XVIII.- Visitantes de las profundidades

XVIII

VISITANTES DE LAS PROFUNDIDADES

Cualquiera que se acercara a Gravabagalinien podía ver, desde lejos, el palacio de madera que servía de refugio a la reina. Se erguía con desenfado, como un juguete abandonado en una playa.

La leyenda decía que Gravabagalinien estaba embrujado. Que en algún tiempo remoto se había alzado una fortaleza en el emplazamiento del endeble palacio. Que había sido destruida por completo en una gran batalla.

Pero nadie sabía quiénes habían luchado, ni por qué razones. Sólo que muchos habían muerto y habían sido enterrados en el mismo lugar en donde habían caído. Se decía que sus sombras, alejadas de sus tierras natales, seguían merodeando por el lugar.

Ahora otra tragedia estaba a punto de representarse en aquella vieja tierra profanada. El rey JandolAnganol había llegado en dos barcos, con sus hombres y phagors, con Esomberr y CaraBansity, para divorciarse de su reina.

Y la reina MyrdemInggala bajó las escaleras y se sometió resignada al divorcio. Y corrió el vino, y muchos atropellos fueron permitidos. Y Alam Esomberr, el enviado de C’Sarr, se introdujo en la cámara de la ex reina apenas unas horas después de haber oficiado la ceremonia de divorcio. Y luego fue anunciado que Simoda Tal había sido asesinada en la lejana Oldorando. Y esta amarga noticia llegó al rey cuando los primeros rayos de Batalix teñían de amarillo los descoloridos muros exteriores del palacio.

Y ahora, inexorablemente, esos acontecimientos influirían en los asuntos entre humanos y phagors, pues se acercaban a un clímax en el que incluso los principales involucrados serían arrastrados de un modo irremediable como cometas sumergiéndose en la oscuridad.

JandolAnganol, tirándose de las barbas y el cabello, imploraba a Akhanaba con voz grave y dolorida.

—Tu siervo se arrodilla ante Ti, oh, Grande. Me has cubierto de dolor. Has provocado la derrota de mis ejércitos. Has permitido que mi hijo me abandone. Me has separado de mi amada reina, MyrdemInggala. Has dejado asesinar a mi prometida… ¡¿Cuánto más me harás padecer?!

»Pero no permitas que mi gente sufra. Acepta mi dolor, oh Gran Akhanaba, como sacrificio suficiente para mi pueblo.

Mientras JandolAnganol se incorporaba y vestía su túnica, AbstrogAthenat, el sacerdote de pálidas mejillas, dijo como al descuido:

—Es verdad que el ejército ha perdido Randonan. Pero todos los países civilizados están rodeados por pueblos bárbaros, y son derrotados cuando sus fuerzas los invaden. No deberíamos ir con la espada, sino con la palabra de Dios.

—Las cruzadas se justifican en la provincia de Pannoval, vicario; no en un país pobre como el nuestro.

Acomodándose la túnica sobre sus llagas, palpó en el bolsillo el reloj que quitara a CaraBansity en Ottassol. Ahora, como entonces, sintió que era un objeto ominoso.

AbstrogAthenat se inclinó, manteniendo el látigo a su espalda.

—Pero al menos podríamos agradar al Todopoderoso siendo más humanos, y apartando de nosotros la inhumanidad.

Con súbita ira, JandolAnganol le descargó un revés y sus nudillos chocaron contra la mejilla del Vicario.

—Tú ocúpate de los asuntos de Dios, y deja en mis manos las cuestiones mundanas.

Sabía qué quería decir el sacerdote. Se refería a la expulsión de los phagors de Borlien.

Con la túnica abierta, sintiendo cómo la tela absorbía la sangre de la reciente flagelación, JandolAnganol subió de la capilla subterránea hasta la planta baja del palacio de madera. Yuli saltó a recibirlo.

Las sienes del rey latían como si estuviera a punto de quedarse ciego. Acarició al pequeño phagor y hundió sus dedos en el denso pelaje.

Las sombras aún eran largas. JandolAnganol no sabía cómo afrontar la mañana. Había llegado a Gravabagalinien apenas la víspera y, en presencia del enviado del Santo C’Sarr, Alam Esomberr, se había divorciado de su hermosa reina.

Las ventanas del palacio estaban cerradas, como el día anterior. Diseminados por todas las habitaciones, los hombres dormían sus borracheras. El sol se abría paso en la oscuridad formando una red de líneas semejante a un cesto tejido mientras él se acercaba a la puerta.

Cuando la abrió con violencia, los phagors de la Primera Guardia se cuadraron en actitud respetuosa; inmóviles sus largas quijadas y sus cuernos. Valía la pena ver eso, se dijo, tratando de disipar su ánimo sombrío.

Salió a caminar antes de que llegara el calor. Vio el mar y sintió la brisa, pero no les prestó atención. Antes del alba, mientras dormía profundamente por los efectos del alcohol, Esomberr había comparecido ante él, acompañado por su nuevo canciller, Bardol CaraBansity. Ambos le habían informado que la princesa Madi con quien pensaba casarse había muerto, víctima de un asesino.

No quedaba nada.

¿Por qué se había obligado a divorciarse de su verdadera esposa? ¿Qué se había apoderado de su mente? Había separaciones a las que ni los más firmes podían sobrevivir.

Deseaba hablar con ella.

Sólo por delicadeza no envió un mensajero a las habitaciones de la ex reina. Sabía que allí debía encontrarse, con la princesa Tatro, esperando a que él se marchara con sus soldados. Probablemente había oído la noticia que los hombres habían traído a la noche. Probablemente sentía temor de ser asesinada. Probablemente lo odiaba.

Se volvió con brusquedad como para sorprenderse a sí mismo. Su nuevo canciller se acercaba con andar pesado y decidido. JandolAnganol miró a CaraBansity y luego le dio la espalda. CaraBansity se vio obligado a adelantarse, rodeando al rey y a Yuli, antes de hacer una torpe reverencia.

El rey fijó sus ojos en él. Hubo un silencio. CaraBansity apartó su oscura mirada.

—Me encuentras de mal talante.

—Tampoco yo he dormido, señor. Lamento mucho el nuevo infortunio que ha caído sobre ti.

—Mi mal talante no sólo se vuelve contra el Todopoderoso, sino también contra ti, que tienes menos poder.

—¿Qué he hecho para disgustarte, señor?

El Águila unió sus cejas, lo cual volvía su mirada aún más altanera.

—Sé que tú también confabulas en secreto contra mí. Tienes fama de hombre ingenioso. No creas que no percibí tu gesto de satisfacción cuando me anunciaste la muerte de…, tú sabes.

—¿La princesa Madi? Si a tal punto desconfiar de mí, señor, no debes conservarme como canciller.

JandolAnganol le volvió nuevamente la espalda; la gasa amarilla de su túnica estaba manchada de rojo como una vieja bandera.

CaraBansity avanzaba arrastrando los pies. Miraba abstraído el palacio, y su resquebrajada pintura blanca. Comprendía lo que era ser un hombre común y lo que era ser un rey.

Gozaba de su vida. Conocía a muchas personas, y era útil para la comunidad. Amaba a su esposa. Prosperaba. Sin embargo el rey lo había contratado contra su voluntad, como si fuera un esclavo.

Había aceptado ese papel y, como era un hombre de carácter, estaba decidido a cumplirlo tan bien como pudiera. Ahora el soberano tenía el descaro de decirle que estaba confabulando contra él. No había límite para la impertinencia real; y sin embargo no veía la forma de no acompañar a JandolAnganol hasta Oldorando.

Su simpatía por el rey se desmoronó.

—Quería decirte algo, majestad —comenzó con voz resuelta; pero al ver la espalda ensangrentada se alarmó de su propia temeridad—. Por supuesto, es un asunto sin importancia; pero justo antes de partir de Ottassol tomaste ese interesante reloj de tres caras. ¿Aún lo tienes?

Sin volverse, el rey respondió:

—Está aquí, en mi túnica.

CaraBansity respiró hondo y luego dijo, con mucha menos energía que la prevista:

—¿Querrías devolvérmelo, por favor?

—No es éste el momento de venir a pedirme favores, ahora que Borlien y el Sacro Imperio están amenazados. —Era el mismo Águila al hablar.

Ambos miraron a Yuli entre los arbustos, junto al palacio. La criatura orinaba al extraño modo de su especie.

Lentamente comenzó a caminar en dirección al mar.

«No soy mejor que un esclavo», se dijo CaraBansity. Lo siguió.

Con el runt brincando a sus espaldas, el rey apresuró el paso, hablando sin cesar, de modo que el corpulento deuteroscopista tuvo que hacer un esfuerzo para alcanzarlo. El tema del reloj no volvió a mencionarse.

—Akhanaba me ha favorecido y ha puesto en el camino de mi vida muchos frutos. Esos frutos tenían un sabor adicional cuando veía que había otros prometidos, para mañana, para pasado mañana y para el día siguiente. Había más de todo lo que deseaba.

»Es verdad que he sufrido rechazos y derrotas; pero dentro de una atmósfera general de promisión. No dejé que me perturbaran por demasiado tiempo. Mi derrota del Cosgatt… Aprendí de ella, fui más allá y finalmente conseguí allí una gran victoria.

Pasaron junto a una hilera de gwing-gwings. El rey arrancó uno y lo mordió hasta el hueso; mientras hablaba, el zumo corría por su barbilla. Señaló la fruta mordida.

