Capítulo 1
1878
Lady Odele Ashford, instalada con toda comodidad en un vagón privado enganchado al tren, pensó satisfecha que pronto llegarían a la estación cercana a Charl.
Mirando por la ventanilla del tren se la veía muy bonita con su elegante atavío de viaje y sus martas cebellinas. Era tan atractiva como aparecía en las fotografías que se exhibían en muchos escaparates y que la proclamaban como una de las grandes bellezas de la época.
Su rostro, en aquel momento, resplandecía de felicidad, pues recordaba lady Odele que vería al príncipe Iván de nuevo, y seguramente a solas, durante algunas horas al menos.
La carta que él le enviara le daba claras instrucciones: debía llegar a Charl antes que el resto de los invitados.
Al pensar en el rostro atractivo, los ojos oscuros y apasionados y el cuerpo esbelto y atlético del príncipe, lady Odele sintió que su corazón latía más de prisa.
Hacía tiempo que no tenía un amante tan apuesto, apasionado y, sobre todo, tan rico como él.
El príncipe Iván destacaba entre los más acaudalados miembros de la sociedad que rodeaba al príncipe de Gales en Marlborough House. Lady Odele había oído decir a su esposo que la fortuna de Iván Katinouski superaba a las de todos los demás juntas.
Pensar que la había elegido a ella entre todas las beldades que lo asediaban sin descanso, halagaba mucho a Odele.
Al invitarla a pasar unos días en Charl aquella semana, el príncipe Iván había elegido bien el momento.
Sin duda debía haberse enterado de que Edward Ashford, cuya única y verdadera afición eran los caballos, asistiría a las carreras en Doncaster, y si bien era probable que se reuniera con su esposa cuando terminaran, eso les permitiría pasar dos o tres días juntos.
Odele se preguntó qué tenía Iván que lo hacía tan irresistible y mucho más interesante que cualquiera de los apuestos ingleses con quienes ella se reunía, noche tras noche, en Marlborough House y en todas las demás mansiones donde sin cesar se ofrecían fiestas en honor del príncipe de Gales.
Seguramente se debía en parte a su ascendencia rusa, aunque la mitad de su sangre era inglesa.
Iván era tan inteligente, que hasta los más distinguidos hombres de estado reconocían su pericia con respecto a la política.
También se le escuchaba con respeto en lo concerniente a muchos otros temas cuando los caballeros permanecían a la mesa después de la cena, a fin de disfrutar de su oporto mientras las damas abandonaban el comedor.
Era un jinete extraordinario, y su buen juicio en cuanto a los caballos le hacía ganar todas las carreras importantes, provocando la envidia del enfurecido Edward Ashford y otros miembros de los clubes hípicos.
Pero, sobre todo, había algo misterioso en él que intrigaba a las mujeres, pese a que ninguna era capaz de comprenderlo.
Odele experimentaba una emoción casi infantil ante la perspectiva de llegar a Charl.
El tren aminoró la marcha y la joven lady pudo ver que entraban en la estación.
Como esperaba, los sirvientes y el secretario particular del príncipe estaban allí para darle la bienvenida.
Habían extendido una alfombra en el andén, y Odele sabía que fuera le esperaba un cómodo carruaje tirado por cuatro magníficos caballos que la llevarían al castillo a una velocidad vertiginosa.
El tren se detuvo, pero Odele no se movió hasta que la puerta fue abierta por el secretario, el cual le hizo una reverencia, y su doncella emergió del vagón contiguo.
Ostentando la sonrisa con que conseguía esclavizar a quien se le antojaba, lady Ashford bajó al andén.
—Bienvenida a Charl, señora —dijo el secretario del príncipe, el señor Brothwick.
—Gracias —sonrió y avanzó sobre la alfombra roja con la gracia de un cisne.
Se percató de que la gente se asomaba a las ventanillas del tren, ansiosa de contemplar a una de las más renombradas bellezas de Inglaterra.
Como nunca defraudaba al que, en secreto, llamaba «mi público», se volvió de forma deliberada para indicar algo a su doncella que la seguía a corta distancia, con el fin de que los curiosos pudieran admirar su cutis blanco y rosado, sus ojos azules y su rubia cabellera.
