Capítulo 3
El marqués se levantó a hora temprana a la siguiente mañana, ya que debía ir a la casa de Eurydice a fin de hacer los arreglos necesarios para hacerse cargo de la administración de su finca.
Mientras Hobley lo ayudaba a ponerse su ropa de montar, el marqués comentó.
—Hiciste un buen trabajo en nuestra gitana, Hobley.
—La herida cicatrizó con rapidez porque es una muchacha rebosante de salud contestó Hobley. —Y a decir verdad, milord, fue un placer.
El marqués enarcó las cejas y preguntó:
—¿El resto de la casa se sobrepuso a los temores de que ella pudiera ocasionarles algún daño?
—Sí, milord. Antes de irse de aquí había cautivado a todos. Hasta la señora Meedham habla bien de la jovencita.
—El reverendo parece tener una elevada opinión de su inteligencia.
—Y el reverendo es un buen juez del carácter humano, milord —observó Hobley con decisión.
El marqués iba pensando en Saviya cuando cabalgó a través del parque y empezó a cruzar el bosque hacia la casa de Eurydice.
Los árboles cubrían muchos acres de tierra en esa parte de Hertfordshire y mientras el marqués avanzaba comprendió que sería muy fácil no para un grupo de gitanos, sino para una decena de tribus, ocultarse allí.
Pensó en todo lo que Saviya le había dicho y se preguntó si la muchacha estaría diciendo la verdad.
Él siempre había creído que las gitanas eran mujeres fáciles, muy liberales, que concedían sus favores sin límites a quienes los deseaban.
Si era así, pensó el marqués con una ligera sonrisa, se portaban como los miembros más aristócratas de su sexo en el Beau Monde.
No había la menor duda de que la moralidad sexual de la alta sociedad dejaba mucho que desear.
La libertina sociedad que se centraba alrededor de la Casa Carlton, la residencia del Príncipe Regente, había puesto, desde principios de siglo, un ejemplo que era en verdad lamentable. Y Londres mismo, como el marqués bien sabía, era ahora un extenso centro de vicios.
A pesar de las ideas preconcebidas que tenía sobre la moralidad de las gitanas, a las que hasta entonces no había considerado mejores que las rameras que proliferaban por las calles londinenses, hubiera podido apostar una fuerte cantidad de dinero a que la joven gitana a la que arrolló con su faetón era intrínsecamente pura.
Al pensar eso, empezó a reír.
«Realmente, debo estar loco para imaginar que tal cosa pueda ser posible» se dijo.
Después de todo, según Saviya misma había reconocido, estuvo en Rusia, Hungría y Alemania. Para llegar a esos países, debió pasar antes por muchos otros. ¿Era posible que en todos esos viajes su extraña belleza no hubiera llamado la atención? ¿Y qué decir de los hombres de su propia tribu? ¡Debían tener ojos en la cara y sangre caliente en las venas!
El marqués salió del bosque y vio frente a él la casa de Eurydice. Apartó de su mente los pensamientos de Saviya y de todas las mujeres que había conocido, para concentrarse en la tarea de hacerse cargo de la finca de Eurydice.
Estaba seguro de que eso iba a exigir no poco esfuerzo de su parte. Y no se equivocó.
Cuando volvió a su casa, ya cerca de la hora del almuerzo, comprendió que no podría regresar a Londres cuando menos en una semana.
Le impresionó el desorden en que Eurydice había dejado su propiedad.
Sus instrucciones eran muy claras: la finca debía ser entregada a él, para su administración, y tanto las futuras órdenes, como el pago de los empleados procederían de Ruckley.
Cualquier otro hombre, pensó el marqués, habría resentido que le dejaran encima un problema tan complejo y costoso como ése, casi sin previo aviso; pero supuso que Eurydice sabía que su decisión era, en cierta forma, el triunfo para él.
El padre del marqués siempre había deseado adquirir las tierras de su vecino y anexarlas a su propiedad. ¡Ahora, para todos los efectos prácticos, tal cosa era un hecho!
El marqués se entrevistó con los diversos administradores de la finca y se formó una idea general de los problemas por resolver.
De regreso a su casa, el marqués se dijo a sí mismo que era esencial que concediera a las nuevas tierras su atención inmediata y personal, para rectificar las pérdidas que estaba registrando y que debían transformarse en ganancias.
Faltaba un cuarto de hora para el almuerzo cuando llegó y después de entregar su sombrero y su fuete a un lacayo, se dirigió de forma automática a la biblioteca.
