Capítulo 4
Por un instante, Orelia se sintió demasiado asustada para intentar moverse o hablar. Sólo acertó a quedarse estática, muy pálida, mirando al marqués con ojos muy abiertos y atemorizados.
—¿Puedo preguntar —inquirió el marqués en un tono sarcástico que revelaba su enfado— el nombre del galán que cautivó su corazón y que, por carecer de valor para buscarla a la luz del día, la espera afuera?
—No… no hay… nadie.
—¿Espera acaso que le crea?
—Es… es la verdad.
La miró a la escasa luz, como si quisiera penetrar en su alma para ver si mentía. Luego, dijo en un tono diferente:
—¿No sería mejor que fuéramos a algún lugar donde nuestra conversación no despertara a los sirvientes? Entremos en la biblioteca.
Obedientemente, Orelia lo precedió a través del vestíbulo. Llevaba la cabeza y la barbilla altas, pero se sentía como si fuera conducida a la guillotina y la sofocaba el latido de su corazón.
Al llegar a la biblioteca, observó un sillón de terciopelo rojo frente al fuego. Al lado, había una mesa con una licorera y una copa llena de vino a la mitad.
Se preguntó qué hizo al marqués dirigirse al vestíbulo.
¿Era su oído tan fino que escuchó algún pequeño ruido o su instinto le avisó que algo especial sucedía?
Pero no había tiempo para especulaciones. El marqués cerró las puertas de la biblioteca a sus espaldas y se dirigió hacia ella, que esperaba indecisa, oculto casi el rostro bajo la capucha de piel gris, mientras se retorcía nerviosa los dedos.
—¿Adónde iba?
—Me… marchaba.
—Eso es obvio. Considerando que soy su anfitrión, de quien se cuidó de no despedirse, ¿puedo preguntar adónde se dirigía?
—Regresaba… a casa.
—¿Por qué?
La pregunta, incisiva, pareció retumbar por las paredes. Orelia vaciló en contestar, pero el marqués exigió con voz imperiosa. —Insisto en saber la razón, Orelia.
—Se debe a que… no… no deseo c… casarme con el conde de Rotherton.
Apenas se oía su voz cuando tartamudeó al hablar. Temía que el marqués se enojara, que se pusiera furioso con ella porque rechazaba a su amigo. Quedaría ante sus ojos como una chica infantil y tonta, capaz de huir de un hombre que no le ofrecía nada indecoroso, sólo hacerla su esposa.
¿Por qué no pudo enfrentarse al conde? ¿Por qué no pudo rechazarlo sin recurrir a medidas tan drásticas? Se produjo un silencio después de sus palabras, un silencio en el que Orelia sólo escuchaba los latidos de su corazón. No se atrevía a mirar al marqués. Pero él inesperadamente dijo en un tono extraño:
—¿Podríamos sentarnos para que me lo explique más ampliamente? Déme su capa; hace calor aquí.
Sus palabras la sorprendieron tanto, que Orelia sintió que el color le volvía a la cara y dejó de temblar.
Se desató la capa con dedos torpes y el marqués se la quitó y la puso en una silla al lado de la puerta. Cuando regresó a su lado, comprendió que ya no estaba enojado con ella. Sin embargo, tal vez le ofendería notar que no usaba ninguno de los costosos trajes que le dio, sino uno muy sencillo, de muselina, hecho por ella misma.
No sabía que aquella ropa la hacía verse infinitamente joven y vulnerable, pero advirtió la repentina dulzura de la voz del marqués al decirle:
—¿No quiere sentarse, Orelia?
Lo obedeció, pero no se sentó en la silla frente a él. En su lugar, se dejó caer en la alfombrilla de piel frente a la chimenea con las llamas que iluminaban su pequeño rostro angustiado.
El marqués, sentado en el sillón de terciopelo rojo, cruzó las piernas y se reclinó hacia atrás serenamente.
—¿Quiere contarme todo?
—Me siento… muy avergonzada de ser tan… tonta, pero no logro que nadie entienda que no quiero… que no deseo casarme con… el conde.
