Capítulo 1

1879

JACOBA miró a su alrededor.

La habitación estaba ocupada solamente por dos piezas viejas y desvencijadas que era imposible sacar a la venta.

La ventana ojival miraba hacia el jardín, donde brillaba el sol.

Le parecía imposible que, después de haber habitado gran parte de su vida en aquella casa de estilo Tudor, ahora no tuviera dónde ir.

Jamás imaginó que tendría que abandonar la aldea que le era tan familiar y querida.

Tenía que despedirse del hogar donde había sido tan feliz con sus padres.

Al final de la aldea se levantaba un largo muro que circundaba la finca de su tío, lord Bresford.

Jacoba conocía cada árbol del parque y cada estanque del bosque:

Amaba los prados donde se ejercitaban los caballos y el arroyo que corría por el jardín.

Todo ello constituía el escenario donde se habían desarrollado sus fantasías infantiles.

Pero, súbitamente, se presentó la desgracia, y no había otra manera de describirla. Todo su mundo se derrumbó cuando su padre y su tío murieron en un accidente de tren a su regreso de Londres.

En vida de su madre, su padre parecía feliz en Worcestershire, con sus caballos, la caza y algún que otro día de pesca en el río Avon.

Después de la muerte de su esposa, se quedó solo con Jacoba, quién por entonces tenía quince años.

Fue entonces cuando comenzó a visitar Londres de una manera más constante en compañía de su hermano.

Lord Bresford era dieciocho años mayor, permanecía soltero y siempre había sido la comidilla de la aldea.

Se rumoreaba mucho a propósito de su comportamiento disoluto con las mujeres de la alta sociedad, así como con las de vida alegre.

Jacoba se enteró de todo ello y por los rumores que circulaban, había llegado a pensar que estas últimas tenían un cierto encanto.

Su padre se proponía llevarla a Londres cuando fuera algo mayor.

Sin embargo, con el paso de los años, su situación económica se volvió cada vez más precaria.

Cuando su padre regresaba de una visita a Londres invariablemente buscaba algo que vender.

Jacoba supo que su tío estaba haciendo lo mismo.

—¿Cómo puedes vender ese jarrón de plata, papá? —protestó en cierta ocasión—. Mamá decía que fue un regalo de tu padrino y que originalmente perteneció al rey Jorge III.

—Me darán un buen dinero a cambio —respondió su padre—, y lo necesito.

—Pero ¿por qué? ¿Compraste algo muy costoso? —No se trata de lo que compré, sino de lo que he gastado— contestó su padre. —En Londres, todo cuesta cinco veces más que en el campo. Tú no lo entenderías pero hay mujeres que son capaces de dejar sin un penique el bolsillo de cualquier hombre.

Y tenía razón, más Jacoba no pudo comprenderlo, optó por dejar de hacer comentarios, ni siquiera cuando desaparecieron los espejos de la Reina Ana.

Por fin, las joyas de su madre también salieron de la caja fuerte.

Cuando estaba a punto de cumplir los dieciocho años tenía la certeza de que su padre le iba a sugerir que fuera con él a Londres.

Era obvio que no podía costear un baile en su honor.

Sin embargo, Jacoba pensaba que la presentaría a las grandes anfitrionas, quiénes, según los diarios, ofrecían bailes todas las noches.

Más no fue así, y su padre se marchó en compañía de su hermano, como de costumbre.

Le dijo que estaría ausente solo por pocos días.

Jacoba acababa de cumplir diecinueve años cuando ocurrió el accidente.

La muchacha no podía creer que fuera cierto.

El jefe de la Policía se presentó para informarle de lo sucedido en la línea férrea entre Paddington y Worcester.

Entre los muertos se encontraban su padre y su tío.

El funeral tuvo lugar en la pequeña iglesia de la aldea. Sus féretros fueron depositados en la cripta familiar. Jacoba se dio cuenta de que no había asistido casi ningún pariente, más en aquel momento no comprendió la seriedad de lo que aquello significaba.

La noticia de la muerte de lord Bresford y de su hermano, el honorable Richard Ford, se publicó en todos los diarios, pero sólo tres familiares acudieron a su entierro.

Uno de ello era un hombre muy anciano que vivía en el condado vecino.