Como era de suponerse, el reverendo estaba allí, en unión de Saviya.
Aparecían tan interesados en lo que leían, que el marqués se encontraba ya a media biblioteca antes que notaran su presencia.
Entonces se volvieron y no había la menor duda de que la expresión de los ojos de ambos, al verlo, era de alegría.
—¡Ah, ya ha llegado usted, milord! —exclamó el reverendo.
—Buenos días, señor —saludó el marqués—. Buenos días, Saviya.
Ella sonrió y él pensó en lo hermosa que era, con su cabello muy negro y el movimiento gracioso de sus manos.
—Buenos días, milord —contestó ella y entonces, con el entusiasmo de una niña que ha encontrado algo excitante que mostrar, agregó—: el reverendo ha encontrado un libro que sin duda va a interesarle.
—¿Qué libro es? —preguntó el marqués.
—Es un libro sobre los gitanos, que escribió un señor llamado John Hoyland —repuso el reverendo extendiendo el libro al marqués—. Fue publicado apenas hace dos años, en mil ochocientos dieciséis. Relata todo lo que usted quería saber, sobre el origen de los gitanos.
El marqués abrió el libro, dio vuelta a las páginas y comentó:
—Veo que hay una lista comparativa del vocabulario gitano y el indostano.
—Es verdad —asintió Saviya—. Por ejemplo, un hombre muy importante, un príncipe, se llama rajah en indostano y rajá en romano, el idioma de los gitanos.
—Voy a leer este libro con mucho cuidado —dijo el marqués—. Por el momento, tengo hambre y sed. ¿Tomaría un vaso de vino conmigo, reverendo?
—Encantado, milord.
—Y espero, Saviya —añadió el marqués—, que me hará el honor de almorzar conmigo.
Ella titubeó solo un momento antes de aceptar:
—Con mucho gusto.
—Creo que es inútil que lo invite a usted, reverendo, ¿verdad? —preguntó el marqués.
—Usted sabe lo mal que está mi digestión, milord —contestó el anciano, moviendo la cabeza con tristeza—. Solo me permite hacer una comida al día.
—Sí, no lo he olvidado.
Se dirigieron al salón y después de que el reverendo tomó con el marqués una copita de Madeira, volvió a la biblioteca.
Saviya bajó la mirada hacia las botas de montar del marqués.
—Por lo que veo ha estado usted cabalgando —comentó—. Admiré los magníficos caballos que tiene usted.
—¿Sabe montar, Saviya?
—Es lo que más me gusta hacer en el mundo, después de bailar —contestó la gitana con una sonrisa.
—Espero tener el gusto de verla montar y bailar.
Se sentaron a la mesa y el marqués se preguntó cómo se conduciría Saviya en el almuerzo. Sin duda alguna una gitana desconocía las buenas maneras de comportarse en una mesa elegante. Pero habría sido imposible, comprendió, que ella hiciera algo que no fuera gracioso o elegante. Notó que no usaba ningún cuchillo, cuchara o tenedor, hasta que no veía cómo era utilizado por él.
Pero, después de un momento, el marqués dejó de reparar en los posibles errores que pudiera cometer la hermosa gitana. Estaba demasiado interesado en lo que ella decía, para distraer su atención en otra cosa.
No le costó mucho trabajo convencerla de hablar de sus viajes.
Ella le habló de cómo los gitanos iban de un país a otro, a veces soportando la cruel persecución de las autoridades. Sin embargo, la gente común los recibía siempre muy bien porque apreciaban los objetos que fabricaban, les gustaba que les adivinaran la suerte y sabían que eran muy eficientes en la compra y venta de caballos.
—Mi padre es una gran autoridad en cuestión de caballos comentó. —Con frecuencia le han dado la comisión de comprarlos en un país, para llevarlos a otro.
—¿Es muy grande su tribu? —preguntó el marqués.
—Cuando salimos de Hungría, para Rusia, éramos doscientos —contestó Saviya, pero el grupo que vino a Inglaterra es de menos de cincuenta.
—¿Duermen en tiendas de campaña?
—Solíamos hacerlo, pero ahora tenemos carretas. Las carretas han sido siempre usadas por la gente del circo, pero nos parecieron tan cómodas y atractivas para viajar, que ahora todos los gitanos que tienen dinero para comprar carretas las utilizan para vivir y viajar.
