Capítulo 5
El coronel Griffin Swynyard comía con avidez un plato de col con patatas cuando Bird y Starbuck se presentaron en su tienda. Había empezado a llover de nuevo y las nubes espesas habían traído un crepúsculo prematuro, de modo que el coronel necesitaba la iluminación de dos linternas que colgaban del poste central de la tienda. El coronel recién ascendido estaba sentado debajo de las dos lámparas vestido con una voluminosa bata de lana gris sobre los pantalones del uniforme y una camisa sucia. Hacía muecas cada vez que un bocado provocaba una punzada de agonía en su dentadura amarillenta y deteriorada. Su ordenanza, un esclavo amedrentado, había anunciado al mayor Bird y el capitán Starbuck y luego se había apresurado a salir a la noche, donde las fogatas de la retaguardia luchaban contra el viento y la lluvia.
—De modo que es usted Bird —dijo Swynyard ignorando deliberadamente a Starbuck.
—Y usted es Swynyard —respondió Bird con la misma brusquedad.
—Coronel Swynyard. West Point, promoción del veintinueve en el extinto Ejército de Estados Unidos, 4.º de Infantería. —Los ojos inyectados en sangre de Swynyard tenían un brillo enfermizo a la luz de las linternas. Masticó un bocado de su cena y ayudó a pasarlo con un sorbo de whisky—. Ahora nombrado segundo en el mando de la Brigada Faulconer. —Señaló a Bird con su cuchara—. Lo que me convierte en su superior.
Bird recibió la información con una breve inclinación, pero rehusó llamar «señor» a Swynyard, que era lo que presumiblemente deseaba el coronel. Swynyard no insistió; hurgó en el plato de su cena con un cuchillo afilado y tomó luego otro bocado de aquel comistrajo poco apetitoso. Su tienda de campaña tenía un suelo de madera de pino recién aserrada, una mesa plegable, una silla, un catre de campaña y un caballete en el que habían colocado su silla de montar. El mobiliario, como la silla y la tienda misma, era nuevo. Habría sido caro incluso antes de la guerra, pero Bird no quiso calcular lo que podía costar todo el equipo en aquella época de escasez. Había una galera aparcada fuera, a un lado de la tienda, que Bird supuso era utilizada para el transporte de las pertenencias de Swynyard, una muestra más del dinero gastado en el equipo del coronel.
Swynyard tragó su bocado y bebió otro sorbo de whisky. La lluvia tamborileaba en la lona tensa de la tienda. En la oscuridad, un caballo relinchó y un perro emitió un ladrido.
—Ahora pertenece usted a la Brigada Faulconer —anunció Swynyard en tono formal—, que está compuesta por esta Legión, el Batallón de Voluntarios del Condado de Izard de Arkansas, los Regimientos 12.º y 13.º de Florida y el 65.º de Virginia. Todos ellos bajo las órdenes del brigadier general Washington Faulconer, Dios le bendiga, que está esperando nuestra llegada al Rappahannock mañana. ¿Alguna pregunta?
—¿Cómo está mi cuñado? —preguntó Bird en tono amable.
—Preguntas militares, Bird. Militares.
—¿Se ha recuperado de su herida mi cuñado lo bastante para poder cumplir por fin con sus tareas militares? —preguntó Bird con suavidad.
Swynyard ignoró aquella pregunta burlona. Un tic hizo temblar su mejilla derecha mientras utilizaba su mano izquierda mutilada para limpiarse la barba, en la que habían ido a alojarse algunas migajas de col. El coronel había colocado un taco de tabaco de mascar húmedo a un lado de su plato y ahora se llevó de nuevo el tabaco a la boca y lo chupó con fuerza al tiempo que se levantaba y daba un rodeo en torno al caballete que sostenía su silla de montar.
—¿Alguna vez ha cortado una cabellera? —preguntó desafiante a Bird.
—No, que yo recuerde. —Bird consiguió disimular la sorpresa y la repugnancia que le había producido aquella pregunta repentina.
—¡Tiene truco! Como cualquier otra habilidad, Bird, tiene truco. El problema con los soldados jóvenes es que intentan arrancarlas y eso no funciona. No funciona en absoluto. No, lo que tiene que hacer con ellas es pelarlas, ¡pelarlas! El cuchillo debe ayudarle a pelarlas, pero solo para cortar los bordes, y de ese modo conseguirá usted algo bonito y curioso. Algo como esto. —Swynyard sacó una madeja de cabellos negros del bolsillo de su bata y lo agitó delante de la cara de Bird—. He reunido más cabelleras de salvajes que ningún hombre blanco vivo —siguió diciendo Swynyard— y estoy orgulloso de ello, orgulloso. Serví bien a mi país, Bird. Me atrevo a decir que nadie lo sirvió mejor y mi única recompensa fue ver cómo salía elegido ese chimpancé de culo pringado de Lincoln, de modo que ahora nos vemos obligados a luchar por un país nuevo. —Swynyard hizo aquella arenga en un tono lleno de emoción y se arrimó tanto a Bird que este pudo percibir en su aliento una mezcla de col, tabaco y whisky—. Y eso vamos a hacer, Bird, usted y yo. Codo con codo, ¿eh? ¿Cómo están los hombres del regimiento? Hábleme de ellos.
—Están bien —contestó escuetamente Bird.
—Esperemos que estén bien, Bird. ¡Sanos y con la moral alta! El general no está seguro de que deban estar al mando de un mayor, ¿me comprende? —Swynyard arrimó más aún su cara a la de Bird mientras hablaba—. De modo que usted y yo hemos de llevarnos bien, mayor, si quiere que mi buena opinión contribuya a hacer desaparecer los recelos del general.
—¿Qué es lo que está sugiriendo? —preguntó Bird en tono tranquilo.
—Yo no hago sugerencias, mayor. No soy lo bastante inteligente para hacer sugerencias. Soy solo un soldado tosco que se destetó en la boca negra de un cañón. —Swynyard escupió una risotada ahogada en la cara de Bird. Luego se ajustó la bata de lana sobre el pecho flaco y volvió tambaleante hacia su silla—. Lo único que me importa —siguió diciendo Swynyard después de sentarse— es que la Legión esté dispuesta a combatir y sepa exactamente por qué combate. ¿Lo saben sus hombres, Bird?
—Estoy seguro de que sí —repuso Bird.
—Pues no parece usted tan seguro, Bird. No lo parece. —Swynyard hizo una pausa para beber otro sorbo de whisky—. Los soldados son gente sencilla —prosiguió—. No hay nada complicado en un soldado, Bird. Coloque a un soldado en la dirección correcta, dele una patada en el culo y dígale que mate. ¡Eso es todo lo que necesita un soldado, Bird! Los soldados no son más que negros blancos, como suelo decir, pero incluso un negro trabaja mejor si sabe lo que está haciendo. Y por esa razón, esta noche distribuirá usted estos folletos a los hombres. Quiero que conozcan la nobleza de nuestra causa.
Swynyard intentó levantar una caja de madera llena de panfletos para colocarla sobre la mesa, pero el peso de la caja lo derrotó, de modo que se limitó a empujarla con el pie hacia Bird.
Bird tomó uno de los panfletos y leyó el título en voz alta:
—«La cuestión de los negros», por John Daniels. —La voz de Bird traicionó la repugnancia que le causaban las virulentas opiniones de John Daniels—. ¿De verdad desea usted que reparta esto entre los hombres? —preguntó.
—¡Debe hacerlo! —declaró Swynyard—. Johnny es mi primo, ya ve, y vendió estos folletos al general Faulconer para que los hombres pudieran leerlos.
—Cuán generoso por parte de mi cuñado —dijo Bird, irónico.
—Y cuán útiles serán estos panfletos —dijo Starbuck. Hablaba por primera vez desde que entró en la tienda.
Swynyard le dirigió una mirada suspicaz.
—¿Útiles? —preguntó con voz amenazadora después de un largo silencio.
—Resulta dificilísimo encender un fuego con un tiempo tan húmedo —explicó plácidamente Starbuck.
El tic de la mejilla de Swynyard empezó a vibrar. No dijo nada durante un largo rato y se limitó a juguetear con su cuchillo de mango de hueso mientras miraba al joven oficial.
—¿Daniels es su primo? —Bird rompió inesperadamente el silencio.
—Sí.
Swynyard apartó los ojos de Starbuck y dejó de nuevo el cuchillo sobre la mesa.
—Y supongo que fue su primo —continuó despacio Bird mientras en su mente se hacía la luz— quien escribió el editorial en el que se pedía al ejército el ascenso de Washington Faulconer.
—¿Y qué si lo hizo? —preguntó Swynyard.
—Nada, nada —se defendió Bird, aunque apenas si podía contener la risa al darse cuenta del precio que había pagado su cuñado por el apoyo de Daniels.
—¿Hay algo en particular que le parezca cómico? —preguntó Swynyard con rencor.
Bird suspiró.
—Coronel —dijo—, hemos llevado a cabo una larga marcha hoy, con lo que no tengo ni la energía ni el deseo de seguir aquí y explicar lo que me divierte o no. ¿Hay algo más que desee de mí? ¿O podemos retirarnos el capitán Starbuck y yo a dormir un poco?
Swynyard miró fijamente a Bird durante unos segundos y luego señaló con su mano mutilada la entrada de la tienda.
—Váyase, mayor. Envíe a un hombre a buscar los folletos. Usted quédese aquí. —Las tres últimas palabras fueron dirigidas a Starbuck.
Bird no se movió.
—Si hay algo que concierne a uno de mis oficiales, coronel —dijo a Swynyard—, también me concierne a mí. Me quedo.
Swynyard se encogió de hombros como para sugerir que no le importaba si Bird se iba o se quedaba y fijó de nuevo la mirada en Starbuck.
—¿Cómo está su padre, Starbuck? —preguntó Swynyard de improviso—. Sigue predicando el amor fraterno a los negros, ¿no? ¿Aún espera que casemos a nuestras hijas con nativos africanos? —Hizo una pausa a la espera de la respuesta de Starbuck. Una de las linternas empezó a llamear de pronto con más intensidad, luego su luz se estabilizó. Se oía cantar a los hombres en la oscuridad lluviosa—. ¿Y bien, Starbuck? —insistió Swynyard—. ¿Todavía quiere su padre que entreguemos a nuestras hijas a los negros?
—Mi padre nunca ha predicado el matrimonio interracial —respondió Starbuck en tono suave. No amaba a su padre, pero frente al sarcasmo de Swynyard se sintió inclinado a defender al reverendo Elial.
El tic de la mejilla de Swynyard se disparó. Entonces extendió la mano izquierda herida y señaló las dos estrellas que adornaban el cuello de la flamante guerrera de su uniforme, que colgaba de un clavo fijado en uno de los postes de la tienda.
—¿Qué significan esas estrellas, Starbuck?
—Significan, creo, que la guerrera pertenece a un teniente coronel —respondió Starbuck.
—¡Me pertenece a mí! —dijo Swynyard alzando la voz.
Starbuck se encogió de hombros como si la propiedad de la guerrera fuese un asunto carente de importancia.
—¡Y yo soy su superior! —aulló Swynyard, que arrojó una ducha de jugo de tabaco sobre los restos de col y patatas que había en el plato—. ¡De modo que debe llamarme «señor»! ¿Entendido?
Starbuck siguió sin decir nada. El coronel lo miraba enfurecido, mientras su mano mutilada arañaba el borde de la mesa. El silencio se prolongó. Los cantos del exterior cesaron cuando los hombres oyeron al coronel gritar a Starbuck y el mayor Bird supuso que media Legión escuchaba ahora la confrontación que tenía lugar en el interior de la tienda, iluminada por una luz amarillenta.
El coronel Swynyard pareció ignorar a aquel auditorio silencioso e invisible. Estaba perdiendo la compostura y la mirada divertida en el rostro bien parecido de Starbuck estaba acelerando el proceso. De pronto el coronel agarró una fusta de montar de mango corto que estaba sobre su catre de campaña e hizo restallar su punta anudada delante del rostro del bostoniano.
