieran especial cuidado con ellas.

Los candelabros que habían pertenecido a su abuelo habían sido sacados de la caja fuerte y ahora alumbraban la mesa; pero no procedían de su huerto los enormes melocotones de invernadero, ni tampoco los grandes racimos de uvas moscatel.

Demelza estaba menos atenta a lo que los caballeros estaban haciendo que al hombre que se sentaba en la cabecera de la mesa.

Le resultaba difícil apartar los ojos de él. Al principio la conversación fue para ella un conjunto impreciso de palabras a las que no puso interés alguno, hasta que, con un ligero estremecimiento, oyó al conde preguntar:

—¿Tiene usted fantasmas en esta casa, Gerard?

—¡Docenas de ellos! —contestó su hermano—. Pero, personalmente no he visto ninguno.

—¿Qué tipo de fantasmas son? —insistió el conde.

—Hay un monje que se supone que se ahorcó para expiar sus pecados —contestó Gerard—. Un niño que fue quemado en la hoguera con sus padres, durante la Inquisición de la Reina María. Y está, desde luego, la Dama Blanca.

—¿La Dama Blanca? —preguntó el conde con voz aguda.

—Ella es, sin duda alguna, de acuerdo con la leyenda y la superstición local, nuestro fantasma más famoso —dijo Gerard con una sonrisa.

—Cuéntenos su historia.

Gerard relató la historia de la Dama Blanca que buscaba a su amante desaparecido. Demelza, al ver la atención con que el conde escuchaba el relato, se sintió segura de que él la había visto en la galería, lo que explicaba su interés.

Se preguntó si admitiría que había visto al fantasma; pero cuando Gerard terminó el relato, el conde preguntó:

—Para quienes ven a la Dama Blanca, ¿eso es augurio de buena o de mala suerte?

—Significa —interrumpió Lord Ramsgill antes de que Gerard pudiera contestar— que quienes la ven buscarán siempre el amor, sin encontrarlo nunca. Se echó a reír.

—Eso es algo que a ti no te pasará nunca, Valient.

—¡Te haría bien ser el cazador alguna vez, para variar, en lugar de ser siempre el perseguido! —comentó el honorable Ralph Mear.

—Una esperanza tan improbable, como la de que Crusader no gane la Copa de Oro —comentó Lord Ramsgill.

—Supongo que todos han apostado por él —comentó Lord Ramsgill.

—Por supuesto —dijo Lord Chirn—, a pesar de que los números no nos favorecen mucho. El problema es, Valient, que los tomadores de apuestas tienen mucho miedo de tus éxitos y no desean apostar contra tu caballo.

Al mirar alrededor de la mesa, Demelza notó que Sir Francis casi no había hablado.

Tenía el hábito de adelantar el labio inferior, lo que le daba una expresión entre siniestra y sardónica.

«¡No me gusta ese hombre!» pensó de nuevo. «Hay algo en él que me resulta desagradable».

Lo comparó con los otros amigos del conde, que parecían tipos decentes, de espíritu deportivo, similares a los amigos de su padre, y le pareció que hacía un gran contraste con ellos.

Estaba segura de que Gerard no resultaría perjudicado de tener amigos como ellos, excepto, tal vez, de su amistad con Sir Francis.

Demelza no comprendía por qué le había tomado tanta antipatía; pero, tal vez por pasar tanto tiempo sola, era muy perceptiva respecto a la gente.

«Estoy segura» se dijo a sí misma, «de que aunque Sir Fracis pretenda ser su amigo, está celoso del conde. No hay calor humano alguno en él».

Entonces se dijo que ya era hora de subir a acostarse y comprendió que tan pronto como los sirvientes se sentaran a cenar, Nattie le subiría a ella algo de comer.

Con una última mirada al conde, pensando de nuevo en lo autoritario e impresionante que era, se deslizó por el panel y encontró su camino, con la seguridad de quien se mueve por lugares que le son familiares, hacia la parte superior de la casa.

Nattie ya estaba esperándola cuando Demelza llegó.

—¿Dónde ha estado usted, señorita Demelza? —le preguntó en el tono severo que asumía siempre que se hallaba asustada.

