Capítulo 6
LAURA caminaba con lentitud por el boulevard de la Madeleine, con Marie a su lado. No hablaba y Marie respetaba su silencio.
Le pareció que había pasado un siglo desde que salieron de Londres, para volver a París a toda prisa y esconderse de nuevo, como Laura lo había hecho toda su vida.
Aun ahora, después de varios días de tratar de reajustarse a sus antiguas costumbres, no podía pensar en el príncipe sin que sus ojos se llenaran de lágrimas y sus labios temblaran.
«¿Por qué no hice lo que él me pedía?», se había preguntado una y otra vez en la oscuridad de la noche.
Cuando salió a toda prisa de la casa de Lord Marston y pidió al lacayo de servicio en el vestíbulo que le consiguiera un carruaje de alquiler, era una niña que buscaba la ayuda de la mujer que la había cuidado siempre.
El carruaje había llegado a la casa de huéspedes de Islington, y como recordó que no debía alterar a Andy se preguntó, desesperada, qué razones podía darle para explicar su retorno a casa.
Al llegar subió corriendo a la habitación de Andy y cuando estuvo ante la puerta se obligó a sí misma a abrirla con suavidad y a entrar con aparente calma.
Andy no estaba dormida. Volvió la cabeza, esperando sin duda que se tratara de Marie, y al ver a Laura exclamó:
—¿Por qué estás aquí? ¿Por qué has vuelto?
Escogiendo con mucho cuidado sus palabras, Laura avanzó hacia la cama y se arrodilló junto a ella.
—Vine a pedir… tu consejo… Andy querida —dijo con voz suave.
—¿Mi consejo? —repitió la señorita Anderson.
—No sé qué hacer, ni qué sería lo correcto.
Su actitud era tan infantil y tan patética que, instintivamente, la señorita Anderson había extendido una mano para tomar la de Laura.
—Estás preocupada y asustada —susurró como si hablara consigo misma— y no era eso lo que yo quería.
—No puedo… consultar esto con… nadie más que contigo. —¿Consultarme qué?— preguntó la señorita Anderson, aunque sabía la respuesta.
—Lord Marston me dijo que tú querías que me… casara con él —explicó Laura con lentitud— pero no puedo hacer… eso, Andy.
—¿Por qué no?
—Porque no lo amo y él no me ama a mí. Sé lo mucho que papá amaba a mamá. Cuando hablaba de ella su amor parecía vibrar en cada una de sus palabras. Y tú me has dicho que ella lo amaba a él de ese modo.
Laura tomó la mano de Andy entre las suyas.
—¿Cómo puedo… casarme con Lord Marston, o… con cualquier otro hombre… a menos que lo ame así?
—Tienes que estar a salvo, queridita —contestó la señorita Anderson, pero su voz no parecía muy segura.
—Tú no querrías verme desventurada o… temerosa.
—Lord Marston es un caballero. El cuidaría de ti.
—El no me ama como… el príncipe.
—El príncipe no puede ofrecerte matrimonio —replicó terminante la señorita Anderson.
—Lo entiendo. Pero… ¿sería malo que yo… me quedara al lado de él… como quiero… hacerlo?
—Ni tu padre ni tu madre me perdonarían si eso sucediera —contestó la señorita Anderson y ahora había un claro dolor en su voz.
Laura levantó hacia ella los ojos, oscurecidos por el sufrimiento.
—Entonces, ¿qué debo hacer? —preguntó – Tú siempre has sido muy sabia y siempre has cuidado de mí. Dímelo, Andy, porque no puedo… decidir por mí misma.
Por un momento la señorita Anderson no se movió y luego dio una orden:
—Llama a Marie y a Serge… ¡volvemos a París!
Desde ese momento la señorita Anderson ignoró todas las protestas y argumentos de Laura.
