17
A las siete y media de la mañana, cuando la agresiva presentadora de lengua viperina se encontraba entrevistando a la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales y, echándose hacia atrás un mechón de su larga cabellera y sin pestañear, le preguntaba si era posible que sus asuntos privados la hubieran distraído de la cuestión del futuro de los obreros despedidos de la fábrica Jolit, en el momento en el que la cámara se detenía en la cara maquillada de la ministra y en la pantalla se veía claramente su labio superior, en el que ya aparecían un montón de gotitas de sudor sobre los polvos, apareció Tsila en la puerta del despacho de Michael para anunciarle que Rubin había llegado.
—Espera un momento —dijo Michael sin apartar los ojos de la pantalla del pequeño televisor que le habían puesto allí, en un rincón de su despacho—, mirad esto —murmuró mientras se oía decir a la entrevistada: «No sé a qué asuntos privados se refiere usted, pero le diré que el asunto de los despedidos de Jolit ha encabezado...».
«Me refiero a su relación amorosa iniciada antes de...», y la presentadora gesticuló ostensiblemente al terminar la frase «¿antes de lo del túnel?».
Ahora, también Tsila miraba fijamente la pantalla.
—Espera, espera un momento... ¡Dios mío, lo que le están haciendo! —exclamó.
—Es por lo de las fotos, los han pescado —dijo Balilti desde la puerta de su propio despacho—, le han hecho chantaje; y eso antes de la rueda de prensa, porque ya lo he visto en el periódico, en primera página —añadió agitando un ejemplar del periódico de la mañana—; mirad —dijo eufórico, al tiempo que señalaba con su grueso dedo la enorme foto que ocupaba el centro de la página y en la que podía verse a la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales a la entrada de un edificio, y a Dani Benizri detrás, apoyando la mano en su hombro—. Esto ha apartado la atención de todo lo demás —sentenció Balilti—, incluso el asesinato de un judío ultraortodoxo y con graves quemaduras ha quedado relegado a un segundo plano; mirad —y, como prueba de ello, señaló una pequeña nota en el extremo inferior derecho de la página—. No hay nada que interese más que un nuevo romance, salvaje, prohibido, apasionado; ¡qué maravilla! —se burló Balilti, mientras rumoreaba aún de fondo la voz de la ministra, que en ese preciso instante decía: «Quien crea que los asuntos privados pueden interferir en...», y Tsila apretó el botón del mando a distancia.
—Me marcho, voy a prepararlo todo —dijo Balilti—. Tu cliente no se ha conformado con telefonear, sino que ha venido en persona; pero mejor, porque así lo puedes retener aquí un rato y te enteras de algo más, ¿verdad?
—Tráelo aquí —le dijo Michael a Tsila, mientras ordenaba los papeles de su mesa hasta apilarlos en un único montón.
—¿Me avisaréis antes de ir, verdad? —se aseguró Balilti.
—«Aparta el temor de tu corazón» —le dijo Tsila con sorna—, «aparta el temor y ponte en camino». Yo me encargo de todo y me hago responsable, ¿te sientes más tranquilo así? —y tirándole del brazo se lo llevó de allí, para regresar después con Rubin.
Rubin masculló un «Buenos días» vacilante desde la puerta y Michael, con un gesto de la cabeza, le indicó que se sentara en la silla que tenía enfrente. Rubin lo obedeció y se quedó mirándolo, como a la espera. Después de un corto silencio, dijo:
—He venido a buscar a Beni, así que no entiendo por qué tengo que...
—Es que se me han quedado unas pocas preguntas en el tintero —dijo Michael haciéndose el distraído y removiendo los papeles que tenía sobre la mesa—, unas preguntas que han ido surgiendo a lo largo de la investigación de la última noche... Ah, aquí está el papel que buscaba... —masculló como si hablara consigo mismo y, tras adoptar un aire dubitativo, cogió el bolígrafo, como si fuera a apuntar algo, y dijo—: En cuanto al asunto de la Digoxina...
—¿Otra vez? —estalló Rubin—, ¿ya estamos otra vez con el asunto de los medicamentos? Se lo dije a la chica... ¿Lilian, se llama? Anoche ya le dije que...
—Se lo ruego..., no existe motivo alguno para enfadarse —dijo Michael en un tono paternal—, es que hay algo sorprendente en todo esto, porque Mati Cohen, ya sabe..., murió de repente, y hemos encontrado...
—¡No quiero oír nada más de toda esa tontería! —lo cortó Rubin con firmeza y recalcando cada palabra—. ¡Qué manera de hacernos perder el tiempo a todos! Tengo la impresión de que me quieren convertir en su chivo expiatorio, de que cuando no saben a quién atribuirle algo, nos toca siempre a mí o a Beni Meyujas. ¿No será porque Tirtsa...? Lo que quisiera saber ahora es si me va usted a detener —y, dicho esto, alargó los brazos hacia delante y cruzó los puños—. Yo no tengo nada que hacer aquí, y usted lo sabe perfectamente, pero si lo que quiere es detenerme, hágalo. ¿Es eso lo que va a hacer?
Michael permanecía en silencio.
—Si eso no es así, le ruego que me diga cómo está Beni y dónde lo tienen, para que me pueda marchar con él, porque él tampoco tiene por qué estar aquí; todavía vivimos en un país democrático y en cualquier momento puedo hacer venir a un abogado de primera fila, ¿entendido?
Michael seguía sin pronunciar palabra.
—En vista de cómo están las cosas... —dijo Rubin, poniéndose en pie—, sencillamente me marcho, con Beni o sin Beni, me marcho para regresar con un abogado —y mientras hablaba se dirigió hacia la puerta.
Michael no lo detuvo, y ya junto a la puerta, con la mano en el picaporte, Rubin se volvió para añadir:
—Sólo dígame dónde tienen retenido a Beni, porque lo prometido es deuda.
Michael se encogió de hombros y se puso a rebuscar entre sus papeles.
—No lo tenemos retenido en ningún lugar. Hace ya unas cuantas horas que ha vuelto al trabajo.
Rubin se quedó de piedra, soltó el picaporte y miró a Michael verdaderamente conmocionado:
—¿Al trabajo? ¿Qué trabajo?
—Al rodaje de las escenas complementarias de Ido y Einam —dijo Michael, como si la cosa cayera por su propio peso.
—¿Ahora? —dijo Rubin con voz temblorosa—, ¿ahora ha vuelto a rodar Ido y Einam?
Michael volvió a encogerse de hombros.
—Le hemos dicho que ha recibido autorización para ello y él nos ha comunicado que sólo le falta una semana de rodaje. Le corría prisa, porque su productora estaba esperando...
Rubin lo miró fijamente y, de repente, presionó el picaporte y salió del despacho.
Michael esperó un momento y después cogió el teléfono:
—¿Me oye? Rubin acaba de salir de aquí, éste es el momento —se quedó escuchando y después volvió a hablar él—: No hay nada que hacer, ya lo hemos hablado, tiene usted que llamarlo ahora, en este preciso instante, al teléfono móvil —y, después de un momento, pronunció unas pacientes palabras que no estaban exentas de compasión—: Lo sé, lo sé, pero no le queda más remedio, tiene usted que llamar al amigo al que tanto quiere, o quiso, y llevarlo con usted.
Colgó, se quedó mirando el teléfono y la puerta, dejó pasar unos pocos minutos sin hacer nada y después llamó a Tsila para que siguieran adelante, tal y como habían previsto.
—Resulta bastante absurdo traernos a nuestros propios cámaras y técnicos de sonido a un lugar como éste —le susurró Balilti a Tsila.
—Todo listo, todos están en sus puestos —dijo Tsila por el walkie-talkie, haciendo caso omiso de las palabras de Balilti.
Ante los ojos de Michael volvió a presentarse la imagen del mundo entero convertido en una enorme oreja, sólo que en esta ocasión también había un ojo, el suyo propio, atisbando, junto al de Shorer, cuya pesada respiración oía claramente (y por un momento Michael se sintió protegido, como hacía quince años, cuando Shorer lo había llevado a trabajar a la policía y no se había separado de él ni un instante durante los primeros días en la calle). Y es que ambos se encontraban en una de las garitas que servían para almacenar los decorados. Observaban a Beni Meyujas, que estaba arrodillado en el punto en el que habían asesinado a Tirtsa, protegiendo con ambas manos, a modo de pantalla, la pequeña y temblorosa llama de una de las velas que las mujeres de vestuario y los empleados del departamento de decorados habían dispuesto formando un pequeño círculo junto al lugar en el que alguien le había reventado la cabeza a Tirtsa. Balilti se había ocupado de que desalojaran el edificio y también le había indicado a Beni Meyujas el lugar exacto en el que debía esperar. Primero oyeron el timbre del teléfono y, a continuación, la voz ronca de Beni que decía:
—Estoy aquí, en Los Hilos, al lado de los bastidores, donde Tirtsa... y después de un momento oyeron que decía—: Te espero aquí, no, no me muevo de aquí.