Cuando terminaron de almorzar, el marqués y Saviya, se dirigieron a las caballerizas y él se dio cuenta de que, como era de esperarse, ella parecía tener un efecto tranquilizador sobre los caballos.
—¿Qué magia emplean ustedes para dominar a los caballos? —le preguntó, cuando salieron de ver a un potro todavía indómito, que tenía muy asustados a los palafreneros.
—Es un secreto que pertenece solo a los gitanos —contestó Saviya—. Y, por supuesto, jamás se le debe confiar a un gorgio.
—Eso es lo que yo soy, supongo.
—Cualquiera que no sea románico, o sea, gitano, es gorgio o gadje.
Cuando terminaron de inspeccionar las caballerizas, el marqués se llevó a Saviya a la parte más antigua de la casa y le mostró los compartimentos secretos donde los sacerdotes católicos se habían ocultado de los soldados de la Reina Isabel, que los hubieran quemado en la hoguera, de haberlos encontrado.
Mientras recorrían la casa, el marqués relató a Saviya historias familiares y leyendas que había escuchado de niño.
Le gustó la especial atención que ella prestaba a todo lo que él decía; la luz que iluminaba sus ojos; la forma en que sus labios se curvaban, de forma muy diferente de la misteriosa sonrisa burlona que le dirigiera el día anterior.
Por fin llegaron al final de la larga galería de cuadros, donde le mostró los retratos de sus ancestros, y se detuvieron junto a una ventana que daba al jardín.
—Usted es un hombre muy afortunado —comentó Saviya con voz baja—. No siempre lo ha pensado así, pero un día comprenderá lo importante que es para su felicidad esta finca y todo lo que contiene.
—Creo que me doy cuenta ahora —dijo el marqués—. ¿Me está adivinando la suerte, Saviya?
—No, no lo estoy haciendo. A la vez, hay algo que no me gusta.
Al marqués le pareció que su voz había cambiado.
Se volvió a mirarlo y él tuvo la extraña impresión de que no lo estaba viendo en realidad a él, sino a través de él y más allá de él.
—Sí, hay peligro —afirmó Saviya en tono bajo—. ¡Debe usted tener cuidado! Hay un enemigo al acecho. Es un hombre que trata de hacerle daño.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó el marqués con voz aguda—. ¿Ha estado hablando Hobley acerca de eso con usted?
—Lo sé, porque está allí. Lo puedo ver con claridad. Es moreno, de nariz larga, y con un apellido similar al suyo. ¡Debe usted estar alerta… debe tener mucho cuidado por lo que a él se refiere!
—Lo que me acaba de decir es cierto —declaró el marqués después de un momento de silencio—. Pero no entiendo cómo puede haberse enterado de algo que pertenece a mi vida privada.
—Ya le he dicho que soy bruja.
—Pensé que lo decía de broma.
—La magia no es una broma para los kalderash. Es parte de nosotros y de nuestro destino. No podemos escapar de ella.
Lo que no me ha dicho todavía es si mi enemigo triunfará en sus propósitos de hacerme daño.
Se hizo el silencio. Entonces Saviya, todavía con la mirada más allá del marqués, expresó:
—Le he advertido del peligro. Eso es suficiente. Un hombre preparado está alerta.
—¡Espero que tenga usted razón!
Ella lo miró de pronto y suplicó con voz angustiada:
—¡Tenga cuidado! ¡Por favor, tenga mucho cuidado!
Sus ojos se encontraron y por un momento pareció como si algo sucediera entre ellos que les impidió moverse.
Casi sin darse cuenta, el marqués levantó los brazos y rodeó con ellos a Saviya.
Fue un gesto instintivo, algo que había repetido muchas veces en su vida cuando era atraído por una mujer hermosa. Lo hizo de manera tan espontánea que no pensó siquiera en cuál sería su reacción.
Simplemente siguió su propio impulso.
Y, cuando sus manos la tocaron, y se disponía ya a oprimirla contra su pecho e inclinar sus labios hacia los de ella, Saviya retorció un poco su cuerpo.
Se había liberado de él con gran agilidad y el marqués vio con incredulidad que tenía en la mano una daga larga y brillante, un puñal de hoja aguda similar al que usaban los italianos.
Lo sostuvo en la mano con firmeza, entre sus senos, con la aguda punta dirigida hacia el pecho de él.
Con lentitud, el marqués bajó los brazos.
