Capítulo 8
El marqués entró en el salón de su yate y encontró a Perlita ante numerosos libros.
—El mar está muy picado —dijo él—. ¿Qué estás haciendo?
—Estoy aprendiendo árabe.
—¿Árabe? —preguntó él con incredulidad—. ¿Cómo es posible?
—Sé un poco ya —contestó ella riendo—. Y no es un idioma difícil. Espero hablarlo bastante bien para cuando lleguemos a Tánger.
—¡Eres increíble! —dijo él, sentándose en una silla junto a ella—. Jamás pensé que una mujer fuera tan buena marinera como tú. Cualquier otra estaría postrada, gimiendo y vomitando.
—Yo adoro el mar —contestó Perlita con sencillez—. ¿Y quién podría quejarse de incomodidad en un yate tan magnífico como éste?
—Me alegro que te guste —contestó el marqués—. Hace mucho tiempo que lo tengo, en parte lo diseñé yo mismo.
El Titania era, en verdad, un barco extraordinario.
Perlita había insistido en que podía pasarse sin doncella en el viaje, así que, por lo tanto, era la única mujer a bordo.
Habían tenido muy buen tiempo en los tres primeros días desde su salida de Inglaterra. Pero ahora el mar estaba picado.
Sin embargo, a Perlita, sentada en el salón, no parecían molestarle los vaivenes del barco producidos por los embates de las olas.
El marqués, que observaba el rostro de Perlita mientras estudiaba, pensó en lo bien que habían salido todos sus planes para el viaje.
Había estado pensando en visitar Italia. Después de decirle a Perlita que se la llevaría al extranjero, fue a la Cámara de los Lores a anunciar su viaje. Lord Palmerston, secretario del Exterior, le había pedido una entrevista privada. Se dirigieron a su oficina privada.
—Oí que va usted al extranjero, Melsonby —dijo Lord Palmerston.
—Sí, milord, he pensado llevar a mi esposa a Italia.
—¿Tendría algún inconveniente en cambiar de ruta?
—No, no de manera particular —contestó el marqués.
—Entonces, le agradecería de manera infinita que visitara usted Marruecos.
Al ver la expresión sorprendida del marqués, el anciano explicó:
—Usted hizo trabajos excelentes para nosotros Melsonby, y no somos ingratos. No cometo ninguna indiscreción al decirle que vamos a ofrecerle un puesto de gran importancia, que le resultará satisfactorio en extremo.
—Es usted muy amable, milord.
—Pero existe un problema —continuó Lord Palmerston—, al que quizá usted encuentre la solución.
—¿De qué se trata? —preguntó el marqués.
—Usted sabe, sin duda, que Marruecos se encuentra, bajo el actual sultán, en un estado de completo desorden. Hay varios sultanes y sheiks que dominan grandes territorios y que están en constante pugna por el poder. Estamos muy preocupados por un sultán llamado Mulay al Zazat.
—Lamento no haber oído hablar nunca de él —dijo el marqués.
—No es extraño. Es un hombre bien educado, estudió en Europa.
—Muy civilizado, por lo que se ve.
—Por desgracia no es así. Parece que lo único que adquirió en Europa fueron vicios occidentales, que combinados con los que ya existen en el mundo musulmán, no dan por resultado nada bueno.
—¿En qué sentido? —preguntó el marqués.
—Cuando el sultán estuvo aquí en Londres, la policía se enteró y nosotros también, de que el sultán tenía una gran debilidad por las jovencitas. Desde que volvió a Marruecos ha aumentado en forma alarmante la cantidad de muchachas blancas que embarcan con destino a ese país.
—Siempre ha existido un tráfico considerable de mujeres blancas en el norte de África —dijo el marqués—, aunque creo que la mayor parte de las mujeres europeas de los harenes musulmanes son francesas.
—La policía inglesa no se mostraría tan inquieta si sus temores no tuvieran fundamento —insistió Lord Palmerston—, y si las mujeres en cuestión fueran todas de cierta clase, no me habrían puesto al corriente. Pero, por desgracia, en fechas recientes varias muchachas, de familias respetables, han sido secuestradas y tenemos razones para creer que han sido embarcadas hacia Tánger.