Sostenida por las gotas que le recetara Sir George Lester, unos tragos de coñac y su férrea voluntad, la señorita Anderson había iniciado el pesado viaje de regreso a París a las siete de la mañana del día siguiente, bajo la vigilante mirada de Laura, Marie y de Serge.
Cuando llegaron a París parecía más muerta que viva; aunque, como de costumbre, seguía ejerciendo su autoridad.
—¿Le digo al cochero que nos lleve a nuestra casa?. —preguntó Laura, en cuanto instalaron a la señorita Anderson en un carruaje de alquiler. Serge estaba muy ocupado apilando el equipaje en lo alto del vehículo.
—¡No! —contestó ella— Vamos a casa de madame Albertini. Laura se sintió sorprendida, pero no podía discutir con la señorita Anderson en las condiciones en que ésta se encontraba en aquellos momentos.
De algún modo, la señorita Anderson había logrado reunir suficientes fuerzas para explicar a madame que necesitaban su ayuda y le pidió que las acogiera en su casa y cuidara de Laura, porque no había nadie más que pudiera hacerlo.
La señora Albertini se mostró muy asombrada al verlas.
—¿Cómo pudiste marcharte de ese modo? —preguntó a Laura – Como no llegaste al teatro el lunes, el dueño y el gerente vinieron a verme y tuve que convencerlos de que yo no sabía nada de ti.
—Lo siento, madame —repuso la señorita Anderson con voz cansada— Laurita le explicará por qué nos fuimos.
Hubo una pausa antes y Laura había dicho con voz baja:
—Fue porque… el Príncipe Iván Volkonski iba a dar una… fiesta para mí y Andy no… quería que yo asistiera a ella.
—¡Oh, la la! —exclamó la mujer— Ahora entiendo. El: príncipe tiene una reputación terrible. Y todas las noches había tomado el palco real para verte bailar.
Se había echado a reír y lanzó un melancólico suspiro.
—Así que por eso te fuiste. Debí haberlo sospechado. ¡Siempre es el amor!
Ahora, ella y Marie dieron vuelta por el boulevard de la Madeleine hacia la callecita lateral, donde vivía madame Albertini en una alta casa gris con persianas de madera, idéntica a las demás de la misma calle.
Laura abrió la puerta, porque Marie llevaba una cesta de comestibles y otros paquetes de compras.
Al entrar en la casa, Marie se dirigió a la cocina y Laura subió por la escalera, hacia el pequeño dormitorio donde había instalado a la señorita Anderson desde la noche en que llegaran a París.
Oyó voces aun antes de abrir la puerta y advirtió que la señora Albertini hablaba, con su voz un poco chillona, con Andy, quien estaba recostada en los cojines y la escuchaba con atención.
—¡Ah, ya llegaste, Laura! —exclamó la señora Albertini al verla entrar— Estaba diciendo a la señorita Anderson que, a pesar de la forma en que te portaste, el teatro está ansioso de que formes parte de su nueva producción.
—No puedo hacer nada hasta que Andy se mejore —contestó Laura.
Sus ojos se encontraron con los de la señora Albertini y ambas comprendieron que no era cuestión de esperar a que Andy se mejorara, sino a que muriera; pero, de todos modos, no se la podía dejar sola hasta que eso sucediera.
—Me imaginé que ibas a decir eso —exclamó la señora Alberti— ni con voz alegre – Pero no hay prisa. Puedes tomar el tiempo que quieras. Sólo quiero asegurarte que el Teatro Imperial no es el único que desea que trabajes para él.
Ansiosa de cambiar de tema, Laura extendió el periódico que llevaba en la mano.
—Aquí está La Presse, que me pidió usted que le comprara —dijo a la señora Albertini.
—¡Buena chica! Me alegro que te hayas acordado. Me encantan los chismes que publica este periódico. Por ejemplo, ayer me enteré de que tu admirador, el príncipe, ha vuelto a su mansión en los Campos Elíseos.
Laura se quedó inmóvil. Miró temerosa hacia Andy, pero la enferma no parecía haber escuchado. Tenía los ojos cerrados y las mejillas casi tan blancas como las almohadas en que se recostaba.