—Hoy veo mi vida a una nueva luz. Tal vez aquello que estaba prometido ya me haya sido otorgado… Después de todo, aún no tengo veinticinco años. —Hablaba con dificultad.-Puede que éste sea mi verano, y que en el futuro, cuando sacuda un árbol, ya no caigan más frutas… ¿Puedo seguir confiando en la abundancia? ¿No nos advierte nuestra religión que debemos esperar tiempos de escasez? Bah… Akhanaba es como un sibornalés, siempre obsesionado por el invierno que vendrá.

Caminaban a lo largo de los riscos bajos que separaban la tierra de la playa, por el lugar donde la reina solía entrar en el mar.

—Dime —dijo JandolAnganol al descuido—, si como ateo que eres, no puedes aplicar una construcción religiosa a mi caso, ¿cómo ves mis dificultades?

CaraBansity guardaba silencio, con su roja cara de vaca inclinada hacia el suelo, como queriendo protegerla de la mirada abrasiva del rey.

—¿Y bien? Habla, di lo que quieras. ¡Estoy sin ánimo! He sido azotado por mi vicario de rostro lechoso…

Cuando CaraBansity se detuvo, el rey prosiguió la marcha.

—Señor, hace poco, para agradar a un amigo, acepté en mi casa a cierta joven. Mi esposa y yo recibimos a muchas personas, algunas vivas, otras muertas, animales para su disección y phagors, y bien para su disección o bien como servidores. Nadie ha causado nunca tantos problemas como esa muchacha.

»Yo quiero a mi esposa, y seguiré queriéndola. Pero sentí deseos por esa muchacha. Aun despreciándola no podía dejar de desearla.

—¿Y fue tuya?

CaraBansity lanzó una carcajada, y por primera vez, en presencia del rey, su rostro se iluminó.

—La he tenido, señor, tanto como has tenido tú ese gwing-gwing, la deliciosa fruta de la medialuz. Corrió el zumo, señor… Pero no era amor sino khmir, y apenas éste se extinguió… Aunque ciertamente eso fue un proceso, señor, un proceso de verano… Cuando cesó tuve asco de mí mismo y no quise volver a verla. Le di una casa, lejos, y le dije que no volviera a verme. Más tarde supe que había abrazado la profesión de su madre, causando, al menos, la muerte de un hombre.

—¿Y qué me importa a mí todo eso? —preguntó el rey con altanería.

—Creo, majestad, que el principio motor de tu vida es más bien el deseo que el amor. Tú me dijiste, en términos religiosos, que Akhanaba te había favorecido poniendo a tu paso muchos frutos. En mis propios términos, has hecho lo que quisiste, has tomado lo que deseaste, y así esperas continuar. Te sirves de los phagors como instrumentos de tu poder, sin ver que ellos jamás se someten de verdad. Nada se opone a ti, excepto la reina de reinas. Ella puede hacerlo, porque sólo ella en todo el mundo posee tu amor y tu respeto. Por eso la odias: porque la amas.

«Ella se interpone entre tu khmir y tú. Sólo ella puede contener tu… dualidad. En ti, en mí, y quizás en todos los hombres, los dos principios están divididos; pero en ti la separación es mayor, porque mayor es tu posición.

»Si prefieres creer en Akhanaba, cree entonces que con sus castigos te advierte que tu vida puede tomar un mal rumbo. Enderézala mientras tienes la oportunidad».

Se detuvieron, ignorando el sombrío trueno del mar, y se miraron, tensos, cara a cara. JandolAnganol escuchaba sin un movimiento, mientras Yuli, cerca, rodaba sobre la hierba.

—¿Cómo sugieres que enderece mi vida? —Un hombre menos seguro que CaraBansity se habría espantado del tono de voz del rey.

—Este es mi consejo, majestad. No vayas a Oldorando. Simoda Tal ha muerto. Ya no hay motivo por el que debas visitar esa ciudad tan poco amistosa. Te lo advierto como deuteroscopista. —CaraBansity estudiaba, por debajo de sus tupidas cejas, el efecto de sus palabras sobre JandolAnganol—. Tu sitio está en tu reino, hoy más que nunca, desde que tus enemigos no han olvidado la Masacre de los Myrdólatras. Retorna a Matrassyl. Tu legítima reina está aquí. Pídele perdón. Rompe ante sus ojos el decreto de Esomberr. Recupera lo que más amas. En ella está tu salud. Rechaza los engaños de Pannoval.

El Águila miró el mar.

—Vive una vida más cuerda, majestad. Recobra a tu hijo. Despréndete de Pannoval y de la guardia phagor y vive con tu reina. Rechaza a Akhanaba, que te ha conducido a…

Pero había ido demasiado lejos.

Una ira sin igual se apoderó del rey; era la furia personificada. Se arrojó sobre CaraBansity, quien, ante esta cólera más allá de toda razón, vaciló, cayendo al suelo, antes de que el rey lo atacara. Arrodillado sobre el cuerpo del canciller, JandolAnganol sacó su espada. CaraBansity exclamó:

—¡Deténte, majestad! Anoche salvé a tu reina de una infame violación.

El rey se contuvo y luego se incorporó con la punta de su espada apuntando hacia el cuerpo que yacía a sus pies.

—¿Quién osaría tocar a la reina estando yo aquí? Responde.

—Majestad… —La voz temblaba ligeramente; sin embargo lo que dijo se oyó con claridad—. Estabas ebrio. Y Esomberr fue a la habitación de la reina para violarla.

El rey respiró hondo. Envainó la espada. Permaneció inmóvil.

—¡Hombre común! ¿Cómo podrías comprender la Vida de un rey? No Volveré por el camino que ya he andado. Tú tienes tu Vida, que yo puedo tomar; pero yo tengo un destino, y lo seguiré hasta donde quiera el Todopoderoso. Vuelve a donde perteneces. No puedes aconsejarme. ¡No vuelvas a ponerte en mi camino!

Pero seguía junto al cuerpo del anatomista. Cuando Yuli llegó, resoplando, el rey se apartó bruscamente y retornó al palacio de madera.

Al oír su voz, la guardia se puso en pie de un salto. Debían salir de Gravabagalinien en menos de una hora. Marcharían hacia Oldorando, como estaba planeado. Su voz y su helada furia conmovieron el palacio como si fuera un nido de ricky-backs cuando se levanta un tronco. En el interior se oía a los vicarios de Esomberr, llamándose unos a otros en voz alta.

La conmoción llegó hasta las habitaciones de la reina. Se detuvo a escuchar en mitad de su sala de marfil. Sus guardias esperaban ante la puerta. Mai TolramKetinet estaba con dos criadas en la antecámara, aferrando a Tatro. Gruesas cortinas cubrían las ventanas.

MyrdemInggala vestía una larga túnica vaporosa. Su rostro estaba tan pálido como la sombra del ala de un pájaro sobre la nieve. Respiraba el aire tibio una y otra vez, atenta al ruido de hombres y hoxneys, de órdenes y maldiciones. En una oportunidad se acercó a la cortina; luego, como si lamentara su propia debilidad, retiró la mano que había alzado y regresó a la postura anterior. El calor ponía en su frente gotas de transpiración que brillaban como perlas. Por un instante le pareció oír la voz del rey; luego, nada más.

En cuanto a CaraBansity, una vez que JandolAnganol se hubo marchado, echó a andar hacia la bahía, donde no podía ser visto, y allí aguardó hasta que recobró el color.

Un rato más tarde, se puso a cantar. No había recuperado su reloj, pero sí la libertad.

En su aflicción, el rey fue a un pequeño cuarto en una de las destartaladas torres y cerró la puerta con llave. El polvo que se elevaba daba una apariencia fantasmal a las franjas de oro que penetraban por un enrejado. El lugar olía a plumas, a hongos, a paja seca. En las desnudas tablas del suelo había excrementos de paloma, pero el rey, ignorando todo ello, se acostó, y con un esfuerzo de su voluntad, se hundió en el pauk.

Su alma, liberada de su cuerpo, se tranquilizó. Como una hoja seca, cayó en la aterciopelada oscuridad. La oscuridad perduraba cuando todo lo demás se había ido.

Era la paradoja del limbo donde el alma iba ahora a la deriva: se extendía sin límites, era un dominio infinito, y al mismo tiempo tan familiar para él como puede serlo para un niño la oscuridad debajo de sus sábanas.

El alma no tenía ojos mortales. Con una visión diferente contemplaba, más abajo, a través de la obsidiana, una multitud de débiles luces; aunque permanecían inmóviles, parecían moverse a causa del descenso del alma. En un tiempo, cada una de ellas había sido un espíritu viviente. Todas caían ahora hacia el principio maternal que existía aun cuando el mundo pereciese, la Observadora Original, un principio mayor, o al menos distinto, de los dioses como Akhanaba.

El alma se dirigió hacia una luz que la atraía en particular: el gossie de su padre.

La chispa que alguna vez fuera VarpalAnganol, rey de Borlien, sólo parecía, con sus costillas y su pelvis apenas esbozadas, el difuso dibujo de la luz del sol sobre una vieja pared. De esa cabeza que había llevado una corona sólo quedaba la sugerencia de una piedra, y unos trozos de ámbar evocaban las cuencas de sus ojos. Y más allá, visibles a través de esa imagen, los fessups se movían como huellas de polvo.

—Padre, tu indigno hijo se presenta ante ti para pedir perdón por el crimen que contigo he cometido. —Así habló el alma de JandolAnganol, suspendida donde no había aire.