—¡Fui a ver los caballos, Nattie, y Crusader es maravilloso! ¡El caballo más magnífico que hayas visto jamás!

—No debía usted andar por ahí, cuando sabe muy bien lo que el señorito Gerard ha dicho.

—No había ningún peligro —contestó Demelza—. Sólo estaba Abbot en las caballerizas. Todos se habían ido y yo sabía que los caballeros estaban cenando.

—Cuando ellos están en la casa, debe quedarse aquí en este cuarto —dijo Nattie con firmeza.

—Deja de preocuparte por mi, querida Nattie —sonrió Demelza—, y cuéntame qué me trajiste de comer, porque tengo mucha hambre.

—Me lo imaginé y logré traerle un poco de tres de los muchos platos que sirvieron en la cena.

Demelza levantó las tapas de plata y lanzó un grito de alegría.

—¡Deliciosos! Averigua cómo se preparan, Nattie, para que podamos hacerlo la próxima vez que Gerard venga a quedarse aquí.

—Eso es lo que yo pensé —contestó Nattie—. Y ahora, será mejor que vuelva a la cocina.

—No, espera, quédate a conversar conmigo un momento —suplicó Demelza—. Estoy ansiosa de escuchar todo lo que ha sucedido. Así no tendrás que subir una segunda vez a buscar la bandeja.

—Debo admitir, señorita Demelza —empezó—, que los sirvientes de su Señoría, son muy trabajadores y muy corteses.

«Era de esperarse», pensó Demelza.

Mientras comía, escuchó con atención a Nattie hablar del señor Hunt, el eficiente mayordomo, de los lacayos que le habían prometido ayudarle a hacer las camas, y del Chef, que llevaba muchos años con el conde y que era sin duda alguna un genio culinario.

—Hay un solo hombre que no me gusta —continuó diciendo Nattie—, y es un tal señor Hayes, ayudante del despensero.

—¿El despensero tiene ayudante?

—Según tengo entendido, el despensero mayor, el señor Dean, ha estado en la casa desde los tiempos del padre del conde. Pero su ayudante es nuevo en el servicio. El señor Dean no vino porque le afecta el calor. Sin embargo, este señor Hayes tiene algo que no me acaba de gustar, aunque no sé decir qué. En realidad, es bastante cortés.

Demelza pensó con una sonrisa que Nattie tenía el mismo tipo de sensación respecto al ayudante del mayordomo que el que ella tenía respecto a Sir Francis Wigdon.

«Nos convertiremos en un par de brujas, si seguimos así», pensó Demelza para sí, aunque en voz alta dijo:

—Espero que sea eficiente en su trabajo y sepa qué vinos le gustan a su Señoría.

—¡La verdad es que han llegado gran cantidad de botellas! —exclamó Nattie—. ¡El sótano está casi lleno!

—Papá siempre dijo que las carreras de caballos dan mucha sed —dijo Demelza riendo—. Y tú y yo tendremos mucha sed mañana, si el polvo en el brezal es tan fuerte como de costumbre.

—Estaba yo pensando, señorita Demelza, que tal vez sea un error que vaya usted a las carreras… —empezó Nattie.

—¿No ir a las carreras? —La interrumpió Demelza—. ¡Debes estar loca, Nattie! ¡Por supuesto que iremos! Siempre lo hemos hecho y ciertamente nada me detendría de hacerlo este año, en que quiero ver correr a Crusader y… desde luego, a Firebird.

—Es correr un riesgo —murmuró Nattie.

—¿Cómo es posible? —preguntó Demelza—. Nosotros estaremos en la pista. Todos los caballeros que están en la casa estarán dentro del Palco Real con su Majestad.

Eso era verdad, sin duda alguna, de modo que Nattie no pudo decir nada.

—Tan pronto como los caballeros salgan de casa y los lacayos hayan terminado de ayudarte a hacer las camas, nos dirigiremos a las caballerizas —dijo Demelza.

Su voz estaba llena de excitación cuando continuó diciendo:

—Abbot nos ha prometido llevarnos en el calesín y lo dejará bastante alejado de los puestos. Entre la multitud nadie se fijará en nosotros.