A toda prisa, para no hablar más del príncipe, Laura comentó:
—Las noticias de hoy son horribles. Todos los periódicos traen grandes encabezados con la noticia de que el Gran Duque Frederick, monarca de Krasnick, fue asesinado por un anarquista.
—¡Estos anarquistas! —comentó madame Albertini con desprecio— ¡Se han convertido en una verdadera amenaza! Uno nunca sabe qué monarca será…
La interrumpió una voz desde la cama.
—¿Quién dijiste que… fue… asesinado, Laura?
—El Gran Duque Frederick de Krasnick. Se dirigía a…
—Déjame ver —la interrumpió la señorita Anderson – ¡Dame el periódico!
Había un tono urgente en su voz cuando alargó la mano y sorprendida, la señora Albertini le extendió el diario.
Se comentaba con grandes titulares en la primera página:
GRAN DUQUE ASESINADO POR UN ANARQUISTA
La multitud hizo pedazos al asesino.
La señorita Anderson miró el periódico por un largo rato y luego dijo a Laura.
—¡Trae al Príncipe Iván aquí, inmediatamente!
—¿A… al… Príncipe… Iván? —repitió Laura con dificultad.
—Ya oíste lo que dije. ¡Ve por él ahora mismo! Llévate a Marie o a Serge contigo, pero tráelo aquí rápidamente. ¡No hay tiempo que perder!
Cuando terminó de hablar, se desplomó sobre las almohadas y Laura dijo desesperada:
—¡Sus gotas, señora! ¡Pronto! ¿En dónde están sus gotas?
La señora Albertini sabía lo que había que hacer y, en unos segundos, tenía ya una cuchara lista con las gotas, que acercó a los pálidos labios de la enferma.
—¡Haz lo que te dijo, pequeña! —exclamó – Ve a traer al príncipe. Tengo la impresión de que la señorita Anderson tiene algo muy importante que decirle.
Laura no se había quitado el sombrero desde que llegó de la calle con Marie. Ahora bajó corriendo por la escalera y, al encontrar a Serge en el vestíbulo, exclamó:
—¡Ven conmigo, Serge!
El la obedeció como siempre, sin hacer preguntas, y unos minutos después, se encontraban en un carruaje de alquiler, avanzando hacia los Campos Elíseos.
* * *
Cuando Laura se despidió del príncipe, diciéndole que debía meditar acerca de lo que habían hablado, él se había dejado caer en un sillón, luchando contra la tentación de tomarla en sus brazos y convencerla a besos.
El no había intentado revelar la verdad, pero todo cuanto había de sensitivo y de espiritual en su naturaleza respondió a la inquietante sensación de que Laura había evocado, por medio de su baile, la presencia de su madre.
Había sentido cerca a su madre en otras ocasiones desde que ella murió. Una vez en que había estado en peligro de muerte, ella lo había prevenido. En otra ocasión, en que había estado a punto de cometer un acto que no era digno de él, ni de su rango, ella lo había detenido. Y pocas personas conocían la influencia que ella había tenido en su vida.
La razón por la que nunca se había casado, a pesar del deseo de ella en ese sentido, era que jamás había conocido a ninguna mujer que poseyera la profunda bondad y la sensibilidad de su progenitora.
Había sido ella quien lo impulsó a decir la verdad a Laura, quien le impidió seguir adelante con aquella farsa de matrimonio.
En la chimenea, el reloj siguió marcando el tiempo y el príncipe permaneció inmóvil, esperando.
Más de una hora después, cuando no pudo soportar por más tiempo aquella tensión, salió al vestíbulo y, al preguntar por Laura, se enteró de que ella se había marchado en un carruaje de alquiler.
El príncipe se había quedado petrificado. Sospechó que Laura había vuelto a refugiarse con la señorita. Anderson, pero ignoraba la dirección de ésta, porque no se había molestado en pedírsela a Lord Marston.