Michael sabía que Balilti era el responsable de la penumbra que reinaba en el pasillo —en la garita desde la que espiaba lo que sucedía fuera, junto a Shorer, la oscuridad era completa— y, en consecuencia, de la inseguridad y temor que reflejaba la voz de Rubin cuando llamó a Beni Meyujas.
—Estoy aquí —oyeron que Beni le respondía con voz débil—, Arieh, por aquí, al lado de... —y poniéndose de pie, añadió—: donde las velas.
A Michael le pareció apreciar que la pesada respiración de Rubin se oía por todo el pasillo, antes de que dijera, en un tono entre la sorpresa y la burla:
—Ah, aquí estás..., ¿encendiendo velitas como una adolescente el día del aniversario de la muerte de Rabin?
Beni Meyujas volvió a arrodillarse junto a las velas y Rubin se puso de cuclillas a su lado.
—Me han dicho que has vuelto al trabajo —le dijo sorprendido—, que te han dejado en libertad. ¿Es eso cierto?
—Que me han dejado en libertad, sí, pero al trabajo todavía no he vuelto —dijo Beni Meyujas con la cabeza gacha—; aunque eso es lo que les he dicho, que he vuelto.
—Entiendo —dijo Rubin, y durante un buen rato permanecieron en silencio, hasta que de repente Meyujas dijo:
—Dime, Arieh, ¿piensas a veces en el médico?
—¿Qué médico? —preguntó un atemorizado Rubin y, después de un momento—: ¡Ah, el médico aquel egipcio!..., no, qué va, ¿por qué te has acordado ahora?
—Porque yo pienso mucho en él, durante todos estos años no he dejado de pensar en él, no consigo olvidarlo —dijo Meyujas con la voz quebrada—; pienso en..., pienso en el que le disparó por la espalda cuando ya había echado a andar.
—Beni —dijo un Rubin visiblemente inquieto—, ¿cómo es que ahora, así, de repente...? Pero si durante todos estos años no hemos dicho ni tan siqui..., ni una sola palabra sobre eso... y ahora, de pronto... ¿Por qué te has acordado justamente ahora? ¿Qué tiene eso que ver con nada?
Beni bajó la cabeza y se quedó callado.
—Allí sólo estábamos nosotros, Beni —dijo Rubin en un tono suplicante—, y ahora sólo quedamos nosotros. Srul ha muerto y si nosotros nos callamos la boca, todo habrá terminado, nadie sabrá nada. ¿Por qué sacas ahora lo del médico egipcio? —y al tiempo que hablaba miraba a su alrededor.
—Aquí no hay nadie, Arieh —dijo Beni—, los dos estamos aquí solos. Pero ¿cómo sabes que Srul ha muerto?
Rubin no le contestó.
—¿Quién te ha dicho que Srul ha muerto? —insistió Meyujas.
—Enseguida te lo digo —le prometió Rubin, y el evidente temblor de su voz denotaba el temor que lo invadía—. Pero antes, dime tú, ¿por qué te has acordado del médico egipcio? ¿Qué tiene que ver él con esto?
—Pues te lo voy a decir —respondió Beni, poniéndose de pie de un salto—, te voy a decir lo mucho que tiene que ver, porque tú y yo no podemos montar ahora una conspiración... Todo ha terminado... Sé muy bien que tú..., que tú has asesinado a Tirtsa..., lo sé perfectamente, lo supe desde el principio. Y desde ese momento ya nada me ha importado. Yo ya no tengo nada que perder. ¿Sabías que Srul se estaba muriendo de un cáncer de pulmón? Tampoco él tenía ya nada que perder, de manera que le hiciste un gran favor, ¿lo sabes?
—Beni —dijo Rubin en un tono amenazador que eclipsaba el resto de temor que todavía se podía apreciar en su voz y, acercándose mucho a Meyujas, al tiempo que éste reculaba, añadió—: ¿No les habrás dicho nada?
—¿A quiénes?
—A ellos, a la policía, a Ohayon, a Balilti, ¡yo qué sé a quién! ¿Les has dicho una sola palabra de lo que pasó?
—Yo... yo... —tartamudeó Meyujas.
—¿Se lo has contado o no? —exigió saber Rubin, susurrando amenazador―. Contéstame y no me calientes los cascos.
—Srul vino a Israel para hablar de eso, ¿lo sabías? —dijo Beni Meyujas con voz ronca—, habló de ello con Tirtsa, en Los Ángeles. Yo..., ella..., ella quería contarlo..., pensaba dejarme... Un día me dijo: «¡Yo no puedo vivir con unos asesinos!».
Rubin posó la mano sobre el hombro de Beni Meyujas.
—Sé muy bien lo que dijo, Beni. Mírame —susurró, ahora muy tranquilo—, mírame, sé muy bien lo que dijo, también conmigo habló de eso, pero yo no corrí a contárselo a la policía, ¿sabes?
Beni Meyujas se cubrió el rostro con las manos.
—Ya no te puedo mirar a la cara, Arieh —dijo entre sollozos—, has... has ido demasiado lejos, yo tenía que haberlo...; ya desde el principio teníamos que haberlo contado... porque ahora te has convertido en una especie de..., eres como Macbeth, derramando sangre por donde pasas...; eso es lo que Srul dijo, y quería que...
—También sé muy bien lo que Srul dijo —contestó Rubin, colocando también la otra mano sobre el otro hombro de Beni.
Ahí estaban ahora los dos, cara a cara y muy cerca. Y entonces los miembros del equipo judicial oyeron el susurro de Beni Meyujas en el micrófono grabador:
—No me importa —lo oyeron susurrar—, porque ya no tengo nada que perder, de cualquier forma ya no puedo...
En ese momento Michael salió corriendo de la garita hacia el amplio pasillo en el que habían encontrado a Tirtsa, y vio cómo Rubin se volvía hacia él amedrentado; pero, para entonces, ya habían encendido todas las luces y habían apartado de allí a Beni Meyujas, que se desplomó como si ya no le quedaran fuerzas para sostener su cuerpo. Rubin fue esposado.
—¿Dónde lo quieres? —le preguntó Balilti a Michael en tono sosegado.
—Déjalo aquí un momento y dejadme a solas con él —dijo Michael—, porque antes de que... Tengo que oír toda la historia antes de que entren en juego los abogados y demás.
—No te olvides del procedimiento jurídico —le recordó Balilti—, ten en cuenta que está sin abogado y que lo que diga no se podrá utilizar en el juicio.
—Lo tendré en cuenta —dijo Michael.
—¿Qué es ese asunto del médico egipcio? —susurró Balilti—, ¿se trata de algún secreto del pasado? Pero si yo creí que...
—Saca de aquí a todo el mundo —le ordenó Shorer—, llévatelos a todos y déjalo solo —dijo señalando a Michael con un movimiento de cabeza—, solo con el sospechoso, tal y como nos ha pedido.
Y así fue como Rubin, esposado, se dejó caer de rodillas junto a la pared del pasillo, frente al departamento de vestuario. Michael se arrodilló a su lado, sin protocolos.
Durante un buen rato se mantuvieron en silencio, hasta que al final Michael dijo:
—Las personas se pasan la vida intentando curarse las heridas.
—¿No me diga? —exclamó Rubin, más irónico que apenado—, ¡qué descubrimiento! Perdóneme si le digo que no hay que ser ningún genio para llegar a esa conclusión —y guardó silencio.
—Me refiero también al trabajo —dijo Michael pausadamente—: las personas afortunadas consiguen paliar con el trabajo los estragos de las heridas del principio del camino.
—Pero ¿de qué está hablando? —preguntó Rubin desconcertado—. No entiendo a qué se refiere.
—¿Usted no cree que sus ansias por arreglar el mundo no son consecuencia de todo lo que pasaron juntos allí? Porque, dígame —le pidió Michael—, ¿quién fue, realmente, el que le disparó al médico por la espalda?
