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En el camino de vuelta, Marisol intentó convencerme de que los cadetes habían hecho una apuesta ni bien nos habían visto salir del edificio del museo. Parece que el mío se jactaba de reconocer y coleccionar vírgenes. Supongo que con esto Marisol pretendía disminuir el tamaño de mi conquista. A mí no me importó. Le dije que yo venía apostando al Perfecto Desconocido desde hacía meses. Me parecía justo que él hubiera hecho lo mismo con una virgen del conurbano. Los dos habíamos ganado. No veía cuál era el problema. Aunque fuera fornicación.

Porque Marisol tenía muy claro que si había amor de por medio, si una se acostaba con el novio de toda la vida, Dios te perdonaba.

Además, estaba el tema del orgasmo. Dios no te lo regalaba así nomás. Había que ganárselo. Claro que no lo dijo con esas palabras, no dijo que Dios te regalaba los orgasmos. Pero más o menos. En todo caso, en lo que dijo estaba la idea de que el placer dependía del bien. Para asegurarme de que las dos hablábamos de lo mismo, le pregunté cómo se sentía. «Es como caerte por un pozo. Todo se pone negro. Pero nunca terminás de caer. Es como caer para arriba».

Estaba claro que eso no me había pasado. ¿O sí?

«La primera vez es muy difícil que te pase», dijo ella con ojos soñadores. «Más si el tipo no te conoce. ¿Cómo va a saber lo que te gusta?»

Supe que era mejor no cuestionar las opiniones de la Reina. Explicarme hubiera requerido que yo fuera consciente de mis motivos, de esa urgencia que vivía dentro de mí, de ese peso que a la vez era levedad y que yo sólo percibía como la necesidad de dejarme abandonada en una esquina. De acabar con todo. Empezando por el amor, esa telaraña con la que Dios supuestamente nos envolvía. Y como hablar —verdaderamente hablar— es imposible a los quince años, decidí quedarme callada.

Hice votos de silencio.

Hasta que llegó Felisa.

Porque ella fue antes que nada la posibilidad de la palabra.

Unos días después del incidente en la clase de miss Evans, la encontré en los baños del quinto piso. Esa parte del colegio estaba destinada a los dormitorios de las monjas, pero como la congregación disminuía año a año, había muchas habitaciones en desuso, algunas eran depósito de muebles e imágenes descascaradas, otras, celdas de oración. Durante el día, nadie andaba por ese sector. Al igual que el campanario de la capilla, era zona de Marcelina. Su fantasma prefería las alturas. Por eso mismo, yo pasaba ahí gran parte del recreo, donde sabía que nadie me molestaría. Me sentaba a leer en el antepecho de la ventana que se abría sobre el patio mayor. Abajo, las clarisas hormigueaban sus treinta minutos diarios de libertad. A veces ni siquiera leía. Solamente me quedaba mirándolas. Todas se veían iguales: puntos azules y lejanos a los que solamente la risa humanizaba.

Felisa estaba sentada sobre la tapa del inodoro del último cubículo. Ni siquiera había cerrado la puerta. Tenía un cigarrillo encendido pero en ese momento no fumaba, sus ojos estaban fijos en la pared. Al verme hizo una señal para que entrara, como si hubiéramos arreglado una cita o el baño fuera una especie de confesonario. Me quedé parada en la puerta, pero ella tiró de mi brazo hasta poner mis ojos a la altura de los suyos.

En lugar de las frases de siempre, que resumían la especialidad sexual de alguna clarisa o su amor constante más allá de la muerte por el chico de turno; en lugar de historias de embarazos imprevistos, abortos y pedidos de consejo sobre el himen, la menstruación o el punto g, en la pared de ese cubículo había grabadas tres frases que yo conocía demasiado bien: «el lenguaje de la cruz es locura»; «los miembros más viles son los más necesarios»; «ser joven es no poseerse a sí mismo». Sonaban lo suficientemente inocentes. Tal vez por eso las monjas no las habían borrado, como ocurría todos los años en diciembre, cuando nos obligaban a venir por las tardes para blanquear la muralla exterior y las puertas y paredes de los baños. Sí, el colegio estaba sitiado desde dentro y desde fuera por esa plaga de grafitis que las monjas no sabían cómo combatir. En un intento por canalizar la grafomanía de las estudiantes, un año habían puesto en cada salón una pared de opiniones, cuatro metros cuadrados de papel afiche en donde teníamos permitido escribir lo que quisiéramos. Tuvieron que quitarlos cuando comprobaron el nivel de las rimas, insultos e indecencias del que éramos capaces. Era preferible que eso siguiera ocurriendo naturalmente en la oscuridad, entre el misterio de los movimientos corporales, la protesta de los caños y el goteo sedante de las canillas.

