Capítulo 5

Aleda se despertó y sintió frío.

Observó que las velas junto a su cama se habían consumido, así que debía ser tarde. Entonces se dio cuenta de que Doran Winton no había acudido a su habitación.

Aún estaba sentada sobre el sillón, pero al quedarse dormida, había caído sobre uno de los brazos:

Sintiéndose tensa se incorporó y miró el reloj que estaba sobre la chimenea.

¡Eran las cuatro de la mañana!

Winton no había venido a buscarla y era obvio que no pensaba hacerlo.

Por un momento, no se preguntó el porqué y quitándose la negligé se metió en la cama.

Se quedó dormida casi en cuanto su cabeza tocó la almohada.

Cuando despertó una vez más, la doncella estaba descorriendo las cortinas y la luz del sol inundó de brillo la habitación.

Se sentía cansada y deseaba volver a dormir.

La doncella acercó una bandeja con el desayuno y la depositó sobre una mesa junto a la cama.

Ella se incorporó, apoyándose sobre las almohadas y cuando la doncella comenzó a arreglar la habitación, preguntó:

—¿Qué hora es?

—Son casi las diez y media, milady, y pensé que usted desearía que la despertara porque la comida será temprano.

—¿Las diez y media? —preguntó Aleda como si no pudiera creerlo.

Estaba acostumbrada a moverse muy temprano porque tenía muchas cosas por hacer en la casa y, además, siempre sentía apetito.

Ahora comió un delicioso desayuno que le fue servido en platos de porcelana y pensó en lo diferente que era todo.

Cuando terminó de comer, le preguntó a la doncella que le traía baño:

—¿Por qué vamos a comer temprano?

—Porque el amo supuso que a milady le gustaría salir a montar con él. Y le sugiere que baje con su traje de montar.

Una vez más, Aleda pensó que todo había sido planeado sin consultarla previamente.

No obstante, nada le complacería más que el poder salir a montar y tal vez, podría hacerlo todos los días, siempre y cuando «si él me lo permite. Quizá tenga otros planes».

—¡Es como estar en el colegio! —exclamó en voz alta sin darse cuenta.

La doncella se dio la vuelta.

—¿Habló usted, milady?

—Hablaba conmigo misma —respondió Aleda y pensó que no era extraño.

En su casa, a menudo hablaba en voz alta cuando se encontraba sola porque las habitaciones permanecían tan silenciosas que la asustaban.

Ahora, por mucho que lo odiara, allí estaría Doran Winton para conversar con ella y si se comportaba tan impersonal e interesante como lo había hecho la noche anterior, resultaría muy agradable.

Mientras se vestía comenzó a preguntarse por qué él no había acudido a su dormitorio la noche anterior, tal como ella se lo había imaginado. ¿Porque casi no se conocían? ¿O porque no le resultaba atractiva?

Ella sabía que lo único que él ambicionaba era mejorar su posición y, por lo tanto, no había ninguna razón por la cual la viera como otra cosa que no fuera un objeto útil. «O quizá pretenda remodelarme como lo va a hacer con Blake Hall».

Se miró ante el espejo y observó que el traje de montar que le había comprado era muy atractivo.

Confeccionado en una tela color azul oscuro, no era nada sofisticado, sino más bien muy elegante.

La chaqueta se ajustaba muy bien a su cuerpo, destacando su diminuta cintura y la blusa de muselina blanca era perfecta para alguien de su edad.

El sombrero de copa alta tenía un velo de gasa de un color ligeramente más claro que el sombrero mismo. Después del viejo traje que había usado para montar en su casa, tuvo que admitir la mejoría de su apariencia. Cuando bajó por la escalera se sintió un poco turbada. Aquél era el primer día de su matrimonio y aún no conocía casi nada acerca del hombre con quien se había casado. El mayordomo le informó que Winton la estaba esperando en la biblioteca y después de acompañarla por el pasillo le abrió la puerta.

Aleda entró, pero se quedó inmóvil por la impresión.

Ella no había esperado encontrar tantos libros ni una habitación tan impresionante como la biblioteca de su casa, pero aquí todo parecía ser perfecto, incluyendo los distintos volúmenes.

