—¿Podrías atender el kiosco un rato, de... digamos, ocho y media a nueve?
—¡Pero por sup...!
—Resulta que mi papá y yo tenemos que salir al mismo tiempo...
—¡No te preocupes, Mario!
La madre seguía este diálogo mirando a uno y a otro con la boca abierta, los ojos saltándose de las órbitas, como si se estuviera jugando el destino del mundo. Los tres miraron sus relojes pulsera al mismo tiempo.
—¡Termino el desayuno y voy! —exclamó Alfredo señalando la mesa. Tenía un tazón de café con leche, tostadas, manteca, mermelada, escones.
—No hay apuro —dijo Mario—. Alimentate bien.
—¡Está a dieta! —dijo la madre saliendo de su pasmo.
—¿Qué están mirando? —dijo por decir algo, volviéndose al televisor.
Madre e hijo respondieron al mismo tiempo:
—Mauro Viale... Crímenes, muertos, la violencia... Agarraron al que violó a las cuarenta niñas...
—¿No pasaron al cajero...?
—¡Sí! ¡La foto! ¡La esposa!
Mario manoteó el picaporte de la puerta, de la que no se había apartado mucho. ¿Cómo podía ser que un hombre de cuarenta años siguiera viviendo con la madre? Ahí encerrados los dos, mirando la televisión... Ella tenía plata, departamentos para renta, él no había estudiado, nunca había trabajado, se había dejado estar. No se había casado (¿cómo hacerlo? ¿con quién?), había terminado medio afeminado, medio estúpido, o quizás había empezado así. Era un inocente, hacía una vida monástica. ¿Cómo lograr el despegue demográfico de la Argentina con hombres así?
—Hasta luego, entonces. Chau, señora.
—Chau, Mario, saludos a tu papá, ahora enseguidita va Alfredo, no se preocupen.
—¡Ahora enseguidita voy, no te preocupes!
—Gracias, gracias. No hay apuro.
Salió con un suspiro.
Natalio lo esperaba con impaciencia, y no bien llegó se marchó a hacer sus averiguaciones. Tito había desaparecido.
—¿Pero te consiguió la dirección? —le gritó cuando ya estaba en la esquina.
—Sí, sí —dijo Natalio sin darse vuelta—, era aquí en Bilbao nomás. —Y siguió hablando solo, murmurando algo, con cara de intensa concentración. Iba por Bonorino, sin ver nada, apurado. Tenía un paso raro, de pato; la gente cuando lo veía por la calle se quedaba mirándolo, a veces sin reconocerlo, preguntándose: ¿quién es? ¿de dónde lo conozco? Sin su kiosco azul envolviéndolo, fuera de contexto, se hacía extraño.
Dio la vuelta en la otra esquina, sin cruzar, y miró la numeración: dos mil doscientos. Era ahí. ¡Qué increíble! Don José viviendo todos estos años en la misma manzana, y ellos sin saberlo, creyendo que se iba a tomar el colectivo... Lo peor era que seguramente se lo había dicho alguna vez, al comienzo de su relación, y no le habían prestado atención, o todavía no habían estado seguros de quién era... Después, él no había creído necesario repetirlo, lo había dado por sabido. Gracias a esos presupuestos equivocados uno vive sobre un mar de misterios.
2279. Aquí era. Tocó el timbre.
Alfredo mientras tanto ya llegaba a ocupar su puesto de kiosquero suplente, mucho antes de las ocho y media, tripulante perpetuo de su ansiedad infantil por hacer presente todo el tiempo. Venía atrás del perro, que parecía más entusiasmado todavía que él. Alfredo también tenía un paso característico, bamboleándose, pisando con énfasis, y cuando se apuraba, como ahora, se le notaba más. Estaba eufórico. El desayuno lo había llenado de vigor.
—¿Pero qué es lo que les pasa? ¡Qué salidores se han puesto! ¡No sé qué harían si no me tuvieran a mí! ¿Vos también te vas a hacer cortar el pelo?
Por un instante Mario pensó contarle lo que estaba pasando. ¿Pero por dónde empezar? ¿Y acaso pasaba algo? Quizá todo se resolvería en nada, y dentro de un rato estarían riéndose de sus novelerías de locos. Prefirió esperar a que las cosas fueran simplificándose, para ahorrar aliento.
—Después te cuento —le dijo—. Voy a aprovechar que te anticipaste para ir a lavarme las manos.
—Andá tranquilo. Yo me hago cargo. ¿Hay cambio? —dijo Alfredo abriendo la caja y examinando las monedas.
Mario salió del interior del kiosco con el jabón y la toallita y se metió en el Refugio. Iba pensando que el desayuno tendría que quedar para más tarde, porque ya era la hora en que lo tomaban todos los días; estaba seguro de que su falta se haría sentir: el café le sacaba la modorra del madrugón, que a esa altura de la mañana empezaba a hacerse sentir; y las medialunas le daban la energía que la presión del trabajo de las primeras horas le había gastado; sin ellas su dicción, ya de por sí mala, se hacía pésima y tenía que repetir cada frase para que le entendieran. Si su padre no hubiera estado tan apurado podría haber aceptado el café de la madre de Alfredo (y no le habrían negado un escón; al contrario, lo habrían obligado a comer media docena). Natalio era igual que él de estricto con el tentempié; si volvía y no lo encontraba, iba a empezar a tomarlo sin él.
Fue todo entrar en el Refugio y sentir, por primera vez en la mañana, la realidad profunda y emocionante de Lidia. Las paredes estaban impregnadas de ella, y eso tenía que deberse a una cualidad intrínseca de la joven, no a la mera persistencia, porque Lidia apenas si había dormido tres noches en el Refugio. Todas las madres auxiliadas eran fugaces; ninguna volvía más allá de una semana; no era la finalidad de la institución. Pero vivían allí en forma permanente de todos modos, si no la misma, las mismas, las Lidias en perpetuo reemplazo, todas con la misma historia, la misma reducción al mínimo de historia. Las jóvenes madres del Refugio eran una meditación perenne de Mario. Le hacían pensar en hombres afectados por alguna anomalía extrañísima del deseo, que en ellos no se despenaba jamás si no era en presencia de su objeto casi inhallable (por ejemplo mujeres con seis dedos en la mano izquierda). En esos hombres se justificaría que se fueran a la cama con su “objeto sexual” allí donde lo encontraran, a cualquier hora, en cualquier ocasión. Porque tendrían derecho a decirse que la ocasión podría no repetirse en años, en décadas, quizá nunca. De modo que al tropezar con la mujer de seis dedos... automático, instantáneo: ¡sexo! Y aun así, sería un error decir que eso los volvía maniáticos sexuales; más bien todo lo contrario: podían ser hombres comunes y corrientes, los más anodinos e inofensivos de todos. Las chicas que acudían al Refugio, encantadoras como solían serlo, y hasta atractivas, sensuales a su manera, también lucían muy lejos de lo “sexy”; y lo estaban: no debía de haber tema en el que pensaran menos. Lo opuesto de una ninfómana. Y sin embargo habían caído de ese mismo modo automático e instantáneo, como había sido el embarazo, tan lamentable por lo demás, dada su condición de solteras, sin familia, pobres, sin trabajo. Es que ellas también andaban buscando algo rarísimo y casi sobrehumano (según cierto punto de vista): un hombre que pudiera hacerles un hijo.
Y quizás... él, Mario, no era ni podría ser nunca de esa clase de hombres. No, sin “quizás”: decididamente no lo era. (Aunque se sabía muy viril, y la vida le daría la razón porque se casaría y tendría hijos.) Había que ser un miserable para abandonarlas a su suerte, y él era todo lo contrario. Empalmando con los pensamientos que había tenido un rato antes, se dijo que quizás Alfredo estaba más cerca que él de esa condición extraña. Alfredo el asexuado, el afeminado, el cautivo de su mamá. Y no porque Alfredo fuera un miserable: era un muchacho bueno, ingenuo, generoso, servicial, como lo estaba probando en este mismo instante.
En realidad el “despegue demográfico” no era tanto cuestión de hijos. Era una cuestión sociohistórica de índole pública, mientras que los hijos se mantenían por siempre en la esfera privada.
¿Por siempre? Debería haber un puente, un pasaje, de lo privado a lo público, y por ahí un hombre podría encontrar su camino... Era misterioso, como era misteriosa Lidia. Mario había oído el gong del misterio de sólo verla, dos días atrás, dos mañanas atrás. Lidia y su hijito de días. ¿De dónde venía? ¿De dónde habían salido esos ojos dulces y limpios, que despertaban todos sus pensamientos como una música?
¿Y adónde se iba? Se la tragaba el laberinto profundo de la ciudad, y reaparecía a la mañana siguiente, como si nada hubiera pasado. Pero no había eternidades en este juego; no había siquiera repeticiones, y las dos que se habían producido hasta ahora podían considerarse milagrosas. Al entrar en la cocina del Refugio, Mario sabía que no volver a verla le resultaría intolerable. Había varias mujeres atareadas en calentar leche, agua, café para los desayunos. Algunas le echaban de reojo, o no tan de reojo, miradas interesadas o provocativas, porque era un joven de notable belleza, con sus rasgos de ángel, su cuerpo alto y atlético, su cabello negro ensortijado. Estaba acostumbrado, y no les llevaba el apunte en lo más mínimo. Las dos empleadas entraban y salían dando órdenes. Quizás alguna sabía algo de Lidia, podían haberse hecho confidencias durante la noche, ella podía haberle dejado un mensaje...
Se demoró secándose las manos hasta que vio pasar a Elvira, una de las celadoras, y salió siguiéndola. Con ella tenía más confianza que con la otra, a la que todos llamaban La Vieja.
—Elvira —la llamó—. Una preguntita. Esa chica, Lidia, que estuvo viniendo estos días...
—Sí.
—¿No dijo adónde iba?
—Fue a la Misericordia.
—¡¿A la Misericordia?! ¿A qué?
Elvira se encogió de hombros:
—Ayer y anteayer también fue, y no sé si no pasa todo el día ahí adentro. Me parece que fueron las monjas las que la mandaron aquí.
—Es rarísimo.
Ella no tenía tiempo de conversar. Se metió en el dormitorio, y Mario salió a la calle, pensativo. Era una confirmación, pero seguía sin poder creerlo. Sobre todo porque lo había estado creyendo todo el tiempo.
Más sorprendente todavía fueron las bromas ruidosas que empezó a hacerle Alfredo no bien lo vio:
—¡Me contó un pajarito..., ja ja ja ja! ¡Para cuándo los confites!
Bromas de matrimonio.
—¿Te casás? —le preguntó una señora que estaba comprando el diario—. ¡Te felicito! ¡Sos tan joven todavía! ¡Tenés tanto por hacer en tu vida! —Y a Alfredo: —Yo a Mario lo conozco desde que era chiquito. Venía a ayudar al padre... Siempre fue tan bueno...
—¡Mario casado! —gritaba Alfredo—. ¡Quién diría!
Mario se había ruborizado y simulaba ocuparse de algo en el fondo del cajón donde había guardado el jabón y la toalla. ¿Qué rumores estaban empezando a circular? ¿Se habían vuelto todos locos? “Todo se sabe”, pensó en su confusión, y no bien la señora se hubo marchado se apuró a irse él también. Alfredo seguía gritando:
—¡Vos las matás callando! —Y al ver a Damián que salía de Los Milagros exclamó sobre el tránsito de la avenida: —¡Damián, vení que tengo algo que contarte, ja ja ja ja!
—Pero dejate de pavadas, Alfredo —le dijo Mario alejándose.
—¿Lo sabe tu papá?
—Mi papá está loco. Damián te va a contar. —Se detuvo: —Escuchame una cosa, si vuelve antes que yo decile que me espere para tomar el desayuno.
Bajó a la calle antes de que cambiara el semáforo, y en la mitad le dijo a Damián, que cruzaba en dirección opuesta:
—Andá a entretener al perro.
Una moto le pasó a centímetros, y pensó que podría haberlo matado. Una vez enfrente, se preguntó por qué había cruzado, desafiando a la muerte. Por nada. Por escapar de las bromas. Miró el reloj: todavía no eran las ocho y media. Le quedaba un fragmento de tiempo vacío, cosa que le pareció rarísima. Su experiencia con el trabajo era la experiencia de un tiempo colmado. A su vez, y por eso mismo, desde otro punto de vista era tiempo vacío, disponible para que lo llenara la experiencia.
En ese momento lo distrajo una mariposa que pasó revoloteando frente a él. Debía de estar perdida, porque este lado de la avenida, donde se terminaban los jardines y empezaba lo sólido de la edificación, les era menos connatural. Ella también, a su modo, había arriesgado la vida desafiando el tránsito. Pero además, y esto lo advirtió en un chispazo intelectual que lo electrizó, significaba otra cosa (una mariposa siempre significa algo). Las mariposas viven un día nada más; ésta, tan chica y tan humilde, debía de vivir apenas una mañana. Y no nacían los días que iba a llover. Lo sabían, nonatas, mejor que el Servicio Meteorológico, eran infalibles. De modo que si uno ve una mariposa a la mañana, como en este caso, puede estar seguro de que no lloverá, y puede hacer sus planes tranquilo, por ejemplo para un picnic. Algo tan frívolo como un picnic se equivale a una vida entera, claro que una vida de mariposa: son tiempos distintos, de densidades diferentes. Tratar de intuirlo produce un pequeño abismo mental; es casi imposible, salvo poblando la imaginación con las historias o figuras adecuadas. El pensamiento por figuras o historias siempre es más ameno que el abstracto, y más práctico, más manejable. La actividad planeada puede no ser algo tan intrascendente como un picnic, sino algo importante, como una boda o un alunizaje, o una aventura. Los signos se leen con otros signos, y éstos a su vez con otros, al infinito. La crisálida de la mariposa tenía para leer los signos del clima los signos de su dote genética, el ajuar que la volvía mariposa y no perro o humano. Y uno de esos signos era la duración de su vida.
Se le ocurrió que un modo útil de emplear los minutos de que disponía antes de la cita con la monja era “examinar el terreno”, como le decía su instinto que convenía hacer antes de embarcarse en una aventura.
Podía dar una vuelta a la manzana de la Misericordia, examinar sus muchas entradas, de cuyo número nunca estaba seguro... Pero en ese caso tendría que volver a pasar por la esquina del kiosco, y Alfredo y Damián lo verían y pensarían que estaba loco. Tuvo una idea mejor. Salió caminando hacia su derecha, hasta la gran torre que estaba justo enfrente, avenida de por medio, de la entrada del colegio. Horacio, el portero, no estaba visible, pero la puerta había quedado abierta así que no podía estar lejos.
Volvió a mirar. Ahí estaba Horacio, materializándose en medio del hall vacío como una estatua, las zapatillas asentadas con firmeza de inmueble sobre el granito rojo lustrado... Otro Horacio tan gordo y desprolijo como él flotaba en el brillo del piso, cabeza abajo. La simetría lo transfiguraba, y sin embargo era el mismo. Y atrás de él, en el espejo del fondo, un tercer y cuarto Horacios, pegados por las plantas de los pies, y un pequeño Mario envuelto en una placa de luz incongruente.
—¡Mario! —Su vozarrón de bromista desvinculado de las consecuencias.
—Horacio, te quiero pedir un pequeño favor.
Los ojos del gordo se hicieron pequeñitos por la intriga. Contuvo el aliento. Se daba demasiada importancia para prometer nada; pensaba que los favores que podía conceder eran de vastas proporciones. Y quizá lo eran; eso nadie podía prejuzgarlo.
—¿No me dejarías subir a la terraza?
—¿A qué terraza? —Su sorpresa no tenía límites.
—A la terraza de... —hizo un gesto señalando el techo.
—¿Hoy? ¿Ahora?
—Hace tiempo que tengo ganas de echar un vistazo desde arriba...
—¡Pero cómo no!
—...y hoy, justamente, tengo un momento libre y...
Fueron, sin más. Veinticinco pisos por el ascensor, que Horacio manejaba con soltura, después un tramo de escalera, una puerta metálica que vibraba contra la luz de un cielo muy cercano, y ya estaban en la terraza. Era otro mundo: un silencio casi completo, y luz sin límites. Mario sintió la falta de oxígeno, y empezó a respirar a bocanadas. El portero, que estaba acostumbrado (vivía allí arriba) le dijo que estaba exagerando. Mario probó de hablar:
—Puede ser —dijo—. Por lo demás, todo es como abajo.
—La única diferencia vas a verla dentro de un momento, cuando te asomes.
Fueron hacia el frente. Al llegar al muro bajo y apoyar las manos en él, Mario vio el mundo. ¡No podía creerlo! ¡Tan cerca...! Nunca un trámite tan simple había dado tanto resultado. Sentía intensamente la presencia de Horacio a su lado, pero nada más.