—¿No olvidaste mi joyero, Robinson?
Era una pregunta fútil, ya que la doncella lo llevaba en las manos.
Mientras la formulaba, Odele lanzó una mirada al tren, como si nunca lo hubiera visto antes, y quedó sumamente complacida por las exclamaciones de admiración que provocó.
Salió de la estación y los sirvientes le ayudaron a abordar el lujoso carruaje que aguardaba.
Era un viaje de solo tres kilómetros hasta Charl y, al llegar, Odele no se inclinó, como lo hacían cuantos visitaban el castillo por primera vez, para admirar desde la ventanilla sus cientos de ventanas que relucían al sol y su imponente torre donde ondeaba una bandera.
Ella conocía Charl desde muchos años atrás.
Como le tenía afecto a lord Charlwood, a cuya familia pertenecía el castillo desde hacía cuatro siglos, se había alegrado de que Iván lo comprara y gastara una fortuna en restaurarlo.
Aunque había sido duro renunciar a algo que significaba tanto para su familia, el dinero obtenido por el castillo permitió al sexto lord Charlwood y a su esposa continuar su alegre vida social sin endeudarse por ello.
Charl, una de las mansiones más grandes de Inglaterra, era el ambiente perfecto para el príncipe Iván, pensaba Odele. Antes se había preguntado muchas veces por qué, si él pasaba tanto tiempo en el campo, donde nació su madre, no tenía su propia residencia campestre, cuando poseía casas en casi toda Europa, un palacio en Venecia, un castillo en Francia, un pabellón de caza en Hungría y una villa en Montecarlo, donde Odele ya había decidido hospedarse en la primavera próxima…
Más, por el momento, sabía que Iván planeaba varias partidas de caza para divertir al príncipe de Gales y también estaba segura de que ofrecería numerosas fiestas, en las cuales ella brillaría como una estrella.
Estaba tan inmersa en sus pensamientos, que casi no se dio cuenta de que el carruaje se aproximaba a la escalinata del castillo. Al mirarse en el espejito que llevaba en el bolso, notó que su nariz no necesitaba polvos y que sus labios estaban tan rojos como debían.
Al moverse para bajar despedía una exquisita fragancia francesa y el ramillete de orquídeas que el príncipe le había enviado con el carruaje destacaba ahora sobre su capa de marta cebellina.
Seis lacayos la esperaban en formación y el mayordomo, que por su expresión solemne parecía un arzobispo, la recibió en el vestíbulo.
—Bienvenida de nuevo a Charl, milady —dijo con la misma sinceridad con que la había saludado el señor Brothwick.
—Gracias, Newton. Es maravilloso estar otra vez aquí.
—Su alteza la espera en el salón azul.
Odele sonrió para sus adentros.
Aquél era el salón privado del príncipe, donde ningún invitado podía entrar, a menos que se le pidiera especialmente.
Mientras se dirigía al lugar indicado, se alegró de que estuvieran a principios de octubre, pues como no hacía mucho frío podía lucir un vestido de viaje ligero.
El que llevaba, acompañado de sus famosas martas, era de una tela que se ceñía a su espléndida silueta, realzándola.
Un hombre muy rico que la amó con pasión le había regalado aquellas pieles, pero más costosos aún serían la capa y el manguito de chinchilla que se proponía pedirle a Iván como regalo.
—Lady Odele Ashford, su alteza —anunció Newton.
El príncipe, que leía un periódico, se puso en pie al verla entrar y el corazón de Odele aceleró sus latidos.
Le sucedía siempre cada vez que el príncipe la miraba con sus ojos oscuros, que podían brillar con el fuego de la pasión o parecer cínicos y burlones. Eran unos ojos que parecían penetrar hasta los más íntimos secretos del alma femenina.
—¡Iván! —Sonó la voz de Odele en una exclamación de alegría.
Él se le acercó y, con una gracia que no era en absoluto inglesa, tomó una de sus manos y se la llevó a los labios.
Su boca rozó el guante de forma convencional; pero después, manteniéndola cautiva con los ojos, le quitó la suave prenda y le besó la palma desnuda de la mano.
