Capítulo 2

Después de un sueño reparador, Lord Arkley se levantó temprano. Al mirar su reloj, vio que no eran todavía las seis y media de la mañana.

Sabía desde hacía tiempo que justamente a aquella hora, Meidinger, el ayuda de cámara del rey, a quien habría despertado la banda, que tocaba todos los días debajo de su ventana, entraría en el dormitorio de su amo para correr las cortinas.

La reina Alejandra siempre comentaba en tono de broma con su marido que el rey repetía sin falta la misma pregunta todas las mañanas: «¿Cómo está el tiempo hoy, Meidinger?».

Tan pronto como recibía una respuesta, el rey se levantaba y se vestía.

A las siete y media, con su secretario a un lado y su caballerizo al otro, el rey correría con paso vivo la calzada desconocida como «Kreuzbrunnen».

Como a Lord Arkley le disgustaba permanecer en la cama innecesariamente, pensó que aquél sería un buen momento para anunciar al rey su llegada.

Llamó a Hawkins para que le ayudara a vestirse y después de desayunar en el saloncito, se dirigió al «Kreuzbrunnen» en busca del monarca.

Era una radiante mañana de verano que realzaba la belleza de Marienbad. La ancha calzada estaba flanqueada por una hilera de árboles a un lado y una impresionante columnata al otro.

Pasear por allí, era toda una actividad social y los veraneantes bebían las aguas mientras paseaban.

Siguiendo el ejemplo del rey, la mayoría de los caballeros llevaban traje gris y sombreros de hongo con las alas hacia arriba. Todos llevaban en una mano un bastón o un paraguas y en la otra, un tarro con las aguas sulfurosas de Marienbad que bebían a sorbos haciendo pausas en su conversación mientras paseaban.

Las damas aparecían un poco más tarde, llevando elegantes vestidos y enormes sombreros adornados con flores o plumas. También llevaban en una mano el tarro de agua sulfurosa y en la otra, una sombrilla para protegerse del sol o de la lluvia.

Lord Arkley encontró finalmente al rey, después de haberse detenido a charlar con una docena de amigos que se mostraron encantados de verlo.

Como era de esperarse, el rey estaba hablando con una atractiva dama, que le había ganado la partida a sus competidoras al atraer la atención del rey por haberse levantado más temprano.

Lord Arkley se aproximó y esperó a que el rey terminara su conversación que, evidentemente, era de carácter íntimo.

—A las cinco en punto —dijo finalmente Su Majestad—. Estaré esperando ansiosamente ese momento.

Aquello significaba que el rey visitaría a la dama en cuestión a la hora del té.

Las citas con el rey no sólo se buscaban ansiosamente sino que requerían preparativos especiales. Para aquellas ocasiones, se habían diseñado vestidos para el té que podían usarse sin los innumerables corsés y prendas interiores. Generalmente, se perfumaba el ambiente y se corrían las cortinas.

Cuando el rey empezaba a alejarse de la encantadora dama, vio a Lord Arkley. La expresión de alegría que asomó a su rostro era innegable. Tendiéndole su mano, le dijo:

—¡Por fin ha llegado, Arkley! Lo estaba esperando desde ayer.

—Llegué después de la cena, señor, y pensé que sería ya muy tarde para entrevistarme con Su Majestad.

—Nunca es demasiado tarde ni demasiado temprano para lo que tiene que decirme —replicó el rey—. Venga, no puedo esperar para escuchar sus informes.

Se alejó apresuradamente de la columnata hacia una vereda que no estaba tan concurrida.

Después de quitarse el sombrero ante dos bellas damas que le dirigían insinuantes miradas y de saludar a varios dignatarios extranjeros, el rey se sentó en un banco que estaba situado junto a un prado lleno de flores visitado por una bandada de mansas palomas.

El secretario y el caballerizo se alejaron a una distancia prudente mientras vigilaban a los que se aproximaban para evitar que interrumpieran a Su Majestad.

—¿Y bien? —preguntó el rey, acomodándose todo lo que le permitía su protuberante estómago y dirigiendo una atenta mirada a Lord Arkley.

—Todo ha resultado como usted lo había previsto, señor —contestó Lord Arkley—. El kaiser está incitando a su pueblo en contra de Inglaterra y hasta los oficiales de los regimientos siguen su ejemplo portándose grosera y desdeñosamente con nosotros.

El rey asintió con la cabeza.