—Es usted un bastardo norteño, Starbuck, un pedazo de esa basura republicana amante de los negros y no hay lugar para usted en esta brigada. —El coronel se tambaleó sobre sus pies e hizo restallar de nuevo su fusta, en esta ocasión a escasos centímetros de la mejilla de Starbuck—. Queda expulsado de inmediato del regimiento, desde ahora y para siempre, ¡ya me ha oído! Son órdenes del brigadier general, firmadas, selladas y a mí confiadas. —Swynyard utilizó su mano izquierda para rebuscar entre los papeles dispersos sobre su mesa plegable, pero no encontró la orden de expulsión y abandonó la búsqueda—. ¡Se marchará usted ahora mismo, sin perder un minuto! —Swynyard agitó su fusta delante de Starbuck por tercera vez—. ¡Fuera de aquí!
Starbuck agarró la fusta. Su intención había sido nada más esquivar el golpe, pero cuando la punta del látigo se enroscó en su mano se le ocurrió de forma espontánea una idea más refinada. Esbozó una media sonrisa y tiró de la fusta, lo que hizo que Swynyard perdiera el equilibrio. El coronel se aferró a la mesa buscando un apoyo, pero Starbuck tiró más fuerte y la mesa plegable se volcó bajo el peso de Swynyard. El coronel quedó tendido en el suelo sobre los restos de madera astillada y de col esparcida.
—¡Guardia! —chilló Swynyard al caer—. ¡Guardia!
El sargento Tolliver de la Compañía A asomó una cara circunspecta por entre los faldones de la entrada de la tienda.
—¿Señor? —Bajó la mirada al coronel, tendido en medio del revoltillo de la mesa de campaña rota, y dirigió a Bird una mirada desesperada—. ¿Qué debo hacer, señor? —preguntó Tolliver a Bird.
Swynyard se puso en pie con esfuerzo.
—Colocará bajo arresto a esta basura nordista —gritó a Tolliver—, y lo entregará a los oficiales de la policía militar para ser conducido a Richmond e internado como enemigo del Estado. ¿Me ha comprendido?
Tolliver vacilaba.
—¿Me ha comprendido? —gritó Swynyard al afligido sargento.
—Le ha comprendido —intervino el mayor Bird.
—Está usted expulsado del ejército —se desgañitó Swynyard con Starbuck—. ¡Su servicio ha finalizado, está usted acabado, expulsado! —Un escupitajo de saliva aterrizó en el rostro de Starbuck. El autocontrol del coronel había desaparecido por completo, bajo los efectos del alcohol y de la sutil provocación de Starbuck. Dio un par de pasos vacilantes hacia Starbuck y tropezó de pronto con su pistolera, que colgaba junto a la guerrera del poste de la tienda.
—¡Está usted arrestado! —hipó Swynyard, mientras trataba de desenfundar el revólver.
Bird agarró a Starbuck por el brazo y tiró de él fuera de la tienda antes de que ocurriese una desgracia.
—Creo que está loco —dijo Bird mientras se apresuraba a alejar a Starbuck de la tienda de Swynyard—. Pura y sencillamente loco. Orate. Demente. Lunático. —Bird se detuvo a una distancia prudente de la tienda y miró atrás como si no consiguiese dar crédito a lo que acababa de presenciar—. También está borracho, desde luego. Pero ya había perdido la razón mucho antes de bañar sus amígdalas en bebistrajo. Dios mío, Nate, ¿y este es nuestro nuevo segundo en el mando?
—Señor. —El sargento Tolliver había seguido a los dos oficiales desde la tienda del coronel—. ¿He de arrestar al señor Starbuck, señor?
—No seas ridículo, Dan. Yo me cuidaré de Starbuck. Tú olvídate de todo esto. —Bird sacudió la cabeza—. ¡Loco de atar! —dijo maravillado. No había movimiento ahora en la tienda del coronel, solo se veía a través de la lluvia la luz de las linternas filtrada por la lona—. Lo siento, Nate —se lamentó Bird. Aún tenía en la mano el panfleto de Daniels y, al darse cuenta, lo rompió en pedazos minúsculos.
Starbuck juró amargamente. Había esperado la venganza de Faulconer, pero de alguna manera esperaba aún poder quedarse en la Compañía K. Era su hogar ahora, el lugar en el que contaba con amigos y con un objetivo. Sin la Compañía K, se vería perdido.
—Tendría que haberme quedado con Zancos —dijo Starbuck. «Zancos» era Nathan Evans, cuya brigada, mermada por el cambio de destino de la Legión, se había trasladado al sur días antes.
Bird dio un cigarro a Starbuck y luego extrajo una ramita encendida de una fogata próxima para encenderlo.
—Tenemos que sacarlo de aquí, Nate, antes de que ese lunático decida que debe ser arrestado oficialmente.
—¿Arrestado por qué motivo? —preguntó Starbuck con amargura.
—Por ser un enemigo del Estado —respondió Bird en voz baja—. Ya ha oído lo que ha dicho ese idiota beodo. Me temo que ha sido Faulconer quien ha metido esa idea en su cabeza.
Starbuck se quedó mirando la tienda del coronel.
—¿De dónde diablos ha sacado Faulconer a ese hijo de puta?
—De John Daniels, por supuesto —aclaró Bird—. Mi cuñado se ha comprado a sí mismo una brigada y el precio ha sido el que le ha pedido Daniels, lo que al parecer incluía un cargo para ese maníaco alcoholizado.
—Lo siento, Pecker —se disculpó Starbuck, avergonzado por su autocompasión—. Ese bastardo también le ha amenazado a usted.
—Sobreviviré —repuso Bird confiado. Sabía muy bien que Washington Faulconer le despreciaba y que le habría gustado degradarle, pero Thaddeus Bird sabía también que contaba con el respeto y el afecto de la Legión, y lo que le costaría a su cuñado romper ese lazo. Starbuck era un objetivo mucho más fácil para Faulconer—. Es muy importante, Nate —siguió diciendo Bird—, que desaparezca de aquí y se ponga a salvo. ¿Qué desea hacer?
—¿Hacer? —repitió Starbuck—. ¿Qué puedo hacer?
—¿Quiere volver al Norte?
—Cristo, no.
Volver al Norte significaba afrontar la ira desatada de su padre. Significaba traicionar a sus amigos de la Legión. Significaba arrastrarse como un penitente, ser un fracasado, y su orgullo no le consentía una cosa así.
—En ese caso vaya a Richmond —propuso Bird— y busque a Adam. Él le ayudará.
—Su padre no le dejará ayudarme.
El tono de Starbuck era amargo de nuevo. No había sabido nada de Adam en todo el invierno y sospechaba que su amigo de otros tiempos le había abandonado.
—Adam es capaz de actuar por sí mismo —aseguró Bird—. Váyase esta misma noche, Nate. Murphy le llevará a Fredericksburg y allí podrá tomar un tren. Le daré un pase de permiso que le servirá para llegar a Richmond.
Nadie podía viajar a través de la Confederación sin un pasaporte extendido por las autoridades, pero los regimientos facilitaban pases a los soldados que marchaban de permiso.
La noticia de la expulsión de Starbuck corrió por la Legión como la pólvora. La Compañía K quiso protestar, pero Bird les convenció de que el conflicto no se resolvería apelando al sentido de la justicia de Swynyard. Ned Hunt, que se consideraba a sí mismo el gracioso de la compañía, quería aserrar los radios de las ruedas de la galera de Swynyard o bien prender fuego a la tienda del coronel, pero Bird no quiso oír hablar de tales tonterías e incluso puso un retén delante de la tienda del coronel para impedirlo. Lo importante, sostuvo Bird, era llevarse a Starbuck sano y salvo lejos de la malevolencia de Swynyard.
—Así pues, ¿qué va a hacer? —preguntó Truslow a Starbuck mientras el capitán Murphy preparaba dos caballos.
—Ver si Adam puede ayudarme.
—¿En Richmond? Así pues, ¿verá a mi Sally? —preguntó Truslow.
—Eso espero.
Starbuck, a pesar de los desastres de la noche, sintió un estremecimiento de anticipación.
—Dígale que pienso en ella —gruñó Truslow. Era lo más parecido a una confesión de amor y de perdón que se veía capaz de hacer—. Si le falta alguna cosa… —empezó a decir Truslow, y se encogió de hombros por las dudas de que a su hija pudiera faltarle el dinero—. Me gustaría… —empezó de nuevo y de nuevo calló. Starbuck supuso que al sargento le gustaría que su única hija no se ganara la vida ejerciendo la prostitución, pero entonces Truslow lo sorprendió—: Usted y ella —explicó—. Me gustaría ver eso.
Starbuck enrojeció en la oscuridad.
—Su Sally necesita a alguien con mejores perspectivas que yo —dijo.
—Podría elegir a alguien mucho peor —respondió Truslow, leal.
—No veo cómo. —Starbuck se dejó ganar de nuevo por la autocompasión—. No tengo casa, ni un penique, ni trabajo.
—Pero no por mucho tiempo —fue la contestación de Truslow—. No dejará que ese hijo de perra de Faulconer le venza.
—No —dijo Starbuck, pero lo cierto es que sospechaba que ya había sido vencido. Era un extraño en tierra extraña y sus enemigos eran ricos, influyentes e implacables.
—Así que volverá —aventuró Truslow—. Hasta entonces procuraré tener la compañía en buena forma.
—No me necesita a mí para eso —dijo Starbuck—. Nunca me ha necesitado a mí para eso.
—Es usted un tonto, capitán —gruñó Truslow—. Yo no tengo su seso, y es tonto si no lo ve. —Se oyó el tintineo de unos arreos cuando el capitán Murphy se acercó con dos caballos ensillados bajo la lluvia—. Despídase —ordenó Truslow a Starbuck— y prometa a los chicos que volverá. Ellos necesitan que se lo prometa.
Starbuck se despidió. Los hombres de la compañía no tenían más que lo que podían llevar encima, pero aun así intentaron hacerle regalos. George Finney había robado una llave Phi Beta Kappa de plata de la cadena del reloj de un oficial muerto en Ball’s Bluff y quiso dársela a Starbuck. Starbuck la rechazó y tampoco quiso aceptar una oferta de dinero contante del pelotón del sargento Hutton. Solo se llevó su pase de permiso firmado y ató su manta a la parte trasera de la silla de montar prestada. Se echó el gabán de forro escarlata de Oliver Wendell Holmes sobre los hombros y montó a lomos del caballo.
—Os veré muy pronto a todos —dijo como si lo creyera, y picó espuelas antes de que nadie de la Legión pudiera darse cuenta de lo cerca que estaba de la desesperación.
Starbuck y Murphy cabalgaron en la noche y pasaron delante de la tienda del coronel Swynyard, ya a oscuras. Nada se movía en el interior. Los tres esclavos del coronel se habían acurrucado debajo de la galera y desde allí miraron a los jinetes que cabalgaban bajo la lluvia negra. El ruido de cascos se perdió en la oscuridad.
Todavía llovía cuando llegó la mañana. Bird había dormido mal y se sintió más viejo de lo que era en realidad al arrastrarse fuera de su cobijo forrado de césped e intentar templar sus huesos junto a una mísera fogata. Se dio cuenta de que la tienda del coronel Swynyard ya había sido recogida y los tres esclavos se ocupaban de asegurar con sogas la carga en la galera del coronel, listos para la marcha a Fredericksburg. Apenas a un kilómetro al norte, dos jinetes yanquis observaban el campamento rebelde a través de la lluvia, desde la cima de una loma. Hiram Ketley, el torpe pero voluntarioso ordenanza de Bird, trajo al mayor una taza de café adulterado con batata puesta a secar y luego intentó avivar el fuego mortecino. Un puñado de oficiales tiritaban junto a aquel fuego miserable y, cuando los que estaban frente a Bird miraron alarmados algo que se había colocado detrás de él, se volvió para averiguar quién se acercaba. Vio la barba desaseada y los ojos inyectados del coronel Swynyard, que, de forma asombrosa, sonreía con sus dientes amarillos y tendía la mano para saludar a Bird.
—¡Buenos días! Es usted Bird, ¿verdad? —preguntó Swynyard con voz pletórica de energía.