Ella se quedó mirándolos, preguntándose cuál debería leer primero.

En ese momento escuchó que Doran Winton le decía:

—¡Buenos días, Aleda! Espero hayas dormido bien.

La joven se percató de que él se encontraba parado de espaldas a la chimenea y como ésta se encontraba a su izquierda no lo había visto al entrar.

Observó que vestía traje de montar y se veía aún más alto y masculino de lo que se había visto el día anterior.

—¡Qué biblioteca tan maravillosa! —comentó ella.

—Pensé que te gustaría —respondió él—. Y aunque muchos libros ya estaban aquí cuando compré la casa, yo he añadido muchos más sobre diferentes temas.

—Entonces debo leerlos lo más pronto posible —exclamó Aleda—, de lo contrario, tendremos conversaciones del todo unilaterales, pues usted sabe mucho más que yo.

—¿Vamos a competir? —preguntó él.

La joven pensó que aquélla era una pregunta pertinente y un leve rubor tiñó sus mejillas.

Hubo una breve pausa antes que él dijera:

—Por el momento, me parece que te gustaría hablar acerca de los caballos. En las caballerizas tengo muchos que deseo mostrarte.

—¡Eso será muy emocionante! —aseguró Aleda—. No sabe cuántos deseos tengo de montar.

—Supongo que serás tan hábil montando como tu hermano —señaló Doran.

Aleda le sonrió.

Ambos tomaron un frugal alimento y después les trajeron los caballos a la puerta.

Cuando se alejaron galopando, Aleda se sintió feliz por primera vez desde que David había llegado para anunciarle que los acreedores pensaban denunciarlo.

El caballo que montaba era un animal con mucho espíritu y sangre árabe, igualado solamente por el semental negro que montaba Doran Winton.

Se pusieron en camino a través de los llanos y después galoparon a lo largo de tres kilómetros antes de detener sus caballos.

—¡Eso fue maravilloso! —comentó Aleda emocionada.

—Yo tenía razón —expresó Doran Winton—. Tú eres tan hábil como tu hermano, si no es que mejor.

—A David no le gustaría escuchar eso —contestó Aleda, riendo—. Pero a mí me agrada mucho el halago.

Continuaron su paseo y cuando ya se dirigían a la casa ella dijo:

—Estoy segura de que esta noche voy a estar muy adolorida, pero valió la pena.

—Te daré algo para que lo pongas en tu baño —le prometió Doran—. Pero creo que debes tomar las cosas con calma y no esforzarte mucho hasta que estés más fuerte.

—Estoy lo suficiente fuerte como para poder montar —aseguró Aleda de inmediato.

De pronto abrigó el temor de que le prohibiera hacer algo tan placentero para ella y que no había esperado hacer durante su luna de miel.

Y como él no respondió, ella añadió:

—En realidad me encuentro muy bien y me molesta que la gente se preocupe demasiado por mí.

—Todos nos sentimos así —respondió Doran—. Pero debemos darnos cuenta de que es por nuestro bien.

—Ahora habla usted como mi nana, quien siempre me aseguraba que era por «mi bien» cuando me presionaba para comer algo raro o tomar alguna medicina desagradable.

Doran rió y después observó:

—Trataré de no hacer ninguna de esas dos cosas, pero debe comprender que es mi deber cuidarla.

Aleda se contuvo para no decir que ella no sabía por qué. Luego pensó que era porque tenía un cierto valor para él.

Ella podría introducirlo en la alta sociedad conocida como el Beau Monde.

Con un poco de cinismo, Aleda pensó que a él no le sería muy difícil obtener todo cuanto quería, teniendo tanto dinero.

Podía invitar a la gente a hospedarse en su casa de Londres, en el coto de caza en Leicestershire y, más adelante, en Blake Hall cuando éste estuviera remodelado.

Estaba segura de que muy pocos rechazarían sus invitaciones.

En seguida la joven preguntó:

—Cuando regresemos a Londres en plena temporada supongo que usted deseará ofrecer un baile.

—Ya lo he pensado —respondió Doran—. Sin duda será algo que tú vas a disfrutar ya que nunca tuviste una temporada como debutante.

—¿Está usted pensando en mí? —preguntó Aleda con incredulidad.

