Capítulo 3

El conde ató su corbata según el peculiar estilo inventado por él.

—¿Por qué has de irte tan pronto? —dijo alguien de mal humor. Quien había hablado era Lady Isolda, que se encontraba tendida en el diván del que él acababa de levantarse.

—Por tu reputación —dijo él irónicamente sin volver la cabeza.

—Si de veras te preocupara, te casarías conmigo —replicó ella.

Hubo un momento de silencio mientras el conde ponía los toques finales al complicado estilo de atar la corbata, que él mismo había inventado.

—Estamos dando qué hablar, Durwin —insistió Lady Isolda.

—La gente ha hablado de ti, Isolda, desde que apareciste en el cielo de la sociedad como un meteoro —contestó.

—Pero en mi relación contigo las cosas son diferentes. —¿Por qué?

—Porque no hay razón para que no te cases conmigo y porque haríamos muy buena pareja.

—Me adulas —comentó el conde en tono burlón.

—¡Yo te amo, Durwin! —exclamó ella con vehemencia.

—Lo dudo mucho —contestó él—. Para ser sinceros, Isolda, yo no creo que hayas amado nunca a nadie excepto a ti misma.

—No es cierto. Nadie me ha atraído tanto como tú.

—Eso es una cosa muy diferente —dijo él—. Y no siempre conduce a un matrimonio feliz, Isolda.

—No te comprendo —dijo ella enfadada—, pero estás arruinando mi reputación y deberías casarte conmigo.

—¿Debería? —repitió él con las cejas arqueadas.

—Bésame y déjame demostrarte cuánto te necesito y cuánto me necesitas tú a mí —murmuró tendiéndole sus blanquísimos brazos.

El conde movió la cabeza de un lado a otro.

—Me marcho, Isolda, y tú trata de disfrutar de un sueño reparador —dijo él inflexible.

—¿Cuándo te volveré a ver? —preguntó Lady Isolda.

—En el baile de mañana. ¿Son los Richmond, los Beaufort o los Marlborough quienes lo ofrecen? Da igual, será idéntico a todos los anteriores.

—Sabes que no me refiero a los bailes —dijo ella con irritación—. Quiero estar a solas contigo, Durwin. Quiero que me beses, que me acaricies, quiero estar cerca de ti.

El conde, imperturbable ante la pasión que había en las palabras de ella y en aquellos ardientes labios que lo invitaban, se dio la vuelta y se puso parsimoniosamente la chaqueta de gala que tan impecablemente le sentaba. A pesar de haber sido rechazada, Lady Isolda admitió que el conde era el hombre más apuesto que había conocido. Pero también el más esquivo.

Desde que le conociera e intimara con él, Lady Isolda había empleado inútilmente todos los trucos de su amplio repertorio, y, aunque fue fácil hacerle su amante, no logró que dijera las palabras que ella deseaba escuchar.

Ahora, mientras él miraba a su alrededor para ver si olvidaba algo, Lady Isolda tuvo la impresión de que iba a desaparecer en la oscuridad y no lo volvería a ver jamás.

Impulsada por tales pensamientos, se arrojó en brazos del conde, segura de que ningún hombre podría resistir la suavidad de su cuerpo y la apasionada exigencia de sus labios.

—¡Te quiero… te quiero, Durwin! —murmuró—. Quédate conmigo, no puedo resistir la idea de que me dejes.

Le rodeó el cuello con los brazos, pero el conde, desasiéndose, la cogió en sus brazos y la depositó de nuevo en el sofá, con cierta brusquedad, dijo:

—Trata de controlarte, Isolda. Si la gente habla de nosotros, es más por tu culpa que por la mía y tú serás la más perjudicada por las habladurías.

—No soporto que me trates como a una niña —dijo ella furiosa.

—No eres nada infantil, Isolda. Al contrario, eres muy madura —sonrió el conde encaminándose hacia la puerta.

—Cuando ésta se cerró tras él, Lady Isolda lanzó un grito de furia y golpeó el sofá con los puños cerrados. Siempre hacía lo mismo, pensó. Iba a verla cuando quería y se iba cuando quería y nada de lo que ella dijera o hiciera podía alterar sus decisiones.

Otros hombres la obedecían siempre como esclavos, pero el conde había dominado la situación desde el primer momento.