—Eso es lo que yo pensaba.

El rey, así como muchos otros en Inglaterra, sentía aprensión por el futuro debido a los celos que el kaiser profesaba a su tío, por su comportamiento durante la guerra de los boers y por la dureza con que trató a su madre inglesa poco antes de morir.

Las relaciones del rey con Alemania nunca habían sido fáciles y la conducta del kaiser, durante las regatas de Cowes, había sido enormemente desagradable, ya que había intentado crearle serios problemas a su tío, el rey de Inglaterra.

Se quejó de que el sistema establecido no era justo y creó tanta confusión durante las regatas que el rey les había dicho a sus amigos:

—Las regatas de Cowes siempre significaron un esparcimiento muy agradable para mí, pero ahora que el kaiser las está dirigiendo, se han convertido en una incomodidad, con esos escandalosos griteríos y esas descargas de fusilería con que se saluda a los vencedores.

El rey había viajado a Alemania en 1901 para visitar a su hermana que agonizaba de cáncer en Friedrichshof.

Había expresado el deseo de que su visita se considerara como un asunto de familia y se sintió desconcertado cuando, al bajar del tren en Frankfurt se encontró a su sobrino esperándole con uniforme de gran gala y acompañado por una escolta familiar.

Sin embargo, esto no le disgustó tanto como las referencias que hizo el kaiser a los ministros británicos llamándoles «fideos duros».

Pero la situación se puso aún más tirante cuando al año siguiente el kaiser visitó Inglaterra. Aunque su visita había sido planeada con sumo cuidado para hacerla lo más agradable posible, organizando partidas de caza, cenas y bailes con músicos y actores traídos desde Londres hasta Sandringham para entretenerlo, el kaiser no hizo más que quejarse.

Y si al kaiser no le habían caído simpáticos los ingleses, los sentimientos de éstos hacia él fueron recíprocos.

Los cortesanos ingleses se quedaron atónitos cuando algunos miembros de la comitiva militar del kaiser sacaron sus revólveres para dispararle a las liebres, y les irritaban los aires de superioridad con que discutían cualquier asunto.

Las relaciones entre el rey y el kaiser se deterioraron rápidamente y aquel año, el kaiser pronunció un explosivo discurso en Tánger anunciando el interés de Alemania por Marruecos.

Aquello fue un esfuerzo desesperado para crear discordia antes de que se efectuara un pacto anglo-franco-ruso.

Sin embargo, los alemanes habían utilizado torpemente la conferencia de Marruecos y dejaron a Francia, apoyada por Inglaterra, como el poder dominante de aquel área.

El kaiser estaba convencido de que su tío estaba planeando la destrucción de Alemania y estaba más resentido que nunca contra él.

—¡Es un demonio! —anunció en un banquete que celebró en Berlín, y al cual asistía Lord Arkley—. Es increíble lo diabólico que puede ser.

Hubo otros comentarios del mismo tipo y Lord Arkley pensó que era su deber comunicárselos al rey. Sin embargo, omitió las alusiones que hizo el kaiser a la laxitud moral de la sociedad inglesa y concretamente, a la relación del rey con la señora Keppel.

Aunque guardó silencio deliberadamente sobre aquel asunto, por los comentarios que hizo el rey, tuvo la completa seguridad de que alguien se lo había comunicado ya con anterioridad.

Era bien sabido que aquél era un tema muy delicado como para discutirlo con el rey.

Pero Lord Arkley tenía muchos pormenores que relatar. Mencionó la apresurada construcción de barcos de guerra, que prometían ser más grandes y mejores que los de Inglaterra, y el hecho significativo de que el número de integrantes del ejército aumentaba año tras año, si no mes tras mes.

El rey lo escuchó con gran atención, ya que el saber escuchar era una de sus más preciadas cualidades. Después, se puso en pie, y le dio las gracias a Lord Arkley.

—Tiene que seguir informándome. Quiero conocer con todo detalle cuáles son los sentimientos que albergan hacia mí mis parientes. Pero ahora tengo que hacer un poco más de ejercicio.

Con la misma sonrisa con la que había cautivado no sólo a las gentes sino también las naciones, continuó:

—Gracias, Arkley. Sabía que podía contar con usted y muy pronto necesitaré de sus servicios otra vez.

Soltó una risita maliciosa.

—Sin embargo, le concederé unas breves vacaciones y estoy seguro de que encontrará aquí algunas damas muy atractivas.