El marqués enarcó las cejas, Lord Palmerston continuó:
—La semana pasada la hija del general Sir Archibal Daventry fue secuestrada aquí en Londres, en su casa de la Plaza Islington. La señorita Mary Daventry había mencionado a su padre que en varias ocasiones había visto a un hombre, de túnica blanca, observándola, pero el general no le había dado importancia.
—¡Cielos! ¿Y usted cree…?
—Hemos descubierto que una joven cuya descripción corresponde a la de la señorita Daventry fue llevada inconsciente a bordo de un barco, en Tilbury. Había varias mujeres más como pasajeras, todas con destino a Marruecos. Era un barco extranjero y, por lo tanto, no pudimos detenerlo en alta mar, ni investigar su carga en ningún puerto que tocó.
—Parece increíble.
—Tan increíble —reconoció Sir Palmerston—, que yo mismo dudaba de que algo así pudiera ocurrir en Londres en estos tiempos. Sin embargo, ahora que he estudiado los expedientes de la policía, estoy convencido de que el sultán tiene que ver en el asunto.
—¿Qué es lo que desea que yo haga? —preguntó el marqués.
—Le pido que, ya que va de viaje al extranjero, visite Tánger. Nuestro encargado de negocios allí, Sir Drummond Hay, le dará todas las facilidades que sean necesarias. Pero no queremos tener ningún problema con el Sultán Abu al Radmán II, ni deseamos un incidente con Francia.
—Comprendo —dijo el marqués—. Le prometo, Su Señoría, que haré todo lo que esté en mi mano. Vendré a darle mi informe en cuanto vuelva.
—Gracias, Melsonby. Sabía que podía confiar en usted.
En aquel momento le había parecido una tarea muy fácil; pero ahora, mientras viajaba hacia Marruecos, el marqués empezó a ver muchas dificultades que no había considerado en Inglaterra. La primera de ellas era que no hablaba árabe.
—¿Crees que podrías enseñarme a mí también? —dijo en voz alta a Perlita.
—¿Por qué no? Si podemos estudiar juntos, aprenderemos mucho más rápido que si intentamos hacerlo solos. ¿Cuántos idiomas hablas?
—Francés, italiano y español bastante bien —contestó el marqués—. Sé algo de alemán. Puedo ordenar una buena comida en portugués y soy bastante voluble en griego.
—¡Qué inteligente! —exclamó ella en tono de broma—. Entonces el árabe debe ser juego de niños. La verdadera dificultad desde luego, es la pronunciación. Como en el chino, la forma de pronunciar una palabra cambia mucho el sentido de ésta.
—Continúe, maestra —dijo el marqués—. Escucho con gran atención.
El marqués encontró que las lecciones resultaban muy interesantes, y en pocos días, Perlita y él empezaron a conversaren árabe con fluidez.
El yate llegó a Lisboa en un tiempo récord. En Lisboa fueron recibidos y agasajados por el embajador británico, quien les ofreció una espléndida cena antes de que embarcaran de nuevo para continuar su viaje.
El clima era cada vez más agradable, sin embargo, una mañana al despertar, vieron con sorpresa que el yate se movía violentamente.
Soplaba un fuerte viento procedente del Atlántico, que parecía que iba a hacer pedazos la estructura del barco mismo.
—Será mejor que no subas —dijo el marqués a Perlita.
Pero después de estudiar sola una hora, Perlita se dirigió tambaleándose a su camarote, se envolvió en su gruesa capa forrada de piel y subió a la cubierta.
Las olas rompían con fuerza contra el casco y el viento soplaba produciendo un ruido ensordecedor. La cubierta había sido despejada y se había retirado cuanto pudiera ser arrastrado al mar.
La proa del barco se hundía en las verdosas aguas a tales profundidades, que Perlita pensaba que no podría volver a subir más.