—Cuando dice «nadie», me imagino que se refiere a mi abuela y al mismo Rotherton, ¿no es así?
—Traté de hacérselo saber a su señoría, pero nunca se me permite verlo… a solas y aunque… le escribí una carta, estoy convencida de que no la recibió.
—¿Y le dijo a mi abuela que deseaba rechazarlo?
—Se lo he dicho, pero no quiere escuchar. Ni ella ni Carolina… entienden. Creen que debería sentirme… satisfecha de casarme con alguien tan rico e importante, pero no puedo… ¡no puedo hacerlo!
—¿Por qué?
La pregunta, sencilla, directa y sin ambages, le pareció a Orelia un arma amenazadora.
Dejó caer un poco más la cabeza, para que el marqués no pudiera ver su rostro.
—No lo… amo —dijo en voz casi inaudible.
Al decirlo, imaginó que a él le parecería una razón ilógica. La acogería con el mismo desdén que su abuela y Carolina. Pero, cuando esperaba oírlo reír o tal vez burlarse de su estupidez, lo oyó decir tranquilamente:
—¿Cree que el amor es esencial para el matrimonio?
Antes de hablar, temió ofenderlo. Carolina le había contado que no existía amor entre ella y el marqués, que el suyo sería un matrimonio de conveniencia. ¿Cómo hacerle entender que ella era diferente de su prima, que no podía entregarse a un hombre, a ningún hombre, a menos que lo amara? Por último, sabiendo que el marqués esperaba su respuesta, logró decir:
—Por lo que a mí respecta, sí milord.
—¿Y rechaza a Rotherton porque no lo ama?
—Sí.
—Yo tenía entendido que usted estaba de acuerdo. Es cierto que, comparado con usted, Rotherton es algo viejo, pero es muy rico. Ocupa un lugar preponderante en la sociedad y muchos le envidian sus extensas posesiones.
Como Orelia no respondió nada, continuó diciendo después de un momento:
—Es indudable que ha vivido una existencia alegre desde que enviudó, pero eso se podría decir de cualquier hombre del bello mundo. ¡Su reputación es mucho más respetable que la mía! Pero si la ama tanto como me aseguran, sin duda lo podrá reformar.
—Sé… todo eso. Su abuela me señaló muy claramente las ventajas que obtendría al convertirme en… la esposa de su señoría.
—¿Y aún así desea rechazarlo?
—No me dan la oportunidad de hacerlo. No quieren escucharme. Por eso pensé que, si me iba a casa, le podría escribir a su señoría, expresándole que, aunque me siento honrada con su proposición, no puedo aceptarla. Entonces tal vez Carolina y la duquesa… entenderían.
Hizo una pausa y luego levantó los ojos oscurecidos por la preocupación y le dijo al marqués:
—No seré una carga para… usted y Carolina… se lo prometo. Encontraré algún tipo de empleo para sostenerme. Debe creer que ésa es mi intención.
—¿Realmente piensa que eso tiene alguna importancia?
—Por supuesto que la tiene. Milady me hizo ver que me convertiría en una carga para usted a menos que me casara, y Carolina teme que se me trate como a una parienta pobre. Pero… yo no me quedaría aquí, milord. ¡Jamás haré eso!
—Antes que nada, quiero decirle algo —repuso el marqués—. Siempre será bienvenida a mi casa, no como una carga ni como una parienta pobre, sino como alguien a quien respeto y me honro en conocer.
Sus palabras hicieron que Orelia se ruborizara.
—Gracias, milord. Es usted muy bondadoso al decirme eso, a pesar de que, después de un corto tiempo, ya no sería cierto. Carolina tiene razón: sólo sería un estorbo, pues, además, ustedes querrán estar solos. No me desearán ni a mí ni a nadie con ustedes.
—Habla como si planeara su vida para siempre. Si no se casa con Rotherton, habrá otros hombres. Por Dios, criatura, ¿no se ha visto al espejo? ¿No comprende que siempre habrá hombres… hombres que la desearán, que querrán poseerla?