Tampoco sabía dónde se encontraba su amigo.
Cuando todo estuvo arreglado, tal como el príncipe lo había planeado para el falso matrimonio que celebraría con Laura, Lord Marston le había respondido con una sonrisa:
—Tan pronto como termine la «ceremonia», me marcharé y no volveré hasta mañana por la mañana. No hay necesidad de que Laura y tú vayan a mi casa de campo hasta después del almuerzo. No les tomará más de dos horas y media llegar.
Desesperado, el príncipe se lanzó a buscarlo en los clubs de la calle de St. James, donde los miembros podían pasar cómodamente la noche, pero no lo encontró en ninguno, por lo que llegó a la conclusión de que se había dispuesto a pasar la noche con alguna de las muchas mujeres que lo recibirían con los brazos abiertos.
No le quedó más remedio que volver a casa y esperar, impaciente y temeroso, a que amaneciera; sabiendo que, aun entonces, tendría que esperar varias horas antes que Lord Marston llegara.
Cuando Lord Marston regresó, a las once de la mañana, aceptó llevar en el acto al príncipe a casa de la señorita Anderson, en Islington.
—Pero vas a esperar en el carruaje, Iván —le advirtió con firmeza mientras se dirigían a la casa de huéspedes— Si te precipitas al interior de la casa, alterarás a la señorita Anderson y, si se muere, Laura no te lo perdonará nunca.
—Esperaré aquí —prometió el príncipe.
Lord Marston había mirado inquieto a su amigo.
Había conocido al príncipe en diferentes estados de ánimo, pero jamás en el que se encontraba ahora y eso le preocupaba.
Descendió del carruaje y se dirigió a la casa de huéspedes, donde le dijeron que Laura, la señorita Anderson y sus dos sirvientes habían salido con destino a París desde hacía varias horas.
No resultó fácil dar al príncipe la noticia y todavía fue más difícil convencerlo de que no se diera un balazo, como era su intención.
—¡La he perdido!. ¡La he perdido, Hugo! —repetía una y otra vez— ¡No puedo vivir sin ella!
Su temperamento ruso lo hacía recibir el golpe de forma más trágica y dramática de como lo habría recibido otro hombre. Lord Marston trató de darle esperanzas.
—Si quieres matarte, Iván —le dijo— espera hasta que hayamos resuelto el misterio de Laura. Sabemos que la señorita Anderson lo conoce y lo ha puesto en papel. De algún modo, tenemos que apoderarnos de esa confesión. En ella puede estar la solución de este problema.
—¿Y si el conocer el origen de Laura no sirviera de nada?
—Tengo la convicción de que servirá. Nadie que conozca a Laura puede dejar de darse cuenta de que es una persona muy poco común y muy hermosa, además. Cuando se sepa la verdad sobre ella, tal vez haya posibilidad de que ustedes se casen.
Lord Marston no creía, para sus adentros, en tal posibilidad, pero de alguna manera tenía que alentar al príncipe y evitar que se volara la tapa de los sesos de un balazo.
—¡Debemos partir hacia París ahora mismo! —anunció el príncipe.
—Yo no puedo irme hasta mañana —protestó Lord Marston— porque tengo una cita con el primer ministro esta misma tarde.
Sugirió al príncipe que él marchara primero, pero su amigo se negó. Prefirió esperarlo y partieron al día siguiente, en el mismo tren en que Laura y la señorita Anderson habían salido de Londres el día anterior.
Su primera visita, en la mañana que siguió a su llegada a París, fue a la casita cercana al bosque. Abrió la puerta el mismo viejo encargado, quien aseguró que no sabía que ellas hubieran vuelto a París, pues en ese caso no se habían puesto en contacto con él para nada.
—¿Qué haremos ahora? ¿Qué diablos podemos hacer? —preguntó el príncipe cuando el carruaje se alejó de la casita.
