Capítulo 2
Aquella noche, después de recibir órdenes e instrucciones detalladas de varios departamentos del Almirantazgo y ultimar preparativos para dirigirse a Portsmouth a la mañana siguiente, Conrad pudo al fin estrechar entre sus brazos a Nadine Blake.
Al besar sus labios rojos, comprendió que era lo que había deseado durante largo tiempo.
—¡Oh, querido Conrad, pensé que nunca volvería a verte!
Sólo cuando dejó de besarla de forma tan apasionada que ambos quedaron como embriagados, ella logró balbucir:
—¡Te amo! ¡No hay nadie como tú y te he echado muchísimo de menos! ¡Te juro que he pensado en ti durante todo el tiempo que estuviste ausente!
Conrad sonrió con cierto escepticismo.
Pero no perdió tiempo en hablar. Con Nadine en brazos, se dirigió al lujoso dormitorio que, con la puerta abierta, parecía esperarles.
Pasaron cerca de dos horas antes que pudieran charlar. Reclinado en la suavidad de las almohadas cubiertas de encaje y con la cabellera oscura de Nadine sobre su hombro, Conrad preguntó:
—¿Te has portado mal como de costumbre?
—Si lo hice por culpa tuya. Me dejaste sola demasiado tiempo. Pero te juro, Conrad, que no existe ningún amante como tú. Si hubieras permanecido a mi lado, ni siquiera habría mirado a otro hombre.
—Eso es sólo una fantasía que a los dos nos agrada creer. Por eso, tal vez esté bien que deba irme mañana.
Nadine exclamó:
—¡Mañana! ¡No puede ser verdad! Después de dos años, el Almirantazgo debería concederte un descanso.
—En cambio me han dado un barco nuevo que se llama Invencible.
Nadine lanzó un grito de contento.
—¡Oh, Conrad, me alegro! ¡Sé que nada te hubiera gustado más! Pero… ¿y yo?
—¿Qué ocurre contigo? Me han dicho que tienes una legión de admiradores. —¿Quién te lo dijo?
Conrad sonrió.
—Querida, eres demasiado hermosa y célebre como para que no se hable de ti.
—¿Estás celoso?
—¿Importaría si lo estuviera?
—¡Te deseo, te deseo más que a ningún otro hombre! ¿Eso no significa nada para ti?
—Significa todo lo que tú quieras que signifique. Si me quedara aquí, admito que me comportaría de forma agresiva con cualquiera a quien le concedieses tus favores. Así que debo agradecer al Almirantazgo que me mande lejos tan rápido.
—¿Cuándo zarpas?
—Dentro de catorce días.
—Muy bien. Pasaré contigo la mitad de ese tiempo. Luego estarás demasiado ocupado para pensar en nada que no sea tu barco.
—Creo que sería un error… —comenzó a decir Conrad, pero Nadine le rodeó el cuello con los brazos y lo silenció con sus labios.
Pensaba que ella tenía razón. Después de dos años en el mar merecía unas vacaciones, en especial el tipo de vacaciones que sólo Nadine podría brindarle.
Años atrás, cuando el marido de Nadine murió en combate, fue Conrad el encargado de ir a visitarla para darle el pésame en nombre del Almirantazgo.
Tan pronto como vio a Nadine Blake, Conrad pensó que era la mujer más atractiva que había conocido en su vida.
Tenía el cabello negro y los ojos verdes con chispitas doradas, un poco rasgados. Esta combinación le daba un aire exótico y fascinante.
Su cutis era muy blanco y poseía una figura perfecta. Además, su manera seductora de hablar le encantaba.
Desde antes de visitarla sabía que su matrimonio, a juzgar por la conducta del marido, no había sido nada armonioso.
George Black era uno de los oficiales que más ansioso se mostraba, cada vez que llegaban a un puerto, por bajar a tierra en busca de compañía femenina.
Solía volver al barco entusiasmado por alguna nueva conquista y le gustaba presumir de sus éxitos amorosos. Incluso pasó mucho tiempo antes que Conrad se enterase de que Blake estaba casado.