Hasta donde alcanzaba su vista, hasta el horizonte, se extendían el Barrio Municipal, el Bajo de Flores, Coreatown, las interminables villas miseria: la vista. Y más cerca, inclinándose, el pequeño dominio privado de sus repartos, al menos la mitad sur. Las calles se veían como surcos oscuros. Bandadas de pájaros levantaban vuelo de entre los árboles, y por todas partes había pequeños rectángulos de color moviéndose en línea recta: los autos. No se veía gente en ninguna parte.
Se inclinó más, desafiando al vértigo. El índice regordete de Horacio señaló en la dirección de su mirada:
—Toda esa manzana es un colegio de monjas.
Le sonó extraño. ¿Se estaría refiriendo a otro colegio de monjas, lejano y anónimo? No, era la Misericordia: la didáctica grandilocuente de Horacio lo volvía todo distante. El dedo se movió hacia la derecha:
—Y ahí está tu kiosco.
¡Sí! Lo veía perfectamente, un recuadro azul oscuro en medio de un paisaje desconocido. Pero poco a poco empezaba a encontrarle sentido. Volvió a mirar la Misericordia. La dificultad estaba en que lo lejano y lo cercano se confundían, y había que traducirlos. El otro lado parecía más próximo... La vista era casi cenital: la enorme tira del liceo (que él había atravesado hacía un rato), al costado el techo gris claro de la capilla, más atrás el pabellón del monasterio, y en la mitad más lejana los techos del colegio primario y el jardín de infantes. A la derecha, los árboles que llenaban todo el espacio cercado por los altos muros. Podría haber hecho un plano; o, mejor dicho, estaba viendo el plano. Salvo que era un plano vivo, abigarrado, indescifrable. Se preguntó si su Lidia estaría allí adentro, oculta bajo el desmesurado Iguazú de atmósfera que se precipitaba al revés desde ese cuadrado del planeta. Parecía tan inofensivo. Era como si todos los secretos se revelaran a un ojo lejano e indiferente.
También la manzana de la Misericordia, como todo el resto del paisaje, se veía vacío de gente, deshabitado. Como sabía perfectamente que el complejo hervía de niñas y monjas, no tuvo más remedio que aceptar, contra toda evidencia, que se trataba de una especie de ilusión óptica, o mejor una limitación de la visión cenital.
Era como si el día no hubiera empezado todavía; en realidad era temprano. En la estación intermedia, el amanecer se prolongaba, parecía hacer altos para pensar o decidirse. A esta hora el Sol seguía bajo, casi rasante. Y los horarios de cada persona eran diferentes; para unos era temprano, para otros tarde... La mañana comenzaba de todos modos. Reinaba una luz primigenia.
Esto se le hizo más patente al desviar la mirada hacia la manzana vecina, la del kiosco. Tuvo que traducir mentalmente lo que veía, tan distinto era. Una parte importante de su vida pasaba ahí, al pie de ese cuadrado, y le costaba reconocerlo. Tomando la pequeña mancha azul del kiosco como referencia, fue ubicándose: el Refugio, al lado de la casa, el Grego, y Divanlito... Después dos edificios altos... Al costado, las casas que daban a Bonorino (esa cuadra estaba muy arbolada), y atrás las que daban a Bilbao. Sí, se hacía una composición de lugar, pero subsistía la extrañeza porque todos esos inmuebles, que por fuera conocía de memoria, se prolongaban hacia atrás en patios, jardines, terrenos baldíos, que nadie veía nunca. Nunca se le había ocurrido que en realidad casas que estaban en calles diferentes eran contiguas, por los fondos; para él, quizá por su trabajo, por los repartos, las casas estaban todas en una línea, mil veces enroscada pero siempre línea.
Se acordó de su padre, que había ido en busca de la casa de don José, en Bilbao... ¿Qué número había dicho? Veintidós setenta y nueve. Trató de ubicarla aproximadamente. Debía de ser ese complejo raro de construcciones, pasadizos y terrazas que se prolongaban mucho hacia adentro, hasta tocar los fondos de Divanlito... En ese momento tuvo una iluminación inquietante. Porque esa casa grande y profunda, que quizás fuera la de don José, por su ubicación no podía ser otra que el consorcio “de pasillo” de Bilbao. Y hoy se había hablado de ese edificio... tardó una fracción de segundo en recordar por qué motivo lo habían mencionado, y en comprender la causa de su inquietud. Habían hablado de la llave de ese “pasillo”, la única que necesitaban llevar en ese sector del reparto. Y Tito había dicho algo... En su momento no le prestó atención, lo tomó por una distracción, un pequeño error. Pero Tito no se distraía nunca en esos asuntos, nunca cometía errores. Era como si les hubiera estado ocultando algo, y se revelara en el temor de ser descubierto. Si a eso se sumaba el dato insólito de Tito quedándose después de hora, haciendo tiempo, simulando interés en una revista... Era como si todo tomara sentido de pronto, pero un sentido oscuro, indescifrable —y no por eso menos significativo. Ya dejándose ganar por la fantasía paranoica, recordó que era Tito también el que les había traído la dirección de don José... Y mil pequeños detalles de los últimos tiempos se agolparon en un relámpago mental. (Detalles inexplicables: había tantos.) ¿Qué sabían de Tito en realidad? ¿Era posible que tuviera dos trabajos, tres, cuatro? (¿Cuántos trabajos decía que tenía?) ¿Era posible que hiciera su trabajo tan bien, que nunca cometiera un error? Le parecía verlo por primera vez desde otra perspectiva, seguramente por contaminación con lo que estaba viendo.
El misterio surgía de todo. Esa casa de pasillo, por ejemplo: había un solo departamento que les compraba el diario, y era una puerta del primer tramo; él nunca había ido más allá, aunque sospechaba que se prolongaba en corredores torcidos y patios y escaleras. Desde aquí arriba era imposible poner nada en claro, sólo veía una complicación informe.
Apartó la vista al fin, porque era inútil. Miró su reloj pulsera, para lo cual debió hacer un esfuerzo extra de adaptación de la pupila. Ya era hora. Volvió a mirar el techo de la capilla, y lo asaltó una duda: ¿cómo entraría? Porque nunca, en todos los años que llevaba trabajando en el barrio, había visto abiertas las puertas de la capilla de la Misericordia, salvo los domingos. Eso quizá la monja no lo sabía; ellas debían de tener su propia entrada por atrás.
Pero en ese preciso momento, mientras se lo preguntaba, estaba estacionando frente a la capilla, y frente a todo ese lado de la cuadra, en doble o triple fila, un impresionante cortejo de coches fúnebres cargados de ataúdes y coronas, y atrás decenas de largos autos negros, que seguían acumulándose, en una fila que cubría toda la pendiente de Directorio...
—¿Qué es eso?
—Son los muertos de González Catán, ¿no sabías que las monjas prestaron su iglesia para la ceremonia?
El dato le volvió a la mente como desde muy lejos. Esa intoxicación masiva (con pan) había ocupado las primeras planas de todos los diarios dos días atrás, y entonces no se había hablado de otra cosa. Ochenta muertos, por la bacteria asesina de la levadura. Qué increíble cómo caducaban las noticias. Los muertos todavía sin enterrar, y ya los habían olvidado. El caso de la huida del cajero había archivado automáticamente la intoxicación. La demora en enterrarlos se debía a las discusiones científicas a que había dado lugar el asunto: alguien dijo que las bacterias seguían siendo peligrosas en los cadáveres, en los hospitales hubo sublevaciones por el miedo a las autopsias, y hasta los administradores de cementerios se negaron a admitir el presente griego. Hubo que importar de urgencia del Canadá un centenar de féretros de plomo. Para sorpresa de todos, la Misericordia había ofrecido sus instalaciones para la misa de difuntos, que oficiaría el Cardenal Primado. Y ahí estaban. Las puertas de la capilla se habían abierto, y ya empezaban a introducir los féretros. Estacionados en la plaza había camiones de exteriores de los cuatro canales de televisión. Debía de haber al menos veinte coches cargados de flores.
—Sentí el perfume —le dijo Horacio resoplando por la nariz—. Sube hasta aquí.
—¡No puede ser! —Y sin embargo, era cierto.
¡Pero no debía perder tiempo! En la confusión que por lo visto se estaba produciendo abajo, no le sería difícil colarse. Para eso debía apurarse, y se lo dijo a Horacio, que no se movió. Al contrario, prefirió darle una explicación:
—No te apures tanto: tenés más tiempo del que creés. Lo que estás viendo no es lo que está pasando, exactamente; es la imagen, menos el tiempo que tarda en viajar. ¿No has oído de esas estrellas que uno ve, y se han apagado hace muchísimo? Es lo mismo: la luz tarda en llegar...
—¡Pero Horacio, eso pasa con las estrellas, que están a millones de kilómetros!
—Pasa en todas partes, hasta aquí entre vos y yo. —Estaban a medio metro uno del otro. —Cuanto más cerca estás, menor es la diferencia entre lo que pasa y lo que se ve, pero la diferencia sigue estando.
—¿Cuánto puede tardar la imagen de la calle hasta acá? Una fracción de segundo.
—Es muy poco, de acuerdo. Pero es. Y te sorprendería saber cómo se nota. Es increíble lo que se puede hacer en muy poco tiempo, cuando uno sabe lo que quiere hacer, cuando se pone a hacerlo con decisión. Yo saco mucha ventaja de ese pequeño lapso. A veces me asomo por aquí, veo llegar el camión del sodero, y no hay nadie abajo para abrirle la puerta, los veo empezar a descargar los cajones (viste qué apurados están siempre), entonces bajo, y cuando salgo a la vereda, el camión está llegando...
—¡Qué exagerado sos! —se rió Mario—. Esperá un poco... ¿No debería ser al revés? ¿Cómo vas a ver la imagen antes de que se produzca? ¡La ves después! Los soderos se cansaron de esperarte, siguieron con el reparto, y cuando vos bajas están de vuelta...
—No. La imagen atrasada la ves mirando para arriba, por ejemplo a las estrellas. Mirando para abajo la ves adelantada.
—No puede ser.
—Sí puede. Yo me manejo así, y me da resultado.
De modo que era así como se las arreglaba Horacio con el tiempo. Cada cual tiene su pequeño o gran método, y todos viven. De ahí debía de venir la prodigiosa seguridad en sí mismo de este gordo fanfarrón. Si él se lo creía, no iba a ser Mario el que lo sacara de su ilusión, porque todos, quien más quien menos, debían de vivir sobre alguna ficción equivalente.
—Sea como sea, tengo que bajar —dijo.
Horacio había clavado la vista en un punto a la derecha, y no lo miró.
—Andá nomás, la puerta está abierta.
Lo dejó mirando muy interesado algo que, según él, todavía no había sucedido. Era un soñador, a su modo; un soñador realista.
Mario bajó y pudo cruzar ahí mismo a mitad de cuadra, porque el cortejo había terminado cortando el tránsito. Se metió en la iglesia sin disminuir la velocidad. El interior era enorme, altísimo y muy largo (de afuera engañaba un poco en sus dimensiones) y se estaba llenando de gente. Quizá parecía más grande de lo que era por causa del denso humo de incienso que la llenaba como una niebla y hacía que sus columnas y altares lejanos apenas si se adivinaran. Era asfixiante, una verdadera fumigación en regla. ¿Sería incienso? Ese olor que llenaba los pulmones y el cerebro parecía contener algo más que humo santo. Le debían de haber agregado algún poderoso bactericida, o dos, o tres, ¿y quién podía decir qué reacciones químicas se estaban produciendo, qué efecto tenía sobre la mente y los sentidos? Pasado el primer shock, Mario se sintió mareado, y a continuación liviano, flotante (estaba en ayunas). La presión de la gente que seguía entrando atrás de él lo obligó a internarse en esas emanaciones blancas; avanzó empujado hasta la mitad por la nave principal, antes de darse cuenta de que iba en la fila de los portadores de féretros, y entonces se hizo a un lado. Se metió entre dos bancos hasta salir a un pasillo lateral, y sólo ahí, aunque todavía bamboleado por masas ansiosas, pudo mirar a su alrededor y ubicarse. Por pura casualidad había quedado en el punto ideal para admirar esa gran bombonera católica, obra maestra de Charles de Panzoust, el arquitecto que la había creado en el papel, en Inglaterra, en 1874, y nunca había venido a ver la realización en tres dimensiones de sus dibujos. Pero le habría gustado que el joven diariero la descubriera a través de los velos de un humo sospechoso, probablemente alucinógeno, y en medio del pintoresco tumulto y los gemidos de una liturgia de muertos elevada a la potencia ochenta.
El leit motiv de la decoración eran las pitones doradas, de un metro de diámetro, que se enroscaban mil veces sobre las columnas, altares, paredes, cornisas, ventanas, y hasta sobre el piso. Quizás era un solo tubo infinito. Del abrazo de sus espiras salían vírgenes, santos y ángeles, todos policromados, hieráticos, grandes, demasiado grandes para sus nichos o convólvulos, lo que producía un efecto de movimiento inminente. Era una combinación insólita de rococó y bizantino. Pero a Mario no le interesaba la cuestión estética: había venido por algo más urgente y preciso, y empezaba a preguntarse cómo haría para encontrar a la monja. Porque el tumulto, que tan práctico había resultado para entrometerse, en este estadio se volvía un inconveniente. Seguía entrando gente, seguían trayendo ataúdes, que apilaban al frente formando una pirámide que crecía y crecía. Al fondo del altar principal, dominando toda la iglesia, había una descomunal Virgen de bulto, de cuatro metros de alto, con un Niño en brazos. Ya no debían de quedar más muertos en los coches, porque ahora los hombres de negro estaban metiendo (y lo hacían con brutalidad, atropellando a viudas y huérfanos) las coronas, que apilaban contra los féretros. El olor de las flores se unía al del humo blanco; los desmayos menudeaban, aumentando el caos. Ya debía de haber un millar de deudos y curiosos, en un espacio que no estaba calculado más que para la mitad de esa cifra. Cuando una madre empezó a llorar a gritos todas la imitaron. Entre los que querían salir, asfixiados, y los que seguían empujando para entrar, se producían forcejos y caídas cuyas víctimas eran ancianos y niños, lo que a su vez creaba turbulencias adicionales en la masa: el traslado de contusos y desvanecidos se hacía casi imposible. Mario, aplastado contra las roscas de una columna, estaba alarmado. No veía cómo podría salir en un buen rato, quizás en toda la mañana. Por suerte lo distraía una observación bastante asombrosa: cada una de las configuraciones que tomaba esa multitud perturbada tenía su belleza plástica, era un cuadro. O mejor: una rápida sucesión de cuadros de muy cuidada composición. Ya fuera la escena general, ya un grupo (todos eran Descendimientos caravaggescos), ya el primerísimo plano de una cara, de una mano, de un pie, o de una boca abierta en agonía... todo era cuadro de museo; y no era que él tuviera el hábito de visitar museos (en su vida había pisado uno), pero los reconocía por instinto.
Era un efecto de la arquitectura. Más allá de la necesidad y la contingencia, era un efecto del arte del creador de la iglesia. Charles de Panzoust había descubierto, a partir de la observación de ciertos animales (el canguro y la marta), la existencia de un principio genético de decoración. Por ser genético estaba en la especie, y era objetivo; pero no en todas las especies en el mismo grado: en el hombre estaba atrofiado; él había debido crear laboriosamente los medios de simularlo, que eran una suerte de “contenedores de alucinación”, y ése había sido el principio rector de su obra. Quizá nunca como en esta misa se había manifestado con tanta claridad el triunfo de su concepción.
Cuando al fin Mario pudo librarse de la fascinación de las escenas, alzó la vista, con el instinto del animal acorralado que busca una salida hasta en lo imposible.
Las pitones omnipresentes formaban en el techo y en los capiteles toda clase de intestinos dorados, tronos invertidos y púlpitos para santos gárgolas. Trozos de espejo intercalados aquí y allá, en inclinaciones variables, multiplicaban el movimiento de la nave. Encima del órgano, en la fachada, un rosetón de colores dibujaba una cara casi clownesca, con dos ojos rojos más brillantes que el resto. Un gran balcón acaracolado, en aluminio rosa imitación madreperla, debía de ser el palco de las monjas; no tenía escalera, así que el acceso debía de estar en la pared, directo del pabellón del monasterio. Mario pensó que había ido en vano: si las monjas entraban por ahí, y no podían bajar, le sería imposible hablar con la “china”. Pero cuando volvió a mirar abajo, vio monjas. Circulaban entre la multitud, que parecía haberse estabilizado un poco; ya no entraba más gente, y de hecho las puertas se habían cerrado, contribuyendo al ahogo. Dos cosas le sorprendieron en las monjas: la primera era que llevaban bandejas con vasos, como mozos en un cocktail; los vasos eran pequeños como dedales y estaban llenos de un líquido rojo que parecía granadina. La segunda era que tenían puestos barbijos que les cubrían la nariz y la boca. Todo era muy irregular, muy inédito. Atrás del altar, a los pies de la Virgen titánica, había aparecido una notable cantidad de curas de blanco, con capas de encaje, estolas violeta y altísimas mitras doradas. Rodeaban al Cardenal, que tenía la indumentaria más vistosa. Monaguillos con incensarios y campanillas completaban la escena. Sin más, empezaron a celebrar la misa en latín, recitando las jaculatorias en dúos y tríos con micrófonos inalámbricos. Con un acorde escalofriante, en el otro extremo, se lanzó el órgano.