Una ola más grande que las otras se estrelló sobre el barco y la brisa producida por ella le dio de lleno en la cara. Por un momento no pudo ver y entonces escuchó la voz del marqués que decía con severidad:
—¿Qué haces aquí? Si no tienes cuidado, puedes caer al mar. Baja ahora mismo —dijo en tono autoritario.
Ella se echó a reír. El marqués notó la luz que parecía haberse encendido en sus ojos y la excitación de sus labios entreabiertos.
—¡Es maravilloso! —exclamó ella—. Me siento libre, sin trabas. ¡Hemos dejado todo atrás y nos dirigimos hacia lo desconocido!
Él casi no podía escuchar sus palabras debido al rugido del viento. Al inclinar la cabeza hacia ella para poder oírla, la boca de ella se quedó muy cerca de la suya.
Inconscientemente, contagiado por el entusiasmo y la excitación de ella, el marqués la besó.
Por un momento sintió la suavidad y la dulzura de sus labios bajo los suyos.
Entonces sintió en su cabeza un golpe sordo y no supo más.
* * *
Perlita cambió la toalla fría de la frente del marqués. Llamaron a la puerta y cuando ella dio la orden de que entraran, apareció el capitán.
—¿Cómo está Su Señoría?
—Estuvo muy inquieto durante la noche —contestó Perlita—. Pero ya está más tranquilo esta mañana.
—¿Ha recobrado la consciencia? —preguntó el capitán.
Perlita negó con la cabeza.
—El palo que se había soltado le golpeó con toda su fuerza —explicó el capitán—. Si le hubiera dado a usted, milady, la habría matado.
—Sí, me lo imagino —contestó Perlita—. Es una suerte que Su Señoría sea tan fuerte.
—Mañana llegaremos a Gibraltar, donde nos detendremos antes de cruzar el estrecho hacia Tánger.
—¿Se dañó mucho el yate durante la tormenta?
—No, muy poco —contestó el capitán—. Nada que no podamos reparar en veinticuatro horas.
—Me alegra saberlo… —dijo Perlita, sonriendo.
—Por favor, milady, avíseme si necesita algo.
—Sí, por supuesto.
El capitán cerró la puerta. Perlita volvió hacia la cama y se quedó mirando al marqués. Parecía increíblemente joven y vulnerable. Siempre le había parecido tan poderoso, tan fuerte, tan invencible.
«¡Me salvó la vida!» se dijo a sí misma.
Si no la hubiera estado besando en ese momento precisamente, el palo que se había soltado le habría golpeado a ella fatalmente.
¡La había salvado otra vez! Y tal vez ese pedazo de madera habría sido más peligroso que el propio Sir Gerbold.
«¿Y si en vez de a mí, le hubiera matado a él?», se preguntó Perlita.
Tomó la mano del marqués, que yacía inmóvil sobre las sábanas blancas. Un ligero temblor la invadió y comprendió, como el día anterior durante la complicada tarea de bajarlo y meterlo a la cama durante la tormenta, que lo amaba.
Lo había amado, pensó, desde que lo conoció. Había pensado que era sólo confianza y fe lo que tenía en él, que no lo consideraba como un hombre, sino como un protector, un paladín contra Sir Gerbold.
¡Pero en realidad había sido amor!
¡Era amor lo que la impulsó a orar en la Iglesia de Welwyn, pidiendo que no fuera descubierta la farsa de su matrimonio!
Era amor lo que la hizo sentir un profundo alivio en sus brazos, cuando la despertó de su horrible pesadilla.
«Te amo… te amo», murmuró para sí misma. Pero comprendió que él nunca debía sospechar siquiera que sus sentimientos hacia él habían cambiado.
A él sólo le gustaban las mujeres morenas y aun ellas no tardaban en aburrirlo. No tenía deseos de que nadie lo atara; quería ser libre.
El beso que le había dado en la cubierta, no había sido un beso de deseo, ella lo sabía muy bien.
¡Era el beso, pensó ella, que un hombre podría dar a un niño, a un compañero, a un amigo! Y eso era lo que debía seguir siendo para el marqués, si no quería que él la dejara.