Ella se estremeció al sentir el cálido contacto. Iván la condujo al sofá colocado frente al fuego y se sentó a su lado.
—¿Cómo estás? ¿Has tenido buen viaje? ¿Te atendieron bien?
Hablaba con voz profunda y seductora, mientras su mirada la recorría captando hasta el más mínimo detalle.
—Todo ha sido perfecto, como siempre que tú lo organizas.
—¡Estás preciosa!
Era lo que ella deseaba escuchar y le sonrió halagada. Lo que más impresionaba de Iván era que se portaba de un modo muy diferente a los demás hombres. Otro, en su lugar, ya la estaría besando y acariciando.
Era muy controlado y, como sabía esperar el momento de la pasión, éste era más excitante cuando al fin se desataba.
—¿Por qué querías que llegara antes que el resto del grupo? —preguntó Odele.
—Deseaba verte —fue la respuesta del hombre.
Ella lanzó un suspiro de satisfacción.
—Tenemos por lo menos dos días y aún después, tal vez encuentre Edward algo de cuatro patas que lo entretenga más que yo.
El príncipe rió.
—En ese caso seremos muy felices juntos. He preparado muchas diversiones para mis huéspedes; aunque, como sabes, lo único que me divertirá a mi eres tú.
—¡Mi querido Iván! —exclamó ella, afectuosa—. Es lo que esperaba oírte decir.
—Supongo que querrás cambiarte. Tomaremos aquí el té y después deseo hablar contigo.
Odele levantó una ceja, intrigada.
—¿Hablar?
—Después del té.
Iván se puso en pie y Odele comprendió que era inútil insistir: se haría todo como él deseaba.
Uno de los rasgos más sobresalientes del príncipe Katinouski era que daba órdenes a las mujeres y ellas le obedecían. Se trataba de un hombre que sabía con exactitud lo que deseaba y no permitía que nadie alterase sus planes.
La acompañó hasta la puerta. Fuera la esperaban para escoltarla a su habitación, donde su doncella ya deshacía el equipaje.
Casi una hora más tarde, Odele regresó al salón ataviada con un precioso vestido que el gran Frederick Worth había diseñado especialmente para ella, con un polisón en cascada de satén fruncido y volantes de chifón que le daban el aspecto de una exótica ave del paraíso.
La rubia cabellera destacaba los rasgos clásicos de su rostro y el rizado flequillo semejaba una ola sobre sus arqueadas cejas.
Consciente de su belleza, se dirigió hacia la mesa del té. Iván, de pie junto al fuego, la observaba con admiración.
«Me ama», se dijo complacida.
Tal como esperaba, el dormitorio que le habían asignado se encontraba en el mismo ala del castillo que las habitaciones de Iván.
Sirvió el té, orgullosa de la oportunidad de lucir sus bellas manos de largos y blancos dedos.
—Tu té es el mejor que he probado; pero, en realidad, todo lo que te concierne es excelente y nadie puede negarlo.
—Así es como deseo que sea. Pensaba precisamente, mientras te acercabas, que nadie en Inglaterra tiene tu belleza y tu gracia.
Odele sonrió.
—Dudo que el príncipe de Gales esté de acuerdo. Parece hechizado por la señora Langtry.
—Lo sé. Su alteza real y Lillie llegarán mañana.
—No me dijiste que fuera una reunión con la realeza.
—Tampoco dije que no lo fuera.
—Por supuesto, me alegra que vengan. Me agrada la señora Langtry, pese a que la mayoría de las mujeres están celosas de ella.
Odele miró a su amante con los ojos entornados y añadió:
—Claro que yo también me sentiré muy celosa, Iván, si te parece más atractiva que yo.
Él no contestó que tal cosa era imposible. Se limitó a sonreír enigmático y Odele continuó:
—Me consolará saber que casi todas las mujeres que te han atraído son rubias. Como siempre, los opuestos se atraen.
Al decir esto miraba Odele la brillante cabellera negra del príncipe y pensó que, aunque fuera inglés por parte de madre, parecía completamente ruso.
—Ahora deseo hablar contigo, Odele —manifestó Iván—. Necesito tu ayuda.
