Campamento Océano. Mar de Weddell.

22 de diciembre de 1915.

Once meses atrapados en el hielo

Zara se echó a un lado cuando vio a Shackleton salir de su tienda. Como el resto, lucía una barba que acrecentaba el aspecto demacrado de su rostro, ennegrecido por el humo. Hacía un mes que el Endurance se había hundido, llevaban once atrapados en la placa y el optimismo del jefe parecía un mero recuerdo, enterrado bajo un ataque de ciática que le había inmovilizado durante los últimos días. Los muchachos, a pesar de entretenerse jugando a las cartas y con las canciones de Hussey y su banjo, nunca habían sido más conscientes de que flotaban a la deriva en un témpano, sobre dos mil brazas de océano y con un destino incierto.

Miró al cielo tratando de apartar esa idea, pero le resultó inevitable pensar que pronto regresaría el invierno, al que tendrían que enfrentarse sin la protección del barco y con la amenaza de la hambruna. No tenía miedo a morir porque sería mejor hacerlo allí que en Londres, donde la alternativa consistía en una soga al cuello. El resto de los hombres sí que añoraban su hogar pero tampoco mostraban desesperación. Asumían que su trabajo conllevaba esos riesgos.

—Lo que echo de menos —le había relatado Worsley, el día anterior— no son mis relojes, mi colección de pipas o incluso mi casa. Añoro el olor de la hierba, el sabor de la mantequilla caliente sobre un pan recién hecho o un trago de cerveza fría mientras contemplo el atardecer a la orilla del mar. Esas cosas no pueden poseerse, solo disfrutarse. Cuando comprendes que hay ocasiones en las que ni el dinero puede comprarlas, como sucede en esta tierra baldía, entonces aprecias su valor, más allá de lo que cuestan.

La visión de Shackleton, acercándose cojeando, le hizo reaccionar. El jefe se detuvo junto a la cocina.

—¡Esos bannocks están pastosos! —le gritó a Green—. ¿Así es como quiere mantener la moral del grupo?

—Yo… lo siento, señor —musitó el cocinero, juntando la masa de nuevo—. Los tostaré un poco más y…

—¡No quiero que se relaje! ¡Ni usted ni nadie! ¡Todos dependemos de todos! ¡Worsley!

Este se acercó al jefe.

—¿Cuánto hemos derivado?

—Ochenta millas desde que abandonamos el Endurance. En los últimos días hemos hecho un arco, desplazándonos al este.

El jefe apoyó una mano sobre la parte baja de su espalda.

—Eso nos aleja de isla Paulet.

—Al menos, nos seguimos desplazando al norte.

—¡No es suficiente! Llevamos siete semanas acampados, en las que el viento ha continuado soplando del noroeste. De continuar así, llegaremos al invierno más lejos de nuestro objetivo o, lo que es peor, arrojados a mar abierto.

—Una muerte segura —susurró McNish, a su lado.

—Está decidido —continuó el jefe—, marcharemos hacia el oeste. Eso nos acercará al continente y a isla Paulet. Estas semanas solo he escuchado quejas de hombres que rezongaban en la nieve. El ejercicio nos vendrá bien.

Escuchó un murmullo de desolación.

—Pero la nieve está blanda —dijo Greenstreet—, será complicado caminar.

—Y tendríamos que renunciar a uno de los botes —dijo Worsley—. No sé si eso…

—Renunciaremos, entonces.

—Eso es absurdo —masculló McNish—. No cabremos los veintinueve en solo dos botes.

Ella dudó de que el jefe hubiera llegado a escuchar este comentario, aunque era consciente de que casi todos pensaban lo mismo que el carpintero. Shackleton continuó.

—Repartiremos las botas finnesko. Hagan el favor de usarlas.

—¿Por qué, esas botas? —dijo Bakewell—. Estamos acostumbrados a nuestro calzado.

Shackleton respiró hondo.

—Esas botas —se adelantó Wild— están hechas con pelo y con piel de reno, y por dentro están forradas con hierba seca de Carex vesicaria, una juncia aislante. Imitan a las de los lapones, los nativos del norte de Escandinavia, que deambulan por la nieve sin que se les gangrenen los pies por el frío. ¿Te parecen buenos motivos para usarlas?

—Una sola persona que no pudiera caminar —dijo Shackleton— pondría en peligro a toda la expedición. Sé de lo que les hablo. Partiremos mañana.

Wild se acercó al jefe.

—Los hombres confiaban en poder celebrar la Navidad. Sería bueno para la moral.

—La celebraremos esta noche —dijo Shackleton—. Como solo nos llevaremos lo que podamos empaquetar en dos botes, podrán comer sin restricciones.

Los hombres, salvo uno, aplaudieron la noticia.

—¡Eso no es justo! —dijo Orde-Lees—. ¿Llevo meses racionando la comida para que ahora se desperdicie?

—¡Pareces escocés! —dijo McCarthy.

Solo unos pocos secundaron la broma.

—Esta bota es una maravilla —dijo Blackborow, alzando una finnesko—. Da pena estropearla.

Ella se acercó al joven.

—Procura usarlas —le dijo— o no llegarás lejos.

Blackborow agachó la cabeza y Zara se encaminó hacia la cocina cuando, para su sorpresa, se dio de bruces con el jefe. Detrás estaban Wild, Hurley y Worsley.

—Señor —dijo, de forma apresurada—. Esté tranquilo, yo me encargaré de Blackb…

—No se trata de eso.

Escrutó a los hombres y rezó para que el jefe no les hubiera revelado su secreto. Tensó la espalda.

—Dígame, señor.

—Ya has visto que los hombres han acogido la idea de la marcha con entusiasmo.

Arqueó las cejas, al constatar que Shackleton parecía hablar en serio.

—Ayudarás a Green a preparar la cena de Navidad, la marcha va a ser dura y no quiero que piensen en ella. Prepararéis anchoas en aceite, alubias en salsa y liebre estofada.

—Sí, señor.

—Hay algo más.

Sintió cómo el corazón se le aceleraba.

—Durante la marcha, la lealtad de los chicos se pondrá a prueba. Yo no podré estar presente en toda la columna y cualquier conato podría ser ponzoñoso. Quiero que estés alerta.

Ella miró a los hombres que le acompañaban.

—¿Por qué yo? Cuenta con personas mucho más capacitadas para…

—No tengo del todo clara la capacidad de liderazgo de algunos de mis hombres —dijo, y apreció cómo Worsley bajaba la cabeza—. Confío en ti para detectar problemas.

—Yo… —tragó saliva— espero no fallarle.

—No lo harás.

Shackleton y los hombres se marcharon por donde habían llegado y ella inspiró, con el pecho henchido por sensaciones contradictorias. Sin embargo, no podía entretenerse. Tenía que buscar a Green, preparar la cena y empaquetar la cocina para la marcha. Una voz aguda le hizo dar un respingo.

—Veo que el jefe te tiene aprecio.

El carpintero le sonreía con un brillo en sus ojos que no supo interpretar.

—Solo… me ha indicado lo que quiere que preparemos para cenar.

Demasiado tarde, pensó. Había sido estúpido ofrecer una explicación que McNish no le había pedido.

—Claro… —dijo él—. Esas son las cosas que le preocupan.

—¿Qué quiere decir? —dijo, tratando de desviar su atención.

El escocés gruñó.

—Que lo importante para él es llenarnos el buche como a polluelos para que luego caminemos detrás de una gallina que solo puede dar vueltas dentro del gallinero. Porque eso es lo que hacemos, caminar en círculos, inseguros y muertos de frío, siguiendo a una pita que marcha segura, aunque no sabe dónde. ¿Por qué no me dejó armar un balandro? Estaríamos lejos de aquí, pero… no fue idea suya. ¿No te has fijado? ¡Le complace hacer de gallo y de gallina!

McNish se alejó riendo.

Expedición Nimrod. Antártida.

29 días de marcha.

9 de enero de 1909. Seis años antes

—¡Amainará! —gritó Shackleton—. ¡Tendremos una oportunidad!

Sin embargo, el viento parecía querer aplastar la tela de la tienda. El aire, a treinta bajo cero, se colaba como si el paño no existiera y a pesar de haberse apiñado cuatro allí donde apenas cabían dos, el frío se les clavaba como un puñal por cualquier entresijo de sus ropas.

—¡Llevamos sesenta horas detenidos por la tormenta! —gritó Marshall—. ¡Estamos sin apenas provisiones!

Como si quisiera subrayar las palabras de su compañero, Adams apagó el hornillo Primus y repartió una ración ridícula de pemmican hervido, que comieron con fruición para aprovechar el calor. Una vez raspado el fondo de las escudillas, Marshall habló de nuevo. El vapor de su boca se condensó al salir.

—Racionándonos, podríamos alcanzar el Polo Sur el diecisiete o el dieciocho de enero.

Shackleton se aferró a su taza.

—¿Para cuántos días nos quedan provisiones?

Marshall negó con la cabeza.

—Si seguimos avanzando, no podremos regresar los cuatro.

—Las tormentas nos han hecho perder un tiempo precioso —dijo Adams—. Por no hablar de la mala suerte que hemos tenido con los ponis.

—Es su decisión, jefe —dijo Wild.

El aire que salió por la nariz de Shackleton se condensó. El ulular del viento, como un silbido agónico, se le clavó en lo más hondo de su cabeza.

—Si continuamos, escribiremos nuestros nombres en la Historia de la Humanidad.

Adams y Marshall miraron hacia el suelo. Solo Wild le sostuvo la mirada.

—Pero le prometí a alguien que regresaría con vida de esta expedición. Señores, volveremos a casa.

Las miradas de Adams y de Marshall no le dejaron la más mínima duda de su sorpresa.

—Es una decisión valiente, señor —dijo Wild—. Sé de otros que no hubieran hecho lo mismo.

—Nuestras familias preferirán unos burros vivos a unos leones muertos. Y no estoy dispuesto a ofrecerles algo diferente.

Wild le sonrió.

—Quizá podamos hacer un último avance. Solo para ubicar la bandera que nos entregó la reina Alejandra.

—¿Y la tormenta? —preguntó Adams.

Wild alargó el brazo y entreabrió la lona. El aire apenas se movía. Shackleton se puso en pie y poco después iniciaron la marcha con solo unas galletas y unas onzas de chocolate en los bolsillos. La nieve estaba dura por la presión que había ejercido el viento y el avance resultó tan sencillo como doloroso. Tras cinco horas comprobó que estaban exhaustos, por lo que se detuvo e inspiró hondo. Ningún hombre había llegado hasta allí, nadie había respirado aquel aire ni había contemplado aquel paisaje. Eran las cuatro personas que habían llegado más al sur en la historia del mundo. Miró a Marshall.

—¿Cuál es nuestra posición?

—Ochenta y ocho grados y veintitrés minutos. A noventa y siete millas del Polo Sur, señor.

Cogió un puñado de nieve y lo contempló.

—Trescientas sesenta millas más que Scott. Pero hemos agotado nuestro último cartucho.

El sol asomó, como queriendo ser testigo de su hazaña, y sopesó la posibilidad de continuar. Quizá si marchara él solo, se dijo… pero la imagen de Emily, con su piel pálida y sus ojos trémulos se le apareció, como si desde Londres estuviera tratando de hacerle desistir. Conteniendo las lágrimas, desdobló el paño de la bandera y lo ató a una vara de bambú. Cuando habló, su voz sonó quebrada.

—Tomo posesión de esta tierra en nombre del Imperio británico y bautizo esta altiplanicie como meseta del Rey Eduardo VIII.

Clavó el estandarte mientras los hombres saludaban. Luego abrió su mochila y extrajo un cilindro de latón, del que desenroscó la tapadera.

—Sellos e ilustraciones de la Antártida… —dijo, revisando el contenido—. Los coleccioné durante mi infancia, deseaba enterrarlos en el Polo Sur. Ahora… no sé si algún día lo alcanzaré.

Cerró el cilindro y lo enterró junto al mástil. Sintió la mano de Wild sobre su hombro.

—Adams, saque unas fotos —dijo.

Fue incapaz de sonreír mientras las hacía. Comieron y, contemplando el sur, respiró hondo. Sus compañeros esperaban en silencio. Por fin reunió las fuerzas para hablar.

—Tenemos que recorrer setecientas treinta millas de vuelta y encontrar los depósitos que hemos ido enterrando. No podemos perder tiempo. Yo… deseo darles las gracias.

Adams y Marshall le abrazaron y, tras unos segundos, iniciaron la marcha. Wild se le acercó, pipa en mano.

—Habrá más oportunidades.

Campamento Océano. Mar de Weddell.

23 de diciembre de 1915.

Once meses atrapados en el hielo

—¡Arriba, señoritas! —gritó Wild, dando manotadas en la lona.

Zara escuchó los lamentos de los hombres. Eran las tres de la madrugada y ayudó a Green a calentar agua para el café que les quedaba. Poco después ayudó a subir la proa del Caird sobre la caja de carga del malogrado tractor Girling, que al menos estaba dotada de esquíes. La parte media y la popa del bote descansaban sobre dos trineos individuales que se combaron, a pesar de que McNish los había reforzado con cuadernas cruzadas y con remos acortados.

El jefe dio orden de marchar y ella tiró del ballenero pero la tarea se reveló ardua desde el comienzo. Avanzaron cien metros y regresaron a por el otro bote, descubriendo que se había formado hielo bajo las palas de los trineos, que hubieron de picar. Shackleton y Wild iban delante, allanando los cordones de presión y las crestas de nieve con unos zapapicos con los que no siempre era posible reducirlas. Después de diez horas de relevos agotadores, cada paso se le hizo casi imposible. Resopló y miró a Crean.

—Seguro que ha hecho cosas peores.

—En realidad, no —dijo él, sin dejar de tirar—. He paleado cuarenta y cinco toneladas de carbón en un día y ni eso resulta tan duro como arrastrar estos trineos con las rodillas hundidas en la nieve. El truco consiste en pensar solo en el siguiente paso. Si se fija solo en lo lejos que está el final, creerá que no puede, pero si aúna fuerzas para un único paso, verá que siempre es posible darlo. Y tras uno de esos pasos estará el final del trayecto. Recuerde, no pensar en la meta es lo que nos acerca a ella. Por eso hay que escoger bien el camino. Es donde vamos a permanecer la mayor parte del tiempo. A veces, incluso todo el que nos quede.

Ella miró sus piernas, que parecían de plomo. Cogió aire, alzó la derecha y avanzó. Repitió el gesto con la otra y sonrió.

—Hubiera sido usted un buen capitán —dijo.

Crean negó con la cabeza.

—En realidad, yo solo sé dar pasos en la dirección que indican otros. Pero procuro disfrutar del camino, por duro que este parezca.

Rio, aunque pronto hubieron de afrontar una cresta. Trabajó siguiendo las órdenes de Worsley para aupar el bote sobre el saliente de nieve. La voz de McNish acompañó el periplo.

—¡Que no resbale! —gritó—. ¡Sujetad la maldita popa!

Ella trató de obedecer, tirando con fuerza de la parte posterior del Caird, en ese instante cerca del punto más alto del obstáculo y con la proa apuntando al cielo.

—¡No lo dejéis caer! —gruñó el carpintero—. ¡El casco se resquebrajaría!

Ella trató de impulsarse pero los pies le resbalaron en el aguanieve. Enterró las botas e intentó frenar, pero el bote tiró y se vio forzada a doblar las rodillas, cayendo hacia delante sin soltar la popa, por lo que se vio arrastrada mientras el ballenero enterraba la proa en el hielo con un restallido que casi le dolió. Todo quedó en silencio.

—¡Maldita estúpida idea! —gritó McNish—. ¡Perderemos los botes!

—No perderemos nada —dijo ella, poniéndose en pie y sacudiéndose las rodillas—. Iremos con más cuidado.

Varios hombres asintieron pero McNish la miró con los ojos henchidos. La voz del jefe los interrumpió.

—Acamparemos aquí. Zara, ven conmigo.

Ella asintió, sintiendo los ojos del escocés clavados en su espalda. Shackleton portaba una botella de cristal con una hoja de papel en su interior. Recordó esas noches en el hospicio, escuchando cuentos sobre islas remotas y mensajes en botellas… que había soñado con protagonizar.

—Me gustaría que acompañaras a Worsley a Campamento Océano, allí depositaréis esto. Es… un mensaje. Nada extraño, es solo que prefiero que los hombres no sepan de él. Su contenido podría ser, digamos, malinterpretado como una nota de despedida.

Asintió. Con el pretexto de ir a recuperar víveres, ella y el capitán recorrieron con facilidad la distancia que les separaba de su antiguo campamento, apenas milla y media que, tirando de los botes, se le había antojado un infierno. Cuando llegaron, apreciaron los enseres que habían abandonado, como las lonas que colocaban bajo los sacos o incluso el Stancomb-Wills, cubierto por la nieve.

—En unos días no quedará rastro —dijo ella, asiendo un pedazo de madera.

—Como tampoco queda nada del Endurance. Ni siquiera sabría señalar dónde estaba.

—Lugares como este nos recuerdan lo insignificantes que somos dentro de la naturaleza, a pesar de que intentemos creer lo contrario.

Worsley asintió.

—Cumplamos con nuestro cometido. El mejor sitio es el bote. Si se funde la nieve, debería flotar.

Ella se encaramó al Wills y se dispuso a depositar la botella. Jamás hubiera pensado que uno de los sueños de su infancia, enviar un mensaje en una botella, fuera a hacerse realidad y menos en aquel lugar. Se restregó la cara con el dorso de su guante y sintió la mano de Worsley sobre su hombro.

—¿Quieres saber lo que pone?

—¿Puedo?

Worsley sonrió y el sonido que hizo al descorcharla se le antojó mágico, más propio de un mundo de fantasía que de un lugar con una belleza basada en la blancura y en la aridez. Inclinó la botella y el pliego asomó. Reteniendo el aire, lo desenrolló.

Endurance aplastado y abandonado en 69° 5' S y 51° 35' O.

Partiremos mañana hacia el oeste. Todos bien.

23 de diciembre de 1915. E. H. Shackleton.

Una lágrima suya resbaló por el papel. Lo enrolló, frotándose los ojos.

—Sí que parece una nota de despedida…

Se dio cuenta de que estaba hipando y dejó que las lágrimas brotaran, mientras sentía que una parte de su vida quedaba también allí, junto a aquella botella, encerrada en un cristal. Pero de alguna forma, se sintió en paz.

—Estoy preparada para morir —dijo, tragándose las lágrimas—. Pero no lo haré sin luchar.

—Las personas como tú no luchan —dijo Worsley—. Vencen.

Poco después partieron con el trineo cargado. Los perros ladraron, tirando de los arneses. Agradeció sentir el aire en su rostro, aunque le congelara las lágrimas. Junto con una de ellas, y dentro de una botella, había enterrado una parte de su vida en la que, cuando escuchaba aquellos relatos, se había sentido protagonista de algo maravilloso. Se dio cuenta de que seguía siendo esa niña asustada que solo deseaba que su madre fuera a buscarla. Pero había sido el recuerdo de ese miedo lo que la había hecho sentir viva, a pesar de estar rodeada de aquella inmensidad. Caminó hacia un destino incierto que ya no la preocupaba. Lo importante es el camino, se dijo. Por eso hay que escogerlo bien… porque en él se pasa la mayor parte del tiempo. Y a veces, no se abandona jamás.

Sobre la placa. Mar de Weddell.

27 de diciembre de 1915.

Once meses atrapados en el hielo

—¡No aguanto más!

La voz de McNish resonó por encima del viento. Zara se giró y el aire penetró por los resquicios de su impermeable. Vio cómo el carpintero arrojaba su gorra al suelo y la pateaba.

—¡No pienso dar ni un paso más! ¡Estamos destrozando los botes!

Llevaban cuatro días de camino y tuvo que admitir que resultaba imposible negar los arañazos de la tablazón. El resto de los hombres se detuvieron, al igual que los perros, pero se fijó en que lo habían hecho sobre una zona con aguanieve que podía congelarse bajo las palas y en la que también podría haber grietas ocultas.

—¡McNish! —gritó Worsley, ojeroso—. ¡Regrese a su puesto!

El carpintero cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Y con qué autoridad lo ordena? No veo el Endurance. Ah, se me había olvidado que se hundió, sin que consintieran que empleara sus restos para armar un balandro. Y si no hay barco, no hay capitán. Su desaparición extingue nuestro contrato. Seguro que muchos todavía no saben que, desde que se hundió, no tenemos derecho a paga.

Sintió turbación al contemplar que los hombres murmuraban, asintiendo. Ella se acercó a Worsley.

—¿Voy a buscar al jefe?

—¡Oh, sí! —rio McNish—. ¡Hazlo! ¡Aguardaré encantado!

Worsley asintió y ella echó a correr. Saltó como pudo los charcos de aguanieve, rezando para no pisar hielo podrido y caer a través de un agujero al océano. Solo la fortuna permitió que no hollara ninguna de esas trampas ni que una orca decidiera asomarse al sentirla trotar por encima de la placa. Cuando alcanzó a Shackleton, casi era incapaz de hablar por la falta de resuello.

—Es… McNish —dijo, sin apenas voz.

No necesitó manifestar más. El jefe y Wild recorrieron el camino aún más rápido de lo que lo había hecho ella, al parecer indiferentes a las posibles grietas. A pesar de que el aire le abrasaba los pulmones, logró aguantar el ritmo de sus zancadas. A su llegada, se había formado un corro alrededor de los dos contendientes y dedujo que McNish continuaba desdeñando a Worsley.

—¡Todo el mundo a sus puestos! —bramó Shackleton.

Sintió un hormigueo en sus entrañas al ver que ninguno de los hombres reaccionaba.

—¡Esta marcha no tiene sentido! —graznó McNish—. ¡Tendríamos que haber esperado a que la placa se rompiera o haber construido un balandro! ¡Pero no, estamos destrozando los botes y nuestra resistencia! ¡No pienso seguir!

Shackleton dio un paso hacia él.

—Es una orden.

Una sonrisa se dibujó en el semblante del escocés.

—Los preceptos de las embarcaciones son claros, la autoridad del capitán termina cuando el barco naufraga. Dejamos de percibir nuestro salario el día que el Endurance se hundió.

—Cualquier marinero lo sabe —dijo Vincent—. Sin barco, no hay paga.

Shackleton se acercó a escasos centímetros del carpintero.

—Está cometiendo una estupidez. Si está en un grupo, tiene que trabajar como el resto. ¡Usted solo no duraría ni veinticuatro horas!

—¡Al menos, tomaré mis decisiones!

—¡Jamás lo permitiré! —dijo Shackleton, escupiendo saliva al rostro del carpintero.

Este sonrió.

—¿Y cómo piensa impedírmelo? ¿Disparándome, como a Miss Chippy?

—No tenga la menor duda —masculló el jefe.

Lo dijo en un tono que le heló la sangre. Zara se llevó las manos a la boca al contemplar cómo Wild sacaba su pistola y apuntaba a McNish. Los hombres dieron un paso atrás. Durante unos segundos solo se escuchó el sonido del viento.

—Sé que lo está deseando —dijo McNish—. ¡Acabe de una maldita vez!

Expedición Nimrod. Antártida.

21 días de marcha de regreso.

30 de enero de 1909. Seis años antes

Shackleton tiró del pelo de zorro de sus mitones hasta descubrir su mano, pálida y endurecida como la escarcha que cubría el interior de la tienda en la que también se postraba Wild. Adams y Marshall descansaban en la otra para que no tuvieran que escuchar los gemidos de dolor de su amigo. Estiró el brazo y puso la mano sobre la frente de Wild. El sudor se le adhirió.

—¿Ha vuelto a tener retortijones?

—No… cesan. Con cada uno… siento como… si me reventaran las tripas. —Wild se llevó las manos al abdomen y apretó los dientes—. Lo siento… no he estado… a la altura.

—Según Marshall los retortijones, la diarrea y los vómitos de su disentería se deben al exceso de proteínas. Llevamos semanas comiendo solo carne de caballo y pemmican. Y apenas nos quedan hidratos de carbono, lo único que usted tolera.

Creyó intuir un brillo en los ojos de Wild al mostrar la última galleta que le quedaba. Él había aceptado, a regañadientes y por indicación de Marshall, seguir ingiriendo su ración diaria, que le hubiera entregado con gusto a su amigo. Pero de no haberle obedecido, todos habrían enfermado. Sintió una punzada en lo más hondo de su estómago y el viento rugió. La luz de la lámpara osciló y las sombras parecieron ceñirse sobre ellos.

—Si tuviera otra oportunidad para regresar, ¿le gustaría acompañarme?

Escuchó un cloqueo salir de la garganta de Wild, que se dobló sobre sí mismo para toser. Supuso que era lo más parecido a una risa que aquel hombre podía permitirse.

—¿No se da cuenta… de lo grotesco… de esta situación? Estamos famélicos, al borde… de la extenuación. Hace unos días… en la Gran Barrera, juré que… me había curado… de cualquier deseo de exploración polar.

—Le comprendo.

—Sin embargo… —dijo, apretando los párpados—. Marcharía con usted… donde fuera.

Shackleton contempló su galleta. Sus últimos hidratos de carbono.

—Al infierno con Marshall.

La depositó sobre las manos de Wild. Las pupilas de su amigo se dilataron.

—No puedo aceptarla… —resopló—. Usted… también la necesita.

Cogió los dedos de su amigo y los cerró en torno a la galleta.

—Es una orden.

—Yo… No…

—Si no se la come, le juro por mi esposa que la arrojaré a la nieve.

Wild se llevó la galleta a la boca y la mordió despacio, como si no quisiera estropearla, entrecerrando los ojos. La miró, como si tratara de convencerse de que era real. Segundos después se restregaba los dedos contra los labios, empujando las migas que pudieran haber quedado. Ninguna, según pudo apreciar.

—Miles de libras… —dijo— no habrían podido comprar esa… galleta. Es el mayor acto… de generosidad que he conocido nunca. Y le juro… por Dios… que jamás lo olvidaré.

Su estómago se retorció pero él sonrió a su amigo.

—Jamás la bandera arriada… —dijo.

—Nunca… —dijo Wild— la última empresa.

Sobre la placa. Mar de Weddell.

27 de diciembre de 1915.

Once meses atrapados en el hielo

Zara avanzó hacia Wild. Shackleton le había pedido lealtad pero no podía permitir que se tirotease a un hombre que, en el fondo, solo estaba asustado. Cogiendo aire, puso su mano sobre el brazo con el que Wild sujetaba el arma y este la atravesó con la mirada. Ella miró a McNish a los ojos.