Para ella, ese beso había trastocado todo lo que pensaba y sentía sobre los hombres. Al contacto de los labios del marqués, se sintió sacudida por una extraña emoción. No se había sentido escandalizada ni asustada por su contacto. En cambio, sintió un éxtasis maravilloso, que jamás pensó siquiera que existiera.
¡Esto era el amor… ésta era una emoción que había pensado que ella jamás conocería!
«¡Te quiero!» murmuró en el fondo de su corazón.
Él abrió los ojos y la vio contemplándolo, con el rostro muy cerca del suyo y una expresión en los ojos que conocía. Era una expresión tierna y gentil, una expresión, pensó él, de compasión.
—¿Dónde estoy?
—Estás bien —dijo Perlita—. Un palo que se soltó del mástil te golpeó la cabeza.
—No recuerdo cómo ocurrió.
Perlita lanzó un leve suspiro de alivio. Él no debía recordar que la había besado. Parecía haber olvidado aquel momento de éxtasis, y eso era lo que ella quería.
Se apresuró a cambiar el paño frío de la frente del marqués. Después, fue a traerle un poco de sopa reconfortante, que le dio ella misma.
Poco después, cayó en un sueño profundo, ya normal.
* * *
Al día siguiente el mar se había calmado y el marqués pudo levantarse.
Cuando terminaron las reparaciones del yate en Gibraltar, reemprendieron el viaje a Tánger. El marqués estaba casi totalmente recuperado. Le contó a Perlita la razón por la que Lord Palmerston quería que visitaran Tánger.
—¿Cómo supones que podemos descubrir la verdad? —preguntó ella, horrorizada ante la idea de que mujeres blancas fueran embarcadas como esclavas hacia un país extranjero.
—Tú no podrás hacer nada —contestó el marqués—. Harás vida social en la embajada. Yo haré todo lo que sea necesario.
Pero cuando llegaron a Tánger, Sir Drummond Hay, parecía tener ideas muy diferentes al respecto.
—Me alegra muchísimo que haya podido venir, Melsonby —dijo, estrechando la mano del marqués—, Lady Melsonby, sea usted bienvenida. Me temo que encontrará muy aburrida la vida en Tánger. No podemos tener ningún tipo de vida social en un país lleno de inquietud e infestado de ladrones y bandidos.
—¿Tan mal están las cosas? —preguntó el marqués.
—Muchos europeos han sido asesinados en los últimos tiempos y eso ha significado el éxodo de las mujeres de nuestros funcionarios. No están dispuestas a correr ningún riesgo.
—Ni yo permitiré que lo haga mi esposa tampoco —dijo el marqués.
Perlita vio que Sir Drummond parecía desilusionado y dijo:
—¿Tenía usted planeado algo para mí?
—No, si su esposo no lo permite —dijo Sir Drummond.
—¿Qué es? —preguntó Perlita.
—Esperaba —contestó Sir Drummond—, que usted visitara a la sultana viuda, la madre del sultán Mulay al Zazat, en su Kasbah. Ya he informado a la sultana que tal vez Lady Melsonby quisiera visitarla.
—Entonces, desde luego, debo ir —acordó Perlita. Vio que el marqués fruncía el ceño y dijo rápidamente—. No lo haré, si no quieres. Pero sería muy interesante para mi libro.
—¿Está usted escribiendo un libro? —preguntó Sir Drummond.
—Estoy coleccionando historias tradicionales de cada país —explicó Perlita—. Esperaba conseguir alguna en Marruecos.
—Oirá muchos relatos en Tánger y en todos los lugares del mundo árabe —sonrió el encargado de negocios.
—Cuénteme algo sobre el Sultán Mulay al Zazat —dijo el marqués.
—Es un hombre muy atractivo e interesante. La mayor parte de los europeos que le conocen se sienten fascinados por él.
—¿Cuál es su territorio? —preguntó el marqués.