Mario estaba seguro de que una de las monjas debía de ser la suya, por lo que se tomó el trabajo de subirse a uno de los reclinatorios para hacerse más visible. Y, tal como lo esperaba, una de las enmascaradas lo divisó de lejos y arremetió hacia él abriéndose paso sin contemplaciones. La avidez de los fieles hizo que al llegar a su lado no le quedara más que un vaso en la bandeja, que le tendió a Mario como para justificar su venida. Se puso la bandeja bajo el brazo y con un movimiento de las cejas lo invitó a seguirla. Tras muchos “permiso”, “perdón”, “disculpe” y codazos, Mario se encontró con la monja en un nicho lateral donde el gentío era menos denso (no así el humo, que seguía espesándose). Notó una cosa: el barbijo de la monja no era un verdadero barbijo sino un pedazo desgarrado de tela blanca liviana, atado a la nuca con un piolín. Eso no tenía nada de extraño, porque obviamente debían de haberlos improvisado de apuro. Pero esa tela, ¿no era de la que se usaba para la parte interior de los viejos pañales de bebé, antes de que se inventaran los descartables? Y si en un colegio de monjas no tenían por qué tener una provisión de barbijos para fumigaciones de emergencia, mucho menos debían tener una de viejos pañales.
La voz de la monja sonaba extraña a través de la tela:
—¡Hay poco tiempo! No me hagas preguntas. ¡Menos mal que fuiste hoy al colegio! Sos la única salvación. Ahora todo está en tus manos.
Estaba loca, evidentemente. Siguió:
—Hoy va a decidirse todo. El bando del “Para Ti” será derrotado y nos eliminarán a todas. Pero las peores consecuencias todavía pueden evitarse, y depende de vos. —Aquí hizo una pausa, mirándolo con ojos que quemaban. A pesar de la recomendación con la que había iniciado su discurso, parecía esperar una pregunta. Mario tenía tantas que no habría sabido por dónde empezar. Pero la idea de que “estaba loca” fue más fuerte, y lo único que hizo fue exhibir una sonrisita irónica, invitándola a seguir con sus disparates. Ella no se hizo rogar: —Hay que salvar a ese hombre del Central. ¡No debe correr más sangre! Lo matarán hoy mismo, ahora mismo, antes de la boda. Es el único que puede descubrir las maniobras que se han hecho.
—¿Juega en Rosario Central?
—¡No! ¡El Central! ¡El Central! —Mario no habría entendido en años, y ella no se podía explicar porque ella misma no sabía que “el Central” era el Banco Central. La pobre hermanita se manejaba con lo que había oído, que le venía, por la cadena de rumores monjiles, de un economista que había asesorado al colegio años atrás; en la jerga financiera siempre se dice “el Central”, nunca “el Banco Central”. No obstante, una luz se hizo en Mario cuando ella le dio el nombre: —¡Se llama Martín Gicovate!
Fue una luz bastante oscura. Porque “Gicovate” lo hizo pensar inmediatamente en Divanlito, y en lo que solía decir Horacio: que el señor Divanlito existía y era un vecino.
—¿No será Martín Divanlito? —sugirió.
—¡No! ¡Martín Gicovate! ¡Es empleado del Central!
Ahí sí recordó: debía de estar hablando de don Martín, el rentista, que decía haber sido empleado del Banco Central. Y esta mañana justamente...
—¿Don Martín? ¿Tiene que ver con el caso del cajero?
La monja estaba cada vez más impaciente:
—¡Al cajero ya lo pescaron! ¡La cosa es con Togliazzi!
Mario abrió la boca, atónito. Una vaharada de humo blanco entró en su garganta y le subió al cerebro. Para despejarse se llevó a los labios el vasito que sostenía con el pulgar y el índice, y lo vació de un trago.
La monja había tenido que gritar más y más fuerte para hacerse oír sobre el crescendo del órgano; ahora intervenía el coro, con berridos tan lancinantes que ya era inútil tratar de hablar. ¡Y él todavía no había llegado al único punto que le interesaba! Probó, de todas maneras:
—¿Y Lidia? ¿Dónde está Lidia? ¡Lidia! ¡¡Lidia!! —gritaba a cinco centímetros de la oreja de la monja. Ella le buscó la mano a tientas, como si estuvieran en tinieblas (y con el humo blanco en realidad apenas si se veían) y le puso en ella una llave. Le gritó al oído:
—¡La puertita del costado! ¡Entra esta noche! ¡La trampa del árbol! ¡A la medianoche, no antes! ¡Pero ahora lo urgente es salvar a ese hombre!
Quizá siguió hablando, pero Mario ya se había perdido, en un loco mareo, en una galaxia de confesionarios en forma de oreja que giraban y giraban. Casullas rojas, amarillas y azules, punteadas de estrellas musulmanas, se le enroscaban en la cabeza como turbantes. No supo qué pasó a continuación, quizá lo sacaron en andas. Se encontró afuera, en la vereda, tomado con los diez dedos de la reja. Cuando aflojó una mano fue para sacar el pañuelo del bolsillo y secarse el sudor helado de la cara. Estuvo un rato respirando hondo, y dio unos pasos. Se alejaba, bajo las miradas burlonas de los empleados de pompas fúnebres que fumaban en la vereda.
Trataba de poner orden en sus ideas, y lo conseguía, increíblemente. Era un proceso gradual y precipitado a la vez: gradual porque había componentes orgánicos que debían reacomodarse, y eso no se hacía sin tiempo; precipitado porque el resultado era pensamiento, es decir simultaneidad. Para armar el rompecabezas debería haber sido un genio; pero no era necesario. Con unos pocos elementos al azar podía armar un cuadro (estaba empapado del método Panzoust, y ésa era la clave, aunque no lo sabía). Qué importaba que el cuadro fuera erróneo, que no se correspondiera con la realidad: la realidad se ajustaría a su cuadro, por el solo hecho de que sería él quien lo actuaría en el mundo, en la mañana. El exterior lo llenaba de omnipotencia. Debía empezar por cualquier parte, y llegaría a su objetivo. La mañana estaba de su lado.
Lo primero era averiguar la dirección de don Martín, y ponerlo sobre aviso, como le había dicho la monja... ¿Pero por qué debía ser lo primero? Su omnipotencia no consentía un orden. En lo simultáneo, justamente, se podía empezar por cualquier parte. Y se le había ocurrido algo, que podía poner en práctica antes.
Los gritos de la monja le resonaban todavía en la cabeza. Le había quedado resonando especialmente algo sobre el “Para Ti”: el “bando del Para Ti”. Si bien no sabía qué podía ser eso, sí tenía una idea aproximada de cuál Para Ti podía tratarse. No la revista en general, sino un número, que podía localizar gracias a la sorpresiva entrevista que había tenido un rato antes con esa secretaria de la Superiora. Y lo que se le había ocurrido era que podía consultarlo. La madre de Alfredo era abonada perpetua al Para Ti, y su hijo les había comentado más de una vez que los guardaba todos, desde hacía una enorme cantidad de años. No le llevaría más que unos minutos, y se sacaría la duda. De modo que al llegar a la esquina, en lugar de seguir hacia el kiosco, cruzó la Avenida y se internó por la calle Bonorino. No miró atrás para evitar los llamados y gestos de Alfredo.
El portero seguía encerando el palier; subió como había hecho antes, y le abrió la señora. Le explicó lo que quería. Como todo coleccionista, ella era muy complaciente en compartir sus tesoros. Se fue al dormitorio y vino con una enorme pila de revistas que cubría los tres últimos años. Lo ayudó a buscar los de mayo del 92. Había cuatro. ¿Cuál de ellos era? Lo único que recordaba con certeza Mario era que contenía un reportaje a Moria Casán. ¡Aquí estaba!
Como la señora obviamente esperaba alguna explicación, Mario empezó a decirle, a medida que hojeaba cuidadosamente la revista página por página, sin saltearse las propagandas:
—Las monjas de la Misericordia nos robaron este número cuando salió, y acabo de enterarme de que se ha hecho entre ellas una especie de culto clandestino a la revista, lo llaman “el bando del Para Ti”, y quiero averiguar de qué se trata.
—Qué emocionante.
Había llegado a la mitad, y no encontraba nada especial. Pensó que no lo encontraría, porque no había nada especial. Era una revista idiota como cualquier otra. Si no sabía lo que buscaba, podía encontrarlo en cualquier cosa, en todas y en ninguna. En la composición atómica del papel. En una errata, que creara una palabra mágica. En el detalle más recóndito de una foto... En ese preciso momento, como invocado, lo encontró: un largo artículo, caratulado Informe Especial, sobre fecundación asistida.
—Es esto —murmuró.
La señora se inclinó a mirar y dijo:
—¿Eso? Recuerdo haberlo leído, es interesantísimo. ¿Querés llevártelo? Están todos los progresos de la ciencia en esa materia, que es tan importante. ¡Cuántas mujeres hemos lamentado haber nacido antes de tiempo! ¡Cuántas angustias y frustraciones nos habríamos ahorrado!
Sus palabras apuntaban a algo que se había sugerido más de una vez en los últimos años: que Alfredo era adoptado. Mario no respondió nada, no quería oír confidencias. Además, ya tenía lo que quería. Echó una somera mirada a los diagramas de vientres femeninos, a los óvulos, espermatozoides, gametos y mil otras fruslerías, todos en colores, con flechas y explicaciones...
—Era lo que me imaginaba —mintió, porque no se había imaginado nada—. Algunas monjitas deben de haber entrado en una locura colectiva procreadora.
—Son mujeres al fin. Yo las comprendo.
Se despidió sin más, con otra mentira:
—Voy a liberar al pobre Alfredo, que lo dejé clavado en el kiosco.
—No te preocupes por él. Se distrae, y le hace bien.
Fue en el ascensor donde le cayó encima la consecuencia plena del descubrimiento: ¡Lidia! ¡Sí, Lidia...! ¿Lidia qué? Estaba lejos de entender qué podían querer de ella, pero todo coincidía: la madre reciente, con su bebé, la protección subrepticia que estaba recibiendo de las monjas, los pañales... La sintió en peligro, en el peor de los peligros. Es decir, ¿cuál? No lo sabía, pero le bastaba con pensar en ella, en su desamparo, en su maternidad tan vulnerable.
Lidia la flor. Se había abierto en su vida, en la mañana, ella también como una alucinación, pero de las buenas (no se había inventado un nombre para las alucinaciones a favor): le había dado algo a su vida, algo nuevo. ¿Qué? Algo, así nomás. Y aunque seguramente no estaba en sus intenciones, ni siquiera en sus posibilidades, porque era pobre, porque lo necesitaba todo, de todos modos daba. Es tan raro que alguien pueda dar algo. Sólo un ser privilegiado puede hacerlo.
La flor que se abre en la mañana ofrece un tesoro cuyo valor está en la coincidencia. ¡Porque es la mañana misma, y la misma mañana! De todas las mañanas abiertas en el firmamento iluminado, estrellas en el Sol, hay una sola donde ocurre la maravilla del tiempo. Y justo en ella, como una de esas carambolas que se dan en un millón de tiros... ¡zas, Lidia! ¡Lidia la realidad!
El corazón de Mario se desbordaba.
Era improcedente volver al kiosco, desayunar, reanudar la vida de todos los días. Habría sido una traición. No había nada que, en el fondo, él amara tanto como su propia vida, las pequeñas circunstancias que se encadenaban en esas mañanas rutilantes del trabajo, siempre iguales y siempre distintas. Pero era eso justamente lo que peligraba. Necesitaba apoderarse de Lidia como de un talismán, para que la vida corriente, la mañana corriente, pudiera reanudarse con el buen pie. Si algo debía pasar, debía pasar ya mismo, para que después pudiera haber sucesión. ¡Y estaba tan cerca!
Miró a su alrededor, sorprendido. Su distracción había sido tal que no se había sentido salir del ascensor, intercambiar unas palabras con el portero, salir. Estaba en la calle, en la frescura húmeda de los árboles, cortada por las diagonales de un suave resplandor verde que bajaba del follaje y otro azulado que subía de los adoquines. Ya veía el kiosco allá en la esquina de enfrente, y en él a Alfredo jugando al diariero, exuberante, hablando con una señora, el perrito atado a la pata de unas de las puertas plegables... ese kiosco, bien mirado, tenía algo de biombo, o de caja: se abría, se cerraba... Visto de lejos, como ahora, era una miniatura, un pequeño instrumento del espacio.
En la miniatura, las figuras no hacían sino precisarse. No creciendo, sino por el contrario, haciéndose más pequeñas, más esmaltadas en el aire. El grupito se diferenciaba sobre el fondo multicolor de las revistas, tan chillón y abigarrado que podrían haberse ocultado en él samurais, papagayos, cebras, mujeres desnudas... Uno era el gordo Horacio; si se había dignado bajar de su torre de las visiones anticipadas y volver a visitar el kiosco, debía de ser por algún motivo; quién sabe qué sucesos del futuro inmediato había avizorado y venía a comunicar. Otro era un señor canoso que a Mario le resultaba vagamente conocido, aunque no lo ubicaba. Y el tercero era don Martín. Sintió alivio al verlo, pues le ahorraba la molestia de salir a buscarlo. Los tres hablaban animadamente con Alfredo, que absorbía la información con tanta avidez que Mario podría haber pasado a medio metro sin que lo viera. Lo cual le sugirió el camino a seguir.
Tomó una decisión en ese mismo momento, mientras miraba su reloj pulsera: eran las nueve en punto, cosa que le pareció auspiciosa. La mañana seguía empezando. Se metió la mano en el bolsillo y sintió el volumen de la llavecita.
—¿Adónde te habías metido? —le dijo Horacio volviéndose aparatosamente. Al mismo tiempo Alfredo exclamaba:
—Vení, Mario, estos señores te van a contar algo que te va a hacer caer de espaldas.
—Ahora no tengo tiempo...
—Pero esperá —le dijo Horacio tomándolo del brazo y disponiéndose a hablar. No pudo hacerlo porque el señor canoso ya le estaba hablando, con una sonrisa anticuada:
—¿Vos sos Mario, el hijo de don Natalio? Encantado —le dio la mano—. Soy Elmo Frías, superintendente de la fábrica Divanlito y viejo amigo de tu papá.
—Mucho gusto. Hola, don Martín, lo andaba buscando...
—¡Yo te andaba buscando a vos! —gritó Horacio.
Sin hacerle caso, Mario siguió, la vista fija en el viejo rentista:
—Una monjita que parece una china me dio un mensaje para usted. No sé si no será una broma de mal gusto... Antes dígame una cosa: ¿su apellido es Gicovate?
—Sí. —Don Martín parecía bastante confundido, y se lanzó en una explicación: —Aquí mi amigo Frías me fue a buscar a mi casa...
Mario lo interrumpió:
—Lo que me dijo la monja es que van a intentar matarlo. Por el asunto del cajero fugitivo, creo. Aunque me dijo que al cajero ya lo agarraron.
Las miradas y exclamaciones que intercambiaron los otros, Alfredo incluido, probaban que habían estado hablando de ese tema precisamente.
Horacio, que se salía de la vaina, le dijo en un aparte:
—Te buscaba para decirte una cosa asombrosa. Cuando me dejaste en la terraza hace un rato, ¿sabés lo que vi? A Tito saltando por los techos en el corazón de esta manzana...
—Creo que lo habían llamado para ajustar una antena —mintió.
—No, no es eso —dijo Frías—. Tenemos que explicarte...
—¡Ahora no tengo tiempo! Crucé sólo para darle el mensaje a don Martín. —Empezó a apañarse. —En diez minutos vuelvo.
—Vamos a la treinta y ocho —decía don Martín (se refería a la comisaría de la otra cuadra). Y Frías, a Mario:
—Tu papá puede estar en peligro.
Mario se cerró como una piedra. No le importaba nada.
—¡Enseguida vuelvo! ¡Dejo todo en tus manos, Alfredo! —Y salió corriendo.
—Andá tranquilo, Mario, no te preocupes, yo me hago cargo —gritaba Alfredo.
Dobló la esquina, y cruzó al sesgo en dirección a la puertita del muro ciego del colegio. Iba por completo decidido, sacando la llave del bolsillo, apuntándola... La situación era a la vez única y corriente. Hay puertas por las que se pasa una sola vez en la vida, pero esa vez llega y pasa, y suele ser una ocasión sin nada especial.