—Por favor… piénselo bien.

Los segundos transcurrieron de forma lenta. Escuchó las respiraciones del carpintero, cada vez más profundas. Detrás de una de ellas, este escupió al suelo.

—Llevas razón. No les daré motivos para que me disparen como a Miss Chippy.

McNish se dio la vuelta y caminó hacia la popa del Dudley Docker. Wild guardó el arma… y ella exhaló el aire que había estado reteniendo, a pesar de su mirada de reproche. Vio que el jefe alzaba sus manos, dirigiéndose a los hombres.

—En su contrato firmaron que todo tripulante, fuera cual fuese su cometido, clase o posición en el Endurance, realizaría la tarea que yo indicara mientras estuvieran a bordo, en los botes o en la costa. Ahora mismo estamos en la costa, por lo que siguen bajo mis órdenes, lo que implica que ganarán su sueldo hasta que lleguemos a puerto. Espero que este aspecto —dijo, mirando a McNish y a Vincent— les haya quedado claro.

La mayoría de los hombres bajaron sus miradas.

—¡A trabajar! —bramó Wild.

Los hombres reaccionaron, al parecer conscientes de que el espectáculo había finalizado y de que cada minuto que pasara solo serviría para que los trineos se congelaran. Se disponía a acudir a su puesto cuando escuchó que Wild la llamaba. Cerró los ojos.

—Señor, lo siento, pero no podía…

—Es el jefe quien quiere hablar contigo.

Apretó los labios y se preparó para lo peor cuando Shackleton la miró a los ojos.

—Lo que has hecho ha sido imprudente.

—Señor, McNish lleva días con almorranas y su estado físico y mental…

—¡No hay excusas! ¡Otros tienen hambre, frío o sabañones! ¡Y todos trabajamos y nos mantenemos unidos! ¡Un acto de rebeldía podría desembocar en una cadena de acontecimientos como la que arrastró a la tripulación del Bélgica al desastre! ¡Y no puedo permitirlo! ¡Si muere un solo hombre, el fracaso será mayor aún que no haber alcanzado la Antártida! ¡Esto último es inculpable a los elementos, pero perder una vida, eso sería solo responsabilidad mía!

Ella bajó la vista. A lo lejos, los perros ladraron.

—Lo siento… señor.

Shackleton apoyó la mano sobre su hombro.

—También quería darte las gracias.

Ella parpadeó, sin comprender.

—Has defendido a McNish, algo que te ennoblece, y le has hecho reaccionar. Quizá le hayas salvado la vida. Y con eso me has ayudado a mí también.

Wild sonrió.

—También ha resultado útil lo de inventarse esa cláusula del contrato.

Ella abrió la boca.

—Será mejor que ese pequeño detalle quede entre nosotros —dijo el jefe.

—Solo… una duda… —se atrevió a decir—. ¿De verdad le habría disparado?

Shackleton la miró a los ojos.

—Ya conoces la respuesta.

Sobre la placa. Mar de Weddell.

30 de diciembre de 1915.

Once meses atrapados en el hielo

—No podemos continuar —le dijo Shackleton, entregándole los prismáticos.

Worsley oteó, sin ser capaz de atisbar una ruta practicable. Habían transcurrido tres días desde el incidente de McNish y permanecía, junto a Wild y el jefe, en lo alto de una loma de nieve desde la que solo lograba vislumbrar un hielo casi pantanoso y tan veteado de vías de agua como poblado de montículos. Imposible proseguir acarreando con los trineos, los perros y los dos botes. Estaban en una ratonera nívea de dimensiones colosales y a lo lejos se podían distinguir las cimas de los icebergs, que parecían esperarles, burlones.

—Hemos recorrido diez millas en una semana —dijo él, participando a Wild de los binoculares—. Cualquier tormenta hubiera desplazado nuestro anterior témpano esta misma distancia en menos de veinticuatro horas y los hombres no son ajenos a eso. Ni siquiera nuestras botas soportan estar hundidas de forma continua en este fango. Empapadas, cada una pesará unos tres kilos. Solo deambular resulta arduo.

—A este ritmo —dijo Wild—, tardaríamos trescientos días en alcanzar tierra. No hace falta mencionar que no disponemos de reservas para eso.

Shackleton no pareció reaccionar.

—Disponemos de más víveres en Campamento Océano —dijo él—, junto a los libros, la ropa, la cocina o las tablas que usábamos para dormir. Quizá podríamos rescatarlos, antes de que el hielo se los trague.

El jefe descendió del montículo, extrajo un pequeño pico de su mochila y lo clavó en el hielo. El agua brotó.

—Es salada —dijo, catándola—. Empapa el témpano, volviéndolo quebradizo y peligroso, no podemos seguir acarreando botes de más de una tonelada por aquí… Tampoco podemos botar las embarcaciones ni continuar a pie. Les he conducido a un callejón sin salida. McNish estaba en lo cierto… Estamos atascados, como el Endurance. Y terminaremos como él.

A Worsley le resultó complicado asimilar la imagen de un Shackleton derrotado.

—Nos detendremos y pensaremos algo, señor, yo se lo explicaré a los hombres. Lo que me preocupa son las reservas de alimento. Algunos, como Vincent y Orde-Lees, empiezan a aventurar que nos quedaremos sin carne. Tampoco me agrada que hayamos dejado atrás el suelo de las tiendas.

—Podríamos sustituirlos con pedazos de lona y las velas de los botes —propuso Wild.

—¿Y la madera para proteger la cocina?

Wild se puso en pie.

—Clavaremos remos en la nieve y desplegaremos lona alrededor. También me encargaré de incrementar las partidas de caza.

La voz de Shackleton, que habló sin alzar la vista, hizo que se girara hacia él.

—No podemos permitir que los chicos se obsesionen con ese tema. Si creen que los víveres pueden agotarse, en unos días solo se hablará de eso. Cazarán solo lo necesario.

Worsley se sentó a su lado.

—Jefe, lo está haciendo bien, es imposible anticiparse a todas las situaciones y el hielo está revelándose como un enemigo formidable. El día que le conocí, me desperté aterrorizado por esos bloques enormes y helados que había visto en mi sueño. Y míreme, ahora tengo las posaderas encima de uno.

Shackleton le miró con una sonrisa que se le antojó triste… pero una sonrisa.

—Supongo que se habrá arrepentido de haber acudido aquel día.

Él rio en voz alta.

—Los icebergs me siguen asustando y, aún habiendo perdido el Endurance, he descubierto que no hay sensación más grata que la de acompañar a otro hombre en busca de la consecución de un sueño. No sé si saldré con vida pero sí que ha merecido la pena intentarlo. Esto es vivir, jefe, y no languidecer entre las paredes de un despacho. Usted me ha transformado en un hombre con más arrojo, así que no me importa lo que nos suceda. Si muero, lo haré siendo mejor que antes de conocerle.

Durante unos segundos solo se escuchó la brisa, helando sus rostros, hasta que Shackleton les abrazó, a él y a Wild. El jefe tenía los ojos humedecidos.

—Estableceremos un nuevo campamento y esperaremos a que el hielo se abra —les dijo—. Hablemos con los chicos, no será sencillo explicarles que caminar no ha servido para nada.

Poco después, el jefe terminaba de ofrecer explicaciones a los hombres.

—¿Alguien tiene dudas? —dijo, al concluir.

El carpintero dio un paso al frente.

—Supongo que será una forma triste de celebrar Hogmany, que es como llamamos en Escocia al Año Nuevo. Pero como reza un dicho nuestro, siempre tiene que haber algún tonto en el mundo.

Varios hombres sonrieron.

—Es nuestro segundo Año Nuevo en el hielo —dijo James—. Pensemos que poca gente lo va a celebrar de una forma tan original.

Esa vez las risas fueron más numerosas.

—Jefe, se le olvida algo —dijo Wild—. Necesitamos un nombre para el nuevo campamento.

Shackleton se giró hacia él.

—Se ha ganado el derecho a decidirlo, Skipper.

Worsley contempló los rostros de sus hombres, marineros sin barco, esperando que un milagro o la astucia de su líder los devolviera a sus casas. Y pensó que aquello era lo que iba a definir el tiempo que iban a estar allí.

—Campamento Paciencia. Es lo que más necesitamos ahora.

Wild alzó el puño.

—¡Hip, hip…!

—¡Hurra! —gritaron los hombres.

Hasta los perros saltaron y movieron los rabos. Contemplando sus botas empapadas, Worsley pensó que, aunque ya no dispusiera de un barco, aún le quedaba algo que guiar, el destino de aquellos hombres. Incierto cuando menos, pero un reto para alguien acostumbrado a bregar en las aguas y no a deambular sobre el hielo. «Paciencia —se dijo—, llegará el momento en que los hombres dependan de ti. Paciencia.»

Expedición Terra Nova. Antártida.

Meseta Antártida. A 150 millas del Polo Sur.

3 de enero de 1912. Tres años antes

Tom Crean encendió su pipa. La tela de la tienda se abrió y Scott asomó la cabeza, con su frente amplia cubierta de nieve. Lashly, Evans y Bowers, que estaba al mando de su grupo, se arrebujaron para hacerle sitio. Sin embargo, Scott le miró a él.

—¿Señor? —dijo, inclinando la cabeza.

—Hace años que trabajas conmigo. Has demostrado una gran fuerza física y has salvado la vida de varios hombres, entre ellos la de Bowers —dijo, señalando al teniente.

Poco acostumbrado a encajar halagos, Crean solo acertó a carraspear.

—Sin embargo, veo que estás resfriado.

El humo de su pipa pareció detenerse. Con lentitud, la separó de sus labios.

—Que solo sea un granjero irlandés no me impide captar un mensaje a medias. Preferiría que fuera más directo.

Scott asintió.

—No vendrás en el equipo que llegará hasta el Polo Sur.

La pipa se le escurrió entre los dedos.

—Me acompañarán Wilson, Bowers, Taff Evans y Oates.

Sintió como si la sangre se le agolpara en la cabeza.

—Pero señor, serán un grupo de cinco.

—Exacto.

—Pero… las tiendas, las raciones… todo está preparado para grupos de cuatro. Aparte, debería considerar que Oates tiene signos de congelación en los pies. Taff Evans está cansado y su corte en la mano aún no ha cicatrizado. Y Wilson y el teniente Bowers están agotados, han estado cargando peso estos días. No… no entiendo su decisión, señor. Con ese grupo, sus garantías de éxito no son las que…

Los ojos de Scott parecieron empequeñecerse.

—No recuerdo haberle pedido su opinión —le atajó—. Estamos en una carrera contra Amundsen y vamos demasiado lentos. Oates vendrá porque alguien del ejército tiene que estar presente. Bowers es un excelente navegante y Taff Evans ha demostrado una lealtad fuera de toda duda. No como otros, que parecen admirar a cobardes como Shackleton.

Crean agachó la cabeza.

—Señor… Yo… solo buscaba lo mejor para usted.

—Entonces, guía a tu grupo de vuelta. Tenéis un camino arduo que recorrer.

Scott dejó caer la lona y con ella, una lluvia de escarcha que terminó de helar su corazón. Estaba en mejor forma física que cualquiera de los escogidos. No le importaba alcanzar el Polo, le hubiera dado igual quedarse a unos metros de aquella gloria, lo que le preocupaba eran las posibilidades de supervivencia de Scott, al que se sentía unido desde que lo conoció en el Ringarooma, diez años antes. Vio que sus compañeros le miraban y suspiró.

—Las órdenes son órdenes —dijo, con un hilo de voz—. No… seré yo quien las cuestione.

Pero apenas pudo pegar ojo. A las seis de la mañana, y ya levantado, finalizó el reparto de provisiones. Por deseo del jefe, avanzaron todos durante varias horas en las que casi nadie habló hasta que, a las diez, Scott se detuvo.

—¿Cuál es nuestra posición?

—Ochenta y siete grados y treinta y cuatro minutos, señor —dijo Bowers—. A ciento cuarenta y seis millas del Polo.

—Es el momento.

Él miró al suelo, incapaz aún de comprender su decisión. Scott aparentaba estar más debilitado que nunca, no parecía preparado para afrontar el camino que tenían por delante. Cuando se acercó para despedirse, no pudo reprimir su temor.

—Tenga cuidado, señor —le dijo, con los ojos húmedos.

—Así lo haré.

Pero a medida que Scott y su grupo se alejaron, la congoja creció en su pecho. Casi sin darse cuenta, dio varios pasos hacia ellos, hasta que sintió el brazo de Lashly sobre su hombro.

—Apenas nos han dejado provisiones —dijo su compañero— y se acerca un temporal.

—Os alcanzaré enseguida.

Lashly asintió y él miró de nuevo al sur. Scott, que iba el último, se giró y alzó su brazo. Creyendo que aquello podría ser un gesto reclamándole, él también agitó el suyo, pero, tras unos segundos, el capitán se volvió. Tragándose las lágrimas, se dio la vuelta y un pensamiento terrible le atravesó el corazón. Si no regresaba, podría haber sido el último en verlo. Se llevó la mano a su escapulario, lo aferró con fuerza… y rezó por él.

Sobre la placa. Mar de Weddell.

9 de enero de 1916.

Un año atrapados en el hielo

—¿Sabes quién fue Adolphous Greely? —le preguntó Orde-Lees.

Zara resopló. Solo deseaba regresar al campamento, en el que llevaban diez días aposentados, tras una partida con el coronel en la que no habían logrado atisbar ni un solo pingüino. A pesar de su silencio, el coronel continuó su perorata.

—Fue un explorador americano. Quedó atrapado en el Ártico entre 1881 y 1884, cuando el barco que debía rescatarles no logró traspasar el hielo. Pasaron por una coyuntura similar a la nuestra. Murieron diecisiete de sus veinticuatro hombres.

Fue a recordarle a Orde-Lees que podía vivir sin conocer historias como aquella, cuando se dio cuenta de que lo había dejado atrás. Intranquila por el silencio, se giró y vio que el coronel estaba quieto y con la mirada fija en una especie de serpiente, oscura y de al menos tres metros, que se alzaba frente a él. Lo que debía de ser la boca de esa cosa pareció abrirse, mostrando dos hileras de dientes que parecían agujas y que rodeaban una lengua del color de la sangre. Un chillido agudo, como dos metales chirriando, salió de lo más hondo de esa alimaña.

—¡Una serpiente marina! —dijo Orde-Lees, sin apenas voz.

Ella saltó y agitó los brazos.

—¡Aquí, alimaña!

Las fosas nasales de la bestia aletearon y chilló, revolviéndose hacia ella.

—¡Ahora! —le gritó a Orde-Lees—. ¡Huya!

El coronel saltó entre los pedazos de hielo. Ella hincó el pie y corrió, procurando no perder contacto visual con la bestia, pero a la vez esforzándose en no tropezar con ninguna cresta de hielo ni pisar agujeros. Escuchó un aleteo irregular, acercándose. «No mires», se dijo, pero cuando giró la cabeza contempló la facilidad espeluznante con la que el animal le recortaba distancia, levantando polvo de nieve mientras serpenteaba. Estaba a solo unas decenas de metros del campamento, incluso oía a los perros ladrar, pero le pareció inalcanzable a su ritmo.

—¡Wild! —escuchó que gritaba Orde-Lees—. ¡El rifle!

Sintió un olor a podrido procedente del aliento del bicho, cuando este le chilló casi en el oído y le lanzó una dentellada. Saltó para salvar una vía de agua, notó un tirón en la pierna y la tela de sus pantalones desapareció entre los dientes de su perseguidor. Aterrizó con mal pie y rodó por la nieve. Se giró como pudo, con los brazos en alto, y esperando los dientes del engendro. Sin embargo, solo escuchó un fuerte chapoteo. La alimaña había caído al agua. Se examinó el roto de los pantalones y apreció que no la había arrastrado con ella por apenas un centímetro. Le dolía el pecho por el esfuerzo, pero, consciente de que aún no estaba a salvo, se levantó y se apresuró, sintiendo cómo las piernas flaqueaban con cada zancada. Alcanzó el borde del témpano, solo un salto la separaba del hielo, más grueso y seguro, que albergaba al resto. Varios hombres corrieron hacia ella. Un solo brinco y estaría a salvo, se dijo, pero sus piernas parecían de goma. Fue a saltar, pero no encontró las fuerzas.

Una hilera de sables amarillentos apareció frente a ella y el chillido y el olor a podrido le taladraron el cerebro. De haber saltado, su cuerpo hubiera acabado despedazado por aquellos cuchillos. La masa gris y untuosa se alzó, salpicando hielo y agua, y aterrizó medio cuerpo en el témpano, por lo que ella trastabilló y cayó hacia atrás. Aquella cosa debía de haber seguido el reflejo de su sombra por debajo del témpano y la había sorprendido por la abertura. Pero de nuevo estaba en el suelo y la retahíla de sonidos que salieron de su garganta le parecieron una celebración anticipada del festín que se le avecinaba. Pensó en si esos dientes afilados y sucios dolerían mucho.

—Que sea rápido —dijo, y le escupió.

Los colmillos ocuparon todo su campo de visión, que se tiñó de rojo cuando el sonido de un disparo acompañó a una explosión de sangre. La alimaña chilló de forma aún más estridente y se giró hacia donde había recibido el ataque. Wild estaba a unos veinte metros, rodilla en la nieve y, gracias a Dios, apuntando de nuevo. Un fogonazo hizo brotar más sangre en el costado del animal, que se abalanzó sobre su nuevo objetivo, reptando. La bestia recortó los metros que la separaban de su nueva presa, batiendo la nieve sobre la que culebreaba.

Gritó, cuando el siguiente disparo del hombre erró, y el animal brincó hacia su rostro. Un nuevo estampido barrió el aire y el animal se desplomó, hecho una madeja. Ella por fin salió de su inmovilidad y corrió. Debajo de Wild había un charco de sangre, congelándose… que salía de la cabeza de la bestia, aún con la boca abierta. Varios hombres les alcanzaron. Orde-Lees parecía al borde de la histeria.

—¡Es una serpiente marina! —gritó—. ¿No lo ven? ¡Existen!

Shackleton se agachó al lado de la bestia y alzó su hocico. Su aspecto le resultó familiar a Zara.

—Es un leopardo marino —dijo el jefe—. Cuando se deslizan por la nieve parecen reptiles y eso, espoleado por la imaginación, ha generado ese mito de las serpientes marinas.

—Leopardo o serpiente —dijo Wild—, Zara y Orde-Lees han estado cerca de no contarlo.

—Son animales peligrosos —dijo Shackleton—. La buena noticia es que este pesará unos quinientos kilos, nos proporcionará una buena cantidad de carne. Pero también supone un aviso, si ha atacado es porque está hambriento. Un hombre desarmado no tendría la más mínima opción ante esta amenaza, así que, de manera indefinida, suspenderemos las partidas de caza.

Orde-Lees se llevó las manos a la cabeza.

—¡Pero si apenas se ven animales!

—¡Por eso dejaremos de cazar! —dijo Shackleton—. ¡Porque los pocos que se aventuran lo hacen buscando presas!

Ni siquiera ella entendió la decisión del jefe. Aun a punto de haber sido devorada, comprendía que tenían que seguir cazando, dejar de hacerlo también equivalía a morir.

—Señor —dijo Worsley—, nuestras reservas de carne y de grasa son…

No le gustó el brillo, apagado y vidrioso, de los ojos del jefe.

—Llevo días utilizando hielo para limpiarme las nalgas —dijo, mascullando—, lacerándomelas solo porque Orde-Lees me informó de que apenas nos quedaba papel higiénico. Así que no me hable de nuestras reservas.

Worsley agachó la cabeza.

—Solo pretendía ayudar, señor.

—Pues limítese a ejercer sus funciones. Escasas, por cierto, desde que se hundió el Endurance.

Ella suspiró. El jefe no estaba siendo justo.

—Señor —dijo Orde-Lees—, solicito permiso para asumir el riesgo de cazar.

Shackleton se giró hacia el coronel.

—¿Ahora es usted un valiente? Le he visto correr espantado, mientras Zara se jugaba el pellejo.

—Señor… —dijo Crean—, si dejamos de cazar, tendremos que racionar las provisiones.

Ella frunció el ceño. El segundo oficial no solía participar en las discusiones.

—¿Y cuál es el problema? —inquirió Shackleton.

—No pensaba en mí… sino en ellos —dijo, señalando.

Zara sintió como si el corazón se le detuviera, al volverse y ver a los perros.

Campamento Paciencia. Mar de Weddell.

65° 32' latitud Sur; 52° 4' longitud Oeste.

14 de enero de 1916.

Un año atrapados en el hielo

—¿Lo distingues? —preguntó Crean.

Zara aceptó los binoculares que le tendía el marinero y, al mirar, abrió la boca.

—¡Es nuestro antiguo campamento!

—Su placa se dirige el oeste, por lo que ha terminado en una posición más favorable que la nuestra. Sin embargo, no veo una ruta. Así que no lo diremos, afectaría a la moral de los chicos.

Suspiró. Habían transcurrido cinco días desde la captura de la supuesta serpiente marina y aquella era otra prueba de que Shackleton había errado al abandonar provisiones, lonas, maderas y hasta el Stancomb-Wills, que estaba siendo origen de desavenencias pues ya eran muchos los que apoyaban la teoría de McNish de que no cabrían en dos botes. Peor aún, Orde-Lees había oteado tres pingüinos en los últimos días, pero el jefe no le había permitido salir a cazarlos. Sabía que lo hacía por una obsesión casi incontrolable por la seguridad del grupo, pero hasta ella comenzaba a barruntar si no le estaría sucediendo lo mismo que a Gerlache, el capitán del Bélgica, cuando trató de «proteger» a sus hombres impidiéndoles comer carne, al considerar que esta podía perjudicarles. Crean le tiró de la manga.

—El jefe nos llama. Y me temo que no es para algo agradable.

El marinero también llevaba unos días taciturno, desde que se iniciaron los nuevos racionamientos, pero interrogarle había resultado inútil. Alrededor de Shackleton se encontraban varios de los hombres, entre ellos McIlroy, Marston y Wild. Sus recelos aumentaron al ver que estaban junto a los perros.

—Apenas queda hielo sobre el que caminar —dijo el jefe.

No le gustó la expresión que mostraron los otros hombres.

—Juré… —Wild carraspeó— que nunca volvería a hacer algo así.

Seguía sin comprender de qué hablaban, hasta que contempló las lágrimas en los ojos de Crean.

—¡No! —exclamó.

Shackleton la miró.

—Tenemos que hacerlo pero sin que afecte demasiado a los hombres. Los animales no solo forman ya parte de la tripulación, sino que muchos de nosotros nos hemos… —tragó saliva— encariñado. Es un trago amargo y… solo confío en ustedes para realizarlo.

Los perros brincaron alegres y ella se llevó las manos a la cara.

—¿No hay otra opción? —preguntó—. Quizás, en unos días…

Sintió la mano del jefe sobre su brazo.

—¿Podrás?

«No», pensó, y deseó gritar.

—Sí… supongo.

El jefe asintió con la cabeza. Minutos después se agachó al lado de Crean, sin apenas poder contener sus emociones.

—Ayuda a mantener tranquilo al resto —le dijo el marinero—. Me los iré llevando, uno a uno. Tranquila, ellos ni siquiera lo notarán.

Contuvo la frustración cuando Crean separó a Shakespeare. Wild había decidido que fuera el primero. Cuando se acercó al tuso, este le lamió el rostro a su instructor, que le acarició el pelaje gris y blanco del cuello.

—Dios te salve, viejo líder Shakespeare. Siempre te recordaré, intrépido, fiel y diligente. Tú me salvaste la vida. Espero que algún día me puedas perdonar esto.

Le acarició el hocico con una mano, apoyó el cañón entre sus ojos y el estampido hizo que todos se sobresaltaran. Ella abrazó a Nelson mientras Wild se enjugaba el rostro y acariciaba el lomo de su viejo y, ya quieto para siempre, Shakespeare. Unos segundos después, Crean le acercó otro animal.

Los estampidos se fueron sucediendo en una cadencia que le resultó imposible ignorar. Con cada uno sintió que una parte de ella se perdía, derramada en la nieve. Los hombres se despidieron de los animales, a los que hablaron, uno a uno, como amigos fieles que habían sido, esperando solo una caricia a cambio de su esfuerzo. Con ellos habían jugado, trabajado e incluso discutido, cuando tenían que separarlos porque se enzarzaban en disputas que solo tenían sentido en su mundo canino. Habían bramado al olor de la sangre en Stromness y habían resistido en la nieve, sobreviviendo en sus «perriglúes» y protagonizando un Derby Antártico, celebrado en medio de la nada.

—Esto… no va a ser fácil —dijo Crean, sujetando a Sally.

Ella sintió que las fuerzas le fallaban.

—Lo que más me apena —dijo, tragando saliva y señalando— son ellos.

Los cachorros, indiferentes a lo que sucedía alrededor, le lamieron las manos. Ella sintió cómo las lágrimas brotaron con fuerza cuando fue la propia Sally la que cobijó su cabeza en su seno. La abrazó, y sus lágrimas cayeron sobre el pelaje de los pequeñuelos, a los que había ayudado a llegar a ese mundo en el que jamás había querido tanto como a esos animales. Los besó, uno a uno, y sujetó la cabeza de Sally mientras Wild le apoyaba el cañón en su cráneo.

El tiempo pareció detenerse en la mirada que le dirigió la perra, durante su último instante, y algo pareció romperse dentro de ella cuando escuchó la detonación. Los cachorros, inconscientes de que hubiera sucedido algo, la lamieron cuando les sujetó sus pequeñas cabecitas. Con cada disparo rememoró la mirada de Sally, que la había contemplado como si supiera que se estaba despidiendo y, lo que más la perturbó, como si estuviera agradeciéndole haber cuidado de ella y de sus hijos. Esa misma mirada fue la que vio en los ojos de Nelson, brillantes y vivarachos, solo un segundo antes de que se cerraran por última vez.

—Que Dios nos perdone… —dijo Wild. Y disparó.

Estudio fotográfico de Hurley.

Sídney, Australia.

13 de octubre de 1911. Cuatro años antes

—¿Que me excluye de la expedición? —exclamó Hurley—. ¿Por qué?

Se levantó y miró a Mawson a los ojos. Su estudio de fotografía, abarrotado de cajas, pareció menguar.

—Cálmese. No es bueno para su salud que se sulfure.

—¿Mi salud?

—En la Antártida el aire está helado y, a determinadas alturas, es pobre en oxígeno. Y sus pulmones…

Hurley parpadeó.