Los otros dos eran unas primas de edad avanzada, que habitaban en una cabañita cerca de Malvern.

Jacoba sabía que su familia procedía de Cornwall.

No obstante, no conocía a ningún familiar que viviera allí.

Después del funeral, tuvo muy poco tiempo para pensar en parientes, ocupada como lo estaba estudiando la gran cantidad de cuentas que le llegaran desde Londres.

Aparentemente, ni su padre ni su tío habían pagado sus deudas desde hacía mucho tiempo.

Los acreedores la visitaron para ver que encontraban de valor en Wick House, donde había vivido su tío.

Los abogados le informaron a Jacoba que habría que venderlo todo.

—¿Todo? —preguntó la muchacha con incredulidad.

—Me temo que sí —le respondió el abogado—, y me temo que ni así será suficiente para pagar todo lo que se debe.

Desolada, Jacoba lo miró y preguntó:

—¿También Gables?

—Así es —asintió el abogado—, y todo cuanto contiene, aunque su padre ya vendió lo de valor.

Jacoba casi no podía creerlo y el día de la subasta creyó vivir una horrible pesadilla.

Los retratos de la familia fueron cedidos por unas pocas libras.

El de su madre, que Jacoba adoraba, fue vendido en una miseria.

Hasta las ropas de su padre se pusieron a la venta. Jacoba le suplicó al abogado que la dejaran conservar algunos objetos que había conocido y amado desde que era una niña.

Sobre todo aquellos que fueron de su madre.

Se le contestó que sólo podría quedarse con sus pertenencias personales.

Todo lo demás debía venderse.

Jacoba trató de no llorar cuando los caballos de su padre y de su tío fueron adjudicados a unos granjeros de la región.

Cuando regresó a su casa después de la venta, sólo encontró su cama y sus baúles.

—¿Hasta cuándo puedo permanecer aquí? —le preguntó al abogado, pensando en que no tenía dónde ir.

—Hasta que se venda —repuso el abogado—. Pero pienso que sería conveniente que se fuera a vivir con alguno de sus familiares.

—¿Qué familiares? —preguntó Jacoba.

Y trató de acordarse de los que habían asistido a funeral.

Sabía que las dos damas que vivían en la cabaña eran muy pobres.

—Nos encantará que vengas a visitarnos —le habían dicho después del entierro—. No podemos invitarte a pasar la noche, ya que no contamos con una cama de más pero serás bienvenida a comer o a tomar el té.

El anciano que había viajado desde Gloucestershire vivía con una hija casada, quién, a su vez, tenía tres hijos. —Ésta es una bonita casa— le había comentado—. Veo que es muy tranquila. Yo tengo que soportar tanto ruido, que me deja atolondrado.

Y añadió antes de que Jacoba pudiera decir algo:

—No debo quejarme. Soy demasiado viejo para vivir solo, y mi hija y su esposo, por lo menos, me dan un techo.

Jacoba era consciente de que no podía pedirle ayuda a ninguno de ellos.

Tampoco disponía de dinero como para sobrevivir durante largo tiempo.

—Su madre le dejó a usted lo poco que tenía —le hizo saber el abogado—, y es una suerte que su padre no lo haya podido tocar.

—¿Cuánto tengo? —preguntó Jacoba—. Su madre invirtió cincuenta libras en acciones del Gobierno, que, con los intereses acumulados, suman actualmente casi setenta —explicó el abogado—. Más debe usted comprender que, cuando esa cantidad se termine, ya no tendrá nada más.

—Entonces…, ¿qué debo hacer? —preguntó Jacoba. Según tengo entendido, usted recibió una buena educación— respondió el abogado, —por lo que no le será difícil encontrar algún empleo.

Se quedó pensativo por un momento antes de añadir:

—Es usted aún demasiado joven para colocarse como institutriz y…

* * *

Se detuvo.

Había estado apunto de decir «demasiado bonita» pero comprendió que sería un error.

Sabía muy bien que las institutrices jóvenes, a menudo, solían meterse en problemas con el padre o con un hermano mayor de los niños a quiénes cuidaban.

El abogado se había dado cuenta de que Jacoba no sólo era muy joven, sino también muy inocente.

Se preguntó qué clase de empleo le podría sugerir. Tendría que ser en alguna parte donde pudiera estar a salvo, y no a merced de algún hombre que la llevara a la ruina.