—Querido hijo, eres bienvenido, y lo serás siempre que encuentres tiempo para visitar a tu padre, ahora entre las filas de los muertos. Ningún reproche puedo hacerte. Siempre has sido mi hijo querido.

—No me molestarán tus reproches, padre, sino que los agradeceré por duros que sean, porque sé cuán grande ha sido mi pecado contra ti.

Era imposible medir los silencios entre sus palabras, porque ninguno de los dos exhalaba aliento.

—Calla, hijo mío, nadie tiene por qué hablar aquí de pecado. Has sido mi hijo, y con eso basta. No es necesario decir más. No te lamentes.

Cuando parecía que era el momento de hablar, la leve sombra de la llama de una vela surgió de donde había estado la boca. Se podía ver ascender el humo entre las costillas, por la garganta.

El alma habló de nuevo.

—Padre, te ruego que descargues tu ira sobre mí, por todo lo que hice contra ti mientras viviste, y por provocar tu muerte. Haz que mengüe mi culpa… No puedo soportarla.

—Eres inocente, hijo, tan inocente como la ola que rompe en la costa. Y no olvides la felicidad que has traído a mi vida. Ahora, en el residuo de esa vida, no siento ira contra ti.

—Padre, te he tenido encerrado durante diez años en un calabozo del castillo. ¿Cómo puedo conseguir que me perdones?

La llama se agitó, lanzando chispas.

—Ese tiempo está olvidado, hijo. Apenas recuerdo aquella época en la prisión, porque siempre estabas allí para hablar conmigo. Me complacía que me pidieras consejo, cuando yo era capaz de dártelo.

—Era un lugar melancólico.

—Me dio tiempo para pensar en los errores de mi propia vida y para prepararme para lo que habría de venir.

—Tu perdón me hiere, padre.

—Acércate, muchacho, y deja que te consuele.

Pero en el reino de la Observadora Original estaba prohibido que los vivos tocaran a los muertos. Si se quebraba esa última dualidad, ambos se consumían. El alma se alejó flotando de esa cosa suspendida en el abismo.

—Reconfórtame con más consejos, padre.

—Habla.

—Primero, dime si mi atormentado hijo ha caído entre Vosotros. Temo su inconstancia.

—Daré la bienvenida al chico cuando llegue, no te preocupes; pero aún se mueve en el mundo de la luz.

Un momento más tarde, el alma volvió a hablar.

—Padre, tú comprendes mi posición entre los vivos. Dime adónde debo ir. ¿Debo retornar a Matrassyl? ¿Debo quedarme en Gravabagalinien? ¿O he de partir hacia Oldorando? ¿Dónde está el futuro más provechoso?

—En cada uno de esos lugares hay quienes te aguardan. Pero alguien que tú no conoces te espera en Oldorando. En esa persona está tu destino. Ve a Oldorando.

—Tu consejo guiará mis acciones.

El alma se elevó entre los luminosos batallones de muertos, primero lentamente, luego con mayor urgencia. En alguna parte sonaba un tambor. Las chispas se disolvieron, retornando a la Observadora Original.

El cuerpo inanimado en el suelo del campanario empezó a moverse. Sus miembros se agitaron. Se incorporó. Unos ojos se abrieron en el rostro inexpresivo.

Sólo Yuli recibió esa mirada; se acercó y dijo:

—Mi pobre rey en brida.

Sin responder, JandolAnganol acarició el pelaje del runt y se apoyó contra él.

—Oh, Yuli, qué cosa es la vida.

Un momento después, pasó su brazo sobre los hombros del joven phagor.

—Eres un buen muchacho. Inocente.

Cuando la criatura se apoyó contra él el rey sintió que un objeto le oprimía un costado; extrajo entonces de su bolsillo el reloj de tres caras que le había quitado a CaraBansity. Cada vez que lo miraba sus ideas se hacían confusas y, sin embargo, no hallaba fuerzas para deshacerse de él.

Una vez, el cronómetro perteneció a Billy, la criatura que aseguraba venir de un mundo no regido por Akhanaba. Era indispensable borrar a Billy de la conciencia (como podía eliminarse el recuerdo de los malditos myrdólatras), pues él representaba un desafío a la compleja estructura de creencias sobre la que se levantaba el Sacro Imperio Pannovalano. A veces, el rey temía verse privado de su fe, como había sido privado de tantas otras cosas. Sólo le quedaban su fe y su humilde mascota.

Gimió. Con un gran esfuerzo se puso otra vez en pie.

Antes de una hora, JandolAnganol estaba al frente de sus fuerzas, con Alam Esomberr junto a él. Más atrás estaban los capitanes del rey, luego el séquito de Esomberr y, cerrando la marcha, la Primera Guardia Real Phagor, con las orejas erguidas, los ojos rojizos clavados al frente, avanzando —como otros de su especie lo hicieran muchos siglos antes— hacia la ciudad de Oldorando.

La partida de JandolAnganol, con su implícita carga de ansiedad, provocó la lógica impresión en los observadores del Avernus. Le alegró poder apartar la vista del rey en pauk. Incluso las devotas admiradoras de su majestad se sentían incómodas al verlo extendido con el espíritu lejos de su cuerpo.

Para la población humana de Heliconia, el pauk, o comunicación con los padres, era tan natural como escupir. No tenía un especial significado religioso, aunque muchas veces se daba al margen de la religión. Así como las mujeres se preñaban de vidas futuras, la gente estaba preñada de las vidas de quienes se habían ido antes que ellos.

En el Avernus, la misteriosa práctica heliconiana del pauk estaba considerada, en general, como una función religiosa equivalente a la plegaria. Como tal, desconcertaba a las seis familias. Éstas no sentían ningún tipo de inhibición acerca del sexo; el control constante hacía tiempo que las había disipado. Para ellos, el amor y las emociones superiores eran meros efectos colaterales de funciones cotidianas que debían ser ignorados cuantas veces fuera posible. Pero resultaba muy difícil entenderse con la religión.

Las familias veían la religión como una obsesión primitiva, una enfermedad, una droga para quienes no podían pensar con claridad. Deseaban que SartoriIrvrash y los que eran como él se tornaran más militantes en su ateísmo y provocaran la muerte de Akhanaba, contribuyendo así a un estado de cosas más feliz. No comprendían ni les agradaba el pauk. Hubieran deseado que no existiera.

En la Tierra prevalecían otras opiniones. La vida y la muerte eran percibidas como un todo inseparable; la muerte no era temible si se vivía adecuadamente la vida. Los terrestres miraban con gran interés la actividad heliconiana del pauk. Durante los primeros años de contacto con Heliconia, ese estado de trance les había parecido una proyección astral del alma heliconiana, en buena medida similar a un estado de meditación. Luego se fue desarrollando un punto de vista más sofisticado; se comprendió mejor que los habitantes de Heliconia poseían la capacidad peculiar de sobrepasar el límite fijado entre la vida y la muerte, y de retornar. Habían recibido esa continuidad en compensación por las notables discontinuidades de su Gran Año. El pauk tenía un valor como medio de evolución, y era un punto de contacto entre los humanos y su voluble planeta.

Por esa razón los terrestres tenían un interés tan particular en el pauk. En esa época, habían descubierto lo unidos que estaban a su planeta, y relacionaban esa unidad con su creciente empatía con Heliconia.

En los días siguientes, la lasitud se apoderó de la reina de reinas y deprimió su ánimo.

Había perdido las cosas valiosas que antes daban fragancia a su vida. Después de la tormenta, las flores no volverían a crecer hasta la misma altura. A su amargo encono contra el rey se sumaba una profunda sensación de culpabilidad por haberle fallado. Pero no fue por falta de esfuerzo que fracasó; y ahora, los años en que con tanta generosidad le brindara su amor, estaban definitivamente perdidos. Sin embargo, a pesar de odiarlo, aún lo amaba. Eso era lo más cruel. Ella comprendía como nadie las dudas de JandolAnganol. Era incapaz de liberarse de ese vínculo que ambos habían forjado.

Todos los días, después de la plegaria, entraba en pauk para comunicarse con el gossie de su madre. Pero, más tarde, al recordar el modo en que SartoriIrvrash condenaba el pauk por considerarlo una superstición, MyrdemInggala, en un frenesí de dudas, se preguntaba si de verdad habría visitado a su madre, si aquel fantasma no residiría más que en su mente, si era posible que alguien sobreviviera después de muerto a no ser en la memoria de quienes aún no habían atravesado esa orilla prohibida.

Dudaba. Y sin embargo, el pauk era un consuelo, tanto como el mar. Ahora su hermano muerto, YeferalOboral, estaba entre los gossies y derramaba su amor sobre ella mientras se hundía en pos de la Observadora Original. El temor no formulado de la reina de que hubiese sido asesinado por JandolAnganol se había demostrado sin fundamento. Ahora sabía lo que había ocurrido, y estaba agradecida.

Y al mismo tiempo, lamentaba no tener esa razón adicional para odiar al rey. Nadaba en el mar entre sus familiares. Y la paz mental la abandonaba cuando retornaba a la costa. Los phagors la llevaban de regreso al palacio en su trono; su resentimiento se reavivaba cuando se acercaba a las puertas. Los días pasaban y ella no rejuvenecía. Casi no hablaba con Mai. Corría a sus habitaciones llenas de crujidos y ocultaba su rostro.

—Si te sientes tan mal, sigue al rey a Oldorando y pide a los representantes del C’Sarr que anulen tu divorcio —decía Mai, con impaciencia.

—¿Quieres tú seguir al rey? —preguntaba entonces MyrdemInggala—. Yo no lo haré.