Alguien iba a verlo entrar, de eso estaba seguro. Pero no importaba, porque para cuando la información empezara a circular por los canales peligrosos, él habría vuelto a salir: se proponía hacer un raid relámpago. Y después negar todo. ¿Por qué esperar a la medianoche? ¡Si a la medianoche él estaba en su casa, muy lejos de aquí! Las cosas había que hacerlas cuando se daba la ocasión, y la ocasión había que crearla... No, ni siquiera se la creaba: se creaba sola, con el uso apropiado y racional del tiempo. Además, para hacer algo transgresivo, ¿qué mejor que hacerlo cuando nadie se lo esperaba?
A la medianoche esta cuadra debía de ser una boca de lobo. Era lo que siempre les decía la Profesora, que vivía ahí, enfrente del muro. Había demasiados árboles, con demasiado follaje, los de la calle y los que asomaban del muro de las monjas. Una leyenda del barrio decía que a la medianoche, por las intrincadas ramas altas de esos árboles, circulaban unas monjas mono, ágiles y velocísimas, mutantes que salían a hacer de las suyas por la vecindad, y lanzaban chillidos de gozo saltando de un árbol a otro, asidas con brazos muy largos, o con los pies, colgadas cabeza abajo, sombras fugaces en lo negro, que nadie había visto con precisión.
¿Hasta dónde se podía ir, saltando de un árbol a otro, sin tocar tierra? Quizá muy lejos. En Buenos Aires hay muchos árboles, entre los de las calles y los de los patios y las plazas. La edificación impide ver sus caminos, las direcciones y enlaces de ese bosque extraño, aparentemente discontinuo (aunque quién sabe). Quizá si desapareciera todo lo construido y quedaran los árboles, la disposición de esas líneas y bosquecillos diría mucho.
Al meter la llave en la cerradura, lo asaltó un recuerdo muy preciso invocado por el gesto. Hasta entonces tenía la firme convicción de no haber visto nunca a nadie entrando por esa puerta, pero ahora, al hacer los movimientos, supo que no era así. Una vez, no recordaba cuándo, había visto a Lilí abriendo y metiéndose (¿o era saliendo?). A Lilí, justamente, esa vieja bruja corpulenta y hombruna que iba todos los días al kiosco a mirar los números de la quiniela. Siempre la estaba tomando alguien del barrio para trabajos de limpieza de tipo brutal, como baldear patios o veredas; era la clase de labores a la que la predestinaba su tipo físico; una vez Mario había escuchado una conversación de dos señoras detenidas frente al kiosco después de comprar sus Para Ti: una se quejaba de los desastres que le había hecho Lilí en su living, y la otra le decía: “No hay que pedirle peras al olmo. Hay mucamas ‘de adentro’ y mucamas ‘de afuera’”. Lilí se ajustaba tan bien a la definición de “mucama de afuera” que nunca le faltaba trabajo (quizá tiraba bibelots y rompía copas adrede, sólo para demostrar por la negativa lo bien que podía hacer las cosas en el patio o la vereda). Pero también ahí debía de tener problemas porque siempre estaba cambiando de colocación, siempre era provisoria. ¿Qué podía haber estado haciendo en la Misericordia? Algún trabajito temporal, seguramente. Dentro del complejo no faltaban abundantes “afuera” para tenerla ocupada. Lo raro era que le hubieran dado la llave. Un pequeño misterio, que probablemente no se resolvería nunca. Con todo, en ese momento para Mario tenía una resonancia especial: si las monjas habían estado experimentando con la procreación, ese monstruo marimacho podía haberles dado pistas tan útiles como la joven madre soltera. Lo que no recordaba era si la había visto entrar antes o después del episodio del Para Ti (aunque no necesariamente ese episodio debía fechar el comienzo del interés de las monjas en el tema de la procreación). No podía creer que esa visión datara de más de tres años; tres años era muchísimo tiempo. Pero Mario estaba demasiado acostumbrado a los espejismos del tiempo para espantarse de una confusión en ese sentido. La calidad misma de ese recuerdo de Lilí entrando por la puertecita, su calidad de epifanía súbita, lo hacía intemporal. Podía haber pasado hacía una semana o hacía diez años. ¡Y el carácter que debía de tener! Pobre del marido, si era cierto que se casaba.
Pues bien, ya estaba adentro. Lo primero que notó, antes de ver nada, fue que no había nadie viéndolo, así que se ocupó de cerrar la puerta con llave a sus espaldas. Después sí, se volvió a mirar dónde estaba.
Era un jardín secreto. Durante años había estado viendo las copas de sus árboles, sin imaginarse lo que había abajo. Y ahora lo estaba viendo: callado, solitario, indescifrable. “Esto solo ya valía el riesgo”, se dijo. Quién sabe por qué. No tenía nada especial. Salvo quizás el tamaño, que era mayor de lo que parecía de afuera. Había puro césped, sin senderos. Tampoco había fuentes ni estatuas ni bancos; ni canteros, aunque sí había flores aquí y allá, en el césped. Y los árboles, quietos, distraídos. Dio unos pasos. Frente a él, la pared lateral del liceo, alta y sin ventanas, era uno de los límites del jardín; la pared se continuaba en un muro alto; a la derecha, el follaje le impedía ver la vuelta del muro. El espacio parecía perfectamente aislado, como una reserva forestal urbana.
No se demoró mucho en la contemplación. Se felicitaba de haber tomado la decisión de ir de inmediato; las monjas estarían todas ocupadas en la capilla, con la misa de difuntos, y de ahí tendrían que volver urgente a las aulas, donde debían de haber dejado sin vigilancia a esa horda de demonios que eran las alumnas.
Debía buscar “la trampa del árbol” que había mencionado la monja china. ¿Qué sería eso? Se puso a mirar al pie de cada árbol, rodeándolos. Al hacerlo, las perspectivas del jardín empezaron a cambiar. Se hacía más grande, más silencioso, más amenazante. El silencio sobre todo empezó a asustarlo. Hay que decir que no estaba del todo bien: en ayunas, con la sangre alterada por ese incienso bactericida, y con un verdadero agujero en el estómago por la granadina, todo le daba vueltas. La tensión de los nervios debía de contribuir.
¡Clap! ¡Clap!
El corazón le dio un vuelco. Como salida de la nada, una monja mecánica de cuatro metros de alto venía hacía él, con ruidos metálicos. Era un robot, quizás una de las dos que había visto apostadas a los lados de la escalera en el pabellón interno. Por debajo de los “clap” se oía el zumbido de sus radares. La cabeza se perdía en el follaje bajo de los árboles, pero tras el latigazo de una rama pudo verle la cara, de porcelana blanca, y los ojos fucsia encendidos, dos brasas de uranio.
El pánico no se hizo esperar. Lo primero que se le ocurrió fue saltar atrás del árbol más robusto que tenía cerca. Pero se enganchó el pie en algo, quizás una raíz, y cayó cuan largo era. Lo dominaba un terror infantil, irracional en el fondo porque era absurdo creer que un robot asesino fuera a matarlo allí, a escasos treinta metros de su kiosco (de hecho, si gritaba, Alfredo podría oírlo). Pero lo absurdo en este caso actuaba a favor de lo real. Lo que le estaba pasando era real.
¡Clap! ¡Clap!
No era una raíz lo que lo había hecho tropezar; era una tapa de bronce, con una argolla. Y estaba al pie de un grueso micocoulis de tronco blanco. Sin levantarse, arrastrándose como una oruga, porque a ras del suelo era menos probable que lo detectaran los sensores de la monja, levantó la tapa, y sin pensarlo se coló adentro, recogiendo las piernas para introducirse más rápido y cerrar. Lo último que oyó del exterior no fueron los crujidos del monstruo mecánico, sino el gorjeo de un pajarito, que lo acompañó a la oscuridad, en la audición remanente.
Se quedó muy quieto. Estaba tirado cabeza abajo en lo que parecía una escalera de pendiente pronunciada. ¿Y si el Monjatrón levantaba la tapa y lo extraía por los pies? Le bastó pensarlo para empezar a arrastrarse hacia abajo. Fin del problema. Bajar era tan fácil que se sintió casi eufórico. Ahora sólo debía encontrar a Lidia, y volver a salir con ella. Hacerle unas gambetas al robot, abrir la puertecita y salir a la seguridad de la calle, le parecía un juego de niños. Casi sonrió. Lo había asustado la sorpresa, más que nada. Aparte de que, por supuesto, podía haber sido una alucinación.
Podían haberlo engañado los sentidos, o podía ser real. ¿Qué importaba? Todo era real al fin. Mario no tenía, como no tiene nadie, mucha experiencia en aventuras. Pero suplía esa falta con el conocimiento inmanente que su vida tenía (o era) de su vida. ¿Cuánto tarda una gota de agua, cayendo a intervalos regulares, en llenar un vaso? Un tiempo equis. Eso es la vida. En la aventura el vaso está lleno. Es como si todo hubiera sucedido ya; lo cual puede resultar muy confuso, pero se aclara cuando uno separa los elementos y los va colocando en un orden espaciotemporal, como en una novela.
Al llegar al pie de la escalera se puso de pie, con la mayor precaución, y tanteó buscando las paredes. No era necesario deliberar mucho por la dirección a tomar porque no había más que una: hacia adelante. Estaba en un pasillo angosto, de hormigón a juzgar por la textura de las paredes. Avanzó cautelosamente pero con decisión. Todas las probabilidades, pensaba, estaban de su lado: encontraría a Lidia, se las arreglaría para sacarla de donde estuviera y saldrían por donde había entrado. Ya casi estaba pensando en lo que pasaría después. ¡La cara que pondría Lidia al verlo! Se creería abandonada por el mundo, a merced de las fuerzas más malvadas y locas, ¡y ahí estaría él! Un héroe, a su modo, un héroe de barrio... Lidia alzaba la vista de su llanto, la sorpresa le hacía abrir muy grandes los ojos... lo veía a través de dos lágrimas remanentes, es decir lo veía impreso en una bola de cristal, en una curiosa anamorfosis, pero reconocible... ¡era el joven diariero que había sido tan bueno con ella! Y abría la boca también, pero él se llevaba un dedo a los labios: ¡silencio! Dos monjas viejísimas, con apéndices de metal, estaban dormitando en la puerta de la celda, él les birlaba la llave con dedos de tahúr, abría y salían en puntas de pie... debían descolgarse al revés de las profundidades, entre abismos de sombra... Un Cristo Mirage se lanzaba sobre ellos desde un nicho, Mario lo detenía en el aire con el poder de la mente y lo hacía estallar... Las monjas se habían despertado, sonaban alarmas, un batallón de monjas de combate se precipitaba, por los pasadizos, ellos dos corrían, las compuertas empezaban a cerrarse una tras otra... De pronto Lidia se detenía con un grito angustiado. ¡Se había olvidado a su hijito! Volver era peligrosísimo, pero no había más remedio, ¡no iba a dejarlo! Por supuesto... Qué increíblemente distraída, pensaba Mario sin poder reprimir un gesto de impaciencia... totalmente injustificado porque la culpa era de él, que estaba fabricando esa fantasía y se había olvidado del crío... En fin, pensó volviendo a la realidad: ya se arreglarían.
Siguió por el pasillo oscuro pensando con altavoces: ¡Lidia! ¡Lidia! En ese momento, al remplazar la fantasía por el nombre, tuvo una alucinación. En la profunda tiniebla comenzó a formarse frente a él, a la altura del techo, un rostro luminoso. Se detuvo para verlo mejor, para no perderse ninguno de los estadios, tan fugaces, tan impalpables, de su formación. Sabía que podía esfumarse por una nada. Dependía de un residuo de luz que llevaba él en sus ojos; y como en la luz del día participaba todo, también estaba el trino del pájaro que lo había despedido al bajar. Y por el trino se colaba todo lo demás... Siempre era “todo”, lo estaba comprobando a cada paso. Se quedó quieto como un gato de plata, mirando ese fantasma objetivado. Era como ver su propio cerebro. Pero lo que veía no era un feo órgano arrugado sino el rostro más bello del mundo, el más dulce, la fuente de toda la felicidad. Era solamente la cara, pero no como una cabeza cortada, sino un rostro como se lo ve en el amor, saliendo de la nada, saliendo por un motivo muy singular, muy claro, muy explicado: el amor.
¡Qué raro! Casi no la reconocía. Estaba lleno de ella y sin embargo ese rostro le parecía de otra, era casi como si tuviera un cartel, una señal, que dijera: “soy otra”. Es cierto que Lidia había sido un relámpago en su vida, la había visto dos veces apenas. Pero aun así...
Ya estaba totalmente formado, y seguía ahí suspendido, con un brillo enceguecedor. Era demasiado hermoso, transmitía demasiada felicidad... “Demasiado” es una palabra que indica alguna inadecuación. Y el amor trata, por el contrario, de la adecuación absoluta. Además, en ese trance no podía haber nada más “demasiado” que Lidia. Quiso formar con los labios, en la oscuridad, la palabra “Lidia”, pero salió otra cosa.
Del fondo de su conciencia turbada subía algo. No un nombre, no un rostro, como no fueran los suyos propios. Y él no estaba enamorado de sí mismo... El trino del pájaro seguía actuando, ahora en otra dimensión. El rostro ya estaba formado, incandescente, una perfecta representación proyectada por su amor. Sólo faltaba el nombre... Se diría que lo tenía en la punta de la lengua... No empezaba con “Li”; empezaba con “Ros”, y terminaba con “ita”. “Ros...” Sí, tibio, caliente... “Rosi...” ¡Se quema! “Rrr...” ¡Rosita!
¿Rosita?
¡Rosita! Todo le volvía, como un reacomodamiento sísmico de masas tectónicas de recuerdo. ¡Rosita! ¡Su novia! Su querida Rosita... ¿Pero era posible? (El rostro luminoso se había borrado, dejándolo en la más completa oscuridad, con la boca abierta en una mueca de idiota.) ¿Era posible? ¡Se había olvidado de Rosita! ¡Se había olvidado de que tenía novia, de que estaba enamorado, de...! ¡De todo! ¡Y ahora se acordaba! ¡Rosita! ¡Es cierto! ¿Cómo pude olvidarme? ¡Rosita! ¡Su Rosita querida!
Rosita era una chica de su barrio (no de éste sino del otro, lejísimos, donde vivía), a la que conocía y amaba desde la infancia. Eran novios desde hacía cuatro años, y ya tenían fecha para casarse, a fin de año. Se adoraban, siempre estaban juntos. En el barrio él era “Mario, el de Rosita”, y ella “Rosita, la de Mario”. Dicen que en el momento preciso antes de morir desfilan ante los ojos todas las imágenes de la vida, sin que falte una, en un segundo. Nadie ha dicho que pase lo mismo con todas las imágenes de un noviazgo, pero esta vez pasó. La dulce Rosita, la apasionada Rosita... Como Rosita era toda su vida, la tenía siempre presente, aun cuando no la tenía. Y entonces, ¿cómo podía haberle pasado esto? Evidentemente, la había puesto en un “paralelo”. De ese modo Lidia había podido colarse y ocupar ella también todo su espacio mental.
Lo primero que pensó, cuando pudo pensar algo, fue: “no puedo hacerle esto a Rosita”. ¿O sí podía? “No, no puedo y basta”. Su sentido del honor era muy fuerte. La lealtad a su novia estaba por encima de todo, y no había absolutamente nada más que decir. Era como para dar media vuelta, volver a su puesto en el kiosco, y olvidarse de todo el asunto. No le faltaron ganas de hacerlo; de hecho, era lo que resultaba natural y lógico en ese momento.
¿Pero no habría sido una cobardía? Después de todo, también tenía una obligación con Lidia; totalmente unilateral, rozando lo imaginario, pero la tenía, no podía negarlo. Más aun: su lealtad era una sola. Lidia representaba a Rosita... Las dos transportaban la belleza del mundo, y lo hacían en el mismo movimiento, en un solo mecanismo general del que él era la materia, ellas el alma. Ni siquiera eran tan diferentes; en la comparación Rosita parecía una burguesa, con su casa, sus padres, su trabajo... Pero vistos de cerca, sus padres eran obreros (desocupado y empleada doméstica respectivamente), su casa eran dos piezas precarias, su trabajo era lavar pisos en un Pumper Nic. Claro que Lidia era otra cosa: la miseria, el desamparo, la aventura. Pero, tal como estaban las cosas, si Rosita, si una Rosita como Rosita, tuviera un hijo, y la situación empeorara por ello apenas un poco... La diferencia estaba en él, y sólo en él: si su Rosita tuviera un hijo, sería hijo suyo, y él sí tenía toda la hechura de un burgués, de un paterfamilias... Él se haría cargo. A su hijo no le faltaría nada, y a su esposa menos. Quizá no se había olvidado de su novia tanto como le parecía; quizá la había hiperrecordado, al encontrarse con Lidia. Después de todo, como decía Horacio, ¿quién podía asegurar el orden en que aparecían las cosas en la vida? Si él se moría, si por ejemplo lo mataban estas monjas locas, ¿quién podía decir lo que sería de Rosita? Sin él, todo era posible; sus futuros suegros no eran de fiar, eran demasiado ignorantes, estaban demasiado gastados, y Rosita podía terminar sola, perdida, abandonada... A las profecías nunca hay que buscarlas en el futuro, porque todas se han cumplido ya en alguna parte.
