Cuatro
Cate le dijo a Rob que no podía ni ver a un Storwick y él retuvo a Stella en su habitación hasta que Johnnie y su esposa se marcharon a la mañana siguiente.
En ese momento, se había quedado solo con ella y con la promesa que le había hecho. No podía obligarla a que se metiera en el río con un vestido cubierto de harina y convenció a algunas mujeres para que le prestaran una falda, una camisola y un chaleco. Stella salió de la habitación vestida como las demás mujeres que conocía, pero completamente distinta. Los pechos, que le habían pasado casi desapercibidos bajo su vestido, se esbozaban con orgullo por encima del segundo mejor chaleco de la viuda de Gregor. La falda de Beggy Tait era demasiado corta para ella y le permitía vislumbrar los tobillos. Incluso el rostro anguloso parecía más suave con ropa normal y corriente. Sin embargo, a su expresión no le pasaba lo mismo. Además, la cruz de oro con una piedra verde y una pequeña mancha de harina seguía colgada de su cuello. Ni su padre ni él habían visto algo tan lujoso en toda su vida. Su familia tuvo que habérsela robado a la mismísima reina. Sin embargo, ¿por qué la llevaba? Si Storwick la hubiese vendido, su clan habría vivido por todo lo alto hasta el final de los días. Ella, que no parecía darse cuenta de lo que llevaba colgado del cuello, le mostró unas telas dobladas y manchadas de harina.
—Le daré esto a la lavandera.
La ropa nueva no había disminuido su sensación de ser una privilegiada. La furia se le había agotado y se quedó atónito. No era tonta, pero observaba la torre como si fuese de ella, no de él.
—¿Todavía no te has enterado de que estás prisionera?
—¿Y tú no te has enterado de que soy...?
Ella no terminó la frase y bajó los brazos con el vestido.
—¿Qué?
Ella, por una vez, sacudió la cabeza y no dijo nada.
—No —siguió él—. No me he enterado. ¿Quién eres para creerte que te mereces un trato que solo le daría al rey en persona?
—Soy una rehén para garantizar que el resto de mi clan se comportará correctamente —contestó ella mirándolo con arrepentimiento.
Él no se creyó nada ni de sus palabras ni de su expresión y ella se dio la vuelta para volver a su habitación.
—Dejaré el vestido en la cama.
—¿Sabes lavar mejor que cocinar?
Ella levantó la mirada, pero volvió a bajarla mientras negaba con la cabeza. Él suspiró. Si no le limpiaban el vestido, tendría que llevar una ropa prestada que las otras mujeres no podían permitirse prestarle.
—Tráelo. La viuda Gregor sabe lavar.
Fueron a la cabaña de Gregor y la viuda abrió los ojos como platos, como si el vestido verde fuese tan valioso como la cruz.
—Haré lo que pueda, pero no sé... Nunca...
Stella, al lado de él, agitó la mano como si el vestido no tuviese importancia, como si tuviese cientos como ese en su casa.
Wat los siguió cuando se marcharon y miraba a Stella con la misma veneración que a Rob. La verdad era que él nunca se había sentido cómodo con esa adoración. Transmitía unas expectativas que no sabía si podría satisfacer, pero se había acostumbrado. Aunque no entendía que el chico malgastara su admiración con Stella Storwick. Wat miró a Rob y sonrió.
—Es una dragona muy guapa.
Stella miró a Rob sin disimular una sonrisa antes de dirigirse al chico.
—Gracias, Wat.
—Vuelve a tu casa —gruñó Rob.
Ella agarró al niño de la mano.
—No es su culpa.
Él lo sabía y le gustaría que fuese de ella, pero sería mentira.
—No necesitamos que nos acompañe.
Ella puso una mano en un hombro de Wat.
—Tampoco estorbará.
—Ni ayudará.
El chico podía hacer solo pocas cosas y muy sencillas.
—Claro que puede ayudar —replicó ella mirando al niño como si no fuese deficiente—. ¿Puedes ayudarnos, Wat?
Wat asintió con la cabeza.
—Dirá que sí a todo lo que le preguntes —intervino Rob.
Al menos, eso era lo que hacía hasta que llegó esa mujer y el chico empezó a tener opiniones propias sobre dragonas.
—Pero tú me dijiste que serviría de ayuda para cualquier cosa que necesitáramos —insistió ella en tono de advertencia.
Stella abrazó al chico como si fuese un escudo y él miró a Rob con veneración. Rob sacudió la cabeza. Esa mujer no sabía cocinar ni lavar, pero sí sabía utilizar a ese chico con la misma habilidad que tenía él para desplegar a sus hombres en el campo de batalla y, además, no le dejaba otra alternativa que ser despiadado o permitir al chico que los acompañara. Se agachó delante del niño.
—¿Quieres pescar?
Wat asintió con la cabeza.
—Entonces, vamos.
Bajo la atenta mirada del chico, tendría que medir sus palabras y contener su genio, lo cual, naturalmente, era lo que quería esa mujer. Sin embargo, ella miraba a Wat y tiraba de su mano para que le hiciera caso.