—Usted es un gorgio. No debe tocarme. Está prohibido —dijo Saviya después de un momento de silencio.
—¿Por qué?
—Ningún románico se puede relacionar con un gorgio. Si lo hace, es expulsado de la tribu.
—¿De veras? —preguntó el marqués con sincera sorpresa—. Hábleme sobre sus costumbres, Saviya. Y guarde esa arma peligrosa. Le prometo que no la tocaré sin su autorización.
Ella lo miró con ojos penetrantes. Entonces, con una increíble rapidez, hizo que el puñal desapareciera dentro de su talle, y un instante después, fue a sentarse bajo la ventana.
—Yo soy muy ignorante respecto a sus reglas —le explicó el marqués—. Así que debe perdonarme, por favor, si la ofendí.
Habló en tono tan contrito y encantador, que Saviya bajó los ojos.
—Si hubiera estado aquí con una… dama de su propia raza —preguntó la joven, titubeante—, ¿la habría usted… besado?
—Tengo la impresión de que ella se habría sentido muy desilusionada si no hubiera yo intentado hacerlo.
Sonrió al decir eso, pero Saviya estaba muy seria al preguntar.
—Si hubiera sido una muchacha soltera, ¿no se habría sentido obligado a casarse con ella?
—Si fuera soltera, no la dejarían nunca sola conmigo. Y si fuera casada, creo que en la mayoría de los casos, la dama en cuestión habría esperado que yo demostrara así mi admiración por sus encantos.
—Si hubiera sido gitana, su esposo la habría azotado por portarse de ese modo —señaló Saviya con severidad—. En Francia, le habrían afeitado la cabeza, para hacerla sentir avergonzada. Y en algunas tribus se aplican todavía castigos más rígidos. Sin embargo, eso sucede muy pocas veces. Los matrimonios gitanos son muy felices y duran toda la vida.
—¿Aunque no se lleven bien? —preguntó el marqués.
—Nosotros somos un pueblo feliz. La vida familiar es sagrada y una persona que falta a sus deberes, que atenta contra la santidad del matrimonio, merece el castigo que le den.
Saviya habló en tono resuelto, con profunda convicción.
—¿Con quién se casará usted, Saviya? —preguntó el marqués.
—No lo sé, hasta que un hombre se acerque a mi padre y éste lo acepte.
—¿Usted no puede elegir?
—Entre los kalderash el matrimonio es siempre arreglado entre los padres de los novios. Una muchacha no tiene derecho a visitar o a hablar siquiera con su prometido, hasta que se case con él.
—¿No la asusta la idea de casarse con un hombre al que nunca ha visto, al que no conoce y que tal vez no le simpatice siquiera?
Saviya volvió la mirada hacia otro lado y el marqués tuvo la impresión de que había tocado un secreto temor de ella, que quizá había mantenido oculto hasta de sí misma.
La joven no contestó por unos instantes. En seguida, titubeante, murmuró:
—Sí… la idea… me asusta.
—¿No considera que el amor es más importante que todo lo demás? ¿No hay lugar para el amor entre los gitanos?
—Una mujer debe amar a su esposo —contestó Saviya.
—¿Y si le resulta imposible hacerlo? —insistió el marqués—. Si, por ejemplo, se enamora de otro hombre antes de casarse, ¿no sería eso más importante para ella que las leyes y reglas tribales?
—Lo ignoro —contestó—, a mí nunca me ha sucedido.
—Y, sin embargo, usted ha pensado en eso. Tal vez, Saviya, ha soñado en un hombre al que podría amar, un hombre capaz de robar su corazón y hacerlo suyo.
Su voz era muy profunda y ahora, cuando ella volvió sus ojos para mirarlo, el marqués pareció encontrar en ellos la expresión de un animalito asustado.
—Las leyes de los kalderash son justas y mi pueblo confía en ellas —declaró Saviya después de un momento.
—Pero usted… usted es diferente —contestó el marqués—. Es una bruja y por ello, tal vez, más sensitiva y capaz de albergar sentimientos más profundos que los demás.
—¿Por qué me dice estas cosas?
—Porque es usted muy bella —contestó el marqués—. Y no solo es usted increíblemente hermosa, sino que tiene un cerebro brillante. La gente inteligente es la que sufre más, Saviya.
Ella guardó silencio, pero él advirtió que era presa de una leve agitación. Después de unos momentos comentó:
—Lo mejor es no pensar… en el amor.