Si Mario era tan normal, tan realista, tan rutinario, tan burgués, no lo era por una convicción, o porque quisiera, ni siquiera por un rasgo psicológico, sino por su condición de “hombre sin cualidades”, de chico lindo y simpático que le caía bien a todo el mundo. Y no es que él fuera como todos, que pensara y hablara como todos, porque era único, irrepetible. Pero era externo, objetivo, una figura inmediatamente reconocible en medio del fluir de las cosas. Como si lo aplicaran, sobre la superficie de las imágenes de la mañana, con un sello, y por lo tanto saliera siempre igual.
Lo único verdaderamente terrorífico y sobrenatural era ser malo. Quizá después de todo sí estaba engañando a Rosita, portándose como un miserable. Sintió que no le quedaba más remedio que seguir adelante, avanzar en la acción. Pero ya sin ganas, sin verdadero impulso. La meditación lo había dejado con una enorme tristeza, un desaliento que lo vencía de antemano...
Ahí habría terminado todo, si no hubiera venido en su auxilio una esperanza relampagueante, tan fuerte, tan salvaje, tan precisa, que nada podía resistírsele. No era nada religioso, ni filosófico, ni un truco de autoayuda... Era todo eso junto, pero mucho más: era el Sueño, el que había tenido la noche anterior, y cuyo recuerdo había vuelto hacía dos horas, al cruzar la Avenida. “Soñé que Racing salía campeón...” En el lapso transcurrido, y sin que hubiera vuelto a pensar en él, la fuerza del Sueño se había multiplicado por mil, o por mil millones. Ahora, al volver, lo sacudió de pies a cabeza. Si el mundo entero, con sus mares y bosques y montañas y sus razas innumerables de bestias y hombres, y todos los demás planetas y soles y el éter y el átomo, si todo, pero todo, se volviera una sola llamarada de esperanza, aun así sería un pálido reflejo de lo que fue el Sueño para Mario. Puede parecer una exageración, pero no lo es. Habría que estar en su lugar para convencerse.
¡Todo era posible! Porque ese sueño había sido real, muy real... De hecho, lo que volvía era esa sensación irrefutable de realidad. Y lo real hacía real a todo lo demás. Sólo había que avanzar, estirar la mano...
Ya estaba en marcha, como una tromba. Se fue de cabeza por una segunda escalera, a un nivel inferior, donde por casualidad, tanteando una pared, encontró un conmutador y encendió una lamparita en el techo. Se sucedieron los pasadizos, las celdas, las fosas redondas llenas de agua negra, depósitos de muebles polvorientos, salas de máquinas... Era más grande de lo que había creído. De pronto: voces. Avanzó en puntas de pie, se asomó a un salón rupestre... No, no eran voces humanas: eran gallinas, en jaulones de mosquitero metálico. Calculó que a estos animales habría que alimentarlos, así que aquí tendrían que venir monjas, todos los días. ¿Por dónde? Rehizo sus pasos, ahora con más método (y más prudencia). De pronto se le heló la sangre. Una monja venía hacia él. Aminoró el paso, decidido a todo. La monja pasó a su lado, sin percibirlo, aunque iba con los ojos abiertos y había luz... Qué raro. La vio perderse en dirección a las gallinas. Llevaba una cesta de plástico colgada del brazo, seguramente para recoger huevos. No le parecía que hubiera disimulado, que se hubiera hecho la distraída ni nada por el estilo. Sinceramente no lo había visto. Se encogió de hombros y siguió adelante.
Entonces sí llegó a los laboratorios y salas de situación, todos deshabitados por suerte. Sus peores sospechas se confirmaban, pero por el momento no había peligro. Sólo debía encontrar a Lidia. El instrumental no era moderno, pero el producto era muy refinado. Había varias monjas a medio armar, colocadas en banquetas a cuarenta y cinco grados. A algunas les faltaban los brazos, o la cabeza. Había monjas bebé, como muñecas, de cuarenta centímetros de alto, con sotana, cofia y cara de vieja. Algunas estaban abiertas, mostrando un interior barroco y retorcido. Por suerte no se veía ninguna que pareciera viva, aunque algunas sentadas en banquitos o apoyadas en la pared eran dudosas. Por las dudas Mario siguió circulando por los pasillos que dividían los salones.
De pronto se largó a llover. No lluvia propiamente dicha, sino una llovizna sesgada, que en pocos segundos se hizo tupida. ¡Qué raro!, pensó, ¡tan lindo que parecía el día! Pero debió corregirse de inmediato: el clima de la mañana no podía tener nada que ver, a dos niveles por debajo del suelo. Debía de ser un fenómeno ctónico. Pero el efecto fue inmediato. Aparecieron apuradísimas varias monjas con paraguas, y empezaron a tender plásticos transparentes sobre los aparatos exactamente como hacían él y su padre con las revistas del kiosco cuando se largaba a llover afuera. Mario se paralizó donde estaba, mojándose, porque esta vez era seguro que lo descubrirían, ya que las monjas iban de un salón a otro, y la prisa que llevaban no les impediría verlo. No tenía dónde ocultarse.
Estaba en un castillo estratificado subterráneo, a merced de sus extrañas moradoras. Todo indicaba una gran deliberación, la busca de la arquitectura ideal. El secreto era un elemento clave: quizás él era el primero en descubrirlo, quizá nadie que lo descubriera podía sobrevivir para contarlo. Pero este accidente de la lluvia comportaba un toque de azar absoluto, casi surrealista. Si en el interior de una arquitectura ideal podía llover, quería decir que había canales para la transmutación de exterior e interior. Y si bien lo inexplicable se alzaba como una barrera, quedaba el precedente, y la acción misma, la madre del surrealismo, se encargaría de abrirle otros caminos.
Las monjas lo vieron, no pudieron no verlo. Tenían mucho que hacer, debían de estar programadas, hasta para la prisa, pero empezaron a pasar a su lado, como gruesos torbellinos negros en la llovizna. Por un momento Mario tuvo la esperanza de que a pesar de todo no lo descubrieran, de que sucediera lo mismo que con la monja que se había cruzado antes. Notó algo curioso; la excitación debía de haberle aguzado los sentidos porque lo notó a pesar de lo rápido que empezaron a sucederse las escenas y lo confusas que fueron. Algunas monjas no lo veían, aunque lo tuvieran a medio metro; y otras sí. Pero además había otras que se enteraban parcialmente de su presencia, como si notaran sólo su forma, o sus contornos, o su olor, o su temperatura, o sus colores, o algunas de estas cosas en conjuntos inestables. Era todo un continuo gradual, y aunque entremezclado indicaba un orden. ¿Sería el famoso “camino de perfección” de las monjas? Viniendo del mundo, parecía más bien lo contrario: un camino a la nada. Pero la religión podía tener sus propias razones.
Las más avispadas se lanzaron sobre él como un enjambre de brujas, blandiendo los paraguas abiertos. Parecía una pesadilla, sobre todo porque otras cruzaban la batahola como ausentes, en otra dimensión, ocupadas en cubrir los aparatos con plásticos. Después de unos primeros movimientos de resistencia debidos más que nada al desconcierto, Mario prefirió dejarlas hacer; se mostró colaborador y casi cortés, como si se tratara de un malentendido. Al fin de cuentas, podía ser el modo más rápido de llegar a Lidia. Además, para resistirse debería haber usado la violencia, porque las monjas no eran manchones negros en la llovizna: eran pesos. La gravedad que tenían era asombrosa; no podía extrañar que se hubieran ido hacia lo profundo de la tierra. Lo encaminaron por el corredor hacia un portal con arco. No dijo nada, porque tenía la idea de que no eran humanas, y no quería hacer el ridículo poniéndose a hablar con máquinas. Iba flanqueado de seis o siete. Creía que lo llevaban a ver a alguna jerarca, quizás una de las “secretarias” que había conocido esa mañana, y ya iba preparando sus argumentos...
¡Qué ingenuo! De pronto hubo un empujón (un paraguazo) en su espalda, la oscuridad frente a él, y atrás una pesada puerta de hierro que se cerraba y dejaba oír el “cloc” de un cerrojo. Había terminado todo. Estaba en una celda sin luz, prisionero.
Se quedó quieto, jadeando. No veía absolutamente nada. Sacó el pañuelo del bolsillo y se secó la cara. Tras lo cual hizo un reconocimiento a ciegas de la celda. Las paredes eran de piedra en bloques medianos, viejos y húmedos; debía de ser una parte más antigua de la edificación. No tenía ventanas ni más puerta que la de hierro por la que había entrado. Y ésta no tenía mirilla ni cerradura. La tiniebla era completa. El techo parecía alto, porque saltando con un brazo estirado no lo tocó.
Pues bien, al menos tenía tiempo para pensar. ¿Pero para pensar en qué? Se sentó en el suelo. No había terminado de hacerlo cuando oyó algo: el llanto de un bebé, muy bajo, muy lejano. Aunque no podía estar muy lejos, quizá por el contrario estaba muy cerca, a unos centímetros, al otro lado de la pared en la que apoyaba la espalda. Así era; lo comprobó aplicando la oreja al muro. ¡Lidia! ¡Lidia y su hijo estaban ahí, casi al alcance de la mano! Entonces, no había nada que pensar. Tanteó las piedras, buscando las junturas. El mortero era una mezcla de barro y cal que se degradaba bajo la uña. Buscó en los bolsillos algo que sirviera. Lamentablemente no tenía monedas (las dejaba siempre en la caja del kiosco, para contribuir a paliar el problema perenne del cambio), pero encontró la llave con la que había entrado al complejo. Empezó a excavar con ella, dando toda la vuelta a la piedra. Fue rápido, pero la llave era corta, y llegado a un punto no pudo entrar más, aun manejándola con la punta de los dedos. Probó con todas sus fuerzas de empujar la piedra, pero no se movía.
La Providencia vino en su ayuda. Empezó a abrirse la puerta... se metió la llave en el bolsillo, se sopló las manos y se hizo el distraído. Entraba una monja con una taza de té en la mano.
—¡Buen día, buen día!
—Buen día, hermana. ¿Se puede saber por qué me han encerrado aquí?
—Yo no sé nada. Vengo a traerle una taza de té nada más.
—Muchas gracias. Algo es algo.
—Le vamos a dar muchas más.
Se la dio. Por suerte no había prendido la luz, o habría visto la excavación alrededor de esa piedra en la pared; o no la habría visto: con ellas nunca se sabía. Se arreglaron con la luz que entraba por la puerta entreabierta. Mario pensó que podría darle un empujón y salir corriendo, pero su proyecto de comunicarse con Lidia por un agujero le pareció más importante. Sobre todo porque había visto que en el platillo había una cucharita que era justo lo que necesitaba. Además, si iban a volver a traerle más té, podía huir después, cuando hubiera hablado con Lidia y se hubieran puesto de acuerdo.
De modo que tomó la taza, hundió la cucharita en la azucarera que la monja traía en la otra mano, revolvió y le preguntó:
—¿A qué se debe esa llovizna?
Acompañó la pregunta con un deliberado gesto del mentón hacia la puerta. La monja cayó en la trampa y volvió la cabeza para mirar. Mario aprovechó la distracción para echarse la cucharita al bolsillo. Cuando ella volvió a mirarlo, él ya estaba tomando el té a sorbitos.
—Es un sistema de prevención de incendios que se descompuso.
A Mario no le interesaba en lo más mínimo pero siguió dándole conversación para mantenerla entretenida y que no se diera cuenta de que la cucharita había desaparecido:
—¿Y por qué no lo han hecho arreglar?
—Porque es imposible. Nadie entiende de esas cosas. Aquí todo lo que se descompone queda así para siempre, y hay que arreglárselas. Nos vamos acostumbrando.
—Pero antes no habrá sido así. ¿Quién construyó todo esto?
—El Profesor Neurus. ¿Ya terminó?
—Sí. —Había tomado hasta la última gota, sin darse cuenta de lo que hacía. Devolvió la taza y la monja salió. No bien la puerta se hubo cerrado ya Mario se precipitaba hacia la pared, blandiendo la cucharita. Siguió cavando alrededor de la piedra, hasta que pudo moverla. La sacó tirando hacia su lado. Al otro lado del agujero estaba igual de oscuro, pero el llanto del bebé se oía muy próximo. Llamó:
—Lidia... Lidia...
Desde el otro lado de lo que parecía una celda bastante grande vino la voz de Lidia, perpleja y quebrada por los llantos:
—¿Quién es?
—Soy Mario, el diariero.
—¿Mario? ¿El diariero?
¿Qué desgraciado concurso de circunstancias podía haber llevado a una chica como ella a ese estado de virtual mendicidad? Bien pensado, y pensado a partir de un cierto conocimiento del mundo, había una sola causa corriendo como una hebra roja por el trenzado múltiple de causas: la falta de inteligencia. Esta falta se resume en la incapacidad de comprender una historia. El mundo debe aprender. ¿Pero cómo? El retiro del profesor Neurus era sintomático en ese sentido. A todos los villanos de los dibujos animados los mueve un propósito absorbente: dominar el mundo. Para que lo consiguieran (siempre fracasan) sería necesario que el mundo supiera de qué se trata. El mundo está hecho de innumerables conciencias individuales, en buena medida inconexas. Quizá cada conciencia, en el momento de manifestarse, capta la completa dominación del mundo, consumada, por otra conciencia. Y quince minutos después se extingue.
Todos los adolescentes varones que ha habido y habrá piensan, en algún momento: si yo fuera mujer, sería la más puta de todas las mujeres. Lo que es muy injusto con las que nacieron realmente mujeres, que después de todo son el objeto de su pensamiento.
La pobre Lidia, pensaba Mario metiendo la cabeza en el agujero de la pared, franqueaba vertiginosamente el espacio entre pensamiento y realidad. Se reintegraría al pensamiento, pero no antes de consumar su plena impregnación de realidad. Tenía una historia, en la que había cedido a sus instintos, o a los de algún hombre: el niño que llevaba en brazos era la prueba. Su única posibilidad de casarse era que alguien pensara: eso tuvo lugar en el pasado. Pensamiento que hoy nos parece trivial pero que es resultado de millones de años de evolución. Y la evolución, nunca se sabe en qué dirección va. Es de esas cosas que se ven mover, pero por falta de un punto de referencia uno se pregunta: ¿va o viene?
—¿A vos también te agarraron? —le preguntaba Lidia—. ¿Te dieron el té?
Mario a su vez la interrogó, creyendo que ella debía de saber algo sobre todo este asunto tenebroso. Ella sabía, pero sólo lo que podía saber, lo que cabía en sus facultades... Les había dicho a las monjas que su hijo no tenía padre, y ellas lo habían tomado literalmente; eran ingenuas, o estaban locas, o eran imbéciles. Le habían dicho que le sacarían toda la sangre para ponérsela a sus horrendas muñecas partenogenéticas...
—¡No, no! —la interrumpió Mario—. Te lo dijeron para asustarte, para que colabores.
—¿Te parece? —decía ella queriendo creerle, aferrándose a una brizna de esperanza.
Hablaba con frases mal formadas, humildes, de chica ignorante. Por suerte Mario estaba acostumbrado a ese lenguaje, que era más o menos el suyo, y pudo reconstruir la historia. La habían encerrado esa mañana, no bien cometió el error de venir...
—¿Por qué no me esperaste? ¿No habíamos quedado en vernos?
Al salir del Refugio no lo había visto, y le había dado vergüenza preguntarle al padre... Las monjas la habían traído directamente a esa celda, justo a ella, con el miedo que le tenía a la oscuridad... Había llorado hasta acabar sus lágrimas, siempre con el chico prendido a la teta... Lo peor era que no le habían dado el desayuno, y el hambre la devoraba... En la desesperación había pensado en darse muerte golpeándose la cabeza contra una piedra que sobresalía de la pared. No lo hizo por su hijo, sólo por él... Volvía a llorar.
—No te preocupes más —dijo Mario—. Yo voy a sacarte. Para eso estoy aquí. —Se quedó callado unos segundos, oyéndola llorar y organizando la información de que disponía. —¿Por qué me preguntaste si había tomado el té?
—¿Lo tomaste?
—Sí, justo antes de abrir el boquete me trajeron una taza, de hecho aproveché la cucharita...
Interrumpió la explicación al oír el gemido de espanto de ella. En su mente hubo un flash: veneno.