Rubin se puso en pie de un salto y miró a su alrededor.
—¿Cómo sabe usted lo del médico egipcio? —preguntó con voz ahogada—. ¿Repite usted simplemente, como un loro, lo que ha oído por ahí?
Michael no respondió.
—¿Se lo ha contado Beni?
Michael seguía en silencio.
—Nunca he hablado con nadie de Ras Suddar, jamás, ni siquiera con Srul, ni con Beni... —dijo Rubin arrastrando las palabras, sin que su deliberada inexpresividad consiguiera disimular la infinita pena que reflejaba su cara.
Michael miró hacia las escaleras que llevaban a la azotea y al haz de luz que venía de allí.
—¿Y ahora qué es lo que quiere? —preguntó Rubin—, ¿quiere que hagamos un poco de historia, de hace veinticuatro años?
Michael callaba.
—Beni ya se lo ha contado —dijo Rubin—, así que, ¿qué es lo que quiere de mí?
—Cada uno tiene su propia versión —dijo Michael tras un largo silencio— y cada uno está en su derecho de contar la suya. Las diferencias son más importantes que las coincidencias. Eso sirve para cualquier cosa en la vida, y especialmente aquí.
—Es decir, que sí se lo ha contado —dijo Rubin, y su voz estaba preñada de desprecio—; siempre lo supe, que acabaría por contarlo, porque es un hombre débil; qué se le va a hacer.
Michael calló.
—Está bien, ¿quiere mi versión? —preguntó Rubin—, pues ahora la va a oír. Tal y como sucedió todo —dijo, y su voz ahora era otra, como si fuera de la máxima importancia poderle contar todo aquello justamente a Michael Ohayon.
Michael se incorporó y, a continuación, los dos se sentaron en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, mirando al frente. Sólo después, cuando Emmanuel Shorer le preguntó por qué se había avenido a contarlo todo, Michael le dijo que, más que todos los crímenes, a Rubin le pesaba aquella herida que había padecido durante toda la vida. Los asesinatos que debían haber acallado las voces y cerrar la herida, no lo habían conseguido, al contrario, sólo la habían abierto todavía más. De los tres, era a Rubin a quien las vivencias de la guerra más lo habían atormentado, hasta convertirse en algo tan insoportable que, a su lado, cualquier cosa que le pudiera suceder ahora sería insignificante...
—No es lo que parece —dijo Rubin mirando hacia Michael, pero, al no descubrir ninguna expresión especial en su cara, continuó—. No se trata solamente de nosotros dos o de los tres. Éramos ocho: Beni; Srul; Ben-Nun, que, entretanto, murió de un infarto de miocardio; David Albuhar, que cayó después bajo las balas de un francotirador; Shlomoh Tsemaj, que se marchó a Brasil y del que no he vuelto a saber nada desde entonces; Yitsik Buzaglo, muerto en accidente de tráfico, y Davidoff, que no tengo ni la menor idea de dónde está. Y yo.
Michael encogió las piernas y se abrazó las rodillas.
—¿Qué es lo que usted quiere saber? —dijo Rubin recalcando el «usted».
—¿Yo? —dijo Michael—. Lo que quiero es que me hable de Ras Suddar durante la guerra, porque quiero oírlo de su boca, sin intermediarios.
Justamente ellos dos, el asesino y el cazador, perseguían en ese momento el mismo fin y compartían, también, un gran abatimiento.
—De acuerdo —dijo Rubin muy tranquilo y su voz sonó lejana, ajena. Las palabras parecían salir flotando a la superficie una tras otra, como si hasta entonces hubieran estado aplastadas en el fondo por una pesada piedra—. Éramos paracaidistas —continuó Rubin—, unos buenos chicos, con ideales y todo eso... Calculo que de la misma quinta que usted, más o menos, ¿verdad?
Michael asintió con la cabeza, pero no dijo nada.
—Entonces, usted sabe muy bien de lo que le estoy hablando —dijo Rubin—, usted entiende perfectamente a lo que me refiero con eso de que éramos paracaidistas y buenos chicos, porque en aquella época, hace treinta años, había... No sé cómo...; estas cosas no se pueden explicar... ¿Qué podría decir? ¿Que quería llegar a oficial? ¿Que tenía ambiciones militares? ¿Que fue por eso por lo que cumplí la orden? ¿Podía uno negarse a cumplir las órdenes? Quizá porque hacía mucho calor..., porque habíamos perdido a tantísimos compañeros... ¡Quién sabe por qué alguien hace algo en un momento determinado! El caso es que sucedió de la siguiente manera: nos pusieron a vigilar a los prisioneros egipcios. Sesenta o setenta personas habría allí, en completo silencio. A nuestra merced, por decirlo de alguna manera. Atados de pies y manos. Con aquel calor que hacía allí, en Ras Suddar, y eso que era octubre, pero hacía un día insoportable... —Rubin se calló y, al cabo de un momento, dejó escapar un sonido parecido a un gemido—. Ahora lo estoy viendo delante de mis ojos, como entonces, como hace una hora... Quizá por eso... —Rubin parecía ahogarse.
—Por eso... —repitió la voz de Michael.
—Por eso —continuó Rubin—, pudimos después... Estaban allí sentados sin que les viéramos las caras... Les dábamos agua, eso era todo. Sólo hablamos con el médico y por eso no pudimos..., por eso le dijimos que se fuera, y sólo cuando ya se alejaba, solamente entonces... le dispararon por la espalda. Le juro que no sé quién fue. Nos habían dicho: «Los tanques están a punto de llegar». Las colinas que nos rodeaban estaban llenas de egipcios. Nuestro comandante, Davidoff, él... recibió la orden. No sé por qué no nos negamos a cumplirla. Por qué... no lo sé. Todo lo que hicimos estuvo de más...; es inexplicable. Lo mismo que nosotros teníamos a aquellos sesenta o setenta egipcios, había otros muchos que estaban prisioneros, y no les pasó lo que a los nuestros. Allí los tuvimos, medio día al sol, sólo dándoles agua. Después llegó la orden de evacuarnos, de que nos dirigiéramos hacia el norte. Y preguntamos: «¿Qué hacemos con ellos?». Nos dieron la orden a través del teléfono de campaña, no perso... Por teléfono, imagínese, nos dijeron: «Solucionadlo».
Llegado a este punto, Rubin quedó en silencio y Michael apoyó la cabeza en los brazos y se quedó esperando pacientemente. Rubin tenía la vista fija en el techo y Michael, que ahora miraba al frente, vio la silueta de Shorer, que se había quedado al final del pasillo para escuchar. Michael notó que un abismo lo separaba de los compañeros que escuchaban al otro lado de la pared y, también, que cada vez se sentía más próximo a Rubin. Éste no se había equivocado al comentar que Michael podía llegar a meterse en su piel cuando le contara aquella historia. No es que Michael se olvidara de que Rubin era un asesino que acababa de ser descubierto, pero había algo más, no menos importante, que pedía a gritos ser pronunciado, ser escuchado por los oídos de alguien que comprendiera todas aquellas vivencias, porque otros nunca podrían llegar a entenderlo.
—Allí estaban sentados, sesenta o setenta hombres, sentados en la arena con las piernas cruzadas; y le digo que —la voz se le quebró en un sollozo— el hecho de hacerlos levantar... No puedo olvidar cómo movían las piernas, después de llevar horas sentados... Los pusimos en filas, de tres en tres —Rubin ocultó el rostro en las manos y se echó a llorar—. Fue espantoso, horroroso de ver... Y después... después cumplimos la orden, los ejecutamos. Atados de pies y manos y con los rostros tapados. Y después...
—¿Y después? —le preguntó Michael, sorprendido él mismo por la extrema delicadeza con la que la pregunta había brotado de su boca.
Rubin tomó aire ruidosamente y se apresuró a decir:
—Después llegaron los tanques. Y la excavadora. Con la pala los empujó hacia la fosa que antes había cavado, y el médico... —de nuevo ocultó el rostro entre las manos, y siguió hablando a través de ellas—, él... él... él fue... —y retirando las manos miró a Michael—, él fue el único con el que hablé, en inglés, porque los demás no tenían rostro...
—¿Fue entonces cuando le dispararon por la espalda? ¿Quién disparó?
—De frente no podíamos —dijo Rubin en tono de súplica—, él tenía un rostro...
—¿Quién le disparó? —insistió Michael—, ¿Srul?