Por la forma en que Nadine le habló luego de la muerte de su marido, se dio cuenta de que la viudedad no le causaba ninguna amargura, ni siquiera una ligera tristeza.
Descubrió que, a diferencia de la mayoría de las viudas de oficiales, no tenía apuros económicos. También en aquella primera visita se enteró de que pertenecía a una familia de cierta importancia social y poseía una cómoda casa en la campiña.
Un año más tarde supo Conrad que, pese a su viudedad, Nadine no había abandonado la capital. Por el contrario, era la mujer de más éxito en sociedad.
Al principio no había entendido las miradas ni las sonrisas, los gestos y muecas que se hacían siempre que se hablaba de ella.
Cuando descubrió la verdad decidió visitarla en su siguiente período de descanso.
Por aquel entonces lo habían destinado a una fragata más grande y tuvo tres semanas de permiso antes de volver al servicio.
En un impulso, y con el temor de arrepentirse después, Conrad fue a ver a Nadine.
Ella le recibió con los brazos abiertos y, durante tres semanas, no estuvo disponible para ninguno de sus admiradores. Por su parte, Conrad tampoco tuvo tiempo de ver a ninguno de sus amigos.
Se deseaban con una pasión devoradora, y sólo cuando se vio obligado a volver al barco, Conrad comprendió que aquel fuego no podía arder con tal intensidad mucho tiempo.
—¿Por qué tienes que dejarme? ¿Por qué debes irte cuando somos tan felices juntos? —se lamentaba Nadine.
Pero él sabía que pese a sus protestas porque la dejaba, pronto volvería a brillar en sociedad como antes de su llegada y había muchos hombres que esperaban ocupar su puesto en cuanto él lo dejara libre.
Sin embargo, durante los largos y difíciles años que sucedieron, había sido un consuelo saber que cuando volviera, si es que tenía la fortuna de hacerlo, Nadine estaría esperándole.
Conrad era consciente de que entre ellos existía algo que no era amor, sino un magnetismo que los empujaba al uno hacia el otro sin que pudieran resistirse.
La había vuelto a ver solo durante tres días antes de tomar el mando de la fragata Tigre y ahora, después de pasar con ella la noche, estaba convencido de que la atracción que sentían era tan violenta como cinco años atrás.
—Creo que ahora estás más hermosa que cuando te conocí.
—¿Lo dices en serio? A veces creo que envejezco demasiado aprisa. —¿A los veinticinco años?
—Tal vez tenga unos pocos más.
—No deberías vivir con tanta intensidad. De ese modo te conservarías mucho más.
—¿Cómo podemos ser ninguno de nosotros cautelosos y precavidos? —replicó Nadine—. Ambos somos aventureros e impulsivos y yo al menos nunca lo lamentaré.
Lo que decía era cierto, pensó Conrad. También él tomaba la vida como una aventura salvaje y, si moría al día siguiente, nadie podría decir que había desperdiciado ninguna de las oportunidades que se le presentaron.
—Tal vez debieras ser sensata y casarte, ahora que hay tantos hombres dispuestos a poner el corazón y un título a tus pies.
Nadine sonrió.
—El corazón es posible, pero se vuelven todos muy tacaños cuando se trata de ofrecerme su nombre. Además, hace tiempo decidí que el matrimonio no es para mí.
—Deberías serlo. Una mujer necesita que un hombre la cuide.
—¿Y un hombre una esposa?
Al darse cuenta de que Conrad se estremecía, Nadine rió.
—Sé que odiarías la vida doméstica y verte atado a una sola mujer.
—Sin embargo, he estado atado a ti durante los últimos cinco años.
—¿Es verdad?
—Lo es, aunque debo reconocer que no merezco alabanza por ser tan constante. En realidad, las oportunidades de conocer mujeres que me atrajeran han sido pocas y espaciadas.
Nadine lo sabía.
Conrad era demasiado exigente como para pensar ni por un momento en mezclarse con el tipo de mujeres cuyos favores podían comprarse en cualquier puerto.
—Eres tan atractivo, mi querido Conrad… Pero algún día desearás un hijo, ¿qué hombre no lo desea? Que herede tu apellido. Entonces te casarás con alguna jovencita sencilla, respetable y candorosa. En cambio yo… Se encogió de hombros y concluyó:
—… viviré con la mayor intensidad hasta que llegue el final.