—¿De qué me está hablando? ¡Mire todo esto! ¡Cada una de estas cuarenta y ocho cajas contiene doce placas de cristal! —Se movió hacia una de las esquinas y alzó una cámara—. ¡Y esto es una Prestwich, la cámara de cinematógrafo más moderna! ¡Gaumont y Lumiere me han dejado miles de metros de película! ¡Solo la gente de Kodak me ha cedido tres mil quinientas libras en material!

Mawson cruzó sus piernas.

—Lo siento, pero no sería razonable embarcar a un hombre que no soportara las condiciones que vamos a afrontar. Le pondría en riesgo a usted y al resto de la expedición.

Respiró hondo. Seguía sin comprender nada.

—¿Y por qué habría yo de enfermar?

Mawson arqueó las cejas.

—¿Por qué va a ser? ¡Por el estado de sus pulmones!

Sintió cómo los rizos del flequillo le cayeron sobre la frente, al inclinarse hacia Mawson.

—¿Qué estado de qué pulmones?

Este suspiró.

—Me avisaron de que lo negaría.

Hurley se tomó unos segundos antes de contestar.

—Creo que me hago una idea de quién puede estar detrás de esto. Una madre puede llegar a hacer cualquier cosa con tal de proteger a sus hijos.

Una de las cejas de Mawson se alzó unos milímetros.

—¿Y es eso un pecado, acaso?

—Sí, cuando en realidad existe un problema de índole económica.

—Ahora soy yo el que no le comprende.

Hurley cogió aire.

—Mi padre era tipografista y apenas ganaba para sacar adelante a su familia de cinco hijos, así que le resultó imposible ahorrar. Murió hace varios años y el sustento de mi madre lo proporcionamos mi hermano Henry, a duras penas, y yo. Eso es lo que en verdad la preocupa.

Escuchó el tamborileo de los dedos de Mawson.

—Continúa siendo un motivo comprensible.

Suspiró. Tenía que improvisar.

—¡No, no y no! ¡Si yo fuera a esa expedición, no solo saldaría mis deudas! Ganaría las trescientas libras que usted ha acordado pagarme, el prestigio para dar conferencias y muchos clientes adinerados. ¿Quién no va a querer ser inmortalizado por el fotógrafo de la Antártida? ¿No lo entiende? Si voy con usted, mi madre no volverá a pasar estrecheces. ¡Y en lo que respecta a mi salud, sepa que jamás he tenido que visitar a un doctor por algo mayor que un resfriado! —mintió.

Mawson pareció meditar durante unos segundos.

—De acuerdo, he acudido dispuesto a darle una oportunidad. No soy la persona adecuada para juzgar su estado físico, así que me he permitido la libertad de pedirle a alguien que me acompañe. Está fuera, en mi coche de caballos.

Esa vez fue él quien enarcó las cejas.

—Se trata de mi médico personal.

Sintió que el corazón se le aceleraba. Trató de disimular el agarrotamiento de sus dedos.

—Claro… —tartamudeó—, por supuesto. No tengo… inconveniente.

—Estupendo —dijo Mawson.

Se levantó de la silla y poco después regresó con un señor de unos sesenta años con el pelo, bigote y perilla de color cano, que portaba un monóculo y un maletín de cuero. Mawson hizo las presentaciones.

—Doctor —dijo, mirando al galeno—, no puedo permitirme aceptar a una persona débil en el seno de mi expedición, aun sacrificando la calidad de las imágenes. Si aprecia que el señor Hurley no puede soportar los avatares de aquellas tierras, le ruego que me informe. Les dejaré a solas para el examen.

Él se pasó la mano por el cabello y palpó el sudor que se le estaba formando en las sienes. Tembloroso, vio al médico abrir su maletín y sacar un estetoscopio. Las piernas le flaquearon. Tenía que ganar tiempo.

—¿Desea tomar algo?

—No —dijo el galeno, sosteniendo el aparato entre sus dedos—. Si me permite…

Cerró los ojos. Piensa algo, se dijo, pero se sentía incapaz de hilvanar una sola idea coherente. Si ese hombre escuchaba su pecho, no iría a la Antártida, porque su madre no había mentido. Sus pulmones no soportaban los esfuerzos. No sabía si era por la inhalación de los vapores de los líquidos o porque padecía tuberculosis. Pero si no iba a esa expedición, estaría acabado, acosado por unas deudas que no podía pagar. Se llevó la mano al pecho, cuando la voz del galeno le hizo abrir los párpados.

—¿Aquello es una Graflex? —dijo, señalando una esquina.

Tardó unos segundos en reaccionar.

—¡Claro! —dijo, levantándose—. ¿A que es una preciosidad? ¡Permite hacer fotos con luz escasa! ¡Incluso en días oscuros o nublados!

—Qué maravilla —dijo el médico, acercándose para contemplarla.

—Cójala —dijo, de forma instintiva—. No tenga miedo.

—Oh, no querría estropearla…

—Por favor, estoy seguro de que sus manos son hábiles. Insisto.

El hombre la sopesó entre sus dedos. El estetoscopio le colgaba, inerte, del cuello. Sus ojos parecieron brillar al mirarle.

—Estoy tratando de aprender, pero apenas dispongo de tiempo.

Dio un paso hacia él.

—Pues debería encontrarlo, no hay una afición más gratificante. ¿Dispone de una cámara? —Se acercó, para susurrarle con la mejor de sus sonrisas—. Una como esta, me refiero, de las mejores. Como verá, yo dispongo de varias.

Poco después, Hurley acompañaba al galeno al exterior de su estudio. Mawson, al pie de su coche, les abordó.

—¿Y bien?

El médico le miró.

—No… tiene por qué preocuparse.

—¡Estupendo! —dijo Mawson, tendiéndole la mano—. Acepte mis disculpas, tenía que asegurarme.

Hurley exhaló el aire, aliviado, y contempló al galeno subir al coche de caballos, empujando hacia dentro no solo su maletín, sino también un paquete bien envuelto en tela gruesa. Miró a Mawson, sintiendo aún las gotas de sudor en su espalda.

—Ha hecho bien. Toda prudencia es poca.

Campamento Paciencia. Mar de Weddell.

15 de febrero de 1916.

Trece meses atrapados en el hielo

—Permítame intentarlo —escuchó que le decía Worsley al jefe—, nuestro antiguo campamento está más cerca que nunca y existe una ruta.

Zara contuvo la respiración al ver que Shackleton recapacitaba su respuesta, mientras un aroma a humo de roble se deslizó por el aire. Green debía de haber empleado alguna rama para prender la cocina.

—No quiero que se arriesguen.

Apretó los dientes. Hacía un mes que habían sacrificado a los perros y la moral de los hombres estaba tan baja como sus reservas. No pudo reprimir las ganas de intervenir.

—Señor —dijo, para sorpresa del jefe—, es posible que sea nuestra última oportunidad para rescatar ese bote y algunas provisiones. Piénselo, podría elevar la moral de los hombres. Es como el aroma de una simple ramita al quemarse, no nos ayuda a volver pero sí a recordar nuestro hogar y por lo que luchamos. Si algo tan nimio puede insuflar ánimos, imagine lo que supondría recuperar ese bote para los chicos.

Shackleton la contempló con rostro severo. Ella agachó la cabeza.

—Yo… lo siento. No debería haber…

—Skipper, escoja a un equipo.

Zara abrió la boca.

—A veces olvido —continuó él— por qué me rodeé de personas como vosotros.

Sonrió, al ver que Worsley la miraba.

—Vienes conmigo.

Una hora después tiraba de un trineo vacío junto a Hurley, Macklin y otros diez marineros, rumbo a lo que quedaba de Campamento Océano.

—Es sorprendente —dijo Hurley— lo rápido que avanzamos. Llegaremos en apenas tres horas.

—Es porque la nieve está más dura —dijo Worsley—. Lo que demuestra que el esfuerzo anterior ha sido en vano. McNish llevaba razón pero sus formas no fueron las adecuadas.

Ella asintió y poco después contempló el barrizal de agua, nieve y hielo en el que se había convertido su antiguo campamento. Los cientos de objetos deteriorados y semienterrados que allí había se le antojaron fútiles. Salvo un buen puñado de cajas de provisiones y el Stancomb-Wills, sumergido casi hasta la borda.

—Tenemos que sacarlo —dijo Worsley.

Ataron cabos y tiraron, despedazando el hielo que lo aferraba al témpano. Agotando sus fuerzas, lograron alzarlo sobre el trineo y se desplomaron, sobre la nieve encharcada.

—Comeremos —dijo Worsley— y regresaremos.

Ella le miró, jadeando.

—¿No cree que eso nos retrasará? Podrían abrirse vías de agua.

—No te lo niego, pero llevamos semanas sufriendo racionamientos y el camino de vuelta va a ser duro. Será mejor afrontarlo con el estómago lleno.

Hurley y ella improvisaron una lata de gasolina vacía como puchero, donde cocieron un estofado de judías con coliflor y remolacha, mezclados con pemmican para perros, lo que le trajo un recuerdo amargo. Luego cargaron el Wills con latas de arenques, mermelada, carne en conserva, sopa en cubos, sesenta kilos de leche en polvo, veinte de pemmican y, lo más celebrado por sus compañeros, varias latas de tabaco.

El regreso resultó bastante más lento por el peso, porque se habían abierto nuevas vías de agua y porque la nieve estaba más blanda por el calor del sol. Se vieron obligados a sacar la barca de varios charcos de aguanieve y, cuando ella creía que no podían acontecerles nuevas adversidades, un vendaval inesperado azotó los resquicios que sus trajes dejaban al descubierto. A pesar de las gafas se le congelaron hasta las lágrimas, levantándole la piel cuando se frotaba el rostro para arrancárselas. A base de gritos y empellones, culminaron una cuesta. Pero con el bote en lo más alto, este resbaló y se deslizó sobre ellos. Ella sintió un golpe seco en su espalda y rodó por el suelo.

—¿Estás bien? —escuchó que le preguntaba Worsley.

Alzó la cabeza y se frotó los ojos, para mirar detrás del capitán.

—¡Allí! —señaló.

Había una silueta borrosa a unos cientos de metros. Una ráfaga de viento movió la bruma y apreció que eran varias. El capitán les hizo señas y profirieron exclamaciones de júbilo, cuando atisbaron el perfil de Shackleton al frente de varios hombres.

—Pensé que les vendría bien reponer calor —dijo, abriendo dos termos.

—¡Es el mejor té que he saboreado en mi vida! —dijo Worsley, tras beber.

Poco después y ya en el campamento, el resto de los hombres les felicitaban. Pensó que aquel rescate acallaría las críticas hacia el jefe, al menos hasta que el racionamiento volviera a hacer mella. Exhausta, miró atrás. El viento había abierto numerosas vías de agua que separaban, de una forma que parecía definitiva, su témpano del de Campamento Océano.

—No nos hemos quedado aislados por poco —le dijo Worsley, en voz baja.

Ella sonrió.

—Hemos rescatado el bote, pero no dejo de pensar que nuestra supervivencia parece descansar sobre un milagro continuo. Hemos juzgado mal al jefe. Llevaba razón, podíamos haber quedado atrapados en esa maraña. Y eso hubiera significado nuestra muerte.

—Tampoco hubiéramos tenido opción con solo dos botes. Había que intentarlo.

Ella suspiró.

—A eso me refiero. La barrera que separa el éxito del fracaso es demasiado fina. Supongo que eso es lo que hace que tomar decisiones sea una tarea tan ardua.

Worsley sonrió.

—Vas aprendiendo —dijo, poniéndose en pie.

Le vio alejarse y pensó que, a pesar de todo, aquella existencia, aún tan cercana a la muerte, era más pura que la que había conocido en Londres. Sonrió y se frotó los ojos. Al abrirlos parpadeó, emocionándose al contemplar los reflejos, caprichosos y coloridos, de la luz en el hielo. Tuvo que contener las lágrimas al pensar que, de haber podido, hubiera deseado vivir allí el resto de sus días.

Campamento Paciencia. Mar de Weddell.

21 de febrero de 1916.

Trece meses atrapados en el hielo

—¡Maldito viento! —exclamó Orde-Lees.

—Calla y juega —dijo Vincent.

—¡Apenas se pueden ver las condenadas cartas, de sucias que están!

Zara empaquetó los restos de grasa que había usado para lustrar poleas y alzó la cabeza. Llevaban días vapuleados por una tormenta que les estaba alejando de tierra. El viento se había transformado en una obsesión que habían bautizado como «amenomanía». Podían pasarse horas relatando los cambios más sutiles de su dirección o su fuerza o desesperarse por su sola mención, como parecía sucederle a Vincent.

—Déjenme esos naipes —dijo, estirando el brazo.

—Estamos a mitad de una partida —protestó Vincent.

—Que no van a poder acabar por lo sucios que están.

—¿Y cómo piensas limpiarlos? ¡Ni se te ocurra mojarlos!

Ella cogió una carta, untó el extremo de un paño con grasa y lo frotó contra el naipe.

—¡Lo vas a pringar! ¡Arruinarás la baraja!

Mostró el resultado y los hombres soltaron una exclamación. Estaba impecable. Orde-Lees lo cogió.

—Pero ¿cómo has…?

—La grasa arrastra la mugre —dijo—. Son cosas que se aprenden en los hospicios. Y como ven, la foca es una bestia bastante útil. Aunque eso lo he aprendido aquí.

Los hombres rieron y se repartieron la baraja para imitarla. Orde-Lees la miró.

—Ojalá tuvieras alguna idea así para estirar nuestras provisiones. Apenas nos queda té o carne y hace semanas que no vemos un solo pingüino.

—Cierra el condenado pico —dijo McNish, con la gorra calada hasta los ojos—. O duérmete, no sé cómo aguantas, llevamos dos noches sin pegar ojo.

—Si duerme será peor —dijo McCarthy—. Sus ronquidos son lo que ha espantado a los pingüinos.

—Vuestras bromas no llenarán nuestros estómagos —dijo Orde-Lees—. Necesitamos un milagro.

Una lluvia de prendas cayó sobre el coronel. Ella salió de su saco de dormir, endurecido por el frío, para desentumecerse y ayudar a Green a calentar el agua, si es que aún quedaba algo que quemar. Se arrebujó en el impermeable, se caló su gorra de lana y palmeó varias veces las manos sobre el cuerpo para calentarlo, antes de asomarse al exterior. Al sacar la cabeza, se quedó paralizada.

—¡Cierra la maldita lona! —escuchó—. ¡Se cuela el frío!

Ella parpadeó, incrédula.

—¿Acaso quieres matarnos?

Se giró hacia ellos.

—Coronel… su milagro.

Los hombres se pusieron en pie y asomaron las cabezas. Cientos, quizá miles de pingüinos Adelia rodeaban las tiendas. En solo unos segundos todos estuvieron fuera, armados con picos, palas, hachas, cuchillos o cualquier utensilio susceptible de ser empuñado. Ella cogió un cuchillo con el que comenzó a segar cuellos, mientras las tripas le rugían, al aroma de la sangre. La nieve del suelo había cambiado su color al rosa y el rojo se acumulaba formando charcos. Allá donde mirara solo veía hombres golpeando y cercenando. Los únicos sonidos eran los del metal, cortando carne, y el del chapoteo de las botas salpicando agua, nieve y hielo teñidos de carmesí.

—¡Ya basta! —gritó Shackleton.

Miró alrededor y pensó que los campos de batalla debían de presentar un aspecto parecido a aquello. Contemplando sus manos empapadas de rojo, respiró varias veces hondo. Guardó su cuchillo y ayudó a contar las piezas, un total de seiscientas que, una vez apiladas, ofrecieron una imagen tan atroz como esperanzadora. Con las manos aún goteando se sintió avergonzada, a la vez que ávida por llenar el estómago. Y supuso que aquello era la subsistencia. Matar para comer, matar para vivir. Pero matar, al fin y al cabo. Lo mismo que ella había hecho en un almacén, al lado del Támesis.

—¡Podríamos ir a por más! —gritó Vincent, señalando un grupo a lo lejos.

—Tenemos para unas diez semanas —dijo el jefe—. No podemos acumular más, el hielo ya no es firme y se estropearán.

Intuyó que sería absurdo discutir, pero, tras un año y medio ayudando en la cocina, ella fue consciente de que el jefe estaba marrando en sus estimaciones. Varios marineros protestaron y ella decidió acercarse a él.

—Señor —le susurró al oído—. Esos pingüinos son pequeños. Una vez despellejados y extraída la grasa, la carne no dará ni para la mitad de tiempo.

Durante los segundos que Shackleton meditó, más hombres se unieron a las quejas.

—De acuerdo —dijo, por fin—. Organicen una partida.

Sin embargo, el viento se había levantado de nuevo y los pingüinos habían desaparecido, a buen seguro en busca de un témpano donde no oliera a muerte. Cuando la partida regresó, con las manos vacías, Shackleton tuvo que soportar las quejas de Orde-Lees, de McNish y de Vincent. El resto de los hombres, hambrientos, clamaba por cenar carne.

—Jefe —dijo ella—, tengo una idea.

Se la susurró y Shackleton la miró durante unos segundos, tras los que se dirigió al grupo.

—Esta noche comerán tanta carne que no podrán terminar los platos.

Los hombres aplaudieron el anuncio, y ella vio cómo Green se acercaba, protestando. Si comían demasiado, la carne apenas les duraría.

—Limítate a seguir las indicaciones de Zara —le dijo el jefe.

Un par de horas después, los hombres devoraron el contenido de sus platos con esa fruición que ella conocía tan bien y gracias a la cual había propuesto su idea. Ella masticó, rememorando las últimas gachas con riñones del Blind Beggar, esas que habían acabado en manos de una madre necesitada. Sabía que, estando tan hambrientos, los hombres apenas distinguirían lo que saboreaban, y habían preparado un estofado a base de pemmican que ayudara a camuflar los trozos de corazones, hígados, tripas, lenguas y hasta de ojos de los pingüinos, que habían estado menudeando para que no resultaran reconocibles.

Eso les había permitido congelar la carne magra, menos susceptible de deteriorarse, para ir racionándola. Y las vísceras, que en otras circunstancias hubieran desestimado, les parecieron sublimes salvo a algunos como McNish, a quien le bastó una sola cucharada para saber que aquello era casquería, cosa que se dedicó a proclamar sin que nadie le prestara demasiada atención.

Raspando el fondo de su escudilla y sin poder apartar la vista de la sangre que aún teñía de rosa la nieve, calculó que tendrían carne para unas cuatro semanas, pero el invierno se les echaba encima. Y con él, la oscuridad y la incertidumbre. Y con ellos, el miedo. Aunque, en realidad, ella temía más regresar que morir.

Expedición Terra Nova. Antártida.

Cruzando la Gran Barrera de Hielo.

De regreso a Hut Point.

7 de febrero de 1912. Cuatro años antes

—Evans está sangrando —dijo Lashly.

Crean soltó los arneses del trineo. Hacía cuatro semanas que se habían separado del grupo de Scott y a duras penas lograban avanzar. Evans miraba su guante, en el que había dos dientes sobre un pequeño charco de sangre congelada.

—Abre la boca.

Evans obedeció y Crean maldijo en silencio, al ver sus encías.

—¿Cómo tienes la pierna?

—Creo… que podré continuar.

Sintió cómo Lashly le tiraba del brazo.

—Es nuestro navegante. Si le sucede algo…

Crean cogió aire y escrutó el horizonte.

—Aquel saliente —señaló— debe de ser el monte Erebus, que se alza sobre la isla de Ross. Lo usaremos como referencia. Descansemos un poco.

Lashly asintió. Armó la tienda y apiló nieve sobre ella para aislarla. La voz de Evans, aunque débil, le sorprendió.

—Como sigas… silbando así de mal The wearing of the green… no te van a dejar volver a entrar a Irlanda.

Sonrió.

—Como tú sigas diciendo tonterías, seré yo quien te mande allí de una patada en el trasero.

Sus compañeros rieron y se introdujeron en la tienda. Él miró al sur, sin lograr atisbar esas cinco motas negras que ya deberían haber regresado triunfantes del Polo Sur y dándoles alcance, dado que su ritmo sería sin duda mayor. Pero allí solo había nieve, y la idea de que nadie iba a volver a ver a Scott con vida volvió a caerle como un mazazo. Ellos tampoco lo tenían demasiado bien, se dijo, su marcha era una carrera desesperada. Suspiró y regresó a la tienda. Allí descubrió que Evans había vuelto a escupir sangre. Y eso no mejoraba las cosas.

Seis días después, Lashly y él hacían lo que podían para tirar de un trineo que estaba pensado para ser arrastrado por cuatro personas. Evans, que apenas disponía de fuerzas para caminar, se detuvo durante unos segundos y cayó desplomado. Lashly aplastó la nieve hasta dejarse caer al lado de Evans, al que abofeteó en el rostro.

—Respira… —dijo, jadeando.

Crean miró hacia el norte.

—Todavía nos quedan cien millas.

La voz de Evans, apenas un suspiro, le sobresaltó.

—Continuad… vosotros.

Él se sentó a su lado.

—Estamos cansados, enfermos y hambrientos, así que no des ideas.

Evans trató de reír pero de su garganta solo salió un cloqueo que se transformó en una tos apagada y salpicada de gotas de sangre, tras las que escupió un diente. Crean se levantó y caminó hacia el trineo, donde deshizo unos cuantos nudos. Cuando le dio una patada al primer bulto, Lashly alzó los brazos.

—¿Qué estás haciendo?

—Sitio para Evans. Solo podemos hacer dos cosas con él, y una de ellas está descartada.

Lashly se acercó.

—Pero… eso que estás tirando es…

Él sonrió.

—¿Quién necesita tanta comida?

Tres días después, Crean despertó gritando.

—Cálmate —escuchó que le decía Lashly—. Ha sido solo una pesadilla.

Sintió el sudor, helado, bajándole por la frente.

—Era… Taff… —dijo, jadeando—. Lo enterraban… en la nieve.

—Taff está con Scott, y seguro que a salvo. Tranquilo.

Pero él no podía apartar la imagen del rostro de su compañero, cerúleo e inmóvil, mientras le arrojaban paletadas de nieve encima.

—Tenemos que continuar.

Se irguió, y todo pareció dar vueltas a su alrededor. Se acercó a Evans. Estaba pálido y rígido. Como Taff en su sueño. Alrededor de la boca se le había formado escarcha.

—¡No! —dijo, sacudiéndole.

Lashly se echó encima y le abofeteó, pero no reaccionó. Una de sus lágrimas cayó en el rostro de Evans. Este pareció mover un párpado y él le apartó la escarcha de las fosas nasales.

—¡Evans!

—¿Cre… Crean?

Su boca estaba tan inflamada que apenas podía abrirla. Los coágulos ocupaban los huecos entre sus dientes.

—¿Queda brandy?

Lashly le acercó una botella. Vertió las gotas que quedaban en los labios de Evans.

—Vamos. Haremos un último esfuerzo.

Poco después, Lashly y él tiraban del trineo, donde Evans, rígido, volvía a semejar un cadáver. Se detuvo para comprobar si respiraba y Lashly cayó sobre la nieve. Corrió hacia él y le sostuvo la cara entre sus manos.

—Llevamos más de setecientas millas —le dijo—, solo nos quedan treinta y cinco. Necesito que aguantes.

Su compañero negó con la cabeza.

—Solo disponemos de comida para… un día… y a este ritmo necesitaríamos… tres o cuatro… Da igual lo que nos quede… Si Lashly sigue en el trineo, morirá, y… tú también lo sabes. Scott… no lo ha logrado… De haberlo hecho… nos habría alcanzado. Esto… es el final.

Él agarró su escapulario.

—No, no lo es —dijo.

Dejó su mochila a un lado y se dispuso a montar la tienda.

—¿Qué… estás… haciendo?

Cuando terminó, desplegó los sacos y los introdujo. Tiró de Evans, al que acomodó en uno de ellos, y ayudó a Lashly a introducirse en otro. Cubrió a ambos con su propio saco y con toda la ropa que pudo ponerles encima. Salió fuera y apiló nieve sobre la lona. Al regresar al interior, vio que Lashly le miraba, con expresión incrédula.

—Esto solo… nos proporcionará… algo de tiempo.

—Justo lo que necesito.

Campamento Paciencia. Mar de Weddell.

27 de marzo de 1916.

Catorce meses atrapados en el hielo

—Mis cálculos fueron demasiado optimistas —dijo Shackleton—. Pensaba, hace dos meses, que el hielo se rompería de forma inminente.

Zara, junto al resto del grupo, escuchó los crujidos de la placa, promesa de una ruptura que no terminaba de producirse. Las corrientes y el viento aplastaban el témpano contra la península de Palmer, al oeste, pero su deriva al norte no terminaba de resquebrajarlo. Y eso les alejaba de las posibles recaladas.

—Nos veremos obligados a recortar las raciones —continuó el jefe—, una vez más.

Varios de los hombres iniciaron las protestas. Wild dio un paso al frente, con los brazos en alto.

—No tenemos otra opción, nos queda grasa solo para una semana, así que reduciremos el número de comidas calientes. Desayunaremos media ración de pemmican y otra media de leche en polvo, que tendremos que derretir con el calor de nuestros cuerpos. A mediodía comeremos una galleta y por la noche, hoosh de foca o de pingüino.

—¡Advertí que esto iba a suceder! —dijo Orde-Lees.

Pero la voz del coronel quedó muda y sus ojos en blanco. Ella saltó hacia él y lo sujetó en el instante en que caía al suelo.

—¡Está inconsciente! —gritó—. ¡Macklin!

—¡A su tienda! —ordenó el médico.

Ayudada por varios hombres, lo arrastraron hasta su carpa, donde lo dejaron a solas con el galeno. Este apareció varios minutos después. Shackleton, sin color en el rostro, se abalanzó hacia él.

—Por favor, dígame que…

—Está bien.

Ella respiró, y se dio cuenta de que había estado temblando.

—Ha estado reservando la mitad de sus raciones —continuó el médico—, por eso está debilitado. Ahora está mejor pero no puedo garantizarle nada.

Shackleton suspiró.

—Repartan algo de leche caliente.

Ella obedeció y poco después se adentró en su tienda, abrazada a su taza. Se encontró con los gritos de Orde-Lees, de Macklin y de Worsley.

—¡Tengo derecho a racionar mi comida! —dijo el coronel.

—¡Si caes exhausto —replicó el capitán— tendremos que cargar contigo! ¡Serás aún más lastre de lo que ya eres!