Bird asintió pero no aceptó la mano tendida.
—Swynyard. —El coronel no parecía reconocer a Bird—. Tenía intención de hablar con usted anoche, pero por desgracia no me encontraba bien.
Retiró la mano tendida, con torpeza.
—Hablamos —dijo Bird.
—¿Hablamos? —Swynyard frunció el entrecejo.
—Anoche. En su tienda.
—Malaria, ese es el problema —explicó Swynyard. El tic hacía temblar su mejilla y daba la sensación de que guiñaba continuamente el ojo derecho. La barba del coronel estaba húmeda después de sus abluciones y el cabello había sido alisado con aceite. Había encontrado su fusta y la tenía ahora en la mano mutilada—. La fiebre viene y se va, Bird —explicó—, pero por lo general viene de noche. Me deja plano, ¿sabe? De modo que si hablamos anoche, no me acuerdo de nada. La fiebre, ¿sabe?
—Estaba usted febril, en efecto —dijo Bird en voz baja.
—Pero ahora me encuentro perfectamente. Nada como un buen sueño para ahuyentar la fiebre. Soy el segundo en el mando de Washington Faulconer.
—Lo sé —dijo Bird.
—Y ahora está usted en su brigada —continuó Swynyard, alegre—. Están usted, unos destripaterrones de Arkansas, los regimientos 12.º y 13.º de Florida y el 65.º de Virginia. El general Faulconer me ha enviado para presentarme y darle las nuevas órdenes. No irá destinado a las defensas de Fredericksburg, sino que se reunirá con el resto de la brigada más al oeste. Está todo escrito aquí.
Dio a Bird un papel doblado y sellado con el anillo de Washington Faulconer. Bird rompió el sello y vio que se trataba tan solo de una orden para que la Legión marchara de Fredericksburg a Locust Grove.
—Allí permaneceremos como reserva —continuó Swynyard—. Con un poco de suerte dispondremos de algunos días para ponernos en forma, pero hay una cuestión delicada que deberemos resolver primero. —Tomó a Bird del hombro y empujó al atónito mayor lejos de los oídos inquisitivos de los demás oficiales—. Es algo muy delicado —dijo Swynyard.
—¿Starbuck? —sugirió Bird.
—¿Cómo lo ha adivinado? —Swynyard parecía sorprendido, pero también impresionado por la agudeza de Bird—. Starbuck en efecto, Bird. Un mal asunto. Odio disgustar a un hombre, Bird, no es mi estilo. Nosotros los Swynyard siempre hemos ido derechos al grano, cosa que a veces puede ser incluso un defecto, lo reconozco, pero ya estoy demasiado crecido para cambiar ahora. Starbuck, precisamente. El general no puede tragarlo, ¿sabe?, y tendremos que librarnos de él. Le prometí emplear mucho tacto y entiendo que usted es la persona que mejor puede saber cómo hacerlo.
—Lo hemos hecho ya —repuso Bird en tono amargo—. Vino también anoche.
—¿Vino? —Swynyard miraba parpadeando a Bird—. ¿Vino? ¡Bien! ¡Dicho y hecho! Ha sido cosa suya, ¿verdad? Encantado de conocerle, Bird. —Alzó la fusta hasta el borde del sombrero en un saludo de despedida, pero de pronto se volvió atrás—. Había una cosa más, Bird.
—¿Coronel?
—He traído un poco de lectura para sus hombres. Algo que les animará. —Swynyard dedicó a Bird una sonrisa amarilla—. Parecen un poco alicaídos, como si necesitaran algo que les inflame. Envíe a un hombre a recoger los folletos, ¿lo hará? Y cuide de que los hombres que no sepan leer cuenten con un amigo que les lea en voz alta. ¡Bien! ¡Buen trabajo! ¡Adelante!
Bird vio alejarse al coronel, cerró los ojos y sacudió la cabeza como para comprobar que aquella mañana lluviosa no era una pesadilla espantosa. Al parecer no lo era y lo que se había vuelto irremediablemente loco era el mundo real.
—Puede —dijo a nadie en particular— que los yanquis tengan también a uno como él. Esperémoslo.
Al otro lado del valle, las patrullas yanquis dieron media vuelta y se desvanecieron en los bosques empapados. La artillería sudista enganchó los cañones a sus cureñas y siguió a la galera del coronel Swynyard hacia el sur, dejando que los soldados de la Legión apagaran sus fuegos y se calzaran las botas húmedas.
La retirada prosiguió, cada vez más parecida a una derrota.
* * *
La gran hueste del Ejército del Potomac no avanzó más allá de Manassas. En cambio, en una maniobra diseñada para romper el equilibrio de las fuerzas rebeldes, las tropas regresaron a Alexandria, justo frente a Washington en la otra orilla del río, donde les esperaba una flota que había de llevarlas río abajo por el Potomac hasta la bahía de Chesapeake, desde donde seguirían, rumbo al sur, hasta Fort Monroe, una fortaleza en manos de la Unión. La flota había sido reunida por el gobierno de Estados Unidos y los mástiles de los barcos a la espera formaban un bosque por encima del río. Había barcos movidos por ruedas que habían llegado desde puntos situados tan al norte como Boston, transbordadores de Delaware, goletas de una veintena de puertos de la orilla del Atlántico e incluso transatlánticos de pasajeros con proas afiladas como agujas y elegantes adornos dorados en las popas. El vapor surgido de un centenar de calderas se alzaba en el aire mientras el estruendo de cien silbatos espantaba a los caballos que esperaban a ser cargados en las bodegas de los buques. Grúas accionadas a vapor izaban a bordo cargas envueltas en redes amplias, mientras hileras de soldados subían las pasarelas inclinadas. Cañones y trenes de munición, cureñas y forjas portátiles, todo era cuidadosamente amarrado en las cubiertas inferiores de los vapores. El estado mayor de McClellan calculaba que el transporte de toda la expedición se realizaría en veinte días: ciento veintiún mil hombres con sus trescientos cañones, mil cien carros y quince mil caballos, más de diez mil bueyes y un número casi infinito de balas de forraje, pontones, tambores de cable de telégrafo y barriles de pólvora, todo lo cual necesitaría durante el viaje la protección de buques de guerra, fragatas y cañoneras de la Armada de la Unión. La flota del Ejército del Potomac era la mayor jamás reunida, prueba de la voluntad de la Unión de acabar con la rebelión de un solo golpe enérgico. Los desgraciados que se habían quejado de la inactividad de McClellan verían ahora cómo era capaz de luchar el Joven Napoleón. Conduciría a su ejército hasta la lengua de tierra mal defendida que se extendía a unos cien kilómetros al sudeste de Richmond y como un relámpago marcharía hacia el oeste para capturar la capital de los rebeldes y destruir su resolución de combatir.
«Os he hecho retroceder para poneros en condiciones de asestar el golpe mortal a la rebelión que ha afligido a nuestro antes feliz país», explicaba McClellan a las tropas en una proclama impresa, para prometer luego que su general velaría por sus soldados «como un padre por sus hijos; sabéis muy bien que vuestro general os ama desde lo más profundo de su corazón». La proclama advertía a las tropas de que habría combates encarnizados, pero también les aseguraba que cuando llevaran la victoria a sus hogares considerarían su pertenencia al Ejército del Potomac como el mayor honor de sus vidas.
—Bellos sentimientos —comentó James Starbuck cuando leyó la proclama, que había surgido de la imprenta que viajaba junto al cuartel general del ejército, y no fue el único que admiró aquellas bellas palabras y nobles sentimientos. Los periódicos del Norte podían llamar a McClellan «el Joven Napoleón», pero los soldados del Ejército del Potomac conocían a su general como «Little Mac», el Pequeño Mac, y declaraban que era el militar más capaz del mundo. Si algún hombre podía conseguir una victoria rápida era Little Mac, que había convencido al Ejército del Potomac de que eran los soldados mejor equipados, mejor entrenados y más en forma de la historia de la República, si no de la historia del mundo. Y aunque los enemigos políticos de Little Mac ponían reparos a su cautela y coreaban con sarcasmo «Sin novedad en el Potomac», los soldados sabían que su general solo había estado esperando el momento perfecto para golpear. Y ese momento había llegado ahora, cuando cientos de ruedas de palas y hélices batían las aguas del Potomac y cientos de chimeneas arrojaban humo y carbonilla al cielo azul primaveral. Los primeros barcos se deslizaron río abajo, las bandas de música tocaban y las banderas se inclinaron en homenaje cuando pasaron delante de la residencia de George Washington en Mount Vernon.
—Necesitarán más que sentimientos —observó Allan Pinkerton, sombrío, a James. La Oficina del Servicio Secreto del general McClellan esperaba en una casa incautada próxima a los muelles de Alexandria a que el propio general estuviera listo para navegar y aquella mañana, mientras James y su jefe observaban el movimiento en la línea férrea y el bullicio de los muelles, Pinkerton esperaba la llegada de visitas. El resto de la oficina se dedicaba a reunir las últimas briznas de información llegadas del Sur. Cada día traía una masa indigesta de información de ese tipo, procedente de desertores o de esclavos fugitivos o de cartas de simpatizantes del Norte pasadas clandestinamente desde la otra orilla del Rappahannok, pero Pinkerton no creía en nada de aquello. Quería tener noticias de su mejor agente, Timothy Webster y, a través de Webster, del misterioso amigo de James, pero hacía ya varias semanas que Richmond guardaba un silencio ominoso. La buena noticia en ese silencio era que los periódicos de Richmond no mencionaban ningún arresto ni habían llegado al Norte rumores acerca de oficiales sudistas de alto rango acusados de traición, pero el silencio de Webster preocupaba a Pinkerton.
—Tenemos que dar al general la mejor información posible —había repetido a James en varias ocasiones. Pinkerton nunca se refería al general McClellan con el apodo de «Little Mac» ni tampoco con el de «Joven Napoleón», sino siempre como «el general».
—Pero sí podemos asegurar con certeza al general que la península está mal defendida —señaló James. Trabajaba en una pequeña mesa plegable que había colocado en la galería.
—¡Ajá! ¿Y si eso es precisamente lo que los sudistas quieren que creamos? —retrucó Pinkerton, que se volvió excitado para ver si un rumor de cascos anunciaba la llegada de sus visitantes. Un jinete pasó de largo y Pinkerton volvió a su calma habitual—. ¡Hasta que tenga más noticias de su amigo, no me creeré nada!
Adam ya había enviado una respuesta a través de los buenos oficios de Timothy Webster y esa única respuesta había sido asombrosamente precisa. Excepto en cañones, había escrito Adam, las defensas situadas frente a Fort Monroe eran muy débiles. El mayor general Magruder tenía desplegadas delante del fuerte cuatro brigadas incompletas, que comprendían tan solo veinte batallones infradimensionados. En infantería, según los últimos estadillos, esos batallones contaban con unos efectivos de solo diez mil hombres, la mayor parte de los cuales había sido concentrada por Magruder en fuertes de tierra apisonada situados en la isla Mulberry, en el lado sur de la península, y en fortificaciones parecidas en Yorktown, en la parte norte. Algunas de las defensas de Yorktown, había añadido Adam con pedantería, eran reliquias de la fracasada defensa británica de 1783. Los veintidós kilómetros que separaban Yorktown y la isla de Mulberry estaban guardados únicamente por cuatro mil hombres y algunos fuertes dispersos. La debilidad de Magruder en efectivos se compensaba en parte por una fuerte concentración artillera y Adam informaba ominosamente que se habían incorporado a las defensas de los rebeldes no menos de ochenta y cinco piezas de artillería pesada y cincuenta y cinco cañones de campo más ligeros. A pesar de ello, insistía Adam, ni siquiera con todos aquellos cañones era posible cubrir todos los caminos o senderos de la península.