—¿Mi ayuda? —Se sorprendió Odele. Mientras se cambiaba, se había estado preguntando de qué querría hablarle, pero por mucho que se esforzó no pudo adivinarlo.
Aunque le había pedido que llegara pronto para estar a solas, no suponía que se debiera a que deseaba cortejarla antes que llegara el resto de los invitados.
No era necesario, ya que contaban con toda la noche para ellos.
Por lo tanto, estaba segura de que no era nada referente a su relación amorosa.
—Sabes, querido Iván, que si puedo ayudarte lo haré, pero no imagino en qué. Has despertado mi curiosidad.
—Te lo diré. Como sabes, Odele, considerando lo mucho que significamos el uno para el otro, eres la única persona a quien pediría ayuda en este asunto tan particular.
Odele lo miró con sus grandes ojos azules.
Él, tras una pausa durante la cual pareció que buscaba las palabras adecuadas, se decidió por lo más escueto y directo:
—Mi mujer murió la semana pasada.
Odele se sobresaltó. Como todo el mundo, había olvidado la existencia de la esposa del príncipe.
Jamás se la mencionaba, pero Odele sabía que era húngara y que muchos años antes, poco después de la boda, había sufrido un accidente montando a caballo.
El príncipe jamás hablaba de ella, pero se decía que estaba loca y encerrada en una clínica de Hungría.
—Por supuesto, ha sido un alivio misericordioso —dijo el príncipe con voz suave—. Durante años no reconoció a nadie y está de más decir que ni los familiares más cercanos lamentarán su muerte.
—Así que estás libre —observó Odele.
Por su mente cruzó la idea de que tal vez el príncipe le hiciera una proposición matrimonial.
Pero comprendió que era ridículo.
Por muy disoluto que fuera su comportamiento, existía un mandamiento que todos los miembros de la alta sociedad obedecían, una regla inflexible:
«¡No debe provocarse ningún escándalo!».
Por eso aunque Iván se arrodillara y le ofreciera su amor y todo cuanto poseía, Odele lo rechazaría sin titubear un instante.
Por mucho que amara a un hombre, y amaba a Iván como jamás había amado a nadie, el lugar que ocupaba en sociedad era más importante para ella.
Edward no sólo era, en muchos aspectos, un marido amable y generoso, sino también uno de los amigos favoritos del príncipe de Gales y miembro destacado de los mejores clubes.
Dejarlo significaría el ostracismo social y renunciar a su importante posición en la vida. Nadie, ni siquiera Iván, podría compensarla por esa pérdida.
—Como dices, estoy libre y he tomado una importante decisión —habló él de nuevo—. Y precisamente por eso quiero que me ayudes, Odele.
—¿Qué decisión has tomado?
—Debo casarme nuevamente.
Así que pensaba en el matrimonio…
Odele contuvo el aliento y se preguntó cómo podría rechazar su proposición sin perderlo.
—Como sabes —continuó Iván—, no tengo hijos. Mi mujer esperaba uno cuando ocurrió el accidente. Lo perdió y eso fue causa de la locura que amargó el resto de su pobre vida. Ahora deseo un heredero y, si es posible, otros hijos que hereden mi fortuna y brinden un nuevo interés a mi existencia.
Odele no sabía qué decir y optó por escuchar en silencio.
—Lo he meditado bien —prosiguió Iván— y me doy cuenta de que, entre las mujeres que conozco, no hay jóvenes de la edad adecuada.
—¿Qué edad es ésa?
—Deseo que la madre de mis hijos sea una muchacha inocente.
Odele lo miró asombrada.
«¡Una muchacha inocente!». ¡Qué extrañas sonaban estas palabras en boca de un hombre que había cobrado notoriedad en toda Europa por sus amoríos!
—En ese caso habrá de ser muy joven —observó.
—Exacto.
—Una jovencita a punto de convertirse en mujer.
—Así es la persona que tengo en mente.
—¿Quieres decir que ya la has elegido?
Él negó con la cabeza.
—Ése es el problema. Sé con exactitud lo que deseo, Odele, pero no conozco a ninguna jovencita. Parecen no existir en mi mundo lleno de bellezas mundanas como tú.
Odele lanzó un suspiro de alivio. Ahora comprendía por qué Iván acudía a ella en busca de ayuda.