—Espero que no sea antes de que regrese de las Indias Occidentales.
—Creo que podré esperar hasta entonces.
Nadine se echó a reír, una risa que él ahogó con sus besos.
Le hacía el amor de manera fogosa, incluso violenta, como si pretendiera desquitarse de sus noches solitarias en el mar, cuando le hacía añorar la suavidad de una mujer y el fuego que Nadine encendía en él con tanta facilidad.
Al día siguiente, durante el viaje hacia Portsmouth, Conrad iba medio dormido.
Pero aunque físicamente se sentía exhausto, su cerebro estaba en plena actividad.
Estimulado por lo que le esperaba, pensaba con emoción en el Invencible y en lo que haría a su llegada.
Le molestaba saber que debía renunciar a su camarote en el alcázar para cedérselo a su pasajero.
Le enfurecía que una parienta que detestaba y a quien no cedería ni un rincón si de él dependiera, ocupara los cómodos y lujosos aposentos destinados al capitán.
En el alcázar de los barcos de dos cubiertas se encontraban las habitaciones del capitán, aparte de dos camarotes destinados uno al escribiente y el otro a su asistente personal.
Ahora él debería cedérselos a Lady Delora, la cual sin duda llevaría acompañante y por lo menos una doncella.
Esto significaba que tendría que trasladarse a la cubierta superior y ocupar el camarote del primer teniente, quien a su vez desplazaría al lugarteniente segundo y así sucesivamente.
Nadine conocía mejor que Conrad la estricta etiqueta observada por los hombres para los cuales el barco se convertía en hogar, escuela, lugar de trabajo y, en ocasiones, hasta prisión durante años.
Para que todo funcionara debidamente era imprescindible mantener una disciplina inflexible. Por ellos, Conrad maldecía a la mujer que con su sola presencia iba a alterar toda la organización de la nave.
Pero se le quitaron las ganas de maldecir a nadie, ni siquiera a la hermana de su primo Denzil, cuando divisó en el puerto el Invencible, que le pareció el barco más hermoso que había visto en su vida. Y al conocerlo se convenció de ello.
Estaba decorado con sencillez, ya que pocos años antes se había producido un gran escándalo por la suma astronómica invertida en la decoración de un barco de la Armada Real. Como consecuencia, el Almirantazgo había jurado no volver a permitir tales extravagancias.
Tras la adopción de ventanas de marco, el camarote de popa solía construirse de modo que dejara entrar la luz y tanto aire, que los bromistas lo llamaban «el invernadero».
Y de hecho, Conrad sabía que el almirante Collingwood cultivaba con gran dedicación plantas de interior en su camarote.
Él, por su parte, no tenía intenciones de permitir ningún tipo de adorno que distrajera a sus hombres, pero no habría sido humano si no se hubiera percatado de que su barco, nuevo de popa a proa, era muy hermoso, en el sentido que para los hombres de mar tiene esta palabra.
Los oficiales aún no habían subido a bordo, con excepción de unos pocos que se ocupaban de recibir a los tripulantes que se habían ofrecido voluntarios para enrolarse en el nuevo navío, así como a los provenientes de otros barcos que se encontraban en reparación.
Sólo cuando hubo inspeccionado hasta el más mínimo detalle del Invencible, encontrándolo todo a su gusto, Conrad recordó que Nadine ya debía de hallarse en el mejor hotel de Portsmouth.
Estaba tan entusiasmado con su barco que casi lamentó haber permitido que lo convenciera para acompañarlo una semana por lo menos.
No obstante, si era sincero, tenía que reconocer que allí él tenía poco que hacer, aparte de interesarse por algunos detalles menores que, en realidad, no formaban parte de su trabajo, sino que correspondían a los oficiales a su mando.
Por lo tanto, se dirigió al hotel. Tal como esperaba, Nadine ya se había instalado a sus anchas.
En cuanto le vio aparecer en la salita de estar, ella corrió a sus brazos.
Y Conrad la besó como quien de pronto encuentra agua en medio del desierto.