Rió ruidosamente antes de añadir:

—Pero me imagino que eso ya lo sabe. Le he dejado una o dos.

Es usted muy generoso, señor —dijo Lord Arkeley con ojos brillantes.

—Volvamos hasta la columnata a ver a quién encontramos allí —sugirió el rey.

Desandaron el camino, seguidos por el secretario de Su Majestad y por el caballerizo. Cuando llegaban al «Kreuzbrunnen», Lord Arkley vio venir hacia ellos a un hombre sentado en una silla de ruedas.

Le fue muy difícil reconocer al príncipe Friedrich. Estaba distinto a como él lo recordaba. Los finos y distinguidos rasgos habían dejado paso a su rostro hinchado sobre cuya enrojecida piel se destacaban las cicatrices de las heridas recibidas en sus numerosos duelos.

Parecía imposible que hubiera cambiado tanto en tres años, pero sin lugar a dudas era el príncipe Friedrich.

Junto a él caminaba la esbelta figura vestida de blanco a quien Lord Arkley había visto en el balcón la noche anterior.

De un rápido vistazo pudo comprobar que era tan hermosa como se dijo cuando contrajo matrimonio. Era muy delgada, en contraste con la voluminosa figura de su esposo, y su piel parecía de alabastro, pálida y casi transparente.

Sus enormes ojos parecían llenar su rostro y era imposible que pasara inadvertida la angustia que se reflejaba en lo profundo de sus pupilas.

Sus cabellos eran oscuros, aunque Lord Arkley había pensado que, habiendo nacido en Hungría, serían rojizos.

Tenía un aire espiritual y al mismo tiempo misterioso, como si procediera de otro mundo.

Al ver al rey, el hombre que empujaba la silla de ruedas se apartó del camino y Lord Arkley observó que los príncipes venían protegidos por dos hombres que parecían ser guardaespaldas.

El rey saludó quitándose el sombrero.

—Buenos días, Friedrich —dijo con su tono más jovial—. Buenos días, Marta.

El príncipe Friedrich respondió con un gruñido, pero la princesa hizo una reverencia y el rey, con un gracioso movimiento, sorprendente en un hombre de su corpulencia, se llevó la mano de ella a los labios.

—Hace un hermoso día —dijo—, digno de una belleza como usted.

La princesa sonrió y durante un momento, su rostro se alegró.

—Su Majestad siempre me dice cosas amables.

Su voz era suave y musical y el rey añadió:

—Déjeme presentarle a un encantador inglés que acaba de llegar. Le había prometido a Lord Arkley que en Marienbad encontraría a las mujeres más hermosas del mundo y ¡aquí está usted!

La princesa le dirigió una tímida mirada a Lord Arkley y el rey añadió, poniendo una mano sobre el hombro del príncipe Friedrich.

—Supongo que conoce a Arkley, Friedrich.

Lord Arkley había saludado a la princesa con una inclinación de cabeza y ahora dijo, dirigiéndose al príncipe:

Estuve en Wilzenstein hace algunos años, señor, y fue usted muy bondadoso conmigo. Recuerdo que tuvimos una estupenda cacería de venados.

—Lo recuerdo bien —dijo el príncipe Friedrich en tono áspero—. Pero como podrá ver, las partidas de caza se han acabado.

—Sólo puedo ofrecerle a su alteza mi más profunda simpatía —dijo Lord Arkley en voz baja.

El rey estaba hablando animadamente con la princesa y Lord Arkley comprendió que encontraba aburrida la amargada actitud del príncipe.

Comprendiendo que debía esforzarse en ser amable, Lord Arkley añadió:

—Acabo de visitar Brandenburgo y Sajonia, señor.

—¿Ha estado allí?

El príncipe parecía interesado y Lord Arkley continuó:

—Tuve un viaje muy agradable y disfruté particularmente de mi estancia en Hesse.

El príncipe estaba interesado sin lugar a dudas y durante unos instantes conversó animadamente. De pronto, dijo en tono cortante:

—Es hora de mi masaje.

No se dirigió a Lord Arkley sino al hombre que empujaba su silla de ruedas.

—Todavía tenemos cinco minutos, alteza —replicó el hombre.

—¡No me repliques y muévete! ¡Rápido!

Era una orden expresada en tono militar e inmediatamente la silla se puso en movimiento.