Era peor que eso, como pudo deducir del entrecortado relato que le hizo Lidia: se trataba de un suplicio muy de monjas, quizás el más cruel que una mente malévola podía haber ideado para martirizar a una víctima. En el té ponían una droga cuyo efecto consistía en anular, irreversiblemente, los sentidos, uno a uno. Cada dosis, es decir cada taza de té, mataba un sentido. Pero no eran cinco dosis, cinco tazas de té (una para la vista, una para el oído, una para el tacto, una para el gusto, una para el olfato). Eso habría sido más corriente, más “normal”, y en el fondo mucho menos horrible, porque el ser humano puede encontrar recursos para seguir viviendo sin los cinco sentidos; se han dado casos. En realidad tenemos muchos más sentidos que los cinco canónicos; los tenemos en una cantidad innumerable, cada uno apuntado a un estrato del mundo. La destrucción de todos ellos producía una separación completa del mundo externo, pero completa como nunca se habría logrado con otro método, completa como no podía imaginársela. Mario se hacía una idea, y le corría un escalofrío por todo el cuerpo. Era mucho peor que la muerte. Se necesitaban decenas, centenares de miles de tazas de té para llegar al resultado total, una verdadera eternidad de té; pero una sola ya era irreversible, era un microsentido que desaparecía para siempre, un enlace con una línea de la realidad que se perdía y no se recobraría (y no saber cuál era le agregaba un toque extra de horror). Y él había tomado una, no podía volver atrás. Con un grito interior se prometió no tomar otra, aunque lo obligaran con las peores violencias; prefería la muerte. Pero la sola idea de que había tomado una lo desalentaba tanto que se sentía tentado de renunciar, de tomar todas las que le dieran... Lidia había tomado cuatro, o cinco, había perdido la cuenta. No podía resistirse, estaba condicionada para obedecer... Mario se repuso, tragando saliva. Le mintió a medias (y a sí mismo también) para tranquilizarla: si el proceso era virtualmente infinito, unas tazas más o menos no tenían importancia. Pero debían actuar, ya mismo, sin pérdida de tiempo. Ella lloraba a mares. Lo sorprendió una vez más diciéndole que la droga era tintura de rosa.
Sí, actuar... ¡Ya mismo! Si podían... y si no podían también. De pronto estaba en juego toda posibilidad. Lo que había empezado como un salvataje vagamente erótico, a caballo de un olvido, se transformaba en una guerra en forma. El enemigo era el terrorismo, y el peor de todos, el que amenazaba a la Percepción. Había que ponerse las pilas, revestirse de la armadura de oro, lanzarse al combate. Era incómodo no saber si estaba a la altura del desafío o no. Mario creía tener una relación especial con la realidad; todos creen lo mismo. La circunstancia histórica contribuía: la historia parecía haber terminado, ya no había pruebas de vida o muerte que superar, por lo menos en la Argentina. Ni guerras ni hambrunas ni revoluciones ni nada, sólo llevar de aquí para allá las noticias banales del día. Su vida hacía contraste con lo que había sido la de sus abuelos (y la de Natalio cuando era chico) en Italia, la lucha contra el fascismo, las cárceles, las persecuciones, los bombardeos. Pero quizás era una impresión suya. Ahí estaba Lidia, viviendo necesidades muy reales, y arrastrándolo a él al mundo de hierro donde se forjaba la historia...
Esto no se lo habían enseñado en la escuela. La Percepción era la Reina del Mundo, la protectora, la santificadora. Ella volvía previsible la realidad, pese a que (o porque) la realidad es la definición misma de lo imprevisible. De modo que era un combate de inmensas consecuencias el que se libraba en este castillo subterráneo de las monjas distraídas. Parecían invencibles, pero podían no serlo; no lo sabría hasta que las pusiera a prueba, como en un experimento. La Aventura podía atravesarlo todo, la brochette de la acción... El Sueño seguía actuando en él, discreto y suave, como un pequeño motor de plumas.
De modo que se puso a trabajar otra vez con la cucharita, con energía duplicada ahora que tenía un plan. Calculó que bastaría con sacar una sola piedra más para que Lidia, delgada y pequeña, pudiera pasar a su celda. Eligió la de abajo del hueco, y con sólo tres lados que socavar, y espacio para meter las manos y hacer fuerza, no tardó en arrancarla. Probaron. Primero ella le alcanzó el bebé, que al sentirse en manos extrañas se puso a berrear. Lo dejó en el suelo a un costado, para poder ayudarla, y trató de hacer oídos sordos a sus gritos. El hueco era realmente chico, pero no perdían nada con probar, porque extraer dos piedras más llevaría demasiado tiempo. Lidia decía tener miedo, no poder, no animarse; dijo que estaba probando, pero los hombros eran más anchos que el agujero; él le sugirió que se pusiera de costado: así tampoco. La tiniebla complicaba la operación, y ninguno de los dos dominaba el lenguaje lo bastante como para transmitirse instrucciones o indicaciones precisas; gruñían, balbuceaban. Mario le dijo que estirara los brazos hacia adelante, los pasara primero, y después seguiría el resto. Ella obedecía, jadeando de miedo.
—Disculpame, pero te voy a agarrar por donde pueda —le dijo.
—No hay problema.
Tanteó los dos brazos, que ya estaban de su lado. Eran finos como dos palitos de tambor, los siguió hasta los hombros, embutidos en la piedra, y buscando un punto sólido de donde aferrar sintió que le metía los dedos en las orejas, en la boca, en los ojos.
—¡Perdón!
—¡Ahí voy!
Tiró, y sintió que pasaba. Buscó una posición mejor, pegado a la piedra, y la cabeza y los hombros de Lidia le cayeron sobre las piernas. Menos mal que no se veía nada, porque no debía de ser una postura muy edificante. Para colmo él, con los brazos metidos hasta el hombro en los huecos, le rozaba los pechos, tomaba la cintura con las dos manos: ¡hop! Era una gran intimidad de esfuerzo. Pero lo que había temido pasó: se atrancaron las caderas. Apoyando la planta de los pies en la pared, Mario tiró con toda su fuerza, con el único resultado de resbalar y quedarse con las dos tetas de ella en las manos. Las retiró de inmediato, por delicadeza, y Lidia se sintió tan, pero tan aprisionada, que tuvo un ataque de pánico.
—¡No puedo, no puedo! —Agitaba los brazos como aspas, y la cabeza como una maza, tanto que Mario tuvo que apartarse por miedo a que le dejara un ojo en compota. Ella interpretó su paso atrás como una renuncia, y debió de intentar salir para atrás. Al no poder hacerlo, su pánico redobló:
—¡Estoy atorada! ¡Ni para atrás ni para adelante!
El crío mientras tanto se ahogaba de tanto llorar.
—¡Hacé algo!
—Calma, calma —decía Mario revolviéndose en el piso, porque la oscuridad y el gasto de energía le habían hecho perder la noción del espacio. Al fin atinó a ponerse de pie. Se apoyó de espaldas contra la pared, con las piernas abiertas una a cada lado del hueco, del que asomaba el torso desesperado de la chica, todo a tientas... No, así no podía hacer fuerza. Las leyes de la palanca se le hurtaban, pero por el mismo movimiento podían entregársele. Se dio vuelta, puso los pies contra la pared, la tomó de la cintura, de los brazos, del cuello, del pelo, cambió de postura, por arriba, por abajo, lo intentó todo, en unos segundos frenéticos, hasta que al fin, con un “plop”, ella saltó hacia el lado bueno. Saltaron los dos, volaron unos metros en la tiniebla y cayeron hechos un montón, piernas y brazos entrelazados. Se quedaron así un momento, sin ánimo para moverse, tan atronador era el anticlímax. Ella se desenlazó para ir a tomar en brazos al bebé, cosa que pudo hacer después de tantear un rato en todas direcciones. Mario se quedó sentado en el piso mientras su ritmo cardíaco se normalizaba.
Lo primero que se le ocurrió fue que deberían apostarse en puntos estratégicos a los lados de la puerta, para sorprender a la monja cuando entrara, si es que entraba. No había terminado de pensarlo cuando ya se abría la puerta; hubo una luz repentina, un hilo apenas, que bastó para embeber cada átomo de la celda. En gris oscuro se dibujaron Lidia, en el acto de levantar del suelo al bebé, y él mismo sentado. Y recortada a contraluz la monja, seguramente atónita, con la taza del té fatídico en la mano. Por suerte, Mario renunció a pensar. Ya había saltado, y la atacaba. Un manotazo, de abajo hacia arriba, y la taza y el platillo volaron. La monja empezó a gritar... El té le había empapado la cara, hacia la que se llevó las manos. Mario la tomó por los hombros y la arrojó hacia un costado, al tiempo que llamaba a Lidia:
—¡Vamos! ¡Corré!
La monja caía, y a Mario le pareció ver que su cara, corroída por el té, había desaparecido completamente. Ya estaba en la puerta, haciendo lugar para que saliera Lidia, que se precipitó, pero no sin antes inclinarse a recoger algo del suelo. El grito de la monja se había desgranado en un zumbido mecánico. Cerró la puerta y le dio una vuelta a la manivela. La tomó a Lidia del brazo y corrieron. Por suerte no había nadie a la vista, pero los pasadizos le parecían distintos, y supo que no sería tan fácil embocar en la salida. Lo único que importaba ahora era encontrar un escondite momentáneo. Se detuvieron al llegar a una pared. A un costado había una sala, al otro un pasillo larguísimo. Le pareció peligroso internarse por él porque quedarían muy expuestos antes de llegar al otro lado, que quién sabe dónde estaba. En cambio el salón... ¿Sería uno de los que había visto antes? Parecía diferente porque los muebles y aparatos estaban cubiertos de plásticos (la llovizna había cesado). Se le ocurrió una idea muy simple: meterse abajo de uno de esos plásticos. Lo hicieron. Se acurrucaron abajo. Era una especie de sillón de dentista, con dos garitas de alambre tejido contra el respaldo, todo recorrido de cables y racimos de aparatos electrónicos. Las garitas eran cilíndricas, tenían aberturas y estaban vacías. Se metieron uno en cada una, y recompusieron los pliegues del plástico que los cubría. El bebé lloriqueaba, pero dejó de hacerlo cuando Lidia le puso el chupete en la boca. Justo a tiempo, porque pasaron tres monjas frente a ellos. Las veían borrosas a través del plástico. Se fueron. Silencio.
—¿Y ahora? —susurró Lidia.
Un gesto canchero de Mario, como diciendo: lo tengo todo pensado. Por supuesto que no lo tenía. Y cuál no fue su sorpresa al ponerse de pie y mirar por sobre el respaldo del sillón: había una monja sentada, haciéndoles compañía bajo el plástico. No una monja en realidad: una cosa monja, a la que le faltaban los dos brazos. Volvió a sentarse, y se inclinó para hablar en un susurro con Lidia a través del alambre tejido:
—¿Qué son esas monjas desarmadas? ¿Robots?
—No sé. Qué sé yo. Cómo querés que sepa. Me dijeron que son “las monjas que no nacieron”.
—¿Y las que no ven? ¿Habrán tomado el té?
—¡No! No son tan idiotas.
Era cierto. Parecía tener que ver más bien con los desplazamientos del tiempo. Los segundos se congelaban, quedaban colgados como caireles, y ellas pasaban... Lo curioso era que el efecto terminara pareciéndose, como una gota de agua a otra, al que produciría el té a mediano o largo plazo. Pero había muchas otras causas que podrían provocar efectos equivalentes, por ejemplo la cortesía, que a veces le hace afectar a uno no ver a otro, o verlo en exceso.
Se le ocurrió algo. Era arriesgado, y por eso prefirió no consultarlo con Lidia, presentárselo como un hecho consumado. Salió de la garita, levantó el plástico para mirar y se volvió a la chica:
—No te muevas. Ya vuelvo.
Corrió en puntas de pie, inclinado, hasta otro aparato, se metió bajo el plástico que lo cubría y trabajó un momento en silencio. Después a otro, a otro más, exploratorio, y al fin volvió con algo. Empezó a hablar pero oyó voces y se llevó un dedo a los labios. Dos monjas se habían detenido bajo una arcada y hablaban. Les llegaban fragmentos indescifrables de la conversación. No parecía tener nada que ver con ellos. Se fueron.
—Escuchame, Lidia Eva, lo que te voy a proponer puede parecerte raro, pero es el único modo de salir de aquí.
—Querés que me disfrace de monja.
—¿Cómo supiste?
—Por esos hábitos. —Le señaló el hato negro que él tenía en brazos.
—Pero ¿y vos? ¿Y el bebé?
—Yo voy a vencer todos mis prejuicios y también me voy a disfrazar de monja. Y el nene... Pensá que es por un momento nada más, hasta salir del atolladero. —Rebuscó en el hato y le mostró una sotanita negra tamaño muñeca, que le había sacado a uno de los cyborgs en miniatura.
Lidia no puso objeciones. Se les hizo un poco difícil ponerse las sotanas en el poco espacio que tenían, pero lo lograron. Por supuesto, la indumentaria incluía (eran hábitos enterizos elastizados) la cofia. Cuando se miraron, Lidia no pudo reprimir una sonrisa: Mario, con su cara sonrosada de bebé, sus rasgos dulces, hacía una monjita de película de Disney, casi demasiado linda para ser cierta. Él lo interpretó como un gesto de aliento, y procedió a explicarle el resto del plan, que era muy simple:
—Ahora todo depende de nosotros: salir, caminar, abrirnos paso, enfrentar los inconvenientes, buscar la salida. Confío en poder encontrar los pasillos por donde entré. Pero habrá que improvisar y mantener la sangre fría. Quizás haber tomado esas tazas de té nos ayude a no ver el peligro. Yo por mi parte me siento distinto. —Lo pensó un poco. —Creo que la clave está en actuar como si no pasara nada, como si fuera lo más natural del mundo. Vos lo sabrás tanto o más que yo: uno sale de su escondite, y puede tropezarse con cualquier cosa, con lo que menos se imagina, que pueden ser accidentes, coincidencias, locos sueltos, etcétera. ¿Cómo reaccionar? Impasible. No ponerse a la altura de los hechos: si hay un accidente, no accidentarse, si hay un loco, no enloquecerse.
—¿Y si se te aparece Dios?
—No me tomes el pelo.
—¿Vos sos creyente?
—¿La verdad? No.
—¿No creés en nada? ¡En algo hay que creer!
—Soy un anticlerical genético.
Con lo cual dio por terminada la discusión y salieron. La primera prueba tuvieron que enfrentarla casi de inmediato, y salieron airosos. En el otro extremo del salón dos monjas se ocupaban de retirar los plásticos que cubrían los aparatos. Trabajaban mecánicamente, sin alzar la vista, y no los miraron. Ellos enfilaron para el otro lado, pero por allí venía una monja, rengueando aparatosamente. Pasaron a su lado, callados, sin que ella les prestara la menor atención. Mario sonrió, y le dio una palmadita en el hombro a Lidia:
—¿Viste? Sigamos así.
En el corredor que bordeaba los salones había otra monja, ocupada en un trabajo absorbente: tenía bajo un brazo una cantidad de paraguas negros que iba colgando de a uno en clavos alineados en la pared. Colgaba uno, se quedaba mirándolo un instante, como si rezara, después se santiguaba y pasaba al clavo siguiente. Se deslizaron tras ella sin molestarla. Para la monja cada paraguas era Dios.
Las escenas volvieron a sucederse con precipitación, desafiando el orden normal. Algunas monjas los veían, otras no, en escalas bastante incongruentes. A la larga, Mario empezó a desesperarse, sobre todo porque volvían a los mismos lugares. No era tan fácil salir. Parecían haberse vuelto parte del decorado permanente del laboratorio, como “la familia monja”: papá monja, mamá monja y bebé monja. El laberinto no los llevaba a ninguna parte. Debían buscar otro tipo de salida.
La encontraron mucho antes de lo esperado; pero no lo supieron, justamente, porque era tan distinta. Cuando al fin Mario percibió que se encontraba en un área novedosa, y podía albergar la esperanza de haber acertado con una tangente del circuito de las lloviznas, tuvo todos los motivos para temer que hubieran tomado la dirección errónea. No hacia la salida sino hacia “adentro”, quizás hacia la comunicación con los edificios de la superficie. En efecto, esto parecía mucho más antiguo, más estilo catacumba mitraica, en todo caso pre Neurus. Celdas vacías, columnas carcomidas, arbotantes de ladrillo piedra, frescos descascarados. Las monjas habían desaparecido, la penumbra se acentuaba. Había un foquito cada tanto, y fue su sucesión la que siguieron. No, Lidia tampoco reconocía el lugar, pero ella no había reconocido nada. Dijo que la habían bajado en un montacargas de tablones. Por un instante Mario estuvo tentado de dar media vuelta y rehacer todo el camino. Pero justo entonces desembocaron en la más extraña sala de control.