A quince kilómetros detrás de la línea de Yorktown, informó Adam, cerca de la pequeña ciudad universitaria de Williamsburg, Magruder había hecho levantar algunas defensas más de tierra apisonada, pero hasta el momento carecían de guarnición. Por lo demás, decía Adam, no había más defensas entre Fort Monroe y las nuevas trincheras y reductos que el general Robert E. Lee estaba excavando en torno a Richmond. Adam había añadido una disculpa porque su información estaba una semana atrasada, pues tenía entendido que pronto se enviarían más refuerzos al general Magruder y prometía enviar detalles de esos refuerzos tan pronto como tuviera noticia de ellos.
Esos detalles ulteriores no habían llegado; de hecho, no había habido más noticias ni de Adam ni de Timothy Webster. Su repentino silencio era preocupante, pero James no creía que ese silencio tuviera ningún significado militar, porque todos los demás informes llegados de la Virginia rebelde tendían a confirmar la exactitud del primer informe detallado de Adam acerca de las defensas de la península. La coincidencia de aquellos informes venía a sugerir que las líneas de Magruder eran muy débiles y que lo último que esperaban los rebeldes era un ataque masivo desde el mar, por lo que James no conseguía entender por qué aquellos informes no tranquilizaban a Pinkerton. Ahora, mientras esperaban en el porche de la casa de Alexandria, James defendió ante su jefe la credibilidad de las noticias que llegaban desde detrás de las líneas rebeldes.
—Magruder, incluso con sus refuerzos, no puede tener más de catorce mil hombres —dijo James, rotundo. Había leído todos los papeles con informaciones que llegaban del Sur y solo un puñado de ellos contradecía las cifras de Adam. James sospechaba que esos pocos papeles eran informes falsos que pretendían engañar al alto mando federal. Todos sus instintos decían a James que el Joven Napoleón barrería al enemigo con una desdeñosa facilidad. Los ciento diez mil hombres embarcados en los muelles de Alexandria se enfrentarían a tan solo catorce o quince mil rebeldes y James en la vida comprendería las reticencias de Pinkerton.
—¡Quieren hacernos creer que son débiles, Jimmy! —explicó ahora Pinkerton sus aprensiones—. ¡Quieren hacernos caer en la trampa y darnos una paliza! —Simuló dar puñetazos al aire—. ¡Piensa bien en las cifras!
James apenas había pensado en otra cosa en las últimas dos semanas, pero trató de seguir la corriente al pequeño escocés.
—¿Sabe algo que yo ignoro, mayor?
—En una guerra, James, no todos los hombres luchan. —Pinkerton había estado revolviendo papeles en otra mesa en la galería, pero ahora, después de sujetar el montón de papeles para que no se lo llevara el viento ligero que soplaba aquel día, empezó a medir a largas zancadas el suelo de madera. En el río, a la luz pálida del sol, un gran vapor transatlántico maniobraba junto al muelle en el que esperaban tres regimientos de Nueva Jersey. Las enormes palas de las ruedas del barco batían poderosas el agua y un pequeño remolcador expulsaba furiosas nubes de humo negro mientras arrimaba su proa forrada a la elegante proa del vapor. Una de las bandas regimentales tocaba «Uníos en torno a la bandera» y Pinkerton marcaba el ritmo de la música con sus zancadas a lo largo del porche—. En una guerra, Jimmy, solo una pequeña parte de los hombres empuña un rifle y una bayoneta contra el enemigo, pero hay miles más que sirven bajo las armas, ¡y sirven con nobleza! Tú y yo estamos luchando por la Unión, pero no marchamos en el barro como los soldados rasos. ¿Estás de acuerdo conmigo?
—Por supuesto —dijo James con cautela. No conseguía animarse a llamar a Pinkerton «Bulldog», a pesar de que otros miembros del Departamento utilizaban alegremente el apodo del pequeño escocés.
—¡Entonces! —Pinkerton dio media vuelta desde el fondo de la galería—. Estamos de acuerdo en que no todos los hombres entran en la cuenta de los efectivos, sino solo los que llevan un rifle, ¿captas mi idea? Porque detrás de esos héroes armados, Jimmy, hay un ejército de cocineros y funcionarios, de señaleros y carreteros, de gentes del estado mayor y policías militares, de ingenieros y comisarios. —Pinkerton acompañaba aquel catálogo de hombres con gestos ampulosos que convocaban en el aire a una hueste imaginaria—. A lo que voy, Jimmy, es a que detrás de los hombres que luchan hay miles de almas más que alimentan y suministran, auxilian y dirigen, y todos contribuyen a hacer posible el combate. ¿Captas mi argumento?
—Hasta cierto punto, sí —repuso James, precavido, y su tono sugería que, aunque captaba el argumento de su jefe, no estaba ni mucho menos convencido.
—Tu amigo mismo dijo que se van a enviar refuerzos a las líneas de Magruder —declaró Pinkerton con vigor—. ¿Cuántos hombres? ¡No lo sabemos! ¿Dónde están? ¡No lo sabemos! ¿Y cuántos hay que no figuran en las listas? ¡No lo sabemos! —Pinkerton se detuvo junto a James y tomó un lápiz y una hoja de papel—. No lo sabemos, James, pero vamos a hacer algunas estimaciones razonables. ¿Reconoces que Magruder cuenta con catorce mil hombres? Muy bien, empecemos por esa cifra. —Garabateó el número en la parte superior de la hoja—. Esos, desde luego, son solo los hombres presentes a la hora de formar, de modo que hemos de añadir a los enfermos y a los que disfrutan de permiso, y puedes estar seguro de que todos ellos correrán a agruparse alrededor de su mugrienta bandera en cuanto empiece la lucha. De modo que, ¿cuántos pueden ser? ¿Seis mil? ¿Siete? Pongamos siete. —Escribió el nuevo número debajo del primero—. Ahora hemos de suponer que el general Magruder cuenta por lo menos con veintiún mil hombres. Esos veintiún mil hombres tienen necesidad de víveres y repuestos, tareas que nos obligan a añadir por lo menos diez mil hombres más, y no hemos de olvidar a los músicos y a los enfermeros y a todos los auxiliares que contribuyen al funcionamiento de un ejército. Sin duda todo ello suma diez mil hombres más. —Pinkerton añadió la última cifra a la columna—. Y además hemos de suponer que el enemigo está intentando casi con toda seguridad engañarnos con un cálculo a la baja de sus efectivos, de modo que por prudencia hemos de sumar un cincuenta por ciento más a la cifra final para compensar sus estimaciones engañosas, y ¿qué es lo que tenemos? —Pasó algunos segundos garabateando sus cálculos—. ¡Ahí está! ¡Sesenta y un mil quinientos hombres! Algunos espías nos han dado cifras parecidas, ¿no es así? —Pinkerton revolvió el montón de papeles en busca de algunos de los informes que James había descartado por considerarlos manifiestamente amañados—. ¡Aquí lo tengo! —Agitó en el aire una de esas cartas—. ¡Y eso solo en Yorktown, James! ¿Quién sabe cuántas guarniciones hay en las ciudades que están detrás de Yorktown?
James pensó que su número sería presumiblemente cero, pero no le gustaba contradecir al pequeño escocés que estaba tan enérgicamente seguro de sí mismo.
—Mi informe al general —proclamó Pinkerton— dirá que podemos esperar por lo menos a sesenta mil hombres en las trincheras de Yorktown. Donde, recordarás, incluso el gran George Washington prefirió rendir por hambre a sus enemigos a atacarlos, a pesar de contar con una superioridad numérica de dos a uno. Y nosotros estaremos en una proporción parecida, Jimmy, ¡y quién sabe cuántos rebeldes más correrán desde Richmond a reforzar las líneas de Magruder! ¡Es un asunto desesperado, desesperado! ¿Ves ahora por qué necesitamos otro informe de tu amigo?
Pinkerton todavía no conocía la identidad de Adam y había abandonado sus intentos de sonsacarle el nombre a James. Pero la reticencia de James no había supuesto en ningún caso una decepción para Pinkerton, que consideraba el reclutamiento de James para su oficina como un brillante éxito, porque el abogado había aportado a la Oficina del Servicio Secreto una organización que necesitaba desesperadamente.
James seguía sentado a la mesa, incómodo. No le convencían las matemáticas de Pinkerton y sabía que en un tribunal de Massachusetts, y con Pinkerton como testigo hostil, se habría divertido desmontando aquel fárrago de presunciones dudosas y de matemáticas inverosímiles, pero ahora se obligó a sí mismo a reprimir su escepticismo. En la guerra todo era distinto y Pinkerton, después de todo, había sido elegido personalmente por el mayor general McClellan como jefe de su servicio secreto. Por lo tanto, se suponía que entendía aquellos asuntos de una forma que a James le resultaba imposible comprender. James se sentía como un militar aficionado, de modo que por patriotismo acalló sus dudas.
Pinkerton se volvió cuando apareció una calesa, traqueteando al cruzar la línea férrea tendida entre la casa y los muelles de Alexandria. Los caballos de la calesa irguieron las orejas y pusieron los ojos en blanco cuando una locomotora dejó escapar un repentino chorro de vapor, pero el conductor tranquilizó a los animales al tiempo que tiraba de las riendas. Pinkerton reconoció al conductor y al pasajero de la calesa y agitó una mano para saludarles.
—Ha llegado el momento —dijo a James en tono misterioso— de tomar medidas desesperadas.
Los dos hombres se apearon de la calesa. Eran hombres jóvenes, los dos bien afeitados, los dos vestidos con ropas de paisano, pero en todo lo demás tan distintos como la noche del día. Uno era alto con cabellos lacios que enmarcaban un rostro chupado y más bien melancólico, mientras que el otro era bajo y rubicundo, con el pelo negro espeso y rizado y una expresión alegre.
—¡Bulldog! —exclamó el hombre más bajo al tiempo que corría hacia la escalera que conducía al porche—. ¡Es estupendo volver a verte, ya lo creo!
—¡Señor Scully! —Pinkerton también estaba encantado de ver a sus visitantes. Abrazó a Scully, dio un apretón de manos al otro hombre y presentó a los dos a James—. Es para mí un placer presentarle a John Scully, mayor, y a Price Lewis. Este es el mayor Starbuck, mi jefe de equipo.
—¡Un día estupendo, mayor! —exclamó John Scully. Tenía acento irlandés y una sonrisa fácil. Su compañero, bastante más reservado, ofreció a James un apretón de manos fláccido y una inclinación de cabeza tímida, casi suspicaz.
—El señor Scully y el señor Lewis —declaró Pinkerton con un orgullo palpable— se han ofrecido voluntarios para viajar al sur.
—¡Derechos a Richmond! —respondió Scully, feliz—. Me han dicho que es una gran ciudad pequeña.
—Huele a tabaco —dijo James, en realidad porque no se le ocurrió qué otra cosa decir.
—Como yo entonces, ¿eh, Bulldog? —rio Scully—. Yo también estoy hecho un pequeño apestoso a tabaco, mayor. ¡La última mujer que me llevé a la cama dijo que no sabía si hacerme el amor o fumarme! —Scully se echó a reír después de aquel despliegue de ingenio, Price Lewis pareció aburrirse, Pinkerton resplandeció de alegría y James trató de disimular su desaprobación. Aquellos hombres, después de todo, estaban a punto de intentar algo extraordinariamente valeroso y se sentía obligado a condescender con su grosería.
—El mayor Starbuck es un hombre religioso y temeroso de Dios.
Pinkerton se había dado cuenta del embarazo de James y ofreció a John Scully la explicación.
—Como yo mismo, mayor —se apresuró a asegurarle John Scully, y acompañó la acción a sus palabras esbozando la señal de la cruz—. Y si me confesara sin duda tendrían que oír lo mal chico que soy, pero ¡qué diablos!, uno tiene que reír de vez en cuando, ¿no cree?, para que no se le ponga una cara de acelga como la del inglés aquí presente.
Sonrió con gentileza a Price Lewis, que ignoró ostentosamente la pulla y se concentró en mirar la fila de soldados de Nueva Jersey que subía la pasarela del vapor transatlántico.
—Los europeos —explicó Pinkerton a James— pueden viajar a la Confederación con más facilidad que los yanquis. El señor Lewis y el señor Scully simularán ser comerciantes que buscan hacer negocio burlando el bloqueo.