En su memoria estaban grabadas a fuego las muchas ocasiones en que esa mujer, su dama de compañía, había sido arrastrada a la cama del rey y en que las dos, como viles cortesanas, habían sido amadas por él al mismo tiempo. Ninguna habló de eso jamás, pero permanecía entre ambas tangible como una espada.

Impulsada por la necesidad de hablar con alguien, la reina persuadió a CaraBansity a permanecer en el palacio por algunos días, y luego unos días más. Él explicaba que su esposa lo estaba aguardando en Matrassyl. Ella le pedía que se quedara un poco más. Él se excusaba, pero era un hombre astuto, hallaba imposible decir que no a la reina. Todos los días caminaban por la costa; a veces encontraban rebaños de ciervos; Mai, desconsolada, los seguía.

Hacía una semana y dos días que JandolAnganol, Esomberr y sus hombres habían partido de Gravabagalinien; la reina estaba en su habitación, desde la que contemplaba sus escasos dominios, cuando la puerta se abrió de par en par y entró corriendo TatromanAdala, con un gritito de saludo.

La niña llegó hasta la mitad del camino que separaba la puerta del sitio donde estaba su madre. Esta alzó la vista y la miró con tal furia, por debajo de su pelo enmarañado, que Tatro se detuvo.

—¡Madre! ¿Puedes venir a jugar?

MyrdemInggala vio en la cara de su hija los rasgos de los antepasados de su padre. Las divinidades genéticas quizá tuvieran preparadas todavía nuevas tragedias. La reina gritó:

—¡Sal de mi vista, pequeña bruja!

La sorpresa, el escándalo, la ira, la angustia, pasaron por el rostro de la niña. Enrojeció, pareció disolverse, se llenó de lágrimas y sollozos.

La reina de reinas saltó, con los pies descalzos, hacia la pequeña. La hizo girar, la empujó hacia afuera y cerró la puerta. Luego, con las manos en alto, lanzó su cuerpo contra la pared y se echó a llorar ella también.

Más tarde su ánimo mejoró. Fue en busca de la niña y se dedicó a ella. Su aflicción cedió paso a una especie de euforia. Se puso una túnica satara y bajó las escaleras. Pidió su trono de oro portable, aunque ardía en Gravabagalinien el calor del mediodía. Los mansos phagors lo trajeron. Acudieron el mayordomo ScufBar, la princesa Tatro con su niñera, y la criada de ésta, con libros de cuentos y juguetes.

Una vez reunida la pequeña procesión, MyrdemInggala subió a su trono, y se dirigieron a la playa. No había, a esa hora, cortesanos que la acompañasen. Freyr los miraba, muy bajo, por encima de un risco; Batalix estaba casi en el cenit.

Suaves olas brillaban como si el mundo hubiera empezado ese mismo día, enroscándose para revelar sus verdes corazones. En torno de la Roca de Linien el agua gorgoteaba una invitación. No había señales de los assatassi llegados varias semanas antes, ni las habría hasta el año próximo.

MyrdemInggala permaneció un rato en la playa. Los phagors estaban en silencio, de pie junto al trono. La princesa corría excitada, ordenando a las criadas que construyeran la fortaleza de arena más poderosa, como un pequeño general ensayando su papel en la vida. La fascinación del mar era irresistible. Con un decidido movimiento del brazo, la reina se despojó de su vestido y del zona que sostenía sus pechos. La luz del sol accedió a su cuerpo perfumado.

—¡No te vayas, madre! —chilló Tatro.

—No tardaré —replicó ella, y corrió por la playa a zambullirse en el mar.

Una vez bajo el agua, la criatura bifurcada era tan flexible como un pez y casi tan veloz. Nadando vigorosamente pasó más allá de la oscura forma de la Roca de Linien y emergió a la superficie muy adentro de la bahía. Allí, la costa este se curvaba, creando un angosto pasaje entre el continente y la roca solitaria. MyrdemInggala llamó. De inmediato los delfines, sus familiares, como ella los llamaba, la rodearon.

Venían en orden de rango. Era suficiente que ella dejara escapar un chorro de orina para que las formas plateadas giraran a su alrededor, aproximándose cada vez más, hasta que podía apoyar en dos de ellas sus brazos, tan segura como en su trono.

Sólo los privilegiados podían tocarla. Eran veintiuno. Más allá había un cortejo exterior de sesenta y cuatro delfines. A veces, un miembro de ese cortejo exterior era admitido en el de los favoritos. Más allá había un séquito cuyo número MyrdemInggala no podía precisar. Tal vez fueran algo más de mil trescientos. Se trataba en su mayoría de las madres, los hijos y los ancianos de esa escuela, o nación, como la hubiera denominado la reina.

Más allá del séquito, constantemente en guardia, estaba el regimiento. La reina raras veces veía a sus miembros; le habían aconsejado que no se acercara a ellos, pero estimaba que estaría compuesto al menos por tantos individuos como el séquito. Sabía también que, en las profundidades, residían unos monstruos temidos por los delfines. Era obligación del regimiento custodiar a la corte y al séquito, y advertirles de todo peligro.

MyrdemInggala confiaba más en sus familiares que en sus acompañantes humanos; sin embargo, como en toda relación viva, algo se reservaba. Así como ella no podía compartir su vida en la tierra con los delfines, había algo en las profundidades, algún oscuro conocimiento, del cual ella no podía participar. Esa cosa desconocida, situada más allá de su mente, poseía una música siniestra.

Los miembros de la corte le hablaban con su amplia gama orquestal de voces. Sus agudas tonalidades eran dulces y sencillas: esa mujer recibía la consideración de una reina tanto en tierra como debajo del agua. Más distantes en el mar se oían largos gorjeos barítonos, entremezclados con bajos profundos en una trama asombrosa.

—¿Qué ocurre, queridos míos, mis familiares?

Ellos alzaban sus caras sonrientes y le besaban los hombros. MyrdemInggala conocía a cada uno de los miembros de la corte, y tenía nombres para ellos.

Algo les preocupaba. Relajó sus miembros, dejó que su comprensión fluyera en el agua como su orina. Se sumergió profundamente con ellos en las aguas más frías. Ellos giraban a su alrededor en espirales, rozando por momentos su piel.

La reina esperaba poder ver a los monstruos del océano profundo. No había estado exiliada en Gravabagalinien el tiempo suficiente para ver siquiera una vislumbre. Sin embargo, los delfines parecían expresar que esta vez los peligros venían del oeste.

Ellos le habían advertido el vuelo mortal de los assatassi. Y ahora, aunque su percepción del tiempo no era la misma, le decían que algo se acercaba, lenta pero inexorablemente, y que pronto llegaría. Sintió una extraña excitación. Las criaturas respondían a ella. Cada temblor de su cuerpo se integraba a su música.

Comprendieron su curiosidad y la escoltaron mar adentro.

Ella miró a través del cristal de zafiro del mar. La condujeron hacia el borde de una plataforma sumergida, cubierta de algas que se inclinaban bajo la corriente. Pasaron entre ellas. Más allá había un gran espacio arenoso donde la multitud del séquito, en hileras sucesivas, miraba hacia el oeste.

Y más lejos, moviéndose con la cautela de las patrullas, estaba el regimiento íntegro, cuerpo contra cuerpo, ennegreciendo el mar hasta donde llegaba la vista y más allá. Nunca antes se había permitido a la reina una visión tan completa de toda la escuela, ni había comprendido ella cuán vasta era y cuántos individuos incluía. Del intrincado conjunto surgía una tremenda armonía de sonido que sobrepasaba el nivel del oído humano.

MyrdemInggala emergió a la superficie, seguida por la corte. Podría sumergirse tres o cuatro minutos, y también los delfines tenían necesidad de respirar.

Miró en dirección a la costa. Estaba lejos. «Un día —pensó—, estas hermosas criaturas que amo y en quienes puedo confiar, me llevarán muy lejos de la vista de los hombres. Cambiaré». La reina no sabía si aquello que anhelaba era la vida o la muerte.

En la costa distante bailaban unas figuras. Una de ellas agitaba una tela. Al principio la reina se indignó, ya que se trataba de su vestido. Luego comprendió que era una señal. Sólo podía significar que se hallaban en problemas. Sus pensamientos, llenos de culpabilidad, se dirigieron a la pequeña princesa.

Se apretó los pechos en un gesto de súbito temor. Dijo una palabra de explicación a la corte de delfines antes de lanzarse hacia la costa. Sus familiares la siguieron; algunos se situaron ante ella en formación de cuña, generando de esta forma una estela que favorecía sus brazadas.

Su vestido estaba intacto sobre el trono custodiado por los phagors. Una de las criadas había desgarrado su propio vestido para agitarlo. Se lo puso de nuevo cuando MyrdemInggala salió del agua, sin el menor deseo de que alguien pudiera comparar su cuerpo con el de la reina.

—¡Un barco! —exclamó Tatro, ansiosa por darle la noticia—. ¡Viene un barco!

Desde una elevación, con el catalejo que ScufBar le llevara, la reina vio la embarcación. Hizo llamar a CaraBansity. Para cuando éste llegó, ya había otras dos velas a la vista, meros manchones en el oscuro horizonte occidental.

CaraBansity se frotó los ojos con su gran mano mientras devolvía el catalejo a ScufBar.

—A mi juicio, señora, la nave más próxima no es borlienesa.

—¿De dónde, entonces?

—Dentro de media hora podremos verlo con claridad.

Ella dijo:

—Eres obstinado. ¿De dónde es la nave? ¿No puedes identificar la insignia de su vela?