—Supongo que tiene razón —admitió Nattie casi a pesar suyo—. Le subiré un vestido limpio por la mañana. Y ahora, se acuesta inmediatamente.

—Es lo que pienso hacer —contestó Demelza—. ¡Quiero soñar con Crusader!

—¡Caballos, caballos! ¡No piensa usted en otra cosa! —dijo Nattie—. A su edad ya era hora de que tuviera otra cosa con que soñar.

Demelza no contestó.

Había oído esas palabras de boca de Nattie muchas veces. Sabía que su vieja niñera lamentaba profundamente el hecho de que no pudieran recibir en la casa, ni agasajar a lo que ella consideraba «el tipo correcto de gente».

Era imposible para ella, que vivía sola en Langston Manor, sin una persona mayor de respeto a su lado, conocer chicas de su edad o asistir a los bailes que de vez en cuando se celebraban en los alrededores.

La mayor parte de las casas grandes, era cierto, se llenaban sólo durante la semana de las carreras, o cuando había algún acontecimiento importante en el castillo de Windsor.

Aun así, si Lady Langston hubiera estado viva, Demelza habría podido asistir a las fiestas de los alrededores.

Pero su madre había muerto cuando Demelza tenía dieciséis años y como Gerard se fue a vivir a Londres, Demelza, por si sola, no podía hacer ningún tipo de acercamiento con sus vecinos.

De hecho, no sabía ni siquiera quiénes eran, puesto que muchas de las casas habían cambiado de dueño desde que su padre había muerto.

En realidad, no tenía más deseo que el de vivir tranquila en su casa y montar los caballos de Gerard.

Cuando él volvía de vez en cuando, porque no podía cubrir los gastos de su vida en Londres, se sentía plenamente feliz de poder cabalgar con él por el brezal y por el bosque, o escuchar llena de curiosidad las historias sobre la vida alegre que él llevaba entre el Beau Monde.

Algunas veces se preguntaba a sí misma qué pasaría si Gerard se casara.

Entonces se daba cuenta de que ése era un lujo que estaba fuera de su alcance, y lo estaría siempre, a menos que se casara con una mujer rica.

Viendo la expresión en el rostro de Nattie, la besó y dijo:

—Deja de preocuparte, Nattie. Soy feliz. Tú sabes bien lo feliz que soy.

—No es una forma natural de vivir… eso es todo lo que puedo decir, señorita Demelza —exclamó Nattie con voz aguda.

Sin esperar respuesta bajó la escalera mientras refunfuñaba:

—¡Estos pasadizos secretos me ponen nerviosa!

Ya sola, Demelza se echó a reír sintiendo un acceso de ternura por Nattie, a quien quería profundamente, porque, según sus propias palabras, daba alma y vida por defender los intereses de «sus niños».

Un momento después sus pensamientos volvían hacia Crusader y luego hacia su dueño.

A la mañana siguiente una gran agitación reinaba en la casa.

El conde y sus invitados iban a comer en el Jockey Club, pero era de imaginar que, debido al magnífico día, iba a ser soleado y el brezal se llenaría de gente de todas las clases sociales, que aprovecharían la oportunidad para hacer una comida campestre.

Las tiendas y los puestos estaban llenos de comida y de barriles de cerveza que habían empezado a venderse desde muy temprano.

Para cuando Demelza y Nattie llegaron a la pista, el ruido era ensordecedor, no sólo por los gritos de los vendedores, sino también de los apostadores, de los encargados de cronometrar los tiempos y de los artistas que ofrecían diversos espectáculos al público.

En un puesto donde se exhibían diversas monstruosidades de la naturaleza, el público era invitado a entrar sólo por un penique.

Vieron también a varias mujeres que bailaban sobre zancos de más de dos metros de altura.

No sólo ganaban dinero ejerciendo su habilidad, sino que también, pensó Demelza, tenían la ventaja de poder ver las carreras por encima de la cabeza de todos los demás.

Estaba interesada, sobre todo, en ver el nuevo Palco Real y la llegada de sus ocupantes. El más importante de ellos, desde luego, era el propio Rey.

La construcción de esta tribuna había sido iniciada en mayo y apenas había sido terminada la semana anterior justo a tiempo para las carreras.

