V
Su pregunta, además de tomarme por sorpresa, colmó mi capacidad de estupefacción. La respondí con una negativa, porque no veía otro modo de responderle. No, no sabía de ninguna estatua que latiera. ¿Cómo iban a latir las estatuas? Era como decir que había estatuas que guiñaban el ojo, o hacían el fuck-you con el dedo. Eso está bien para los chistes o las películas cómicas, pero no pasa en la realidad. Salvo que yo no hubiera oído bien y él me hubiera preguntado otra cosa. Hacerle repetir era inútil. Volví a negar; de algún modo, no sé cuál, estaba seguro de haber oído bien. Pero aun habiendo oído bien, podía referirse a otra cosa. Están las llamadas «estatuas vivientes», dentro de las cuales sí late un corazón; un corazón de desocupado, de buscavidas, en el mejor de los casos (que por eso es el peor) de artista desviado de los fines genuinos del arte. Yo nunca las miro, aparto la vista (he dejado de frecuentar la calle Florida para no verlas) porque me hacen pensar en todos los trabajos afines a la mendicidad de los que no tienen otro modo de ganarse la vida y no cuentan con una esposa psicóloga que los mantenga y pague las cuentas de la casa. Lo mismo los que hacen malabares en los semáforos. Mi situación me ha sensibilizado mucho.
¿Por qué me había hecho esa pregunta por estatuas? ¿Me leía el pensamiento? Por contaminación con los sentimientos opresivos que me causaban las estatuas vivientes, yo había empezado a ponerme fóbico con las estatuas en general. Por suerte en el barrio no hay muchas.
Él miraba a su alrededor, buscando. No, no iba a encontrar estatuas en mi casa, y menos de las que «latían». Qué absurdo. Íbamos de absurdo en absurdo, sin que se explicara el anterior. Yo seguía con la intriga del mensaje que le había transmitido la televisión, y veía difícil que fuera a enterarme porque se habría necesitado una explicación conversada, civilizada, con preguntas, respuestas, tiempo para asimilar la información y pedir que me aclarara este o aquel detalle. Y el apuro con el que estaba actuando mi joven interlocutor, sin hablar de su dicción, negaba de entrada esa posibilidad. Quizás lo que me convenía era entregarme a esa velocidad de aventura, sin explicaciones que demoraran la sucesión de los hechos…
Y efectivamente, como si realmente lo hubiera decidido, cinco minutos después yo iba sentado en la mitad trasera del asiento de un ciclomotor, sin casco, bebiendo el viento de la avenida Bonorino, abrazado con una mano a la cintura de Jonathan, que conducía, y con la otra sosteniendo, con dificultad, un grueso sapo de piedra…
La «sucesión de los hechos» que me había llevado a cabalgar esa motito no tenía muchos eslabones. Después de entender, o deducir, o suponer, que el famoso mensaje se refería al uso que les estaban dando a los glóbulos de mármol unos agentes desconocidos, se reveló que lo que buscaban estos agentes era una estatua que latiera. Hasta ahí más o menos nos habíamos entendido. Pero en lo que seguía divergíamos. A mí me parecía evidente que se trataba de una especie de acertijo, como los que sirven de pista en la «busca del tesoro». Aunque se lo veía extremadamente remoto, casi una fantasmagoría, no quise terminar de descartar la posibilidad de que hubiera realmente un premio al final del juego. Quiero decir: no perdía nada con seguir adelante.
El punto en discusión, si hubiera habido discusión, era que para Jonathan «la estatua que late» del mensaje era literalmente una estatua que latía, mientras que para mí era una metáfora, y una metáfora que, por sus términos, podía referirse a casi cualquier cosa. Un hombre o un animal inmóvil, por ejemplo, o una mujer de las llamadas «esculturales», enamorada… O alguna especie de maniquí con un dispositivo rítmico. Y eso para no irse muy lejos, porque también podía ser un auto, un planeta, el mar, un sistema filosófico o cualquier otra cosa que hiciera las asociaciones correspondientes en la mente de un poeta.