—Si pudiera, señora, pensaría que es la Gran Rueda de Kharnabhar. Y eso sería un disparate, porque entonces se trataría de una nave sibornalesa muy lejos de su hogar.

Ella le quitó el catalejo.

—Es un barco de Sibornal. Y de buen tamaño. ¿Qué puede estar haciendo en estas aguas?

El deuteroscopista cruzó los brazos con expresión preocupada.

—Aquí no tienes defensas. Esperemos que se dirija a Ottassol y que sus intenciones sean buenas.

—Mis familiares me lo habían advertido —dijo la reina, gravemente.

El día llegaba a su fin. Lentamente, el barco avanzaba. En el palacio había una gran excitación. Se llevaron rodando barriles de alquitrán hasta un promontorio sobre la bahía donde la nave debería anclar si su destino era Gravabagalinien. Si la tripulación se mostraba hostil, al menos sería posible enfrentarse a ella arrojándole alquitrán ardiente.

Hacia el anochecer, la atmósfera se tornó más pesada. Ya no había dudas acerca del jerograma de la vela. Batalix se ponía entre aureolas concéntricas de luz. La gente entraba y salía del palacio. Freyr desapareció en la misma bruma que su compañero. El crepúsculo se prolongaba; la vela brillaba en el mar; ahora daba bordadas, avanzando contra el viento.

Con la oscuridad aparecieron las estrellas. El Gusano de la Noche despedía un resplandor vivaz, con el brillo opaco de la Cicatriz de la Reina junto a él. Nadie dormía. Temerosa, la pequeña comunidad aguardaba. Se sabía vulnerable.

La reina estaba sentada en su salón. En la mesa ardían altas velas de grasa de ballena. Intacto estaba el vino que una esclava sirviera en una copa de cristal coronada con hielo de Lordryardry. MyrdemInggala permanecía mirando la desnuda pared que tenía al frente, como queriendo leer el destino que le esperaba.

Su edecán entró e hizo una reverencia.

—Señora, hemos oído el tintineo de sus cadenas. Están bajando el ancla.

La reina llamó a CaraBansity y ambos descendieron hasta la playa. Se habían reunido allí varios hombres y phagors, para encender los toneles de alquitrán si era preciso. Sólo ardía una antorcha. La tomó y entró con ella en las aguas oscuras, sin preocuparse de que su vestido se mojara. Alzó la antorcha sobre su cabeza, y se dirigió hacia las otras luces que se aproximaban. De inmediato sintió en las piernas la suave caricia de sus familiares.

Con el ruido de las olas llegó el crujido de los remos.

La nave, con las velas arriadas, era apenas visible. Habían bajado un bote. La reina vio hombres que se esforzaban, las espaldas desnudas, sobre los remos. En el centro del bote había dos hombres de pie; uno sostenía una linterna y la luz iluminaba sus rostros.

—¿Quién se atreve a desembarcar aquí? —gritó la reina.

La ansiosa voz de un hombre le respondió:

—Reina MyrdemInggala, reina de reinas, ¿eres tú?

—¿Quién es? —preguntó ella. Pero había reconocido la voz antes de que su respuesta atravesara la distancia cada vez menor.

—Soy tu general, señora, Hanra TolramKetinet.

Saltó del bote y echó a andar por el agua hacia la costa. La reina hizo con la mano una señal para que los del promontorio no encendieran los barriles de alquitrán. El general apoyó su rodilla en la arena, y tomó la mano en que brillaba el anillo de la piedra azul. Llevó su otra mano a la frente, para sosegarse. La guardia phagor de la reina formaba un semicírculo; sus caras apenas se distinguían en la noche.

CaraBansity se adelantó, con cierta sorpresa, para saludar al acompañante del general. Abrazó a SartoriIrvrash y dijo:

—Tenía motivos para creer que estabas escondido en Dimariam. Por una vez, me he equivocado.

—Es raro que te equivoques, pero en esta oportunidad has errado por un continente —respondió SartoriIrvrash—. Como ves, me he convertido en un gran viajero. Y tú, ¿qué haces en este lugar?

—El rey partió, pero yo me quedé. Durante un breve tiempo, JandolAnganol me dio tu antiguo puesto, y casi he muerto por ello. Me he quedado por la ex reina. Está terriblemente abatida.

Ambos hombres miraron a MyrdemInggala y a TolramKetinet, en cuyos semblantes no había sombra de abatimiento.

—¿Y su hijo, Roba? —preguntó SartoriIrvrash—. ¿Tienes noticias de él?

—Tengo y no tengo. —CaraBansity arrugó el entrecejo—. Hace algunas semanas llegó a mi casa de Ottassol, justamente después del vuelo mortal de los assatassi. Ese chico terminará por crear problemas. Le ofrecí un lugar para pasar la noche. —Iba a continuar, pero se interrumpió—. No le hables de Roba a la reina.

Mientras las dos parejas conversaban en la arena, el bote regresó a la carabela para traer a la costa a Odi Jeseratabahr y a Lanstatet. Cuando los remeros arrastraron el bote hasta más arriba de la marca de la marea alta, todo el grupo se dirigió de la playa al palacio, siguiendo a la reina y a TolramKetinet. Se habían encendido luces en algunas ventanas.

Odi Jeseratabahr fue presentada por SartoriIrvrash a CaraBansity, en términos muy cálidos. CaraBansity se mostró frío, manifestando de un modo claro que una almirante sibornalesa no podía ser bienvenida en suelo borlienés.

—Comprendo tus sentimientos —dijo con voz suave Odi. Estaba pálida y fatigada, con los labios exangües y él pelo enmarañado.

Se preparó una cena para los inesperados huéspedes. El general se reunió con su hermana Mai, y la abrazó. Ella se echó a llorar.

—Oh, Hanra, ¿qué será de todos nosotros? —dijo—. Llévame de regreso a Matrassyl.

—Ahora todo marchará bien —dijo su hermano con seguridad.

Mai se limitó a mostrarse incrédula. Deseaba librarse de la reina; no ser su cuñada.

Comieron pescado, y luego carne de ciervo con salsa de gwing-gwing, y bebieron vino que las fuerzas del rey habían respetado, enfriado con hielo de Lordryardry. Durante la cena, TolramKetinet contó algo acerca de los sufrimientos del Segundo Ejército en la jungla; de vez en cuando se volvía hacia Lanstatet, sentado junto a su hermana, solicitando su opinión acerca de algún incidente. La reina apenas parecía escuchar, aunque era la destinataria de la narración. Comía poco y su mirada, protegida por sus largas pestañas, casi no se levantaba de la mesa.

Más tarde tomó un candelabro de peltre y dijo a sus invitados:

—La noche se acorta. Os conduciré a vuestras habitaciones. Agradezco vuestra presencia más que la de mis anteriores visitantes.

Los soldados y Lanstatet fueron alojados en la parte posterior del palacio. SartoriIrvrash y Odi Jeseratabahr, en una cámara próxima a la de la reina, que cedió a Odi una criada para que la atendiera y vendara sus heridas.

Una vez cumplidas estas disposiciones, MyrdemInggala y TolramKetinet quedaron solos en el salón.

—Temo que estés fatigada —dijo él en voz baja, mientras subían las escaleras. Ella no respondió. Su figura no denotaba cansancio sino una energía contenida.

En el pasillo, las persianas de madera golpeteaban contra las ventanas abiertas. Se oyó el grito de un ave madrugadora. Mirando hacia atrás por encima del hombro, ella dijo:

—No tengo marido, ni tú esposa. Tampoco soy reina, aunque aún me tratan como si lo fuera. Y ni siquiera he sido una mujer desde mi llegada a este lugar. Lo que soy, lo sabrás antes de que acabe la noche.

Abrió de par en par las puertas de su alcoba y le indicó que entrara.

Él se detuvo, vacilante.

—Por la Observadora…

—La Observadora contemplará lo que quiera contemplar. Mi fe ha caído de mí, como lo hará este vestido.

Cuando él entró, ella se desabrochó el cuello de la túnica y la abrió, dejando al descubierto unos pechos perfectos con pezones rodeados por grandes aréolas oscuras. Él cerró la puerta a sus espaldas, y pronunció el nombre de ella.

MyrdemInggala se entregó con un esfuerzo de su voluntad.

Durante lo que quedaba de la noche, no durmieron. Los brazos de TolramKetinet rodeaban su cuerpo, y su carne estaba dentro de su carne.

Y ésa fue, finalmente, la respuesta a la carta que ella enviara por medio del Capitán del Hielo.

La mañana siguiente trajo peligros olvidados la noche anterior. El Unión y el Buena Esperanza se acercaban al puerto indefenso.

A pesar de la crisis, Mai insistió en tener para ella a su hermano durante media hora; mientras le explicaba las miserias de la vida en Gravabagalinien, TolramKetinet se quedó dormido. Para despertarlo, la muchacha le arrojó un vaso de agua. Enfurecido abandonó el palacio y se dirigió a la costa a reunirse con la reina, quien permanecía junto a CaraBansity y a una vieja criada, contemplando el mar.

Los soles estaban en distintos sectores del firmamento, brillando con una intensidad peculiar, debida tal vez a que pronto se ocultarían detrás de las negras nubes de lluvia que ascendían en el cielo. Dos velas centelleaban en esa luz actínica.

El Unión estaba cerca; el Buena Esperanza, a menos de una hora de navegación; eran bien visibles los jerogramas en sus velas desplegadas. El Unión había achicado un poco su velamen para que la otra nave lo alcanzara.