Lord Arkley reconoció enseguida la voz del hombre que empujaba la silla. La había escuchado la noche anterior exhortando a su amo a entregarle el látigo y aquel mismo hombre había llevado al príncipe fuera de la habitación, dejando a la princesa desmayada en el suelo.

Ella sonreía ahora por algo que el rey le había dicho y en aquel momento, parecía joven y feliz.

Así debía haber estado el día de su boda, envidiada por todas sus amigas porque se convertiría en una princesa reinante, una gran duquesa de un pequeño, pero próspero país.

No parecía probable que hubiera estado enamorada del novio, aunque sin lugar a dudas él debió de amarla para haberla escogido por esposa sin ser de sangre real.

Aquella elección no era típica de los alemanes, aunque los Esterházy tenían tal importancia en su país que no era de extrañar que uno de sus miembros se desposara con un monarca.

Pero enamorada o no, debía haber sido algo terrible pasar por aquella experiencia el día de su boda y ver toda su vida futura completamente cambiada por la bomba arrojada por la mano de un asesino.

—Tiene que venir a cenar conmigo una de estas noches, querida —le decía el rey a la princesa Marta.

Friedrich no me dejaría ir sola —contestó ella—, y últimamente no va a ninguna parte.

—Intentaremos convencerlo —dijo el rey—. No le beneficia en nada quedarse encerrado lamentando su desgracia.

—Intente convencerle de que salga una de estas noches, por favor, majestad —suplicó la princesa.

Miró consternada hacia donde desaparecía la silla de ruedas de su esposo.

—¡Debo irme ahora! —dijo sobresaltada.

Le hizo una reverencia al rey y miró a Lord Arkley unos instantes.

Después, con el elegante movimiento de una gacela, corrió tras su esposo.

—¡Pobre muchacha! —dijo el rey con voz suave—. ¡Y pobre diablo! ¡Qué vida!

En su lugar, yo preferiría estar muerto.

Lord Arkley estaba de acuerdo, pero no tuvo tiempo de expresar su opinión.

Habían llegado al «Kreuzbrunnen» y todas las damas estaban allí ahora, vistosas como flores exóticas y tan atractivas que parecía innecesario que bebieran las aguas sulfurosas.

El rey estaba en su elemento. Nada le divertía tanto como tener una audiencia de hermosas mujeres que le hicieran coro mientras lucía sus habilidades de gran conversador.

Y como estaba de vacaciones, siempre existía la posibilidad de poder disfrutar de alguna aventura emocionante.

Lord Arkley recordaba cómo el año anterior una artista estadounidense, que no había sido invitada a las fiestas a las que acudía el rey, llegó a Marienbad.

Alquiló unas habitaciones en un hotel cercano al Weimar y muy pronto descubrió la rutina diaria del rey.

Una hermosa mañana, la exquisita figura de una de las mujeres más hermosas del teatro americano apareció sentada en un banco situado cerca del Kurhaus, aparentemente absorta en un libro.

Aquella mañana acompañaban al rey Sir Frederick Ponsonby y dos amigos íntimos.

Cuando el rey pasó junto a ella, Maxine Elliot levantó sus grandes ojos oscuros del libro y se encontró con la mirada del rey.

El grupo real prosiguió su camino.

Pero unos minutos después, uno de los asistentes del rey regresó con un mensaje.

—¿Es usted la señorita Elliot? Su Majestad admiró mucho su actuación en Londres y le agradecería su presencia esta noche en la cena que la señora de Arthur James dará en honor de Su Majestad. A las siete y cuarenta y cinco en el hotel Weimar. Se le enviará una invitación a su hotel.

Lord Arkley pensó, sonriendo con cinismo, que el fin de la historia fue exactamente como lo había planeado la señorita Elliot.

Pero el rey no era la única persona que hacía amistades en el Kurhaus. Allí había también un buen número de damas a las que les hubiera encantado reanudar su amistad con Lord Arkley.

En sus ojos solía brillar una mirada que él conocía muy bien: especulativa —se preguntaban si estaría libre— provocativa y por supuesto, incitante.

Todo aquello le parecía divertido, pero cuando regresó al hotel con el rey, pensó que en aquel momento lo que más le intrigaba era conocer lo que estaba sucediendo en el cuarto contiguo al suyo.

Sin duda alguna la princesa Marta era la mujer más hermosa que había visto en Marienbad.

Y, si quisiera ser honrado consigo mismo, tenía que reconocer que era la mujer más hermosa que había visto en toda su vida.