Como en cualquier institución disciplinar, en el colegio también la mierda se segregaba. Las monjas tenían sus propios baños, paraísos de cal y amoníaco en teoría ágrafos e impolutos, cerrados con llave o perdidos en los laberintos de los dormitorios a los que nosotras no teníamos acceso. A los baños del colegio no entraban, aunque sospecharan de las actividades que acogían. A lo sumo, si olían un cigarrillo o dos chicas se demoraban más de lo necesario, alguna de las monjas más viejas se paraba en la puerta y gritaba sus nombres, amedrentada por el espectáculo que vería con tan sólo cruzar el umbral de ese recinto que repelía al espíritu y burlaba su vigilancia.

En esa zona franca, cualquier cosa podía pasar. Incluso la visita de Marcelina, pues una de las actividades predilectas del fantasma era jugar con los inodoros. Sin duda, eso decía mucho de la obsesión de las clarisas por los baños, que, aparentemente, se remontaba a principios de siglo, cuando Marcelina era una huérfana más a cargo de las Hermanas de la Caridad. No una más. Era el objeto de todas las penitencias y de todas las humillaciones porque juraba que la Virgen se le aparecía en el baño. Un total de treinta y tres veces había visto Marcelina a la Madre celestial, vestida de oro y negro, sentada sobre los piletones de lata o merodeando por los inodoros. No sólo la había visto. También había hablado con ella; diálogos extensos e incoherentes, llenos de digresiones que la huérfana copiaba en un cuaderno de tapas duras. Las monjas habían hecho lo posible por silenciarla. Primero, le dijeron que todo era obra de su imaginación. Le sugirieron que no pensara tanto en los misterios de Dios, que, evidentemente, su mente de once años no estaba lista para esas cavilaciones. Cuando Marcelina persistió, le prohibieron ir sola al baño. Debía hacerlo acompañada de una monja o de otras niñas. Pero la Divina Madre se las ingenió para que Marcelina burlara la vigilancia de sus acompañantes. Entonces, intentaron convencerla de que era el demonio quien hablaba con ella todas las noches en el baño. Cualquiera se daba cuenta de que ése no era un sitio apropiado para las cosas del Señor, mucho menos para una manifestación mariana. Pero no pudieron convencerla. Marcelina le dijo a la madre superiora que cuando su exégesis estuviera lista, cuando la Virgen acabara de dictarle Su mensaje, todo el mundo lo recibiría con los brazos abiertos. Porque era un mensaje de alegría, no de temor, un mensaje que restauraba la unidad humana, que nos devolvía a la humildad del mundo animal, que acababa con siglos de malentendidos, de penitencias y privaciones. La arrogancia de la huérfana, que las monjas habían recogido de bebé, casi ahogada en una bolsa de arpillera, dejó muda de furia a la directora. Era claro que la niña ya había comerciado con la Sombra. Estaba perdida. «Aun la primera edad de la infancia no está libre de pecados».

Las monjas dejaron de hablar del demonio y de la Virgen para concentrarse en la carne de la chica. Idearon castigos y tareas humillantes para que confesara sus mentiras. En este punto, la imaginación de las clarisas aprovechaba para fantasear con todo el sadismo del que era capaz. A los quince o dieciséis años, la mente alcanza su grado máximo de refinamiento voluptuoso; pasada esa edad, los paraísos del dolor ya no vuelven a ser los mismos. Al repetir la historia, las clarisas ponían clavos en armarios inofensivos, colocaban pinzas y cinturetes de cilicio en las peores partes del cuerpo y decretaban tareas macabras para hornos que sólo contenían bizcochitos. Hasta un piano y el campanario pasaron a oficiar de sofisticados instrumentos de tortura.