—¿Y en quién más? —respondió él—. Yo no soy afecto a los bailes ni a los eventos sociales, pues me resultan muy aburridos.

Aleda estaba tan sorprendida que no pudo responder. ¿Sería verdad lo que estaba diciendo o estaría fingiendo? Ella no conocía la respuesta y esto la inquietó durante todo el regreso a la casa.

El té estaba servido en la sala de estar y después, con un tono imperativo que a ella le molestó, Doran la hizo que subiera a descansar.

Sin embargo, se alegró de poder quitarse el traje de montar y meterse en la cama.

Por mucho que lo negara, sabía que no estaba tan fuerte como lo estuviera dos años antes y se quedó dormida casi en cuanto se acostó.

Al despertar, se sorprendió al descubrir que ya era de noche y que junto a su cama había sólo una vela encendida.

Las cortinas permanecían cerradas, por lo que se dio cuenta de que había dormido durante mucho tiempo.

No sin esfuerzo se levantó de la cama para ver el reloj y casi no pudo creer que pasaba de la media noche.

Le pareció increíble haber dormido sin que la despertaran para la cena y supuso que había sido por instrucciones de su esposo.

Regresó al lecho y cerró los ojos.

Por lo menos aquella noche no tenía que preocuparse de la posible visita de Winton.

Se preguntó si a éste le habría molestado tener que cenar solo o si le habría dado gusto comprobar que ella no estaba tan fuerte como debería estarlo.

* * *

A la mañana siguiente, Aleda llamó a la doncella muy temprano y se encontraba ya en el desayunador cuando Doran llegó procedente de las caballerizas.

Seguramente había ido para ver los caballos y pensó que eso era algo que a su joven esposa también le gustaría hacer. Al entrar, él le dijo:

—Antes que me reproches nada por dejarte dormir, déjame decirte que yo pensé que era lo justo.

—¿Por qué pensó que yo se lo iba a reprochar? —preguntó Aleda.

—Capté una mirada acusadora en tus ojos —respondió Doran—, y anticipé lo que podría significar.

—En ese caso le daré las gracias por ser tan considerado —repuso ella—. Estaba más cansada de lo que imaginé.

—Espero que no tanto como para no poder salir a pasear en carruaje esta mañana.

—¿Pasear en lugar de montar?

—Cabalgaremos por la tarde si te sientes con suficientes energías, pero ahora deseo mostrarte mi nueva finca y comentarte las mejoras que pienso llevar a cabo.

Mientras recorrían las diferentes áreas y las tierras que estaban siendo cultivadas con las técnicas más modernas, ella se dijo una y otra vez que todo aquello era muy fácil de hacer cuando se disponía de tanto dinero como lo tenía Doran.

Sin embargo, tuvo que aceptar que había algo más que el dinero.

Winton tenía ideas innovadoras que estaba poniendo en práctica cuando la mayoría de los granjeros se encontraba sin trabajo porque la guerra ya había terminado.

El precio de las cosechas se había venido abajo.

Pero Doran contrató más hombres y había encontrado un mercado para sus productos.

Aleda sintió curiosidad y preguntó:

—¿Cómo es que usted sabe tanto acerca de los cultivos en Inglaterra habiendo permanecido en el extranjero tanto tiempo?

—Yo fui educado en Inglaterra —respondió él—, y si bien he hecho dinero a través de diferentes productos, sé muy bien cómo producir lo que hace falta y después venderlo en el momento preciso a precios adecuados.

Ella pensó que él hablaba como un verdadero comerciante.

Pero al mismo tiempo, se daba cuenta de que sus tierras estaban siendo trabajadas con provecho, lo cual era excepcional y un ejemplo para otros terratenientes.

También observó que a sus campesinos les complacía mucho verlo y cuando se detenían para dialogar con ellos, todos lo miraban con admiración.

Asimismo, en el rostro de sus sirvientes pudo observar la misma expresión.

«¡Dinero! ¡Sólo dinero, dinero, dinero!», se dijo a sí misma.

No obstante, reconoció que estaba siendo injusta y que antes que nada lo que hacía falta era inteligencia y visión.