Lanstatet y sus hombres estaban descargando equipo de la Plegaria.

—Ya vienen, ¡que Akhanaba nos ayude! —gritó a TolramKetinet.

—¿Qué hace esa mujer? —preguntó el general.

Una anciana servidora de la reina, la antigua ama de llaves del palacio de madera, ayudaba a los hombres de Lanstatet. Era su forma de expresar su dedicación a la reina. Desde la cubierta un hombre dejaba caer toneles de pólvora por una rampa. La anciana dirigía los toneles cuesta abajo, dejando a un soldado libre de cumplir otras misiones.

—Estoy ayudando, ¿qué te crees? —respondió. Pero se distrajo. El siguiente tonel rodó fuera de la rampa y golpeó a la anciana en el hombro, derribándola de cara contra el suelo.

La levantaron, sin que dejara por un instante de protestar, y la ayudaron a sentarse sobre un cofre. La sangre corría por su rostro. MyrdemInggala acudió a su lado para atenderla.

Mientras la reina se arrodillaba junto ala vieja criada, sintió la mano de TolramKetinet sobre su hombro.

—Mi llegada te ha traído problemas. No era ésa mi intención. Tal vez habría sido mejor que me hubiese dirigido directamente a Ottassol.

La reina, sin responder, puso en su regazo la cabeza de la anciana: tenía los ojos cerrados, pero su respiración era regular.

—Espero que no lo lamentes.

Se volvió hacia él con expresión de angustia.

—Hanra, no lamento la noche que hemos pasado juntos. Era mi deseo que así fuera. Creí estar libre de Jan. Pero no logré lo que esperaba; y soy yo quien tiene la culpa de eso, no tú.

—Estás libre de él. Se ha divorciado, ¿no es verdad? —Hanra parecía enojado—. Sé que no soy un buen general, pero…

—¡No es eso! —replicó ella con impaciencia—. Nada tiene que ver contigo. ¿Qué me importa a mí que hayas perdido tu maldito ejército? Hablo de un vínculo, un estado que compartieron dos personas durante varios años… Algunas cosas no se acaban cuando lo deseamos. Jan y yo… Es como no poder despertar… No sé cómo expresarlo… No soy capaz…

—Estás fatigada —dijo él con cierta irritación—. A veces las mujeres pierden la calma. Ya hablaremos de esto más tarde. Ocupémonos ahora de la emergencia. —Señaló el mar y dijo con voz grave:

—Si el Amistad Dorada no ha aparecido, es que estaba demasiado dañado. La almirante Jeseratabahr dice que en él Venía Dienu Pasharatid. Quizás ella haya muerto, en cuyo caso Io Pasharatid, que está a bordo del Unión, estará decidido a vengarse.

—Tengo miedo de ese hombre —dijo MyrdemInggala—. Y con excelentes motivos. —Se inclinó sobre la anciana.

El general la miró de soslayo.

—Estoy aquí para protegerte.

—Eso supongo —respondió ella en un tono inexpresivo—. Al menos, tu lugarteniente lo intenta.

JandolAnganol se había ocupado expresamente de que el palacio no contara con armas para defenderse. Pero las piedras que afloraban más allá de la Roca de Linien obligaban a toda nave de considerables dimensiones, como el Unión, a pasar entre la Roca y la parte más elevada de la costa; y en esto radicaba la esperanza de los defensores. GortorLanstatet había aumentado su fuerza de trabajo con phagors. Valiéndose de unas grúas habían bajado dos grandes cañones de la Plegaria de Vajabahr, y ahora los empujaban hacia el promontorio desde el cual dominarían la bahía.

ScufBar y otro criado trajeron unas angarillas para llevar a la mujer herida al palacio, después de que aplicaran a su rostro vendas con hielo.

TolramKetinet se apartó de la reina para ayudar a situar los cañones. Tenía plena conciencia del peligro. Aparte de los phagors y unos cuantos criados sin armas, las fuerzas defensoras de Gravabagalinien constaban de los trece hombres que habían venido con él desde Ordelay. Las dos naves sibornalesas que se acercaban debían de traer, cada una, cincuenta soldados bien armados.

El Unión de Pasharatid cambiaba de rumbo, presentando una banda a la costa.

Tirando de cuerdas, los hombres se esforzaban para poner en posición el segundo cañón.

CaraBansity se acercó a la reina, con los brazos cruzados, y dijo:

—Señora, los consejos que he dado al rey fueron mal recibidos. Querría ofrecerte algunos, esperando mejor acogida. Tú y tus damas deberíais ensillar unos hoxneys y alejaron hacia el interior sin demora.

Una triste sonrisa iluminó el rostro de MyrdemInggala.

—Me alegra tu preocupación, Bardol. Tú debes marcharte. Vuelve con tu esposa. Este sitio es ahora mi hogar. Se dice, como sabes, que Gravabagalinien es la residencia de espectros que murieron en combate hace mucho. Antes de marcharme, prefiero unirme a esas sombras.

CaraBansity asintió.

Sea, pues. En ese caso, señora, también yo me quedaré.

La expresión de la reina reflejaba su satisfacción. En un impulso, ella preguntó:

—¿Qué piensas de la extraña alianza entre nuestro amigo Rushven y la dama Uskuti…, nada menos que una almirante?

—Ella guarda silencio, pero no me inspira confianza. Tal vez sería mejor que se marcharan de aquí. La manga de un sibornalés siempre oculta algo más que un brazo. Debemos usar la astucia, señora; poco más puede ayudarnos.

—Ella parece sinceramente consagrada a mi ex canciller.

—Si es así, ha desertado, señora. Y eso puede dar a Pasharatid un nuevo motivo para desembarcar. Sácala de aquí, por la seguridad de todos.

Una nube de humo, en el mar, ocultó íntegro al Unión, a excepción de su velamen. Un instante después se oyeron explosiones.

Las balas cayeron en el agua, al pie de un risco. En la segunda andanada, los artilleros serían más certeros. Sin duda el vigía había advertido las maniobras con el cañón.

Pero los disparos eran sólo una advertencia. El Unión giró a babor, dirigiéndose en línea recta hacia la bahía.

La reina estaba sola; su pelo largo, aún desatado, flameaba al viento. En cierto sentido, estaba preparada para morir. Quizá fuera el mejor modo de resolver sus problemas. Para su consternación, no estaba dispuesta a aceptar a TolramKetinet, un hombre honesto pero poco sensible. Estaba irritada consigo misma, por sentirse emocionalmente obligada hacia él. La verdad era que el cuerpo de Hanra y sus caricias habían despertado en ella un intenso deseo de jan. Se sentía ahora más sola que antes.

Además, podía adivinar con melancólico desapego la soledad de Jan. Sentía que de haber sido más madura hubiera podido aliviarla.

Sobre el mar, el monzón creaba golfos de sombras y luces oblicuas. A lo lejos, la lluvia azotaba el agua. Las nubes estaban más bajas. El Buena Esperanza casi se había perdido en la oscuridad. Y el mismo mar… MyrdemInggala miró con atención, y vio a sus familiares por todas partes. Lo que había tomado por un oleaje era el incesante movimiento de sus cuerpos. La lluvia le golpeó el rostro.

Al instante siguiente, todo el mundo se debatía bajo un diluvio.

El cañón se atascó en el barro. Un hombre cayó de rodillas, despotricando. Todo el mundo aullaba y maldecía. Si la lluvia continuaba, sería imposible encender la pólvora.

Por otra parte, no había ya esperanza de situar correctamente el cañón. El viento giró con la tempestad. El Unión volaba hacia la bahía.

Cuando el barco llegó a la altura de la Roca de Linien, los delfines actuaron. Se movían en formación, tanto las cortes como el regimiento. Sus cuerpos impedían la entrada a la bahía.

Los marineros del Unión, casi enceguecidos por la lluvia, gritaban y señalaban los cuerpos debajo del casco. Era como si la nave se moviera sobre negros y brillantes cantos rodados. Los delfines apretaron sus cuerpos contra la madera. El Unión, crujiendo, se detuvo.

Dando voces excitadas, MyrdemInggala olvidó sus penas y corrió hacia el agua. Aplaudía y alentaba a sus agentes. Saltaba y chapoteaba mojándose el vestido. Se zambulló en la resaca. Ni siquiera TolramKetinet se atrevió a seguirla. La nave se erguía sobre ella como una montaña; la lluvia caía cada vez con más fuerza.

Uno de sus familiares emergió del agua como si estuviese esperando su llegada, tomando con la boca la tela de su vestido. La reina lo reconoció como un miembro principal de la corte y pronunció su nombre. Entre la confusa melopea de los ruidos que emitía el delfín, había un mensaje urgente que logró comprender: «Vete o unas cosas gigantescas —ella no podía determinar cuáles— se apoderarán de ti». Algo, en las remotas profundidades, seguía la huella de su olor.

MyrdemInggala sintió temor. Se retiró, guiada por su familiar. Cuando llegó a la playa, recogiendo su vestido empapado, él se hundió entre la espuma.

El Unión se hallaba muy cerca. Entre la costa y el barco estaban los cuerpos apretados de los delfines. A través de la lluvia torrencial, ella reconoció la autoritaria figura de Io Pasharatid, y él también reconoció a la reina de reinas.

Estaba de pie, con aire siniestro, en la anegada cubierta, con su chaqueta de lona desabrochada y la gorra sobre los ojos. La miró y luego actuó.