A Orelia le pareció que su voz sonaba innecesariamente dura y dijo rápidamente:
—Tal vez tenga razón, milord. Tal vez un día encontraré a alguien a quien amar, pero hasta que eso suceda, no me casaré con lord Rotherton ni con nadie.
—¿Y si no encuentra a un hombre así… qué será de usted?
—Tengo planes para el futuro pero, si su señoría me perdona, prefiero no hablar de ellos por el momento. Todo lo que quiero ahora es irme a casa y zafarme del enredo en que estoy metida. ¿Me permitirá hacerlo?
—¿Cree realmente que la dejaría irse sola a la calle a esta hora?
—Sólo iba a tomar la diligencia de la posada en Piccadilly.
—Tiene que prometerme algo.
—¿Qué cosa?
—Que jamás volverá a tratar de hacer una tontería tan grande. Si tiene algún problema, si algo le sale mal, si está asustada por algo, acuda a mí; le juro que la protegeré.
Orelia levantó la vista asombrada, no sólo por escuchar aquellas palabras, sino por la profunda sinceridad que advirtió por primera vez en la voz del marqués.
No se burlaba de ella; su tono no era sarcástico ni cínico. Le pareció que le hablaba con el corazón.
El marqués se inclinó hacia adelante en el sillón y acercó su rostro al de ella. Cuando sus ojos se encontraron, algo sucedió, algo extraño y completamente inexplicable. Fue como si él la mantuviera cautiva y ella deseara permanecer así. Había en aquellos ojos una hipnótica exigencia que la imposibilitaba de apartar la vista. Parecía que todo su ser se quedaba sin vida, y que él le robaba el alma del cuerpo.
Un carbón encendido cayó a la parrilla de la chimenea y el sonido rompió el hechizo.
Orelia desvió el rostro, pero para ello necesitó de un esfuerzo casi sobrehumano.
—Prométemelo —repitió él.
—Lo… prometo.
—Te quedarás aquí. Yo hablaré con Rotherton: no te volverá a molestar y le informaré a mi abuela acerca de ello. Trata de divertirte, Orelia. La sociedad comenta ya tu belleza, tu encanto, tu dulzura.
—¿Hablan de mí?
—¿Eres realmente tan modesta?
—No creí… que nadie… se fijara en mí.
Una ligera sonrisa asomó a los labios del marqués cuando bajó la vista para mirarla… los bucles que brillaban a la luz del fuego, las mejillas que recuperaban su color, aquellos ojos… menos oscuros y asustados que antes, pero todavía turbados y aturdidos. —Eres muy bella, Orelia, ¿no te has dado cuenta?
—¿Lo dice en serio?
—Lo digo en serio.
Quiso volver a mirarlo, pero se intimidó de pronto. Sus pestañas aletearon contra sus mejillas y volvió el rostro hacia el fuego.
—Tengo algo que decirte. Hoy recibí carta de Rupert… la carta más feliz y entusiasta que jamás me escribió. Disfruta enormemente de la vida en el regimiento y ya fue felicitado por el oficial en jefe.
—¡Oh, qué gusto, qué gusto! Sabía que si él llegaba a obtener lo que realmente deseaba, se encontraría a sí mismo y ya no se sentiría perdido y desgraciado.
—Hablas como si lo protegieras y, en realidad, eso es lo que hiciste. Cuesta trabajo imaginar cómo tú, tan pequeña, tan joven y tan poco mundana, supiste tratar a un joven disoluto, y que comprendieras de tal modo sus necesidades.
—Fue usted quien le concedió su más querido deseo.
—A insistencia tuya. Eres un adversario formidable, Orelia.
—¡Ahora se burla de mí! Luché por Rupert porque no soportaba verlo tan desdichado, tan enredado contra su voluntad en algo que podía arruinar toda su vida.
—En el mundo encontrarás muchas personas en las mismas condiciones y generalmente por su propia estupidez.
—No creo que eso sea cierto. La mayoría de las personas se sienten infelices por no tener con quién hablar ni nadie que las ayude. Todo el mundo necesita amor y comprensión.