—Y todo irá de rechupete mientras nadie nos reconozca —dijo Scully en tono alegre.
—¿Hay posibilidades de que eso suceda? —preguntó James, preocupado.
—Las hay, pero son mínimas, apenas nada por lo que inquietarse —repuso Scully—. Price y yo pasamos algún tiempo desenmascarando a simpatizantes del Sur en Washington y mandando a esos bribones al otro lado de la frontera, pero estamos tan seguros como puede estarlo un hombre de que ninguno de esos bastardos se encuentra en Richmond. ¿No es cierto lo que digo, Price?
Price asintió con una grave inclinación de cabeza.
—No me cabe duda de que van a correr un serio peligro —dijo James como ferviente tributo a los dos hombres.
—Bulldog nos paga por el riesgo que corremos, ¿sabe usted? —aclaró Scully, alegre—. Y me han dicho que las mujeres de Richmond son tan hermosas como desesperadas por conseguir auténtico dinero yanqui. Y a Price y a mí nos encanta obsequiar a las damas, ¿no digo toda la honesta y sincera verdad, Price?
—Lo que tú digas, John, lo que tú digas —respondió en tono ligero Lewis, aún enfrascado en la observación de la actividad de los muelles.
—Estoy impaciente por poner las manos encima a una de esas chicas sureñas —dijo Scully, lascivo—. Todo aires y mohines, ¿eh? Todo dengues y tiquismiquis. Demasiado buenas para patanes como nosotros, hasta que hacemos sonar unas pocas buenas monedas del Norte y entonces, ¡hop!, fuera los miriñaques, ¿eh, Price?
—Lo que tú digas, John, lo que tú digas —repitió Price Lewis mientras se llevaba una mano a la boca como para ocultar un bostezo.
Pinkerton puso fin a aquella cháchara explicando a James que Lewis y Scully viajaban al sur para averiguar qué le había ocurrido a Timothy Webster.
—Nunca ha estado muy bien de salud —añadió Pinkerton— y siempre existe la posibilidad de que se encuentre postrado en el lecho del dolor o algo peor, en cuyo caso el señor Lewis y el señor Scully necesitarán contar con la información directa de su amigo. Y eso quiere decir, Jimmy, que necesitan una carta tuya en la que asegures que son de confianza.
—Y eso somos, mayor —intervino John Scully alegre—. Excepto en lo que se refiere a las damas, claro, ¿eh, Price?
—Lo que tú digas, John, lo que tú digas.
James se sentó a la mesa y escribió la carta requerida. Sería utilizada, se le aseguró, solo si Timothy Webster había desaparecido; en caso contrario la carta quedaría a salvo, bien oculta entre las ropas de John Scully. James, que escribió al dictado de Pinkerton, aseguraba a Adam que la información sobre las defensas de la península en la que estaba situado Fort Monroe era tan urgente como siempre, y que debía confiar en las instrucciones adjuntas a aquella carta, que enviaba acompañada por las oraciones y los buenos deseos de su hermano en Cristo Jesús, James Starbuck. Luego escribió en el sobre la dirección «Al secretario honorario de la Sociedad para el Suministro de Biblias al Ejército Confederado», y Pinkerton pegó en el sobre un sello engomado común antes de tender la carta con un floreo a Scully.
—Hay un tablero de avisos en el vestíbulo de la iglesia de Saint Paul y allí es donde has de ponerla.
—Saint Paul, digo, ¿es una iglesia importante? —preguntó Scully.
—En el mismo centro de la ciudad —le aseguró Pinkerton.
Scully besó el sobre y lo guardó en un bolsillo.
—¡Tendrás noticias nuestras esta misma semana, Bulldog!
—¿Cruzáis esta noche?
—¿Por qué no? —sonrió el irlandés—. El tiempo parece bueno y una pequeña y agradable brisa nos acompaña.
James había aprendido ya lo bastante para saber que el método preferido por Pinkerton para infiltrar a sus hombres en la Confederación consistía en que cruzasen de noche la ancha boca del Potomac, partiendo de alguna de las cañadas desiertas de la orilla de Maryland y viajando en silencio con una vela oscura hasta la costa de Virginia. Allí, en algún lugar del condado de King George, un simpatizante del Norte proveía a los agentes de caballos y papeles.
—Permítanme que les desee buena suerte —dijo James en tono muy formal.
—¡Rece tan solo porque las mujeres se alegren de vernos, mayor! —replicó Scully, alegre.
—¡Y mandadnos noticias tan pronto como podáis! —añadió Pinkerton, serio—. ¡Necesitamos números, John, números! ¿Cuántos miles de hombres hay estacionados en la península? ¿Cuántos cañones? ¿Cuántos efectivos hay en Richmond preparados para apoyar a Magruder?
—No se preocupe, mayor, tendrá sus números —contestó risueño John Scully mientras los dos agentes volvían a la calesa que les esperaba—. ¡Derechos a Richmond en dos días! —gritó John Scully, feliz—. ¡Puede que te esperemos allí, Bulldog! Celebraremos la victoria con vino de la bodega de Jeff Davis, ¿eh? —rio. Price Lewis alzó una mano en una despedida solemne y luego chascó la lengua al caballo. La calesa crujió al volver a pasar sobre los raíles de la línea del ferrocarril.
—Bravos muchachos —dijo Pinkerton, y en su boca se insinuó un puchero—. Muy bravos muchachos, Jimmy.
—Sí, en efecto —confirmó James.
En los muelles las grúas movidas a vapor alzaban cajas y bultos con munición para la artillería: balas de cañón y cohetes, botes de metralla y granadas. Otro gran barco giraba en el centro del río y sus palas azotaban el agua blanca al luchar con la rápida corriente del Potomac. Más hombres pisaban el muelle, surgidos de un tren recién llegado, y formaban en filas a la espera de su turno para embarcar. La banda del regimiento empezó a tocar mientras las barras y estrellas, ondeando desde una docena de astas, chascaban como trallas movidas por el viento fresco primaveral. El ejército del Norte, el mayor ejército de toda la historia de Norteamérica, estaba en movimiento.
Hacia un lugar donde tan solo diez mil rebeldes defendían una península.
* * *
Belvedere Delaney arregló las cosas para que Nate Starbuck trabajara en el Departamento de Pasaportes de la Confederación. La primera reacción de Starbuck había sido de disgusto.
—Soy un soldado —dijo al abogado—, no un burócrata.
—Eres un indigente —fue la respuesta gélida de Delaney— y la gente está dispuesta a pagar sobornos muy sustanciosos por un pasaporte.
Se necesitaba un pasaporte no solo para salir fuera de Richmond, sino incluso para pasear por las calles de la ciudad después de oscurecer. Tanto civiles como soldados acudían a solicitar pasaportes a la oficina sucia y abarrotada situada en la esquina de la Novena con Broad Street. A Starbuck, llegado bajo el patrocinio de Delaney, se le concedió una habitación para él solo en el tercer piso, pero su presencia era tan superflua como aburrida. Un tal sargento Crow era quien llevaba a cabo todo el trabajo, mientras Starbuck miraba por la ventana o leía una novela de Anthony Trollope que algún ocupante anterior del despacho polvoriento había utilizado para equilibrar una mesa con una pata rota. También escribió cartas a Adam Faulconer, al cuartel general del ejército en Culpeper Court House, rogando a su amigo que hiciera valer su influencia para que pudiera reincorporarse a la Compañía K de la Legión Faulconer. Starbuck sabía que Washington Faulconer nunca había sido capaz de resistirse a los ruegos de su hijo y durante algunos días estuvo animado por grandes esperanzas, pero no llegó ninguna respuesta de Adam y Starbuck, después de otras dos peticiones infructuosas, abandonó sus intentos.
Pasaron tres semanas enteras antes de que Starbuck se diera cuenta de que no se esperaba que él pasara el tiempo en la oficina, y que, mientras presentara sus respetos al sargento Crow una o dos veces por semana, tenía libertad para gozar de cuantos placeres ofrecía Richmond. Esos placeres iban revestidos de un aura de peligro por la llegada continua de nuevas tropas nordistas a Fort Monroe. Un ligero movimiento de pánico sacudió la ciudad con las primeras noticias de aquellos desembarcos, pero como los yanquis no hicieron el menor intento de romper sus líneas, la opinión predominante fue que los nordistas simplemente hacían un descanso camino de reforzar la guarnición federal de Roanoke. Belvedere Delaney, con quien Starbuck almorzaba a menudo, se burló de esa idea:
—¿Por qué desembarcarlos en Fort Monroe? —preguntó Delaney en uno de esos almuerzos—. No, mi querido Starbuck, muy pronto marcharán sobre Richmond. Una batalla y todo el tingladillo caerá por los suelos. ¡Todos seremos hechos prisioneros! —Pareció más bien complacido por aquella perspectiva—. Por lo menos la comida no empeorará. Estoy comprobando que lo peor de la guerra son sus efectos sobre los artículos de lujo. La mitad de las cosas que hacen que la vida valga la pena de ser vivida desaparece por completo, y la otra mitad resulta ruinosamente cara. ¿No es horroroso este filete de buey?
—Sabe mejor que el puerco en salazón.
—Siempre me olvido de que ha servido usted en campaña. ¿Llegaré a oír el silbido de una bala antes de que la guerra termine? Eso hará que mis memorias de la guerra sean mucho más convincentes, ¿no le parece?
Delaney sonrió, mostrando sus dientes. Era un hombre vanidoso y se sentía orgulloso de sus dientes, que eran todos propios, sin empastes y limpios, de una blancura casi innatural. Starbuck había conocido a Delaney el año anterior, en la primera ocasión en que fue a parar a Richmond, y los dos habían ido anudando una amistad cautelosa. A Delaney le divertía que el hijo pródigo del reverendo Elial Starbuck estuviera en Richmond, pero su afición por Starbuck no iba más allá de la simple curiosidad, mientras que el afecto que Starbuck sentía por Delaney se debía en parte a la buena disposición del abogado para ayudarle y en parte a que Starbuck necesitaba la amistad de hombres como Delaney y Bird, que no juzgaban sus actos desde los estándares de la fe implacable de su padre. Esos hombres, pensaba Starbuck, habían recorrido un camino mental que él mismo deseaba seguir, aunque en ocasiones, en compañía de Delaney, se preguntaba si tendría la inteligencia suficiente para librarse a sí mismo de su sentimiento de culpa. Starbuck sabía que Delaney, a pesar de su apariencia externa cuidadosamente cultivada de afabilidad pickwickiana, era a un tiempo inteligente y despiadado, cualidades de las que el abogado se valía para amasar una fortuna con la venta de lo que a Delaney le gustaba describir como las dos necesidades básicas de los guerreros: mujeres y armas. Ahora el abogado se quitó las gafas y limpió los cristales con su servilleta.
—La gente dice que las balas silban, ¿es cierto?
—Sí.
—¿En qué tonalidad?
—Nunca me he fijado.
—¿Es posible que balas diferentes produzcan notas distintas? Un tirador hábil podría ser capaz de tocar una melodía —sugirió Delaney, y luego se puso a cantar alegremente las primeras notas de una canción popular en Richmond durante todo el invierno—: «¿A qué estás esperando, George, perezoso?». Aunque ya no espera más, ¿no es verdad? ¿Cree que el momento culminante de la guerra tendrá lugar en la península?
—Si es así —dijo Starbuck—, quiero estar allí.
—Está usted enloquecido por la sed de sangre, Nate. —Delaney hizo una mueca y luego pinchó un grueso tendón para que Starbuck lo viera—. ¿Llamaría comida a esto? ¿O bien crimen en la cocina? No importa, ya tomaré un bocado en casa. —Empujó el plato a un lado. Estaban almorzando en el Hotel Spotswood House, y cuando hubo acabado su plato Starbuck sacó del bolsillo un mazo de pasaportes en blanco y los pasó a su compañero de mesa—. Bien hecho —dijo Delaney, mientras guardaba los impresos—. Le debo cuatrocientos dólares.
—¿Cuánto? —Starbuck se había quedado atónito.