—Pero usted piensa en él y no es posible mitigar el deseo de encontrarlo algún día.
Las últimas palabras parecieron vibrar entre ellos. Entonces, mientras él esperaba su respuesta, se escuchó el sonido de pisadas en el extremo opuesto de la galería y una voz familiar exclamó:
—¡Ah, allí estás, Fabius! Me dijeron que andabas recorriendo la casa.
El marqués volvió la cabeza y vio que Charles Collington avanzaba hacia él.
—Recibí tu nota —dijo el capitán mientras caminaba—. Pensé que algo extraordinario debía haber ocurrido para que te decidieras a quedarte en el campo. Así que he venido a tu rescate, si es posible.
—Yo solo te mandé decir que no podría cenar contigo esta noche.
El capitán había llegado hasta ellos y estaba mirando con expresión sorprendida a Saviya.
—Permítanme presentarlos —dijo el marqués—. El Capitán Charles Collington… Saviya, una gitana muy hermosa a la que atropellé con mi faetón.
—¡Ésa sí que fue una forma original de conocerla! —extendió la mano hacia Saviya y agregó—: encantado de conocerla, señorita Saviya.
Ella le estrechó la mano y enseguida le hizo una breve reverencia.
—Debo irme ya —dijo al marqués.
—No, por favor, no nos deje todavía —suplicó él—. Él es mi mejor amigo y yo sé, cuando le cuente todo sobre usted, que no me creerá una palabra, a menos que esté aquí usted para avalar lo que digo.
—Yo siempre he sido un gran admirador de los gitanos —comentó Charles Collington—. Cuando luchábamos en Portugal, los ciganos, como eran llamados los gitanos en ese país, nos fueron muy útiles y podían ir de un ejército a otro, sin mostrar temor alguno.
—Ahora que lo recuerdas, creo que tienes razón —observó el marqués—. La verdad es que yo nunca presté mucha atención a los gitanos portugueses.
—A los gitanos no les gusta llamar la atención —intervino Saviya con una sonrisa—. Nada les gustaría más que ser invisibles… ir y venir sin que nadie se fijara en ellos.
—Bueno, yo me alegro mucho de que usted no sea invisible —señaló Charles Collington, con una mirada de franca admiración en los ojos—. Con razón su señoría no parece tener prisa por volver a Londres. Después de verla a usted, considero que tiene mucha razón en preferir el campo.
—Me imagino que estarás sediento, después del viaje —apuntó el marqués—. Será mejor que vayamos al salón a que tomes una copa.
En el salón encontraron que ya estaba servido el té, y saborearon algunos de los emparedados y golosinas por las que el chef de la Casa Ruckley se había hecho ya famoso.
Mientras comían, Charles Collington les describió con gran detalle un baile al que había asistido la noche anterior.
—¡Por cierto, Sir Algernon estaba presente, jactándose de que ninguno de nosotros había intentado siquiera ganar su apuesta de mil guineas!
—¡Una apuesta de mil guineas… me parece increíble! —exclamó Saviya.
—Cómo me gustaría hacer que Sir Algernon se tragara sus propias palabras. Está tan seguro de ser infalible, que me irrita.
Se detuvo un momento antes de continuar con lentitud:
—¿Crees tú que Gibbon pensaría que la señorita Saviya era una gitana?
—Yo mismo jamás lo habría creído, si no hubiera estado vestida como tal —confesó el marqués.
—Si estuviera vestida como una dama aristócrata —exclamó Charles Collington—, estoy seguro de que Gibbon jamás sospecharía que no era eso.
—Es ciertamente una idea —contestó el marqués.
—¿De qué están hablando? —preguntó Saviya desconcertada.
Le explicaron en detalle la apuesta de Sir Algernon y ella rio divertida.
—¡Debe estar muy seguro de que no tienen posibilidad de ganarle, para haber apostado una suma así!
—Está demasiado seguro —asintió el Capitán Collington—. ¡Por eso debemos demostrarle que solo es un pomposo snob! Sus pretensiones son ridículas, si me lo preguntan. ¡La sangre de todos es roja, cuando uno los pincha!
—O cuando los arrolla con un faetón —señaló el marqués, mirando la herida de Saviya, aún visible en su frente.
—De veras, hablando en serio, Fabius —continuó diciendo Charles Collington—. Hemos encontrado a la persona ideal para confundir a Gibbon y hacerle tragar sus palabras.