—Una aseveración muy comprensiva. Pero sólo porque resolviste el problema de Rupert, eso no quiere decir que puedas resolver de la misma manera los problemas de otras personas.
—No, por supuesto que no. Cada persona es diferente. Pero, en general, lo que hace al hombre inclinarse al mal y a la mujer sentirse terriblemente desdichada, es sentir sus vidas vacías de los factores esenciales que producen satisfacción al ser humano.
—En una palabra… dinero.
—¿Realmente lo cree? Sé que algunas personas roban y hasta matan por dinero, pero las necesidades humanas son mucho más que eso. He conocido familias a punto de morirse de hambre, quienes, quizá por el hecho de estar juntas, por el acercamiento que existe entre padres e hijos y el amor que los une, son realmente felices.
—¿Cómo sabes esas cosas?
—He estado en contacto con muchas personas que sufrían en alguna medida.
—¿En Morden? Orelia, no puedo creer que un pequeño pueblo te haya dado tanta experiencia. Pero, si tienes la panacea para todos los males, ¿qué hay con el mío? ¿Crees que si me hubieras conocido antes, tal vez cuando tenía la edad de Rupert, podrías haberme salvado de mí mismo para evitar que me convirtiera en el famoso marqués malvado?
—¿Quién lo amó… realmente… quiero decir, cuando era joven… un niño?
—¡Nadie! ¿Te da eso la pauta que necesitas para analizarme más correctamente?
—¿Nadie?
—Mi madre murió cuando nací. Mi padre jamás me perdonó haber sido el instrumento, aunque involuntario, que provocó su muerte. Mi hermana se fue a vivir con una tía, donde creo que fue feliz y yo crecí en Ryde, en esta casa.
—¿No lo quería su padre?
—Creo que me odiaba. Pero era su heredero y estaba determinado a disciplinarme. Podría decir que sólo lo veía cuando enviaba en mi busca para castigarme.
—Pero ¿no había otras personas que le tuvieran afecto? Tal vez su niñera.
—Mi padre tenía un genio incontrolable que empeoraba con la edad. Se desquitaba con su hijo y sus sirvientes, pero, como yo no podía renunciar o ser despedido, sobreviví. Pero los sirvientes cambiaban tan frecuentemente como las estaciones del año.
Había tanta amargura en su voz, que Orelia imaginó que, de niño, debió aferrarse inútilmente a una y otra niñera, para verse después privado de ella.
—Supongo que todos los hijos únicos, o los niños que crecen sin la compañía de ningún hermano, se sienten solos —parecía hablar consigo mismo en vez de dirigirse a Orelia—. Pero yo descubrí, desde temprana edad, que no me importaba tanto la soledad, sino que me ignoraran. Quise imponerme, y lo hice, aunque eso significó el hacerme castigar por adultos a quienes ya no interesaba.
Orelia lo miró, viéndolo por primera vez no como un personaje importante, sino como un niño pequeño y solitario que vagaba por aquella enorme casa, solo, ignorado, sin ninguna atención, excepto las materiales proporcionadas por un grupo de criados que sentían antipatía por su amo.
—¿Fue mejor cuando asistió a la escuela?
—¿Mejor? Supongo que sí… para entonces ya había aprendido mi lección y cuando fui a Eton, pronto me enteré que el ser agresivo y resuelto atraía a otros descontentos. Siempre alguien más humilde, más aplastado que yo, me seguía.
Era inevitable, pensó Orelia, que deseara obtener la atención que le negaron durante los primeros doce años de su vida y, como Rupert, debió unirse con seguridad al grupo equivocado. Tenía muy poco en común con los jóvenes que provenían de hogares felices, aquellos que conocían el amor de madre y contaban los días para poder regresar al calor del círculo familiar.
—¿Qué hacía en las vacaciones?
—Invitaba a algunos de mis amigos a quedarse en Ryde y, pronto me enteré, primero en Eton y después en Oxford, que siempre había gente dispuesta a invitar al hijo de un aristócrata poderoso y rico, con la esperanza de que reciprocara la invitación —hizo una pausa y serió—. Me engatusaste a contarte la historia de mi vida. Y ahora que la has oído ¿cuál es tu veredicto? ¿Me he condenado yo mismo?