—Se me ocurre algo —insinuó después de unos momentos—. ¿Por qué no buscar una colocación como dama de compañía de alguna señora mayor? Según tengo entendido, entre la alta sociedad hay muchas que emplean lectoras cuando su vista ya no es muy buena, y también para que saquen a pasear a sus mascotas o para que organicen los libros de la biblioteca.

—Eso no parece ser muy agotador —comentó Jacoba— con una sonrisa.

—Todo depende de la persona para la que estés trabajando —respondió el abogado—. Algunas personas mayores pueden volverse difíciles o muy volubles.

Era obvio que hablaba por experiencia y Jacoba se rió más, inmediatamente dijo:

—Sería interesante ir a Londres. Yo he vivido aquí desde siempre y no he visto nada del mundo.

El abogado pensó que Londres podría resultar peligroso, pero en voz alta exclamó:

—Le diré lo que voy a hacer, ¡señorita Ford! Voy leer los anuncios que salen en los diarios para ver si en alguno se solicita una acompañante. Si no lo encontramos, pondré un anuncio yo y pagaré su costo.

—Es usted muy amable —dijo Jacoba—, y espero que si me encuentra un trabajo no le haga quedar mal.

El abogado pensó que la manera de expresarse de la muchacha era muy conmovedora.

Se trataba de un hombre mayor, muy experimentada y pensaba que, con la piel blanca y los ojos grises de ]acoba, era ésta una de las jovencitas más bonitas que jamás había visto.

Sus cabellos eran rubios con algunos destellos rojizos.

De alguna manera, se la veía diferente a las demás muchachas de su edad.

El abogado regresó a Worcester.

Durante el trayecto, se preguntó cómo pudo el honorable Richard Ford endeudarse de tal manera.

Siempre supo que lord Bresford era un libertino y un manirroto.

Sin embargo, su hermano Richard había sido un hombre sensato y respetable hasta la muerte de su esposa.

«Debió de haber pensado en su hija cuando se estaba divirtiendo en Londres con mujeres que sólo buscan el dinero de los hombres», pensó con enojo.

Se abstuvo de decirle a Jacoba que, entre las muchas cuentas que llegaron desde Londres, había algunas muy cuantiosas por concepto de joyas, pieles y ropa.

Regalos de su padre para alguna mujerzuela cautivadora con gustos muy caros.

* * *

Jacoba se preparó dos huevos para la cena.

Comió en la cocina sobre una mesa que estaba apoyada en ladrillos. El tablero de ésta se hallaba torcido. La silla sobre la que se sentó también había perdido el respaldo.

Afortunadamente, la estufa era de obra.

También quedaba un poco de carbón y bastante leña en la zona.

«Quizá pueda quedarme aquí bastante tiempo», pensó Jacoba, optimista mientras se comía los huevos «y posiblemente encuentre algo qué hacer en el área».

Sin embargo, no pudo imaginar a nadie que necesitara a una acompañante pagada.

Tres días más tarde, recibió un nuevo golpe. El señor Browlow acudió para comunicarle que habían recibido una oferta por la finca.

—¿Y… también… por esta casa? —preguntó Jacoba - Me temo que sí— respondió el abogado. —Usted comprenderá que la casa, originalmente, constituía parte de la finca, y mis socios insisten en incluirla como tal cuando se venda Wick House.

El abogado percibió la expresión de angustia en el rostro de Jacoba y añadió:

—Más también le traigo buenas noticias. Esta mañana vi en el periódico un anuncio que me pareció interesante.

—¿Qué dice? —preguntó Jacoba.

El señor Browlow había traído el periódico consigo Lo abrió y leyó:

—«Se solicita a señorita joven como acompañante para noble de edad residente en Escocia. Deberá tener excelente educación y estar dispuesta a adaptarse a las tierras altas. Enviar datos a Hamish McMurdock, Esq. Club White’s, Calle St. James. Londres).

Cuando el señor Browlow terminó de leer el anuncio Jacoba exclamó:

—¡Eso significaría que tendría que viajar a Escocia! —¿Le importaría?— preguntó el abogado.

—No… Por supuesto que no. Siempre he deseado conocer Escocia y estoy segura de que será… muy interesante.