Empuñaba una lanza. Se acercó a la borda y, sosteniéndose de la barandilla, se inclinó y la clavó en el agua una y otra vez. Roja sangre chorreaba por la hoja. Las aguas se cubrieron de espuma. Pasharatid clavó su lanza una y otra vez.

Para los supersticiosos marineros, el delfín era una criatura sagrada. Aliado de los espíritus de las profundidades, jamás hacía daño a los marinos. Atacar a un delfín era poner la propia vida en peligro.

Pasharatid se vio rodeado de furiosos marineros. Le arrancaron la lanza a viva fuerza y la arrojaron lejos. Los espectadores de la costa vieron cómo se debatía hasta que sus soldados acudieron para liberarlo. La disputa continuó un rato más. Los familiares de la reina habían conseguido cerrar el camino a Gravabagalinien.

La tormenta estaba en su apogeo. Las olas eran cada vez más altas, y rompían contra la playa con magnífica furia. La reina lanzaba gritos de triunfo, desmelenada y muy parecida a su madre muerta, la salvaje Shannana, hasta que finalmente TolramKetinet la arrastró hacia suelo más firme, temiendo que volviera a arrojarse al mar.

Un relámpago centelleó en el corazón de la tormenta; y luego se oyó un trueno. Entre las nubes rasgadas apareció de pronto el contorno del Buena Esperanza. Estaba a unos trescientos metros del Unión, y sus tripulantes luchaban para evitar que se destrozara contra la costa.

Una hilera de delfines salió de la bahía, más allá del Buena Esperanza, como si algo los llamara.

El mar estaba convulsionado alrededor de la nave de Lorajan. Más tarde, quienes estaban en la costa juraron que el agua hervía. La agitación creció y se vislumbraron tremendos movimientos. Luego una masa se elevó sobre el agua, agitó su cabeza entre las olas, y se elevó aún más, hasta que sobrepasó los mástiles del barco. Tenía ojos. Tenía una quijada inmensa y unos bigotes que se retorcían como anguilas. El cuerpo emergió del mar, cubierto de gruesas escamas, mayores que el torso de un hombre. Su elemento era la tempestad.

Se vieron nuevas espirales, y apareció un segundo monstruo, furioso, a juzgar por los violentos desplazamientos de su cabeza. Se alzó como una serpiente gigantesca y luego azotó las olas mientras en el viscoso aire aún brillaba su cuerpo enroscado.

Su cabeza volvió a emerger, sacudiendo al Buena Esperanza. Las dos criaturas unieron sus fuerzas. Se retorcían como si se tratase de un juego obsceno. Una cola restalló contra el costado de la nave, rompiendo tablazones y clavijas.

Luego ambas bestias desaparecieron. El agua volvió a su quietud anterior. Habían obedecido al llamado de los delfines y ahora retornaban a las profundidades. Aunque rara vez aparecían ante los ojos de los hombres, esas grandes criaturas se contaban entre los seres vivientes que se habían adaptado al Gran Año de Heliconia.

En esa etapa de su existencia, las grandes serpientes eran asexuadas. Su época de feroces acoplamientos había quedado muy atrás. Eran entonces criaturas voladoras y pasaban siglos en amorosa anorexia, entregadas a la procreación. Como inmensas libélulas, los seres de su especie habían revoloteado sobre los dos solitarios polos del planeta, libres de adversarios e incluso de testigos.

Al llegar el Gran Verano, esos seres aéreos habían emigrado a los mares del sur, y en particular al Mar de las Águilas, donde su aparición había conducido a algún marino, muerto hacía mucho y poco versado en ornitología, a dar ese nombre al océano. Después de desprenderse de sus alas en las remotas islas de Poorich y Lordry, las grandes criaturas habían reptado hacia el mar, para procrear en él.

Pasaban el verano en el mar. Los grandes cuerpos terminarían por disolverse, alimentando a los assatassi y a otros habitantes del agua. Sus voraces crías recibían el nombre de peces cuchara, aunque de ningún modo eran peces. Cuando sentían los fríos del largo invierno, los peces cuchara subían a tierra y adoptaban una nueva forma que recibía el mal nombre de Gusano de Wutra.

En su actual etapa asexuada, las dos serpientes habían sido inducidas a la actividad por un recuerdo de su distante pasado. Los delfines habían evocado esa memoria en la forma de la huella de un olor, implantado en las aguas por la reina de reinas durante su período menstrual. Inquietas y desconcertadas, las serpientes enroscaban sus anillos, pero ninguna fuerza era capaz de hacer volver aquello que se había ido.

La tremenda aparición había eliminado todo deseo de lucha en los tripulantes del Unión y el Buena Esperanza. Gravabagalinien era un lugar encantado. Ahora los invasores lo sabían. Ambas naves izaron cuanta vela pudieron y huyeron hacia el este, con la tempestad a sotavento. Desaparecieron detrás de las nubes.

Los delfines se marcharon.

Sólo se oía el sordo estruendo de las aguas embravecidas al romper contra la Roca de Linien.

Bajo la lluvia, los defensores humanos de Gravabagalinien se dirigieron al palacio de madera.

Las salas del palacio resonaban como tambores bajo la lluvia. El sonido se atenuaba al amenguar la lluvia, para seguir al instante con renovado vigor.

En la cámara principal se celebraba un consejo de guerra presidido por la reina.

—En primer lugar debemos comprender qué clase de hombre es nuestro enemigo —dijo TolramKetinet—. Canciller SartoriIrvrash, dinos sin rodeos todo lo que sepas acerca de Io Pasharatid.

SartoriIrvrash se puso de pie, hizo una reverencia a la reina, y luego se pasó la mano por la calva. Lo que debía decir sería breve, pero nada agradable. Se excusaba por recordar cosas pasadas e infortunadas, pero el futuro siempre estaba ligado con el pasado de maneras que ni siquiera los más sabios podían desentrañar. Podía decir, por ejemplo…

Sorprendió la mirada de Odi Jeseratabahr y fue al grano, encorvando los hombros. Durante los años pasados en Matrassyl había sido su obligación como canciller conocer los secretos de la corte. Cuando YeferalOboral, el siempre bien recordado hermano de la reina, aún vivía, había descubierto que Pasharatid, entonces embajador de su país, gozaba de los favores de una muchacha joven del pueblo cuya madre regenteaba una casa de mala reputación. Y también había sabido por VarpalAnganol que Pasharatid solía espiar el cuerpo desnudo de la reina. Era un bandido lujurioso y despiadado a quien sólo podía controlar su esposa, a la cual ahora había suficientes razones para considerar muerta.

Además, quería recordar un rumor —tal vez algo más que rumor— escuchado a un guía llamado el Señalador del Camino, durante su viaje a través del desierto hacia Sibornal. Ese rumor afirmaba que Io Pasharatid había asesinado al hermano de la reina.

—Yo sé que así ha sido —dijo MyrdemInggala—. Y no hay duda de que Io Pasharatid es un hombre muy peligroso.

TolramKetinet se puso de pie.

Adoptando una postura militar, habló con floreos retóricos mientras miraba de soslayo a la reina para ver cómo recibía sus palabras. Estaba claro, dijo, que debían temer a Pasharatid. Era razonable suponer que estaba al mando del Unión y que, en virtud de sus relaciones, podía imponer su autoridad al comandante del Buena Esperanza. Él, TolramKetinet, había considerado la situación militar desde el punto de vista del enemigo, estimando que Pasharatid haría lo siguiente. Uno…

—Por favor, sé breve o el hombre se presentará ante esta mesa —dijo CaraBansity—. Ya sabemos que eres tan buen orador como general.

Con el ceño fruncido, TolramKetinet continuó. Pasharatid decidiría que con esas dos naves era imposible apoderarse de Ottassol. Su mejor posibilidad radicaba en capturar a la reina y obligar luego a Ottassol a aceptar sus exigencias. Debían prever que Pasharatid desembarcaría en algún punto al este de Gravabagalinien, donde encontrara una playa accesible. Luego avanzaría con sus hombres hacia el palacio. Él, TolramKetinet (se golpeó el pecho mientras decía esto) declaraba que debían preparar de inmediato la defensa contra este ataque por tierra, por la seguridad de la reina.

Después del debate, la reina dio las órdenes. Una gotera caía sobre la mesa.

—Como el agua es mi elemento, no puedo quejarme si el techo está deteriorado —dijo. Luego recomendó que se construyeran defensas alrededor del palacio y que el general preparara el inventario de todas las armas y elementos de guerra existentes, incluyendo el armamento de la Plegaria de Vajabahr.

Volviéndose hacia SartoriIrvrash, ordenó que Odi Jeseratabahr y él partieran del palacio cuanto antes, para lo cual dispondrían de tres hoxneys.

—Eres generosa, señora —dijo SartoriIrvrash, aunque su expresión manifestaba lo contrario—. Pero ¿puedes prescindir de nosotros?

—Sí, si tu compañera está en condiciones de montar.

—No lo creo.

—Rushven, puedo prescindir de ti, como lo hizo Jan. Tú fuiste su consejero en el asunto del divorcio, ¿verdad? Y entiendo que tu nueva consorte es o ha sido amiga del depravado Io Pasharatid.

Fue un ataque por sorpresa.

—Señora, había graves problemas. Asuntos políticos. Yo estaba obligado a defender al rey…

—Solías decir que defendías la verdad.

El ex canciller buscó distraídamente algo en su charfrul, como si quisiera un veronikano; luego alisó sus patillas.