El Rey había empleado como arquitecto al famoso John Nash, que era el responsable de las mejoras que se habían hecho en el palacio de Buckingham, del nuevo trazo de la calle Regent y de las llamadas «terrazas Nash» en el parque Regent.

El Palco Real, erigido frente al poste de la meta, fue construido imitando un pórtico griego, con pilastras sosteniendo el techo.

Tenía dos pisos, de los cuáles el superior era usado sólo por el Rey. Durante su construcción Demelza lo había visitado y sabía que estaba dividido en dos salones adornados con cortinas de muselina blanca.

A ambos lados del Palco Real había otras nueve tribunas, o palcos, de diversos tamaños, y todos estaban ya abarrotados. Demelza y Nattie miraron hacia ellos, sin interés, mientras se dirigían al otro lado de la pista.

—Creo que estaríamos mejor aquí, señorita —dijo Abbot deteniendo el calesín más allá de varios carruajes situados en esa parte.

—Yo también creo que estamos bien aquí —dijo Nattie antes de que Demelza pudiera contestar—. Si nos vamos al otro lado, no podremos volver aquí con suficiente celeridad y es importante que nos marchemos antes de la última carrera.

Demelza sabía que Nattie estaba preocupada por llegar a la casa antes de que el conde y su grupo lo hiciera.

Así que aceptó quedarse donde estaban, aunque sabía que tal vez no pudiera ver el momento en que partían los caballos, cosa que siempre le había gustado.

Apenas habían ocupado su lugar cuando escucharon vítores al otro lado de la pista lo que les hizo comprender que el Rey había llegado.

Abbot había oído, a principios de semana, que Su Majestad tal vez no asistiera a las carreras porque parecía estar sufriendo de un «grave y peligroso ataque de gota».

Sin embargo, no cabía duda de que estaba llegando, aunque no recorría la pista antes de ocupar su lugar, como su padre había hecho siempre. Él acostumbraba a llegar por la parte posterior, a través de los puestos que rodeaban la pista.

Demelza pudo oír los vítores que fueron incrementándose hasta su llegada al palco; entonces el Rey apareció en la ventana y los caballeros que había en la sección de abajo levantaron todos sus sombreros, a modo de saludo.

El Rey permaneció un momento correspondiendo a los vítores y aplausos y Demelza pudo ver que iba vestido con el uniforme de Windsor sobre el que destacaba una sola estrella de brillantes en el pecho.

Demelza se preguntó si el conde estaría con él.

Nattie, que siempre había mostrado un intenso interés en la gente que rodeaba al Rey, reconoció al duque de York y al duque de Wellington.

—¿Quién es la dama que está junto al Rey? —preguntó Demelza.

—Es Lady Conyngham —contestó Nattie y por el tono de su voz comprendió Demelza que no era santo de su devoción.

Tan pronto como llegó el Rey comenzó la primera carrera, después de la cual el espectáculo fue interrumpido durante una hora, para almorzar.

Nattie sacó los emparedados que había llevado, pero Demelza miró con ligera envidia las magníficas comidas que estaban sirviendo en los carruajes cercanos y en los manteles extendidos sobre la hierba.

Había carnes frías y golosinas de todos los tipos, así como botellas de champán y de vino que se abrían por todas partes.

Trance, como esperaban, ganó la carrera Grafton.

—Eso significa trescientas guineas para el bolsillo de Su Alteza Real —comentó Abbot.

Poco antes había dicho Demelza que el duque de York apoyaba a Trance a pesar de que corría en oposición a un buen caballo llamado El Duque.

Abbot dejó a Demelza y a Nattie solas en el calesín por un momento, antes de la carrera, y Demelza comprendió que también había ido a apostar dinero a Trance.

Después de que uno de los caballos del conde había ganado la tercera carrera del día, Nattie insistió en que debían irse y aunque a Demelza le hubiera gustado quedarse a la cuarta y última carrera, accedió en silencio.

Debido a que nadie más volvía tan temprano y los caminos estaban despejados, llegaron a la casa mucho más pronto de lo que podían haber esperado.