—Una parte de él llega hasta los muros mismos de la ciudad —contestó Sir Drummond—. Su Kasbah, de hecho, está en las afueras de Tánger y a partir de ahí su territorio se extiende por centenares y centenares de kilómetros a todo lo largo de la costa del Mediterráneo. Ha sido siempre un rebelde. Es agresivo, ambicioso y enemigo del Sultán de Marruecos.
—¿Usted cree que es verdad que tiene una especie de comercio de esclavas blancas, con jovencitas de Inglaterra? —preguntó el marqués.
—Estoy seguro de que es cierto —contestó Sir Drummond—. Pero creer es una cosa y probar otra muy diferente. En cuanto al supuesto secuestro de la hija de Sir Archibald Daventry, me resulta un poco difícil de aceptar.
—¿Cree usted que puede haber muerto? —preguntó el marqués.
—En las últimas semanas, numerosos cuerpos, todos de mujeres, han sido encontrados en el mar —contestó Sir Drummond—. Sus rostros han sido mutilados o devorados por los tiburones, así que son irreconocibles. La explicación, desde luego, es que son secuestradas y asesinadas por bandidos que sólo se interesan en robarlas. ¿Cómo podríamos atribuir tales crímenes al sultán?
—Estamos en una situación difícil, según parece.
—En mi opinión nuestra única esperanza es que Lady Melsonby encuentre alguna pista, si visita a la sultana. Es una mujer muy interesante según me han dicho, y tiene sangre francesa.
—¿Quiere decir que mi esposa podría hablar con ella en francés?
—Creo que su francés es bastante comprensible.
El marqués miró a Perlita. Habían quedado, antes de desembarcar en Tánger, que ninguno de los dos diría que hablaban un poco el árabe.
—A mí me encantaría conocer a la sultana —dijo Perlita al encargado de negocios—. Mientras tanto, ¿nos podría usted mostrar Tánger?
—Sí, encantado —contestó él.
—Tánger —les dijo— es la puerta de Marruecos. Ha sido ocupada, a través de los siglos por los vándalos, los bizantinos y los árabes. Por último cayó bajo la dominación turca, para quedar finalmente en poder de los moros.
* * *
A Perlita le encantó ver los restos de mármol de la primitiva ciudad romana de Tingis; le pareció preciosa la ciudad de casas blancas con techos planos, construidas en plazas rectangulares, sobre la ladera de una colina. Su blancura contrastaba con el azul del cielo y del mar.
Le gustó el colorido de la gente que pululaba por la angosta calle.
Vio hombres de túnicas blancas, mujeres cubiertas con los espesos velos de los yashmaks, que sólo dejaban ver sus ojos.
Había berberiscos, judíos, moros y negros, todos vestidos con sus trajes típicos. A Perlita le encantó, también, ver los altos y elegantes minaretes recortados contra el fondo del cielo.
Todo era nuevo y fascinante, el marqués parecía tan interesado como ella en lo que veía.
Sir Drummond les dio una vuelta completa por Tánger y después se dirigieron hacia el norte. Fuera de los altos muros de la ciudad, flanqueados por sus torres, vieron un enorme edificio que parecía casi un castillo medieval, rodeado de palmeras y olivos.
—¡Ése es el Kasbah del Sultán Mulay al Zazat! —dijo Sir Drummond.
—¡Es una verdadera fortificación! —exclamó el marqués.
—Le aseguro que el sultán tiene un ejército considerable —dijo el encargado de negocios—. Su Kasbah es, en realidad, una pequeña ciudad impenetrable. Y éste es sólo uno de sus Kasbahs. Tiene muchos otros, en diferentes partes de su territorio.
El encargado de negocios ordenó a su cochero que diera la vuelta.
—Mañana la enviaré al Kasbah —dijo, dirigiéndose a Perlita—. Creo que los jardines son muy bellos, pero nunca los he visto.
—¿Por qué no? —preguntó el marqués.
—Se reservan a las mujeres del harén del sultán —explicó Sir Drummond—. Me gustaría mucho que su esposa me los describiera después de su visita.
—¿Y cuántos espías tiene usted dentro del Kasbah del sultán? —preguntó el marqués.