—En absoluto. Ahora entiendo muchas cosas que no entendía antes.
—¿Sólo con unas cuantas frases? Sospecho de ti, Orelia, creo que eres una curandera, no un verdadero médico.
—Jamás he pretendido ser nada, pero algunas veces puedo ayudar a las personas.
—¿Y puedes ayudarme a mí?
—No creo que necesite de mi ayuda, milord. Usted es lo suficientemente listo para saber lo que está mal.
—¿Quién dijo que algo está mal?
Orelia no contestó y en aquel momento, el reloj de la repisa de la chimenea dio las cuatro y media. Se puso lentamente de pie.
—Tengo que retirarme. La ropa que me llevaba está en el vestíbulo; si alguien viera la maleta, comprendería que tenía intenciones de marcharme.
—Sí, debes irte… —Ella percibió una nota de pesar en su voz.
—Tal vez… en alguna ocasión… podremos conversar de nuevo —dijo ella vacilante.
El marqués se puso a su vez de pie y la miró con expresión enigmática.
—¿Crees que sería prudente?
—¿Prudente? No entiendo, milord.
—Creo que sí entiendes. Pero, por lo menos, podré mirarte.
Abruptamente, cruzó la habitación para abrirle la puerta. Ella titubeó un momento y luego lo siguió. El marqués recogió su capa y se la puso en el brazo y al hacerlo rozó con la mano su piel desnuda. Sólo fue un ligero contacto y, sin embargo, Orelia se sintió como paralizada por un rayo. Contuvo la respiración y levantó la vista. Sus ojos volvieron a encontrarse.
Se quedaron mirándose. Sus corazones decían lo que sus labios no se atrevían a pronunciar, lo que sus mentes no osaban siquiera pensar. De pronto, el marqués abrió la puerta de par en par.
—Buenas noches, Orelia.
—Buenas noches… milord —susurró ella y la voz se le ahogó en la garganta—. Y… gracias.
El vestíbulo estaba casi a oscuras, pues las velas se habían apagado por completo, pero el alba se insinuaba ya permitiendo que Orelia pudiera ver la maleta al pie de la escalera. La recogió y comenzó a subir y, después de dar una docena de pasos, se volvió a mirar la puerta de la biblioteca. Creyó que vería al marqués, pero la puerta estaba cerrada.
* * *
Carolina entró ruidosamente a la habitación y despertó a Orelia.
—¿Te despertaste ya, dormilona?
Orelia se recostó contra las almohadas.
—¿Qué hora es?
—Casi las once ¡Te estás volviendo muy refinada! Cuando llegarnos a Londres, te levantabas a las ocho.
—¡Las once! —dijo Orelia y entonces recordó que se había acostado a las cinco.
Aunque pensaba permanecer despierta para reflexionar sobre su conversación con el marqués, se durmió en cuanto su cabeza tocó la almohada.
—¡Sí, las once! Y te sorprenderá saber que estoy levantada desde hace más de media hora. Su señoría envió a buscarme. Orelia ¿por qué no me dijiste?
—¿Decirte qué?
—Que no eras feliz… que te desagradaba lord Rotherton.
—Pero, sí te lo dije, o traté de hacerlo, por lo menos.
—No te creí. Pero Darío me lo explicó y lo siento, Orelia. Sabes que jamás trataría de forzarte a realizar un matrimonio que no desearas.
—¿Qué dijo el marqués?
—Habló tan cálida y amablemente de ti, que hizo que le cobrara un gran afecto.
Orelia abrió enormemente los ojos y se sentó muy erguida.
—¡Carolina! ¿Qué quieres decir con eso?
—Lo que te estoy diciendo. Cuando Darío se porta así… tan sincero y agradable… creo que lo aprecio de verdad.
—Pero, Carolina, seguramente debes amar a su señoría… vas a casarte con él.