Pero la hipótesis de la literalidad no podía descartarse. Quizás era una de las reglas del juego. Y el maestro del juego no era yo, sino Jonathan, así que le repetí que en mi casa no encontraría estatuas. Como ya era habitual en él, me oyó como quien oye llover. Se había desplazado, aparentemente al recordar algo, a la ventana del frente, y miraba afuera, pero no a la calle sino, en un ángulo muy cerrado, más cerca y abajo, al diminuto jardín, poco más que un balcón, al costado de la puerta. Fue hacia esta, decididamente, diciendo algo que interpreté como «el sapo». Ya había abierto la puerta y salía (a la vez que entraba una afilada corriente de aire frío) cuando entendí a qué se refería: al sapo de piedra que había allí. Seguramente lo había visto al entrar. Yo en cambio ya no lo veía, por el hábito: ese sapo estaba ahí desde hacía treinta años por lo menos, desde que nos mudamos a esta casa. Lo habían dejado, no sé si olvidado o por hastío, los dueños anteriores. Ese pequeño rectángulo de tierra, de dos metros por uno, entre la reja y la ventana del living, había tenido algunas plantas, de las que el sapo, toscamente tallado en piedra de sílex, hacía de pintoresco y semioculto guardián. Ahora el descuido había reducido la vegetación a una correosa cardácea que resistía, no sé cómo, al frío y a la falta de riego. El sapo, como dije, se me había vuelto invisible por el hábito. Nadie habría pensado en él, de buenas a primeras, como una «estatua», pero es lo que era, al fin de cuentas.
Para hacer la prueba del latido, Jonathan lo sacó de su lugar, de donde nadie lo había movido en décadas. Estaba semihundido en la tierra reseca, y le dio trabajo arrancarlo. Me ofrecí a ayudarlo, pero en el espacio exiguo de ese rincón no cabíamos los dos. Al fin, moviéndolo hacia un lado y otro logró aflojarlo y lo levantó. Su cuerpo escuálido se curvaba hacia adelante por el peso. Dio dos pasos y lo depositó en la losa del umbral. Yo miraba extrañado el viejo sapo; siempre lo había visto desde el mismo ángulo, y ahora le descubría aspectos diferentes, casi desconocidos. Pero seguía siendo el mismo sapo de piedra, como podría haber sido uno de esos clásicos enanos de jardín; salvo que los enanos son de cemento, y el sapo estaba tallado en piedra dura.
Con su apuro habitual, Jonathan estaba palpando el sapo allí mismo, en el umbral. Vi que pasaban unas vecinas por la vereda de enfrente y miraban. Pensarían que era un obrero que había venido a hacerme un trabajo. Aunque verlo manipular de ese modo el sapo de piedra les llamaría la atención. Quise hacerlo entrar, pero la tierra pegada a la base haría un enchastre en la alfombra, así que me resigné al papelón, que de todos modos no se prolongaría mucho, con la velocidad con la que actuaba este muchacho frenético. Pero la puerta había quedado abierta, y la casa debía de estar enfriándose, así que estiré la mano por encima del chinito acuclillado y quise entornarla. No sé si calculé mal la fuerza, o colaboró una corriente de aire, lo cierto es que la puerta se cerró. Tuve un síncope de pánico: si la llave había quedado adentro no podría entrar hasta que volviera mi esposa, entrada la noche. Estaba la posibilidad de que me hubiera echado las llaves al bolsillo después de abrir; no lo recordaba y no quise verificar todavía para no amargarme prematuramente. Ahora me alegraba de la prisa con que Jonathan hacía las cosas, porque no me había dado tiempo a sacarme el sobretodo.