Después de que montaron por poco tiempo en la tarde, ya que Doran temía que ella se cansara, Aleda tuvo oportunidad de ir a la biblioteca.

Se quedó sorprendida ante la gran variedad de libros que encontró allí.

Tomó dos para llevarlos a su habitación y pensó que aquellos libros le abrirían nuevos horizontes.

No obstante, reconoció que las conversaciones que mantenía con Doran resultaban aún más interesantes y provechosas.

La obligó a retirarse temprano a la cama y ella casi había resentido el no poder continuar conversando con él.

Sin embargo, él se mostró terminante y ella le reprochó:

—Me trata como a un… niño.

—Por el contrario —aclaró él—, te estoy tratando como a una mujer que será aún más bella cuando no esté tan delgada y sus ojos brillen constantemente, cosa que ahora no sucede con frecuencia.

Ella se quedó tan sorprendida ante esas palabras que se quedó mirándolo fijamente.

Y, como no pudo encontrar una respuesta se fue a su habitación sin decir nada más.

«¿De veras estoy tan delgada?», se preguntó cuando se observó en el espejo después de desvestirse.

Estudió su imagen y advirtió que era verdad. A pesar de los elegantes vestidos que se ponía, no lograba disimular su extrema delgadez.

También le molestó el comentario acerca de sus ojos, pues quizá eso significaba que él se había dado cuenta de que ella lo odiaba y que resentía que fuera tan rico cuando David y ella eran tan pobres.

«Una cosa es cierta», se dijo ella, «y es que yo no le llamo la atención por lo que todo va a resultar mucho más fácil de lo que yo esperaba».

Y, sin embargo, como era mujer, no pudo evitar sentirse molesta al pensar que su esposo la encontraba poco atractiva y no tan bonita como ella creía verse con su nuevo vestuario.

Los siguientes dos días los pasaron montando, paseando en el carruaje y discutiendo acerca de mil temas diferentes, hasta que Aleda se percató de que estaban llevando a cabo un duelo de palabras.

Ella siempre tomaba el partido opuesto a cuanto él sugería. Resultaba fascinante ver si lo podía derrotar en una discusión ya fuera sobre política, religión, o sobre algún sitio remoto de la tierra.

Pronto, Aleda se percató de que él estaba haciendo lo mismo.

Sus ojos tenían una luz muy especial cuando la retaban y ella tuvo que reconocer que resultaba muy atractivo. Aleda comía muy bien y dormía tranquilamente todas las noches.

Al quinto día de su «luna de miel» tuvo que confesarse a sí misma que lo estaba disfrutando.

Había tenido mucho temor de que Doran abusara de ella y la obligara a ser suya, pero la había tratado de una manera muy distante aunque muy cordial.

Ambos montaban juntos, conversaban y aquello era algo que ella no había conocido antes y que le fascinaba.

Cuando la doncella la despertó a las ocho, le anunció:

—Perdón, milady, pero necesita apresurarse. El amo dice que saldrán para Londres lo más pronto posible.

Aleda se sentó en la cama.

—¿Para Londres? —preguntó ella—. ¿Por qué?

—No tengo idea, milady —respondió la doncella—. Pero ésas son las órdenes del amo.

Aleda casi no podía creerlo.

Ella había pensado que se quedarían en aquella casa por un lapso de tres semanas o quizá más. Y ahora se marchaban apenas después de cinco días.

Se preguntaba por qué Doran habría cambiado de parecer y no pudo evitar el pensar si sería porque estaba aburrido.

Se vistió con el traje y el abrigo con los cuales había viajado a Leicestershire.

Cuando bajó por la escalera poco antes de las nueve vio el carruaje de viaje frente a la puerta.

Doran se encontraba en el desayunador y cuando Aleda entró, él se puso de pie y dijo:

—¡Gracias por ser tan puntual! Te ruego me disculpes por tanta prisa.

—¿Pero, por qué tenemos que marcharnos? —preguntó Aleda—. Yo no sabía que pensaba regresar a Londres tan pronto.

—No era mi intención —explicó él—. Pero he recibido un comunicado que hace imperativo que yo esté allí mañana.