—Ya te dije antes, Orelia, que Darío es el partido más excelente que mujer alguna pueda desear. Tiene mucho que ofrecer pero, con frecuencia, cuando se porta cínicamente y con sarcasmo, te aseguro que me aburre a morir.
—¡Carolina!
—Sin embargo, cuando habla como lo hizo esta mañana, me parece que debajo de todos los artificios de la riqueza y el rango, casi es humano. Si he de decirte la verdad, me sorprendió.
—No sabes lo que dices. Queridísima Carolina, no puedes casarte con un hombre a menos que le tengas un verdadero afecto, a menos que lo respetes y admires.
—¡Oh, pero si admiro a Darío! Siempre consigue lo que quiere: admiro a cualquier hombre así. Y te apuesto que hará pedazos a su abuela. En este momento está con él en la biblioteca.
—¿Hablando de mí?
—¿Y de quién más? El noble marqués se ha concentrado en ti esta mañana.
Carolina bromeaba, pero Orelia se preocupó.
—Milady estará furiosa conmigo.
—¡Oh, no! ¡Darío es demasiado listo para eso! Sólo le dirá, como me dijo a mí, que no vas a casarte con lord Rotherton, y que no debemos importunarte o tratar de forzarte a ello. Dijo que eres distinta a todas las cabezas huecas de sociedad, que sólo tienen una idea en la cabeza: conseguirse un título y un marido rico. Dijo que eras una idealista y que así quería que te trataran en su casa. Que no permitiría que te forzaran a asociarte con alguien que tú no quisieras. —Carolina rió de nuevo—. ¡Cómo me gustaría ver la cara de la duquesa al escucharlo!
—A mí no me gustaría verla en absoluto. Deja que regrese a casa, Carolina. Ahí estaré bien, y más tarde encontraré algún empleo para sostenerme.
Carolina atravesó corriendo la alcoba y se sentó en la orilla de la cama, rodeando a Orelia con los brazos.
—Darío me contó que pensabas irte y no le creí. ¡Oh, querida mía! ¿Crees realmente que yo podría estar sin ti? Te quiero aquí. El tenerte conmigo hace toda la diferencia. ¡No puedes abandonarme… no lo soportaría!
—¿Realmente me quieres contigo?
—Por supuesto que sí. ¿No puedes entender que para mí es muy importante que estemos juntas… saber que tú me entiendes?
—¿Entiendo qué?
Carolina apartó los brazos de los hombros de Orelia.
—No sé, Orelia… realmente no sé que siento.
—¿No eres feliz, Carolina?
—Por supuesto que sí. Tengo todo lo que puedo desear, ¿no? Y, sin embargo, no entiendo al marqués y no pretendo hacerlo.
—Entonces, ¿por qué estás decidida a casarte con él?
—Volvemos a lo mismo. Voy a casarme con él por todas las cosas que puede darme, la posición que tendré como esposa suya. Pero es un hombre extraño… jamás sé lo que piensa ni lo que siente… y no estoy segura de querer saberlo —hizo uña pausa—. ¡Siempre tengo la impresión que me critica, que hace un recuento de mi persona y no está muy satisfecho con los resultados!
—¡Carolina, debes estar equivocada! Su señoría está orgulloso de tu belleza y puedo afirmar, con certeza, que debe… amarte. Su voz no era muy convincente y Carolina se rió.
—Esta conversación comenzó acerca de ti, como recordarás. ¡Darío decidió protegerte y tiene razón! Siento haber dejado que su abuela, esa horrible bruja, no me permitiera escucharte cuando trataste de decirme que no deseabas casarte con lord Rotherton.
—No debes hablar así de la duquesa.
—¿Por qué no? Es cierto. Tiene un carácter inflexible y por lo que he oído siempre ha sido así. Hizo sufrir a su marido y no creo que le importe un comino Darío, salvo por el dinero que le da. Eso sí le preocupa mucho.