—Los pasaportes son valiosos, mi querido Starbuck —dijo el pequeño y astuto abogado con deleite—. Los espías nordistas pagan una fortuna por estos pedazos de papel. —Delaney se echó a reír para mostrar que bromeaba—. Y es justo y correcto que comparta conmigo mis ganancias ilícitas. Créame, voy a conseguir una pequeña fortuna con esto. ¿Supongo que desea que le pague con dinero del Norte?
—Me da lo mismo.
—Pues no lo es, créame. Un dólar del norte vale por lo menos tanto como tres de los nuestros sureños.
Delaney, sin cuidarse de las miradas de otros comensales, contó un mazo de los flamantes billetes de dólar que estaban sustituyendo a la mayor parte de la moneda del norte. La moneda del sur había de tener supuestamente el mismo valor, pero todo el sistema de valores y precios parecía haber enloquecido. La mantequilla se pagaba a cincuenta centavos la libra en Richmond, la leña a ocho dólares la brazada y el café no se podía encontrar a ningún precio, mientras que el algodón, la supuesta base de la prosperidad del Sur, había doblado su precio. Una habitación que un año antes se habría alquilado por cincuenta centavos la semana costaba ahora diez dólares por el mismo tiempo.
No es que a Starbuck le importara. Tenía una habitación en las dependencias de los establos de la gran casa de Franklin Street en la que Sally Truslow y sus dos compañeras vivían ahora con sus criados, cocineros y una costurera. La casa era una de las residencias más elegantes de la ciudad y había pertenecido a un comerciante de tabaco cuya fortuna se había visto muy quebrantada por el bloqueo nordista. El hombre se vio obligado a vender y Belvedere Delaney transformó la mansión en la casa de citas más exclusiva y cara de Richmond. El mobiliario, las pinturas y los objetos de adorno eran, si no de primerísima calidad, por lo menos lo bastante elegantes para soportar una inspección a la luz de las velas, y la comida, los licores y las atracciones eran tan refinados y elegantes como lo permitían las privaciones propias de una época de guerra. Las damas recibían por las noches y de día estaban en casa para los visitantes, aunque solo a quienes habían reservado con antelación se les permitía el paso más allá del primer balaustre esculpido al pie de la gran escalera. El dinero cambiaba de manos, pero con tanta discreción que el rector de Saint James visitó la casa en tres ocasiones antes de descubrir la naturaleza del comercio que allí se desarrollaba, después de lo cual no volvió allí, si bien el mismo conocimiento no disuadió a tres de sus colegas eclesiásticos. La norma de Delaney era no admitir a ningún oficial por debajo del rango de mayor y a ningún civil cuyas ropas revelaran gustos vulgares. La clientela, en consecuencia, era solvente y en conjunto civilizada, aunque la obligatoriedad de la admisión de los miembros del Congreso confederado situaba la sofisticación de la casa muy por debajo de las extravagantes pretensiones de Delaney.
Starbuck ocupaba un cuarto pequeño y húmedo de los establos en el extremo de un jardín sombrío y abandonado. Pagaba el alquiler a Delaney con pasaportes, mientras que las mujeres pensaban que su presencia disuadiría a los criminales que acechaban en Richmond. Los robos con escalo se repetían tanto que ya apenas llamaban la atención, en tanto que los atracos callejeros eran tan flagrantes como frecuentes. Lo cual convertía a Starbuck en un invitado más apreciado aún en la casa, porque siempre estaba dispuesto a escoltar a alguna de las mujeres a Ducquesne, el peluquero parisino de Main Street, o a alguna de las boutiques que de alguna manera conseguían hacerse con material suficiente para seguir confeccionando vestidos lujosos.
Una mañana Starbuck estaba matando el tiempo delante de la puerta de Ducquesne, a la espera de Sally, y leía uno de los habituales requerimientos del Examiner para que la Confederación abandonara su actitud pasiva y pusiera fin a la guerra invadiendo el Norte. Era una mañana soleada, la primera en casi tres semanas, y la temperatura primaveral daba a la ciudad un aire animado. Los dos veteranos de Bull Run que guardaban el salón de Ducquesne hacían bromas a Starbuck sobre el estado de su uniforme.
—Con una chica como esa, capitán, no debería vestir esos harapos —dijo uno de los dos.
—Con una chica como esa, ¿quién necesita ropa? —preguntó Starbuck.
Los hombres rieron. Uno había perdido una pierna, el otro un brazo; ahora montaban guardia delante del comercio del peluquero con un par de escopetas.
—¿Dicen algo en ese papel del Joven Napoleón? —preguntó el manco.
—Ni una palabra, Jimmy.
—Entonces, ¿no está en Fort Monroe?
—Si está, el Examiner no se ha enterado —dijo Starbuck.
Jimmy esputó un largo chorro de jugo de tabaco en la escupidera.
—Si no está allí no vienen aquí, y sabremos que vienen cuando él esté allí.
Su aspecto era sombrío. Los periódicos de Virginia podían burlarse de las pretensiones de McClellan, pero de todos modos persistía la sensación de que el Norte había encontrado su genio militar y el Sur no tenía a nadie que se le pudiera comparar. Al comienzo de la guerra el nombre de Robert Lee había llenado de optimismo a Virginia, pero el brillo de la reputación de Lee se había apagado en las primeras batallas en la Virginia occidental, y ahora pasaba el tiempo cavando interminables trincheras alrededor de Richmond, lo que le había valido el apodo de «Rey de Palas». Todavía contaba con partidarios, entre ellos muy en particular Sally Truslow, que tenía a Lee por el mayor general desde Alejandro, pero esa opinión se basaba únicamente en el hecho de que el cortés Lee se había quitado en una ocasión el sombrero para saludar a Sally en la calle.
Starbuck pasó el periódico a Jimmy y luego echó una ojeada al reloj del escaparate de una tienda para calcular cuánto tiempo tardaría aún Sally en aparecer con su nuevo peinado. Supuso que tardaría por lo menos un cuarto de hora más, de modo que se echó atrás el sombrero, encendió un cigarro y se recostó en uno de los pilares dorados que enmarcaban la entrada en Ducquesne’s. En ese momento oyó una voz que le llamaba.
—¡Nate!
La voz venía del otro lado de la calle. Durante unos segundos Starbuck no pudo ver quién había gritado porque pasó un carro con remolque cargado de leña cortada y detrás del carro una calesa elegante de ruedas pintadas y con cojines listados a juego, pero por fin Starbuck vio que era Adam quien ahora se le acercaba sorteando el tráfico, con la mano tendida.
—¡Nate!, lo siento, tendría que haberte escrito. ¿Cómo estás?
Starbuck se había sentido irritado con su amigo, pero había tal carga de afecto y de remordimiento en la voz de Adam que su enojo se desvaneció de inmediato.
—Yo estoy bien —dijo sin mucha convicción—. ¿Y tú?
—Atareado, horriblemente atareado. Paso la mitad de mi tiempo aquí y la otra mitad en el cuartel general del ejército. Mi misión es servir de enlace con el gobierno, y no es fácil. A Johnston no le gusta demasiado el presidente, y Davis no es el mayor admirador del general, de modo que suelo recibir rapapolvos de ambas partes por igual.
—En cambio yo solo recibo rapapolvos por parte de tu padre —dijo Starbuck, que sintió resucitar parte de su enfado. Adam frunció la frente.
—Lo siento, Nate, de verdad. —Hizo una pausa, claramente incómodo, y sacudió la cabeza—. No puedo ayudarte, Nate. Desearía poder hacerlo, pero mi padre está firmemente en tu contra y no querrá escucharme.
—¿Se lo has pedido? —preguntó Starbuck.
Adam tardó en contestar, pero su sinceridad innata triunfó al fin sobre la tentación de mentir. No, no lo he hecho. No le he visto desde hace un mes y sé que no serviría de nada escribirle. Puede que se ablande si se lo pido directamente. Cara a cara. ¿Podrás esperar hasta entonces?
Starbuck se encogió de hombros.
—Esperaré —concedió, consciente de que no tenía otra opción en aquel asunto. Si Adam no podía hacer cambiar de opinión a su padre, nadie más lo haría—. Tienes buen aspecto —dijo a Adam, para cambiar de tema. La última vez que Starbuck había visto a su amigo fue en Ball’s Bluff y allí Adam se sintió atormentado por los horrores de la batalla, pero ahora había recuperado toda su buena presencia y su entusiasmo. Su uniforme era impecable, la vaina de su sable brillaba al sol y sus botas provistas de espuelas relucían.
—Estoy bien —contestó Adam con mucho énfasis—. Estoy con Julia.
—¿Tu prometida? —preguntó Starbuck con malicia.
—Prometida no oficial —corrigió Adam—. Desearía que fuera oficial. —Sonrió con timidez—. Pero los dos estamos de acuerdo en que es preferible esperar a que las hostilidades hayan concluido. La guerra no es tiempo para bodas. —Señaló la otra acera—. ¿Quieres que te la presente? Está con su madre en Sewell’s.
—¿Sewell’s? —Starbuck creía conocer todas las tiendas de ropa y las sombrererías de Richmond, pero no había oído hablar de Sewell’s.
—¡La tienda de las Escrituras, Nate! —dijo Adam a su amigo en tono de reproche, y luego explicó que la madre de Julia, la señora Gordon, había abierto una clase de enseñanza de la Biblia para los negros libres que habían venido en busca de trabajo a la economía de guerra de Richmond—. Están buscando testamentos sencillos —explicó Adam—, tal vez una versión para niños del Evangelio de San Lucas. Lo cual me recuerda que tengo una Biblia para ti.
—¿Una Biblia?
—Tu hermano me la dio para ti. Llevo meses pensando en cómo enviártela. Ven ahora y te presentaré a la señora Gordon y a Julia.
Starbuck vaciló.
—Estoy con una amiga —explicó, y señaló el escaparate de Ducquesne’s, con su barroca exposición de lociones, peines de concha y pelucas encintadas, y justo en el momento en que hacía el gesto la puerta se abrió y apareció Sally. Ofreció su brazo a Starbuck y dedicó a Adam una sonrisa radiante. Conocía a Adam del condado de Faulconer, pero era evidente que Adam no había reconocido a Sally. La última vez que la vio era una chiquilla harapienta enfundada en una bata de algodón descolorida, que acarreaba cubos de agua y daba de comer a las bestias de la pequeña granja de su padre, mientras que ahora lucía una falda de seda sobre un miriñaque y sus cabellos estaban ondulados y rizados bajo un bonete encintado.
—Señora —la saludó Adam con una reverencia.
—Adam, ya conoces… —empezó a decir Starbuck. Sally lo interrumpió.
—Me llamo Victoria Royall, señor.
Era su nombre profesional, con el que conocían a Sally en el burdel de Marshall Street.
—Señorita Royall —dijo Adam.
—El mayor Adam Faulconer —completó Starbuck las presentaciones. Se dio cuenta del regocijo de Sally ante la ignorancia de Adam y se resignó a llevar adelante el equívoco—. El mayor Faulconer es un viejo amigo mío —comentó a Sally como si ella no lo supiera.
—El señor Starbuck me ha mencionado su nombre, mayor Faulconer —dijo Sally, con sus maneras más modosas.
También su aspecto lo era, porque su vestido era de un color gris muy oscuro y las cintas rojas, blancas y azules de su bonete respondían más a un gesto patriótico que a una exhibición de lujo. Nadie lucía joyas ni encajes en las calles de Richmond, infestadas de ladrones.
—Y usted, señorita Royall, ¿procede de Richmond? —preguntó Adam, pero antes de que Sally pudiera contestar, Adam vio salir a Julia y a su madre de la tienda de las Escrituras, en el lado opuesto de la calle, e insistió en que Starbuck y Sally cruzaran para presentarlos.
Sally atravesó la calle del brazo de Starbuck. Soltó una risita mientras los dos seguían a Adam.
—¡No me ha reconocido! —susurró.
—¡Era imposible! Ahora, por el amor de Dios, ten cuidado. Esas dos son gente de iglesia.
Después de lanzar la advertencia, Starbuck compuso una cara de total respetabilidad. Ayudó a Sally a subir a la acera, arrojó cortésmente al suelo lo que quedaba de su cigarro y se volvió hacia la señora Gordon y su hija.