—¡Tú! —dijo Orde-Lees, señalando a Macklin—. ¡No tenías derecho a contar nada!

El coronel encaró a Macklin, y ella, Worsley, Clark y Greenstreet se interpusieron. Orde-Lees estiró el brazo para alcanzar al médico cuando un grito de Greenstreet hizo que todos se detuvieran. El hombre, con su pelo largo y desgreñado, su barba de varios días y su cara sucia por el humo de la grasa de ballena, miraba al suelo con ojos acuosos. Su media ración de leche en polvo, casi lo único que iban a poder comer caliente aquel día, empapaba la nieve del suelo, que se la tragaba, sedienta.

Greenstreet se agachó y agarró con dedos crispados la nieve. Ella se puso de rodillas, a su lado, pero en vez de intentar ayudarle en aquella tarea imposible, vertió una porción de su taza en la del militar. Este la miró, con una mezcla de incredulidad y agradecimiento en el rostro, que se acrecentó cuando Orde-Lees, a su lado, le vertió parte de su ración. Uno a uno le entregaron porciones de sus responsos hasta que tuvo la misma cantidad de leche que los demás. Greenstreet abrió la boca para musitar algo, pero ese algo no llegó a salir de sus labios porque los hombres le abrazaron.

Disfrutando por fin de su bebida, Zara pensó que aunque apenas les quedaba comida, sus tiendas estaban agujereadas, sus ropas ajadas o sus sacos congelados, aquellos hombres poseían algo más valioso que cualquier otra tenencia material. Sabía que no iban a escapar del hielo, por mucho optimismo que mostrara el jefe, pero también que prefería morir junto a ese grupo de hombres que suspendida de una soga. Qué demonios, pensó, lo prefería incluso a vivir en Londres.

Campamento Paciencia. Mar de Weddell.

29 de marzo de 1916.

Catorce meses atrapados en el hielo

—Estamos derivando demasiado al norte —dijo Shackleton. Zara vio cómo Worsley, Wild y Hurley asentían. Habían transcurrido dos días desde el desfallecimiento de Orde-Lees y los hombres estaban más ansiosos que nunca antes.

—Hemos rebasado el extremo septentrional de la península antártica —dijo el australiano—. De continuar así, pronto no veremos tierra.

Worsley suspiró.

—Aún podemos alcanzar las islas Clarence o Elefante.

—¡Silencio! —dijo el jefe—. ¡Escuchen!

Ella permaneció atenta pero no oyó nada… hasta que el crujido, que sonó como un disparo de escopeta, la cogió desprevenida.

—¡Grieta!

Se giró, tratando de conservar el equilibrio, pero el témpano se había rasgado por la mitad. De la fisura nacieron otras y un grito murió en su garganta cuando el suelo estalló en pedazos.

—¡El Caird! —gritó Worsley.

Ella y varios hombres trastabillaron hacia el bote. La popa se hundía en el agua, pero agarró uno de los cabos y tiró, sintiendo cómo las palmas se le despellejaban. Varios hombres lo sostuvieron, a duras penas.

—¡La carne! —gritó McCarthy.

Alzó la vista y vio, sobre una porción de témpano que había quedado aislada, cómo varios pedazos de carne congelada que había en ella caían al mar.

—¡No! —gritó Orde-Lees, y saltó.

Varios hombres le siguieron y aferraron trozos, que lanzaron al grupo.

—¡Dejadlo! —gritó Shackleton, afónico—. ¡Os estáis alejando!

La vía se agrandaba con cada balanceo del mar. Los hombres asieron lo que pudieron y corrieron para salvar el brazo de mar, cada vez más ancho. Petrificada, vio que Orde-Lees intentaba coger toda la carne que cabía en sus brazos, aunque se le resbalaba.

—¡Deje eso! —le gritó.

Pero el coronel pareció no enterarse. Sin pensarlo, ella cogió impulso y saltó por encima del mar, rezando para que sus parcas fuerzas o el traicionero hielo no le jugaran una mala pasada. Al aterrizar, se dio de bruces con él.

—¿Se ha vuelto loco? —le dijo, agarrándole de la pechera—. ¡Esa carne no le servirá de nada si muere!

Orde-Lees la miró con los ojos impregnados de locura. Coincidiendo con un nuevo envite del mar, la razón pareció volver a su mirada.

—Yo… —balbuceó—. Dios mío, lleva razón.

—¡Volvamos! —dijo Zara, tirando de él.

Pero la brecha había aumentado. Al otro lado, los hombres les hacían aspavientos para que saltaran.

—Solo vamos a tener una oportunidad. ¡Ahora!

Corrió hacia el borde del témpano, dispuesta a saltar, cuando una masa gris emergió del agua, emitiendo un chillido. Frenó, casi en el último centímetro del témpano, y sujetó del brazo a su compañero.

—¡Es usted un imán para estos bichos!

Los dientes de la bestia se cernieron sobre ellos.

—¡Agachaos! —gritó Wild.

Intuyendo lo que iba a suceder, se abalanzó sobre Orde-Lees y lo aplastó contra el hielo en el instante en que una detonación tronó. Cuando alzó la cabeza vio al animal caer al mar, en una imagen que le trajo un recuerdo amargo. Se dio cuenta de que tenía el rostro empapado de sangre y de restos de alimaña.

—¡Vamos! —gritó, tirando del impermeable de su compañero.

Retrocedieron unos pasos, corrieron de nuevo hacia el borde y, en el último momento, este se alzó con una nueva embestida de agua y de espuma. A punto de perder el equilibrio saltó, y en el aire supo que no lo iba a conseguir. Su pierna derecha aterrizó en el témpano, pero lo hizo inclinada hacia atrás, iba a caer al mar. Gritó y agitó los brazos… que toparon con los de Vincent, que los trabó. Agradeció el calambre de dolor y escuchó un chapoteo. Gritando, se revolvió.

—¡Orde-Lees! —gritó—. ¡Ha caído!

—¡Estoy aquí! —escuchó a su lado—. Lo que ha caído ha sido la carne, ¡no he podido sujetarla!

—¡Al infierno la carne! —dijo.

Pero enseguida fue consciente de la gravedad de aquella pérdida. Flotaban en un témpano minúsculo y sin apenas reservas. Ni el denuedo de Shackleton iba a poder salvarlos, así que apenas sintió alegría cuando los hombres le palmearon la espalda y la instaron a levantarse para abrazarla. No pudo entender su alegría, hasta que los chicos se separaron y vio a Wild, junto al leopardo marino, al que varios hombres estaban tajando.

—¡Lo han cazado! —exclamó.

—Habéis sido un cebo estupendo.

Orde-Lees, pálido, alzó el puño.

—¡Pues no vuelva a contar conmigo para eso!

—Enhorabuena —le dijo Green—. Tendrá unos quinientos kilos de carne y grasa para al menos dos semanas.

La voz de Crean hizo que todos se volvieran.

—Señores, aquí hay algo más.

Agachado junto a la panza del animal, sostenía un cuchillo con el que acababa de sajarla. Sonrió, al constatar que de su vientre habían salido unos cincuenta peces. Los hombres vitorearon el hallazgo y Shackleton le puso la mano en el hombro.

—Creo que hoy no has salvado solo a Orde-Lees.

Un montón de manos la palmearon y necesitó un esfuerzo considerable para convencer a los chicos de que debía ayudar a Green a preparar el pescado. Pero, a pesar de la alegría, sabía que aquello había sido un nuevo golpe de suerte. Una batalla más ganada, pensó, mirando el témpano sobre el que flotaban. Un nuevo milagro. Pero al hielo aún le quedaban unas cuantas cartas por jugar… De eso estaba segura.

Estreno de la película Home of the blizzard[15].

Sídney, Australia.

Julio de 1913. Tres años antes

Hurley, delante de la pantalla, alzó los brazos cuando la salva de aplausos retumbó en las paredes del teatro. Se pasó una mano por el pelo. No hacía mucho sus rizos colgaban apelmazados sobre una tez morena y plagada de llagas. El público quedó en silencio.

—Cook dijo que la Antártida no era tierra para el hombre. Sin embargo, y gracias a la voluntad férrea de Sir Douglas Mawson, hemos explorado tierras desconocidas y captado imágenes que jamás antes se habían visto. —Aprovechó los nuevos aplausos para beber agua. La mano le temblaba—. Esta noche van a ser los primeros en contemplar aquella tierra, helada e inhóspita, de forma diferente. Verán hielo, nieve, icebergs, tormentas… pero también una belleza inusitada y desconocida. Ballenas, focas, orcas, pingüinos y cientos de especies de aves llenando de vida un entorno que es más de lo que aparenta. La Antártida parece un lugar yermo y monocromo, pero, gracias a esta película, van a comprobar que en realidad posee muchos matices y que está llena de vida.

Las luces se apagaron y no pudo evitar que los ojos se le humedecieran al ver las primeras secuencias. Poseían tal riqueza en su gama de grises que no le costó visualizarlas en color en su cabeza. Cuando contempló los ojos de los asistentes, quiso creer que a ellos les estaba sucediendo lo mismo.

—Esta parte —habló, desde su atril— está grabada desde lo más alto del mástil del Aurora, mientras atravesábamos el mar helado.

Varias señoras y algunos caballeros se llevaron las manos a la boca. Las placas de hielo, blancas y hurañas, flotaban amenazadoras, apartándose de forma violenta al paso del buque. Minutos más tarde la proyección mostró varios hombres tratando de avanzar en una ventisca.

—Uno de los numerosos vendavales a los que nos enfrentamos. El aire está tan cargado de polvo de nieve que parece denso como el agua y los hombres han de caminar inclinados solo para mantenerse en pie. Aquello de allí era nuestra cabaña. Pueden apreciar el reto que suponía llevar a cabo cualquier operación, como clavar una estaca en la nieve.

En las imágenes uno de los expedicionarios, cubierto de ropajes gruesos, caminó con dificultad, inclinado contra el viento, para ayudar a incorporarse a otro, que sujetaba un pico entre los brazos. Una hora después, la pantalla por fin quedó en negro y los aplausos explotaron. Respiró aliviado, pletórico y agotado. Rouse, uno de sus nuevos y obligados socios, se le acercó.

—¡Un éxito!

Todo el público estaba en pie, aplaudiendo. Señaló hacia la platea.

—Supongo que eso me supondrá unos ingresos considerables.

Rouse le pasó una mano por encima del hombro.

—Hurley, es usted un gran fotógrafo, pero de negocios, entiende poco.

—¿Qué es lo que pretende insinuar? ¡Tengo derecho a una parte de los beneficios!

Rouse rio en voz alta. Él contempló a los asistentes, que se agolpaban para felicitarle.

—¿Beneficios? De momento, lo único que hemos hecho ha sido invertir miles de libras. Necesitamos vender muchas charlas, imágenes y copias de esta proyección solo para recuperar la inversión. Nos sigue debiendo dinero.

—¿Y quién va a querer una copia de esta película sin mis comentarios?

Rouse, que se dirigía hacia las escaleras, se giró.

—En Londres hay personas interesadas. Entre ellas, un tal Ernest Shackleton. ¿Ha oído hablar de él?

Campamento Paciencia. Mar de Weddell.

61° 56' latitud Sur; 53° 56' longitud Oeste.

8 de abril de 1916.

Quince meses atrapados en el hielo

—No sé… —dijo Worsley, oteando el norte—, también podría ser un iceberg extenso.

Shackleton cogió los binoculares y, a través de la bruma, apreció que el vértice estaba rodeado de nubes. Hacía diez días que el témpano se había roto y flotaban en un pedazo apenas mayor que su campamento.

—No hay ningún iceberg tan alto. ¡Es una isla!

El capitán volvió a mirar por los binóculos.

—Dios mío, ¡lleva razón! ¡Creo que es Clarence!

Sintió un vaivén en la placa. Worsley le sonrió.

—Si pudiera ponerle un mástil con velas a este pedazo de hielo…

No completó la frase. El siguiente balanceo alzó al témpano. El sonido, como de cristal astillándose, hizo que Shackleton anticipara lo inevitable.

—¡Grieta! —chilló.

El estallido ahogó su grito. Una fisura blanca recorrió el hielo, dividiéndolo en dos pedazos triangulares. La grieta cruzó bajo su tienda y comprendió por qué su saco llevaba varias noches hundiéndose en el hielo.

—¡Hemos embotado nuestro sentido del peligro! —dijo él—. ¡La placa era solo una lámina! ¡He estado a punto de condenarnos! ¡Quizá lo haya hecho!

—¡Recoged las tiendas! —ordenó Wild.

—¡Preparad los botes! —gritó Worsley.

Un nuevo chasquido quebró el aire. El James Caird cayó al mar y varios hombres corrieron a por él.

—¡Worsley!

—¡A sus órdenes!

—Me dijo que era capaz de navegar en las condiciones más adversas…

El capitán extendió los brazos para no caer.

—Estamos rodeados de placas, nos podrían aplastar en un solo descuido, pero… creo que es posible.

Escuchó un nuevo estallido y varios hombres gritaron cuando el Dudley Docker se les escurrió. Shackleton trató de pensar con rapidez, el témpano se desintegraba, pero en el agua podrían morir despachurrados por los gruñones. Una nueva embestida del mar hizo que varios pedazos se desprendieran. Suspiró, al ver que la decisión no dependía de él. Vio a Green y a Zara, repartiendo tazas entre los hombres.

—¿Qué demonios…?

La chica le puso una de ellas en las manos. El latón estaba caliente y el líquido, amarillento y espeso, le hizo salivar.

—¡Sopa de grasa! —gritó ella—. Necesitaremos energía, si vamos a remar.

El líquido ardiente bajó por su garganta y cerró los ojos. Una sombra de tristeza enturbió el sabor al rememorar que, si lograban regresar a Londres, no tendría más remedio que cumplir con su deber en lo que concernía a Zara. Por mucho que la apreciara, no podía encubrir a un prófugo. Un nuevo crujido le hizo reaccionar.

A lo lejos, un banco de ballenas resoplaron. Sobre ellas, una bandada de petreles revoloteaba en círculos.

—Parece un comité de bienvenida —dijo Worsley.

Suspiró. Había temido la llegada de aquella coyuntura. Suspiró, al ver a los petreles descender en picado para sumergirse cerca de los cetáceos. Era cierto, parecían un comité de bienvenida al mar. Y ellos eran hombres de mar. Miró a Worsley.

—¡A los botes, Skipper!

A bordo de los botes.

Estrecho de Bransfield, mar de Weddell.

Rumbo a isla Elefante.

61° 56' latitud Sur; 53° 56' longitud Oeste.

9 de abril de 1916

—¡Bogad, bogad!

Shackleton jaleó, tratando de mantener un ritmo constante que desentumeciera los brazos de sus hombres, desacostumbrados tras quince meses de inactividad y faltos de energía.

—¡Los asientos están bajos! —dijo Clark.

—¡Condenado carpintero! —protestó McCarthy—. ¡Has dejado la borda demasiado alta!

Desoyó las quejas y se concentró en las corrientes erráticas de hasta seis nudos que plagaban esas aguas y en las que, cuando el viento soplaba en dirección contrapuesta, se generaban olas de superficie, auténticos puñales para botes como aquellos.

—¡Remad! —ordenó, viendo que un gruñón se les echaba encima—. ¡Rumbo noroeste!

Vio cómo Worsley, en el Dudley Docker, eludía dos planchas de hielo antes de que estas se cerraran, aplastando el trineo que llevaban atado a la popa. Cientos de gruñones se les echaron encima, empujados por el oleaje. Aquello iba a ser como atravesar un bosque embarrado a lomos de una bicicleta sin frenos.

—¡Apartadlos con los remos! ¡Pero sin romperlos! ¡Los necesitamos!

Sin embargo, la tarea no era sencilla y los más grandes no había más remedio que esquivarlos, al igual que a las orcas, que emergían para contemplar esas masas que se desplazaban impunes por la superficie. Una sola embestida volcaría los botes sin dificultad, pero ante eso no podían hacer nada, así que su única opción consistía en seguir bregando.

A babor, las aguas rompían contra un iceberg azulado, arrojando espuma varios metros por encima. Escuchó la voz de Wild, gritándole y haciéndole aspavientos. Se giró a estribor y divisó una ola, arrastrando hielo y toneladas de agua hacia ellos. El rugido creció en intensidad. Una ola de superficie.

—¡A babor! —gritó, haciendo aspavientos—. ¡A babor!

La masa de hielo y agua se les echaba encima, alzando el nivel del mar unos dos metros y a una velocidad de unos tres nudos. Los relevos que no remaban gritaron a sus compañeros y zapatearon en el suelo para que estos pudieran seguir el ritmo por encima del estruendo que se acercaba. Aquello era una carrera de larga distancia.

—¡Remad! —se desgañitó—. ¡Cambio!

Los hombres se intercambiaron en apenas unos segundos y mantuvieron el ritmo. La oleada alcanzó el Dudley Docker, de roble macizo y hecho para remar y no para navegar, y el bote se inclinó sobre el costado. Escuchó a Worsley ordenar un cambio de rumbo rápido cuando el bote parecía perdido, y este, de milagro, recuperó la estabilidad. Y cuando él pensaba que sus hombres no podían más, la ola les embistió.

—¡Agarraos!

El Caird enterró la proa en el agua y un nuevo vaivén les hizo alzarse. La ola, por fortuna debilitada, se alejó y el bote quedó balanceándose pero estable. Los hombres tenían los rostros demacrados y las manos despellejadas, por culpa del hielo que se formaba en los remos y que les arrancaba la piel. Eran las siete de la tarde, estaba anocheciendo y Shackleton pensó que no les podía pedir más. Ordenó rumbo noroeste, hacia un témpano. Parecía grueso y mediría unos treinta por sesenta metros. Lo malo, que se balanceaba como un cascarón, con el peligro de ruptura que eso conllevaba.

—Tendremos que arriesgarnos —dijo, sin apenas voz.

Nadie pareció tener fuerzas para replicarle. Costó un buen rato y muchas quejas que los hombres descargaran los botes y los encaramaran. Masticaron un cuarto de libra de pemmican y dos galletas, casi las últimas que les quedaban, y cayeron agotados. Vio que Worsley le miraba, sonriendo.

—Después de meses deseando llegar a mar abierto, resulta que esto es un infierno.

Él sonrió.

—Hay que tener cuidado con lo que se desea, Skipper.

—Sobre todo, ¡en lo concerniente a mujeres!

Ambos rieron. Poco después, en el interior de su saco, Shackleton era incapaz de dormir. Inquieto y sin saber por qué, decidió levantarse. Salió al frío y el silencio le pareció una bendición. Nunca entendería las urbes, se dijo, tan sucias, ruidosas y diferentes a aquello. El hombre de guardia se frotaba las manos alrededor de un fuego ya debilitado. Caminó hacia él cuando una ola alzó el témpano y los oídos parecieron estallarle. Un chasquido, como el disparo de un cañón, partió el silencio en mil pedazos.

—¡Grieta! —voceó, cayendo al suelo—. ¡Grieta!

Vio la fractura cruzar bajo una de las tiendas, que se vino abajo. Gateó hasta ella, arañando el suelo y tiró de la lona. Varias cabezas, brazos y piernas asomaron. Trató de agarrarlas, de contarlas al menos, pero era imposible. Un calambre le descendió por la columna al escuchar un chapoteo y apreciar que había una vía de agua debajo.

—¡Hombre al agua! —gritó, arrojándose hacia la abertura—. ¡Dios mío, hombre al agua!

Expedición Nimrod. Antártida.

50 días de marcha de regreso.

26 de febrero de 1909. Siete años antes

Shackleton apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando vio a Marshall desplomarse, tras cincuenta días de un regreso que estaba resultando agónico por la falta de reservas y de tiempo.

—¡Wild! —gritó—. ¡Adams!

Su rostro estaba cerúleo y la boca, entreabierta y llena de nieve. Miró a Wild, presagiando lo peor. Este se despojó de uno de sus mitones y posó la mano sobre el cuello de Marshall.

—Aún respira.

Adams dejó caer su mochila y lo examinó.

—Pero no va a poder continuar, señor. Y el Nimrod zarpará en menos de cuarenta y ocho horas. Si no lo alcanzamos…

Wild acomodó la cabeza de Marshall sobre un hatillo de tela. Shackleton suspiró.

—¿A qué distancia estamos de Hut Point?

—A treinta y tres millas —dijo Wild—. Ni siquiera en buen estado físico tendríamos la certeza de llegar a tiempo.

Marshall se llevó las manos al vientre y ahogó un grito. Adams le palpó el abdomen.

—Creo que es disentería. Por falta de hidratos, lo mismo que le aconteció a Wild.

Shackleton abrió su mochila y arrojó varios objetos a la nieve.

—Abandone todo lo prescindible —le dijo a su amigo, dejando caer un sextante—. Nos adelantaremos en busca del grupo. Adams, usted se encargará de Marshall.

—¿Está… seguro? Si fracasa, nosotros…

—Nadie va a fracasar.

Doce horas después, el pelo de zorro de sus botas estaba congelado, resultado de hundirse en la nieve a cada paso. Apenas quedaban restos de las hojas verdes que les habían introducido al comienzo de la expedición, cuatro meses antes, para aislar su interior. Shackleton cogió aire y, sin dejar de caminar, miró a Wild.

—¿Qué edad tiene?

Su amigo le miró, alzando una ceja.

—Treinta y cinco, jefe. Como usted.

—¿Se ha fijado en que ni Marshall ni Adams alcanzan los treinta? Al final siempre somos nosotros, los perros viejos, los que roemos el hueso más duro.

Wild sonrió.

—No me termina de convencer, eso de perro viejo.

—Los jóvenes son fuertes y explosivos, ideales para actividades intensas, como el deporte. Pero cuando se trata de esfuerzos prolongados, que exigen más entereza mental que física, somos nosotros quienes respondemos.

—Pero yo enfermé, jefe, y de no ser por usted y esa galleta, quizás…

—Enfermó pero se sobrepuso. Sin embargo, Marshall ya no puede más, y a Adams le faltaba poco para caer.

Wild asintió.

—Haremos un alto.

Su amigo se detuvo y rebuscó en su bolsa. Metió varias veces la mano.

—¿Sucede algo?

Wild volteó su mochila hacia el suelo.

—¡No tengo comida!

Alarmado, abrió la suya. Solo había una ración.

Veinticuatro horas después, Shackleton sintió cómo, a cada paso, sus pies parecían hundirse más en la nieve. Todo parecía girar alrededor y la bruma apenas les dejaba ver.

—La comida… —dijo, sin apenas voz— y nuestra salvación… yacen en algún sitio por delante. Sin embargo, la muerte… nos gana terreno, por detrás.

—Solo faltan… unas cuatro millas —dijo Wild—. Lo lograremos.

Admiró la entereza de su amigo. Sus trajes estaban ajados, sus botas, desechas, e intuía que los pies de su compañero se debían de estar congelando porque le había visto golpeárselos. Este se detuvo de forma brusca.

—¡No puede ser!

Shackleton contempló que la lengua de mar que debían atravesar no estaba helada, como en la ida. Rodeando la Gran Barrera de Hielo solo había agua. Se dejó caer de rodillas.

—Tan cerca y tan lejos…

Su amigo dio varios pasos hacia delante.

—¿Qué es… aquello?

Con movimientos pesados, se puso en pie y escrutó el horizonte. Puntos, cinco puntos negros. Cinco puntos negros que…

—¡Se mueven! —gritó—. ¡Son ellos! ¡Son los chicos!

Se abrazó a Wild y ambos dieron varias vueltas, saltando sobre la nieve.

—No pueden vernos —dijo su lugarteniente—, tendremos que correr.

—Rodearemos Castle Rock. Caminaremos todo lo rápido que podamos.

Poco después vislumbraron por fin la cabaña y gritaron, tratando de llamar la atención. Detrás de una colina apareció uno de los muchachos, y detrás, el resto. Shackleton sonrió al ver las cinco manchas, que formaron un círculo. Gritó con los brazos en alto y los chicos se giraron hacia ellos.

—Son… demasiado bajos —dijo Wild.

El grupo se dispersó y cuando los vio caminar, tuvo la sensación de que caía por un abismo.

—Son… ¡pingüinos! —dijo Wild.

—¡La choza! —gritó él—. ¡Corra!

Olvidó las punzadas de dolor de las piernas o la sensación de vértigo que le producía cada paso. Abrió la puerta y apartó las sábanas que colgaban junto a la entrada para darse de bruces con los camastros, vacíos. Las mesas, las estanterías, los rincones en los que habían hacinado sus pertenencias o el espejo frente al que tantas veces se había afeitado, todo estaba carente de señales de vida, salvo por una hoja de papel sobre la mesa. Se acercó y la cogió con dedos temblorosos.

Hemos embarcado en el Nimrod.

Esperaremos hasta el 26 de febrero. Buena suerte.

—Dios mío… —dijo Wild—, hoy es…

Dejó caer el papel.

—Veintiocho… —dijo él, sin poder creerlo—, veintiocho de febrero.

—Pero ¿cómo han podido hacer algo así? —gritó su amigo—. ¡Me haré un guiso con sus hígados!

Shackleton se dejó caer sobre una de las sillas. Tenía que pensar, las vidas de tres hombres dependían de él.

—Lo que han hecho tiene lógica.

—¡Pues yo no le veo ninguna!

Cogió la hoja y señaló la fecha.

—Se acercan las heladas y los vientos, y con ellos la posibilidad de que el mar se hiele, algo que podría suceder en solo veinticuatro horas. Han aprovechado para embarcar y partir. De no haberlo hecho así, habrían podido quedar atrapados todo el invierno.

—¡Pero eso ha supuesto abandonarnos! ¡Dejarnos morir!

Él negó con la cabeza.

—No nos han dejado morir.

—Sigo sin comprenderle, jefe.

—Cuando salimos, llevábamos provisiones para noventa días.

Los ojos de su amigo parecieron engrandecerse.

—Oh, Dios mío… Se me olvida que… hemos estado fuera ciento veinte.

—No nos han dejado morir —dijo él—. Nos han dado por muertos.

A bordo de los botes.

Estrecho de Bransfield, mar de Weddell.

Rumbo a isla Elefante.

61° 56' latitud Sur; 53° 56' longitud Oeste.

9 de abril de 1916

—¡Déjelo, jefe, o caerá usted también! —escuchó—. ¡Ya no puede hacer nada por él!