—No, Srul no fue —dijo Rubin bajando la cabeza, y tras un breve silencio―: Srul no le disparó a nadie, a nadie, excepto... a... a los prisioneros esos... a los prisioneros sin rostro...; sobre ellos disparamos todos. Y después, cuando Srul sufrió las quemaduras, aquella misma noche, él... él... dijo que era un castigo divino por... Ésa es la razón por la que se hizo tan religioso y...
—¿Y nadie supo nada de lo sucedido? —concluyó Michael—, ¿ni siquiera Tirtsa, hasta que se vio con Srul en Los Ángeles hace dos meses?
—Nunca hablamos de ello —dijo Rubin—; Beni y yo, jamás. Ni por teléfono con Srul. Tampoco cuando estuve en su casa hace cinco años: ni una sola palabra. Hasta que Srul... se lo contó a Tirtsa. Por la enfermedad. Se sabía enfermo, que tenía los días contados. Srul se lo contó a Tirtsa y, cuando ella regresó de Estados Unidos, me dijo: «Tienes una semana para pensar cómo lo vas a contar. Si tú no haces pública esta historia, me encargaré yo. ¡El país entero debe enterarse! ¡Tienes que sacarlo en la televisión! ¡En la prensa! ¡Esto no puede quedar enterrado en las arenas de Ras Suddar!».
Michael se quedó mirándolo largamente y, al final, le dijo, en tono compasivo:
—Como ella no estaba dispuesta a callarse, a usted no le quedó más remedio que matarla.
—Se lo dije —continuó Rubin, ignorando las palabras de Michael, aunque las había oído perfectamente—, se lo dije: «Tirtsa, mira lo que he hecho desde entonces, llevo veinticuatro años expiando mi culpa, veinticuatro años de expiación, ¿quieres echar a perder todos esos años? ¿Convertirlos en polvo? ¿Borrarlos de un plumazo? ¿Destruirlos? ¿No ves el daño que le vas a hacer a todas las cosas por las que hemos luchado? ¡Todos nuestros esfuerzos por defender la justicia quedarán en nada!».
—Pero ella no estaba dispuesta a callar —dijo Michael.
—Vine al departamento de decorados para intentar convencerla —continuó Rubin con su explicación—, pero ella estaba... ¿cómo podría decirlo? Todos saben lo terca que era. Tirtsa era una persona muy íntegra, un alma cándida. Empezó a hablar de mi madre, que sobrevivió al Holocausto. «Les hiciste lo mismo que le hicieron a tu madre», me espetó Tirtsa, y, en ese momento, se me subió la sangre a la cabeza —dijo Rubin—; yo no quería..., no tenía la intención de...; no quería que muriera..., fue un accidente...; algo se apoderó de mí, algo más fuerte que yo... Y no me refiero a un ataque de pánico o de ira, en absoluto. Lo que sucedió es que Tirtsa me había tocado, sin ningún tacto, de la manera más grosera, algo muy grande para mí... «Tu madre... Los nazis... El asesinato de Ras Suddar.» Todas las cosas con las que habíamos aprendido a convivir durante tantísimos años. Nadie podría entenderlo. Todo eso nos desbordaba, cuando teníamos diez años, veinte... era algo que nos hacía débiles a pesar de que, aparentemente, fuéramos tan fuertes...
Por espacio de una fracción de segundo tomó cuerpo ante los ojos de Michael, y de la manera más tangible, todo el pensamiento de Rubin. Un repentino escalofrío le recorrió el cuerpo y como el arrobamiento que suele apoderarse de la conciencia en los estados de éxtasis, una frase acudió ahora a su mente: «Al envejecer es cuando uno comprende finalmente lo que es el entendimiento mutuo. El entendimiento mutuo es un instante de identidad».
—Nosotros —dijo Rubin. Veía con toda claridad el círculo de animadversión y aniquilamiento que se iba cerrando sobre él, y en el centro de ese círculo la pequeña burbuja de luz y calor que se había ido formando sobre él y Ohayon—, nosotros, nosotros..., nosotros formábamos un «nosotros», pero cuando se rompió, la carga que le tocó a cada uno por separado se hizo insoportable de sobrellevar, tal y como suena, fue imposible cargar con ella. En ese «nosotros», como hijos de quienes habían llegado de los campos de concentración, y como jóvenes en medio del desierto del Sinaí enfrentados a la impotencia de los egipcios, fluía algo que no nos hacía ser nosotros mismos. Cuando llorábamos escuchando El canto a la amistad, llorábamos por nosotros y por todas las mentiras que encierra esa canción. Cuando el Día del Recuerdo por los caídos en las guerras de Israel cantamos «Te hemos llevado en silencio / gris, testaruda y callada», estamos resumiendo lo que este país y este pueblo nos ha impuesto. Creíamos que el pueblo y el país serían nuestra madre y nuestro padre, pero al final no había nadie más que nosotros y nuestros traumatizados padres. Mi vida entera, todas nuestras vidas se han construido ocultando esta mentira, ocultando el asesinato del padre y de la madre idealizados. Aunque, quizá, no sea una mentira exactamente. La hoja de parra tampoco es una mentira, sino cultura. Pero justamente lo que Tirtsa quería hacer, eso sí es anarquía. Ni siquiera se trata de «postsionismo». No era un deseo de comprender la destrucción de la que estamos hechos. Tirtsa conservaba intacto su sionismo, la mentira conservadora original. ¡Ah, esa pureza con la que estuve casado, a la que llegué a amar más que a mí mismo! Esa pureza acabó por destruirme.
Rubin se quedó en silencio.
—¿Usted la empujó contra la columna? —le preguntó de repente Michael.
—No me acuerdo muy bien —dijo Rubin—, sé que la zarandeé sujetándola por los hombros y que después la agarré por el cuello, porque no se callaba, y lo que yo quería era que se callara..., que no dijera todas esas tonterías.
—Eso es lo que vio Mati Cohen —le recordó Michael.
Rubin no dijo nada.
—Mati lo vio a usted —dijo Michael—, al principio creyó que se trataba de una discusión, pero por la mañana, cuando se enteró de que Tirtsa había muerto, ató cabos, ¿verdad?
—De manera que usted le echó la Digoxina en el café. ¿O dónde? ¿O quizá le cambió las ampollas? Porque ése es un punto que no acabo de entender si...
Rubin seguía en silencio. Sintió con amargura cómo la burbuja de luz y calor que se había ido formando alrededor de ambos estallaba sin remedio. Empezó a ser consciente de la gravedad de la situación, que daba al traste con el sentimiento de fraternidad que lo había unido a Michael por un momento, aunque no le guardaba rencor por haberlo devuelto a la realidad.
La completa soledad en la que ahora se encontraba le parecía más merecida que nunca.
—¿Salió usted del edificio para encontrarse con Tirtsa? —le preguntó Michael—, ¿la había citado previamente?
El movimiento de cabeza de Rubin fue tan leve que no se sabía si confirmaba la suposición de Michael.
—¿Cuándo? ¿Cuándo salió usted? —insistió Michael—. ¿Antes de la medianoche o después?
—Antes —respondió Rubin con una voz turbia, apagada—, a las doce menos cuarto. Ella me estaba esperando.
—¿Y nadie lo vio salir?
—Allí no había nadie, tampoco en las salas de montaje, todo estaba desierto, excepto la sala de redacción..., pero allí estaban muy ocupados...
—¿Y los vigilantes de la entrada? ¿Cómo no vieron que usted salía?
—Me verían, tuvieron que verme —dijo Rubin pensativo y con los ojos entornados—, pero había baloncesto, no se fijaron demasiado, yo salgo y entro a menudo, y no soy ningún extraño... Así que salí y volví a entrar.
—¿Y a Los Hilos entró usted por la parte de atrás? —preguntó Michael.
—Tengo la llave —le confirmó Rubin.
—¿De manera que se vio usted con Tirtsa, la mató y nadie vio nada?
—Nadie. Allí no había nadie —dijo Rubin.
—Excepto Mati Cohen —le recordó Michael.
—Sí —dijo Rubin con la voz quebrada—, pasó por allí y yo no estaba seguro de si..., tenía la esperanza de que no... Regresé a la sala de montaje, llovía, estaba mojado, comenté algo de mi coche, de unos papeles que había tenido que salir a buscar... Tuve esa... ¿iluminación? Si es que se le puede llamar así... —añadió amargamente—. No dejaba de pensar en... Y después llegó Natacha... ¡Yo qué sé! —exclamó, como si volviera a despertar—. Seguro que estará usted pensando que soy un monstruo que mata y se vuelve al trabajo como si nada..., como si nada hubiera pasado.