—¡Haré que se case conmigo! —juró entre dientes.

Era fácil decir eso, pero hacerlo era muy diferente.

El conde salió de la casa de Lady Isolda, que se encontraba en Park Street, justamente detrás de la mansión Staverton, por lo que él sólo tenía que atravesar las caballerizas y entrar al jardín por una puerta privada, evitando así que sus criados se enteraran de sus movimientos. Casi había llegado a su jardín cuando un objeto grande, arrojado desde la ventana de una casa próxima, cayó frente a él golpeando fuertemente el suelo. El conde estaba demasiado lejos para ver con exactitud qué era lo que había caído, pero al levantar los ojos hacia las ventanas de la casa, vio con asombro cómo un hombre salía de una de ellas y empezaba a descender por un canalón. No era fácil y el conde observó lo ágilmente que el ladrón, porque obviamente era un ladrón, se aferraba al canalón con los brazos y las rodillas, para bajar.

Caminando sigilosamente hacia el intruso, el conde esperó hasta que él hubiera llegado al suelo antes de agarrarlo por el cuello y una muñeca.

—¡Le he pillado con las manos en la masa! —gritó—. Y le aseguro, señor mío, que esto le costará la cárcel o puede que hasta la horca.

Al mirar al ladronzuelo el conde vio ahora que era apenas un chiquillo.

Empezó a forcejear con todas sus fuerzas. Luchaba denodadamente, tratando de liberarse del conde, pero sus esfuerzos fueron inútiles y después de un rato el conde dijo:

—¡Quieto o le daré la paliza que se merece!

Los esfuerzos del chico por escapar hicieron que se le desprendiera la gorra, y el conde vio una mata de cabello rubio y un rostro inesperadamente conocido.

—¡Marian! —exclamó en el colmo del asombro.

—¡Está bien, me declaro vencida! —contestó ella—. Admito que usted es demasiado fuerte para mí.

—¿Qué diablos hacías? —preguntó él furioso.

La soltó al decir eso y ella recogió su gorra y avanzó hacia la caja que había sido arrojada desde la ventana. Era una pesada caja de caudales.

—Me alegro de que esto no lo haya golpeado —dijo cogiéndola.

—¡Quiero una explicación y más vale que sea buena!

—Creo que se la debo, pero ahora vámonos —dijo mirando temerosa hacia la ventana, como si temiera que alguien se asomase. Pero todo seguía apagado y silencioso.

—¿Dónde has estado? ¿Quién vive ahí? —preguntó el conde furioso, pero bajando la voz ante los gestos insistentes de Marian.

Ella no contestó y, apretando la pesada caja, empezó a alejarse.

—¡Yo la llevaré! —dijo él arrebatándosela exasperado. De pronto exclamó—:

¡Ahora recuerdo de quién es esta caja, de Mortimer Sneldon!

—¡Chitón! No grite, podría llamar la atención —dijo Marian.

—Y entonces tú, ¿qué crees que estás haciendo? —dijo burlón.

—Venga… vámonos pronto —dijo Marian.

Llegaron a la puerta del jardín de la mansión Staverton y el conde abrió con su llave aunque estaba seguro de que ella tenía también la suya. Una vez dentro caminaron por el césped aspirando la fragancia de las flores. El conde se detuvo junto a un banco medio oculto entre los árboles.

—No quiero que mis criados te vean vestida así —dijo—. Hablaremos aquí.

—Nadie me verá —contestó Marian—. Bajé cuando su abuela se había acostado ya y salí por la ventana de la biblioteca.

—Bien —concedió él de mala gana—. Volveremos del mismo modo.

Caminaron hasta la ventana de la biblioteca, que seguía abierta. Las velas estaban encendidas y había una botella de champán abierta en un cubo con hielo y una fuente con emparedados, todo listo para el regreso del conde.

El colocó la caja sobre una mesa y se sirvió una copa de champán. De pronto se sintió exhausto y no sólo por los ardientes momentos pasados con Isolda. El encontrar a Marian vestida de hombre, descendiendo de una ventana de la casa de Sir Mortimer Sneldon le parecía un problema abrumador. Se volvió a mirar a Marian. Ella no se había vuelto a poner la gorra y la luz de las velas acentuaba el tono rojo de su cabello. Vestida con unos ajustados pantalones y una chaqueta corta de cuando él estudiaba en Eton, no parecía en absoluto un chico.