Pero Shackleton se negó a aceptarlo, uno de sus hombres estaba en el agua, dentro de su saco de dormir y sin ninguna posibilidad de salvarse. Apenas disponía de un minuto, antes de que se congelara o se asfixiara. Se zafó de los brazos que le sujetaban y se lanzó hacia delante. Al sumergirse sintió ese extraño silencio que le taladró los oídos, junto a miles de alfileres que parecieron clavársele por la piel. Alguien le sujetó las piernas y él movió los brazos, buscando a tientas en la negrura. Una parte de su cerebro le advirtió que eso podía suponer un reclamo para las orcas cuando, en uno de los vaivenes, palpó algo. Rezando para que no fuera una de aquellas bestias, agarró con fuerza y, tirando con todas sus fibras, arrastró el bulto hasta sacarlo en parte del agua. Varios pares de brazos tiraron de él y de su captura, el saco de dormir de Holness ¡con él dentro! Sintió un nuevo impulso hacia atrás y, cuando el saco y su contenido emergieron, la placa de hielo se cerró con un golpe seco, salpicando pedazos de hielo y borrando cualquier rastro del agujero.

—¿Ha caído alguien más? —preguntó, castañeteando.

—¡No, señor! —dijo Worsley—. ¡Solo Holness!

Trató de recuperar el resuello. Los hombres le taparon con mantas y vio al marinero, a su lado.

—¿Estás… bien? —dijo, sin poder refrenar los chasquidos de sus dientes.

—dijo él—

Nos han dado por

—No nos han dejado morir muertos.

Este le miró con el rostro aún azulado.

—He… perdido mi tabaco.

Apenas encontró las fuerzas para reír, hasta que escuchó cómo el hielo crujía de nuevo. Un estampido precedió a una nueva ruptura y rodó hacia un lado. Temblando, trató de incorporarse, para constatar que había sido separado del resto de los hombres, de los que se alejaba empujado por las olas.

—¡Wild! —gritó.

Se puso en pie despacio, sintiéndose entumecido, y un balanceo estuvo a punto de arrojarlo al mar. Si se alejaba sería el fin, pensó aterrado. Worsley le arrojó un cabo, pero sus brazos, ateridos, no reaccionaron. Dio un paso adelante y resbaló. A punto de caer al mar, agarró el cabo en el instante en que este se deslizaba hacia el agua. Sintió que el corazón se le paraba cuando vio los ojos de una orca, en la holgura que había entre él y sus compañeros.

—¡Pise fuerte! —escuchó.

Clavó las botas en el suelo y sintió un tirón en las manos, agarrotadas sobre el cabo. El pedazo de hielo avanzó y el cetáceo giró para seguirle. Cuando volvió a emerger, con la boca abierta, él reunió fuerzas para incorporarse y saltar hacia el témpano de sus compañeros. En el momento de caer, escuchó cómo la orca destrozaba su anterior pedazo entre los dientes. Apenas tuvo tiempo de musitar las gracias. El hielo se partió en nuevos fragmentos y Worsley dio la orden de saltar a los botes. Varias orcas nadaron en círculos y los chicos remaron como si el mismo diablo anduviera tras ellos. En el fondo, pensó, no les faltaba razón.

Mar de Weddell. Rumbo a isla Elefante.

10 de abril de 1916.

Dos días en los botes

—¡Desplegad las velas!

Zara se dispuso a obedecer. El Caird, el ballenero de siete metros de eslora, disponía de dos mástiles, uno para la vela principal, otro para la mesana y un foque en la proa. El viento soplaba de costado y podían aprovecharlo mejor que sus compañeros del Dudley Docker, que poseía un solo mástil de tamaño medio, o que los del Stancomb-Wills, dotado con un mástil pequeño y un foque minúsculo que lo convertían en el menos navegable. Por eso el jefe había ubicado a Crean en aquel bote.

Poco a poco sortearon los témpanos viejos, que se mecían con las corrientes, buscando su final en el océano abierto. Se distinguían de los jóvenes por sus formas redondeadas y erosionadas por el mar. Entre varios de ellos Shackleton señaló una abertura que, una hora después, atravesaron con la ayuda de los remos.

—¡El océano! —exclamó Wild—. ¡Al fin!

Los hombres se abrazaron, pero ella contempló el oleaje, que, al no estar mitigado por los témpanos, avanzó hacia ellos como si fuera una manta de agua a la que alguien le estuviera sacudiendo el polvo. El bote escaló una ola, que semejó una colina de al menos un cuarto de milla y, cuando llegaron a la cima, la espuma les roció. El jefe gritó órdenes, los hombres introdujeron los remos en el agua y bogaron hasta que otra ola les impulsó hacia arriba. Los otros botes, más pequeños y ligeros, se mecían entre cimas de agua, a punto de zozobrar en cada vaivén. El viento le atizó en el rostro y un roción de espuma aterrizó sobre ellos, al que siguió otro. La mar se estaba picando, pero, aun así, la inmensidad del océano, infinito y gris, resultaba tan desoladora como hipnotizadora.

—«Solo, solo, completamente solo —recitó Shackleton—, solo en un amplio y vasto mar.»

—¡Coleridge hubiera disfrutado aquí! —exclamó Hurley—. ¡Somos motas de polvo en esta inmensidad!

—¡Rumbo nornoroeste! —gritó el jefe—. ¡Y cuidad los remos!

Ella apenas pudo escucharle, debido al viento que se estaba levantando y que siguió arrojándoles rociadas de espuma. Ráfagas de aire helado les sacudían como latigazos empapados de agua y de sal. El Caird se elevaba y bajaba con cada embestida y sintió el estómago revuelto. Miró atrás y vio a Orde-Lees y a Kerr vomitar por la borda del Dudley Docker.

—¡Estamos a menos de treinta millas de nuestro destino! —gritó Shackleton—. ¡Aguantad!

Ella tiró con fuerza de sus palas. Varios de los hombres habían perdido el color en sus rostros. El Caird cayó entre dos olas, sacudiéndole el estómago, y no tuvo claro que los otros dos botes pudieran resistir aquello.

—¡Noreste! —ordenó el jefe.

Sabía que buscaba encarar al viento para surcar las olas de frente, pues hacerlo de costado podría hacerles volcar. Pero cada vez llovían más espumarajos y el aire les azotaba las manos, heladas a pesar de los guantes. Su preocupación aumentó cuando el agua comenzó a anegar el fondo. En tan solo una hora llovía tanta que los hombres que achicaban apenas podían con ella. Agarrada a su remo, pensó que tratar de contener las náuseas por los vaivenes suponía un esfuerzo colosal, solo superado por el que exigía intentar olvidarse del frío.

—¡Lo lograremos! —gritó el jefe.

Pero una oleada estuvo a punto de desestabilizar el bote. Corrigieron el rumbo, bogaron para encarar varias olas de gran tamaño que se les echaron encima y cambiaron las posiciones, pero los que cogieron el relevo estaban agotados por el esfuerzo de achicar. Wild se acercó al jefe y los vio gesticular. Ella pensó que cada ola que sorteaban suponía un milagro, cuando una estuvo a punto de arrojarla por la borda. Shackleton golpeó la borda con el puño.

—¡Al sur! —gritó—. ¡Regresamos a la placa!

Constató cómo Wild asentía e, impulsados por el viento en la popa y por el alivio, regresaron a la protección de la muralla de hielo, atravesando la abertura que horas antes habían celebrado encontrar. En cuanto el viento amainó, a resguardo del hielo, la mayoría de ellos se dejaron caer exhaustos.

—¡Estos botes no son adecuados! —dijo McNish—. ¡Lo avisé!

—Me he dejado llevar por el ímpetu —admitió Shackleton—, pero las condiciones mejorarán. Buscaremos un sitio donde descansar y mañana lo intentaremos de nuevo.

—¿Un témpano? —preguntó Hurley.

—No, recuerde lo que le sucedió a Holness anoche. Dormiremos en los botes. Repartan una ración del equipo de tierra y seis cucharadas de azúcar por persona.

Escuchó el rumor de decepción de los muchachos. Dormir, apretados unos contra otros, no iba a mejorar el estado físico y menos aún el anímico. Una noche más, tendrían que pernoctar rodeados de hielo, ese enemigo que no parecía dispuesto a dejarles marchar. Ayudó a extender una lona sobre la cubierta, que no impidió que continuara filtrándose agua, empapando el fondo del bote y el forro de pelo de sus botas, que parecían hechas de plomo.

Cerró los ojos, recordando aquella frase de Shackleton, aquello de que lo que el hielo atrapaba, el hielo se lo quedaba. Y así parecía que iba a resultar, pensó mientras notaba cómo la temperatura descendía, arrebujada en el fondo del Caird, consciente de que estaba separada del océano por solo una capa fina de madera rasguñada y mal calafateada. No iban a poder escapar de la placa. Y nadie, masculló alguna parte de su cerebro casi en sueños, sabía que estaban allí. Estaban solos, veintinueve personas a bordo de tres botes, en medio de la nada más absoluta.

Mar de Weddell. Rumbo a isla Elefante.

11 de abril de 1916. Noche.

Tres días en los botes

—¡Una luz!

Zara se incorporó al escuchar el grito de Hudson, intentando apartar las neblinas del sueño y el entumecimiento de sus músculos. Desperezándose, como el resto de los hombres, miró en la dirección en la que señalaba el navegante. Tras unos segundos, la realidad se les vino encima.

—Hudson, eres idiota —dijo Vincent.

—¡Es absurdo! —masculló McNish—. ¿Quién va a haber por aquí?

—Os juro… —balbuceó el navegante—, la he visto. Yo… era una luz.

—¡Duérmete! —gritó Orde-Lees.

—¡Pero si el único que duerme eres tú! —le respondió McCarthy—. ¡Dame ese maldito traje de hule para que yo también pueda roncar a gusto!

Escuchó maldiciones hasta que Wild ordenó que callaran y volvieran a dormir. Consciente de que iba a ser imposible para ella, se dejó caer en su saco. Tras un segundo intento frustrado de aventurarse al mar, se habían visto obligados a pasar una nueva noche, la tercera, en el hielo. Shackleton había ordenado atar los botes entre sí a la vera de un témpano y techarlos con lonas. Sin embargo, la temperatura era de unos veinte bajo cero y el agua que cubría las embarcaciones se había congelado. La tela y la madera se mostraban rígidas y pesadas y su traje Burberry crujía con cada movimiento, lacerándole la piel.

Intentó permanecer inmóvil pero era necesario sacudir los pies y las manos para que no se congelaran, tarea que los de guardia recordaban cada cierto tiempo. Confió en que Blackborow le hubiera hecho caso y hubiera cambiado sus botas, pensó, cuando una masa oscura emergió del agua a pocos metros del bote. Creyó distinguir un brillo amarillo en sus ojos. ¿Sería esa la luz que había creído ver Hudson? Escuchó un siseo y varios hombres se agitaron en sueños. Uno de ellos castañeteó.

—¡Deja de hacer eso! —susurró Wild—. ¡Las atrae!

Se extrañó del comentario, si algo podía atraer a las orcas era su mera presencia. A pesar de estar hambrientos, con los labios quebrados, exhaustos por el trabajo y deshidratados por la diarrea producida por la ingesta de pemmican crudo, constituían una presa fácil. Supuso que si no les habían atacado todavía, se debía a que para ellas sus botes debían de resultar extraños. Pero esa noche estaban más cerca que otras y rememoró aquella historia que le había relatado Worsley, en la que una orca le había arrancado la lengua a una ballena mientras entre otras dos le abrían la mandíbula, evidencia de que esos seres no eran estúpidos. Apreció que Wild contemplaba a los cetáceos, sin apenas color en el rostro.

—¿Se encuentra bien, señor?

Él alzó la vista. Pero sus ojos parecían estar lejos de allí.

Playa de Sídney, cerca de Miller’s Point.

Sídney, Australia.

Febrero de 1889. Veintisiete años antes

—¿Tu primer viaje?

Frank Wild contempló a Thomson, distraído, cuando un grupo de chiquillos en la playa corrieron hacia el agua. Tendrían entre ocho y doce años. Él contaba solo con dieciséis pero ya no se veía como ellos. Miró a su compañero.

—El Macquarie es mi segunda nave, mi primera fue el Sobraon.

Thomson, que tampoco parecía mucho mayor que los niños de la playa, silbó.

—¡Menudo bautizo!

—Doscientos pasajeros. Admiro a los capitanes que llevan tanto pasaje. La responsabilidad ante un naufragio es enorme.

—En muchos casos la culpa no es de ellos, sino de los elementos.

—En realidad, los errores sí que suelen ser humanos —dijo él, mientras la brisa les hacía llegar el olor de la arena—. Si una tormenta te sorprende es porque no has previsto el tiempo o porque el cálculo de la ruta no ha sido el idóneo. ¿Cuántos buques se habrán hundido por tratar de ahorrar un día o dos en la navegación? Los atajos no son siempre el camino más corto.

—¡Hablas como un Skipper auténtico! —rio Thomson—. ¡Vamos a bañarnos, mi capitán!

Su compañero se despojó de la camisa y los pantalones, que arrojó a la arena, y corrió hacia la orilla. Él se dispuso a imitarle cuando apreció movimiento en el agua. Sonrió, al ver que uno de los niños salía de ella corriendo, mientras otro le seguía de cerca. La sonrisa se le borró del rostro cuando se dio cuenta de que algo en aquella imagen no encajaba del todo. No eran uno ni dos, todos corrían y ninguno reía, más bien parecían aterrorizados. Y uno de ellos permanecía en el agua, agitándose de forma convulsa.

—¡Thomson! —gritó.

Su compañero cayó, arrollado por el grupo de niños. El que aún estaba en el agua se retorció, desgarrándose en un alarido. Se puso en pie, corrió y se tiró de cabeza hacia él. Al emerger al lado del niño, contempló que el agua estaba teñida de rojo. El chico gimió, sin apenas fuerzas, y sus piernas se le hicieron de plomo al contemplar la aleta, asomando por encima de la superficie y girando para enfilarles. Agarró al chaval, que tendría unos ocho años, y tiró de él, sorprendiéndose de lo poco que pesaba.

—¡Corre! —escuchó que le gritaba Thomson.

Pero la aleta se acercaba a una velocidad que hizo que las piernas se le paralizaran. El agua parecía cemento, y sus pies, pilones enterrados en él.

—¡Muévete, por Dios!

Elevó el pie derecho y dio una zancada a la que siguió otra. Apretando los dientes se concentró en la orilla, que en el interior de su cabeza parecía empequeñecerse con cada paso que daba.

—¡Correeeee!

Dio un salto y voló fuera del agua para aterrizar rodando en la orilla. Se giró para ver cómo la aleta llegaba hasta el rompeolas. Escuchó el roce del escualo contra las piedras del fondo y el morro de este asomó, mostrando sus dientes ensangrentados y con pedazos de carne entre ellos. Los chasqueó, haciendo un sonido que le resonó por toda la piel, y la bestia aleteó. Un instante después solo quedó agua, meciéndose, teñida de rojo. Se giró hacia el chico.

El silencio de las personas de alrededor, que por algún motivo no se acercaban, le hizo intuir que algo no marchaba del todo bien. Miró al chaval, que tenía la boca tan abierta como los ojos, que miraban al infinito sin brillo alguno, y que yacía sobre un lecho arenoso y carmesí. Contempló el pecho y los brazos teñidos de rojo. Pero algo fallaba en esa escena, se dijo, incapaz de bajar más la vista. «No lo hagas —se dijo—, no mires ahí abajo porque algo anda mal, muy mal, demasiado mal.» Pero no pudo evitarlo. Miró. Y gritó aterrorizado.

Mar de Weddell. Rumbo a isla Elefante.

11 de abril de 1916. Noche.

Tres días en los botes

—Con dieciséis años —dijo Wild— presencié cómo un tiburón atacaba a un chico de unos ocho en la playa, en Sídney. Traté de ayudarle pero cuando lo saqué del agua vi que le había arrancado la mitad inferior de su cuerpo.

Zara se llevó las manos a la boca.

—Años más tarde vi otro ataque en la isla de Cockatoo. En esa ocasión, el tiburón atacó al hombre desde abajo y le extrajo los intestinos de cuajo, de un solo bocado. Desde entonces, siento terror al agua. No me siento cómodo ni en las bañeras, y fíjate dónde estoy, en un bote cercado por orcas. Cuesta mucho no pensar que, de caer, desapareceríamos en segundos. Apenas somos un bocado para ellas. Nos creemos dominadores del planeta, pero la única ley natural que existe es que en realidad no somos nada, dentro de la naturaleza.

Ella suspiró, conmovida. Sabía lo que era el miedo, lo había sentido muchas de esas tardes en las que rezaba a escondidas para que su madre volviera. Después había sido el temor a no comer, a que le dieran una paliza, a que la forzaran… o a que la enviaran a la horca.

—¿Y cómo un hombre que teme al agua termina en esta situación?

Creyó apreciar un atisbo de sonrisa en el rostro de Wild.

—Hace muchos años, camino del Polo Sur, estuve a punto de fallecer de disentería. El jefe me salvó la vida… gracias a una galleta que ni todo el dinero del mundo hubiera podido comprar.

Un susurro la hizo girarse.

—¡Señor!

Era Crean, desde el Stancomb-Wills. Shackleton se levantó como si la temperatura, el cansancio o el miedo no le afectasen.

—¿Qué sucede?

—Se trata de Blackborow.

Ella sintió que las manos se le crispaban.

—No siente los dedos de los pies —susurró el marinero—. No llevaba las botas finnesko, decía que prefería reservarlas para la nieve.

Zara golpeó la borda, salpicando pedazos de hielo al mar.

—Trate de obligarle a moverlos —contestó Shackleton—. Mañana haremos que se los examinen.

—Gracias, señor.

Vio que el jefe suspiraba.

—¿Cómo está su bote?

—Tiende a formarse demasiado hielo sobre él, estamos algo hundidos —cuchicheó el marinero—. Pero aguantará.

—No esté tan seguro, podría hundirse con un solo roce de estas bestias. Ponga a un par de hombres a picar, con cuidado de no dañar la tablazón.

—Sí, señor.

—Crean…

—¿Señor?

—Hay algo que nunca le he preguntado. Cuando deje de ser marinero, ¿a qué le gustaría dedicarse?

El irlandés dio varias caladas a su pipa, antes de responder.

—Me gustaría montar un pub en Anascaul y servir la mejor cerveza del Condado de Kerry.

—Supongo que sabe que, si salimos de esta, se hará famoso. No tendrá que trabajar, si no quiere.

Ella vio cómo el marinero sonreía.

—No creo que me apetezca rememorar el frío y el hielo. Solo deseo una buena esposa irlandesa, unos buenos hijos irlandeses y un pub donde servir buena cerveza… ya imagina de qué tipo.

Shackleton rio. Ella se le acercó.

—Señor, lo siento. Le he fallado. A usted y a Blackborow.

El jefe exhaló el aire.

—No son los pies del chico lo que más me preocupa esta noche.

Siguió la mirada del jefe y vio que una de las orcas, de cuello blanco, se aproximaba a ellos y desaparecía bajo el agua. Contuvo la respiración, contando los segundos hasta que la vio aparecer al otro lado del bote, rodeada de varios congéneres que siseaban.

Agotada pero incapaz de dormir, hambrienta y sin poder comer, deseó que las horas de oscuridad pasaran de una vez y el sol les permitiera moverse de nuevo. Uno de los hombres se llevó las manos a la cara y sollozó. Shackleton se dirigió hacia él.

Un par de horas después, por fin clareó. Preparó algo de agua y leche en polvo mientras trataba de olvidar la noche. A mediodía, Worsley pudo hacer una medición, la primera en días. De pie, en el bote de al lado, le vio alzar el sextante y repetir los mismos gestos dos veces mientras todas las cabezas seguían cada uno de sus movimientos. En las dos ocasiones su expresión fue de contrariedad. Carraspeó, antes de dirigirse a ellos.

—Estamos… veintidós millas más lejos de nuestro destino que cuando abandonamos el hielo.

Shackleton se puso en pie de un brinco.

—¡No puede ser!

Pero Worsley asintió.

—Nuestra posición es sesenta y dos grados, quince minutos Sur, y cincuenta y tres grados, siete minutos Oeste. Hemos viajado treinta millas en dirección errónea. Y al regresar para refugiarnos en el hielo hemos retrocedido más de lo que suponíamos. Las corrientes son fuertes y numerosas, señor…, resultan complicadas de estimar.

Shackleton miró el mar con la desolación reflejada en su rostro. Hasta ella se sintió impotente, al constatar que el esfuerzo, el frío y el hambre de los tres días anteriores habían resultado en vano.

—El estado de muchos de los hombres —dijo Shackleton, mirando a Worsley— no nos permite más opciones. Necesitamos alcanzar tierra en menos de setenta y dos horas. ¿Podrá conseguirlo?

El capitán extrajo una brújula minúscula de su bolsillo. Su rostro, allá donde la mugre dejaba vislumbrarlo, evidenciaba palidez.

—Es difícil —dijo Worsley—, las corrientes y la ventisca nos hacen variar el rumbo de forma continua y es complicado realizar mediciones, pero… les sacaré de aquí.

Shackleton sonrió.

—Por eso le contraté, Skipper. Ahora, ¡rumbo a isla Elefante!

Los hombres alzaron los brazos y agarraron los remos cubiertos de nieve. Los imitó pero hasta ella sabía que, en aquellas condiciones de navegación, resultaría todo un prodigio el hecho de pasar cerca de su destino. Se planteó cómo podía asumir aquel hombre una responsabilidad como aquella. También se preguntó cómo sería morir ahogada. O de sed. Ambas cosas serían plausibles, si pasaban de largo la isla.

Mar de Weddell. Rumbo a isla Elefante.

14 de abril de 1916. Cinco de la mañana.

Seis días en los botes

El viento quedó relegado a una brisa y el sol asomó. Los rostros de sus hombres se tiñeron de luz y Shackleton comprobó uno a uno que respiraban, pues por el color de la piel de sus rostros, plagados de costras y forúnculos después de seis días navegando casi a ciegas en los botes, era difícil discernirlo.

—Señores, ¿té o café? —preguntó, mientras iba zarandeándolos.

Al llegar al timón, apreció que Wild parecía estar helado.

—¿Se encuentra bien? Lleva dos días ahí.

Durante unos segundos, su amigo pareció no reconocerle.

—Sí… Estoy… bien, jefe.

—¡Señor! —escuchó.

Se giró hacia el Stancomb-Wills, donde Hudson le hacía señas.

—Creo que Blackborow tiene los pies dañados.

Resopló.

—¡Le dije que los moviera!

—Lo hizo, hasta que cayó agotado.

Suspiró, y algo en el horizonte llamó su atención.

—¿Qué es… aquello?

El sol apenas dejaba vislumbrar una masa oscura.

—¡Tierra! —chilló Wild—. ¡Tierraaa!

Worsley, en el Docker, se puso en pie a trompicones, sacó un papel arrugado del bolsillo y lo miró varias veces, desafiando el balanceo del bote.

—¡Es isla Elefante! —dijo, mostrando el papel—. ¡Es el contorno de isla Elefante!

Shackleton rio, aunque el gesto le arrancó costras de las comisuras de los labios.

—¡Worsley! —gritó—. ¡Es usted un genio! ¡Lo ha logrado!

Los hombres aplaudieron y corearon el nombre del capitán.

—¡A remar! —dijo—. ¡Hemos de alcanzarla antes de que anochezca!

Los trajes Burberry crujieron y Shackleton trató de rememorar lo que sabía de aquel pedazo de roca. Nadie había desembarcado nunca en ella y el Sailing Directions[16] la describía como una isla de unas treinta por doce millas que alternaba playas bajas y rocosas con una altura de más de dos kilómetros en su punto más alto, que alcanzaba de forma abrupta. El Derrotero señalaba también la presencia de arbustos, hierba, focas, elefantes marinos y varias especies de aves. Unos golpes secos y la voz de Hussey le hicieron volver a la realidad.

—¡Mis remos se han congelado! —escuchó.

Se acercó para contemplarlos. Todos estaban igual.

—¡Arrancad el hielo! —gritó—. ¡Pero con cuidado!

Escuchó un grito seguido de un chapoteo y maldijo en voz alta, al ver uno de los remos en el agua.

—¡Rápido! —ordenó Wild, virando el timón—. ¡Remad! ¡Cogedlo! ¡No podemos perderlo!

Pero realizaron la maniobra con tanta rapidez que Kerr dejó resbalar el suyo, que cayó por la otra borda, de donde se estaban alejando. La pala se separó, arrastrada por la corriente.

—Vámonos de una vez —dijo él—. Comeremos nueces y galletas mientras remamos.

—¿Y qué vamos a beber? —dijo McNish, con voz carrasposa—. Hace horas que no queda agua.

—Derretiremos el hielo que arranquemos del bote —contestó, irritado—. No hay témpanos cerca y no podemos regresar a buscar uno, lo prioritario es alcanzar la isla. Allí podremos beber.

—No se puede comer con la boca seca —masculló Vincent—. Es imposible tragar.

Wild habló, sin soltar el timón.

—Quizá podamos masticar pedazos de carne congelada. Les sacaremos la sangre y el agua que tengan.

Shackleton cogió uno de los remos y tiró con fuerza, mientras trataba de hacer caso a Wild. El líquido escaso, frío y sanguinolento que extrajo a base de mascar su pedazo al menos le permitió tragar la carne, unas pocas nueces y dos galletas. También sirvió para mantener a los hombres en silencio durante un rato. Pensó que los sacos de dormir podrían aliviar el frío pero estaban guardados debajo de las tiendas, en la proa, bajo una capa de hielo que se había formado por el agua acumulada. No creyó que los hombres, acalambrados como estaban, pudieran picarla.

—¡Viento del suroeste! —gritó Worsley.

Apretó los labios. Malas noticias.

—¡Nos dirigiremos a la costa oeste! —dijo—. ¡No quiero que el aire nos haga sobrepasarla!

Remó, sin permitir que le relevaran, y estableció los descansos. El perfil abrupto de la isla fue aumentando de tamaño y a mediodía creyó que era posible alcanzarla antes de la noche, a pesar de no haber dormido en ochenta horas y de que varios hombres se habían venido abajo, por lo que sustituyó el sistema de relevos por otro más simple, en el que los que podían sostener un remo reemplazaban a los que caían. Las malas noticias llegaron hacia las cinco de la tarde, cuando se levantó un vendaval. Maldijo en silencio. Si desplegaban las velas podrían sortearlo pero se separarían del Docker. Este se aproximó por estribor y Worsley le hizo señas.

—¡Debemos seguir avanzando durante la noche! —gritó, tratando de hacerse oír por encima de la ventisca que se estaba levantando—. ¡Los hombres tienen mucha sed!