El abogado también lo pensó así, ya que Jacoba estaría fuera del alcance de los jóvenes libertinos que podría encontrarse en Londres.

—Creo que merecería la pena contestar ese anuncio —sugirió.

—Lo haré de inmediato —decidió Jacoba—. Afortunadamente, no vendimos la tinta ni la pluma, así que iré a buscarlas.

Le sonrió cuando salió corriendo de la cocina y el abogado suspiró. «Es demasiado joven para tener que ganarse la vida, por sí sola», pensó «pero un noble ya mayor no deberá ser mucho problema».

Según tenía entendido, los escoceses eran un pueblo temeroso de Dios, que observaban los oficios sabatinos de manera muy estricta.

Ese día, visitaban la iglesia y cerraban las cortinas de sus casas para dejar fuera la luz del sol.

«Sin duda alguna, estará a salvo allí», se dijo el abogado, «y quizá encuentre aún hombre decente que se case con ella aunque no tenga un penique a su nombre».

Jacoba regresó con el tintero y una pluma.

El señor Browlow le dictó la carta, haciendo énfasis respecto a que había recibido una magnífica educación.

También le hizo expresar que ella estaría dispuesta a viajar a Londres para celebrar una entrevista con el señor McMurdock.

Sin embargo, y como no tenía empleo por el momento, éste debería pagarle los gastos del desplazamiento.

—¿No le parece que eso suena un poco impositivo? —preguntó Jacoba.

—Escúcheme, querida —dijo el señor Browlow—. Usted sólo tiene setenta libras, que son las que le separan del hambre. Cuando éstas se acaben, tendrá que salir a la calle a mendigar, o regresar aquí y esperar que alguno de los aldeanos se compadezca de usted.

—¿Cómo podría hacer eso? —protestó Jacoba—. Todos son muy pobres y la mayoría no disponen de espacio… ni para sus propios hijos.

—Entonces, no malgaste un chelín de su dinero —indicó el señor Browlow—. Guárdeselo para emergencias y procure que la gente le pague por lo que le pidan que haga.

—Supongo que el viaje a Escocia será muy costoso —señaló Jacoba.

—Naturalmente. Y, a menos que le paguen el pasaje, usted no podrá ir —comentó el señor Browlow.

Repitió su consejo varias veces mientras duró su entrevista con Jacoba y, cuando dejó a la muchacha, le recordó que debía obedecer sus instrucciones si recibía una respuesta de Londres.

Jacoba corrió hacia la aldea con la carta.

Se sentía entusiasmada ante la idea de viajar a Escocia.

No sólo porque era un país que ella siempre había deseado visitar, sino también porque a cada momento se hacía más deprimente estar tan sola en la casa vacía.

Sus únicos acompañantes eran su cama y la mesa de la cocina.

Recordaba lo bonita que era la casa cuando su madre vivía.

Diariamente cortaba flores del jardín para complacer a su padre. Luego las colocaba en el estudio, en el pasillo y en el salón.

Y su padre se mostraba, encantado.

Ahora, las habitaciones estaban vacías.

Había polvo por todas partes y en las paredes se advertía la huella de donde estuvieron colgadas las pintura.

Cada vez que miraba la chimenea, recordaba con dolor las figuritas de porcelana que la habían adornado.

Éstas significaron una parte muy importante entre sus fantasías infantiles.

«Me sentiré mejor cuando me aleje de aquí», se dijo Jacoba.

Pensó que el anciano querría que ella le hablara con voz suave y muy clara, así que se puso a practicar, leyendo en voz alta.

Como la habitación estaba vacía, su voz sonaba tétrica y hacía eco en las paredes.

Todos los días esperaba impacientemente la respuesta a su carta.

Ya casi había perdido las esperanzas y pensaba que tendría que pedirle al señor Browlow que volviera a revisar los periódicos, cuando llamaron a la puerta. ~ Estaba cocinando un huevo para el desayuno.

Tenía medio pan y un poco de mantequilla que había quedado del día anterior.

Y estaba retirando el huevo del agua hirviendo cuando se produjo la llamada. Jacoba corrió hacia el vestíbulo.

El cartero que la conocía desde hacía mucho tiempo, la saludó afectuosamente:

—Buenos días, señorita Jacoba: Aquí está la carta que ha estado esperando.