—Iremos al teatro y veremos si saben algo de ella —sugirió Lord Marston sin muchas esperanzas.
—Sí, sí, vamos ahora mismo.
—¿A esta hora? Sabes bien que no habrá nadie, ni siquiera los encargados de la limpieza.
El príncipe se mordió el labio inferior.
Las líneas oscuras bajo sus ojos revelaron a Lord Marston lo poco que había dormido desde que Laura lo abandonó.
Recorrieron el bosque con la esperanza de encontrarla, con Serge, en alguno de los lugares en que solía cabalgar, pero como la búsqueda fue inútil volvieron a casa.
Cuando Lord Marston detuvo el carruaje frente a la casa del príncipe, éste, sumido en la más profunda desesperación, empezó a subir los escalones hacia la puerta principal. Al llegar a lo alto de la escalinata escucharon el ruido de las ruedas de un carruaje, que había entrado, siguiéndolos, en el sendero que conducía a la casa.
Era un carruaje abierto de alquiler y cuando el viejo caballo que lo conducía se detuvo detrás del coche del príncipe, Lord Marston lanzó una repentina exclamación.
Había visto a Laura, aunque el príncipe la vio antes que él.
En cosa de segundos cambió. De un hombre de aspecto letárgico y desolado se convirtió en otro, excitado y vital. Con los ojos iluminados de entusiasmo, bajó corriendo la escalinata al encuentro de ella.
—¡Laura! —exclamó.
Cuando ella levantó la mirada hacia él sus labios se movieron, pero no pudo articular un solo sonido.
El príncipe extendió las manos y ella las suyas y él se las estrechó con fuerza, como si quisiera asegurarse de que era real.
Mientras el príncipe la ayudaba a bajar del carruaje, Laura exclamó:
—He venido a… buscarte. Andy quiere… verte. ¡Desea decirte algo… muy importante!
—¿A mí? —preguntó asombrado el príncipe.
Hablaba de una forma casi automática, porque sus ojos estaban clavados con tanto amor y tanto dolor en el rostro de Laura, que ella se estremeció.
—Por favor… ven conmigo —dijo ella con suavidad.
—Por supuesto —contestó el príncipe.
Su carruaje estaba todavía afuera y Lord Marston, que había bajado detrás de él, lo había escuchado todo. Laura y el príncipe, seguidos por Serge, subieron al carruaje y Lord Marston tomó de nuevo las riendas y puso el vehículo en marcha.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
Laura contestó haciendo un esfuerzo y le costó trabajo recordar la dirección. No podía pensar en nada, porque el príncipe estaba a su lado.
Se había sentado entre los dos hombres y Serge iba atrás y ahora el príncipe le rodeó los hombros con un brazo.
—¿Cómo pudiste crucificarme de este modo? —preguntó él.
—Perdóname… —suplicó ella— Acudí a Andy… para pedirle consejo y ella insistió en que regresáramos inmediatamente a… París.
—Me lo imaginé. No podía creer que hubieras dejado de amarme.
—Sabes que te amo. Fue una agonía indescriptible… dejarte como lo hice.
Se miraron a los ojos. En los rostros de ambos se advertían las huellas de los sufrimientos pasados; pero ahora, radiantes de amor, los dos sonreían.
Cuando se detuvieron frente a la casa de la señora Albertini se dispusieron a entrar y Serge se hizo cargo del carruaje.
Laura condujo al príncipe y a Lord al dormitorio de la señorita Anderson, pero cuando llegaron a la puerta Lord Marston se detuvo.
—Tal vez ella no quiera que yo entre también —dijo.
—Yo quiero que estés presente —contestó el príncipe— Quiero que escuches lo que tiene que decir.
Laura entró en la habitación.
—Encontré al príncipe, Andy —dijo – El príncipe Iván está aquí, lo mismo que Lord Marston.
En aquel momento advirtió que la señora Albertini estaba dándole a la señorita Anderson unas gotas en una cuchara y una sola mirada le bastó para comprender que ésta estaba muy angustiada.