—¡Les guiaremos! —gritó él.

—¡No! ¡Usen las velas! ¡Les alcanzaremos!

Él negó con el brazo. No pensaba perderlos de vista.

—¡Los hombres del Stancomb-Wills son los más afectados! —insistió Worsley—. ¡Nosotros los retrasaríamos! ¡Guíelos a ellos! ¡Cuanto más tarden, peor estará el viento!

El razonamiento de Worsley era sensato. Sin embargo, había algo a lo que temía incluso más que a la posibilidad de que naufragara. Un conato de rebelión podía aparecer con facilidad, cuando la sed y el hambre azuzaban a una tripulación exhausta.

—¡No les dejaré atrás!

—Señor —dijo Wild, desde el timón—, si alguien puede dirigir el Dudley Docker a tierra es él. Y después de la hazaña que ha realizado guiándonos, los hombres le respetarán, si ese es su miedo.

Rezó, para no equivocarse de nuevo.

—¡De acuerdo! —gritó—. Pero procure llegar vivo, Skipper. ¡O yo mismo volveré a buscarle, para cantarle las cuarenta!

Este saludó con la mano y él, con reservas, dio orden de que desplegaran las velas. Enseguida se vieron impulsados hacia la isla, cabalgando las olas sin exponer el costado. El Docker se hizo diminuto, y hacia las nueve de la noche, cuando la corriente en contra era tan fuerte que apenas lograban avanzar, les azotó una cortina de nieve. No pudo volver a otear el horizonte hasta medianoche. Cuando lo hizo, sintió que el corazón se le encogía al constatar que no había ni rastro de Worsley.

—¡Encended lámparas! —gritó—. ¡Izadlas a lo alto del mástil!

—¡Quedan pocas cerillas! —protestó McNish.

—¡Encended las malditas lámparas! —bramó.

—Yo me encargaré —dijo Hussey, mirando al carpintero—. Y las mantendré hasta que aparezcan.

El meteorólogo pudo encender la luz a pesar del aire y en cuanto la alzó, miró alrededor. Los hombres bogaron y Wild mantuvo el curso, agarrado al timón. Él ya no miraba hacia la isla ni era consciente del hielo, de la espuma helada, de su garganta reseca o del viento que le azotaba la ropa, tiesa. Solo pensaba que, si en el Dudley Docker hubieran visto la señal, ya les hubieran respondido. Sin embargo, no vislumbró nada en la oscuridad helada.

Resopló. En su bote y en el Wills había varios hombres exhaustos que iban a afrontar una noche más de ventisca, temperaturas gélidas y una sed abrasadora. Y era incapaz de encontrar el Dudley Docker. Su suerte se había agotado, pensó, se le antojó imposible que pudieran salir todos con vida. Y había sido él quien los había metido allí. Siguió escrutando el horizonte, pero allí no había nada salvo negrura, agua y frío.

Expedición Terra Nova. Antártida.

De regreso a Hut Point.

18 de febrero de 1912. Cuatro años antes

Tom Crean miró su reloj. Las manecillas marcaban las diez y el sol brillaba con fuerza, creando reflejos infinitos en la nieve. Inhaló el aire, limpio y silencioso, y abrió la entrada de la tienda para despedirse.

—No puedes marchar… —dijo Lashly, tumbado—. Sin saco ni… tienda. Nadie, ni siquiera tú… podría sobrevivir a una tormenta al descubierto.

—No parece que vaya a haber tormenta.

—¿Me… tomas el pelo?

Contempló a Evans, sin apenas color en el rostro.

—Con él así, no podemos tirar del trineo, y detenernos supondría el final, a menos que Scott nos alcanzara, pero eso parece poco probable. Marcharé a Hut Point y regresaré con ayuda. Mientras, procurad aguantar.

Lashly le rodeó con los brazos. Él le propinó unas palmadas, salió de la tienda e inició la marcha, procurando mirar dónde pisaba. Un resbalón o una grieta invisible supondrían la muerte de sus compañeros. Adelantó un pie, luego otro, como siempre había hecho. Varias horas después, sus piernas clamaban por un descanso. Calculó que habría recorrido dieciséis millas. Se sentó y se masajeó las pantorrillas, buscó las dos onzas de chocolate y las tres galletas y masticó despacio. Hambriento, contempló la última galleta pero decidió reservarla. Aún le quedaban veinte millas, pensó levantándose.

Cerca de cabo Armitage, se concentró en intuir las posibles grietas. Acompasando el paso a su respiración, resbaló varias veces por culpa de las suelas planas de sus botas. Ascendió por una pendiente sin apenas fuerzas y, por fin, vio una colina frente a él, a la que habían bautizado como Observatory Hill[17], y que sabía que estaba a tan solo unas millas de la cabaña. Pero enfrente había placas de hielo y grietas. Avanzó, y un resbalón le hizo caer sobre el trasero. El latigazo de dolor le subió desde el coxis hasta la nuca. Dolorido, se arrastró hasta que pudo erguirse de nuevo para afrontar la colina. La ascensión le resultó tan fatigosa como lacerante para su espalda.

Cuando la coronó, sintió una brisa de aire gélido en la nuca y se giró, inquieto. Unos nubarrones negros se cernían sobre él, a su espalda. Nubes de nieve se alzaron desde el suelo por donde él había pisado solo unas horas antes. Una ventisca. Miró hacia la cabaña pero no vio a nadie, ni siquiera animales, huellas de pisadas ni marcas de trineos. Rezó para que no se hubieran retirado a cabo Evans, catorce millas más adelante. La tormenta volaba hacia él. Sacó la galleta y la mordió, mientras se dejaba caer por la cuesta. El viento le azotó el cuello y recordó las palabras de Lashly. Nadie podía sobrevivir al descubierto una tormenta. Y menos a una como aquella que se acercaba.

Olvidó las grietas y corrió pero cayó al suelo, rodando. Se agarró a la nieve y respiró agitado, al contemplar lo cerca que había terminado de una de ellas. Jadeando y con la espalda rígida, se levantó a duras penas. Un paso más, se dijo, y otro. El aire le propinó un nuevo golpe y rodó, sin poder frenar, hacia una abertura en la nieve. Gritó, tratando de aferrarse a algo pero solo había nieve y sus manos resbalaron. Sus piernas se precipitaron al vacío en el mismo instante en que su tronco frenó. Pataleó hasta que encontró un punto de apoyo. Clavó los pies y rezó para no resbalar.

Con sus últimas reservas sacó las piernas del hoyo mientras soportaba nuevos empujones del viento. Los nubarrones asomaron por encima de Observatory Hill y el viento arreció, empujándole. Se puso en pie y aprovechó una ráfaga para avanzar los últimos metros que le separaban de la cabaña pero un remolino hizo que volara, aplastando su rostro contra la puerta. Decenas de astillas se le clavaron y cayó al suelo. Alargó la mano pero no le quedaban fuerzas. En lo alto, el cielo se había cubierto de negro y la nieve le acuchillaba. Apenas podía ver y pensó que si no se levantaba, moriría congelado a solo unos centímetros de la salvación. La puerta pareció abrirse y supuso que estaba soñando. Unos brazos tiraron de él y, deslumbrado por la luz amarilla y cálida, entrecerró los ojos.

—¿Atkinson…? —preguntó.

—¡Crean! ¿Dónde está el resto de su grupo? ¿Y Scott? ¿Lo ha logrado?

Atkinson era el médico, el único en cientos de millas. Apenas fue capaz de articular.

—Lashly y Evans están… a treinta y cinco millas. Scott… se fue… y no ha…

—¿Ha recorrido treinta y cinco millas? ¿Solo y sin equipo? ¿Con este tiempo?

Trató de sentarse, de buscar apoyo, pero Atkinson se lo impidió.

—Iremos a buscarlos en cuanto amaine. Beba esto, entrará en calor.

Sintió el aroma cálido del brandy en los labios cuando las paredes de la cabaña temblaron como si hubieran sido golpeadas por un martillo descomunal. Atkinson le observaba.

—Unos minutos más ahí fuera y habría muerto. Amigo, lo que ha hecho es el mayor acto de valentía que he conocido.

Él negó con la cabeza. El brandy y el calor de la cabaña se le agolparon en las mejillas.

—Eso… no importará —dijo él, cerrando los ojos—. Si no los salvo…

Veinticuatro horas y treinta y cinco millas después, Crean localizó la tienda, cubierta por la nieve, y apartó la tela de la entrada. Lashly estaba inclinado sobre un Evans rígido y con la boca rodeada de coágulos. El primero alzó la cabeza, provocando que cayera escarcha de su rostro. Uno de los perros se coló en el interior y olfateó a Evans.

—¿Está… vivo?

El perro lamió el rostro de Evans y este pareció parpadear.

—¿Están bien? —preguntó Atkinson, asomándose.

—Ahora… sí —dijo Lashly.

Crean sonrió y se apartó para que el doctor pudiera entrar. Al salir, abrazó al resto del grupo de rescate. Sin embargo, no dejó de mirar hacia el sur, donde las cinco manchas seguían sin aparecer. Atkinson se le acercó.

—Escorbuto y agotamiento pero se pondrán bien. Les ha salvado la vida.

—Solo he cumplido órdenes. Aunque… hay una que hubiera deseado desobedecer. Scott no me permitió…

—Lo sé —dijo el médico—. Y si vosotros habéis regresado en este estado y ha sido solo gracias a ti, no quiero imaginar lo que estará sufriendo él. Solo podemos esperar a que aparezcan.

—¿Y si no lo hacen?

—Iremos en su búsqueda, pero cuando suban algo las temperaturas.

—Pero entonces… será demasiado tarde, señor.

—Lo sé, pero ahora sería un suicidio. Así lo estableció él.

Atkinson regresó a la tienda, donde los hombres ya estaban sacando a Evans. Los perros saltaron y él no pudo evitar echar un último vistazo al sur. Pero allí solo había nieve.

Mar de Weddell. Rumbo a isla Elefante.

14 de abril de 1916.

Seis días en los botes

Worsley trató de localizar el James Caird. Entrecerró los ojos y sintió como si el mar girase alrededor suyo, cuando en la oscuridad creyó apreciar una luz tenue, apareciendo y desapareciendo entre las olas, negras como el cielo.

—¡Allí! —gritó, sintiendo la boca pastosa—. ¡Encended una bujía y colgadla de la aguja! ¡Que sepan que les hemos visto!

Intentó no perder la referencia pero la señal del Caird oscilaba. Desapareció al caer su bote en un valle entre dos olas. Al alzarse de nuevo, no pudo encontrarla.

—¡Encendida, Skipper! —anunció el médico.

Esperó unos minutos, oteando nervioso, pero era inútil. Estaban a barlovento y el aparejo quedaba en mal ángulo para reflejar la luz. Y si no veían la candela de Shackleton, ellos tampoco podrían intuir la suya. Quiso maldecir, pero apenas salió un hálito de su garganta. Tenía la lengua tan hinchada y los labios tan resecos que le dolían con cada brinco del bote. La travesía se había convertido en un infierno, apenas había podido realizar un par de mediciones entre los icebergs y aprovechando momentos de apertura de la bruma. Para empeorar las cosas, alguien había pisado la brújula del Dudley Docker y solo contaban con la suya de bolsillo. Nunca, en sus veintiocho años de experiencia, había navegado en unas condiciones similares.

—Enciendan sus pipas, señores —dijo—, aprovecharemos la bujía.

Desde que el Endurance se había hundido, la provisión de fósforos se había convertido en un tesoro. Apreció que Orde-Lees no fumaba. De hecho, ocultaba sus manos.

—¿Acaso ha vuelto a esconder comida?

Tiró de la manta y se sorprendió, al ver que el coronel masajeaba los pies de Greenstreet, mortecinos y plagados de forúnculos.

—Echadle una mano —dijo—. Si le salva los pies, Greenstreet estará toda la vida en deuda con él. No permitáis que tenga que soportar esa carga.

Horas más tarde, la bujía se extinguió. La mitad de los hombres trataba de dormir mientras los de guardia soportaban el azote de la galerna y las embestidas del mar. De vez en cuando, una oleada hacía saltar la embarcación o un roción de espuma les abrasaba los ojos. Incapaz de soltar el timón, Worsley vio que Cheetham se acercaba. Algo debía de sucederle para moverse con aquella mar.

—Señor —dijo—, se me ha apagado la pipa. ¿Podría dejarme una cerilla?

—¡Es injusto! —dijo Orde-Lees, que parecía dormir con una oreja a la escucha—. ¡Nos pueden hacer falta más adelante!

McLeod asomó la cabeza.

—Por una vez, estoy de acuerdo con él. ¡Que cuide su pipa, como los demás!

Les hizo callar y le pidió a Cheetham que no despilfarrara el fósforo. Pero cuando el oficial lo acercó a su cachimba, una nueva rociada de agua cayó sobre ellos. Cheetham se quedó con la mano en alto, al borde del llanto.

—¡Maldita sea! —exclamó él—. Haremos lo siguiente, le venderé una cerilla.

Los ojos del marinero parecieron recobrar el brillo.

—¿Por cuánto?

—Una botella de champán —dijo él, sonriéndole—. Para los muchachos.

—¡Hecho! —exclamó Cheetham—. ¡En cuanto vuelva al Hull y abra mi pequeña taberna, el champán será vuestro!

Varios hombres se levantaron, a pesar del frío y de los crujidos de sus Burberry, para hacer de pantalla y que aquel fósforo no se apagara. Cheetham sonrió, feliz con su pipa, cuando Worsley sintió el viento embestirle el rostro. Estaba rolando.

—¡A sus puestos! —ordenó—. ¡Se avecina temporal!

El bote atravesó un remolino y se inclinó sobre el costado de babor. Los hombres se abalanzaron al lado contrario, pero el agua entró a raudales.

—¡Achicad!

Pero las manos resultaron escasas. Se aferró a la caña del timón y trató de asegurar el rumbo que creía que debían seguir, pero el aire estaba tan cargado de nieve y de rocío que, aun estando la isla delante de sus narices, le hubiera sido imposible vislumbrarla. Trató de no pensar en los acantilados ni en los arrecifes que la rodeaban.

—¡Achicad! —gritó, sin apenas escuchar su propia voz.

Una hora después, la cadencia de los hombres había bajado y puso a varios a remar. Llevaba dieciocho horas al timón, pero no podía confiar en nadie para aproximarse a la isla. Aquella era su tarea, pensó, para eso le había contratado el jefe, y no pensaba defraudarle de nuevo. Sintió un palmetazo en el hombro y abrió los ojos de forma brusca.

—Señor… ¿se está quedando dormido?

Parpadeó, tratando de enfocar.

—¡Bogad! —gritó.

Hizo un esfuerzo por permanecer espabilado. El bote saltaba y él se concentró en el rumbo pero el mar era una amalgama de negros. Intentó concentrarse, aunque llegó un momento en que no sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados. La oscuridad le envolvía y, con ella, un calor agradable que no sentía desde hacía meses.

—Doctor —escuchó, a lo lejos—, ¿cree que está muerto?

Sintió que le zarandeaban. Trató de alejarse del frío.

—No, está respirando —escuchó—. Pero va a ser difícil sacarlo de este estado.

No quería salir de ningún estado. El frío, el hielo crujiendo dentro de su ropa y sus miembros dolorosos eran sensaciones lejanas, amortiguadas por el calor de aquella negrura. Era mejor seguir así, pensó, alejándose de esas voces molestas y heladas.

—Dejadme a mí —reconoció la voz de McLeod.

El dolor del primer golpe en la cabeza solo fue superado por el de un segundo topetazo que hizo que por fin abriera los ojos, asustado. La luz, plomiza y gris, le hizo parpadear, y el frío se le coló por todas partes. Trató de hablar pero su garganta parecía despellejada. Con la ayuda de varios hombres se levantó y, al asomarse por la borda, sin apenas fuerzas, el aire gélido le azotó el rostro. La sed y el hambre reaparecieron.

—¿Me habéis… dado una patada en la cabeza? —dijo, con voz ronca.

—¡Por supuesto que no! —dijo McLeod.

Parpadeó y se frotó los ojos. No podía ser…

—¡Isla Elefante! —gritó, señalando.

Y con ella sus acantilados, en los que reventaban las olas, alcanzando varios metros de altura y aproximándose a toda prisa, gracias al viento de popa.

—¡Los remos! —gritó—. ¡Agarrad los remos, maldita sea!

Los hombres obedecieron y él, sintiendo sus piernas como si fueran de plomo, se movió a duras penas hacia el timón. Tenían mar alta de popa, con cáncamos amenazando con embarcarles por detrás y que les impelían hacia los acantilados, si es que lograban sobrevivir a los arrecifes o a los gruñones que se les echaban encima. Una ola gruesa les hizo volar sobre el mar, arrojándoles sobre sus enemigos.

—¡Bogad! —gritó con fuerza.

Y a la desesperada, dio un golpe de timón.

Mar de Weddell. Rumbo a isla Elefante.

15 de abril de 1916.

Siete días en los botes

Shackleton atizó la madera del Caird, frustrado por no atisbar el Dudley Docker. Si Worsley no se había hundido, él mismo se encargaría de ahogarle. Los botes no estaban preparados para afrontar aquellas condiciones y Worsley iba a necesitar algo más que suerte para no zozobrar. Dio un par de pasos hacia popa, pero el viento le zarandeó y una ola hizo que estuvieran a punto de desnivelarse. Tiró por enésima vez del nudo de la boza que les unía al Stancomb-Wills, para cerciorarse de que no se había aflojado, y le dio una palmada en el hombro a Wild, rígido al timón y con sus ojos azules que, más que mirar al frente, parecían otear el futuro. Su aliento formó pequeñas nubes de vapor que desaparecieron en la negrura.

—El viento aumentará —dijo Wild—, pero lo lograremos. Quien me preocupa es Worsley.

Shackleton asintió. Hussey trató de mantener la vela tirante, pero el viento la mantuvo ondeando.

—Deja que se encargue de eso un hombre —gruñó Vincent.

Empujó al meteorólogo y agarró la cuerda. La tela, empastada por el hielo, dejó de crepitar. Hussey se dejó caer sobre los compañeros que trataban de dormir al fondo y un roción de espuma cayó sobre ellos, aunque nadie se molestó en quejarse. Shackleton se asomó por la borda y buscó con la vista a Crean.

—¿Todos bien?

El marinero, con el rostro cubierto de escarcha, se acercó hasta la proa del Stancomb-Wills.

—Hudson ha tenido que dejar el timón —contestó, afónico—, llevaba setenta y dos horas y su hombro le estaba matando. Ahora se encarga Bakewell pero le relevaré para la recalada. Los demás intentan guardar algo de calor. El bote está anegado de agua pero, al estar algo más caliente que el aire, nos alivia las piernas.

—¿Y Blackborow?

—Ahora no le duelen los pies, pero no creo que eso sea halagüeño.

—¡Blackborow! —gritó.

—Aquí… señor —contestó el muchacho, irguiendo la cabeza.

—Nadie ha estado jamás en isla Elefante. Serás el primero en desembarcar.

—Gracias… señor.

Les ordenó que intentaran descansar y se quedó vigilando la boza. Durante las horas siguientes se sintió exhausto pero incapaz de dormir, azotado por la espuma, mareado por el balanceo del bote y por el entumecimiento que sentía en la mano con la que en ningún momento quiso soltar la cuerda que unía las embarcaciones. Ya había extraviado una y no pensaba perder de vista a la otra. Una claridad tenue y gris comenzó a aparecer por el horizonte. Apreció algo en la proa de babor. Parecían…

—¡Picos! —gritó—. ¡Por encima de la niebla!

—¡Estamos demasiado cerca! —dijo Wild—. ¡Proa al este! —gritó—. ¡Viento al frente!

Los acantilados de roca volcánica se les echaron encima. Las gaviotas volaron en círculos sobre ellos, como si se burlaran de su fragilidad, zarandeados por las olas. Hurley estiró medio cuerpo por la borda, rozó un pedazo de hielo de los que flotaban alrededor con la punta de sus dedos y consiguió agarrarlo. Los hombres compartieron fragmentos y los chuparon con avidez. Quiso advertirles de que estarían impregnados de sal, pero prefirió dejar que los hombres aliviaran algo la sensación que les atenazaba las gargantas. Se concentró en localizar un sitio donde recalar sin que el bote quebrara contra un acantilado, las rocas de los arrecifes o los gruñones. Pero todo eran paredes yermas y verticales.

—¡Allí! —gritó Holness, sin dejar de lamer su hielo.

Shackleton solo vio una cadena de rocas oscuras. Sin embargo, el bote dio una nueva sacudida y pudo atisbar una playa, reducida y escondida entre dos formaciones rocosas. Se mordió el labio, parecía arriesgado, pero un vistazo al aspecto de sus hombres, que devolvían al mar sus pedazos de hielo, le hizo decidirse. Había tentado demasiado a la suerte y por el momento había perdido un bote. Trató de apartar esa idea de su mente.

—¡Recalaremos!

Los hombres se enconaron en el manejo de los remos y él proporcionó indicaciones a sus chicos y a los del Wills, donde Hudson yacía tumbado y Crean manejaba el timón… ¡cantando!

Una hora después, a él apenas le salía un hilo de voz, por lo que tuvo que pedir a Hurley que repitiera sus órdenes. A solo unos metros de la playa pedregosa vio una hilera de rocas, afiladas como cuchillos, que sobresalían del agua cuando las olas descendían. Estaban a metros escasos de su proa.

—¡A babor!

Hurley repitió la orden y Wild, al intuir el peligro, corrigió el rumbo con un viraje brusco que estuvo a punto de hacerles volcar.

—¡A estribor! —graznó.

Sin embargo, en esa ocasión no hizo falta que el fotógrafo le asistiera. Wild dio un nuevo golpe de timón que sacudió sus tripas cuando la proa se hundió en el agua, salpicando olas de espuma. En caso de haber tenido algo dentro de sus estómagos, supuso que la mitad de los hombres lo hubiera arrojado. Se agarró a la borda y, en el momento preciso, su amigo corrigió de nuevo el rumbo.

El James Caird cabalgó a lomos de una oleada que los arrojó por encima de las rocas y, con un frenazo que les hizo caer los unos sobre los otros, botaron varias veces hasta encallar en la playa. Sin poder creerlo, los hombres aplaudieron. Él se volvió hacia atrás al sentir que su bote era golpeado y, cuando descubrió el motivo, dio un grito de júbilo. El Stancomb-Wills, guiado por la boza, había recalado tras ellos. Los gritos de los hombres se entremezclaron.

—¡Blackborow, en pie! —dijo—. ¡Tienes que ser el primero en pisar la playa!

El joven parecía estar ausente. Shackleton, encaramándose sobre la borda del Wills, lo alzó por los brazos y, ayudado por los chicos, le obligó a saltar por la borda. El marinero cayó al agua, boca abajo. Y quedó inmóvil.

Isla Elefante.

15 de abril de 1916

Zara contempló espantada cómo Blackborow quedaba flotando boca abajo. Olvidando el frío y el dolor que le atenazaban las piernas, saltó por encima de la borda del Caird y apretó los dientes cuando el agua helada le cubrió la cintura. Bregando con las olas y con las piedras del fondo, trastabilló hasta agarrar el impermeable del chico, del que tiró con fuerza, arrastrándolo hacia la orilla. El aire azotó su ropa, que pareció lacerarle todos los músculos de las piernas. Apenas hubo sacado medio cuerpo de Blackborow, tropezó y cayó de espaldas. Un canto en la zona del coxis le hizo gritar y, exhausta, congelada y sin apenas poder jadear, buscó el rostro del joven. Mostraba una palidez cadavérica y unos surcos azulados alrededor de los ojos, que mantenía cerrados.

—¡Respira! —dijo, dándole un manotazo en el pecho.

Un latigazo de dolor le recorrió el espinazo cuando las manos de varios hombres la asieron de los brazos. Otros arroparon con mantas al marinero, al que abofetearon hasta que abrió los ojos. Blackborow, como si acabara de regresar de entre los muertos, miró alrededor. Ella intentó sonreírle, pero el dolor de sus labios se lo impidió.

—Mis pies…

—Tranquilo —dijo Shackleton, agachándose junto al chico—. Estás a salvo.

Varios hombres afianzaron los botes y alguien gritó una palabra que hizo que ella sintiera arder su garganta.

—¡Aguaaaa! ¡Hay aguaaaa!

Los hombres corrieron, aunque Shackleton permaneció sentado entre ella y Blackborow.

—No sé si eres consciente de lo que has hecho —le dijo.

Zara apenas pudo abrir la boca, por lo que se dejó llevar por el sonido de las olas en la orilla, sin poder creer que estuviera tumbada sobre un pedregal y no sobre el fondo de un bote. Parpadeó y contempló el cielo. Era gris y oscuro, y el suelo gélido y pedregoso, pero a sus ojos aquello semejaba un paraíso. La voz del jefe la hizo volverse.

—Has sido la primera persona que ha pisado isla Elefante.

—No… —dijo ella—, Blackborow…

Shackleton negó con la cabeza.

—Al arrastrarlo fuera del agua, tú ibas por delante.

Ella cerró los ojos y rio, preguntándose hasta qué punto era capaz de sorprenderla aquel hombre. Habían estado a punto de morir y le estaba dando importancia al hecho de que ella, una ladronzuela, hubiera sido la primera en pisar un pedazo de roca inútil para el resto de los habitantes del planeta. Las lágrimas le escocieron y se frotó los ojos. Sin embargo, al abrirlos, apreció la aflicción del rostro de Shackleton. Sostenía los binoculares entre sus manos y no necesitó preguntar para saber en quién estaba pensando.

Se le borró la sonrisa. En ningún momento se había planteado la posibilidad de que Worsley y los hombres del Stancomb-Wills no lo… Casi prefirió no pensarlo. Suspiró y se sintió diminuta, apenas una mota de polvo en aquella tierra de aguas furiosas e islas inhóspitas, y trató de buscar palabras que pudieran consolar a Shackleton. Incapaz de encontrarlas pateó las piedras. Una de ellas rodó hacia la orilla, cuando creyó ver algo. Se incorporó.

—¿Qué ocurre? —dijo el jefe.

Entornó los ojos, tratando de no perder de vista el punto del horizonte donde creía haber percibido una mancha. Las aguas oscilaron y el aire, brumoso, pareció ondular. Agarró los binoculares.

—¡Allí! —gritó, con voz ronca.