—¿Viene de Londres? —preguntó, impaciente, la muchacha.

—Así es —respondió el cartero.

Le entregó la carta y, por un momento, Jacoba se limitó a mirarla, con la esperanza de que fuera la que ella esperaba, y no otra cuenta de algún acreedor.

Entonces advirtió que estaba dirigida a ella, por lo que debería ser la respuesta anhelada.

El cartero aguardaba frente a ella.

Al igual que todos los demás habitantes de la aldea, sabía que Jacoba había enviado una solicitud para el puesto de acompañante de un anciano en Escocia.

En la aldea se la quería mucho y esperaban la repuesta con tanto interés como ella misma.

El cartero observó el rostro de Jacoba. Esta extrajo la carta del sobre y la leyó en silencio.

Acto seguido, lanzó una exclamación de alegría.

—¡Debo partir para Londres de inmediato! Incluso… me envían un billete de tren para el viaje.

—Ésas son muy buenas noticias, señorita Jacoba. Todos estamos deseando que le den el puesto y que viaje a Escocia, aunque esté muy lejos de casa.

—Debo marchar a Londres mañana a primera hora —indicó Jacoba—. Por favor, pregunte en la aldea si alguien va mañana hasta Worcester y si quiere acompañarme.

Calló por unos momentos antes de preguntar con ansiedad:

—¿Cree que habrá alguien? —Usted sabe que mañana es el día en que el señor Willy Hockey lleva los pollos y los huevos al mercado.

—Ah, claro está —recordó Jacoba—. ¿Quiere hacerme el favor de preguntarle si puedo ir con él? Supongo que el señor Goodman, de la oficina de Correos, sabrá qué trenes salen para Londres por la mañana.

—Eso se lo puedo decir yo —comentó el cartero—. Puede tomar el que sale a las nueve. No querrá llegar tarde.

—No, naturalmente —repuso Jacoba.

—Yo le diré a Willy que usted se irá con él —indico el cartero.

Y bajó los escalones.

Cuando llegó junto a la verja, se volvió para despedirse de la muchacha.

Él se encargaría de darle la noticia a los aldeanos.

Y así fue, ya que, más tarde, algunas mujeres llegaron hasta la casa para desearle buena suerte.

Todas querían ver la carta con sus propios ojos.

Sin embargo, lo que más conmovió a Jacoba fue que cada una le llevara algún regalo.

Una mujer le dio un pañuelo que había recibido en Navidad.

Otra, una bufanda de lana por si hacía mucho frío en Escocia.

Una tercera le llevó un amuleto que conservaba desde que era una niña.

Y todas en fin, se mostraron tan bondadosas, que Jacoba hubo de contener sus deseos de llorar.

Cuando las aldeanas se marcharon, subió a elegir lo que se pondría para el viaje.

Sabía que su padre le habría dicho que las primeras impresiones siempre son muy importantes.

Dudó entre un vestido que perteneció a su madre, que ya estaba un poco pasado de moda y otro propio.

El de su madre era de mejor calidad y había sido confeccionado por una buena modista de Worcester.

Era de color azul oscuro y tenía una chaquetita sobre una blusa muy bonita.

La falda, que se ensanchaba en la parte baja, estaba rematada con un bordado.

«Me pondré éste», decidió Jacoba.

Por supuesto, ignoraba que aquel color hacía que su piel se viera completamente translúcida.

También acentuaba las tonalidades rojizas de sus cabellos. Buscando, encontró un par de guantes en buen condiciones y un atractivo sombrerito.

«Si me ven muy elegante, quizá piensen que soy demasiado para el puesto», pensó a la mañana siguiente cuando ya se hallaba vestida.

Ya última hora estuvo a punto de cambiar de opinión y ponerse otra cosa.--

* * *

El granjero bajó los dos baúles.

Entonces, Jacoba se dio cuenta de que se estaba despidiendo de su hogar.

Se estaba despidiendo de todo cuanto había construido su vida.

Sin saber por qué razón, corrió hasta la habitación de su madre y abrió la puerta.

Había sido un dormitorio muy bonito, con una gran cama blanca.

Pero todos sus muebles fueron vendidos, incluyendo el gran tocador blanco y el lavabo de mármol.

Por un momento, a Jacoba le pareció que su madre le sonreía desde el lecho cuando ella abrió la puerta.