—Gracias, Abbot —dijo Demelza cuando entraron al patio—. ¡Fue muy emocionante y disfruté con intensidad cada momento!

—Veremos muy buenas carreras mañana y el jueves —contestó Abbot— y si Moses no gana la AlbanyS takes… ¡estoy dispuesto a comerme mi sombrero!

—Estoy segura de que ganará —dijo Demelza con una sonrisa.

Entonces Nattie la llevó a toda prisa a un lado de la casa, para que entrara por la puerta que daba al jardín.

En el pasillo abrió un panel secreto, mientras Nattie caminaba a toda prisa hacia la cocina.

Todo había sido muy emocionante, pensó Demelza mientras empezaba a subir por la angosta escalera, deteniéndose un momento para quitarse el sombrero.

Al hacerlo, para su sorpresa, oyó una voz de mujer que decía:

—Como su Señoría no está en casa, me gustaría dejarle una nota.

—Por supuesto, milady. Hay un escritorio aquí —dijo un sirviente.

Asombrada de que alguien pudiera esperar encontrar al conde en casa a tales horas de la tarde, antes de que las carreras hubieran terminado, Demelza se movió unos pasos hasta que, usando la mirilla de espionaje pudo ver el interior del salón.

En esos momentos entraba en la habitación, procedente del vestíbulo, la mujer más hermosa que había visto en su vida.

Llevaba un vestido de seda azul, en el tono exacto de sus ojos. Su cabello dorado estaba enmarcado por un sombrero de copa alta, cubierto con plumas de avestruz, también azules. Era en verdad muy hermosa.

Lucía un collar de brillantes en su garganta y brazaletes de brillantes también sobre sus guantes cortos.

Llegó hasta el centro de la habitación, donde Demelza podía verla con claridad. Entonces, mientras el sirviente, que le había seguido, cerraba la puerta, ella se volvió para decir en un tono diferente:

—¿Tiene algo que informarme, Hayes?

Demelza recordó que Hayes era el ayudante del despensero, de quien Nattie le había hablado.

—No, milady, llegamos apenas ayer y aquí sólo hay caballeros. No hay damas de ninguna especie.

—¿Ninguna mujer vive en esta casa?

—No, milady, sólo hay una vieja niñera y otra sirvienta, anciana también.

—¿Lady Plymworth no ha venido?

—No, milady.

La elegante visitante se quedó de pie en una actitud pensativa, con el dedo índice enguantado apoyado contra su barbilla. Entonces, después de un momento, dijo:

—¿Su Señoría va a cenar fuera esta noche?

—Eso creo, milady.

—¿Va a cenar con Lord Dysart?

—Me parece que el valet de su Señoría mencionó ese nombre, milady.

—Eso es lo que me imaginé —murmuró en voz baja la visitante. Entonces se volvió hacia el sirviente y dijo en tono autoritario:

—Ahora, escúchame con atención, Hayes. Su Señoría siempre bebe un vaso de vino cuando se está vistiendo para la cena. Quiero que usted mismo descorche la botella y ponga en ella, antes de llevarla arriba, el contenido de este frasco.

Al decir esto, sacó de su bolso de mano un frasquito como de ocho centímetros de alto y se lo entregó al ayudante del despensero.

Él titubeó.

Milady, yo no quisiera hacer nada que…

—No le perjudicará gran cosa, tonto… —dijo la mujer con firmeza—. Su Señoría no podrá asistir a la fiesta de esta noche y sin duda alguna tendrá dolor de cabeza por la mañana.

Miró la expresión de Hayes y se echó a reír.

—No se preocupe, hombre. No lo van a ahorcar por esto, se lo prometo.

—Tengo… miedo, milady. ¿Qué tal si otra persona bebe ese vino?

—¡Si eso sucede, usted me responderá de ello! —contestó la mujer con brusquedad—. Yo lo puse en este puesto y le he pagado bien. Puede esperar una recompensa adicional si hace bien lo que le ordeno.

—Gracias, milady. Me gusta mucho este puesto y no me gustaría dejarlo.

—¡Usted lo dejará cuando a mí me convenga! Ahora, ¿ha entendido con exactitud lo que tiene que hacer?

—Sí, milady.