Shackleton recuperó las lentes, se puso en pie y, tras otear, corrió hacia el agua, gritando y haciendo señas con los brazos. Wild, que acababa de alcanzarles, dejó las tazas y agarró un pedazo de tela, que flameó en el aire. Y el Docker, que era lo que habían visto, enfiló hacia ellos… directo hacia las hileras de rocas de la playa.

Se dio cuenta de que se había metido en la orilla de nuevo cuando sintió el frío en las piernas, pero no se amilanó y gritó, a pesar de que sentía la garganta rasposa por la sed. Sus gritos, junto a los de los hombres que se les unieron, se mezclaron con el sonido del viento y el del rompeolas. El bote se batía de forma pesada y parecía imposible de maniobrar. Espantada, contempló cómo una ola lo encaramaba por detrás y lo alzaba. Se cubrió el rostro con las manos, cuando vio que lo arrojaba encima de los peñascos.

A bordo del Rakaia.

Al sur del cabo de Buena Esperanza.

Mayo de 1889. Veintisiete años antes

—¡Worsley!

El grito de Watson le hizo girarse. Apenas le había escuchado por culpa del viento, pero, al ver que junto al segundo del Rakaia se encontraba el capitán Banks, le dio un empellón a Johnny Muir, el otro aprendiz del navío en el que regresaba a Nueva Zelanda.

—¡Sí, señor! —dijo, tratando de hacerse oír por encima del vendaval.

—¡El capitán quiere cerciorarse de vuestros progresos!

—¿En pleno vendaval? —susurró Muir.

Watson le asestó un manotazo.

—¡Cuando él lo precise!

Worsley vio que el capitán alzaba sus manos.

—Con el mar calmo y el sol brillando —dijo Banks—, hasta un niño podría calcular la posición. Atravesando los Rugientes Cuarenta, es cuando se ve a un navegante.

Una ola barrió la cubierta, empapándoles los pies, pero él se mantuvo firme. El sol, entre las nubes, apenas era visible.

—Adelante, Muir —dijo Watson, acercándole un sextante y una carpeta con un mapa y cartas de navegación—. Calcule la mejor ruta posible desde nuestra posición.

Muir alzó el sextante y él le ayudó con el cronómetro. Los dedos de su amigo se desplazaron de las cartas al mapa y trazó una línea. Cuando le devolvió el mapa a Watson el papel estaba empapado. Banks arrugó la nariz.

—¡Esa ruta nos haría perder seis días!

Watson descargó la maroma sobre los nudillos de Muir, que contuvo un grito. Worsley sintió que la temperatura descendía cuando vio que el segundo de a bordo le señalaba.

—Calcule nuestra posición por estimación. —Le alargó el mapa, donde apoyó un dedo—. Hace dos días nos ubicamos aquí. Estime dónde nos encontramos ahora.

Trató de refrenar su respiración. El cálculo por estimación se realizaba a partir del último punto fijo que se conocía, avanzando esa posición en función del rumbo y la velocidad de la nave, sin tener que acudir así al cielo ni a los astros. Pero en esos cálculos, complicados de por sí, había que sopesar las maniobras que se realizaban para sortear los vendavales o el influjo de las corrientes marinas. Más que un cálculo era casi un arte. Inspiró con fuerza, haciendo memoria de los dos últimos días de navegación.

—Nuestra posición debe de ser… —cerró los ojos y musitó— veintiséis grados, ocho minutos y cuarenta y dos segundos Sur, y veintiocho grados, tres minutos y un segundo Este.

Banks y Watson se miraron.

—Es decir, que estamos justo aquí —dijo Watson, apoyando su dedo en el papel empapado—. ¡En pleno centro de Johannesburgo!

El dolor del golpe en los nudillos no fue nada en comparación al que sintió por el ridículo. La voz del capitán Banks tronó por encima del vendaval.

—¡Me habéis decepcionado! ¡Watson ha malgastado su tiempo con vosotros!

—¡No! —dijo él—. ¡Déjeme aprender, señor!

Un nuevo golpe de la maroma le interrumpió.

—¡No se le contesta al capitán!

Watson alzó de nuevo la cuerda, pero Banks le puso una mano sobre el brazo, deteniéndole.

—Esto no es un juego —dijo, escrutándole con sus ojos enormes—. Algún día, la vida de muchos hombres dependerá de estos cálculos. ¿Está seguro de que desea esa responsabilidad?

Worsley respiró hondo. Y la maroma de Watson cayó sobre su mano.

Mar de Weddell. Rumbo a isla Elefante.

15 de abril de 1916.

Siete días en los botes

Worsley sujetó la caña del timón mientras pugnaba por contener la rabia. Macklin le palmeó el hombro, pero su rostro reflejaba la misma frustración. Estaban convencidos de que los otros botes no habían logrado sobrevivir. Habían recorrido catorce millas, bordeando la isla, sorteando los golpes de mar, cada vez más duros, y los escollos que sobresalían del fondo, sin ver rastro de los demás. No era difícil intuir el motivo. Intentando aparcar su desconsuelo, trataba de localizar un punto donde desembarcar, temiendo que en cualquier momento aparecieran los restos de un pecio. Si eso ocurría, pensó, sería difícil no derrumbarse.

—¡Remad! —gritó.

Pero apenas les quedaban fuerzas, se morían de sed y se mecían sobre olas que recorrían la costa en dos derroteros diferentes y por tanto más enrevesadas de navegar que las de mar abierto. A pesar de sus correcciones continuas era inviable eludirlas todas. Un cáncamo les alcanzó por la popa, empapándoles.

—¡Achicad! —gritó—. ¡Achicad u os arrojaré por la borda!

Greenstreet le tiró de la manga y vio que Orde-Lees vomitaba.

—¡El coronel sí que sabe achicar! —dijo, intentando transmitir algo de ánimo.

—¡Yo no soy marinero! —protestó el oficial—. ¡No debería estar aquí!

—¡En eso estamos de acuerdo! —dijo Greenstreet.

Una voz, desesperada y que sonó más fuerte que el resto, hizo que todos se volvieran.

—¡Allí! —gritó Cheetham—. ¡Parece una cala!

Se puso en pie y vio un grupo de rocas que parecían ocultar un pasadizo estrecho tras el que parecía haber una playa rocosa… y algo más. Entornó los ojos y, desafiando los vaivenes, se subió a la borda. Dos de los hombres se apresuraron a sujetarle. Al fondo, donde las olas rompían, algo se mecía.

—¡Mástiles! —gritó—. ¡Son mástiles!

Los hombres se levantaron de una forma tan brusca que el bote estuvo a punto de zozobrar. Una ola los envió a todos de nuevo al fondo de la embarcación y aquellos a los que aún les quedaba algo de voz profirieron hurras, aunque estos se apagaron cuando los hombres contemplaron cómo las olas estallaban contra las rocas que rodeaban la isla.

—¡Gruñir y adelante! —dijo él, tratando de atisbar.

No pudo contener una sonrisa, cuando creyó entrever la silueta de Shackleton en la orilla. Agitaba los brazos y dedujo que trataban de llamar su atención. Cabalgó unas cuantas olas y se fijó en que parecían estar señalando algo por delante de ellos. Escrutó el agua y casi sintió que se le detenía el corazón cuando vio tres hileras de rocas.

—¡Arrecife! —gritó—. ¡Bogad a babor! ¡A babor!

Pero el viento, las corrientes y las olas hicieron casi imposible manejar el bote y la primera hilera se les echó encima. El Docker respondió a duras penas y se vieron impelidos hacia ellas. Cuando estuvieron casi encima, viró de forma brusca y las esquivó, de chiripa, solo para encarar otro grupo de salientes. Tiró con fuerza de la caña y esta crujió, vencida por la resistencia de las olas.

—¡A estribor! ¡Remad!

Los hombres del lado opuesto bogaron con fuerza para apoyar el giro y, de nuevo, evitó el obstáculo por un margen ridículo, empujado por una ola repentina que los alejó, haciendo que apenas las arañaran. Ante ellos se alzó la última hilera, a solo unos metros de la playa, y la más peligrosa porque solo era visible cuando la mar descendía. Trató de calcular el momento oportuno. Solo podría hacerlo aprovechando una ola que les alzara por encima, se dijo. A lo lejos, los hombres de tierra no dejaban de gritar y de señalar.

—¡Parad! ¡Atrás! ¡Ahora!

—¡No puedo más! —gritó Orde-Lees, soltando su remo.

—¡Ahora no! —dijo—. ¡Nos estrellaremos!

Pero Orde-Lees alzó sus manos, de las que colgaban jirones de piel. Todo el mundo comenzó a insultarle y él trató de compensar la pérdida de fuerza de aquel lado para mantener la proa alejada de las rocas, mientras daba nuevas órdenes. Kerr, de refresco, arrancó al coronel de su asiento, cuando una oleada los impulsó hacia delante.

—¡Arriba remos! —gritó.

Uno de los hombres no pudo reaccionar a tiempo y la mitad de su pala salió volando, astillada, cuando el extremo dio contra el arrecife. El bote pareció volar durante un segundo para descender en vertical. Con el impacto, la madera se combó y escucharon un sonido, como de huevos rompiéndose. Habían dado contra las rocas.

—¡Agarraos! —gritó—. ¡Remad!

Pero la proa se hundió y supo que aquello era el final. La popa se elevó y luego descendió, y el bote fue engullido por las aguas oscuras. Una nueva oleada de espuma les empujó y él aprovechó para propinar un último golpe de timón que les alejara de aquellos dientes negros, pero el sonido de madera, raspando contra la piedra, le caló hasta los huesos. El agua entró por todas partes y un nuevo cáncamo les hizo precipitarse una decena de metros. Con un ruido ensordecedor el bote pareció resquebrajarse, mientras ellos caían al fondo. Cuando todo quedó en silencio, vio que habían encallado en la orilla, pedregosa y oscura, con el Docker de costado.

Los hombres de tierra corrieron hacia ellos y los marineros gritaron de alegría, abrazándose. Sin poder creer que lo hubieran conseguido vio cómo se le acercaba Shackleton, con el agua hasta la cintura. De un salto, bajó del bote y le abrazó.

—¡Pensaba que no habían sobrevivido! —dijo.

—¡Yo creía lo mismo de ustedes!

Se aferró a ese hombre al que ya no veía como un patrón o un amigo, sino casi como a un hermano. Wild y Crean se les unieron y Shackleton señaló alrededor.

—¿Qué le parece? Es un tanto inhóspito, pero… ¡Estamos en tierra!

Se dejó caer sobre el suelo pedregoso, observando los acantilados, enormes, negruzcos y cubiertos de nieve y de una bruma helada que se fundía con aquel cielo plomizo. Era un día con relativo poco viento pero, como buen marino, sabía que cuando bufara procedente del sur, aquel lugar sería un auténtico infierno.

—Señor… —dijo, tratando de recuperar el resuello—. ¡Es la playa más hermosa que jamás haya visto!

Expedición Nimrod. Antártida.

52 días de marcha de regreso. Hut Point.

28 de febrero de 1909. Siete años antes

Hemos embarcado en el Nimrod. Esperaremos hasta el 26 de febrero. Buena suerte.

Shackleton se dejó caer en una silla.

—Por dos días… No lo hemos conseguido por solo dos días.

—Admito que creía que lo lograríamos —dijo Wild— y que algún día regresaríamos a este lugar. No sé qué es lo que tiene porque no es tierra para el hombre. Sin embargo, no cesa de llamarnos.

Shackleton alzó las cejas.

—¡Eso es! —dijo, levantándose—. ¿Y si estuvieran cerca?

—¿Qué quiere decir?

—¡Que aún podríamos hacerles señales! ¡Si conozco a Mawson, habrá dejado algo que pueda servirnos!

Se acercó a los objetos que había apilados al lado de la entrada y rebuscó entre ellos. Wild se acercó y removió.

—¡Dios mío, lleva usted razón!

Su amigo alzó una lata. Él sonrió, al ver que era de carburo de calcio.

—¡El combustible de las lámparas de acetileno! —dijo, cogiéndola—. Reacciona con el agua… pero tardaríamos horas en derretir nieve y ellos podrían estar alejándose.

Wild sonrió.

—Sígame.

Obedeciendo, salió al exterior y trepó la colina que habían utilizado de observatorio, durante su estancia en la cabaña, y a la que habían bautizado como Observatory Hill.

—Ni rastro del Nimrod —dijo Wild, recuperando el resuello—. No tenemos tiempo que perder. Usted haga lo que yo.

Apenas pudo contener la sonrisa cuando vio que su amigo se desabrochó los pantalones y orinó dentro de la lata. Sin pensárselo, le imitó, y en apenas unos segundos el contenido reaccionó. Una columna de humo ascendió, pero, para su desesperación, solo duró el tiempo que el carburo tardó en transformarse en acetileno, apenas unos segundos. Wild encendió una cerilla y la arrojó al interior. Una pequeña explosión generó una luz tan blanca e intensa como breve. Él escrutó el horizonte, nuboso y gris. En el mar, multitud de bloques de hielo se mecían, perezosos, algunos tan grandes como el buque que buscaban. En la costa, su cabaña y los restos de madera apilados junto a ella contrastaban con la nieve.

—¡Una hoguera! —exclamó, señalando—. ¡La columna de humo durará más!

Corrieron colina abajo. Tratando de olvidar las punzadas de dolor que sentía en el pecho, acarreó listones para formar una pira. Su amigo extrajo una caja de fósforos y arrojó varios a la base, pero en cuanto el fuego lamió las baldas más grandes, se contuvo y se apagó. Wild repitió la operación varias veces con el mismo resultado, por lo que cogió uno de los listones y lo sopesó sin los mitones.

—¡Está empapado! —dijo, arrojándolo—. ¡Todos lo están!

Él miró alrededor y vio una bandera de la Union Jack, que señalaba el lugar donde había muerto Vince, durante la expedición de Scott.

—¡Allí! ¡Está seca, ayudará a que esto arda!

Corrieron hacia el asta y arriaron la bandera con dificultad.

—¡Tire de los nudos de arriba! —dijo—. ¡Yo tiraré de los de abajo!

Sin embargo, tenía los dedos agarrotados por el frío, la tela estaba congelada y la de los nudos parecía haberse convertido en metal. El hielo, encastrado en los bordados, se le clavó en los dedos. Al cabo de unos minutos se dio cuenta de que los tenía rígidos y cubiertos de sangre helada.

—¡No puedo! —dijo Wild, mostrando sus manos—. Señor… lo hemos intentado, pero ni siquiera estamos seguros de que el Nimrod esté cerca.

—Me resisto a rendirme. Si la única preocupación de Mawson era que el Nimrod no quedara atrapado en el hielo, aún podrían estar próximos a la costa.

¿Cómo podía hacer una señal?, pensó, y miró al cielo, en busca de respuestas. Estaba más azul que otros días y el sol brillaba con fuerza, reflejándose en la superficie del…

—¡Eso es!

Corrió hacia la cabaña. Cuando Wild le alcanzó, casi había logrado arrancar el espejo de la pared.

—Señor, ¡es usted una fuente inagotable de ideas!

Su amigo estiró los brazos y, de un tirón, desprendieron el espejo. Minutos después, trataron de orientar el reflejo del sol en la dirección en la que estimaban que podría ubicarse el Nimrod. Apuntaron al horizonte, calculando la altura a la que el vigía podría verlo. Si el barco andaba cerca, sin duda alguien estaría observando el continente. Barrieron el mar con la luz durante una hora, tras la que se vieron obligados a descansar y dejar el espejo en la nieve. Jadeando, se dejaron caer.

—Tendremos que hacer un bote… —dijo Shackleton—. Rescataremos a Adams y a Marshall… y luego nos haremos a la mar… Pero no nos rendiremos.

Wild fue a decir algo pero él alzó la mano, interrumpiéndole. Había creído atisbar algo. Incrédulo, se frotó los ojos y miró a su amigo, que sonreía como lo haría un niño frente a una tienda de juguetes de Regent Street. Saltó y se abrazaron, gritando y bailando. Allí, en el confín del mar, ascendía una columna de humo.

Isla Elefante.

15 de abril de 1916

A pesar del dolor de sus asentaderas, Zara descargó los pertrechos en la playa. Rodeada de acantilados, calculó que mediría unos treinta metros de largo por unos quince de fondo. Apreció que la mayoría de hombres yacían desperdigados sobre los guijarros o caminaban sin rumbo, con puñados de piedras en las manos. Otros reían pero sin el menor atisbo de felicidad en sus rostros.

—Es como si tuvieran perlesía —le dijo Hurley, cargando con una de las cajas.

Admitió que era un panorama lúgubre, como el de los patios de esos sanatorios donde encerraban a los perturbados. Vincent caminó, arrastrando un hacha, hacia un grupo de seis focas. Antes de que ella pudiera abrir la boca la primera cayó, con la cabeza cercenada. En segundos, todas yacían sobre un charco de sangre. El marinero se sentó en el suelo y sollozó, cubriéndose el rostro. Crean se acercó a él y le pasó el brazo por encima de los hombros, retirándole el arma.

—Han sido cuatrocientos noventa y siete días sin pisar tierra —dijo el jefe—. Ciento sesenta de ellos a la deriva en una placa de hielo. Siete, navegando en botes abiertos por el Atlántico Sur y los dos últimos, además, sin agua. Pocos hombres soportarían algo así. Se les pasará.

Wild dio una calada a su pipa.

—No dejo de pensar —dijo— que de haber recalado en dos playas diferentes, nos hubiéramos dado por muertos los unos a los otros. Y las posibilidades por separado hubieran sido casi inexistentes.

El segundo de Shackleton estaba tan tranquilo que parecía que se acabara de bajar de un carruaje en un parque de Londres. Ella sonrió, pensando en lo acertado de sus palabras y en que resultaba complicado imaginar un pedazo de roca más sombrío. La playa era estrecha, pedregosa y apenas ofrecía protección frente al mar. Alzó la vista y apreció las montañas, de piedra volcánica y negruzca, cuyos acantilados eran embestidos por la masa de agua verdosa.

—Esta isla —dijo el jefe— es un macizo montañoso medio sumergido y cubierto por un manto de nieve. Su clima aúna lo peor de las montañas con lo peor del mar.

Unas cuantas gaviotas pasaron por encima y se cruzaron con un cormorán que escaló una de esas paredes verticales, oscuras y amenazantes. Pensó en lo frágiles que debían de parecer ellos, un grupo de veintinueve personas para las que cualquier percance podía suponer la muerte. Y eso le llevó a ser consciente de que solo Shackleton conocía su historia. Si él sufría un accidente, nadie la entregaría en caso de alcanzar una colonia británica. Meneó la cabeza, quizás ella también estaba perdiendo la cordura, se dijo… y se encontró con los ojos del jefe.

—¿Te ocurre algo?

—¡No! Solo estoy… un poco aturdida. Como el resto, supongo.

—Estupendo —dijo Shackleton—, porque eso tiene solución. ¡Green, calentemos leche! ¡Y asemos unos cuantos filetes de esas focas de Vincent! ¡La primera comida caliente en tres días!

Varios hombres aplaudieron pero ella se vio inmersa en las sombras que se cernían sobre su corazón. Llegar a tierra había sido un punto de inflexión. La posibilidad de salir con vida de aquello parecía posible, por primera vez desde que abandonaran el Endurance. Pero esa noticia, feliz para otros, la entristecía porque la acercaba a un destino cruel… que quizás aún podía evitar. No, se dijo a sí misma, no de esa forma. Se puso en pie, dispuesta a echarle una mano a Green.

Comieron alrededor de la cocina, dejándose impregnar del chisporroteo y del humo, y luego ayudó a montar las tiendas, una tarea ardua porque habían prescindido de los armazones con el fin de reducir peso en los botes. Cuando la noche cayó, la mayoría de los hombres llevaban horas durmiendo. Ella, incapaz de hacerlo por los nubarrones que le incomodaban el espíritu, se acercó al fuego. Shackleton, Wild, Worsley y Hurley, en su sempiterno comité de crisis, calentaban sus tazas.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó el fotógrafo, llevándose la suya a los labios—. Esta isla está deshabitada y fuera de toda ruta marítima o ballenera. Antes o después tendremos que marcharnos, aunque sea en busca de un puesto de cazadores de focas.

—Caminar está descartado —respondió Wild—, solo podemos salir en los botes. Pero el estado de algunos hombres, como Blackborow, nos lo impide.

Ella bajó la vista. Aquello era lo que le faltaba para sentirse deleznable.

—Tranquila, volverá a caminar —le dijo Shackleton—. Me preocupa más cómo llevarlo hasta casa.

Ella sostuvo la mirada de aquel hombre y apreció cómo le habían afectado los últimos meses. Cuando lo conoció en Londres no tenía la frente surcada de arrugas, ni estaba demacrado o encorvado. La incertidumbre y la responsabilidad que apencaba sobre sus hombros habían resultado mayores de lo que él mismo había estimado. Pocos hombres, pensó, lograrían soportarlo sin derrumbarse. Pero el precio estaba siendo elevado. Wild hizo que girara la cabeza.

—Tendrá que ser por mar —dijo.

Worsley arrojó unas hierbas al fuego.

—Podríamos reponer fuerzas unos días y luego echarnos de nuevo a los botes.

—Estoy de acuerdo —sentenció Shackleton—, el cabo de Hornos es impensable por los vientos dominantes, insalvables para estos botes, pero podríamos intentar alcanzar isla Clarence o Georgia del Sur. Descansaremos antes, pero no aquí.

—¿Por qué no? —preguntó Hurley—. La playa parece resguardada del viento y aunque es pedregosa podremos dormir, fue más difícil hacerlo sobre la nieve empapada. Y en cuanto a la comida, hemos visto focas y…

Wild alzó su mano para señalar la pared del acantilado más cercano, donde sus sombras bailaban, por efecto de las llamas.

—¿Ve algo que le llame la atención?

Ella miró. Se alzaba una pared de roca escarpada y negra, que, por lo que había observado cuando había luz, tendría unos trescientos metros de altura. Sin embargo, se fijó en algo que antes no había apreciado. Había dos tonalidades en la roca viva. Más oscuro, cerca del suelo, y más claro por encima.

—Esa es la marca de pleamar —dijo Wild—, cuando suba la marea o se presenten williwaws, el agua anegará la playa hasta esa altura.

¿Williwaws? —dijo ella.

Wild señaló hacia arriba.

—Ráfagas repentinas de viento que descienden desde una costa montañosa al mar. Son habituales en estas aguas.

Exhaló el aire, con la sensación de que nunca iban a poder estar sin una amenaza cerniéndose sobre ellos.

—Por exhaustos o enfermos que estén los hombres —dijo Shackleton—, hemos recalado en una ratonera. Si nos quedamos aquí, podríamos morir ahogados. Nos guste o no, buscaremos otra playa.

—¿Y si no la encontramos? —preguntó Hurley—. Los hombres están exhaustos, no veo cómo podríamos resistir…

—Yo la buscaré —dijo Wild.

Hurley sonrió.

—Usted es capaz de encontrar una aún más inhóspita que esta.

—En ese caso —dijo Shackleton—, la bautizaremos como «Cabo Wild».

—«Maldito Cabo Wild» —corrigió el australiano.

Los hombres rieron y ella cerró los ojos, pensando que casi prefería que no encontraran otra cala, ni tener que subirse de nuevo a los botes, cuando sintió la brisa en su cara. Alzó la vista. Algo parecía descender a toda velocidad, hacia ellos.

¡Williwaw! —gritó Hussey—. ¡Williwaw!

Isla Elefante.

19 de abril de 1916.

Cuatro días desde el desembarco

Zara se asomó al exterior, sin poder creer que su nueva cala estuviera en calma. El williwaw había sido solo el preludio de una tormenta que se había prolongado durante tres días, en los que apenas habían podido asomar la nariz y en los que las lonas, golpeadas por el aire y por pedazos de hielo, se habían desplomado. La de Wild incluso había salido volando y se había hecho jirones. Las olas se habían colado bajo las más cercanas a la orilla y se habían llevado dos bolsas de ropa.

Con el zumbido del viento retumbándole aún en los oídos, vertió nieve en el cubo y prendió el fuego. En cuanto el agua borboteó, escanció varias cucharadas de leche en polvo. La voz de Shackleton le hizo alzar la cabeza.

—Te ayudaré.

El jefe cogió varias tazas.

—¡Arriba, señores! —dijo.

—Aquí dentro no queda nadie vivo —masculló Vincent.

—Estupendo, así el resto tocaremos a más.

Ella sonrió, al ver varias manos aflorar por los jirones de la lona. Wild al final había optado por bautizar a su nueva playa, pedregosa y más lúgubre que la que habían dejado atrás, como Castle Rock. Para alcanzarla habían tenido que bregar dos horas contra un viento de costado que se empeñó en lanzar los botes contra los acantilados. Pero la cala era mayor, se encontraba más resguardada y disponía de un pequeño banco de arena que sus espaldas agradecieron.

—¡A trincar y a estibar! —gritó Wild.

Un grito de Green le hizo volverse.

—¡Han desaparecido ollas! ¡Menudo desastre!

Vio la expresión de contrariedad del jefe.

—Mis guantes —dijo Orde-Lees— están congelados.

—Mi gorro también se ha helado —dijo Vincent.

—Necesitamos ropa seca —dijo alguien.

—Y descansar un poco —escuchó.

Ella se puso en pie.

—¡Ya basta! —gritó.

Durante varios segundos solo se escuchó el viento y fue consciente de que ella era la última en aquel escalafón invisible que ordenaba al grupo desde Plymouth, pero no podía tolerar que trataran de esa forma a quien, hasta ese momento, los había mantenido con vida a costa de su propia salud. Aunque esa persona fuera la misma que poseía la llave de su condena y a quien le convendría que sufriera un accidente. Apretó los puños, horrorizada por su propio pensamiento.

—¡Si se han congelado sus guantes o su ropa —dijo— es debido al proverbial despiste de los marinos! No les hubiera sucedido de haberlos colocado bajo ustedes al dormir, como hemos venido haciendo hasta ahora. ¿Por qué hoy no se han acordado? Todos estábamos cansados, pero algunos no solo no hemos perdido ropa, sino que nos hemos levantado temprano para prepararles un vaso de leche. Entre ellos, el jefe.

Los hombres entrecruzaron miradas que no supo interpretar. Quizá no debía de haber hablado, se dijo, y menos en esos términos. Miró a Shackleton, que dio un paso al frente.

—Deberían avergonzarse —dijo este— de que ella, sin experiencia, nos enseñe a comportarnos. ¡Evitar el trabajo no es propio de marineros británicos!