—Tengo algunas fuentes de información —contestó el encargado de negocios con cierta frialdad, como si rehusara ser interrogado—. ¡Pero no es fácil! Le aseguro, Melsonby, que cuando los hombres saben que por hablar pueden cortarles la cabeza, se vuelven muy silenciosos.
Mientras los hombres hablaban de espionaje y soborno, Perlita pensaba con emoción en su visita del día siguiente.
En el camino de regreso a la Embajada, se detuvieron para que Perlita visitara una de las tiendas del país. Allí le mostraron verdaderas obras de arte, maravillas para vestir.
Perlita se mostró fascinada por tantas cosas bellas y el marqués le compró cuanto quiso.
—¡Gracias! ¡Gracias! —exclamó dirigiéndose tanto al marqués como a Sir Drummond, cuando volvieron a la Embajada—. Nunca me ha parecido tan fascinante ir de compras. Mañana exploraré el bazar principal, que según he sabido es todavía más emocionante.
—Yo haré arreglos para que vaya ahí, debidamente guiada, para que los comerciantes no abusen de usted, como hacen con los turistas.
Cuando llegó al dormitorio que le habían destinado en la Embajada y contempló la dorada playa que se extendía hasta las aguas azules del Estrecho de Gibraltar, Perlita pensó que nunca se había sentido tan feliz. ¡Qué bondadoso era el marqués! Comprendió que aún el estar cerca de él le producía una emoción que jamás había sentido antes. Trató de no pensar en que su relación con él era del todo temporal y terminaría en cualquier momento.
«¡Le amo! ¡Le amo! ¡Le amo! Pero si le dejo adivinar que nuestra farsa de matrimonio significa más para mí de lo que significa para él, le perderé para siempre».
La idea de enfrentarse a la vida sin el marqués a su lado, para protegerla, la aterrorizaba.
Perlita estaba a punto de retirarse de la ventana, cuando percibió un movimiento en el soleado jardín de la Embajada. Un árabe se encontraba escondido entre los arbustos y Perlita notó que la observaba. Lo oscuro de su piel y de su vestimenta le hacían parecer una sombra.
Un poco turbada, pensando que era impertinente que un sirviente espiara de esa forma a un visitante, volvió a su habitación. Poco después, por curiosidad, se asomó otra vez.
Esperaba ver al hombre trabajando en el jardín, pero había desaparecido, no había nadie allí.
* * *
A la mañana siguiente, Perlita fue al bazar acompañada por uno de los funcionarios de la embajada y varios sirvientes.
En la última tienda que visitaron, el comerciante que la atendió insistió en que viera el jardín de su casa, situado en la parte posterior del bazar. Perlita aceptó entusiasmada, aunque el funcionario inglés no pareció muy complacido de que lo hiciera.
El jardín era precioso. Tenía una fuente tallada en el centro. Lirios acuáticos flotaban en sus aguas y a su alrededor había una increíble profusión de flores: orquídeas, hibiscos, geranios y jazmines, que llenaban el lugar de un exótico aroma.
Rodeando el jardín, había pequeñas ventanas enrejadas cubiertas con espesas cortinas.
Perlita sintió que la estaban observando desde ella. Pensó que el comerciante la había llevado al jardín para que pudieran verla las mujeres de la casa. Levantó el rostro sonriente hacia las ventanas y le pareció ver una sombra moviéndose tras las cortinas.
Cuando volvió a salir a la tienda el funcionario de la Embajada le dijo que debía irse ya si no querían llegar tarde a la comida.
Salieron por las callecitas estrechas hacia la plaza donde los esperaba el carruaje de la Embajada. Al llegar a ella vieron un grupo de caballos que se alejaban del lugar.
—¿Quiénes son? —preguntó Perlita que se había detenido para verlos partir. Al hacerlo, el hombre que iba en el centro, cubierto con una amplia capa blanca, se volvió hacia ella. Tenía unas facciones atractivas, una pequeña barba y penetrantes ojos oscuros.
—Estoy casi seguro —contestó el joven funcionario inglés—, de que es el Sultán Mulay al Zazat, con su guardia privada.