—¿Y no fue así? —le preguntó Michael con interés, intentando eliminar cualquier rastro de ironía.
—Sí, sí fue así..., era como si no fuera yo quien estaba allí... —dijo Rubin—; no se puede explicar.
—¿Y Tsadiq? —continuó Michael—. ¿A Tsadiq se lo contó Srul?
—Tsadiq me llamó a su despacho —dijo Rubin, como si ahora le sorprendiera el hecho de que también Tsadiq se hubiera visto involucrado en todo aquello no siendo más que un extraño que no pertenecía al grupo; aunque, al fin y al cabo, un extraño molesto—. Srul había ido a visitarlo por la mañana. Me lo dijo por teléfono, me llamó al despacho, pero, al tratarse de una llamada interna, a ustedes no les quedó registrada, nunca constó, por eso no supieron que... En cualquier caso, fue él quien me llamó para que acudiera a su despacho. Yo ya sabía que Srul había ido a verlo, y también sabía lo que quería, por eso entré por la puerta del pasillo: no quería que Aviva me viera entrar, a pesar de que no sabía de antemano lo que...; no sabía que tendría que... El caso es que entré a escondidas... Me dijo que..., me dijo que tenía que..., que yo tenía que contarle a todo el mundo... De repente se puso a hablar como Tirtsa. De repente... creí..., creí que Tsadiq... Pero si siempre había sido una persona muy pragmática, un hombre sin principios... Uno nunca conoce a las personas...
Al final del pasillo se oyeron unos pasos y Michael reconoció la figura de Emmanuel Shorer. Rubin se calló inmediatamente.
—¿Cómo sucedió lo de Tsadiq? —preguntó Michael—. ¿Y el tener que usar la taladradora? ¿Por qué tanto ensañamiento?
—No fue... no..., no me quedó más remedio —le explicó Rubin con voz sofocada y apartando la mirada—. Me desesperó, sencillamente perdí los estribos, enloquecí de rabia, en el más amplio sentido de la palabra. Me había dicho por teléfono que Srul había ido a verlo, me dijo que... Me dijo: «Lo sé todo, Rubin, ven a mi despacho para que decidamos juntos lo que vamos a hacer». Y entonces comprendí que aquello era el final. Yo no pensaba... No tenía intención de hacerle... Pero instintivamente entré por la puerta lateral del pasillo, ni siquiera quería que me vieran ir a visitarlo... Pero una vez dentro... Al principio... por detrás, con un cenicero grande, y cuando se desplomó le volví a dar; fue sólo después cuando me puse el mono del técnico de mantenimiento y con la taladradora... No me quedó más remedio... Entiendo muy bien cómo me ve usted, hasta podría describírselo, pero ya todo da lo mismo. De cualquier forma ya nadie va a creer poder aprender algo de mí —y bajando la cabeza se calló.
—¿Y Srul, su amigo de la adolescencia? —le preguntó Michael—. ¿Se asfixió cuando usted le quitó la máscara de oxígeno, o tuvo que estrangularlo?
—Ya agonizaba —dijo Rubin con una voz que parecía salir de las profundidades—, ya poco importaba.
—Así es que tenemos a tres buenos chicos —dijo Michael, como si estuviera recitando el texto de Diez negritos—, uno se erigió en defensor de los débiles, el otro se hizo religioso y el tercero... se hizo director cinematográfico de una obra de Agnón.
Dicho esto levantó la cabeza y, mirando a Shorer, que ahora se encontraba de pie junto a ellos, le preguntó:
—¿Lo has oído? ¿Entiendes algo?
—No —respondió Shorer en voz muy baja—, la historia no es ésa, sólo lo parece.
—¿Cómo? No te entiendo —dijo un sorprendido Michael—, ¿a qué te refieres?
—Les voy a contar la versión oficial, de los dos, ¿entendido? —dijo Shorer mirando a Rubin, que desvió la mirada—; porque la verdadera historia no es la que ustedes se creen que es, como ya les he dicho. La historia verdadera es que Rubin mató a Tirtsa por celos. No podía vivir sin ella, le suplicó que volviera con él pero ella no quería. Mati Cohen lo vio empujarla, tirándola al suelo, y todo lo que ya sabemos... Y, entonces, él lo envenenó. Todavía no conocemos los detalles, pero irán saliendo a la luz. ¿Le parece bien, Rubin?
Rubin hizo un movimiento indefinido con la cabeza.
—Ahora nos lo vamos a llevar para tomarle declaración formal y entonces nos enteraremos qué es lo que sabía Tsadiq para tener que morir. Punto final. Ni Ras Suddar ni nada de nada, ¿entendido? —le dijo a Rubin—. ¿Entiende lo que le estoy diciendo?
Rubin asintió.
—¿Crees que va a ser posible guardar una cosa así en secreto? —dijo Michael con cierto temor—. ¿Por qué quieres que...?
—Por el comandante general, por el país, por el ejército, por todo tipo de... A veces la censura es necesaria, porque bastantes problemas tenemos ya como para sacar ahora a la luz esta historia y poner a los egipcios en pie de guerra —le respondió Shorer a Michael con su mirada más cándida.
—Dejando de lado la cuestión moral —dijo Michael con voz temblorosa—, y siendo realistas, ¿crees que va a ser posible mantener en secreto una cosa así? Después de todo lo que...
—Desde luego que sí —le aseguró Shorer.
—¿Y tú? —le preguntó Michael atónito—, ¿te lo vas a callar? ¿Vas a poder ocultar una historia como ésta? ¿Y yo? ¿Voy a poder guardármela yo? Porque qué se puede...
—¡Ya lo creo que vas a poder! ¡Y cómo! —le dijo Shorer tendiéndole la mano para ayudarlo a levantarse del suelo y mirándolo a los ojos—. Mírame —le ordenó al ver que Michael desviaba la mirada—. No quiero que me veas como un criminal de guerra, pero el bien del país me parece tan importante como a ti; ¿o es que te crees en posesión de la única verdad?
Michael se quedó callado.
—¿Cuántos años hace que nos conocemos? —preguntó Shorer sin esperar respuesta—. Tu tío Jacko, mi buen amigo que te trajo a mí, ¿qué fue lo que te dijo? A mi lado, en mi presencia. Que confiaras en mí como en un padre. Y eso es lo que has hecho durante todos estos años, ¿verdad? Dime si alguna vez te he fallado. ¿No te he apoyado siempre?
Michael bajó la cabeza.
—¿Y ahora qué, resulta que me he convertido en un ser despreciable? Dentro de unos pocos días, tú mismo... Por ti mismo te darás cuenta de que... Has estudiado historia, ¿verdad? ¿Qué vamos a hacer con la verdad que acabamos de oír? ¿Crees que todo puede repararse? ¿Que la verdad es un valor supremo? ¿Que puede vencer a la vida? ¿Sabes lo que estaríamos poniendo en manos de...? De quién no. En manos de los egipcios, de los palestinos y de... y de nosotros mismos. No tiene vuelta de hoja y, además, la censura no nos lo dejaría sacar a la luz... No merece la pena perder el tiempo, ¿me entiendes?
—No sé si podré callármelo —dijo Michael finalmente—, no sé cómo va a ser posible vivir con un secreto como éste.
—¡Ya lo creo que va a ser posible! —le dijo Shorer, ahora con pena—. ¡Y de qué manera! No vas a decir ni una palabra —afirmó, cada vez más apenado. Y tras un breve silencio, añadió—: ¿No ves que estamos evolucionando? Cada vez somos capaces de callarnos cosas más graves.
A continuación todo quedó envuelto como en una halo de irrealidad; como ingrávido, Michael siguió a los agentes que se llevaron a Rubin al furgón policial, y cuando ya se encontraban en el aparcamiento oyó, como dentro de un sueño, algunos retazos de las noticias que brotaban de la radio: «... le disparó a su mujer, hiriéndola de muerte...», informó el locutor en la radio del furgón policial, que a continuación siguió contando: «En el piso se encontraban los dos hijos de la pareja». Después, cuando se montó en el vehículo de Shorer —que también tenía la radio encendida—, oyó que diecisiete mujeres habían encontrado la muerte a manos de sus maridos o parejas en lo que iba de año, y que Shimshi y sus compañeros habían sido llevados a los juzgados para que se les prolongara el arresto.