Los hombres inclinaron sus rostros.

—Si se les dejara a su propia iniciativa —continuó él— morirían de hambre o de frío, viendo la falta de atención que prestan a sus equipos. Los que eluden su trabajo no deberían estar en lugares como este, así que no entiendo por qué decidieron presentarse voluntarios. Este sitio exige todo nuestro tiempo y energía solo para mantenernos con vida. Tenemos varios heridos de los que cuidar, Blackborow y Greenstreet tienen los pies congelados y Hudson tiene una herida en la espalda que se le ha infectado. Todos somos responsables de quienes tenemos al lado. Sacarlos de aquí con vida es un cometido que me concierne a mí. Pero mantenernos vivos, esa es tarea de todos.

Contempló, con alivio, cómo los hombres asentían. El consuelo se desvaneció al escuchar un grito.

—¡Es Rickinson! —escuchó.

Se volvió y vio al maquinista, de rodillas, agarrándose el pecho. Los doctores corrieron hacia él. Apenas tenía color en su rostro, plagado de sudor. De su boca, entreabierta, brotaba espuma y un sonido que parecía un estertor. Cuando se desplomó, ella miró a Shackleton. Sus mejillas estaban aún más pálidas que las del ingeniero de máquinas.

Isla Elefante.

20 de abril de 1916.

Cinco días desde el desembarco

—¡Moveos! —ordenó Wild—. ¡No hagáis esperar al jefe!

Zara dejó los enseres en el suelo y se acercó al grupo. Casi todos estaban sucios, desaliñados, andrajosos y con las caras ennegrecidas por el humo de grasa de ballena, lo que hacía que los ojos destacaran tanto que casi asustaban. El olor a sal empapaba el aire, que parecía no poder quedarse quieto nunca.

—Según McIlroy —dijo Shackleton—, el corazón de Rickinson falló ayer debido a que ha estado sometido a un esfuerzo excesivo y durante más tiempo del recomendado para su edad. Se ha recuperado del ataque pero al parecer no soportará nuevos esfuerzos. Ayer Green también cayó exhausto, por lo que he pedido a Hussey y a Hurley que se hagan cargo de la cocina mientras nuestro chef se recupera.

Ella frunció el ceño, al ver que no la mencionaba.

—Nuestras provisiones escasean —continuó— y se acerca el invierno. No podemos echarnos a la mar con un bote dañado y con heridos, pero tampoco podemos permanecer aquí.

Los hombres se miraron entre ellos y hasta ella comprendió que el jefe parecía admitir que no había salvación aparente. Pero supuso que no les había reunido para decirles que bajaran los brazos.

—Este lugar —continuó él— es inhóspito, frío y la fauna es más escasa de lo que señalaba el Derrotero. Corremos peligro de inanición y por eso he tomado una decisión. Partiré con un grupo, en el James Caird, en busca de ayuda.

Se llevó la mano a la boca. El viaje hasta allí, de cien millas, había estado a punto de acabar con ellos. Las posibilidades de sobrevivir a un trayecto mayor eran ridículas. Varias exclamaciones de los marineros parecieron darle la razón. El jefe alzó las manos.

—La isla de Tierra de Fuego o las Malvinas están más próximas que Georgia del Sur, pero bregaríamos contra las corrientes del estrecho de Drake y los vendavales de barlovento. También podríamos dirigirnos a Port Stanley, pero afrontando el viento del oeste.

—Ambas opciones son imposibles —dijo McNish.

Shackleton asintió.

—Así que, descartado lo imposible, he escogido lo que solo es difícil. Dirigirnos a Georgia del Sur.

—¡Pero eso está a ochocientas millas! —exclamó Orde-Lees—. ¡Ocho veces la distancia que acabamos de hacer! ¡Es una locura!

—Sí, lo es. Pero al menos llevaremos el viento de popa.

—Eso hará difícil recalar —dijo Cheetham—. Una mínima desviación les haría rebasar la isla y sería imposible volver atrás. Se verían empujados al océano abierto.

—Exacto. Pero lo que no pienso tolerar es que mis hombres mueran de hambre.

Un murmullo recorrió el grupo. Worsley dio un paso adelante.

—Rodeé el cabo de Hornos con dieciséis años. Conozco sus icebergs y el peligro de sus tormentas, pero lo peor son las corrientes marítimas, los vendavales de más de cien kilómetros por hora y, por encima de todo, las aplanadoras.

Ella miró a Crean y este se le acercó para susurrarle.

—Son las olas más altas, anchas y largas del mundo. Se generan por el viento y, por efecto de las corrientes marinas, siguen un curso circundante, reforzándose en cada pasada hasta que forman frentes de más de mil kilómetros y de quince metros de altura, que se desplazan a más de cincuenta kilómetros por hora. Cuando caen en vertical lo hacen al doble, por lo que aplastan transatlánticos como si fueran de papel. Parten las batayolas, doblan los candeleros de acero y el casco se hiende como si fuera una cáscara de huevo.

Ella tragó saliva.

—Cruzaremos un océano subantártico —continuó Shackleton—, ubicado al sur del cabo de Hornos, y solo dispondremos de un sextante, el de Hudson, y de un cronómetro para orientarnos mediante cartas. Pero los cielos estarán encapotados, por lo que usar estos instrumentos será intrincado. Así que gran parte de la navegación la haremos por estimación. Ahí es donde jugará un papel fundamental nuestro capitán. Worsley trazará un curso que permita al James Caird alcanzar Georgia del Sur con un margen de error de apenas diez millas en las ochocientas que recorreremos. Cualquier yerro en los cálculos o en la navegación hará que rebasemos la isla. Llevaremos provisiones para seis semanas, por lo que, pasado ese tiempo, dejaré instrucciones sobre cómo deberá actuar el resto del grupo. Ya saben, señores, jamás la bandera arriada…

—¡Nunca la última empresa! —contestaron los hombres.

Durante unos segundos solo se escuchó la brisa.

—McNish —dijo Shackleton.

—Sí, señor.

Ojeroso, con barba de varios días y con el rostro lleno de llagas, el carpintero sostenía una taza humeante.

—No puede modificar el Caird sin madera, ¿verdad?

—¿Quién ha dicho que no disponemos de madera? Dígame qué quiere hacer.

—Ponerle una cubierta, pero supongo que eso es imposible.

—¿Quién es el maldito carpintero? Tendrá su cubierta. Si me deja trajinar a mi manera, claro.

Shackleton ensanchó sus labios, rodeados de costras.

—Chippy, me gustaría que nos acompañara. Pero no le podría reprochar que no quisiera hacerlo.

El carpintero suspiró.

—En ese caso, tendré que esforzarme en hacer del Caird un bote seguro.

El jefe miró al resto.

—¿Algún otro voluntario?

Cuando ella levantó su brazo casi todos lo habían hecho ya. Solo uno mantuvo los suyos bajados.

—Yo… —dijo Orde-Lees— no soy demasiado útil navegando.

—Ni en ningún sitio —dijo McCarthy.

Los hombres rieron. Shackleton parecía tener los ojos humedecidos.

—Le he pedido a Wild, contra su voluntad, que se quede. Junto a los doctores, se encargará de los enfermos. A Worsley le he encomendado encontrar una mota de tierra en el océano. También me gustaría contar con tres marineros. McCarthy, aparte de su habilidad, nos ayudará a mantener elevada la moral.

El irlandés agachó la cabeza con un gesto ceremonioso. Los hombres aplaudieron.

—Vincent —continuó el jefe—, sus brazos nos vendrán bien.

Ella no pudo evitar sonreír.

—Si conozco al jefe —le dijo a Crean, en voz baja—, creo que lo escoge para alejarlo de aquí.

El marinero le sonrió.

—Lo mismo que a McNish —le susurró al oído—. Ambos resultan útiles cuando tienen tareas que hacer pero inactivos se convierten en peligrosos. El jefe pretende ahorrarle problemas a Wild, cargando con aquellos en quien confía menos.

Shackleton miró a Crean, que se puso firme y dio un paso al frente.

—Iré encantado, señor.

Sin embargo, el jefe suspiró.

—Creo que es usted tan indestructible como puede llegar a serlo un hombre, su moral es intachable y su ánimo, contagioso. Por eso… creo adecuado que se quede.

Ella abrió la boca, casi tanto como el marinero.

Expedición Terra Nova. Antártida.

11 millas al sur del depósito de provisiones One Ton[18].

12 de noviembre de 1912. Cuatro años antes

Tom Crean se frotó los ojos y trató de enfocar entre la bruma.

—¡Allí! —dijo, señalando lo que parecía un hito de nieve.

Estaba media milla a su derecha y tendría unos dos metros de alto. Apretó el paso, a pesar de que las piernas se le hundían en la nieve. Llevaban dos semanas caminando hacia el sur, en busca de Scott, y habían registrado todos los depósitos, el último de ellos One Ton, el más grande y en el que habían albergado la confianza de que los cinco expedicionarios hubieran resistido el invierno. Pero One Ton estaba intacto y sus esperanzas se habían desvanecido.

—¡Es un mástil! —gritó, al ver algo negro y que sobresalía.

Wright, sobre los esquís, se adelantó.

—Oh, Dios mío… —escuchó—. Creo que… son ellos.

Crean corrió y escarbó la nieve hasta encontrar la entrada de la tienda, que abrió a manotazos. Cuando se asomó al interior, tardó unos segundos en asimilar lo que vio. Había tres hombres sentados. Scott, en medio, abrazaba a Bowers, y Wilson, con los brazos cruzados sobre el pecho, descansaba a su izquierda. La bolsa de cuero con el tabaco y el té reposaba entre ellos y, delante de cada uno, su cuaderno de notas. Todo tan ordenado que por un instante pensó que estaban durmiendo, un deseo que el color amarillento de sus pieles amojamadas se llevó por delante. Se arrodilló frente a Scott, con los ojos cerrados para siempre y, de forma casi reverencial, cogió su diario. Lo abrió por la última página escrita, cuando varias cabezas asomaron.

—Llegaron —dijo, con voz entrecortada—, pero después que Amundsen.

Cerró el diario y apoyó su cabeza en la de Scott. La rabia, contenida durante meses, brotó en forma de lágrimas.

Dos horas después, Crean lanzó una última paletada de nieve sobre el túmulo, de tres metros de altura y en el que habían colocado una cruz de madera. La nieve se estrelló contra esta, desparramándose. Volvió a clavar la pala en el suelo y Wright le puso la mano sobre el hombro. Se dejó caer de rodillas.

—Tenía que haberle insistido… ¡No escogió bien a los hombres! ¡Yo podría haberle ayudado!

Apoyó la cabeza en el montículo y se dejó llevar por la rabia que sentía, golpeando la nieve. Wright se agachó y permaneció en silencio, a su lado. Al cabo de unos minutos se limpió el rostro, cogió los esquís de Scott y los hundió en el suelo, al lado de la tienda. Ninguno de los hombres, ni siquiera los perros, emitieron el más leve sonido. Solo los aullidos del viento acompañaron sus gestos.

Poco después se giró y recordó aquel momento en el que había contemplado a Scott, alejándose y saludándole con la mano, diez meses atrás, y le resultó terrible que su profecía se hubiera cumplido. Yacía bajo la nieve que había tratado de conquistar. Se volvió y dio un paso. Y luego, otro. Era lo único que sabía hacer, se dijo, caminar en la dirección que otros le indicaban. Se giró para mirar el montículo por última vez y sintió el frío de una lágrima helándose al descender por su mejilla.

—Lo siento, capitán.

Isla Elefante.

20 de abril de 1916.

Cinco días desde el desembarco

—No, señor —dijo Crean—, no pienso quedarme. Esta vez,

Zara miró al irlandés, sorprendida. Nunca le había escuchado discutir una orden.

—Le fallé a Scott —continuó— y no pienso repetir aquel error. Seré más útil a bordo de esa embarcación y luego mis piernas caminarán hacia donde usted lo indique. Pero no me quedaré aquí mientras usted podría estar necesitándome.

Todas las miradas se volvieron hacia Shackleton. Este se tomó su tiempo, antes de girarse hacia Wild, que sonrió.

—Dado que me obliga a quedarme —dijo este—, me quedaría más tranquilo sabiendo que Crean está con usted.

—Así será, entonces —dijo el jefe.

Ella sonrió, al ver el brillo que apareció en los ojos del marinero. Aun sabiendo que era una misión suicida, sintió envidia. Acostumbrada a la mezquindad de las calles de Londres, nunca hubiera imaginado que existieran hombres como aquellos. Shackleton se volvió hacia Hurley.

—Si fracasáramos… —dijo, extrayendo un papel del bolsillo—, aquí le cedo los derechos de las imágenes. Llevaba usted razón, no permita que nada de esto caiga en el olvido.

El australiano cogió el papel y lo leyó.

—No puedo aceptar —dijo, devolviéndoselo.

Shackleton sonrió.

—Le escogí porque uno de mis benefactores me lo impuso y cuando le conocí me pareció arrogante, algo que estimé que podía ser negativo para el grupo. Sin embargo, me ha demostrado que no solo es un gran fotógrafo. —Volvió a tenderle el papel—. Acéptelo. En realidad es un truco, porque no pienso morir. Voy a sacarles de aquí.

Hurley se abrazó al jefe. Los hombres aplaudieron y ella sintió admiración por esos hombres que parecían no tenerle miedo a nada. Al ver que Shackleton se volvía hacia ella, sintió que el corazón se le aceleraba.

—A ti también me gustaría pedirte algo. Has demostrado una fortaleza y una determinación que pocas veces he encontrado. Creo que puedes ser determinante para el futuro de esta expedición. Así que… me gustaría que nos acompañaras.

Zara abrió la boca de par en par, y el frío, la humedad o cualquier temor por el futuro parecieron desvanecerse.

—¡Por supuesto! —exclamó.

Varios hombres rieron. Shackleton se acercó, le dio la mano y los demás les rodearon y palmearon al jefe. Ella pensó que se merecía esas muestras de aprecio pues acababa de infundir esperanzas renovadas a un grupo que, de no ser por él, ya habría perecido.

Se alegró al ver que el jefe sonreía y que los hombres parecían de nuevo dispuestos a seguirle incluso hacia la muerte, que era a donde con toda probabilidad se encaminaban. Pero de ser así, lo haría habiendo disfrutado de una vida plena durante esos dos últimos años, sin duda los que más sentido habían tenido de su existencia. Y es que rodeada de soledad, frío y ventiscas, había vuelto a creer en las personas… y en ella misma.

Isla Elefante.

24 de abril de 1916.

Nueve días desde el desembarco

—¡A trincar y a estibar! —gritó Wild.

Zara sonrió al escuchar los gruñidos y repartió las tazas con leche en polvo. Poco después le acercó a McNish la vela que había cosido uniendo pedazos de lona con la ayuda de Cheetham y de McCarthy. El escocés, a pesar de las ventiscas, no había cesado de serrar, medir, empalmar y golpear con su martillo durante los últimos tres días, reciclando madera y clavos de donde parecía no haberlos.

—Un gran trabajo —dijo, examinando la vela.

Suspiró. La lona había estado tan tiesa por el frío que para dar las puntadas había tenido que ayudarse de tenazas. McNish le observó las manos.

—Las manos son sinceras —dijo, apreciando las heridas—. Me gusta la gente que trabaja con ellas. ¿Quieres ver mis progresos?

—¡Claro! —dijo ella.

—El Caird es un ballenero de siete metros, con su parte más ancha en medio. Estaba deteriorado por las travesías en la placa y en el mar. He arreglado un agujero en la amura y he alzado la altura de la borda, utilizando dos planchas que he calafateado con cáñamo y brea. Como no tenía madera suficiente de la obra muerta del Dudley Docker para hacer una cubierta, he dejado un marco que cubriré con una lona que protegerá el interior, aunque en la popa quedará una abertura, donde podremos manejar el timón sentados o de pie. He calafateado esas junturas con mecha de vela, suelo hacerlo con masilla pero no teníamos, así que Marston me ha prestado sus óleos. Creo que es la primera vez que se usa algo semejante para calafatear las costuras de un bote. Solo cuando estemos en el agua sabremos si ha sido una buena idea.

Ella sonrió. Los ojos de McNish refulgían como los de un crío.

—También he atornillado el mástil del Stancomb-Wills a la parte interior de la quilla, para evitar que se rompa la sobrequilla si nos encontramos con mar gruesa. Y he utilizado su vela para hacer una mesana. Por tanto dispondremos de un foque, una al tercio fija y una mesana pequeña. Si se congelan, tendremos que aferrar tres velas y sus aparejos en vez de solo dos; hubiera resultado mejor disponer de solo un foque y al tercio la segunda con pujamen largo, pero no disponemos de tela para algo así. También he asegurado los obenques del palo mayor con cuatro tornillos de latón de cinco centímetros cada uno. Y en cuanto al lastre, cargaremos una tonelada de piedras en el fondo para que no vuelque. Worsley y yo pensamos que es demasiado pero el jefe quiere asegurarse de que es estable. El riesgo es que la nieve o el hielo se acumulen, porque con poco peso adicional se hundiría. Tampoco va a ser fácil navegarlo y menos con los aparejos que vamos a cargar.

—Cuatro remos —recitó ella, de memoria—, seis horquillas, un cabo largo de boza para el ancla flotante, una aguja de bote de la Marina, un saco de lona para aceite, luces rojas, fósforos de tormenta, un achicador, dos hachas, un pasador de cabos y una bolsa con material de reparación… sin apenas material.

El escocés sonrió.

—¡Me dejas impresionado! Eso es con lo que contamos para atravesar ochocientas millas en el peor océano del planeta. Zara… no voy a engañarte, va a resultar complicado.

—Lo sé. Pero lo consigamos o no, habrá realizado usted un trabajo impresionante.

—También he ayudado a los chicos a construir una cabaña, usando el Docker y el Stancomb-Wills como techo y apoyando sus proas y popas sobre un par de muros de piedra que hemos levantado a los lados. Eso ha sido idea de Greenstreet y de Marston. Luego hemos claveteado y fijado lonas, usando maderos. Confío en que aguanten el viento.

—Me asombra, señor.

McNish bebió de su taza.

—Soy un vejestorio gruñón pero sé lo que me hago. Faenando soy feliz porque me siento útil. No tolero que no se valoren mi trabajo o mis opiniones. No sé si llegaremos a Georgia del Sur pero sí sé que habré puesto todo de mi parte para que así sea. Eso es lo que me hace sentirme bien. Con esto —alzó un listón de madera— es con lo que me siento cómodo. No es solo el trabajo duro lo que nos sacará de aquí, sino también el ánimo que pongamos cada uno de nosotros en conseguirlo. Cuando alguien trabaja con ilusión el trabajo es placer, no una carga. El problema de muchos hombres es que descubren eso demasiado tarde.

Miró al carpintero y pensó que lo había enjuiciado mal. ¿Cuántos hombres habrían sido desdeñados de esa misma forma? ¿Cuánto talento se habría desperdiciado, o se desperdiciaría en el futuro, por no escuchar a personas como él, solo por su carácter agrio? Sin pensárselo, le abrazó. Cuando se separó, vio que tenía los ojos humedecidos.

—Vaya… Gracias…

Se alejó, feliz de haberse detenido a hablar con él y, poco después, ayudó a preparar el almuerzo. Shackleton se acercó con los dos médicos y se sentó junto al fuego.

—Debería llevarse a Blackborow —dijo Macklin—, sus pies necesitan atención médica.

—Si no, es posible que la gangrena avance —añadió McIlroy.

Ella suspiró.

—No —dijo el jefe—, la travesía será inclemente. Piense en sus posibilidades, en caso de surgir contratiempos. Aquí estará caliente y bajo sus cuidados.

Los dos médicos se miraron entre sí.

—Lleva razón —asintió Macklin.

—¡Hora de prepararse! —dijo Shackleton, dando una palmada.

Vio que Wild le ofrecía un cigarro al jefe.

—El último, señor.

Shackleton se lo llevó a los labios y lo prendió con un fósforo.

—Nunca es el último, Wild.

—En realidad, sí que es mi último cigarro.

Ella sonrió, al ver la forma en que Shackleton miró a su amigo, enarcando una ceja. Aquellos dos hombres parecían entenderse, sin apenas hablar.

—De acuerdo. Al próximo, invito yo.

Wild sonrió y ella aprovechó para repasar la ropa que dispondrían para la travesía. Un suéter Jaeger, pantalones de paño, dos pares de calcetines de lana, botas de piel de reno, guantes de lana Shetland con mitones de piel de perro y pasamontañas de lana. Encima, portarían los monos y los gorros Burberry, que apenas dejaban una pequeña abertura para la cara.

En cuanto apagaron los cigarros, entre todos cargaron los fósforos, el combustible, el hornillo Primus, los sacos de dormir y los pertrechos de navegación, entre ellos unas hojas ajadas, arrancadas de las cartas del Endurance. También cajas, con más de trescientas de las raciones de la fallida travesía de la Antártida, doscientas de frutos secos, seiscientas galletas, una lata de cubitos de Bovril, una caja de terrones de azúcar, ciento treinta litros de agua en barricas selladas y otros ciento veinte kilos de hielo dulce.

—Para seis semanas —dijo Worsley—. Ese es el límite.

Ella se mareó, de pensar en la posibilidad de pasar tanto tiempo a bordo del bote, y se encomendó a sus rezos para que los vientos les fueran favorables. Se despidió, uno a uno, de los hombres y, con una sensación de opresión en el pecho, se acercó al bote cuando ya lo estaban empujando por encima de las olas.

—El hielo de fuera se ha movido, señor —apuntó Hurley—, y el mar está entrando. ¿Quiere esperar?

—En absoluto —fue la respuesta del jefe—. Nos vamos.

Shackleton y Wild se abrazaron. Supuso que para ellos debía de ser un momento duro.

—Si en primavera no hemos vuelto —dijo el jefe—, use los botes para dirigirse a isla Decepción.

—Eso no sucederá. Vuelva pronto… y traiga cigarros.

Ayudó a empujar el bote, metiéndose en el agua helada hasta la cintura. El frío la paralizó y un golpe de mar tiró del ballenero. McNish y Vincent, ya subidos, cayeron al agua. Ella corrió hacia el Caird, temiendo que volcara antes de comenzar la travesía. Sin embargo, el lastre y el aumento de la altura de la borda obraron el milagro.

Respiró aliviada, al ver que se estabilizaba y agarró uno de los cabos, mientras otros la imitaban. Algunos de los chicos socorrieron a los que habían caído y les ayudaron a alcanzar la orilla, donde les ofrecieron cambiarles las ropas, un gesto generoso pues incluso en tierra una prenda tardaría semanas en secarse. El Stancomb-Wills les acercó los últimos suministros, arrastrando las barricas con el hielo y el agua. Cuando estaba cerca una nueva ola los empujó hacia estribor. La sangre pareció congelársele cuando escuchó un crujido en la tablazón.

—¡Hemos tocado las rocas! —gritó McNish.

Los hombres se abalanzaron hacia el bote pero los daños parecían menores, aunque uno de los barriles de agua se había golpeado, al quedar trabado entre las dos embarcaciones. Bregó para tratar de revisarlo, pero la voz de Shackleton la hizo detenerse.

—¡No hay tiempo! ¡Suba! ¡Tenemos que aprovechar la marea!

Dejó la barrica, con la inquietud de no haberla comprobado, y se encaramó al Caird. Escuchó vítores procedentes de la playa y, al percibir su nombre entre ellos, no pudo evitar que el corazón se le acelerara. Cualquier sacrificio a bordo de ese bote estaría justificado, se dijo, sintiendo el vello de los brazos de punta. Aquel grupo de hombres que tanto le había enseñado merecía una oportunidad y estaba dispuesta a ofrecérsela.

Una gota de líquido salado le cayó sobre la comisura del labio. No supo discernir si era agua de mar o una lágrima. Agarró su remo. A lo lejos, una bandada de pingüinos les observaba. Algunos de ellos movieron sus alas, como si se despidieran. No pudo evitar reír… ni que las lágrimas, ahora sí, le resbalaran por el rostro.

Isla Elefante.

24 de abril de 1916.

Nueve días desde el desembarco

Worsley miró hacia la playa una vez más. Habían pasado la noche alrededor de la hoguera y bajo una atmósfera brumosa por el humo de sus cigarros, como si no quisieran que llegara el amanecer y tener que despedirse. Recordó las palabras que Greenstreet le había dicho, exhaladas entre volutas de humo.

—Tranquilo, Skipper, usted no ha nacido para ahogarse.

Los hombres habían reído a carcajadas y él había tardado un rato en discernir que la broma hacía alusión al viejo proverbio inglés que rezaba que, el que nacía para la horca, nunca se ahogaba. Entre risas, le había recriminado a Greenstreet su forma de transmitir ánimos. Pero cuando la luz del amanecer les sorprendió, Macklin y Wild se abrazaron a él. El médico se permitió una última broma, diciéndole que no regresara sin cerveza. Se enjugó las lágrimas, al pensar qué sería de aquellos hombres si su tentativa fracasaba. Y en ese momento, en que el barco se balanceaba sobre las olas, fue cuando se dio cuenta de que no podía dejar de rememorar los rostros de sus compañeros, consciente de que era posible que no volviera a verlos.

Agitó el brazo, a pesar de que la orilla era poco visible. Un viento lúgubre y oscuro se alzó, recordándole al de la noche en la que Shackleton le dijo que el Endurance no iba a salir de la placa. «Lo que el hielo atrapa, el hielo se lo queda», le había dicho, y recordó a Miss Chippy, a los perros y por supuesto al Endurance. Suspiró, al pensar que el hielo se los había quedado.

Los hombres de la costa, casi indistinguibles, agitaron sus brazos. Tan diminutos, mostraban un aspecto desvalido, más aún con aquel glaciar gigantesco detrás de ellos y flanqueados por aquellos riscos irregulares de roca negra. Dependían de su cometido y sabía que iba a resultar cruel tener que esperar, confinados en una cala pedregosa, a que apareciera una partida de rescate que nunca sabrían si iba a llegar.

Ellos, al menos, se enfrentarían a la muerte. Le había llegado su turno, por fin le tocaba luchar con el enemigo, cara a cara. Dedicó un último saludo a sus compañeros de tierra, a los que ya no podía ver, y miró al frente. Allí solo había océano y, por supuesto, el hielo. «Allá vamos», se dijo, aferrando el timón con fuerza. Aquel era su momento. Las vidas de veintinueve personas dependían de él. Estaba dispuesto a aceptar la responsabilidad. Solo necesitaba fuerzas. Y rezó para pedirlas.