Estaba muy femenina y, admitió él, muy atractiva.

Pero, al ver sus ojos temerosos y preocupados y la palidez de su cara, se sintió enormemente enfadado.

—Dime —ordenó con voz de trueno—, por qué estabas en la casa de Sneldon vestida así, y qué hacías exactamente.

—Siento mucho haberle enfadado —contestó Marian—, pero admitirá que fue una mala suerte que usted pasara en ese preciso momento.

—Y de no haber sido así, pensarías que nadie se iba a enterar de esta escandalosa aventura, ¿no? —preguntó él con acritud—. ¿O tuvo Sneldon algo que ver en ella?

Sir Mortimer está mezclado en esto, por supuesto —contestó ella—, pero no de un modo que me concierna a mí directamente.

—¿Qué hay ahí dentro? —dijo el conde señalando la caja.

—¿Tengo que decirle… eso? —preguntó Marian en voz baja.

—¡Me tienes que decir todo! —exigió el conde—. Y puedo asegurarte que con tu conducta has despreciado mi hospitalidad.

—Siento mucho haberlo enfadado —repitió Marian.

—Lo que quieres decir es que sientes mucho que te haya descubierto —dijo él con amargura—. Supongo que tienes un buen motivo para haberte convertido en ladrona, aunque sólo Dios lo sabe. ¡Vamos! ¡Cuéntame toda la historia, quiero saber qué nueva diablura has hecho! —añadió con un rugido.

—No es, en realidad, un secreto… mío —dijo Marian con vacilación—. Prometí que no se lo diría a usted.

—¡Me lo dirás, aunque tenga que golpearte para sacarte la verdad! —dijo el conde con gesto amenazador—. Tuviste suerte de que creyéndote un chiquillo, no te tratara con mayor rudeza.

—¡Es injusto golpear a alguien que es más pequeño! —protestó ella indignada.

—Los ladrones y los asaltantes merecen lo que se les dé, sin importar su tamaño. Ahora, ¿vas a decirme lo que hacías o tendré que sacártelo a bofetadas? Dio un paso hacia ella como si fuera a poner su amenaza en práctica y Marian dijo a toda prisa:

—Se lo diré, pero, antes, ¿podría beber algo? Tengo mucha sed.

El conde le sirvió una copa de champán y se la acercó. Ella dio dos o tres tragos y se pasó la lengua por sus resecos labios antes de hablar.

—No tengo más remedio que decirle la verdad, pero, por favor, prométame que no le dirá a nadie lo que voy a revelarle.

—No te prometo nada —contestó el conde—. No estoy dispuesto a hacer tratos contigo.

—No me atañe a mí, pero si alguien se enterara, podría arruinar la vida de dos personas —dijo con acento sincero.

—No creo haber hecho nunca nada que te lleve a desconfiar de mí —dijo mirándola a los ojos.

—No, por supuesto que no —murmuró ella captando su mirada. Y como si de pronto advirtiera cómo estaba vestida, un leve rubor tiñó sus mejillas y caminó hacia la caja, para detenerse junto a la mesa, con las manos en ella.

—Creo que esta caja contiene… cartas de amor —dijo en voz baja.

—¿Tuyas? —preguntó él y su voz sonó como un disparo.

—Ya le dije —contestó— que yo nunca he estado enamorada. Pero una amiga mía pensó que lo estaba de Sir Mortimer y le escribió cartas muy tontas. Y ahora él la está… chantajeando.

—¡Chantajeándola! —exclamó el conde.

—Le ha dicho que si no se compromete a darle cinco mil libras en un plazo de dos años, llevará las cartas a su prometido, arruinando así el noviazgo y su futuro matrimonio.

—Sabía que Sneldon era un advenedizo —dijo él para sí mismo—, pero nunca imaginé que fuera capaz de tal canallada. Pero, reaccionando, le preguntó con tono amenazador. —Pero ¿qué tiene que ver eso contigo? ¿Por qué interveniste?

—Porque aunque estaba dispuesta a pagar las cinco mil libras para ayudar a mi amiga, no estaba dispuesta a que Sir Mortimer triunfara —dijo ella.

—Sólo tú podías pensar en esa solución —dijo él sonriendo.