—Así que cumpla mis órdenes.

—Lo haré lo mejor posible, milady.

—¡Será mejor que así sea!

La visitante caminó hacia la puerta y cuando Hayes la abrió dijo:

—Pensándolo bien, como es posible que vea a su Señoría esta misma noche, no le dejaré ninguna nota. Lo que tengo que decirle es una sorpresa, así que será mejor que no le digan que estuve aquí, por favor.

Demelza comprendió que había dicho esto para que la escucharan los lacayos que estaban de servicio en el vestíbulo.

La mujer salió del salón, seguida por Hayes, que dejó la puerta abierta tras él.

Demelza esperó.

Después de un rato escuchó el sonido de las ruedas de un vehículo y comprendió que la mujer se había ido en el carruaje en que llegara.

¿Cómo era aquello posible? ¿Cómo una mujer tan increíblemente hermosa podía desear hacer daño al conde? ¿Y cómo era posible que, para lograr lo que quería, estuviera intrigando con uno de sus propios sirvientes?

Asombrada y atontada, Demelza subió la escalera hasta «el cuarto de los sacerdotes» y se sentó en la cama a pensar.

No era nada nuevo, recordó, que las mujeres usaran drogas o medicinas de algún tipo para perjudicar a alguien que detestaban… o que amaban.

Se le ocurrió a Demelza que ésa era la explicación de por qué la bella dama que había llegado a la casa quería impedir que el conde cenara esa noche con Lord Dysart: ¡lo amaba!

Por eso estaba celosa de Lady Plymworth, de quien había hablado.

¡Pero… drogar al conde! ¡Eso era, sin duda, llevar los celos a extremos exagerados!

Demelza recordaba haber oído a su padre discutir, muchos años atrás, la conducta de Lady Jersey, cuando la princesa Carolina de Brunswick se casó con el príncipe de Gales.

Lady Jersey, que aparentemente estaba enamorada del príncipe, había sido una de las personas a quien él invitó a conocer a su novia cuando ésta llegó a Inglaterra.

Todo el mundo supo, más tarde, que Lady Jersey había puesto un fuerte somnífero en la comida de la princesa, para arruinar su primera noche de la luna de miel.

Aunque Demelza no había nacido aún en esa época, siempre había pensado que era un recurso sucio y despreciable, el que una mujer que se llamara a sí misma una dama recurriera a tácticas tan bajas.

Y sin embargo, ahí estaba esa mujer tan hermosa actuando de una forma muy similar con respecto al conde.

Demelza sintió que le resultaba insufrible la idea de que al conde se le infringiera algún daño.

Era tan fuerte, tan atlético, y como Gerard había dicho, «un jinete entre los mejores jinetes», que sería como ver la caída de un gran roble, el que quedara vencido por la mano traidora de una mujer.

Y aunque nada grave le ocurriera, había dicho que podía darle un fuerte dolor de cabeza al día siguiente.

¡Podría sentirse demasiado enfermo para ver correr a Moses! o, incluso a su propio caballo inscrito para otra carrera.

«No debe suceder», se dijo Demelza a sí misma con decisión. «¡Debo impedirlo! ¡Debo hacerlo!».

Su primer pensamiento fue decírselo a Gerard; pero esto plantearía varias dificultades.

Primera, el dormitorio de Gerard era una de las pocas habitaciones de la casa que no tenían una entrada secreta.

Esto se debía a que uno de los anteriores dueños de la casa había quitado los paneles de madera de roble y había recubierto los muros con un atractivo papel de arroz que había traído de China.

«No, no puedo decírselo a Gerard», decidió Demelza.

Se quedó sentada un largo rato, pensando, y por fin tomó una decisión.

El conde volvió de las carreras de muy buen humor.

Había disfrutado de una excelente comida en el Jockey Club, con otro miembro del propio Club, y el Rey le había confiado la tarea de hacer las apuestas en su nombre.

Esto había dado por resultado que entregara a Su Majestad una considerable cantidad de dinero al terminar el día, mientras que el conde mismo había apostado a tres de los cuatro ganadores de la tarde, y eso era un buen porcentaje.

