Capítulo 19

Pasarón dos días antes que tuviera la oportunidad de visitar a Madame Melinkoff.

Ahora que Ángela había decidido comenzar su nueva vida, casi no veía a Douglas Ormonde, y se pasaba la tarde en el hospital o conmigo.

Gerald tenía que estar muy tranquilo después de la operación y Ángela sólo podía verlo unos momentos por la mañana y a la hora del té. La mayor parte del tiempo la pasábamos en las tiendas haciendo compras, pero también asistíamos a almuerzos y a reuniones.

Sin embargo, el jueves por la tarde pude contar con unas horas para mí. Estaba en Worth, probándome varios vestidos informales elegidos especialmente para mi luna de miel, cuando Ángela, mirando su reloj me dijo:

—Querida, ¿no te molesta que te deje? Le dije a Gerald que lo vería a la hora del té y más tarde prometí visitar a una amiga que ha enviudado recientemente. Te pediría que me acompañaras, pero ella no tiene deseos de ver a alguien y, de todos modos, será bastante triste.

—No te preocupes por mí. Volveré a casa apenas termine aquí —le aseguré.

—De acuerdo. Regresaré en cuanto pueda.

Apenas se hubo marchado, me negué a seguir probándome vestidos, pese a las protestas de la vendedora.

—Estoy cansada. Volveré mañana o pasado. Tengo una fiesta esta noche y debo descansar.

Me vestí, apresuradamente, tomé mi bolso y salí corriendo sin esperar el elevador. Le ordené al portero que consiguiera un taxi, al que di la dirección de St. Catherine.

Llegamos al cabo de un cuarto de hora y, después de pagarle al taxista, me encontré con un gran bloque de departamentos. Era de estilo victoriano, con una imponente escalera de piedra en medio del edificio. En el pasillo de entrada estaban los nombres de los moradores y supe que Madame Melinkoff vivía en el último piso. No había elevador, por lo que subí lentamente la escalera pensando inquieta en lo que diría.

En pocos minutos, estaba frente al departamento número treinta. Tomé aliento y toqué el timbre que estaba arriba del buzón. Aguardé varios minutos, y cuando ya empezaba a impacientarme, la puerta se abrió y apareció… una pequeña mujer que se apoyaba en un bastón.

—¿Sí? —inquirió.

—¿Está Madame Melinkoff? —pregunté.

—Yo soy Madame Melinkoff —replicó.

—¡Oh! —exclamé, pero no supe qué decir.

—¿Quería verme? —preguntó ella evidentemente sorprendida, no sólo por mi aspecto, sino por mi silencio.

—Si tiene unos minutos… —dije decidida.

—Adelante.

Cerró la puerta después de hacerme pasar y me condujo a una pequeña sala llena de una colección de variados objetos.

Había jarros y bandejas de plata y bronce, decoraciones de cuarzo, jade, innumerables cojines forrados de seda india, esculturas, cajas y muchas piezas cubiertas de marfil. Por todas partes, sobre las paredes, las mesas y la chimenea, se veían fotografías de mujeres, hombres y niños, solos o en grupos.

«Artistas» pensé y me senté en un pequeño sillón que Madame Melinkoff me indicó. Ella se sentó frente a mí y aguardó.

Ahora que la miraba bien, advertí que era mucho más vieja de lo que yo creía. Su pelo era blanco y tenía los ojos surcados por infinidad de arrugas, pero el paso del tiempo no había podido destruir los restos de su antigua belleza. Parecía frágil, pero se mantenía erecta y era fácil darse cuenta de que tenía una hermosa silueta.

No tenía tiempo para elegir las palabras, de manera que decidí hablar abiertamente.

—Espero que me perdone por irrumpir en su vida de esta forma —dije nerviosamente—, pero deseaba conocerla.

—Muy amable de su parte —repuso ella—. ¿Se puede saber por qué?

—Quería que me contara sobre su hija, Nadia —dije.

Su expresión se suavizó y sus ojos se llenaron de tristeza.

—Mi hija Nadia. ¿Por qué quiere saber sobre ella? ¿La conocía? No; es usted muy joven, no puede ser.

Vacilé y luego, sintiendo que era la única manera de lograr lo que quería, dije con franqueza:

—Mi nombre es Gwendolyn Sherbrooke. Pronto me casaré con Sir Philip Chadleigh.

Madame Melinkoff se puso rígida y me miró.

—¿Y él la ha enviado?

Yo negué con la cabeza.

Sir Philip no tiene la menor idea de que estoy aquí. Le seré franca, Madame Melinkoff: Me han hablado de su hija, pero no ha sido mi prometido quien lo ha hecho. El la amó mucho y es difícil casarse con un hombre sin saber nada de la mujer que ha jugado un papel tan importante en su vida.

Sir Philip ha sido muy generoso conmigo —declaró ella.

—El no es feliz y yo quiero que lo sea conmigo.

La anciana apartó la mirada, aferrándose al mango de su bastón de marfil.

—Es difícil saber qué decirle.

—Cuénteme sobre ella. Usted puede hacer que yo comprenda cuán atractiva era, y así sabré todo lo que perdió Philip cuando ella murió.

—¡Murió! —repitió Madame Melinkoff con voz aguda—. ¡Se mató!

—Lo sé. ¿Por qué lo hizo? ¿Era desdichada?

—¿Cómo podía serlo? —repuso Madame Melinkoff con aspereza—. Tenía el mundo a sus pies: era una estrella. El teatro donde actuaba se llenaba todas las noches. La gente hacía fila para verla y su salario era cada vez más alto. Tenía autos, joyas y una casa preciosa. ¿Por qué habría de ser desdichada?

—Es lo que quiero saber —murmuré—. No comprendo.

—Tampoco yo —respondió Madame Melinkoff con voz estrangulada por la emoción.