—¿Deseas casarte con una inglesa?
—Como sabes, las inglesas me parecen muy atractivas. —Iván le dirigió a Odele una mirada muy significativa—. Me gusta el orgullo y el control de sí mismas que poseen las inglesas de buena cuna, cosa muy difícil en encontrar en otros países.
—Tú también tienes sangre inglesa.
Odele sabía que Iván estaba muy orgulloso de su parte inglesa y que, como su padre, se había alejado por completo de todo lo ruso.
El finado príncipe Katinouski, después de reñir con el zar, había abandonado San Petersburgo para dirigirse a la Europa occidental y no regresar nunca.
En Inglaterra se casó con la hija del duque de Warminster y su único hijo, Iván, recibió una educación típicamente británica, con estudios en Eton y Oxford. Los impulsos de su sangre rusa y su gran fortuna lo convirtieron en buscador de todos los placeres, la gente empezó a hablar de Iván Katinouski como si fuera un personaje de Las Mil y una Noches.
Sus fiestas en París, sus extravagancias en Italia, sus carreras de caballos en Inglaterra…, todo ello había contribuido a crearle una leyenda digna de un príncipe de cuento.
Pero era inevitable que la gente hablara, sobre todo, de sus amantes.
Las mujeres lo asediaban frenéticas y enloquecían por él hasta el punto de arriesgar su reputación, en cuanto Iván posaba en ellas sus ojos oscuros.
—Supongo que una esposa inglesa te vendría bien —comentó Odele con cierta duda.
Se preguntaba cómo podría lidiar una jovencita inglesa, si ella misma no podía, con las muchas y extrañas facetas que conformaban el carácter del príncipe.
Aunque le amaba, jamás podría jurar que lo conocía como hombre.
Había muchos rincones secretos en su alma y oscuras profundidades de su carácter que la abrumaban sólo con pensar en ellas.
—Tal vez una joven de otra nacionalidad fuese más adecuada —aventuró, más ya al decirlo se dio cuenta de que era un absurdo.
¿Qué importaba que la esposa de Iván no le comprendiera, si sólo se le pediría que le diera hijos?
No le sorprendió la contestación de su amante:
—Sé lo que quiero, Odele. Necesito que me encuentres una joven inglesa; de buena familia, por supuesto, para que me dé hijos y llene la parte de mi vida que ha estado vacía durante todos estos años.
—Iván, ¿te ha faltado algo? Siempre creí que tu vida era plena, perfecta…
—Tanto como era posible; pero siempre, en el fondo, estaba la imagen de la esposa con la que estuve realmente casado solo seis meses.
No necesitaba decir más. Incluso Odele, con su limitada imaginación, pudo percatarse de lo que significaba la existencia de una pobre mujer loca que llevaba su apellido y permanecía internada en Hungría mientras él se paseaba solo por el mundo.
Ninguna de sus múltiples mansiones, sin esposa y sin hijos, podía ser para él un verdadero hogar.
—Por supuesto que te ayudaré, Iván —afirmó Odele—. Dime con exactitud lo que quieres y haré todo lo que esté de mi parte para conseguírtelo.
Al mismo tiempo pensaba que, de esa manera, podría retenerlo.
En la sociedad a la cual pertenecían, muchas esposas permanecían en el hogar, diligentes y virtuosas, mientras el esposo se divertía.
Si Iván decidía casarse con alguien como ella misma, Odele sentiría unos celos espantosos, porque en ese caso temería que la esposa la suplantara en su afecto.
Pero una jovencita a quien sólo se le pidiera que le diera hijos no entorpecería su relación, tal como sucedía con Edward, que jamás interfería en su comportamiento, siempre y cuando fuera discreto.
—Creo que sé lo que deseas —añadió—: una joven de muy buena familia y, supongo, bonita.
El príncipe sonrió.
—No soportaría ver un rostro insípido todos los días a la hora del desayuno. Si, Odele, tendrá que ser bonita, aunque no espero que sea tan bella como tú.
—Muy bien, pensaré en las debutantes de este año. Debe de haber alguna…
Se detuvo de pronto y exclamó enseguida:
—¡Por supuesto! ¡Conozco a la joven que necesitas! No sé cómo no pensé antes en ella.