Aleda esperó, pero Winton no dijo más y ella pensó que si él quería mantenerlo en secreto, no iba a darle el gusto de mostrarse curiosa.

Cuando Aleda terminó de desayunar, su doncella y el valet de Doran ya se encontraban viajando a bordo de un vehículo tirado por seis caballos para llegar a Londres antes que ellos.

El sol brillaba y la capota del carruaje de viaje había sido quitada.

Cuando emprendieron el camino, Aleda sintió que le dolía alejarse de aquel lugar.

Al principio, tuvo mucho miedo, aunque todo había sido muy diferente a lo que ella había esperado.

Pensó que cuando llegaran a Londres iba a perder lo que había sido una felicidad temporal.

—¿Por qué estás tan preocupada? —preguntó Doran mientras conducía con su habilidad habitual.

—¿Cómo sabe que lo, estoy? —preguntó Aleda.

—Yo puedo adivinar lo que estás pensando —respondió él. Aleda lo miró sorprendida.

—¿Cómo puede… hacerlo?

—Es algo que he podido hacer desde que te conocí —repuso él.

Ella apartó la mirada y después de una pausa, expresó:

—Leer mis pensamientos es algo que usted no debe hacer.

—¿Por qué no?

—Porque eso me hará sentirme muy insegura. Después de todo, los pensamientos de cada quien deben ser secretos.

—Sólo si son malos o desagradables —argumentó Doran.

Aleda se sintió culpable ya que la mayoría de sus pensamientos hacia él habían sido desagradables, al menos hasta los últimos tres días.

Sin embargo, al presente ella sabía que le gustaba estar con él y también charlar y montar en su compañía.

—Eso lo podemos hacer en cualquier lugar donde estemos —dijo él.

La joven lo miró con la boca abierta.

—Ahora sí está leyendo mis pensamientos —protestó airada—, y nunca más me voy a sentir tranquila junto a usted.

—Entonces voy a dejar de leerlos y tú me dirás lo que piensas y lo que quieres.

Aleda estaba tan sorprendida que permaneció en silencio ya que no se le ocurría nada que poder decir.

Para entonces llegaron al camino principal y dada la velocidad a la que estaban viajando era imposible hablar.

El viaje estuvo tan bien organizado como el anterior, con la excelente comida preparada por el chef de Doran esperándolos en las postas.

Llegaron a Londres en un tiempo récord, poco después de las tres.

—Tan pronto como lleguemos, procura descansar —sugirió Doran—. La cena se servirá tarde, pues debo entrevistarme antes con alguien.

Aleda sintió deseos de preguntar de quién se trataba, pero pensó que, por alguna razón que ella no comprendía, él prefería dejarla en la ignorancia.

«¿Por qué iba a importarme a mí?», se preguntó la joven cuando llegó a su habitación.

No obstante, después de que se desvistió y se encontró sola, se dijo que sí tenía interés y que era muy poco amable de parte de Doran el no comentarle nada.

Cuando se estaba quedando dormida descubrió que sus sentimientos hacia él eran muy diferentes a como fueran la última vez que había dormido en aquella habitación.

* * *

Esa noche, cuando bajó a cenar se encontró conque él ya la estaba esperando con una copa de champaña en la mano.

—¿Descansaste? —le preguntó Doran.

—No quisiera tener que confesar que usted tenía razón y que yo estaba cansada —respondió ella.

El rió.

—Supongo que ya te habrás dado cuenta de que siempre tengo razón cuando se trata de ti.

—Ésa es una afirmación muy temeraria que me complace decir que no es verídica.

—Entonces te lo voy a demostrar.

—¿Cómo?

—Mírate en el espejo.

Ella no comprendió, pero sin prestar mucha atención miró el espejo con marco de oro que estaba sobre la chimenea.

Allí observó que, de, alguna manera inexplicable, parecía diferente a como se había visto la víspera de su boda.

En esa ocasión, se había visto tensa por el terror de que a David lo llevaran a la cárcel, porque Doran Winton iba a comprar la casa y por el horror de quedarse a solas con él.

Ahora sus mejillas mostraban un color natural y aunque sus ojos aún parecían muy grandes para su delgado rostro, su aspecto era mejor.

Además, aunque pareciera extraño, ya no se veía tan extenuada como antes.