Esperaba con entusiasmo la cena de esa noche, en la que volvería a ver a Charis Plymworth.

Se habían visto en el Palco Real y ella se le había insinuado de forma muy clara.

Era muy hermosa y sus verdes ojos rasgados le intrigaban, al igual que la sonrisa de esfinge que curvaba sus labios rojos.

Se había dado cuenta, mientras hablaban, de que era observado por Sydel y comprendió que sólo la presencia del Rey había evitado que le hiciera una escena.

—¡Las mujeres celosas son un fastidio! —dijo a Lord Chirn, cuando volvían de la pista de carreras.

—Todas las mujeres son celosas —contestó su amigo—, ¡sólo que algunas lo son más que otras!

El conde no contestó y Lord Chirn continuó:

—¡Ten cuidado con Sydel Blackford! Se rumorea que practica la magia negra y que dice encantamientos sobre un gallo muerto… ¡o lo que hacen las brujas como ella!

El conde se echó a reír.

—Eso tal vez fue posible en la Edad Media, pero no creo que ninguna mujer recurra a cosas así en esta época.

Lord Chirn sonrió. No se molestó en decirle que él mismo había tenido un breve, pero apasionado idilio con Lady Sydel y que sabía que era capaz de todo para obtener sus propios fines.

Pensó, como tantos otros amigos del conde habían pensado antes, que era una pena que él no pudiera sentar cabeza y tener una familia normal.

La mayor parte de los hombres deseaban un heredero y el conde tenía tantas posesiones que parecía un crimen contra la naturaleza que no tuviera un hijo que las heredara.

Cuando llegaron a casa encontraron champán y emparedados en el salón, pero el conde ya había bebido suficiente en el Palco Real. Después de hablar con sus amigos un momento subió a vestirse.

Sabía que su valet, Dawson, le tendría ya el baño listo. Estaba ansioso de refrescarse un poco después del calor del día y de librarse del polvo que, como había anticipado, había sido peor que de costumbre debido a la prolongada sequía.

Su valet le ayudó a quitarse la entallada y bien cortada chaqueta que había sido tan envidiada por el Rey.

—¡No entiendo por qué Weston corta tan bien para ti y tan mal para mí! —Había gruñido el Rey.

La verdadera respuesta era, como el conde sabía muy bien, que el Rey había engordado tremendamente en los últimos años y era imposible para un sastre darle la figura elegante que él ansiaba. Pero en cambio dijo:

—Pues a mí me parece que ese uniforme le sienta admirablemente, señor.

Su Majestad había sonreído lleno de satisfacción.

—Fue un buen día de carreras, Dawson —comentó ahora el conde, mientras se desataba la corbata.

—¡Excelente, milord!

El conde arrojó sobre el tocador la corbata descartada y al hacerlo vio una nota colocada entre sus cepillos con base de oro.

Estaba dirigida a él y marcada ¡Urgente! En una letra que nunca había visto antes.

—¿Quién dejó esa nota, Dawson? —preguntó.

El valet se volvió para mirar el papel que el conde tenía en la mano.

—No tengo idea, milord. No la había visto antes.

—¡Estaba aquí… en mi tocador!

—Nadie la trajo mientras estuve aquí, milord.

El conde abrió la nota.

Había sólo unas cuantas palabras, escritas con la misma letra, elegante pero desconocida para él:

No beba el vino que le será ofrecido mientras se vista para la cena. Le hará sentirse enfermo.

El conde miró con fijeza lo que había leído y mientras lo hacía llamaron a la puerta.

Dawson acudió a abrir.

Volvió con una bandeja de plata en la que había una botella descorchada y un solo vaso.

—¿Va usted a tomar el vino antes o después del baño, milord? —preguntó. El conde miró el vino.

—Quiero hablar con Hunt —dijo—. Antes de que suba, pídale que averigüe quien vino hoy y quién me dejó una nota.

Dawson pareció sorprendido, pero, después de dejar la bandeja de plata sobre una mesa, salió obediente de la habitación.

El conde tomó la botella y olfateó el vino. No parecía haber nada extraño en él. Tal vez, pensó, la nota era una broma, una mala pasada de uno de sus amigos.