Era un cuarto pequeño y despojado, aunque bien podía ser el corazón de las instalaciones; tenía sólo una mesada con teclados y clavijas, tres sillones, y contra la pared una batería de pantallas chicas todas encendidas y transmitiendo. Formaban un cuadriculado de cuatro metros de ancho por dos de alto, y era tal la cantidad de imágenes centelleando que Mario pensó inmediatamente en la cobertura de un evento de masas; es decir, de la gran misa de difuntos que se realizaba en la capilla. De pronto la misa, de la que se había olvidado, le pareció que explicaba muchas cosas: todas las monjas hábiles debían de seguir allá; era por eso que aquí abajo no habían encontrado más que a las defectuosas y nonatas, dejadas sin vigilancia. Esto fue en él un razonamiento marginal, porque toda su atención se concentró en uno de los sillones, donde había una monja dándoles la espalda. Se volvió urgente hacia Lidia para exigirle silencio; lo más prudente habría sido marcharse en puntas de pie. Pero, pasada la primera sorpresa, esa vigía le pareció tan inmóvil, tan despatarrada, que no pudo creer que estuviera despierta, así que se animó a acercarse a investigar. Si les causaba problemas, estaba dispuesto a dejarla fuera de combate por la fuerza y atarla y amordazarla con su propia sotana. No fue necesario. Era la monja que le había llevado el té, con la cara corroída hasta los circuitos, inutilizada. Pero él la había dejado encerrada en la celda. Tenía una mano estirada hacia los teclados: una mano con los dedos gastados, hechos muñones... Debía de haber cavado en la piedra, con las manos, hasta evadirse... Un trabajo desesperado, que indicaba una deliberación sobrehumana. O simple paciencia: con esas manitos blandas, ¿cuánto podía haberle llevado hacer un agujero en la piedra? Veinte años, por lo menos, de los suyos. Y después, en cortocircuito, quizás arrastrándose como una oruga, había venido hasta aquí a transmitirles a las monjas reales la noticia del escape de los prisioneros. Las fuerzas le habían alcanzado hasta el sillón, nada más: no parecía que hubiera podido comunicarse. En cuanto a las monjas que se cruzaban en su camino, no había podido comunicárselo porque no disponía de palabras: el lenguaje exige un tiempo orgánico mutuo, que era lo que les faltaba y lo que proveía este sistema de transmisión. Su única posibilidad de dar la alarma estaba aquí.
Lo que significaba que este dispositivo de televisión transmitía en los dos sentidos. Y quizás él podría usarlo también, para pedir ayuda... (El Sueño triunfaba dentro de Mario.) Alzó la vista a las pantallas, y tras un momento de esfuerzo por descifrar la miríada deslumbrante pudo ver que no era una transmisión única: era un acontecimiento masivo, pero en su dispersión. La contigüidad era lo que le daba ese aire de gran festejo. Eran decenas de escenas distintas, tomadas en todo el complejo. Por lo visto las monjas habían sembrado cámaras en todas partes, con fines de control. En cada una de las aulas, en los patios, en la capilla también (el Cardenal Primado estaba levantando el cáliz), en los techos, en los dormitorios de las monjas, hasta en los excusados... Qué guachas. No se les escapaba nada.
—Vení —le dijo a Lidia, que miraba desde la puerta—. Sentate. Quizá podamos hacer algo.
—¿Qué?
—No sé. Por lo menos podemos ver cómo están las cosas.
Se sentaron en los sillones, uno a cada lado de la monja muerta. El espectáculo de las pantallas era absorbente. Tomaba casi todo lo que estaba pasando en la manzana, en sus distintos niveles. El propósito de ver “cómo estaban las cosas” se veía amenazado por el exceso: eran demasiadas cosas, cada una sucediendo en su lugar, y se habría necesitado una mente sobrehumana para sacar alguna conclusión de la repentina contigüidad de todas ellas. Podía ser muy útil, y seguramente lo era, pero daba que pensar que se hubieran tomado el trabajo de montar un sistema tan exhaustivo y lo dejaran sin nadie para operarlo. Quizá no lo dejaban nunca... salvo hoy. Estaba la posibilidad de que ésta fuera la primera vez que los sillones quedaban vacíos. Mario había venido postergando considerar esta cuestión, pero todo el tiempo, desde el principio, había sentido que este día las monjas se jugaban una carta importante, de la que podía depender todo su destino. Le preguntó a Lidia.
—No sé nada —respondió ella—. Las conozco hace muy poco. Anteayer vine a preguntar si no me podían dar alguna ayuda. Me dijeron: “volvé mañana”. Ayer vine, y hubo una cantidad de malentendidos... Al parecer hay un bando de monjas rebeldes, que quieren tener hijos, y actúan a escondidas de las que responden a la Superiora. Cuando al fin pude salir, me prometí no volver más, pero anoche una señora amable me dijo que viniera, que ella iba a hablar con la Superiora para que me dieran un trabajo...
—Ya sé quién es: una loca que no sabe lo que dice.
—En fin. El resto ya lo sabés. Vine, y me tiraron de cabeza en el calabozo.
Hablaban sin sacar la vista de las pantallas. Veían aulas y más aulas llenas de alumnas de todas las edades, siempre solas (debían de haberles dado hora libre, mientras duraba la misa); patios; salones; cocinas; baños; dormitorios; copas de árboles; el cielo azul; en una, increíblemente, una marea de conejos vivos cubriendo una casa... Eso había sucedido en Australia, era historia; debía de ser un documental, nada que ver. La calle, vista desde muy arriba: ésa tenía que ser una cámara puesta en la cruz del techo de la capilla.
—Mirá —exclamó de pronto Lidia—. ¿No es tu papá?
—¿Qué? ¿Adónde?
Ella le señalaba una pantalla con el dedo, pese a lo cual a él le costó encontrarla. Ahí estaba. Sí, era Natalio, sentado en una silla en un cuarto vacío. La típica perspectiva alta, la cámara en un rincón a la altura del techo. Pero era imposible, de todo punto de vista imposible. En un movimiento reflejo Mario miró su reloj pulsera: las diez menos cuarto. A esa hora Natalio estaba en el kiosco, tomando el desayuno, ya no habría querido esperarlo más. ¿Qué podía significar esta imagen incongruente de su persona en una habitación, y sentado, dos características que iban tan mal con la actividad del diariero? Era él, de eso estaba seguro. Ni siquiera podía tratarse de un cyborg, o de un maniquí replicante, porque este Natalio lucía su reciente corte de pelo, y ningún ingeniero podía haberlo fabricado en una hora (sin contar con que Neurus al parecer se había retirado del negocio hacía años, quizá décadas).
Mirando con más atención (no podía evitar la escalada de atención, paralela a la que se producía en la velocidad de su pensamiento), notó que no estaba simplemente sentado: estaba atado a la silla y amordazado. Hizo una recapitulación somera de los datos de que disponía. Ese cuarto no podía pertenecer sino a la casa “de pasillo” de la calle Bilbao, donde Natalio había ido a preguntar por Togliazzi. Tenía todo el aire de serlo. Que las monjas tuvieran instalada una cámara en un departamento de esa casa confirmaba el viejo rumor de que tenían propiedades en el barrio, no declaradas. Más que eso: estaban implicadas en las maniobras financieras que habían salido a luz la noche anterior con la resonante huida del cajero. Lo que explicaba que hoy estuvieran tan nerviosas, tan en emergencia. Y también la intrigante advertencia de la monja “china” sobre la seguridad personal de don Martín.
Lidia y Mario (el bebé estaba dormido) miraban absortos la pantalla donde Natalio lucía como un bibelot atado, hombre silla. De pronto lo vieron abrir los ojos como loco y agitarse dentro de sus ligaduras. Por el ángulo superior derecho de la pantalla entraba una figura, como un ángel descolgándose del techo. Pero lejos de flotar en el aire aparecía trabajosamente, primero una pierna, después un brazo, la nuca... se introducía por una claraboya, hasta quedar colgado, y de un salto aterrizar: no era un ángel, era...
—¡Tito! —dijeron los dos a la vez.
—¿Lo conocés? —preguntó Mario.
—¿Y cómo no lo voy a conocer? Es tan simpático...
No le hizo caso. Empezaba a entender: Tito descolgándose de los techos de la casa “de pasillo”: ¿no era lo que había visto Horacio? Se concentró en la acción manifiesta en la pantalla. Natalio, con la boca cubierta por una mordaza, se expresaba con los ojos y la cabeza: señalaba en dirección de la puerta, detrás de la cual debían de estar los que lo habían atado. Tito levantó una mano como diciendo: “No se preocupe, Natalio, sé a qué atenerme”. Acto seguido, lo desataba, lo ayudaba a ponerse de pie. Sin la mordaza, Natalio quería hablar, pero Tito se llevaba un dedo a los labios. Le señalaba la claraboya; quería decir: “Saldremos por ahí”. Mario sonrió, pese a lo dramático de la circunstancia, sabiendo lo duro que era su padre para la acrobacia básica.
La sonrisa, que había sido involuntaria, lo ayudó a comprender algo. Si él en el fondo no se tomaba en serio estos pequeños dramas televisivos, era porque no estaban pasando: ya habían pasado. Su padre estaba a salvo en el kiosco, tomando su café con leche con medialunas, y contándole la aventura a Alfredo, mientras que Tito ya había partido rumbo a su segundo empleo. Era como el fútbol, como todos sabían que era el fútbol: transmisión en diferido.
Siempre era diferido; lo había notado en diversas circunstancias, y además el Sueño se lo había dicho con toda claridad (pero él había tardado en advertirlo). El Sueño había sido una suerte de demostración práctica privada, de efecto demasiado deslumbrante para apreciarlo de inmediato. Porque en la máxima contigüidad íntima del soñador también las imágenes viajaban en diferido. El lapso era variable, caprichoso como el clima. Tratándose de los diarieros, quedaba encerrado en los límites de la mañana, del amanecer al mediodía. Dentro de esos extremos, todo era posible. La única restricción era el verosímil, tan elástico por lo demás. En este caso, una larga experiencia le indicaba a Mario que no era verosímil que su padre postergara más allá de las diez menos cuarto su desayuno, ni siquiera por causas de fuerza mayor. De modo que esta escena en la casa “de pasillo” no correspondía al reloj, a su reloj por lo menos.
Ahora Natalio y Tito estaban hablando, pero no se oía nada. Echó una mirada a las demás pantallas. ¡Cuántas cosas estaban pasando! Y seguramente todas tenían su importancia, de todas podría sacar alguna enseñanza o indicación útil para este predicamento en el que se encontraba. ¿No era injusto concentrarse en una, sólo porque en ella participaba su padre? Sea como sea, todas eran mudas. Pero al mismo tiempo ambiguas: podían ser mudas no porque carecieran de sonido sino porque nadie hablaba. Recordó el dicho: “callado como en misa”. Era una misa justamente, o eran aulas de escuela, o claustros de monjas, o espacios desiertos. “No se oía volar una mosca.” Pero su padre y Tito estaban hablando... Volvió a mirarlos. ¿O estarían formando palabras sin sonido, leyéndose los labios? No les conocía esa habilidad a ninguno de los dos, pero bien podían haberla descubierto en el instante de peligro.
Alguna de las perillas que había en la consola debía de ser la del sonido... Había centenares; justo frente a él tenía un pequeño visor. Había notado que las pantallas estaban numeradas. Probó de escribir el número de la de Natalio en el teclado. La cifra apareció en el visor (era “treinta y cuatro”). Y un punto de luz roja se encendió en la pantalla. Podía moverlo con un mouse. Quiso hacer un experimento; eligió una pantalla inofensiva: la setenta y cinco, que mostraba el cielo sobre la capilla. “Apresó” con el cursor un pajarito que pasaba y apretó el botón TRANS, que supuso que significaba “transferencia”. El pájaro apareció en la pantalla treinta y cuatro, revoloteando sobre las cabezas de Natalio y Tito. Como en su pantalla original estaba visto de muy lejos, en ésta se manifestó demasiado pequeño, como una abeja. No obstante lo cual, Natalio y Tito lo vieron; interrumpieron su conversación muda para mirarlo con alarmada extrañeza y lo espantaron moviendo los brazos hasta que el pajarito se escabulló por la claraboya.
Eso los decidió a escaparse sin más trámite. Tito le hizo estribo con las dos manos a Natalio, que inició unas maniobras sumamente torpes. Mario calculó que eso iba a durar bastante, así que buscó en las pantallas algo que le sirviera para enviarles un mensaje, algo más consistente y fácil de interpretar que el pajarito miniaturizado.
Pero los hechos no le dieron tiempo. De pronto Tito se volvía con cara de susto, entreabría los dedos del “estribo” y Natalio se desplomaba. Habían entrado dos gángsters de sobretodo, y al ver a su prisionero desatado, y acompañado, sacaban sendas pistolas. Parecía como si fueran a ametrallarlos ahí mismo. Mario actuó con precipitación. Escribió el doce, la pantalla que tenía el altar de la iglesia, capturó con el mouse la estatua monumental de la Virgen y le dio un puñetazo al botón de transferencia. Los disparos ya partían de los caños de las pistolas... Pero las balas se incrustaron en la Virgen que se había interpuesto. Eso tenía todas las trazas de un milagro, y los gángsters cayeron de rodillas. No había que desperdiciar la oportunidad. Mario había visto con el rabillo del ojo lo que necesitaba, y ya estaba poniéndolo en práctica: la gran escalera de mármol del recibo del monasterio (pantalla cuarenta), ¡allí fue! El cuartito había quedado atestado, con la enorme Virgen de cuatro metros de alto y ahora la escalinata de mármol. Pero Natalio y Tito reaccionaron sin vacilar: subieron los escalones de a dos y se escabulleron por la claraboya.
Lidia aplaudió, muerta de risa, y Mario suspiró aliviado: ya no tenía que preocuparse por ellos. De inmediato pensó que no era tan así: los pistoleros podían subir por la misma escalera... Pero había un modo más simple de librarse de ellos (no entendía por qué no se le había ocurrido antes): transferirlos a otra pantalla, por ejemplo a la copa de un árbol. No fue necesario, porque habían retrocedido, rumbo a la habitación contigua. Volvió a verlos casi de inmediato, en otra pantalla: ahora eran cuatro, y corrían por un pasillo arrastrando una silla de ruedas... Pasaron como una exhalación, lo que le impidió a Mario hacer nada con sus imágenes, pero pudo notar dos detalles: uno era que bajo los ruedos de los sobretodos asomaban hábitos negros, y otro que en la silla de ruedas llevaban a un hombre atado y amordazado. Y lo reconoció: era don José. Quién sabe qué se traían entre manos. Ya lo averiguaría: algo le decía que venían, por pasadizos subterráneos, hacia aquí; de modo que volvería a verlos muy pronto.
—¿Viste eso? —le dijo a Lidia.
—¡Sí! ¡Mi abuelo...! ¿Qué le están haciendo?
—¿Tu abuelo? ¿Don José es tu abuelo?
—Sí, José Togliazzi.
Mario se quedó boquiabierto. Que don José fuera el famoso Togliazzi era asombroso... Pero que además fuera el abuelo de Lidia, lo superaba. En fin, ese punto se aclararía a su debido tiempo. Ahora tenía cosas más urgentes que hacer; y lo bueno era que podía hacerlas: ya que tenía en sus manos este prodigioso juguete, podía usarlo para crear una diversión que les permitiera escapar.
En las pantallas que transmitían la misa había un tumulto de proporciones. La desaparición de la formidable “imagen” que presidía el altar era un accidente no previsto por ninguna teología. El Cardenal estaba como idiota, la masa de fieles se sacudía en un éxtasis lleno de dudas. Mario tenía frente a él unas veinte pantallas con escenas de la capilla. El efecto de la arquitectura era más marcado en la transmisión televisiva que al natural. El famoso “efecto intestinal Panzoust” lucía todas sus insólitas maravillas como nunca las había lucido ante nadie. Y no era correcto decir que lo hacía en vano, ante una pareja de jóvenes de pueblo, bárbaros y distraídos. Porque todo estilo artístico “rige” una tecnología futurista, y Mario, al azar de la aventura, había descubierto la que correspondía exactamente al arte de Panzoust. Esos tubos dorados retorciéndose en el éter litúrgico sugerían un continuo que lo unía todo, aun lo separado por abismos infranqueables de tiempo, espacio o pensamiento. Pero entre la sugerencia y la consumación corría otro blanco, un hiperabismo, que sólo colmaba la acción. El arte del arquitecto muerto se hacía real en una pura transferencia líquida de imágenes. El “arte” de Togliazzi venía a confluir en este estadio: transferencia de fondos, haciendo pendant con la de formas. De mendiga virtual adolescente madre, Lidia pasaba a ser la heredera de una fuente fiduciaria insondable: un motivo extra que podían haber tenido las monjas para secuestrarla.
Pues bien, había que salir y convenía darse prisa. No podrían viajar materialmente a la velocidad de las imágenes, pero el sistema Panzoust en el que se hallaban era un sistema general de imágenes. El flujo no estaba en el tiempo, no obedecía a sus leyes, sino que abrazaba por entero al tiempo, lo envolvía como el aire a un cuerpo.
—Mira esto —le dijo Lidia señalando un sector de pantallas que estaba de su lado, en el ángulo inferior. Eran escenas del área de laboratorios, donde habían estado un rato antes. Iban de la ochenta a la cien. —Puede ser el camino de salida —siguió la chica—; parece haber una secuencia. —Señalaba con el dedo las últimas pantallas, y Mario debió reconocer que tenía razón. El mismo reconocía los sitios por los que había pasado: corredores de cemento vacíos, el gallinero, una escalera en penumbras, otra en total oscuridad (pero tomada por una cámara con dispositivo infrarrojo), y después vistas del jardín, las únicas móviles, seguramente provenientes de una cámara colocada en la cabeza del Monjatrón.