Hasta sus cabellos parecían tener un nuevo brillo, como si hubieran vuelto a la vida después de haber estado medio muertos.

—En dos meses más podrás estar tan bonita como debes estarlo.

—¡Dos meses! —protestó Aleda—. ¿Cómo puede ser tan cruel y hacerme esperar tanto tiempo?

—Tengo algunas ideas para acelerar el proceso —contestó él—. Pero te hablaré de eso en otra ocasión.

Ella sintió curiosidad, pero en aquel momento anunciaron la cena y ambos entraron en el comedor.

Durante la cena hablaron de muchas cosas, pero Winton no le explicó el motivo de haber regresado a Londres con tanta premura.

Cuando se retiró a la cama, Aleda se sentía molesta por aquella omisión.

«El no me confía sus asuntos», se dijo. «Pero como puede leer mis pensamientos ya sabe mucho acerca de los míos».

Cuando se metió en la cama pensó que aquello era algo muy extraño para pensar acerca de su esposo.

Por la mañana, Aleda se enteró de que Doran ya había salido de la casa y que sentía mucho no poder llegar para la comida.

La joven decidió que sería interesante ir de compras. Estaba segura de que a pesar de toda la ropa que él le había regalado, existirían muchas cosas que le gustaría escoger por sí misma.

No había ninguna razón para no hacerlo.

Sin embargo, cuando llegó la hora de salir se había interesado tanto en un libro que canceló la orden para que le trajeran el carruaje.

Hacía tanto tiempo que no visitaba las tiendas que de repente la embargó el temor de hacerlo.

Quizá, por ignorancia, compraría las cosas equivocadamente y aquello la haría aparecer muy tonta delante de Doran.

Estaba segura de que él le iba a indicar, como solía hacerlo, que tuvo razón al escoger exactamente lo que le sentaba bien a ella.

Leyó durante un rato, pero como pensó que el sol y el aire fresco le harían bien pidió a uno de los lacayos que la llevara al otro lado de la calle. Éste abrió con una llave la cerradura de la puerta del jardín que era para uso exclusivo de los residentes de la plaza.

En aquel momento no había nadie allí, excepto dos niños pequeños acompañados por su nana.

Caminó sobre el pasto, disfrutando del sol, pero pensando que aquello era un pobre sustituto comparado con la vista que se apreciaba desde la casa de Leicestershire.

Caminó dos veces alrededor del jardín y resolvió regresar. Al llegar junto a la reja vio al lacayo que estaba en los escalones de la casa esperando para cruzar la calle y abrirle la puerta.

Éste no pudo hacerlo de inmediato porque un faetón muy elegante pasó en ese momento.

También había varios transeúntes quienes se quedaron mirando a la joven. Entre ellos se encontraban dos extranjeros y cuando ambos la miraron ella no pudo evitar mirarlos también.

De inmediato regresó a la casa, deseosa de volver a la biblioteca y a sus libros.

Eran casi las cinco cuando Doran regresó.

Tan pronto como escuchó sus pasos, Aleda se puso de pie para recibirlo.

—¡Ya regresó! —exclamó.

—Discúlpame por haberte dejado sola tanto tiempo —se disculpó Winton.

—Me he sentido muy contenta —expresó Aleda—. Estuve leyendo un libro muy interesante. También salí a caminar un poco por el parque.

—Veo que fue un día muy agradable —observó Doran con una sonrisa.

—Y qué cree —empezó a decir Aleda—. Cuando crucé la calle vi a dos chinos uno de los cuales llevaba una coleta. ¡Eso es algo que yo nunca había visto antes!

Para sorpresa suya, Doran pareció desconcertarse.

—¿Chinos? —preguntó—. ¿Estás segura?

—Nunca he sabido de otros hombres que lleven coleta —afirmó Aleda.

—¿Qué estaban haciendo? —preguntó ansioso y a ella le pareció que su voz se había vuelto un poco dura—. Caminando por la calle.

Estaba a punto de decir algo más cuando el mayordomo entró en la habitación seguido por un lacayo con una bandeja de plata sobre la cual había una tetera y una variedad de pastelillos y sandwiches. Aleda miró a Doran y sonrió.