—Tienes que quedarte cerca de mí y no meterte mucho en el agua. Tengo que devolverte sano y salvo a tu madre.
Sin embargo, Wat, que estaba muy emocionado, tiraba de la mano de Stella para que se dirigiera más deprisa hacia el río. Ella le soltó la mano.
—De acuerdo, ve, ¡pero no te metas en el agua! —gritó ella cuando el chico salió corriendo.
Entonces, se encontró solo con ella otra vez y echó de menos la protección del chico.
—Muy bien, ya está con nosotros. ¿Qué pretendes que haga?
—Puede llevar el pescado.
—Si pescamos algo —puntualizó él con aspereza.
Wat, a pesar de las advertencias de Stella, no esperó en la orilla, se metió en el agua y empezó a chapotear y salpicar al aire. Ella salió corriendo, pero Rob fue más rápido. Lo sacó del río y lo dejó en la orilla.
—¿Crees que vas a sacar los peces del río asustándolos? Si había algún pez, se habrá escapado.
Wat se acobardó y él comprendió que había sido muy brusco. Stella se arrodilló delante del niño y lo abrazó.
—Te dije que no te metieras todavía.
Wat los miró y se zafó de los brazos de ella como si se preparara para recibir una bofetada.
—Mi culpa.
—Sí, tu culpa —dijo Rob implacablemente.
Ella volvió a abrazarlo y esa vez fue el escudo entre ellos dos.
—No lo culpes, es un...
Stella no terminó la frase como si no quisiera que el niño oyera el insulto.
—Un necio.
—Es un niño, no es un hombre.
—A este lado de la frontera, es un hombre... o debería serlo.
El pobre chico era como un corderillo desvalido destinado a morir pronto, pero la expresión inflexible de ella no permitía discusión alguna. Él puso una mano en un hombro de Wat con la suficiente delicadeza como para que ella lo soltara y el niño lo mirara con esperanza.
—Vete a buscar todos los palos y ramas pequeños que encuentres y tráelos aquí.
Wat, aliviado, se dirigió hacia los arbustos.
—¡Y no te acerques al río! —le gritó Stella—. ¿Qué vamos a hacer con los palos?
—Sabes tanto de pesca como de cocina, ¿verdad?
Si ella era representativa del resto del clan, no le extrañaba que robaran ganado porque si no, se morirían de hambre.
—¿Tú sabes algo? —preguntó ella sin contestar.
Por un instante, pensó en meterla en el río Liddel para que pescara sola. Su falda prestada se empaparía y se le pegaría a las caderas y si el agua la cubriera como le había cubierto la harina... Hizo un esfuerzo para volver a pensar en la pesca.
—Sí —contestó él.
Ella miró con recelo hacia el río y luego a él.
—¿Qué tengo que hacer lo primero?
—Construir un pequeño dique, una compuerta, y dejarles un sitio para que naden.
—Tú tampoco lo has hecho antes, ¿verdad?
—Vi a mi madre hacerlo.
—¿Cuándo?
Fue hacía años.
—Hace un tiempo.
—Entonces, ¿no sabes cómo hacerlo?
¿Cómo? Nunca lo había preguntado. El «cómo» se llevaba en la sangre, estaba grabado en los huesos. Lo recordaría en cuanto tuviera los palos.
—Tú eres la que se ha empeñado en venir a pescar y no sabes cómo se hace...
—Creía que tú lo sabías.
—En mi familia lo hacen las mujeres.
Ella se quedó muda por la impresión. Él nunca se lo había planteado. Su padre le había enseñado todo sobre la guerra, las ovejas y el ganado. El resto, lo hacían las mujeres.
—Bueno —concedió ella—, si por lo menos tuvieras una imagen, podría ayudarnos.
—¿Qué quieres? —replicó él—. ¿Un libro de enseñanzas?
—Sí.
—¿Sabrías leerlo? —le preguntó él mirándola fijamente.
—Es posible —contestó ella sonrojándose.
—Mentirosa.
Estaba empezando a conocerla. Sin el chico para protegerla, había vuelto a protegerse ella misma.
—Puedo leer algunas palabras.
—¿Las mismas dos que sabe tu madre? —se enfurecía solo de mirarla—. No sabes cocinar, ni lavar, ni pescar... —agitó las manos para no agarrarla de los hombros y zarandearla—. ¿Qué sabes hacer?
Ella se puso roja hasta la raíz del pelo. La había contrariado, que era lo que quería, pero no había esperado sentir remordimiento. Sin embargo, Wat salió de entre los matorrales antes de que ella pudiera decir algo, se acercó a Rob y le dio un montón de palos y ramas.
—¡Tome!
Luego, retrocedió y los miró con una sonrisa de orgullo y felicidad. Stella se agachó delante de él.
—Muy bien, Wat. ¿Podrías traernos algunos más?
Él asintió con la cabeza y se alejó corriendo otra vez.
—Niños... —comentó ella mirando a Rob con una sonrisa—. Se me dan bien.
Stella vio que el ceño fruncido de Rob daba paso a la impotencia y que dejaba los valiosos palos de Wat en el suelo.