En la entrada de la comisaría de Migrash Ha-Rusim los esperaba Natacha, que siguió con la mirada a Rubin cuando se bajaba esposado del furgón policial. Con el bolso de lona colgado del hombro y tirando de los extremos de la bufanda, se acercó a él y le dijo:
—¿Rubin? —y, volviéndose a Michael, que lo seguía muy de cerca, añadió—: Pero ¿esto qué es? ¿Por qué está...?
Michael no le contestó.
—Tiene que ser un error —le aseguró Natacha—, un terrible error. Pero si Rubin es una persona muy... ¿Por qué está detenido?
Michael seguía sin responderle.
—Yo había venido aquí por otra cosa —balbució Natacha con la mirada clavada en la espalda de Rubin—, pero ahora no sé qué hacer, porque...
Había algo en la mirada perdida de Natacha que impidió que Michael le ordenara que se marchara y que lo dejara en paz. Por eso se quedó allí un momento y ella empezó a hablarle, aunque sólo le llegaban algunas frases sueltas:
—Ahora Hefets ya no está dispuesto a... Le he dicho que usted lo sabe... Se lo he dicho..., que usted me va a ayudar a presentarlo... a la fiscalía... Si viera usted la cinta se daría cuenta de que...
Y sin saber cómo, se encontró subiendo detrás de Natacha —cuyo bolso de lona clara, que estaba muy sucio, le iba golpeando las flaquísimas piernas— hacia su propio despacho.
—¿Tiene usted un reproductor de vídeo en el despacho? —le preguntó sin aliento—. Porque si no...
Michael abrió la puerta del despacho, todavía sin decir nada, o al menos eso creía, porque pasados unos minutos entró Balilti con un reproductor de vídeo, en el que metió la cinta que había llevado Natacha. Michael pudo oír y ver entonces las voces y las imágenes allí grabadas. También vio que entraba Tsila con tres tazas, que empujaba la puerta con el pie y se plantaba ante el aparato de vídeo, donde aparecía una fotografía aérea de una ciudad muy verde a orillas de un lago, mientras que «en off» la voz de Natacha decía que se trataba de una zona de Canadá, próxima a Montreal, adonde el rabino Aljarizi había evadido una gran suma de dinero y lingotes de oro reunidos gracias a las colectas organizadas por sus discípulos. «Hace dos días», se oyó la voz de Natacha, muy clara y potente, mientras en la pantalla aparecía el rabino Aljarizi, «cometí un gran error informativo e, involuntariamente, desvié la atención del tema principal, porque la cuestión central es la siguiente...». La cinta se cortaba, saltando hacia delante, y en la pantalla se veía ahora al rabino Aljarizi vestido de sacerdote griego ortodoxo en la entrada del aeropuerto Ben Gurion de Tel-Aviv. Aunque llevaba la cabeza baja, la capucha se le cayó ligeramente hacia atrás, dejando el rostro al descubierto. «¿Qué está haciendo el rabino Aljarizi en el aeropuerto Ben Gurion vestido como un sacerdote griego ortodoxo?», exclamó Natacha en la cinta. «¿Qué estará haciendo? Está preparando el terreno para llevar a cabo su misión. Y con el propósito de querer borrar esta prueba es por lo que hace dos días sus adeptos me pusieron sobre una pista falsa. Sin embargo, ahora vamos a poder ver una cinta privada que el rabino repartió entre las familias de sus seguidores.» En la cinta hubo un nuevo salto hacia delante, tras el que volvió a aparecer el rabino Aljarizi, ahora predicando como en estado de gracia, casi en trance: «El Estado de los judíos en la Tierra de Israel será destruido. Se avecina la destrucción del Tercer Templo; no quedará piedra sobre piedra, todo será tierra y polvo. Nuestros enemigos árabes destruirán nuestras ciudades y hollarán nuestros campos. ¡Mujeres judías, seréis presa fácil de los que nos odian! ¡Nuestras casas serán incendiadas, nuestros hijos degollados, la gran destrucción se avecina, hermanos! ¡Pero debemos preservar nuestra santa estirpe! ¡Debemos ponernos en camino! ¡Encaminémonos hacia la nueva Jerusalén!».
—¡Parad esto! —gritó Tsila, y Michael, todavía sumido en su estado de ingravidez, le dio al botón y la imagen quedó congelada—. Pero ¿esto qué es? —exclamó Tsila—. Hay que llamarlos a todos para que lo vean. ¡Son nuestros impuestos! ¡Se largan del país con nuestros impuestos!
—Por mí —dijo Balilti—, ojalá se hubieran ido ayer con toda su corrupción. Venga, sigamos —le dijo a Natacha. Y a Tsila—: ¿Quieres que llamemos a Eli?
—Eli está ahora con los niños —dijo Tsila, y se sentó—. Sigue, sigue —instó a Balilti—, porque esto no me lo puedo perder, esto es algo que debe saberse, aunque me haga mal verlo.
Cualquier otro día, pensó Michael, la visión de aquel vídeo lo habría hecho subirse por las paredes y la imagen del rabino lo habría asqueado hasta lo indecible por llevarse todo aquel oro a la diáspora, pero ahora su conciencia también se encontraba flotando en ese espacio ingrávido de las últimas horas.
Balilti le dio al botón y la cinta avanzó mientras la voz del rabino resonaba en el despacho: «No como Rabban Yohanan Ben Zakai, que huyó a Yavne de la Jerusalén asediada por el ejército de Vespasiano escondido en un ataúd», clamaba el rabino con una devoción casi profética. «Nosotros saldremos con la cabeza bien alta, llenos de orgullo, en un puente aéreo de hermanos. Cada hora saldrá un avión y los barcos os esperan para llevaros a las tierras de ultramar, a Canadá. Recoged vuestras pertenencias, porque aquí no tendremos resurrección como pueblo... La verdad nos ha sido revelada a mí y al cabalista Bashari, a ambos nos ha sido revelada. Oímos una voz en medio de la noche que decía: "Los haré objeto de consternación en todos los reinos de la tierra... Y los cadáveres de este pueblo serán pasto de las aves del cielo y de las bestias de la tierra; no habrá nadie que las ahuyente... porque toda la tierra quedará desolada... " ¡La destrucción está próxima! ¡Levantaos! ¡Partid! ¡Marchaos antes de que os alcance la destrucción! Los puntos de encuentro son diecisiete...».
La intervención de Natacha interrumpió el discurso. Con una voz muy clara leyó los nombres de las diecisiete aldeas del Negev y del norte del país, así como los nombres de los rabinos responsables de cada una de ellas. Después volvió a oírse el llamamiento del rabino: «Salvad las almas de nuestros hermanos judíos...». Y detrás del rabino apareció el anciano cabalista, mudo desde hacía años, pero a quien sus hijos y adeptos utilizaban en sus reuniones más solemnes para legitimar cualquier afirmación que pudiera ser puesta en duda. «¡Canadá!», gritaba el rabino, mientras la cabeza del anciano cabalista, hundido en un mullido sillón de terciopelo y rodeado de cojines, se bamboleaba sin descanso, «allí es donde debemos erigir la nueva Yavne, con el fin de poner a salvo nuestra raza...». El discurso se detuvo ahí, y el rabino Aljarizi entonó un famoso cántico oriental que Michael conocía de su infancia en el pueblo, un cántico de la última oración del día de Yom Kippur: «Dios de acciones terribles», cantaba el rabino los versos que todo judío de las comunidades orientales conoce, «júzgalos con rectitud en su último día», y un coro de ultrarreligiosos cargados de hatillos, maletas y baúles se unían a él cantando el estribillo: «Dios de acciones terribles, concédenos el perdón». Llegado a ese punto la imagen se cortó y la pantalla se quedo vacía y azul.
—¿Qué es lo que van a hacer? —susurró Tsila—, se llevan todo el...
—Se marchan a Canadá —dijo Natacha—, están construyendo allí una ciudad con todo el dinero de las subvenciones, con las donaciones, todo convertido en lingotes de oro, tengo fotografías de los baúles y a Schreiber como testigo, él lo ha visto con sus propios ojos...
—Pero ¿de qué está hablando? —exclamó Tsila—, ¿por qué se van de aquí?