Marcelina murió. No se sabía bien cómo. Algunas decían que de cansancio, un día en que la obligaron a limpiar todos los baños del colegio. Otras, que le había dado pulmonía después de pasar una noche entera a la intemperie, atada al poste de la bandera. Por alguna razón, parecía haber más consenso en la idea de que Marcelina se había arrojado al vacío desde el campanario de la capilla. Las chicas que habían pasado retiros espirituales de fin de semana en el colegio decían que a veces se oían las campanas en medio de la noche. Otro de sus pasatiempos favoritos era seguirte hasta el baño, esperar a que estuvieras instalada en tu cubículo y tirar de pronto de la cadena del inodoro a tu costado. No había nada peor que ese sonido espectral del agua al que no acompañaba ningún indicio de presencia humana. Yo misma lo había comprobado un par de veces subida al inodoro de un cubículo, esperando a que alguna chica de primero entrara sola a hacer sus necesidades. Después de mi experimento, en general las clarisas más jóvenes evitaban el baño del quinto piso.

La historia de Marcelina había pasado de generación en generación hasta convertirse casi en una marca de identidad de las clarisas. Algunas habían formado un pequeño grupo de elite dedicado a conservar y a indagar en la memoria de la huérfana. Nadie sabía muy bien quiénes formaban parte de esa Orden, pero se sospechaba que las líderes eran muy pocas. Quizás fuera sólo un triunvirato. Las monjas habían intentado identificarlas varias veces, sin éxito; apenas habían logrado capturar a las más chicas, que desconocían los nombres de sus superioras y que en general sólo realizaban tareas menores, juegos o misiones sin consecuencias inmediatas, como entrar al dormitorio de las monjas o revisar el sótano de la cocina en busca de pistas. Se decía que la Orden de Marcelina se reunía sólo dos veces al año y protegía las identidades de sus miembros organizándose en complicados grados ascendentes. Sus ritos de iniciación repetían las pruebas, humillaciones y castigos que Marcelina habría sufrido a principios de siglo y su objetivo más alto era hallar el diario de la huérfana. Era difícil identificarlas pero todas sabíamos que existían y la vida en el Santa Clara no hubiera sido la misma sin ese grupo de chicas que se negaba a dejar descansar el pasado de la escuela, sin ese triunvirato que, en su insistencia narrativa, creaba un paraíso distorsionado (el cielo perfecto del mito) que suplantaba a la canonización de Marcelina o a la de cualquier otra víctima.

Le conté todo esto a Felisa, subiendo y bajando por la pendiente de las palabras sin poder parar; una llamaba a la otra y con ellas iba apagando cada vez un poco más esa chispa de entendimiento que había brillado en su mirada. Cabía la posibilidad de que las frases en la pared fueran de Marcelina, agregué en un desesperado manotazo ficcional, que hubieran estado ahí durante los últimos ochenta años. Era claro que se trataba de frases de la Biblia. Además, no estaban escritas con tinta, habían sido cavadas en el yeso de la pared, en letras desprolijas y bastante grandes.

—Seguramente no creerás que soy tan idiota.

Felisa dio una pitada a su cigarrillo y lo apagó en la pared en cuestión, justo en el centro de la letra «o» que cerraba la última frase.

—Serás experta en la Biblia. Me imagino que te la habrán hecho leer toda tu vida, pobrecita, porque de verdad hay que leerla con mucho cuidado para sacar una o dos frases que valgan la pena. Pero ésta la sacaste de los diarios de Pavese.

—Las otras dos son de san Pablo —confesé (me hubiera arrojado a sus pies si me lo hubiera pedido).

—Tuve un amigo que hacía grafitis. Fue hace mucho tiempo. Nunca salía de la casa sin su aerosol. Los de él eran gigantes y siempre los pintaba en lugares llenos de gente. Muy político todo.

—Acá estuvieron prohibidos. Hace poco que la gente empezó a pintar las paredes.

Cada nueva frase que cruzaba mis labios me petrificaba la sangre. ¿Cómo podía yo ser tan tonta? Por suerte Felisa no sabía de qué hablaba, había estado fuera del país demasiado tiempo como para percibir mi estupidez en toda su dimensión. Arqueó las cejas como si de verdad yo le hubiera pasado una información importantísima. Al hacerlo, la araña rosada de la cicatriz formó un diseño nuevo en su mejilla. Tuve que hacer un esfuerzo para no extender los dedos y tocarla.