—Adiós, mamá —dijo en voz muy baja.

Y en ese instante supo que no era una separación Su madre estaba muy cerca de ella, ayudándola y protegiéndola.

Jacoba permaneció en la puerta durante unos segundos.

Le pareció percibir el aroma de las violetas que acompañó siempre a su madre.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y salió corriendo escaleras abajo.

Willy Hockey estaba colocando los baúles en la parte trasera de su carreta.

Éstos apenas cupieron entre su mercancía.

Jacoba tomó asiento junto a él y emprendieron la marcha, atravesando la verja abierta hacia el camino.

Cuando atravesaron la aldea, la gente se había congregado para despedirla.

—¡Buena suerte! ¡Qué Dios la acompañe! ¡Regrese pronto! —le gritaban a su paso.

Cuando llegaron al final de la aldea, Jacoba tuvo que secarse las lágrimas que le corrían por las mejillas.

—No se preocupe usted, señorita Jacoba —le dijo el granjero—. Si las cosas no salen bien y Escocia no es lo que usted espera, regrese a casa.

—Si lo hiciera…, ¿a dónde iría? —preguntó la muchacha.

—Algo encontraríamos —aseguró el granjero—. Aun que fuera una carpa en un patio. Siempre es mejor estar entre gente que la quiere.

La generosidad del aldeano hizo que a Jacoba le costara aún más el poder controlar las lágrimas.

Cuando llegaron a Worcester, ya se había sobrepuesto, y cuando la dejó en la estación y le cargó los baúles la joven le dio las gracias de manera muy sincera. —Cuídese mucho y no se meta en problemas— le dijo el granjero.

—Trataré de no hacerlo —replicó Jacoba.

—Y tenga cuidado en quién se confía —continuó ¿diciendo el aldeano—. Hay hombres y hombres.

—Tendré cuidado —prometió Jacoba.

El granjero se alejó y, cuando Jacoba entró en el andén, comenzó a sentir miedo.

Jamás viajó sola y lo había hecho en tren sólo dos o tres veces, siempre acompañada por su padre y a algún lugar cercano.

Ahora Jacoba no pudo evitar recordar que había sido un tren lo que le había matado.

«Quizá nunca llegue a Londres», pensó.

Entonces se dijo que estaba siendo demasiado fatalista Los informes en los diarios acerca de la muerte de su padre y su tío hicieron hincapié que eran muy pocos los accidentes mortales ocurridos desde el desarrollo de los trenes.

Pero cuando la máquina entró humeando en la estación, a Jacoba le pareció como un enorme animal.

Le costó trabajo no salir corriendo despavorida y optar por otra cosa que hacer.

Se le acercó un maletero y la preguntó:

—¿Viaja usted sola, señorita? —Sí…, sola.

—Yo le buscaré un asiento —se ofreció el empleado—, y será mejor que la ponga en el compartimento exclusivo para damas.

—Sí, por favor —agradeció Jacoba:

El maletero abrió la puerta de un compartimento) cuando Jacoba subió a éste le dijo:

—Pondré sus baúles en el carro de equipajes. Jacoba comprendió que debía darle una propina y, tras buscar en su bolsa, le entregó unas monedas.

El maletero le dio las gracias de una manera tan efusiva, que Jacoba se preguntó si no se habría excedido.

«Tengo que tener mucho cuidado con mi dinero, tal y como me lo recomendó el señor Browlow», decidió.

Tomó asiento en un rincón, consciente de la presencia de otras dos mujeres en el compartimento.

Una de ellas llevaba consigo una gran cesta cubierta con un paño a cuadros.

De pronto, Jacoba advirtió que no había recordado llevar con ella algo de comer.

Más, por lo que su padre le había comentado, supuso que el tren se detendría en varias estaciones durante el trayecto, por lo que podría comprar algo para mitigar el apetito.

De inmediato, decidió que aquello sería un exceso Cuando el jefe de estación hizo sonar su silbato y el tren se puso en marcha, Jacoba le dijo adiós con la mano al maletero que la había asistido.

Entonces, se dispuso a disfrutar del primer viaje largo que realizaba sola.

Pensó que pasaba de su mundo a otro muy diferente del cual ella no conocía nada y que, sin lugar a dudas le resultaba aterrador.