—¿Por qué? —dijo Balilti en tono de burla—. Porque huyen del barco que se hunde. Hace tiempo que lo sabía. Tenemos mucho material recogido y esto que nos has traído ahora nos puede ayudar —dijo volviéndose ahora hacia Natacha—; de eso no cabe la menor duda. Buen trabajo.
—Explícamelo —le exigió Tsila—, porque no sé si reír o llorar...
—La verdad es que no hay mucho que explicar —dijo Balilti con apatía—, el rabino Aljarizi en persona se ha encargado de la evasión de capital. Y no es sólo un rabino, sino un rabino visionario; aunque yo más bien diría que con visión de futuro, ¿no? —le preguntó a Michael, que había estado sentado todo el rato detrás de su mesa, en su sitio de siempre, observando cómo entraban en la estancia los débiles rayos del sol de diciembre y esperando con resignación a que todos se marcharan de su despacho.
—Es muy sencillo —continuó Balilti—, genial y sencillo. Todas las cosas geniales son sencillas, al fin y al cabo, ¿verdad?
Nadie le contestó.
—Y no se trata solamente del rabino Aljarizi —declaró Balilti—, porque con él también está el cabalista Bashari, lo habréis visto ahí detrás, en el sillón. Nosotros sabemos que no es más que un fantoche, pero sus seguidores le atribuyen poderes sobrenaturales. ¡Es increíble! Una persona ajena a todo este mundo jamás lo entenderá.
—¿Y qué va a hacer, se piensa llevar a todas esas familias a Canadá? —preguntó Tsila.
—A decenas de miles —dijo Natacha, y los ojos le brillaban—. Familias enteras. Tienen ya un gran asentamiento allí...
—Decenas de miles, no —la corrigió Balilti—, cientos de miles. Como te lo digo —añadió de inmediato al ver la cara de escepticismo de Tsila—. Pero se trata de una visión, de una profecía, también en el pasado lejano de nuestra historia ha habido casos parecidos. De todo esto me he enterado por nuestros topos, pero nos faltaban las pruebas documentales...: no conseguíamos hacernos con la cinta ni filmar lo del dinero... Todavía no comprendo cómo lo ha conseguido esta chiquilla —dijo mirando a Natacha—, porque nosotros no lo hemos logrado...
—Estamos hablando de ciento setenta y cinco mil fieles, de momento —dijo Natacha.
—Sea como sea —siguió diciendo Balilti—, familias enteras van a emigrar a Canadá para habitar la nueva Yavne... El rabino Aljarizi dice que Jerusalén será destruida dentro de poco, porque eso es lo que aparecía en su visión, y ahí —y señaló la pantalla del monitor, que seguía de color azul—, estará la nueva Yavne... ¿Ésa era toda la película?
—Quedan unas pocas secuencias más, mías —dijo Natacha con modestia, pero Balilti le tendió el mando a distancia y ella hizo avanzar la cinta.
Sobre un fondo en el que aparecía el rabino Aljarizi, tocado con el capuchón de un sacerdote griego ortodoxo, y «en off» volvió a oírse la voz de Natacha que decía: «Rabbi Yohanan Ben Zakai fue sacado de la Jerusalén asediada en un ataúd y con sudario, mientras que el rabino Aljarizi ha elegido otro disfraz...».
—Muy buen trabajo —murmuró Balilti—, una investigación periodística de primer orden, querida. Ven conmigo, acompáñame, que vamos a llevar esta cinta donde debe estar, ¿qué te parece?
Natacha miró a Michael, que estaba a punto de asentir con la cabeza, pero en ese mismo instante sonó el teléfono, Tsila se apresuró a contestar y mientras ésta hablaba eufórica por el auricular, como si su interlocutor fuera una persona muy querida por ella, Natacha salió del despacho siguiendo a Balilti y cerró la puerta.
—Es Yuval —dijo Tsila con una enorme sonrisa mientras le pasaba el auricular—, está en Jerusalén, ha llegado hace media hora y pregunta si vas a tener un poco de tiempo para él. A propósito, ¿sabías que este mes está en la reserva? Apenas dispone de medio día de permiso, así que tómate unas horas libres.
Michael cogió el auricular, preguntándose de dónde iba a sacar fuerzas para poner la voz de siempre, pero su hijo, muy nervioso, cosa nada común en él, ni siquiera le preguntó cómo estaba, sino que se limitó a pedirle que se vieran cuanto antes.
—¿Ha pasado algo? —le preguntó Michael, y la inquietud lo sacó de aquella especie de estado de enajenación en el que se encontraba como flotando.
—No —le aseguró Yuval—, estoy perfectamente, sólo que quería... Tengo dos horas... Quería... He pensado que si tenías tiempo...
A Michael le pareció detectar un atisbo de decepción en la voz de su hijo, una decepción tan habitual durante la infancia de Yuval, cada vez que su padre no había podido mantener la promesa, por cuestiones de trabajo, de llevarlo a algún sitio que hubieran planeado de antemano, que, en esta ocasión, se apresuró a fijar el lugar del encuentro.
Los pálidos rayos del sol atravesaban las paredes de cristal del café, en el que unas enormes estufas de gas proyectaban su calor. Su resplandor iluminaba los incipientes pelos de la barba de un día de Yuval y las espesas cejas que había heredado de su padre.
—¿Desayunamos? —preguntó Yuval, y Michael asintió con la cabeza y le hizo señas a la camarera, que se apresuró a hablarles del «desayuno saludable», una opción nueva que todavía no aparecía impresa en la carta.
—Yo quiero una tortilla de tres huevos y una ensalada bien grande —dijo Yuval—, ¿y tú?
—Lo mismo —dijo Michael.
—Y no fumamos —dijo Yuval, como para que todo el café se enterara, aunque allí, aparte de ellos, sólo había un hombre mayor leyendo el periódico y una chica que no hacía más que mirar el reloj.
—No sabía que estabas en la reserva —dijo Michael—, ¿por qué no me lo dijiste?
—No se dio —dijo Yuval—, no tenían que ser más que unas prácticas de rutina, de tres días, pero... Quería preguntarte algo —dijo vacilante y desviando la mirada con embarazo.
—Te escucho —le dijo Michael, dando gracias a Dios de que el mecanismo salvador que hace que los hijos no se den cuenta de que a sus padres les pasa algo hubiera vuelto a funcionar.
—Se trata de algo de lo que ya casi hablamos una vez, cuando estaba haciendo el servicio regular —dijo Yuval y se calló un momento antes de continuar—. Entonces yo tenía, no sé si te acuerdas... unos pensamientos que... Seguro que no te acuerdas.
—Dame una pista, algo —dijo Michael en tono de disculpa—, porque me has comentado muchas cosas, así que ¿cómo voy a saberlo si no me lo dices?
—Dime —prosiguió Yuval inclinándose hacia delante—, pero no te rías de mí —Michael iba a prometerle que no se reiría pero Yuval ya había tomado la palabra otra vez—, y no me digas que ésa no es una pregunta para un chico de veinticuatro años que dentro de uno termina la universidad, ¿me lo prometes? —y de nuevo, sin esperar a que se lo prometiera, dijo—: Quería preguntarte, papá, pero para que me digas la verdad: ¿tú eres sionista?
La presencia de la camarera, que acababa de aparecer con una bandeja en la que les llevaba unas tazas de café y un cestillo con panecillos recién hechos, y que se puso a colocarles los platos, los cubiertos y las servilletas, demoró la respuesta de Michael y suavizó su expresión de sorpresa. De todas las cosas posibles para las que se había estado preparando, al oír que su hijo quería hablar urgentemente con él, como algún problema con una chica, una crisis en los estudios o, incluso, dudas sobre su futuro, Michael nunca habría imaginado que ése pudiera ser el asunto que llevara a Yuval a convocarlo con tanta urgencia.
—¿Por qué me lo preguntas? —dijo Michael, en un intento por ganar tiempo y permitir que la camarera se fuera.
—Antes contéstame —le respondió su hijo, al tiempo que cogía uno de los panecillos, lo abría y lo untaba de mantequilla.
—Hoy ya no es algo tan sencillo y evidente como antes —reflexionó Michael en voz alta—. Pero ¿a qué te refieres, exactamente? ¿A si los judíos tienen que tener un Estado?
—Por ejemplo —dijo Yuval, después de asentir con la cabeza.
—Pues entonces, sí. Creo que sí soy sionista. Aunque el sionismo ha engendrado una tragedia de la que las dos partes somos víctimas, pero qué se le va a hacer... Yo, si el sionismo significa un hogar para los judíos, entonces puede decirse que soy sionista.