—¡Que pasen! —ordenó la señorita Anderson y su voz se escuchó de nuevo con un tono de firmeza.
La señora Albertini salió. Entraron los dos hombres y Laura se arrodilló junto a la cama.
—¡El príncipe está aquí, Andy! —exclamó – Pero si no te sientes lo bastante fuerte para hablar, Su Alteza esperará.
—¡Tengo que hablar… ahora! —contestó la señorita Anderson.
Como si comprendieran lo que ella quería, los dos hombres acercaron sendas sillas a la cama y la señora Albertini, que había permanecido junto a la puerta, la cerró detrás de ella.
El príncipe había puesto su silla junto a Laura, que estaba arrodillada en el suelo, y Lord Marston puso la suya al otro lado de la cama.
—Tengo mucho que decirles —empezó la señorita Anderson— y muy poco tiempo para hacerlo.
Laura lanzó un leve grito.
—¡Andy!
Con visible esfuerzo, la señorita Anderson puso su mano sobre la de ella.
—No te angusties, queridita mía —la tranquilizó— He hecho lo que tenía que hacerse. Tenía miedo de morir antes de poder decirte la verdad. Ahora, he quedado libre de mi juramento de silencio.
Laura la miró con los ojos muy abiertos y la señorita Anderson le explicó:
—Fue un juramento que hice a tus padres y, gracias a Dios, pude cumplir.
Su voz era baja, pero clara y después de un momento se volvió hacia el príncipe:
—Usted se ha estado preguntando, lo sé, quién es Laura y por qué la rodea tanto misterio. Bueno, ahora puedo decírselo. ¡Es la hija legítima de Lord Leightonstone y de su Alteza Imperial la Princesa Natasha!
El príncipe lanzó una exclamación de asombro.
—¿Se refiere a… mi prima?
La señorita Anderson asintió con la cabeza.
—Su prima, Su Alteza, hija del Gran Duque Boris.
El príncipe la miró, incrédulo.
—¿Cómo es eso posible? —exclamó.
La señorita Anderson levantó la mano para hacerlo callar y luego, lentamente y con gran dificultad, empezó a relatar la historia, con una voz tan débil que a veces los dos hombres tenían que inclinarse para escucharla. Pero por instantes su voz se volvía potente, llena de una extraña fuerza interior.
Todo empezó en mil ochocientos cuarenta y siete, cuando la Princesa Natasha, una de las más hermosas jóvenes de la corte imperial rusa, se había enamorado de un diplomático joven y sin importancia de la Embajada Británica, llamado Michael Leighton. Se encontraban en secreto y habían tenido mucha suerte, pues nadie en el Palacio de Invierno sospechaba lo que estaba sucediendo. Sólo la institutriz de la Princesa Natasha, la señorita Anderson, quien cuidaba de ella desde que era pequeña, se había percatado de que el amor que ella y el joven inglés se tenían era incontrolable.
El Zar Nicolás manejaba a su familia y a su corte entera con mano de hierro y con una crueldad que infundía pavor.
Debido a que le aterrorizaba la idea de que la Princesa Natasha pudiera ser descubierta, la señorita Anderson estuvo de acuerdo con salir de San Petersburgo e irse a Odessa con ella, donde el Gran Duque Boris, padre de la princesa, había construido un palacio en la nueva provincia de Bessarabia.
Pero la señorita Anderson desconocía los planes de la princesa. Antes que hubieran recorrido cien kilómetros desde la capital, Michael Leighton se había reunido con ellas.
Un sacerdote, que ignoraba que ella fuera de sangre real, casó a la joven pareja en una pequeña población del camino.
Continuaron viajando juntos y el largo recorrido, que en otras circunstancias hubiera sido cansado y tedioso, se convirtió en semanas de dicha indescriptible para los recién casados.