Lo miré. Había pegado una oreja a la piedra, y entrecerraba los ojos chinos, ya un poco entrecerrados de por sí. No pude reprimir una sonrisa. ¿Realmente estaría esperando oír latidos? ¿Auscultaría al sapo con un estetoscopio, si lo tuviera? Nadie es tan ingenuo, pensé. Pero nunca se sabe hasta dónde puede llegar la credulidad de un desconocido. Insistía. Apoyaba las palmas de las manos bien abiertas en la superficie, se concentraba…
Ya parecía a punto de rendirse; habría sido lo más razonable, si lo que pretendía era encontrarle latidos a un sapo de piedra. Pero algo en su personaje sugería (y me lo había demostrado hasta entonces) que era de los que siempre encuentran lo que buscan. Lo demostró una vez más al levantar la vista, volverse hacia mí y pedirme algo. No entendí qué, pero llevé maquinalmente la mano al bolsillo y saqué su trajinado contenido, que le mostré en la palma. Mientras yo veía con desmayado horror que entre los objetos no estaban las llaves, él levantaba uno con la punta de los dedos. Era el ojo de plástico. En el momento en que yo lo había tomado, en la caja del supermercado, a despecho de la prisa con que se había realizado toda la operación del cambio, había visto que era un juguete de goma, un ojo de tamaño poco mayor que el de un ojo de un hombre adulto, con la pupila de plástico celeste traslúcido; al apretar la bola de goma (que era blanca y surcada de venillas) se encendía una luz adentro y la pupila se teñía de rojo.
Jonathan buscó de metérselo en la boca al sapo, o entre la pata y la panza, o en alguna de sus concavidades. Era una maniobra inteligente: si había algún movimiento en la piedra, así fuera imperceptible para la vista o el tacto, lo revelaría la presión que haría sobre el ojo. Me recordó lo que se hacía con la Piedra Movediza de Tandil, cuyo movimiento tampoco se percibía a simple vista: ponían una botella en el ángulo entre la Piedra y la roca en que se apoyaba, y el vidrio se rompía. En el presente caso el ingenio de la prueba se perdería…
Al fin encontró dónde ajustarlo: en un ojo del sapo, que debería haber sido el primer sitio donde probar. Calzaba como si hubiera sido hecho a medida, y le daba una apariencia cómica. Si yo hubiera llegado a proferir una risa se me habría helado en los labios cuando el ojo lentamente se iluminó, después se apagó, y volvió a encenderse, en una cadencia regular. ¡Latía! Los dos nos quedamos inmóviles mirándolo; en mí esa inmovilidad no tenía nada de raro porque lo que venía pasando me tenía en las cimas de la perplejidad, donde solo podía absorberme en el pensamiento; en cambio era una novedad en Jonathan, el hiperkinético. Hasta él necesitaba una pausa. No le duró mucho, con todo. En instantes volvía a levantar el sapo y me decía, creo, que teníamos que ir a alguna parte. Dio un paso saliendo a la vereda, encorvado por la carga. Ahí vaciló, pero solo un segundo. Se volvió hacia mí y me tendió el sapo, o más bien, porque no era algo que pudiera pasarse livianamente de mano en mano, me indicó que lo tomara. Lo hice, para no entrar en discusiones, y me sorprendió su peso. Él salió corriendo, después de pedirme, más con la actitud que con su habla atropellada, que lo esperara… Me quedé donde estaba, con el sapo en brazos. Era realmente pesadísimo, un pisapapeles de jardín, y su forma casi esférica lo hacía incómodo de sostener. Para colmo, me di cuenta de que el ojo, que seguía iluminándose rítmicamente, había quedado mirando hacia la calle. Era demasiado bizarro para estar exhibiéndolo ahí, y darlo vuelta para que el ojo quedara contra mi cuerpo, además de ser difícil, me daba impresión. Opté por darme vuelta yo y quedar dando la espalda a la calle. Pero era demasiado bizarro para mí también. Empecé a sentir que tenía en brazos a un ser vivo, de piedra y a la vez vivo… Por suerte no tuve que esperar mucho. El tableteo ensordecedor de un ciclomotor se acercaba; era el chinito, que ya se había detenido y me hacía señas urgentes de montarme atrás de él. No es que hubiera mucho lugar; el asiento era individual, y no muy largo; su respeto por mi volumen, que es considerable, fue distraído: se limitó a adelantarse unos centímetros. Hice de tripas corazón, y obedecí. Era la primera vez en mi vida que me subía a una moto.