—Tengo la sospecha que ésta es otra manera de obligarme a subir de peso —observó ella—, y si no anda con cuidado me pondré demasiado pesada para sus caballos.

El rió antes de responder.

—¡Acepto el riesgo!

Mientras tomaban el té, Aleda esperó a que él le dijera dónde había estado, pero como no lo hizo, ella no se lo preguntó.

Pero al mismo tiempo, resentía tantos secretos.

—Para recompensarte por mi ausencia, esta noche he invitado a una persona a cenar. Espero que te complazca volverlo a ver.

No fue muy difícil adivinar que se trataba de Jimmy Harrington, quien había sido el testigo de Doran en la boda y a quien Aleda encontraba muy divertido.

Conversaron hasta después de las once de la noche y, de pronto, Doran dijo:

—Aleda y yo tuvimos un día muy pesado hoy, así que voy a enviarte a tu casa, Jimmy.

—¿Insinúas que yo soy el invitado que nunca se va? —preguntó Jimmy.

—Tú puedes quedarte todo el tiempo que gustes —respondió Doran—. Lo que pasa es que Aleda y yo estamos acostumbrados a los horarios del campo.

Jimmy rió y les dijo que estaba seguro de que ambos se iban a convertir en dos ermitaños.

Y, como si Doran le hubiera dado una orden, el invitado se puso de pie y se despidió.

Cuando los dos hombres caminaron juntos hasta la puerta principal, Aleda escuchó que Jimmy decía:

—Voy a pasar a White antes de irme a acostar. ¿Es demasiado pronto para hablar acerca de tu matrimonio?

—Ahora que he tenido que regresar a Londres será mejor que yo lo anuncie en La Gaceta —dijo Doran.

—No puedes ocultar a algo tan hermoso como es Aleda durante toda la vida —comentó Jimmy— y eres un hombre muy afortunado. Estoy seguro de que a todos tus amigos pensarán lo mismo cuando la conozcan.

Al escuchar aquello, Aleda sintió un cierto calor en el corazón.

Al instante, los dos amigos debieron salir por la puerta porque ella ya no pudo escuchar la respuesta de Doran.

«Supongo que le habrá dicho que estoy mejorando, pero que aún me falta mucho», pensó.

Quería preguntarle a Doran cuál era su opinión respecto a ella, pero sabía que sería embarazoso si él le decía algo amable simplemente para complacerla.

Comenzó a subir por la escalera y casi llegaba al final cuando Doran entró por la puerta.

La miró y ella presintió que iba a darle las buenas noches. Entonces él recordó que aquello era algo que no debería decir delante de la servidumbre.

Por lo tanto, Aleda se limitó a sonreírle y no estuvo segura si él había hecho lo mismo.

Se apresuró a llegar hasta su habitación donde su doncella la aguardaba.

Cuando se hubo desvestido y la sirviente la había dejado sola, dudó un momento antes de meterse en la cama.

Estaba cansada, pero también se sentía inquieta, aunque ignoraba el porqué.

Sin explicarse el motivo, descorrió las cortinas y miró hacia la plaza.

Las estrellas tapizaban el firmamento y una media luna proyectaba su luz a través de las hojas de los árboles.

También se veía la luz de las casas que rodeaban la plaza y a ella le pareció que tenía una belleza muy propia.

Ella miró hacia las estrellas y el jardín y pensó que, aunque se encontraban en la ciudad, siempre había algo que podía levantar el corazón de la misma manera que lo hacía el campo.

Y cuando miró la calle debajo de ella, descubrió a los dos hombres que había visto antes.

Se dijo a sí misma:

«Sí, son chinos. ¡Yo tenía razón!», pensó. «Llevan ropa europea, pero uno de ellos tiene coleta y ambos tienen los ojos rasgados».

Pensó que debería decírselo a Doran y estaba a punto de correr a la habitación de su esposo para prevenirlo, pero en aquel momento los dos individuos se alejaron por la plaza y ya no los pudo ver más.

—Ahora nunca podré convencer a Doran de que yo tenía razón —se dijo.

Lanzando una última mirada a las estrellas, cerró las cortinas y se metió en la cama.