Cuando llegaron a la paz y la belleza de Odessa y se encontraron solos en el palacio del Gran Duque, con unos cuantos sirvientes fieles a su alrededor, los enamorados se dijeron que habían descubierto el paraíso terrenal.
La señorita Anderson no había visto jamás a una pareja tan feliz y tan locamente enamorada como aquélla.
Con el pretexto de que se encontraba enferma, la Princesa Natasha había recibido autorización del zar para ir en busca de un clima más saludable y ello sirvió también de excusa a Michael Leighton para obtener una licencia indefinida de sus deberes diplomáticos.
Por algún tiempo, la señorita Anderson pensó que todos se habían olvidado de los dos jóvenes y que a nadie le importaba lo que había sido de ellos.
El padre de Natasha, el Gran Duque Boris, se había vuelto a casar recientemente y su nueva esposa, que estaba celosa de su hijastra, se sintió feliz al librarse de ella.
Por lo tanto, nadie hizo preguntas ni investigaciones y cuando, al año siguiente, nació Laura, la señorita Anderson fue su única madrina.
—Debes cuidar de Laura como has cuidado de mí, Andy —le había dicho la Princesa Natasha con voz suave— y como ella ha nacido del amor, espero que algún día sea tan feliz como yo.
Debido a que estaban tan enamorados, la princesa y su esposo dejaban buena parte del tiempo a la niña con la señorita Anderson, a fin de estar solos.
Pero un día… un terrible día que quedó grabado para siempre en la mente de la señorita Anderson… un sirviente de confianza llegó a caballo desde San Petersburgo.
Había cabalgado día y noche para llegar antes que la Cheke, la Policía Secreta.
Al escuchar lo que el hombre decía, la señorita Anderson comprendió que habían estado viviendo en un paraíso artificial.
Ella y sus jóvenes protegidos escucharon, horrorizados, que alguien había metido en la cabeza del zar que su prima, la Princesa Natasha, no estaba sola.
La Policía Secreta tenía órdenes de matar en el acto al hombre que se encontrara con ella, sin darle oportunidad de defenderse.
Enloquecida de terror, temiendo tanto por la vida de su esposo como por la de su hija, la Princesa Natasha insistió en que él y Laura partieran, esa misma noche, en un barco que salía de Odessa hacia Constantinopla.
La señorita Anderson dijo que iría con ellos y, tomando a la niña en brazos, salió de la villa sin acertar a ver, debido a que sus ojos estaban anegados en lágrimas, el rostro de la muchacha a la que había amado y enseñado desde muy pequeña.
La agonía de dejar sola a su amada esposa resultó casi insoportable para Michael Leighton, pero comprendió que tenía que salvar la vida de su hija.
Salieron de Constantinopla tan pronto como les fue posible, hacia Cannes, en el sur de Francia, donde Michael Leighton había hecho arreglos para que Natasha se comunicara con él.
Esperó un mes antes de recibir una carta y ésta llegó a través del Consulado Británico, que la recibió en la valija diplomática de la Embajada Británica en San Petersburgo.
Cuando leyó lo que su esposa le había escrito, Michael Leighton estuvo a punto de enloquecer de desesperación.
El zar había hecho volver a Natasha a San Petersburgo y había hecho arreglos para casarla con el Gran Duque Frederick de Krasnick.
Natasha le comunicó a Michael que había suplicado de rodillas al zar que no la casara con un hombre al que no amaba; pero él, simplemente, le dijo que tenía que obedecerlo.
Como Michael Leighton sabía demasiado bien, si alguien no obedecía al zar cuando éste daba una orden era enviado a Siberia o, peor aún, encerrado de por vida en un manicomio, porque se le declaraba loco.
Natasha no tuvo alternativa posible. Revelar que ya estaba casada habría sido firmar la sentencia de muerte de Michael y de Laura.
Fue la señorita Anderson quien convenció por fin al desesperado joven de que lo mejor que podía hacer era volver al trabajo.