—Nadie se habría enterado de lo que hice si no hubiera pasado usted en ese momento por las caballerizas —dijo Marian.

—Pero si hubiera sido otra persona —replicó el conde—, te habrías tenido que enfrentar a los jueces mañana, o quizá a algo peor.

—¿Por qué no abrimos ya la caja y nos aseguramos de que están las cartas? —¿Por qué piensas que están ahí?— preguntó el conde.

—He sido muy lista —dijo ella con aplomo, sentándose a los pies del conde en la alfombra de la chimenea.

—¡Cuéntame! —ordenó.

—Cuando Clai… quiero decir, mi amiga …

—Ya me imaginaba que era a Claire a quien ayudabas —intervino el conde—. He sabido que se ha comprometido en matrimonio con Frederick Broddington.

—Está bien, —empezó ella— cuando Claire me dijo que Sir Mortimer la había amenazado, decidí que intentaría recuperar las cartas.

—No hubieras podido sacar tanto dinero sin que yo me diera cuenta —comentó el conde—, pero no importa, continúa.

—Así que en el baile de anoche, le pedí que alguien me presentara a Sir Mortimer —siguió ella—, y mientras bailábamos, me hice la distraída hasta que me preguntó en qué pensaba. Yo me reí con cierta timidez.

«—Pensará usted que soy una tonta— le contesté —pero estaba pensando en lo divertido que sería llevar un diario de todo lo que hago y de todas las personas a las que conozco».

«—Un diario de su presentación en sociedad— dijo él. —¡Buena idea!».

«—Estoy segura de que sería muy indiscreto, pero no importaría, porque nunca sería publicado— dije, riendo con expresión de tonta. —Al menos, hasta que yo fuera tan vieja, que no importara».

«—Debe hacerlo, ya lo creo— comentó Sir Mortimer. —Ponga en él todo lo que piensa y no olvide incluir los chismes sabrosos, que sin duda alguna serán de interés para la posteridad, sobre todo, si se refieren a gente famosa».

—Comprendí que esperaba enterarse de cosas que pudieran serle útiles en el futuro —aclaró ella al conde.

«—¿Cree que podré hacerlo?— pregunté a Sir Mortimer».

«—Estoy seguro, señorita Lyndon, de que sería un documento fascinante— contestó él. —Escriba todo lo que piense y oiga durante la próxima semana y déjeme verlo».

«—Pero si lo enseño me podría acusar de difamación— dije —como a algunos periódicos que han hablado del príncipe regente».

«—Por mí pierda cuidado— contestó con voz acariciadora».

«—Me quedé callada por un momento y entonces él me preguntó:

»—¿La preocupa algo más?— inquirió él».

«—Me estaba preguntando— dije —dónde podría guardarlo, porque un escritorio nunca está a salvo de la curiosidad de la servidumbre».

«—Lo que usted necesita es una caja de caudales de las de llave única. Puede comprarla en la tienda de Smythson, en la calle Bond —me contestó él».

«—¡Qué buena idea!— exclamé yo. —Entonces si guardo la llave en lugar seguro, nadie podrá leer lo que he escrito».

«—Nadie, excepto yo— dijo Sir Mortimer. —No debe olvidarse que le he prometido ser su corrector y consejero».

«—¡Qué bondadoso es usted!— le dije. —Empezaré mañana mismo».

«—Tanto el diario como la caja puede comprarlos en Smythsons».

«—Iré a primera hora de la mañana— prometí».

—Fui inteligente ¿no cree? —dijo ella mirando al conde.

—Pero ¿cómo sabías dónde la guardaba? —preguntó él.

—Supuse que en su dormitorio —contestó Marian—. Si las cartas de Claire valían cinco mil libras, no se iba a arriesgar a dejar la caja en la sala. Estaba segura de que la tendría escondida en su armario Sonrió y añadió:

—Papá me dijo una vez que cuando los apostadores ganan mucho dinero en las carreras de caballos, lo esconden en el armario de su dormitorio, donde los ladrones casi nunca buscan.

—¿Y allí estaba? —preguntó el conde.

—Allí fue donde primero busqué —contestó Marian.

—¿Y cómo entraste?