—Sí, creo que lo conseguiríamos —convino el marqués—, pero una de las dificultades que preveo es cómo persuadir a Gibbon de venir hasta aquí y conocer a Saviya. Tengo la impresión de que a ella no la dejarían ir con nosotros a Londres.
—Estoy segura de que mi padre diría que no —reconoció Saviya.
—En ese caso tenemos que atraer a Sir Algernon de algún modo a Ruckley, sin despertar sus sospechas —opinó el marqués.
—Ése es el verdadero problema —aseveró Charles Collington con aire reflexivo—. ¿Cuáles son sus intereses?
—La cacería es uno de ellos —comentó Fabius—. Ha venido aquí en otras épocas, pero no es la propicia para cazar faisanes ni perdices.
—No, por supuesto —reconoció Charles—. ¿Qué más?
—¡Ya lo tengo! —exclamó el marqués. Y agregó—: lo que más aprecia Sir Algernon en la vida, después de su árbol genealógico, es su colección de monedas antiguas.
—Una cosa que a mí siempre me ha parecido muy aburrida, por cierto —dijo Charles Collington—. ¿Y eso en qué nos ayuda?
El marqués miró hacia el collar de monedas que colgaba del cuello de Saviya.
—Dígame, Saviya —empezó el marqués—, ¿tiene su tribu algunas monedas sueltas como las de su collar, que nos pudiera facilitar por un día? Veo que algunas de las que lleva en el cuello son romanas. ¿Tiene algunas más, sueltas?
—Una buena cantidad —contestó Saviya.
—Podríamos decir a Sir Algernon que encontramos media docena de monedas muy antiguas en uno de mis sembradíos —sugirió el marqués—, y que deseamos que nos aconseje sobre si deberemos buscar más, o no. Estoy seguro de que eso le intrigaría sobremanera.
—¡Es una idea genial! —exclamó Charles Collington con entusiasmo—. Disponte a escribirle una carta ahora mismo y me la llevaré conmigo a Londres.
—No, la enviaremos con un sirviente objetó el marqués. —Podría sospechar algo si tú eres mi mensajero.
—Tienes razón —reconoció Charles Collington—. Mientras tanto, hay que encontrar un vestido adecuado para Saviya, decidir con qué título la vamos a presentar y de dónde se supone que viene.
—Necesitamos preparar todo como si fuera una obra teatral —declaró el marqués—. Pero, ante todo, solicitemos el consentimiento de Saviya para participar en esta farsa.
—Temo fallarles —contestó Saviya con voz muy suave—. Soy una gitana y no creo probable que alguien me confundiera con una aristócrata inglesa.
—¿Quién dijo que la presentaríamos como una dama inglesa? —exclamó el marqués—. Eso sería absurdo.
—¿Quiere decir que no pronuncio bien el inglés? —preguntó ella con una vocecita llena de tristeza.
—Lo pronuncia de forma excelente, pero con un encantador acento extranjero. Es uno de sus muchos atractivos, Saviya —declaró el marqués sonriendo.
—Entonces, debe ser extranjera —concluyó Charles Collington—. Le daremos un nombre y un título muy impresionantes. De hecho, eso hará más difícil que Sir Algernon sospeche que ella no es quien pretende ser.
—¿De qué país le gustaría ser, Saviya? —preguntó el marqués.
Ella se quedó pensativa un momento.
—Mi madre era rusa y yo he vivido en San Petersburgo y en Moscú por casi diez años. Es lógico que debo aparentar ser rusa.
—¡Tiene mucha razón! —exclamó Charles Collington—. ¡Y parece tan misteriosa y excitante como una princesa rusa, con ese cabello negro y esa piel de marfil!
Había una nota de evidente admiración en la voz de Charles Collington, que no pasó inadvertida al marqués.
—Creo que debe irse ahora, Saviya —dijo—. No me gustaría que su padre se enfadara porque llega tarde. Y ahora es muy importante que no le prohíban volver a la casa. ¿Preguntará si pueden prestarnos las monedas?
—Las traeré mañana mismo —contestó Saviya.
Hizo una profunda reverencia al marqués y una muy breve a Charles Collington. Luego se alejó de ellos por la galería y ambos siguieron con la mirada su graciosa figura hasta que desapareció por la puerta del extremo más lejano.
Charles Collington lanzó una exclamación.
—¡Cielos, Fabius! ¡Eres un hombre de suerte! ¿Cómo pudiste encontrar a una criatura tan fascinante, tan hermosa?