Regresó a Londres y de allí lo enviaron, primero, a la Embajada Británica en Roma y después a la de Bruselas.
La señorita Anderson decidió que sería mejor para Laura que ella se estableciera en París. Comprendía que sería muy fácil que cualquier persona investigara la vida privada de un joven diplomático en Italia, en Bélgica, o en cualquier otra capital, exceptuando París.
Allí todo hombre, sin importar cuál fuera su profesión, podía tener relaciones ilícitas y a nadie le llamaría la atención que una casa en las afueras del bosque perteneciera a un joven inglés.
Michael Leighton, consagrado a su trabajo, empezó a ascender con rapidez en la diplomacia. Fue investido caballero antes de morir y se convirtió en el rico Lord Leightonstone.
Sólo la señorita Anderson sabía lo mucho que debía sufrir al pensar que la mujer que amaba con todo su corazón estaba casada con otro hombre.
Natasha sólo pudo ver una vez a Laura, y eso sucedió cuando hacía varios años que se había convertido en la Gran Duquesa de Krasnick. Avisó a Michael Leighton que iba a estar sola en Odessa, de vacaciones.
Lo que debe haber significado para ella volver a ver a su verdadero esposo y para Michael tenerla en sus brazos, fue imposible de describir.
Cuando la señorita Anderson relató el encuentro con voz temblorosa y los ojos cuajados de lágrimas, quienes la escuchaban comprendieron lo emotiva que debió ser aquella ocasión, cuando el yate de Michael Leighton ancló en Odessa una noche a hora avanzada.
La Gran Duquesa de Krasnick murió cuando Laura tenía catorce años; pero a pesar de ello fue necesario seguir manteniendo todo en secreto.
Al Zar Nicolás lo había sucedido, en 1855, su hijo Alejandro, un hombre de ideas más liberales.
Ya no había el temor de que la Policía Secreta descubriera la existencia de Laura y matara tanto a ella como a su padre, como hubiera sucedido en el pasado. Pero el Gran Duque Frederick continuaba vivo, y si alguien se enteraba de lo sucedido el escándalo podía afectar su monarquía y la del país de Natasha.
La señorita Anderson, por lo tanto, continuó guardando silencio; pero cuando comprendió que su vida se acercaba a su fin, le preocupó proteger el futuro de Laura.
En una acción desesperada, había tratado de casarla con Lord Marston, pensando que, si se casaba con un inglés, como su padre, estaría al menos a salvo de los hombres disolutos que la perseguirían sólo por su belleza.
Pero ella no había anticipado que Laura, del mismo modo que su madre, se enamoraría apasionadamente en cuanto vio al hombre que el destino le había deparado.
La señorita Anderson confesó que había tratado de luchar con denuedo contra el amor del príncipe y de Laura. Pero ahora, al llegar al final de su historia, aunque su voz era débil, había una sonrisa en sus labios.
—Ahora que sabe usted la verdad —dijo al príncipe— ¿podrá encargarse del futuro de Laura?
El príncipe se inclinó para tomar la mano de la señorita Anderson.
—Sólo puedo darle las gracias —contestó con voz grave— por todo el amor y los cuidados que prodigó a mi futura esposa. Sé que cuando sepa lo sucedido, el zar nos otorgará el permiso para casarnos. Le prometo que dedicaré mi vida a Laura. Esta misma noche salgo para Rusia.
Inclinó la cabeza y besó la mano de la señorita Anderson y sintió que, por un momento, los dedos de ella apretaban los de él.
La enferma volvió el rostro hacia Laura. Una leve exclamación ahogada escapó de sus labios y su cuerpo se apoyó pesadamente contra las almohadas.
Por un instante Lord Marston no comprendió lo que había sucedido. Entonces Laura lanzó un grito que pareció retumbar por toda la habitación.
—¡Andy! ¡Andy!
Era el grito de una niña perdida en la oscuridad. Los brazos del príncipe la rodearon, consoladores.