—También para eso utilicé mi inteligencia. Supuse que Sir Mortimer no debía tener muchos criados, porque si fuera rico no necesitaría chantajear a Claire. Así que me dirigí al sótano, para ver si todas las ventanas estaban cerradas con llave. Papá insistía siempre en que los ladrones de las ciudades a menudo entrar por las ventanas de los sótanos porque los criados, debido al poco aire que circula allí, las dejan abiertas.

—Te pudieron haber sorprendido con mucha facilidad.

—No fue muy peligroso —dijo ella—. Había dos ventanas. Oí a un hombre roncando en lo que debía ser un dormitorio. En la habitación de al lado, que era una especie de salita, la ventana estaba entreabierta. Entré por ella, me deslicé por un pasillo y encontré la escalera. Es una casa bastante pequeña —dijo ella en un susurro.

—Cada palabra que dices me hace estremecer —exclamó el duque—. ¿Y si te hubieran descubierto?

—Hubiera tenido usted que pagar una fianza para sacarme de la cárcel —dijo Marian—. Y pedir a Sir Mortimer que no presentara ninguna acusación.

El conde la miró con disgusto y Marian, antes de que la reprendiera continuó el relato:

—Estaba segura de que Sir Mortimer no estaba en casa porque es siempre de los últimos en marcharse del baile. De todos modos, me aseguré de que todas las habitaciones estuvieran a oscuras antes de entrar por la ventana del sótano. Y encontré lo que buscaba —dijo satisfecha—. Abramos ya la caja.

Se puso de pie de un salto y cogió el abrecartas de oro que había sobre el escritorio.

—Quizá pueda forzarla con esto —dijo—, ¿o traigo algo más resistente? —¿No irás a salir de aquí con esa facha?— dijo él con tono cortante.

—Muy bien —dijo Marian con humildad—, pero si empezamos con el abrecartas, tal vez podamos después usar el atizador.

Tras bastantes dificultades, varios dedos lastimados y un sinfín de juramentos lanzados por el conde, lograron abrir la caja. Estaba llena de cartas atadas en paquetes separados, facturas, notas y varios pagarés firmados con lo que parecía letra de personas bajo el efecto del alcohol.

—¡Pues sí que trajiste un buen botín! —dijo el conde.

—¡Cuántas cartas! —exclamó ella—. ¿Cuáles serán las de Claire?

Sacó varios paquetes antes de encontrar lo que buscaba.

—¡Éstas son las de Claire! —exclamó tras buscar un rato—. Reconocería la letra en cualquier parte. Era un paquete de unas doce cartas, calculó ella, y algunas parecían ser muy extensas. Esto es todo lo que quiero —dijo—. ¿Qué haré con el resto?

—Creo —dijo él—, que debes dejar en mi poder todo lo demás.

—¿Qué piensa hacer con esas cosas?

—Las devolveré de forma anónima a sus dueños —contestó—, y así quedarán libres de las garras de Sneldon. Ninguno sabrá nunca el papel que desempeñaste en su salvación, pero sin duda quedarán agradecidos toda su vida a su benefactor desconocido.

—¿Quiere decir que Sir Mortimer chantajeaba a toda esta gente? —preguntó Marian.

—No quiero especular sobre su nefasta conducta —dijo el conde con decisión—, pero me aseguraré de que en el futuro muchas anfitrionas distinguidas no lo incluyan entre sus invitados.

—¿Podrá usted hacer eso?

—Lo intentaré.

—Me alegro —dijo Marian—. La conducta de ese hombre es despreciable. La pobre Claire está desesperada.

—Dile que te lo agradezca no diciendo nada a nadie, y mucho menos a Frederick Broddington.

—No sería tan tonta como para hacer eso.

—A las mujeres les encanta confesar sus faltas —dijo él con cinismo.

—A Claire no. Ella quiere que Frederick no sólo la ame, sino que también la admire. De cualquier modo, la haré jurar que guardará silencio.

—Eso me parece muy sensato, pero no me parece que haya nada sensato en tu apariencia. Vete a la cama antes de que me enfade contigo.

—No está enfadado de veras —dijo ella sonriendo—. Usted sabe que habría sido irritante tener que pagar a ese hombre.

—Irritado o no —dijo él con firmeza—, en el futuro, si tienes un problema así, comunícamelo. ¿Me lo prometes?

—No estoy segura —titubeó Marian—. Prometerle algo tan ilimitado sería como dar un salto en la oscuridad.