Adam hizo las presentaciones y Starbuck rozó apenas los dedos enguantados de la mano tendida de la dama. La señora Gordon era una mujer flaca y de genio agrio con una nariz respingona y ojos tan agudos como los de un halcón hambriento, pero su hija resultó ser todavía más sorprendente. Starbuck había esperado encontrar a una beata encogida, tímida y piadosa, y en cambio Julia Gordon mostraba una actitud decidida que destruyó de inmediato aquel juicio erróneo. Tenía los cabellos negros, ojos oscuros y un rostro casi desafiante por su firmeza. No era hermosa, pensó Starbuck, pero sí decididamente bien parecida. En sus ojos se reflejaban el carácter, la fuerza y la inteligencia, y Starbuck, al cruzarse sus miradas, sintió unos extraños celos de Adam.
Sally fue presentada, pero la señora Gordon se volvió de inmediato a Starbuck, ansiosa por saber si tenía alguna relación con el famoso reverendo Elial Starbuck de Boston. Starbuck confesó que el famoso abolicionista era su padre.
—Lo conocemos —dijo la señora Gordon en tono de reprobación.
—¿Lo conoce, señora? —preguntó Starbuck, con su maltrecho sombrero en la mano.
—Gordon —la señora Gordon se refería a su marido— es misionero de la SAPEP.
—Ya entiendo, señora —dijo Starbuck con respeto. El padre de Starbuck era uno de los administradores de la Sociedad Americana para la Propagación del Evangelio a los Pobres, una misión que llevaba la luz de la salvación a los rincones más oscuros de las ciudades de Norteamérica.
La señora Gordon paseó su mirada por el raído uniforme de Starbuck.
—A su padre no le gustará que lleve usted un uniforme confederado, ¿verdad, señor Starbuck?
—Estoy seguro de que no, señora —dijo Starbuck.
—Madre le ha juzgado antes de conocer los hechos —intervino Julia con un toque de humor que hizo sonreír a Starbuck—, pero tendrá usted la oportunidad de presentar un pliego de descargos antes de que se dicte sentencia.
—Es una historia muy larga, señora —se disculpó Starbuck respetuoso, consciente de que no se atrevería a contar como había caído enamorado sin esperanza de recompensa de una actriz por la que había abandonado el Norte, su familia, sus estudios y su respetabilidad.
—Demasiado larga para oírla en este momento, me temo —intervino la señora Gordon con una brusquedad adquirida por años de acoso a parroquianos renuentes para obligarles a mostrar algo parecido al entusiasmo—. Pero, a pesar de ello, estoy encantada de comprobar que defiende usted los derechos de los estados, señor Starbuck.
Nuestra causa es noble y justa. Y usted, señorita Royall —se volvió a Sally—, ¿es usted de Richmond?
—De Greenbrier County, señora —mintió Sally, que citó el nombre de un condado situado en el extremo occidental del estado—. Mi padre no quiso que me quedara allí con toda esta guerra por medio, de modo que me envió aquí con una pariente. Se esforzaba en suavizar la rudeza campesina de su habla, pero aún subsistía un deje. Una tía —explicó—, en Franklin Street.
—¿La conocemos, tal vez? —La señora Gordon valoraba la elegancia del vestido de Sally, lo costoso de su parasol y la delicadeza del cuello de encaje, que contrastaban con las ropas recosidas y sencillas que llevaban madre e hija. La señora Gordon también tenía que haberse dado cuenta de que Sally llevaba polvos y colorete, frivolidades que jamás habían sido consentidas en la casa de la señora Gordon, pero en la juventud de Sally latía una inocencia que tal vez contribuyó a suavizar la desaprobación de aquella.
—Está muy enferma.
Sally intentaba evitar más preguntas sobre su supuesta tía, pero la señora Gordon reaccionó a la mención de un lecho del dolor como un viejo pero aún vigoroso corcel de guerra a un toque de trompeta.
—En ese caso estoy segura de que agradecerá una visita —dijo—. ¿Y en qué congregación acostumbra a cumplir con sus devociones su tía, señorita Royall?
Starbuck se dio cuenta de que Sally se había quedado en blanco.
—Fui presentado a la señorita Royall en la iglesia baptista de Grace Street —terció, eligiendo deliberadamente una de las congregaciones menos conocidas de la ciudad. Starbuck era consciente de la grave mirada de Julia Gordon puesta en él y también de su propio deseo de causarle una buena impresión.
—Entonces estoy segura de que conocemos a su tía —insistió la señora Gordon con Sally—. Creo que Gordon y yo conocemos a todas las familias evangélicas de Richmond. ¿No es cierto, Julia?
—Estoy segura de que es así, madre —confirmó Julia.
—¿Cómo se llama su tía, señorita Royall? —insistió la señora Gordon.
—Señorita Ginny Richardson, señora —dijo Sally, que dio el nombre de la madame del burdel de Marshall Street.
—No estoy segura de que conozca a ninguna Virginia Richardson. —La señora Gordon frunció el ceño como si intentara situar aquel nombre—. ¿De los baptistas de Grace Street, dice? No es que nosotros seamos baptistas, señorita Royall —desmintió la señora Gordon en un tono muy parecido al que podía haber empleado para asegurar a Sally que no era una caníbal o una papista—, pero por supuesto conocemos la iglesia. ¿Tal vez les gustaría en alguna ocasión oír predicar a mi marido? —La invitación fue dirigida tanto a Starbuck como a Sally.
—Me encantaría —aceptó Sally con un entusiasmo nacido de su alivio al no tener que inventar más detalles de su tía imaginaria.
—¿Podría venir a tomar el té con nosotros? —sugirió la señora Gordon a Sally—. Venga un viernes. Los viernes dispensamos el servicio divino a los heridos del Hospital Chimborazo.
Era el mayor hospital militar de Richmond.
—¡Me gustaría tanto! —dijo Sally en un tono dulce e impaciente, como si la propuesta de la señora Gordon aportara una chispa de animación a sus habitualmente aburridas veladas.
—Y usted también, señor Starbuck —añadió la señora Gordon—. Siempre echamos en falta manos sanas para ayudar a los heridos. Algunos hombres no pueden sostener sus Escrituras.
—Desde luego, señora. Será un privilegio.
—Adam lo dispondrá todo. Sin miriñaques, señorita Royall, no hay sitio suficiente entre cama y cama para esas fruslerías. Vámonos ahora, Julia.
La señora Gordon, satisfecha después de aquel alfilerazo contra el vestido de Sally, concedió a esta una sonrisa y una breve inclinación de cabeza a Starbuck y se alejó calle abajo. Adam se apresuró a prometer que dejaría una carta para Starbuck en la Oficina de Pasaportes y luego, después de tocarse el ala del sombrero para despedirse de Sally, corrió a reunirse con las Gordons.
Sally soltó la carcajada.
—Te he estado observando, Nate Starbuck. Te gusta esa chica beata, ¿verdad?
—Tonterías —dijo Starbuck, pero lo cierto es que se preguntaba qué era lo que le atraía de aquella Julia Gordon vestida con tanta sencillez—. ¿Era —se preguntó— que la hija del misionero representaba un mundo de piedad, inteligencia e inocencia que él había perdido para siempre con su desliz?
—Para mi gusto se parecía demasiado a una maestra de escuela —continuó Sally al tiempo que colgaba su mano del brazo de él.
—Que es probablemente lo que Adam necesita —repuso Starbuck.
—Qué diablos, no. Ella es demasiado fuerte para él —replicó Sally, mordaz—. Adam siempre ha sido un indeciso. Nunca se decidía a saltar a un lado o al contrario. Pero no me ha reconocido, ¿verdad?
Starbuck sonrió por la nota de placer que vibraba en la voz de ella.
—No, no lo ha hecho.
—¡Me miraba de una forma extraña de verdad, como si pensara que me conocía pero no consiguiera situarme! —Sally estaba encantada—. ¿Crees que nos han invitado a tomar el té?
—Probablemente, pero no iremos.
—¿Y por qué no? —preguntó Sally mientras se encaminaban a Franklin Street.
—Porque me he pasado toda la vida en respetables casas evangélicas y estoy decidido a acabar con todas ellas.
Sally se echó a reír.
—¿No te animas a lanzarte a por la chica beata? —embromó a Starbuck—. Pues yo quiero ir.
—Pues no irás.
—Claro que iré. Quiero ver cómo viven las personas decentes y qué cosas hacen. No me han invitado nunca a una casa respetable. ¿O es que te avergüenzas de mí?
—¡Por supuesto que no!
Sally se detuvo y obligó a Starbuck a mirarla de cara. Había lágrimas en sus ojos.
—¡Nate Starbuck! ¿Te avergüenzas de llevarme a una casa como es debido?
—¡No!
—¿Porque me gano la vida abriéndome de piernas? ¿Es eso?
Él le tomó la mano y la besó.
—No me avergüenzo de ti, Sally Truslow. Solo pienso que te aburrirás. Es un mundo gris. Un mundo sin miriñaques.
—Quiero verlo. Quiero aprender cómo ser respetable —declaró ella, con una obstinación patética.
—De acuerdo —concedió él—, si nos lo piden, iremos. Te lo prometo.
—No me invitan a ninguna parte —siguió Sally, todavía a punto de echarse a llorar, mientras seguían su paseo—. Quiero que me inviten a algún sitio. Quiero tomarme una noche libre.
—Entonces iremos —dijo Starbuck para calmarla. Se preguntó qué ocurriría si el misionero descubría que su esposa había invitado a una puta a tomar el té y esa idea le hizo soltar una carcajada estentórea—. Claro que iremos —prometió—. Sin la menor duda.
* * *
Julia bromeó con Adam sobre Sally.
—¿No te ha parecido un poco llamativa?
—En efecto. Sin lugar a dudas.
—Pues parecías fascinado por ella.
Adam tenía un carácter demasiado sencillo para darse cuenta de que Julia bromeaba. Lo que hizo fue ruborizarse.
—Te aseguro…
—¡Adam! —le interrumpió Julia—. ¡Creo que la señorita Royall es una belleza asombrosa! Un hombre tendría que ser de granito para no fijarse en ella.
—No ha sido eso —replicó Adam con toda sinceridad— sino la sensación de que la he visto antes en alguna parte.
Estaba de pie en la salita de la pequeña casa del reverendo Gordon en Baker Street. Era una habitación oscura, que olía a cera de muebles. En unas estanterías protegidas con puertas de cristal se desplegaban comentarios sobre la Biblia y relatos de la vida en las misiones de países exóticos, mientras que la única ventana daba a las lápidas piadosas del cementerio Shockoe. La casa estaba situada en un barrio muy humilde de Richmond, muy próxima a un asilo y hospital de caridad, refugio de los pobres de la ciudad, y al cementerio. El reverendo Gordon no podía permitirse una casa mejor, porque la Sociedad Americana para la Propagación del Evangelio a los Pobres había establecido la norma de que sus misioneros vivieran junto a su rebaño y, para asegurarse de que la norma se cumplía, los administradores de la sociedad mantenían los salarios de sus misioneros en niveles bajos hasta lo lastimoso. Esos administradores eran todos norteños, y su cicatería era lo que explicaba la ávida adhesión de la señora Gordon a la causa sudista.
—Estoy seguro de que conozco a la señorita Royall —exclamó Adam, ceñudo—. ¡Pero por mi vida que no consigo situarla!
Estaba furioso consigo mismo.
—Un hombre capaz de olvidar a una belleza como la señorita Royall tiene por fuerza que ser un mujeriego empedernido —dijo Julia, y se echó a reír ante la evidente confusión de Adam—. Querido Adam, sé que no eres un mujeriego. Háblame de tu amigo Starbuck. Parece interesante.
—Lo bastante interesante para necesitar nuestras oraciones —confesó Adam, y explicó lo mejor que supo que Starbuck había estudiado para ser ministro del culto, pero sucumbió a la tentación. Adam no precisó la naturaleza de la tentación y Julia fue lo bastante inteligente para no preguntar—. Buscó refugio aquí en el Sur —explicó Adam— y me temo que no solo ha cambiado sus lealtades políticas.