Pero estaba seguro de que la letra no se parecía a la de ninguno de los que estaban con él en la casa.

Estaba casi seguro de que la nota había sido escrita por una mujer. Mientras pensaba esto, se dio cuenta de una sutil fragancia que ya había notado antes.

Se llevó la nota a la nariz y descubrió que olía muy suavemente a alguna flor cuya identidad no lograba fijar.

Se le ocurrió entonces que había percibido ese mismo perfume en su dormitorio y en otras partes de la casa.

Había pensado que provenía de las fuentes y jarrones de flores que adornaban las habitaciones; pero sólo había rosas aquí en su dormitorio y la fragancia que estaba impregnada en la nota no era de rosas.

Le resultaba bastante intrigante y sintió que, de algún modo, era parte del misterio que flotaba en toda la casa.

Llamaron a la puerta y apareció el mayordomo.

—¿Me llamaba usted, milord?

—Quiero saber quién vino hoy y quién dejó una nota para mí.

—Acabo de saber, milord, que Lady Sydel Blackford vino esta tarde; pero, por solicitud de ella misma su visita no me fue comunicada hasta que hice averiguaciones hace un momento.

¡Lady Sydel Blackford!

—¿Y dejó una nota para mí?

—No, milord. Dijo de forma expresa que no dejaría una nota porque sorprendería a su Señoría esta noche y no quería arruinar la sorpresa.

—Me parece extraordinario que su visita no le haya sido comunicada a usted, Hunt.

—Fue franca incompetencia, milord, y ya he llamado la atención a Hayes.

—¿El ayudante del despensero?

—Sí, milord. En apariencia fue Hayes quien abrió la puerta a milady.

—¿Y fue él quien sirvió el vino que me fue traído hace un momento?

El mayordomo pareció sorprendido, pero contestó:

—Me temo que no tengo idea, milord, pero lo averiguaré.

—Hágalo, por favor —dijo el conde con voz aguda.

De nuevo hubo una espera. El conde se había desvestido y procedió a bañarse disfrutando del frescor del agua.

Se estaba secando aun cuando volvió el mayordomo.

—Le pido que me disculpe, milord, por haberme demorado —dijo—, pero he tenido cierta dificultad en descubrir que la botella en cuestión fue abierta por Hayes y traída hasta aquí por él. Ya en este piso entregó la bandeja a Robert, que está de servicio en esta parte de la casa. Fue Robert quien la trajo hasta aquí y se la entregó a Dawson.

—¿Oué sabe usted sobre Hayes? —preguntó el conde.

—Llegó a pedir trabajo con excelentes referencias, milord. Fue cuando su Señoría decidió que con tantas fiestas en la temporada, el trabajo era excesivo para Dean.

—¿Oué referencias le presentó?

—Dos, milord. Una del duque de Newcastle, que era excelente, y la segunda de Lady Sydel Blackford.

La expresión del rostro del conde fue la de un cazador que por fin logra poner en la mira de su rifle al venado que ha estado siguiendo.

—¡Lady Sydel Blackford! —exclamó—. Y fue ella quien habló con Hayes esta tarde. ¡Mándeme aquí a ese hombre en cinco minutos!

No fue difícil para el conde conseguir de Hayes toda la información que necesitaba.

Entonces mandó buscar al mayordomo y le dijo que despidiera al ayudante del despensero inmediatamente, sin darle referencias.

Con el mismo aspecto, dentro de su traje de noche, que Demelza había admirado tanto la noche anterior, el conde partió en su carruaje hacia la casa de Lord Dysart, con un sentimiento de triunfo.

Había descubierto al culpable y tendría buen cuidado, en el futuro, de que ninguna persona recomendada por Sydel Blackford cruzara el umbral de ninguna casa de su propiedad.

¿Quién había escrito la nota de advertencia? ¿Quién la había puesto sobre su tocador? ¿Y quién usaba ese tentador perfume de flor que él no podía identificar?

Se encontró dando vueltas a estas tres preguntas en su mente toda la noche.

De alguna manera, como consecuencia de ello, encontró que la expresión enigmática de los ojos oblicuos de Charis Plymworth era menos misteriosa e intrigante de lo que esperaba.