—¡Deja de buscar excusas! —rugió el conde—. Hoy te has librado pero no permitiré que te metas en más aventuras así.

—Ha sido muy bondadoso y mucho más… decente de lo que yo esperaba.

Así que si eso lo tranquiliza, se lo prometo —dijo ella de pronto.

—¿Sin reservas? —preguntó él con desconfianza.

—¡Sin reservas! —repitió ella, pero sonriendo traviesamente.

—Después de todo —añadió Marian—, no puede haber muchos Sir Mortimer en el Beau Monde.

—Me contarás los problemas con que te encuentres, antes de querer resolverlos —dijo el conde—. Y también quiero dejar bien claro que te prohíbo usar mi ropa.

Marian se miró como si hubiera olvidado su atuendo.

—¿La reconoció usted?

—¿Quién más va a tener aquí una chaqueta de Eton?

—Esto es mucho más cómodo que un vestido —sonrió Marian.

—Ésa no es excusa para que andes así. Y ruego a Dios que mi abuela no te vea.

—Me gustaría contarle toda la historia —dijo ella suspirando—. ¡Le encantaría!

El conde sabía que ella tenía razón, pero admitirlo menguaría su autoridad.

—Vete ya a la cama, chiquilla malcriada, y no olvides tu promesa, o te irás a Harrogate.

—Buenas noches, tutor —dijo—. Ha sido muy amable y civilizado y le estoy muy agradecida, aunque me ha torcido un poco el cuello y mañana voy a tener la muñeca morada.

—¿De veras te hice daño? —preguntó el conde alarmado.

—Bastante, pero podría compensarme llevándome a montar con usted.

—¡Ya veo que la chantajista ahora eres tú!

—¿Y pagará usted o no?

—Está bien —concedió él—. Pero que no sirva de precedente. Me aburre la conversación femenina al empezar el día.

—Seré silenciosa y tímida como un ratoncito —prometió ella.

—Eso es imposible para ti —dijo el conde—. Vete a la cama, yo intentaré aclarar todo esto.

—Al menos podrá usted descubrir si le han escrito cartas de amor más ardientes a Sir Mortimer —dijo ella mirándole con ironía.

—¡Vete a la cama! —rugió él enfadado de nuevo.

La oyó reír con suavidad, mientras se dirigía hacia la puerta.

Ya en su dormitorio, Marian guardó las cartas en un lugar seguro, después escondió la ropa del conde, que había encontrado encima de su armario y se acostó. Pensó entonces que había sido mejor que él la hubiera descubierto porque así se encargaría de las demás cartas, mientras que ella no habría sabido qué hacer con ellas. También pensó que podría haber sido atacada por un depravado. Las cosas que había oído en las conversaciones y que había leído en los periódicos le habían revelado mucho sobre el mundo, desde que llegara a Londres.

Se había enterado de que había mucha inquietud en el país respecto a las restricciones impuestas por el gobierno, respecto a la creciente pobreza del pueblo y, sobre todo, a las injusticias que se cometían al amparo de la ley.

Los periódicos que recibía el conde explicaban la situación política, algo que ella nunca había oído ni siquiera mencionar en la escuela. Hablaban de que las peticiones para que se realizaran reformas bombardeaban al regente. Se habían constituido muchos clubes políticos, los cuales organizaban sus propios salones de lectura y sus escuelas dominicales. El parlamento había aprobado, después de cuatro años de discusiones, una ley, que no había logrado ser aplicada, para limitar el trabajo de los niños en los campos de algodón… ¡a doce horas al día! También se informó sobre las condiciones sociales que imperaban en Londres y en otras grandes ciudades. Y como suponía que el conde le prohibiría tales lecturas si se enteraba, decidió ingeniárselas para leer a escondidas. Se enteró de que los periódicos eran sacados de la biblioteca al día siguiente de su publicación, y apilados en la oficina del secretario del conde durante una semana, por si se necesitaba consultarlos.

Era fácil para Marian inventar cualquier excusa para visitar al señor Richardson, que el proporcionaba a ella y a la duquesa el dinero que necesitaban.

Al salir de la oficina cogía los periódicos que necesitaba de la pila acumulada en el pasillo.