Orelia recordó las palabras del marqués de la noche anterior, cuando le confió que nadie lo había amado. ¿No era lógico que cualquier abuela normal se preocupara por un nieto que se había quedado solo tan pequeño? Debió saber cómo era su padre y probablemente se mostró deliberadamente indiferente a las necesidades del niño.
Carolina tenía razón… la duquesa viuda era dura… tal vez el ejemplo típico del resto de los parientes del marqués; mujer voraz con el dinero sin dar nada a cambio, incapaz de proporcionar amor. No era de extrañar que él fuera cínico.
¿Y su esposa? ¿Qué le proporcionaría su esposa? Al pensarlo, Orelia comprendió que no le preocupaba la felicidad de Carolina, que era su prima y había sido su amiga toda la vida, sino la felicidad del marqués.
—Carolina —dijo de pronto—, ¿has pensado alguna vez en la vida tan miserable que debe haber tenido de niño el marqués? Su madre murió cuando él nació y conociendo a su abuela, puedes imaginar cuán escaso consuelo fue para un niño solitario educado por un padre difícil.
Carolina se encogió de hombros.
—Me imagino que Darío logró arreglárselas muy pronto. Sus primos aún comentan lo desobediente que era cuando pequeño y las palizas que recibía por ello. Si tuvo problemas fue por su culpa. Aunque, según parece, los castigos lograron corregirlo.
—Cuando los niños no se portan bien, por lo general ello se debe a algún motivo.
—Trataré de recordarlo cuando tenga media docena de hijos —sonrió Carolina—. Si llegan a parecerse en algo a Darío, seguramente darán mucho que hacer. Tendrás que ayudarme a cuidarlos, Orelia. ¡Estoy segura de que te encontrarán más comprensiva que yo misma! —hizo una pausa y continuó—: ¿Dije media docena? Debo estar chiflada; no soy afecta a los niños. En cuanto llegue un heredero, será el último, te lo aseguro.
—Carolina, no hables así. Amarás a tus hijos.
—No si todos resultan como Darío… difíciles, de carácter hermético, siempre dispuestos a burlarse de su madre.
—¿Quién se ha burlado de ti?
—¿Quién crees? ¿Quién si no ese cínico, sarcástico, desdeñoso hombre? ¡Cielos! Algunas veces no puedo dejar de preguntarme si no estaré haciendo un mal negocio, sobre todo cuando recuerdo el éxito que tuve en Roma y en París.
—No puedes esperar que los ingleses te halaguen como los extranjeros. ¡No es ése su modo de ser!
—Lo sé, pero a mí me encantan los halagos. Es muy romántico caminar con un hombre a la luz de la luna y oírlo decir que me ama hasta la locura y comprender por la expresión de sus ojos, la avidez de sus labios, que te desea irresistiblemente —lanzó un pequeño suspiro—. ¡Eso es lo que me deleita! Es lo que quiero en la vida… ser amada… amada… amada… por hombres atractivos, apuestos, que sepan expresarse, que me digan cuán bella soy y cuyos corazones latan más rápidamente cuando estoy cerca de ellos.
Orelia no supo qué decir. La dolorida voz de Carolina expresaba claramente sus sentimientos. Eso era lo que en realidad deseaba: amor, pero el amor romántico, irreal, transitorio, no podía brindarle una felicidad permanente. Aquel anhelo emocional, ese glamouroso placer, jamás le proporcionaría a Carolina la seguridad que toda mujer necesita en la vida, no sólo en su juventud, sino especialmente en la vejez.
—¡Oh, Carolina, Carolina! ¿Cómo puedo ayudarte?
—No puedes, y comprendo bien, Orelia, que no tiene sentido lo que te digo. Sin embargo voy a casarme con el marqués de Ryde y seré la mujer más afortunada y más envidiada de todo el bello mundo. El puede ofrecerme tanto y además, es muy apuesto y, como lo hubiera dicho la vieja Sarah, «muy presentable».
Orelia sonrió, pues eso sería exactamente lo que diría la vieja Sarah. Luego, se preguntó con extraña tristeza, qué obtendría del matrimonio aquel pequeño niño que creció sin tener siquiera una Sarah en su vida, a cambio del amor.