—¿Quién es?
—Mi sobrina, Charlotte Storr.
El hermano de Odele era el conde de Storrington.
La familia Storr era de encumbrado linaje, ya que sus miembros habían desempeñado papeles de importancia en la historia inglesa desde los tiempos de Enrique VIII.
Habían servido en la marina y el ejército, así como en el Parlamento, y muchos de ellos fueron condecorados por méritos propios. Todas las condesas de Storrington eran por herencia damas de honor de la reina, así como los condes ocupaban un puesto relevante en la Casa Real.
—¿Por qué nunca había oído hablar de tu sobrina? —se interesó Iván.
—Charlotte debía haberse presentado este año en sociedad; pero mi cuñada estaba de luto por la muerte de su madre, así que se quedó en casa, aunque ya cumplió los dieciocho años. Y es muy bonita, por cierto.
—¿Cómo tú?
—Se me parece un poco. La mayoría de los Storr tenemos ojos azules y cabello rubio. Sin duda, Charlotte reúne los requisitos de pureza e inocencia que esperas hallar en tu esposa.
Iván lanzó un suspiro de alivio.
—Dispón lo necesario para que nos conozcamos —dijo—. Podemos formar otro grupo de invitados dentro de quince días. Juntos prepararemos la lista de huéspedes.
Tomando entre sus manos una de Odele, añadió:
—Y ahora hablemos de nosotros.
Ella, estremeciéndose cuando la besó la mano, sonrió seductoramente.
—¡Muy buen tiro, Shane! —aprobó el vizconde.
—A mí también me complace —respondió el honorable Shane O’Derry, su compañero—, pero creo que tú no estás en buena forma, Richard.
—Se debe a que anoche me excedí con el oporto —confesó el vizconde—, pero después de nuestra caminata me siento mejor que esta mañana.
—También yo —sonrió Shane O’Derry, y ambos se dirigieron a Storrington Park.
Parecían hermanos, aunque no había parentesco entre ellos. Eran amigos íntimos desde la escuela primaria y ahora, y después de haber terminado juntos la universidad, se disponían a disfrutar de la alegre vida social londinense.
Era sencillo para el vizconde, a quien su padre concedía una generosa pensión. Shane, en cambio, pocas veces tenía dos guineas en el bolsillo.
Hijo segundo del conde de Dunderry, un arruinado noble irlandés que sólo disponía de un castillo a punto de derrumbarse y una magra renta de sus empobrecidos arrendatarios, el futuro del honorable Shane O’Derry habría sido sombrío de no ser porque su amigo Richard estaba dispuesto a compartir con él cuanto poseía.
Sus conocidos les llamaban «los inseparables».
Riendo de un chiste que se habían dicho, corrieron escalera arriba hasta el aposento de Richard.
El saloncito estaba desordenado y repleto de trofeos deportivos, raquetas de tenis, palos de golf y otros objetos variopintos, algunos diseminados por el suelo, ya que no había otro sitio donde colocarlos.
En ocasiones, la condesa daba instrucciones para que el cuarto se ordenara; pero en cuanto se descuidaba, todo volvía a estar como antes, hasta que finalmente abandonó la inútil tarea de imponer orden y método a su hijo.
—Debo decir que me he divertido mucho —comentó Shane—, pero tengo una sed espantosa.
—Pediré algo.
Richard fue a tirar del llamador y agregó:
—Está roto. Iré a llamar a alguien para que venga a atendernos.
Salió de la habitación y Shane se acercó a la ventana para admirar el parque de viejos robles y el bien cuidado jardín.
Oyó que alguien entraba, pero como pensó que era su amigo no se volvió, hasta que oyó una voz femenina decir:
—¡Shane!
De inmediato se volvió. Ante él había una jovencita.
—¡Charlotte!
Ella corrió a arrojarse a sus brazos, exclamando angustiada:
—¡Shane, Shane!
—¿Qué ocurre? ¿Qué te ha perturbado así?
—No… no puedo decírtelo… ¡Oh, Shane, creo que se me romperá el corazón!
—Debes decírmelo: ¿qué es? —insistió Shane.