En un impulso, me levanté de la silla y me arrodillé a su lado.

—¡Por favor, ayúdeme! ¡Sólo usted puede hacerlo! ¡No le hablaré a nadie de esto!

Hubo un momento de tensión; pero luego, lentamente, ella extendió la mano y me palpó los hombros.

Me quité el sombrero, pero permanecí arrodillada allí, mirándola. En ese momento, sentí que me había aceptado. Hubo un entendimiento entre las dos y supe que ella no me rechazaría.

—¡Pobrecita! —exclamó—. ¿De manera que está sufriendo? A todos nos ocurre alguna vez.

—¡Ayúdeme! —murmuré.

—¿Realmente quiere oír hablar de Nadia? —preguntó.

—Sí. Le juro que no es por razones egoístas. A menos que me gane la confianza del hombre con quien me casaré, no habrá felicidad entre nosotros.

—Philip la amaba —dijo.

—¿Y ella lo amaba? —pregunté.

—Ella lo amaba —repitió Madame Melinkoff—. Otros hombres la amaban apasionadamente, hasta el delirio, pero desde que conoció a Philip no hubo nadie más. Muchas veces yo le decía: «Es un hombre como todos. ¿Por qué tiene tanta importancia para ti?», y siempre me daba la misma respuesta. Me miraba con aquellos grandes ojos oscuros y respondía: «Es parte de mí y no puedo vivir sin él».

Temblé ante aquellas palabras. Parecían proféticas.

—Cuénteme todo. ¿Cómo empezó a trabajar su hija en el escenario? ¿Era rusa?

—¿Rusa? ¡Oh no! El padre de Nadia era hindú. ¿No se lo dijeron? Era el Príncipe de Rajput, hombre moreno y apuesto. Nadia se le parecía: tenía los mismos ojos maravillosos, que seducían a todo aquel que le miraba. Yo pertenecía a una familia de blancos quienes creían que todos los hindús constituían una raza despreciable, que sólo servía para ser esclava, y a quien no se podía tomar en consideración.

—¿Y usted huyó con él?

—Lo amaba —dijo Madame Melinkoff con sencillez—. Lo conocí en un viaje a la India, pues mi padre tenía asuntos de negocios allí. Yo era joven, no llegaba a los dieciocho años. Era bonita, tenía buena voz y sabía bailar. Usaba unas faldas muy hermosas y a veces entretenía a los huéspedes de mi padre, hindús en su mayoría. Conocí al príncipe. No le contaré sobre él porque es una larga historia, y usted quiere saber sobre Nadia. Pasé seis meses maravillosos de los que no me arrepentiré nunca.

La anciana observó que yo la escuchaba con atención y continuó diciendo:

—Nadia nació en una misión, donde me trataron como a una persona sucia y desagradable. Apenas me sentí fuerte para viajar, tomé a mi bebé e inicié el trayecto a casa. Por suerte, tenía algo de dinero, y también algunas joyas que me había regalado el príncipe, pero cuando regresé a Inglaterra, me di cuenta de que yo era tan marginada como los «intocables». Mis parientes no querían saber nada de mí y aunque Nadia era una chica encantadora, era evidentemente hija de un indio. Casi muero de hambre, pero la danza me ayudó. Conseguí trabajo en un teatro, en el coro, pero progresé, hasta llegar a primera figura.

—¿Y el príncipe? ¿Por qué la dejó sufrir así?

—Querida mía, yo fui sólo un episodio en su vida. Me olvidó, como olvidó a tantas otras mujeres con las que pasó algunas horas de ocio. Luego, cuando Nadia tenía diez años, me casé con Melinkoff, un ruso. El adoptó a Nadia y le dio su nombre. La niña era hermosa, una criatura exquisita, que hubiese cautivado a cualquiera de no haber sido por los prejuicios existentes.

Madame Melinkoff suspiró con tristeza antes de añadir:

—Durante estos años, Nadia absorbió la vida, la música y, hasta cierto punto, la cultura de su país. Amaba a la India. Le apasionaban los templos. A veces desaparecía y la encontrábamos en una ceremonia hindú o en alguna procesión por las calles. Más tarde, a los quince años, insistió, contra nuestros deseos, en aprender las danzas nativas y tres años después, cuando volvimos a Inglaterra, se convirtió en una estrella. Luego conoció a Philip Chadleigh y, por primera vez, supo lo que significaba amar.

Madame Melinkoff hizo una pausa y se tapó los ojos. Esperé unos instantes y luego dije suavemente:

—¿Por qué no se casó con ella?

—Yo deseaba que lo hiciera —dijo Madame Melinkoff—. Pero en el fondo de mi corazón sabía que era imposible. El pertenecía a una ilustre familia y, además, debía tener en cuenta a su futura descendencia. Pero Nadia no aceptaba que nadie criticara a Philip. Se puso muy delgada. La pasión la consumía, y apenas él aparecía, se encendía como el fuego. Salían juntos, no sé adónde, tal vez a bailar, tal vez a su magnífica casa, de la cual me han hablado, pero que no he visto nunca.

El rostro de la anciana adquirió una expresión desoladora al decir:

—El fin llegó inesperadamente. Una noche estaba esperando a mi esposo. Tocaron a la puerta y fui abrir, pensando que, a él se le había olvidado la llave. Pero se trataba de la secretaria de Philip, quien contó lo ocurrido. Me habían traído a Nadia, muerta. Allí estaba sobre la cama fría y quieta. La caída no había dañado su rostro. Se había golpeado en la nuca contra el pavimento y se la había roto. ¡Nadia, mi bella Nadia, la atracción de todo Londres, con la nuca destrozada!

Hubo un momento de profundo silencio y, después, advertí que Madame Melinkoff estaba llorando.