—A veces las dos cosas coincidían. Tu tierno corazón y la voluntad del rey han apoyado a los phagors en nuestro reino. Y sin embargo, ellos son la causa de todas las dificultades humanas. En el verano tenemos la oportunidad de librarnos de ellos, porque su número es menor. Pero es entonces cuando nos entregamos a nuestras disputas, sin ver que son ellos el principal enemigo. Créeme, señora; he estudiado historias como la Thribriatíada de Brakst y he descubierto…

La reina no miraba a SartoriIrvrash con resentimiento, pero alzó su mano.

—Basta, Rushven. Hemos sido amigos, pero ahora nuestras vidas han cambiado. Vete en paz.

Inesperadamente, el ex canciller rodeó la mesa y tomó la mano de MyrdemInggala.

—Nos iremos, nos iremos. Estoy habituado a la crueldad. Pero antes de partir concédeme un favor… Con la ayuda de Odi, he descubierto algo de vital importancia para todos nosotros. Iremos a Oldorando, y presentaremos el hallazgo al Santo C’Sarr, esperando que merezca recompensa. Y también confundirá a tu ex marido, cosa que tal vez te agrade…

—¿Cuál es tu pedido? —respondió la reina, con irritación—. Acaba de una vez. Tenemos asuntos más importantes.

—Es algo relacionado con nuestro descubrimiento, señora. Cuando todos vivíamos tranquilamente en el palacio de Matrassyl, yo solía leer cuentos a tu hija. Poco te importa eso ahora. Y recuerdo el hermoso libro de cuentos que poseía Tatro. ¿Me permitirías que llevara ese libro a Oldorando?

MyrdemInggala sofocó algo a mitad de camino entre risa y grito.

—Estamos esperando un ataque y tú pides un libro de cuentos de hadas infantiles. ¡Llévatelo si quieres, y luego márchate, y llévate también esa lengua incansable!

Él besó su mano. Mientras retrocedía hacia la puerta, acompañado por Odi, sonrió y dijo:

—La lluvia se acaba. No temas, pronto estaremos lejos de este inhospitalario refugio.

La reina arrojó un candelabro hacia la espalda que se alejaba.

A un lado del palacio había un extenso jardín donde crecían hierbas y árboles frutales. En un sector cercado se criaban cerdos, gallinas, cabras y gansos. Detrás del cerco había una hilera de árboles retorcidos, y más allá unas antiguas fortificaciones de tierra, bajas y cubiertas de hierba, que separaban el palacio de los terrenos cenagosos del este, es decir la zona por donde era probable que apareciesen las fuerzas de Pasharatid.

Después de examinar la situación, TolramKetinet y Lanstatet decidieron utilizar la antigua fortificación.

Habían pensado también en salir de Gravabagalinien por mar. Pero al no haber sido anclada y amarrada con la debida pericia, la carabela había sufrido daños durante la tormenta y no podía ser considerada segura.

Todo lo que servía fue descargado del barco. Se utilizaron en parte sus mástiles para construir una atalaya en el árbol más fuerte.

Una vez que se hubo secado el suelo, algunos phagors fueron enviados a levantar una empalizada en la parte superior del promontorio. Otros cavaban trincheras.

Mientras se marchaban, SartoriIrvrash y Odi Jeseratabahr observaron estas escenas de actividad. Iban montados en hoxneys, y llevaban su equipaje en un tercer animal. Al ver a CaraBansity, quien supervisaba las excavaciones, SartoriIrvrash se detuvo.

—Debo despedirme de mi viejo amigo —dijo mientras desmontaba.

—No te demores —recomendó Odi—. Por mi causa, aquí no te quedan amigos.

Él asintió y se dirigió hacia el deuteroscopista, alzando los hombros.

CaraBansity se hallaba en una zona pantanosa, vigilando el trabajo de los phagors. Cuando elevó los ojos y vio a SartoriIrvrash, su rostro se oscureció; luego, como forzado por la excitación, sonrió. Urgió al ex canciller a que se acercara.

—Aquí está el pasado… Estos terraplenes formaban parte de un viejo sistema de fortificaciones. Los phagors están revelando la geometría de la leyenda…

Se dirigió a un pozo recién excavado. SartoriIrvrash lo siguió. CaraBansity se arrodilló al borde, sin pensar en el lodo. Del suelo de turba emergía lo que SartoriIrvrash tomó al principio por un viejo bolso negro achatado. Era o había sido un hombre, con el cuerpo volcado hacia la izquierda. Su breve túnica de cuero y sus botas sugerían que había sido un soldado. Se veía, semioculto, el puño de una espada. La boca del hombre, desfigurada por los dientes rotos, había adoptado por la presión de la tierra una sonrisa macabra. La carne tenía un color castaño brillante.

Estaban apareciendo otros cuerpos. Los phagors trabajaban sin interés, extrayendo el barro con las manos. Vieron otro soldado momificado, con una terrible herida en el pecho. Las arrugas del rostro eran tan nítidas como un dibujo a pluma. No tenía ojos, lo que daba a su expresión una melancólica vacuidad.

El olor a estiércol húmedo era terrible.

—El suelo de turba los ha conservado —dijo SartoriIrvrash—. Pueden ser soldados que murieron en el combate, o por algún otro desastre, hace tal vez cien años.

—Mucho más que eso —dijo CaraBansity, saltando a la trinchera. Desprendió uno de varios objetos que a SartoriIrvrash le parecían piedras y se lo mostró—. Probablemente esto es lo que mató al soldado de los dientes rotos. Es una semilla de rajabaral, dura como el hierro. Quizá la hayan cocido, y por eso no ha germinado. Han pasado seis siglos desde la primavera, la época en que el rajabaral da semilla. Los atacantes las usaban como balas de cañón. Aquí se libró la legendaria batalla de Gravabagalinien. Y hemos encontrado el lugar, porque otra vez será utilizado para combatir.

—Pobres diablos.

—¿Ellos o nosotros? —CaraBansity se movió hacia otro punto de la excavación. Debajo del hombre herido en el pecho, era parcialmente visible un phagor. Tenía el rostro negro y el pelaje enrojecido por la turba; parecía una cosa vegetal comprimida—. Puedes ver cómo, incluso entonces, hombres y phagors luchaban y morían juntos.

SartoriIrvrash resopló disgustado.

—También podían ser enemigos. Nada prueba una cosa ni la otra.

—Es un mal presagio. No quisiera que la reina viese esto. Ni TolramKetinet; se asustaría. Mejor será cubrir esos cuerpos.

El ex canciller se dispuso a continuar su camino.

—No todos ocultamos los secretos que hallamos, amigo. Poseo conocimientos que, una vez expuestos ante las autoridades de Pannoval, provocarán una Guerra Santa contra la especie de dos filos en todo Campannlat.

CaraBansity lo miró con ojos enrojecidos.

—Y te pagarán por iniciar esa guerra, ¿verdad? Mejor sería que vivieras y dejaras vivir.

—Lo dices tú, Bardol; pero no esas criaturas. Su credo es diferente. Si no actuamos, su número crecerá y nos destruirán. Si tú hubieras visto los rebaños de flambregs…

—No te dejes llevar por la pasión. La pasión siempre atrae problemas… Y ahora continuaré con mi trabajo. Probablemente hay cientos de cadáveres sepultados aquí.

Cruzando los brazos, SartoriIrvrash dijo:

—Me has recibido con frialdad, como la reina.

CaraBansity emergió lentamente de la trinchera.

—Su majestad te ha dado lo que has pedido, un libro y tres hoxneys. —Mordiéndose un nudillo miró al ex canciller.

—¿Por qué estás contra mí, Bardol? ¿Has olvidado que cuando jóvenes mirábamos por tu telescopio, y observábamos juntos las fases de Kaidaw? ¿Y que de esas observaciones dedujimos la geometría cósmica en que habitamos?

—No lo he olvidado. Pero has venido aquí con una oficial sibornalesa, una enemiga de Borlien. La reina corre peligro de muerte, y el reino, de disolución. Yo no quiero a JandolAnganol ni a los phagors; pero prefiero que sobrevivan para que la gente pueda seguir mirando por el telescopio. Si derribas el reino, como deseas, destruirás los telescopios.

Miró hacia el mar, más allá de los árboles, con una expresión de amargura, y encogiéndose de hombros, agregó:

—Ya has visto cómo ha sido borrada Keevasien, que fue una vez un lugar de cultura y el hogar del gran YarapRombry. La cultura florece mejor bajo una vieja injusticia que bajo una nueva. Eso es todo lo que quiero decir.

—Defiendes tu modo de vida.

—Siempre lucharé por mi propio modo de vida. Creo en él. Aunque signifique un combate concreto. Ve y llévate a esa mujer; y no olvides que siempre hay algo más que un brazo en la manga de un sibornalés.

—¿Por qué me hablas de ese modo? Soy una víctima. Un vagabundo. Un exiliado. He perdido el trabajo de toda mi vida. Yo podría haber sido el YarapRombry de nuestra época… Soy inocente.

CaraBansity sacudió su gran cabeza.

—A tu edad la inocencia es un crimen. Vete con tu mujer. Ve a esparcir veneno.

Se miraron desafiantes. El ex canciller suspiró; CaraBansity volvió a su trinchera.

SartoriIrvrash regresó adonde Odi Jeseratabahr lo esperaba con los animales. Montó en su hoxney sin decir palabra, con los ojos llenos de lágrimas.

Siguieron el sendero que llevaba hacia el norte, hacia Oldorando. JandolAnganol y sus hombres habían recorrido ese mismo sendero unos pocos días antes, rumbo al hogar de su futura esposa asesinada.