La abrazó con fuerza y aunque ella ocultaba el rostro en su hombro, Shane advirtió que lloraba.
La besaba suavemente en el cabello cuando volvió a entrar Richard.
—Le dije a un lacayo que… —empezó a decir y, al ver a su hermana en brazos de Shane, añadió—: ¿Qué ocurre?
—Es lo que trato de averiguar —contestó Shane—. Charlotte está muy trastornada.
—Que no vaya a veros mamá así —les advirtió Richard.
Su hermana levantó el rostro del hombro de Shane.
—Mamá está abajo en el salón y yo… he subido a deciros… lo que sucedió.
Las lágrimas arrasaban sus ojos azules y le resbalaban por las pálidas mejillas.
—Ven y siéntate —sugirió Shane con ternura—. Cuéntanos lo que pasa.
—No seas llorona, Charlotte —le reprochó su hermano.
—¡Tú también llorarías si estuvieras en mi lugar! —replicó airada Charlotte.
Shane la había conducido a un sillón junto a la chimenea y le enjugó los ojos con su pañuelo.
Su ternura provocó en ella un llanto más intenso, pero después Charlotte trató de contener las lágrimas, se aferró a la mano de Shane y dijo con voz entrecortada.
—Mamá ha recibido una carta de… de tía Odele. ¡Me ha encontrado… marido!
—¿Marido? —exclamó el joven vizconde—, ¡Dios santo, pero si ni siquiera te han presentado en la corte!
—Sí, ya lo sé, pero… tía Odele escribe que soy la joven más afortunada del mundo… y que toda la familia debe dar gracias a Dios de rodillas por la oportunidad que se me ofrece.
—¿Pues quién es el pretendiente? ¡Ni que fuera el príncipe de Gales! Pero él está casado.
Richard notó que su amigo Shane se había puesto muy pálido y miraba a Charlotte con expresión de intenso sufrimiento.
Era el único en la casa al tanto de que Charlotte y Shane estaban enamorados desde hacía varios años.
Le parecía inevitable y natural que se quisieran ya que eran dos personas por quienes sentía el más profundo cariño.
Pero ahora, por primera vez, comprendió las trágicas consecuencias que les acarrearía su amor.
Sin duda se esperaría que Charlotte hiciera lo que su madre consideraba «un buen matrimonio».
Shane, como hijo segundo y sin dinero, de ningún modo sería considerado un pretendiente adecuado.
—¿Con quién propone tía Odele que te cases? —preguntó Richard a su hermana.
—¡No haré lo que dice! —exclamó Charlotte—. Nadie conseguirá que me case con un hombre que no sea Shane. Pero mamá está entusiasmada y sé que también papá lo estará cuando ella se lo diga.
Las lágrimas volvieron a correr por su rostro.
—¡Oh, Shane, sálvame, sálvame!
Shane se arrodilló a su lado y la abrazó, pero en aquel momento Richard oyó que el lacayo se acercaba a la puerta.
—¡Cuidado! —avisó en voz baja.
Shane se puso en pie con rapidez y Charlotte volvió el rostro hacia la chimenea para ocultar las lágrimas a la mirada del sirviente.
—Gracias, James —dijo el vizconde mientras recibía los dos vasos de sidra—. Puedes retirarte.
Al cerrarse la puerta, advirtió:
—Debéis tener cuidado. Si algún criado le va a mamá con el cuento de que te ha visto llorar sobre el hombro de Shane, lo enviarán de regreso a Irlanda en el próximo barco.
—Tendré cuidado —prometió Charlotte—, pero si se empeñan en que me case con ese hombre horrible elegido por tía Odele ¡juro que me mataré!
—No hables así, cariño —intentó tranquilizarla Shane con voz compungida.
Charlotte cogió su mano como se aferra un náufrago a una tabla para no ahogarse.
—¿Quién es él? —preguntó de nuevo su hermano.
Por un momento, Charlotte pareció incapaz de contestar. Al fin, con los ojos fijos en Shane y voz apenas audible, repuso:
—El príncipe Iván Katinouski.
Ambos amigos se miraron estupefactos, hasta que Richard logró decir:
—No lo creo. Es imposible. ¡Tiene que ser una broma!