—¿Vos decís las boludeces que pintan en la pared de la escuela? —Se notó que pensó un rato la frase antes de decirla; cada vez que Felisa producía argentinismos sonaban lentos, prefabricados—. Eso es fácil. Eso lo hace cualquiera. Y pensar que papá decidió que Londres me estaba volviendo demasiado salvaje; pensó que mandarme con mi abuela me iba a hacer bien, como si un tiempito en las pampas me fuera a civilizar. Sí, no te rías, dijo «tiempito». Lo de las pampas lo dije yo. A él cualquier decisión le entra en un diminutivo. Porque no le alcanza con hablarme siempre en español, además siempre tiene que hacerlo en chiquitito, como si yo no fuera su hija, como si fuera una subnormal, un ente al que se puede desaparecer con una palabrita. Fíjate, si alguien te dice «nenita», o todavía peor, «mierdita», es como si de golpe no existieras, como si desaparecieras. Most diminishing. Haz la prueba y verás. Cuando era chica, «Felisa, vamos a hacer un viajecito» era su forma de decirme que me despidiera de Armand y de Geraldine para siempre. Para él, yo tengo «noviecitos» y salgo a la calle con «polleritas», no puede evitarlo; es como si viviéramos en Lilliput. Da lo mismo, cualquier cosa que haga la pulveriza con un diminutivo. Pero «tiempito», ¿no te parece una barbaridad? ¿Que alguien pueda decir «tiempito»? ¿Que se meta la teoría del Big Bang, y todos los años de infelicidad de su matrimonio y la desesperación por el pelo que no volverá y los siglos de los siglos en el bolsillo? ¿Así nomás? Solamente el español le puede hacer eso al tiempo.

Mientras hablaba había sacado dos cigarrillos. Se los puso en la boca y los encendió con un solo fósforo. «Desde muy chica me han gustado los cerillos», dijo mirando la llama, inclinando el palito para que durara unos segundos más antes de consumirse en la punta de sus uñas pintadas con esmalte negro. Me pasó el que me tocaba sin considerar ni por un segundo que para mí podía ser el primero. No dije nada. Hacía rato que no se me ocurría qué decir. Para ganar tiempo, me senté en el piso, con la espalda apoyada en la pared. Fumé. Tosí. Felisa me miró y la cicatriz volvió a despertarse en el gesto de desaprobación que se formó en su cara.