—¿Quieres decir que es un réprobo? —preguntó Julia en tono grave.
—Me temo que sí.
—Entonces, ciertamente hemos de rezar por él —dijo Julia—. ¿Se ha hundido tanto en el pecado como para que no debamos invitarlo a tomar el té?
—Supongo que no —dijo Adam con la frente fruncida.
—Entonces, ¿lo invitamos o no?
Adam no estaba del todo seguro, pero recordó que su amigo había asistido a reuniones religiosas en Leesburg y decidió que Starbuck debía de haber conservado un grado de respetabilidad suficiente para merecer una invitación de la familia del misionero.
—Creo que puedes hacerlo —decidió Adam, serio.
—Entonces escríbele e invita a los dos para este viernes. Tengo la sensación de que la señorita Royall necesita una amiga. Ahora, ¿te quedas a almorzar? Me temo que solo tenemos una mísera sopa hoy, pero eres bienvenido. A padre le gustará que te quedes.
—Tengo unos asuntos que despachar. Pero gracias de todos modos.
Adam volvió paseando al centro de la ciudad. La identidad de la señorita Royall seguía intrigándolo, pero cuanto más pensaba en ello, menos conseguía identificarla. Finalmente decidió apartar aquel problema de su mente y subió las escaleras del Departamento de la Guerra.
Las obligaciones de Adam incluían pasar uno o dos días a la semana en Richmond, desde donde mantenía informado al general Johnston de la opinión política y los chismorreos en los cuarteles generales. También actuaba como enlace de Johnston con la sede central del Departamento de Decomisos confederado, que requisaba suministros y los enviaba allá donde se necesitaban.
Era esa tarea la que proporcionaba a Adam una información precisa de la posición que ocupaban las brigadas y batallones del ejército, una información que había tenido buen cuidado de transmitir a Timothy Webster. Adam daba por supuesto que sus dos cartas recientes habían llegado hacía tiempo al cuartel general de McClellan y a menudo se preguntaba por qué las tropas nordistas tardaban tanto en asaltar las débiles defensas de la península. El Norte enviaba más y más tropas a Fort Monroe, cuando enfrente tenían tan solo a un puñado de rebeldes. Sin embargo, el Norte no hacía el menor movimiento para desbaratar a ese puñado. En ocasiones Adam se preguntaba si Webster había tramitado sus cartas. Entonces le acometía un terror absoluto cuando imaginaba que Webster podía haber sido detenido en secreto. Solo recuperaba la compostura después de recordarse a sí mismo que Webster no sabía, y posiblemente tampoco podía descubrir, cuál era la identidad de su misterioso corresponsal.
Adam estaba ahora en su despacho, ocupado en redactar su informe diario a Johnston. Era un documento tedioso, que incluía la lista de los hombres dados de alta en el hospital militar de Richmond y describía los nuevos suministros que podían ser adquiridos en las armerías y los almacenes de la capital. Acabó con un resumen de las informaciones más recientes, según las cuales el general McClellan seguía aún en Alexandria y las fuerzas acumuladas en Fort Monroe no daban indicios de movilizarse con intenciones agresivas. Luego incluyó las últimas ediciones de la prensa y confeccionó con todo ello un paquete voluminoso que había de entregar a un mensajero para que lo llevara a Culpeper Court House. Despachó el paquete y luego abrió la carta de su padre, que le esperaba sobre su escritorio. La carta, tal como Adam esperaba, era una nueva súplica para que Adam dejara el estado mayor de Johnston y se uniera a la Brigada Faulconer.
«Creo que deberías relevar a Pecker al mando de la Legión —había escrito Washington Faulconer— o, si lo prefieres, podrías ser mi jefe de estado mayor. Swynyard es un hombre difícil, sin duda mostrará sus mejores cualidades en la batalla, pero hasta ese momento tiene una afición excesiva a la botella. Necesito tu ayuda».
Adam estrujó la carta. Luego se acercó a la ventana y miró hacia lo alto de la colina donde las esbeltas columnas blancas del noble edificio del Capitolio aparecían iluminadas por el sol de la tarde. Se volvió cuando la puerta de su despacho se abrió de forma violenta.
—Podías haber añadido algunas noticias más a tu informe, Faulconer —dijo a Adam un oficial en mangas de camisa.
Adam disimuló la excitación que de pronto se había apoderado de él.
—¿Se mueven ya en Fort Monroe? —preguntó.
—Oh, Dios, no. Los malditos yanquis han echado raíces allí. A lo mejor no tienen intención de moverse nunca. ¿Quieres un café? Es auténtico, traído desde Liverpool burlando el bloqueo.
—Por favor.
El oficial, un capitán llamado Meredith, del Departamento de Señales, gritó a su ordenanza que les llevara café y luego entró en el despacho.
—Los yanquis son idiotas, Faulconer. ¡Locos de atar! ¡Bobos!
—¿Qué es lo que han hecho?
—¡Son cortos de entendederas! ¡Tarugos, zoquetes! —Meredith se sentó en la silla giratoria de Adam y plantó sus botas embarradas en el tablero forrado de cuero del escritorio. Encendió un cigarro y arrojó la cerilla a una escupidera—. No saben nada, las meninges no les funcionan, son cabezas cuadradas llenas de viento. En una palabra, son nordistas. ¿Sabes quién es Allan Pinkerton?
—Por supuesto que sí.
—Escucha entonces, porque vas a divertirte. ¡Aquí! —La última palabra iba dirigida al ordenanza, que acababa de entrar en la habitación con dos tazas de café. Meredith esperó hasta que se hubo ido y siguió con su relato—: Al parecer Pinkerton se propuso enviar a unos agentes secretos a espiarnos. Los necesitaba para descubrir nuestros más oscuros deseos y nuestros secretos más íntimos, ¿y a quién se le ocurre enviar? ¿Envía a algún individuo desconocido surgido de las tinieblas? ¡No, envía a dos idiotas que, aún no hace seis meses, trabajaban como esbirros para expulsar de Washington a los simpatizantes del Sur! En estas que uno de los hombres a los que expulsaron se tropieza con ellos en Broad Street. «Hola, yo conozco a estas dos preciosidades», dice. «¡Sois Scully y Lewis!». Nuestros héroes lo niegan, pero los muy bobos llevan papeles con sus nombres auténticos. ¡Price Lewis y John Scully, vivir para ver! ¿Qué clase de cabeza de chorlito tienen? De modo que ahora los dos más distinguidos espías del Norte están cargados de cadenas en la cárcel de Henrico. ¿No es espléndido?
—Desde luego es demencial —dijo Adam. El corazón se le disparó de pronto y el miedo culebreó a lo largo de su cuerpo. ¿Scully y Lewis? ¿Utilizaba Webster uno de esos nombres como disfraz? ¿Arrancarían la verdad a fuerza de torturas a alguno de esos hombres? Corrían rumores terribles sobre los castigos que se daba a los traidores en las mazmorras secretas de las prisiones confederadas y a Adam casi se le escapó un sollozo cuando otra punzada de terror hurgó en sus tripas. Se forzó a mantener la calma y a tomar un sorbo de café caliente, mientras no dejaba de recordarse a sí mismo que no había firmado los dos largos documentos enviados a Webster y que había procurado disfrazar la escritura en ambos informes detallados. Aun así, la sombra del patíbulo le pareció de pronto muy próxima—. Los colgarán, supongo —dijo, en tono casual.
—Esos bastardos lo merecen sin la menor duda, pero Lewis es inglés y el malnacido de Scully irlandés, y al parecer necesitamos la buena voluntad de Londres con más urgencia aún que la de ver a dos súbditos de la reina balancearse en el extremo de un par de sogas. —Meredith parecía disgustado por tanta blandura—. Ni siquiera les han tocado un pelo para obligarles a confesar por si el gobierno británico protesta, de modo que los dos bastardos no han admitido nada.
—Puede que no tengan nada que admitir —sugirió Adam en tono de broma.
—Pues claro que lo tienen. ¡Vaya si haría yo cantar a ese par de mierdas! —amenazó Meredith, sombrío.
—No molestaré a Johnston con esa noticia —decidió Adam—. Esperaré a que digan algo.
—Solo me pareció que te gustaría saberlo —dijo Meredith. Estaba claro que pensaba que la respuesta de Adam había sido demasiado tibia, pero el mayor Faulconer tenía fama de bicho raro en todo el cuartel general—. ¿Te apetece acompañarme a Screamersville esta noche? —preguntó Meredith. Screamersville era el barrio de peor fama de Richmond y en él se encontraban los burdeles, los garitos y los tugurios más salvajes de la ciudad. El alcohol estaba oficialmente prohibido en Richmond, en un intento de frenar la tasa de criminalidad, pero ninguna patrulla policial se atrevería a entrar en Screamersville para hacer cumplir la ley, como tampoco intentarían confiscar el champaña de las caras maisons d’assignation de la ciudad.
—Tengo otros compromisos esta noche —dijo Adam, muy tieso.
—¿Otra reunión religiosa? —preguntó Meredith, burlón.
—En efecto.
—Di una oración por mí, Faulconer. Según mis planes, esta noche voy a necesitar una o dos oraciones. —Meredith bajó sus botas del tablero del escritorio—. Tómate tu tiempo con el café. Cuando hayas acabado, basta con que dejes otra vez la taza en nuestro despacho.
—Claro. Y gracias.
Adam bebió el café y vio alargarse las sombras en la plaza del Capitolio. Entraban en el edificio del Capitolio funcionarios apresurados con rimeros de documentos procedentes de las oficinas del gobierno y una patrulla de la policía militar, con las bayonetas caladas, patrullaba despacio por la calle Nueve más allá de la torre de las campanas, que daba la alarma en caso de incendio o de alguna otra emergencia ciudadana. Dos niños pequeños caminaban colina arriba, hacia la estatua de George Washington, cogidos de la mano y acompañados por uno de los esclavos de su familia. Dos años antes, pensó Adam, aquella ciudad parecía tan hogareña y acogedora como Seven Springs, la hacienda de su familia en el condado de Faulconer, y en cambio ahora se respiraban en ella el peligro y la intriga. Adam se estremeció al pensar en una trampilla que se abría bajo sus pies, el vacío que se lo tragaba, el roce áspero del dogal alrededor de su cuello y el tirón cuando la soga se tensaba. Luego se dijo a sí mismo que no tenía por qué preocuparse, porque James Starbuck le había dado su palabra de no revelar nunca el nombre de Adam y James era un cristiano y un caballero, de modo que era por completo imposible que traicionara a Adam. La detención de Scully y Lewis, fueran quienes fueran, no tenía por qué preocupar a Adam. Así tranquilizado, se sentó a su escritorio, colocó una hoja de papel frente a él y escribió una invitación a tomar, el té en el hogar del reverendo Gordon el viernes siguiente, para el capitán Nathaniel Starbuck y la señorita Victoria Royall.
John Scully y Price Lewis no admitieron nada, ni siquiera cuando se encontraron ocultos entre sus ropas documentos que habrían incriminado a un santo. Lewis, el inglés, tenía un mapa de Richmond en el que se había dibujado un esbozo de las nuevas defensas excavadas por el general Lee, con trazos sombreados para sugerir los lugares en los que se suponía la existencia de futuros reductos o fuertes. Un memorándum adjunto al mapa así dibujado pedía la confirmación de las suposiciones y la verificación de la artillería instalada en las nuevas obras de defensa. John Scully, el pequeño irlandés, llevaba una carta sin estampillar dirigida al Secretario Honorario de la Sociedad para el Suministro de Biblias al Ejército Confederado, firmada por un tal mayor James Starbuck del Ejército de Estados Unidos, que se describía a sí mismo como «hermano en Cristo» del desconocido destinatario de la carta. Esta pedía que se confiase en las instituciones adjuntas, las cuales solicitaban una enumeración completa y actualizada de las tropas confederadas bajo el mando del general Magruder, y especialmente información sobre el número total de tropas existentes en las ciudades, guarniciones y fuertes situados entre Richmond y Yorktown.