The Political Register, denunciaba en términos enérgicos la falta de interés de los aristócratas, encabezados por el príncipe Regente, en cuanto a los problemas de la gente pobre. Así mismo, afirmaba que la policía era ineficiente y corrupta; que no se hacía nada para suprimir multitud de casas de corrupción donde los chicos eran entrenados para ser delincuentes desde muy jóvenes y enviados a robar. Se explicaba que si alguno de estos chicos era detenido por algún delito menor, era enviado a prisión, azotado y después lanzado a la calle sin un penique. Esto significaba que, a menos que estuviera dispuesto a dormir en la calle y a comer lo que encontrara en la basura, tenía que volver a uno de aquellos antros donde encontraría comida y calor, a cambio de volver a sus actividades delictivas.

Y no eran sólo los periódicos los que revelaban a Marian lo que sucedía en el mundo más allá de la mansión Staverton.

Había caricaturas que todos compraban en las fiestas a las que asistía. El príncipe Regente, a quien dibujaban como un hombre muy gordo, era representado con Lady Hertford, cubierta con las joyas reales, sentada en sus rodillas o montada en él como si fuera una bicicleta. Ese tipo de caricaturas hacía reír a todos. Marian veía cómo empezaba a desaparecer el brillo con el que había visto cubierto el mundo social al principio.

Se preguntaba por qué el conde se mostraba tan severo con ella, cuando toda la gente que él conocía, del príncipe Regente para abajo, se portaba de un modo tan censurable, mientras que el pueblo llano soportaba, si los periódicos decían la verdad, una condiciones intolerables de trabajo y de vivienda.

«No entiendo nada», se decía Marian.

Pero seguía leyendo todo lo que podía y con frecuencia se sentía tentada de preguntar al conde sobre las cosas que la desconcertaban. Pero rechazaba esta idea porque temía que él le contestara que se estaba entrometiendo en algo que no era de su incumbencia.

«¡Pero debería incumbirnos a todos!» pensaba mientras iba en el carruaje, al lado de la duquesa, por Picadilly.

Podía ver la pobreza de los barrenderos y de los niños harapientos acurrucados en los umbrales de las casas, esperando la oportunidad de robar a los transeúntes acomodados o esperando a que alguien se apiadara de ellos y les arrojara una moneda. Tanta riqueza por un lado y tanta miseria por otro, y a nadie parecía importarle la diferencia. ¡Todo era muy desconcertante! Marian se decía que tenía que hacer algo para ayudar.

«Pero he prometido al conde que no haré nada sin avisarle primero» pensó, acostada en la oscuridad. Pensó también que al robar las cartas había corregido una injusticia. Pero había muchas injusticias más y a ella le asustaban las dificultades que significaba lanzarse sola a luchar por eliminarlas.

Era una lástima que el conde no la comprendiera. La consideraba sólo una chiquilla malcriada; una niña que estaba jugando con fuego. Se sintió infantil, por un momento deseosa de que la ayudara, imaginándoselo mucho más fuerte y valiente que ella. Pero enseguida recordó que él estaba interesado únicamente en Lady Isolda Herbert. Tan hermosa, ¡no había duda! Sintiendo por razones que no pudo explicarse, que se le hundía el corazón, Marian comprendió que comparada con Lady Isolda debía parecerle al conde una niña insignificante.

«Si él se casa con ella, como esperan todos», se dijo, «¿qué será de mí?».

Esta pregunta la hizo sentirse de pronto preocupada por su futuro. Había pensado que detestaría vivir en la mansión Staverton, pero ahora le encantaba estar allí. No se trataba sólo de la casa, que era tan hermosa, era también muy emocionante, aunque no podía explicar por qué, saber que el conde estaba allí. A pesar de no verlo con frecuencia, nunca olvidaba que él vivía allí.

Cuando entraba en el salón, antes de la cena, o en las raras ocasiones en que se reunía con ella y con su abuela, el ritmo de la vida parecía acelerarse y ella sentía que la invadía una extraña excitación que nunca antes había sentido.

Y, sin embargo, le gustaba desafiarlo, burlarse de él. Y eso era algo que nunca había sentido respecto a otros hombres. Se trataba de algo inexplicable.

«Por favor, Dios mío, no dejes que se case… demasiado pronto», se sorprendió a sí misma haciendo esta plegaria.

Era la oración más egoísta que había hecho en su vida.