—Y además dejás que esas ignorantes te digan López. Cuando podrías llamarte Cruz. ¿Te das cuenta? ¡Cruz! No, no creo que te des cuenta. No wonder you have to play the ghost. La Virgen de los retretes. Por favor. Si hay algo que no se puede perdonar es la gente que no acepta su propio nombre. Ahí está esa chica, Marisol. Ahora tiene el nombre perfecto. Pero ¿qué va a pasar dentro de unos años, cuando sea vieja? Cuando los diamantes ya no brillen bajo el sol. —Y aquí cantó en inglés parte de una melodía que sólo pasaban en las radios de música cursi; Felisa podía saltar de la cosa más seria al comentario más tonto con una naturalidad espantosa—. Vas a ver. Va a tener que deshacerse del sol para siempre. Quedarse con María y punto. No conviene tener nombre de perra a los setenta. ¿Cómo va la gente a mirarte la cara llena de arrugas y seguir llamándote Dulce, Amber o Jazmín? A los setenta, mejor llamarse Berta, Susan o Etelvina. —Su respiración iba agitándose a medida que hablaba; la mano que sostenía el cigarrillo empezó a temblar un poco—. Mi mamá también tenía nombre de perra. Hermosa, magnífica, putísima Vera A. Wilmer. La «a» era de Alfonsina, un nombre que por ahí le habría servido si hubiera llegado a vieja. Pero no llegó. Las dos nos encargamos de eso. «Felisa, cuando una es joven y bella tiene la obligación, oís, la obligación de ser una puta». Ése fue el principio de mi educación sexual, cuando descubrió que yo a los doce años ya sangraba. The princess already bleeds!, gritó asomada a una ventana. Por poco ordena cañonazos. Pero estábamos en un pueblo y hubiéramos asustado a la mayoría. Ya los asustábamos con nuestro acento, con nuestra piel, con nuestros besos en público y nuestros gritos. Porque Vera era más oscura que yo. Mucho más. «Demasiado estanciero y militar en la familia», explicaba cuando alguien se quedaba mirándola en una tienda. You know, too much fucking around with the servants. Las caras de las inglesas se transformaban. Por un segundo, una podía ver que detrás de la máscara moderna muy a lo Lady Di se habían quedado sin recursos y lo único que les quedaba era mostrar la cara verdadera, esa cara larga, de vaca llena de talco que siempre tuvieron. Sí, Vera era demasiado oscura para las pobres señoras. Pero más se asustaban de nuestros acentos, especialmente mis compañeros. Me acuerdo de mi primera escuela cerca de Reading, esos chicos llenos de granos que me veían a mí como si fuera yo la que tenía cara de elote. No sé por qué papá había insistido en vivir en los suburbios. Alguna estupidez sobre crecer al aire libre. Sobre los «animalitos». Vera habría muerto de boredom si no hubiera sido por Phil y Margarita, mi niñera mexicana (¡era tan bonita!). Yo todavía no me daba cuenta de nada, todavía pensaba que estábamos haciendo un viajecito, que en cualquier momento me iban a llevar de vuelta a la casa de los azulejos verde cielo en la que yo tenía un perro y un televisor en mi pieza donde veía unas marionetas en blanco y negro que ya no me acuerdo cómo se llamaban pero que viajaban en un submarino y movían la boca así. —En este punto, Felisa redondeó y engrosó sus labios como si fuera una carpa fuera del agua; el cigarrillo se había apagado entre sus dedos, que no habían dejado de moverse por su cuenta; yo hacía lo posible por fumar el mío—. No sé si vos las veías, era todo muy lento como en el mar, y cuando terminaba, Celia y yo nos íbamos a la casa del hombre del sobretodo azul, al mar de verdad, a la alberca con la estatua de Neptuno en la que me tenía que bañar aunque hiciera mucho frío para que Celia no se enojara y desapareciera; otras veces venía a cuidarme la abuela Fontes, que me llevaba a la plaza a esperar a que sonara la campanita de los pochoclos; pero mi abuela nunca me compraba pochoclos, me compraba esos copos de algodón de azúcar color rosa que se te pegan a la lengua y a la cara y es como si mordieras espuma, una espuma que te deja la boca llena de saliva y la lengua te queda áspera de tanto lamer hasta que te das cuenta que no, no estás comiendo nada nuevo, que lo que estás lamiendo es nada más que aire, un aire sin gusto o con gusto a terrón de azúcar, al mismo terrón de azúcar que te dan con el café con leche en las confiterías… La cuestión es que yo todavía pensaba que íbamos a volver, estaba en todo mi derecho de niña precoz de pensar que un viajecito alguna vez se termina y que en cualquier momento te van a llevar de regreso; de vuelta al perro Lobo y a la abuela Fontes y al mismo algodón de azúcar de mierda de todos los días. Pero no. Y el día que me di cuenta, que de verdad me di cuenta de que no íbamos a volver fue cuando me caí de un árbol en el patio del James Kingsley’s Primary School. Nadie me vio caer. Me quedé ahí tirada, con la cara pegada al piso. Me dolía mucho el brazo. Unas chicas se me acercaron. También dos chicos, Jimmy Kendall y el otro no me acuerdo. Quise contarles, quise decirles lo que me había pasado, pero todo lo que salía de mi boca era mierda. Una mierda inentendible en español. Supe que era mierda por sus caras. Like I was fucking puking on them. Oh, I should have. I should have puked all over their bloody faces. Me miraron un rato más, se consultaron entre sí y después me dejaron ahí, como a un sapo reventado. Cuando por fin llegó la maestra, también le llevó un rato darse cuenta de que mi brazo estaba quebrado y yo todo el tiempo no sé por qué me imaginaba que estaba en el fondo del mar y que movía la boca como esas marionetas en blanco y negro y que las palabras eran globos que me explotaban en la cara y que iba a terminar ahogándome con el brazo roto en una escuela del otro lado del mundo en la que nadie iba a entender mis últimas palabras. ¿Viste qué dramática que era? Pero eso me tranquilizó. Aunque ahora que lo pienso, ahogarme de verdad hubiera sido un mejor final. Entonces yo era chica, no sabía que morir se puede morir en cualquier parte, el problema es nacer, ¿no? El problema es tratar de estar naciendo todo el tiempo, mucho peor cuando se te pegotean los espíritus, como decía Margarita. Ella siempre dijo que yo era un caso de espíritus embarrados. Cuando me llevaron a casa, Vera estaba en la cama con ella. Me tiré en el medio de las dos, llorando. Demandé que me llevaran de vuelta a la casa de los azulejos. Y Vera, la muy puta, me acarició la cabeza con la punta de los dedos y me dijo que en la casa de los azulejos ahora vivía otra nena con otro perro y con otra abuela. Y Margarita me cantó una canción de un hombre que había soltado la rienda de su caballo blanco y el caballo no había vuelto nunca más y así era como su mujer también lo había abandonado; un bolero bastante grasa que a ella le encantaba y no, no me quedé dormida, más bien que me desperté porque así, entre la nena que es otra nena, el brazo que es puro dolor y la mujer que es un caballo terminé de entender que el viaje no se iba a acabar nunca, que solamente yo podía hacer que se acabara.