—¿Por qué? —exclamó Yuval—. ¿Acaso es tan importante para ti vivir en un país judío?
—Creo que es importante —dijo Michael después de un momento—, porque también los judíos necesitan tener un hogar propio. ¿Adónde hubieran podido acudir si no tus abuelos después del Holocausto?
—Pero ¿por qué precisamente aquí, en Israel? —quiso indagar Yuval, dejando a un lado el panecillo untado de mantequilla que todavía no había probado y rompiendo tres sobrecitos de azúcar que vertió en el café. Luego le tendió a su padre otros tres sobres, que echó en su café sin prestar demasiada atención a lo que hacía, y se quedó mirándolo muy expectante.
—Porque es nuestra casa, ¿no? —acabó por decir Michael.
—¿Por qué? ¿Por el Holocausto? —porfió Yuval.
—No solamente —dijo Michael, y pensó en Yusek, el abuelo de Yuval, que, como superviviente del Holocausto, le había inculcado a su nieto desde la más tierna infancia lo malvados que eran los gentiles y el terrible antisemitismo que inundaba el mundo—, sino que viene de mucho antes, en realidad, ya de la época de la Biblia.
—¿De la Biblia? —gritó Yuval, y se apresuró a mirar a su alrededor—. ¿Tú también dices esas cosas? Pero si no es más que una leyenda, un mito, ¿no?
—¿Qué tienen de malo los mitos? —preguntó Michael, ladeando la cabeza porque un rayo de sol lo deslumbraba. De repente se sentía asaltado por el mismo entusiasmo de su hijo, por sus dudas, y sentía una felicidad inesperada—. Se trata de un argumento tan serio como el de los musulmanes cuando reivindican la explanada del Templo, e igual de justo. Si es que no lo es más.
—Dime —insistió Yuval, apartando con la mano el plato con el panecillo—, ¿el judaísmo es una religión o una nación? Estarás de acuerdo conmigo en que es una religión, ¿no?
—Pues no —dijo Michael respirando profundamente—, en el judaísmo la religión es la nación y por eso también la identidad israelí es judaísmo.
—Pero ¿para qué quiero yo la explanada del Templo? No la quiero para nada —exclamó Yuval, aunque enseguida bajó la voz.
—En eso estoy de acuerdo contigo —dijo Michael—, yo también creo que la explanada del Templo no la necesitamos para nada, por lo menos no hasta el día de la redención, de manera que no deberíamos insistir en que sea nuestra, porque cuando venga el Santo Bendito Sea, como dicen los religiosos, ya se ocupará él, en persona, de conseguirla. Por eso, de momento, la cuestión de la explanada del Templo no es más que una cuestión teórica.
—Pues por eso mismo —dijo su hijo tomando un sorbo de café, lo que le llevó a hacer una mueca y a mirar la taza, para después volver a poner los ojos en Michael—, yo no quiero participar en la defensa de los colonos ni tampoco en su evacuación, y me parece que no es justo que todos los jóvenes de mi edad tengan que perder su tiempo defendiendo a un grupo de judíos cerrados de mollera que se han instalado en las tierras de los árabes.
—Pero ¿te refieres a todo el país o sólo a los territorios ocupados?
—También en la guerra de la Independencia echaron a los árabes y les robaron las tierras —argumentó Yuval.
—Hoy ya está más que claro que, en su momento, nos asentamos en lugares que ya estaban habitados, pero eso ya no tiene remedio. Además, ¿sabes de algún pueblo que no haya conquistado sus tierras? Los mismos árabes, cuando llegaron aquí, lo hicieron conquistando el lugar, porque así es la condición humana —dijo Michael, mientras miraba a la camarera que se dirigía hacia ellos con una bandeja muy grande—; el problema es que, como judíos, esperábamos tener un comportamiento más moral..., mostrarnos más comprensivos con el prójimo..., y resulta que somos exactamente iguales a los demás.
—Ése es el comportamiento que tienen los perros, que marcan su territorio —murmuró Yuval, pero se calló para observar lo torpe que era la camarera, tanto, que Michael se había apresurado a cogerle de las manos uno de los platos con la ensalada, y también otro en el que había una tortilla.
—Cómetela ahora que está caliente —le dijo Michael a su hijo mientras miraba la tortilla que tenía delante y que, a pesar del maravilloso aroma que exhalaba, a él no le apetecía ni probar.
—Como perros —dijo Yuval con desprecio, cuando la camarera se hubo alejado.
—Puede que sea cierto —estuvo de acuerdo Michael—, pero la situación es la siguiente: el ser humano tiene que tener un territorio para poder defender su casa y proteger a sus hijos, y eso no tiene nada de vergonzoso, sino todo lo contrario. Pero en lo que, desde luego, estoy de acuerdo contigo es que aquí no estamos tratando bien el asunto del territorio, sobre todo desde la Guerra de los Seis Días, y que peor no lo podíamos haber hecho. En realidad, una verdadera vergüenza.
—Nuestro comportamiento ha sido vergonzoso desde el principio —protestó Yuval, cortando un pedazo de la tortilla con el tenedor y ensartándolo en él—, porque aquí había árabes desde el principio y ésta era su tierra.
—Pero ahora ya no se puede hacer nada al respecto. Lo único, reconocer que les arrebatamos las tierras y que los expulsamos, pero es imposible devolvérselas. ¿Cómo lo harías tú? ¿Echando a los judíos de sus casas? Cuando exista un Estado palestino y haya paz, entonces se podrá empezar a hablar también de eso..., o por lo menos reconocerlo...
—Aquí no existe la posibilidad de poder vivir en paz —dijo Yuval con la boca llena de tortilla, al tiempo que se servía un poco de ensalada, que estaba cortada muy fina—, ¿o qué opinas tú?
—Hemos tenido algunas oportunidades —dijo Michael, clavando el tenedor en un pedazo muy pequeño de tortilla—, y creo que las volverá a haber, pero el odio que nos tienen los árabes, una parte de ellos, también ése es un asunto viejo que no hay que ignorar.
—Pues yo no quiero vivir en un país de desequilibrados —dijo Yuval—. ¿Sabes lo que hacen los soldados encargados de proteger a los colonos del sur de Hebrón?
—¿Qué es lo que hacen? —preguntó Michael, llevándose, por fin, un trozo de tortilla a la boca y sorprendiéndose de notar su sabor.
—¡Hacen ganchillo! Créeme, lo nunca visto. Veinte o treinta chicos, se supone que protegiendo con sus armas los asentamientos de los alrededores de Hebrón, ¡soldados de élite sentados en círculo alrededor de una estufa y tejiendo gorros, bufandas, calcetines! ¡Algo increíble! Algunos estudiaron conmigo en el instituto. He visto las fotos, te lo juro.
Michael sonrió.
—No te rías —dijo Yuval—, piénsalo, es un asunto muy serio, es como una rebelión contra el machismo, ¿no? Una rebelión muy...
—Constructiva —dijo Michael, completando la frase.
—Eso —asintió Yuval, dando buena cuenta del último trozo de tortilla y pasando de inmediato a la ensalada y el queso—. Pero yo no quiero, de ningún modo, vivir en un sitio así. Creo que sería mejor... marcharme a otro lugar. En realidad, lo que quiero es marcharme de aquí.
—¿Adónde? —le preguntó Michael conteniendo la respiración, aunque al cabo de un instante se dijo que, de momento, aquello no eran más que palabras, de manera que se concentró en su panecillo con queso fresco.
—Puede que a Canadá —respondió Yuval pensando en voz alta, y Michael tuvo que disimular el escalofrío que le recorrió el cuerpo entero, antes de preguntarle el porqué.
—Porque éste es un país de locos en el que el precio que hay que pagar para poder vivir ya no compensa, ¿lo entiendes? —dijo Yuval con la boca llena. Michael asintió y Yuval continuó dando razones—; porque el precio que este país te exige por vivir está muy por encima de la vida que te ofrece, o ésa es, por lo menos, mi opinión en estos momentos, tal y como están las cosas —y, dicho esto, mojó un poco de pan en el aceite de oliva de la ensalada que en la carta aparecía como «Ensalada árabe».
—Puede que tengas razón —dijo Michael—, y, además, hay algo que quiero contarte, pero me tienes que prometer que...
—¿Todo bien? —les preguntó la diligente camarera, de muy buen humor.
—Perfectamente —le aseguró Michael.