—Entonces, cásate con alguien especial y ten unos cuantos.
Ella se levantó, hizo un esfuerzo para no replicar algo hiriente y lo miró detenidamente. Ningún hombre, ni uno solo, la había tratado así. En su casa, todo el mundo la trataba con respeto, como si temiera enfadarla o contrariarla, como si temiera despertar algún sentimiento en ella. Sin embargo, las palabras de él eran como una lanza que se le clavaba en el vientre vacío.
—Lo haré cuando me dejes que me vaya a mi casa.
La mirada implacable de Rob se suavizó. Detrás de esas cejas negras y de esas palabras llenas de rabia había algo de suavidad. Quizá algún día encontrara una mujer que pudiera liberarla.
—Entonces, una tregua.
Solo fueron tres palabras, pero a ella le sonaron como una canción. Sonrió y señaló hacia el río con la cabeza.
—Una tregua mientras intentamos pescar algo entre los dos.
Se metieron en el agua y Rob eligió un sitio para levantar un dique. Ella le explicó a Wat lo que tenían que hacer y él fue corriendo de un lado a otro amontonando ramas. Ella, decidida a demostrar que servía para algo, apretó los dientes y, tan silenciosa como Rob, se dedicó a la tediosa tarea de atar y juntar palos de tal forma que no los arrastrara la corriente. A media tarde, agotados y empapados, habían conseguido construir una trampa improvisada que podría capturar algún salmón que pasara por allí.
Salió del río y se dejó caer en la orilla sin importarle la hierba y el barro. Rob hizo lo mismo y Wat se sentó entre los dos y los miró alternativamente.
—Lo has hecho muy bien, muchacho —le felicitó Rob revolviéndole el pelo.
Wat sonrió de oreja a oreja y entonces Rob dejó escapar un suspiro de satisfacción y se quitó la camisa. Ella intentó no mirarlo, pero unas gotas de agua le cayeron por los hombros y los músculos de los brazos y recordó cuando la tuvo sujeta contra el suelo, cuando no tuvo más remedio que sentir su calidez y rendirse... Se aclaró la garganta y se dirigió a Wat.
—Sí, muy bien.
—Tú, también.
La voz de Rob retumbó dentro de ella como una cascada.
—¿Puedo contárselo a mi madre? —preguntó Wat—. ¿Puedo contarle lo que he hecho?
Stella miró a Rob.
—Sí, cuéntaselo.
Wat salió corriendo y dando saltos de alegría.
—¡Le gustará! —gritó Stella con la esperanza de que fuese verdad—. Me preocupa. Su madre no tiene tiempo para dedicárselo a él y podría...
Podría pasarle algo. Rob la miró en silencio y ella levantó la barbilla.
—Alguien debería vigilarlo.
Ella no quería pedir permiso ni decir «por favor».
—¿Qué...? ¿Por qué?
Para que no se cayera en el pozo.
—¿Acaso no es un hijo de Dios que merece que lo cuiden?
—Es un deficiente que nunca sobrevivirá sin ayuda.
—Entonces, ¡reconoces que necesita ayuda!
Sus ojos dejaron escapar un destello de fastidio.
—El chico tiene que aprender a sobrevivir por sus medios. Yo aprendí.
Ese hombre no tendría compasión por los débiles. Era fuerte y osado y nunca entendería lo que era dudar.
—¿Y si no puede?
—Entonces... Si no puede sobrevivir a la infancia, no podrá sobrevivir a la vida en la frontera.
Quizá tuviese razón, quizá fuese preferible que muriera, quizá ella también debería haber muerto en el pozo.
—Además —siguió Rob—, nadie tiene tiempo para ir detrás de un chico todo el día.
—Yo sí lo tengo.
La miró detenidamente, en un silencio tan sombrío como su nombre, y ella creyó que iba a negarse.
—Muy bien. Pregúntaselo a su madre. A mí me da igual.
Sintió un arrebato de agradecimiento que casi la hizo llorar. No se atrevió a mirarlo y se fijó en el pequeño dique que habían hecho con palos. Deseó con todas sus fuerzas que, por una vez, él no estuviera seguro de todo.
—Lo hemos hecho juntos —susurró ella.
En unas horas de paz, una Storwick y un Brunson habían levantado una trampa para peces. ¿Qué podrían construir en un año de tregua? Cerró los ojos y volvió a abrirlos para mirar a Rob a la cara.
—Ahora solo faltan algunos peces —comentó ella.
—Pronto tendremos un montón —replicó él—. No he pasado un día mojándome y agotándome para capturar una carpa que pasaba por ahí.
Lo miró con detenimiento. Los pómulos prominentes dejaban paso a una nariz angulosa bajo las amenazantes cejas y una frente despejada. ¿Sonreía alguna vez?
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque para entonces, la compuerta de los Storwick solo será unos palos que flotan en el río Liddel.
Fueron unas palabras ásperas, como una bofetada para que no se olvidara de que Rob Brunson el Negro no era un aliado ni un colaborador. Nunca podría haber una tregua entre las dos familias, hasta ese momento de paz era una ilusión.