El timbre del recreo había sonado hacía unos minutos, pero yo no había querido interrumpirla. La había escuchado esperando que en cualquier momento ella desistiera, que se quitara toda esa emoción como quien se quita una máscara. Que se riera de todo. Pero eso no había pasado.

Y todo lo había dicho con sus ojos en los míos. Unos ojos secos, sin luz. Sus manos, su voz, su cuerpo entero no habían dejado de temblar. No como en la clase de inglés (aquello había sido mucho peor). Éste era un temblor mínimo, una vibración perceptible sólo de cerca, tan cerca como yo estaba, sentada en el piso, donde las piernas se me habían ido durmiendo. Fue entonces cuando habló de matarse. Naturalmente, como si la noticia fuera una continuación lógica de todo lo anterior. Fue entonces que dijo «Ya vas a ver», como si yo fuera a hacer algo más que comprobarlo con mis ojos. Después, se levantó, tiró lo que quedaba de su cigarrillo al inodoro y se acomodó el uniforme.

—Mejor voy yo primera. Si vamos juntas, te van a mirar raro.

—No me importa.

—Claro que te importa. Nos vemos mañana acá mismo. Desde hoy, seré tu virgen de los retretes.

No le dije que si seguía diciendo «alberca» y «retrete» y hablando en futuro perfecto se iban a reír de ella. ¿Qué le iba a decir? De a ratos parecía una nena; de a ratos, una actriz de esas películas viejas en las que las heroínas no caen en las trampas que los hombres y los lindos vestidos quieren tenderles.

Para las otras, Felisa a lo sumo estaba nada más que un poco trastornada. Pero la explicación del accidente que la mayoría había decidido aceptar no me convencía, no podía convencerme. ¿Y esa aristocracia de la mente, del corazón? Presentía que ella siempre había sido así, desde que era una nena en esa casa de azulejos verde cielo. Nunca le había hecho falta ir hacia ella misma. Aunque también fuera Celia y Roderick y «la Asquerosa» durante el poco tiempo que pasó con nosotras en el Santa Clara. La idea me dio vértigo. Que fuera posible. Que fuera posible vivir así.

Tampoco había sido fácil escuchar su biografía arrogante, ese sermón que cualquiera hubiera interpretado con justicia como un largo y soberano insulto. Pero para López había sido también un modo de reconocimiento, un ejercicio de humillación en el que su verdadera cara, la que le convenía, la que se dejaría puesta por el resto de su vida, había aparecido por primera vez con alguna claridad para ella misma. En eso, como en tantas cosas, pronto descubriría que Felisa tenía razón. Hay nombres que conviene guardar para cuando todo lo demás se acabe. Si esperás lo suficiente, todo lo demás desaparece y el verdadero nombre, el que te conviene, te alcanza.