Sí, era la salida. Pero no podían confiar en que el orden fuera el del tránsito, y además no podrían memorizarlas todas... Aunque sí podía colocar en cada una alguna marca, transfiriendo imágenes, que servirían como las miguitas de los niños perdidos en el bosque.
Buscó de un vistazo cómo hacerlo. Su mirada se detuvo en los angelotes de estuco que decoraban la capilla y se decidió por ellos porque había muchísimos: todos rosados, regordetes, con boquitas carnosas y rizos rubios: el bebé ideal, hasta con el par de alitas en los omóplatos. Los colocaría en puntos estratégicos indicando el camino de salida. Marcó un número, capturó un ángel con el mouse, después marcó el número de la primera pantalla de los laboratorios y dejó vagar el cursor por las paredes buscando un sitio donde “pegarlo”. ¿Pero se pegarían? ¿O caerían al piso? Esos ambientes hormigueaban de monjas nonatas, y si bien estaba la posibilidad de que no vieran aparecer a los ángeles, o los vieran y no los tocaran, respetuosas por un resto de humanidad replicante en sus circuitos, también era posible, tan imprevisibles eran, que se los pusieran bajo el brazo y corrieran enloquecidas con ellos en cualquier dirección, como jugadores de rugby. No. Para hacerlo bien debía ponerlos fuera de su alcance... Se le ocurrió algo que a primera vista parecía una broma siniestra, pero tenía un matiz de justicia poética, además de ser lo más seguro: los pondría dentro de ellas, como fetos. Maniobró el cursor hasta hacerlo parpadear sobre el vientre de la monja más a mano, una que seguía en la tarea de sacar los cobertores de plástico que cubrían los aparatos y allí fue el ángel. ¡Flop! La panza de la monja se hinchó como la de una embarazada de ocho meses. Lidia soltó la risa. Mario se lucía, como un virtuoso del humor. Mucho de lo que hacía, él mismo se daba cuenta, lo estaba haciendo para lucirse ante ella. Otro ángel. Otro. Otro más. Treinta...
—Ya está. Hay que seguir esa línea. Vamos.
Pero no bien habían salido al pasillo, vieron avanzar hacia ellos a paso arrollador al pequeño escuadrón de monjas gángster. Ellas también los vieron y desenfundaron las pistolas. Mario tomó a su amiga del brazo y echaron a correr en dirección contraria. ¡Bang, bang, zzzzz, zzzzz! Las balas pasaban zumbando sobre sus cabezas como si fueran atornillando el aire, rebotaban en las paredes de piedra (¡poing-g-g!) y caían a sus pies. Aceleraban más y más, chupados por los pasadizos cada vez más angostos, más oscuros, más vertiginosos. Lidia volvía la cabeza y gritaba:
—¡Abuelo!
Y, entre los tiros, les llegaba la voz vieja y desesperada de don José:
—¡Lidia! ¡Lidita!
Tenía una resonancia casi de reproche, como diciendo “¿vos también?”. A Lidia la angustiaba, y si Mario no la hubiera jalado se habría detenido para esperar a su abuelo y explicarle por qué estaba ahí. Al mismo Mario le resultaba inexplicable ese tono plañidero, y, sin volverse, gritó:
—¡Don José! ¡Soy Mario, el diariero!
La voz del viejo allá atrás, bamboleándose en la silla de ruedas:
—¿Mario? ¿Mario?
Ahí Mario entendió. El tonito quería decir: “¿vos también, Mario, te hiciste monja?”. Lo que extraviaba el cerebro del anciano era que llevaban indumentarias de monja, de lo que ellos se habían olvidado, tan naturales y prácticas les resultaban para correr. Así que Mario gritó:
—¡Estamos disfrazados!
—¡Ah!
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! Una curva, otra, ¡una escalera! Subieron tropezando con el ruedo de las sotanas. La escalera era larguísima y empinada. Sus perseguidoras llegaron al pie y descargaron las pistolas en una andanada nutrida, pero ellos ya estaban arriba y corrían por un salón oscuro con piso de mármol. Subir con la silla de ruedas les llevaría tanto tiempo que los perderían. El problema era que se habían metido en la boca del lobo. Calculando grosso modo la extensión recorrida, Mario supuso que debían de estar a la altura de la capilla. Si lograban entrar en ella, y confundirse con la muchedumbre, que debía de seguir atónita por la desaparición de la Virgen, podrían salir a la calle.
A todo esto, habían llegado al extremo del salón, y se detuvieron, acezantes. Había varias puertas. Lo urgente era salir de aquí, porque en cualquier momento asomarían sus perseguidoras por el hueco de la escalera. Mario probó la puerta más cercana, la abrió unos centímetros, oyó, y se volvió hacia Lidia para decirle que lo siguiera sin hacer ruido. En ese momento, antes de llegar a verla, una premonición fatal (mezcla de premonición y déjà-vu) le estrujó el pecho: ¡se habían olvidado el bebé! Se lo explicó todo a sí mismo en uno de esos fogonazos de intuición que suceden en las grandes emergencias: Lidia lo había puesto a dormir en el regazo de la monja inutilizada, y en el momento de levantarse, la cabeza llena de las maniobras vistas en las pantallas, no se había acordado de recogerlo.
—¡El bebé! ¡Nos olvi...!
Pero no: Lidia lo tenía en brazos. Apartó la punta de la mantita y se lo mostró, dormido a pesar de todas las sacudidas, la carota redonda muy relajada, el círculo rojo del chupete sacudiéndose en la succión del sueño.
—¡Uf! Creí...
—¿Pero cómo me iba a olvidar? ¿Me tomás por idiota?
El alma humana es tan rara que Mario pensó: qué lástima. Dentro de su inmenso alivio... lo lamentaba. Porque volver atrás, una vez que las monjas con las pistolas hubieran pasado de largo, habría sido una buena excusa, muy verosímil, para probar la solución original de salir por donde había entrado. Pero por lo visto algún hado lo condenaba a la “huida hacia delante”.
Estaban en un vestidor de sacristía. Empezaron a oír coros litúrgicos; por lo visto la capilla debía de estar al otro lado de alguna pared. Mario se lo explicó someramente a Lidia, y se sentía tan envalentonado que estuvo a punto de cometer un error fatal. Por suerte unas voces lo alarmaron, y se congeló. Si no, habría irrumpido, con Lidia a la zaga, en medio de la escena más asombrosa, tan horriblemente secreta que no podía concebirse que sus protagonistas consintieran en dejar con vida a ningún testigo. La espiaron por la puerta entreabierta.
En un saloncito saturado de incienso, y en un clima de nerviosidad extrema, varias monjas estaban vistiendo a una novia. Se les hacía difícil por el volumen del vestido: decenas y decenas de metros de tules y rasos del blanco más blanco, y en formas tan intrincadas que a primera vista parecía imposible ponerlas en orden. Era un vestido muy “armado”, muy arquitectónico, con grandes sectores inflados, como neumáticos de tractores incrustándose unos en otros en roscas espiraladas, y compartimentos traslúcidos, cuernos de satín erguidos, submiriñaques de tipo “copa volcada”, alerones móviles, aletas axiales y “turbinas” laterales provistas de simulacros de humo en plumetí corrugado. El ultracándido sin variaciones confundía la vista y hacía doblemente ardua la puesta en su lugar de las partes. El momento era el culminante: las monjas vestidoras lo acababan de arriar, centrado, sobre el cuerpo de la novia, y se afanaban como demonios trasladando masas de tela de un lado al otro, corriendo, zambulléndose, girando como derviches, hasta metiéndose enteras debajo de un faldón para reaparecer, semiasfixiadas, del otro lado... Se apuraban tanto como si sólo dispusieran de unos segundos para darle al conjunto su forma determinada, antes de que se endureciera en un desastre amorfo. Claro está, el apuro no hacía más que crear confusión; y eran demasiadas, y estaban demasiado nerviosas para actuar con coordinación. Se gritaban toda clase de órdenes absurdas, con voces atipladas por la histeria, en las que se mezclaban peligrosamente el llanto de angustia y la carcajada irracional. Era una pajarera; cuervos locos revolcándose en una pirámide de nieve. Y la novia no ayudaba, muy por el contrario, porque se movía en todas direcciones y era la que más gritaba.
Esa voz, aun en medio de la batahola, era inconfundible. Y la cabeza, todo boca abierta al máximo, también. Era Lilí, la vieja bruja, el marimacho novia. ¡Es cierto! ¡Lilí se casaba hoy! Y aquí estaba... ¿Pero con quién? Mario recordó el pasacalle que había visto: “Lilí y José”... Vio en la imaginación al pobre viejo atado en la silla de ruedas... ¡Las acólitas traían al novio como un bólido! Entonces ese “José”, y don José, y José Togliazzi, eran los tres la misma persona. ¿Pero por qué Lilí? ¿Sería ella también un instrumento de las monjas? Si tal era el caso, deberían haberla lobotomizado a té, como habían intentado hacer con Lidia, y con él. Aunque la vieja lucía vivaz, demasiado vivaz. Les gritaba órdenes e injurias de lo más salvajes a las monjas que la vestían, ¡y ellas obedecían, en la medida de lo posible, temblaban, le temían, la apaciguaban con un respeto increíble! De pronto Lilí resbaló, enredada en algún kilómetro de valencianas, y la estructura colapsó. Volvió a ponerse de pie echando manotazos y gritando a todo pulmón:
—¡La reputísima madre que lo parió carajo! ¡No ven lo que hacen, pelotudas!
Y ellas recomponían las geometrías vaporosas resollando:
—Sí Reverendísima, ya está Reverendísima, un momentito Reverendísima...
La revelación estaba a la altura de las circunstancias: Lilí era la madre Elena, la Superiora de la Misericordia. Por eso nadie la veía nunca: porque cualquiera podía verla todos los días en la calle, arrastrando las chancletas, desgreñada y sucia, con un lampazo y un balde, el pucho en los labios... Durante años había estado llevando una doble vida, seguramente desde el affaire Togliazzi, preparando su golpe maestro.
Mario retrocedió de la puerta, llevando a Lidia. Le dijo en voz baja:
—La bruja está preparando su boda con tu abuelo. Debemos impedirlo a cualquier costo.
Oyeron pasos y el rechinar de una silla de ruedas acercándose. Se metieron en lo que parecía un confesionario en desuso y cerraron la puerta. Por las hendijas vieron a la comitiva precipitarse en el vestidor de la novia. No bien desaparecieron, ellos salieron y volvieron al salón grande. Mario recordaba que había otras puertas en él, y quería probarlas.
—Lo que no entiendo —iba diciendo— es cómo vos podes haber caído en tal grado de pobreza como para dormir en el Refugio, teniendo un abuelo millonario.
(Tampoco debería haber entendido cómo el supuesto millonario había estado trabajando de sereno en la fábrica Divanlito; pero eso podía entrar en el juego de simulacros y dobles personalidades que daba la tónica a todo el asunto.)
—¿Qué decís? —protestó Lidia—. Mi abuelo es pobre, y yo lo perdí de vista hace años.
—¿No sabías que vive aquí a la vuelta?
—¡Por supuesto que no! Si lo hubiera encontrado, él me habría dado alojamiento. Es mi único pariente vivo, y sé que me adora. Yo me dedicaba a buscarlo.
De modo que era una coincidencia, quizá la única.
Ya estaban frente a otra de las puertas. La abrió unos milímetros, y un espeso tufo de incienso le indicó que daba directamente a la capilla. Se metieron, sin pensarlo más: en la confusión nadie se fijaría en ellos. Se encontraron en una capilla lateral, tan asfixiados y cegados por el humo que tardaron un momento en hacerse una composición de lugar. Estaban al frente, con el altar a la izquierda. El órgano aullaba, pero el coro guardaba silencio. La multitud seguía hablando, llorando, rezando, y se veía tan compacta que a Mario lo desmayó la perspectiva de tener que cruzarla entera para llegar a la puerta de calle. Además habría que esquivar a las monjas que se veían deambulando entre la grey. Empezaron a deslizarse por entre las columnas, pegados a la pared. El crío de Lidia se largó a llorar, lo que pasó inadvertido en el tumulto (había otros muchos bebés llorando).
Cuando llegaron adonde la gente empezaba a estar más apretada tuvieron que detenerse. Mario se volvió para mirar el altar, y cuál no sería su sorpresa al ver que seguía presidiéndolo la gran estatua de la Virgen. ¿Habría vuelto? ¿El efecto de las transferencias sería pasajero? ¿Habría sido todo una ilusión? Había una tercera posibilidad: que todavía no hubiera desaparecido. Ya había tenido indicios de desplazamientos del tiempo, y aquí podía estar en presencia de uno más. O más bien, iba a estarlo. Eso explicaba que la misa prosiguiera: en una realidad continua no había misas tan largas. Alzó la vista a los techos en busca de una prueba complementaria, y en efecto los angelotes también seguían ahí, esperando su transferencia.
De pronto desembocó ante ellos, quién si no la monja “china”, todavía con la bandeja vacía en la mano. Ahora ya no le quedaban dudas a Mario: desde su visita anterior debían de haber pasado apenas unos pocos minutos del tiempo de la iglesia.
—¿Todavía sigue aquí? —le dijo ella muy sorprendida—. ¿Y qué hace disfrazado de monja?
—Sería largo de explicar, hermana —le gritó. Señaló a Lidia. —Ya rescaté a mi amiga. —Se volvió a Lidia y le gritó al oído: —Ella está de nuestra parte.
La monja: —¿Pero cómo hizo? ¿Cómo se metió?
Era realmente largo de explicar, y complicado, y resultaba demasiado incómodo hablar a los gritos. Mario se planteó qué hacer. Hizo un cuadro de prioridades. Lo primero era impedir la boda y rescatar a don José. No podía hacerlo solo, pero nadie le impedía ir a buscar ayuda. Lo decidió en un segundo.
—¿Te animás a quedarte aquí mientras voy a buscar refuerzos? —le dijo a Lidia. Ella no lo escuchó. Se había sentado en la punta de un banco, y bajo la mirada extrañada de los que la rodeaban había cortado la tela negra de la sotana a la altura del pecho, había sacado una teta y estaba amamantando al bebé. Alzó la vista y le gritó:
—Ya le tocaba.
Mario no pudo reprimir una sonrisa: un bebé monja mamando del seno de su mamá monja, era un espectáculo que no se veía todos los días. ¿Pero de dónde había sacado la tijerita (que conservaba enganchada en el pulgar y el índice, tanto había sido el apuro del chico) para hacer un limpio corte en medialuna sobre la pechera de la sotana? Del bolsito de tela que llevaba al hombro, y que había llevado todo el tiempo. Ahí cargaba el total de sus pertenencias en la Tierra; era su casa y su ajuar.
—Esperame aquí sin moverte —le gritó. Y a la monja “china”, al tiempo que le arrebataba la bandeja: —La dejo en sus manos. No se separe de ella pase lo que pase. Vuelvo lo antes posible.
Sin esperar respuesta se lanzó por lo más denso del gentío, con la bandeja por delante; le ponían en ella copitas vacías, y más o menos le abrían paso, pero su avance era muy lento. La voz de los curas concelebrantes salía amplificada por los parlantes. Cuando iba por la mitad de la nave, tomó la palabra una monja locutora de voz oficial, y Mario captó tramos sueltos de sus anuncios, aunque no prestaba atención:
—...están presentes los señores miembros de la Comisión Honoraria del Patrimonio Histórico Mundial de la UNESCO, que procederán a la entrega de los documentos que acreditan la incorporación de nuestra querida capilla a la lista de Monumentos Protegidos por el Alto Patronato con sede en Ginebra. La obra del insigne arquitecto Charles de Panzoust recibe con ello el reconocimiento...
Seguía, monótona y aburrida. ¡Qué sorpresa se llevarían con las desapariciones! Eso le dio más ánimo para avanzar. Una monja hostil se le cruzó, abriéndose paso entre la gente en dirección contraria. Intentó detenerlo, pero él le estampó la bandeja, con vasitos y todo, en la cara, y echó a correr, sin importarle si pisoteaba a viudas o huérfanos, total todo el descrédito caería sobre las monjas gracias a su disfraz. Sentía un maravilloso alivio de no tener que pedir permiso, de atropellar sin contemplaciones, brutal, bestia. Ése debía de ser el placer de ser un criminal, o una monja.
En un abrir y cerrar de ojos estaba en la puerta. Bajó de un salto los cinco escalones del atrio, y aspiró a fondo el aire de la mañana. Era inevitable que ahora la mañana le pareciera más perfecta que antes; se sentía un Rip van Winkle del instante, saliendo, como el preso de los chistes sale del túnel, a la otra cara del mundo. El cielo hería de tan azul. El Sueño volvía, echando chispas de sol al girar contra el aire. Se sintió eficaz. Echó a caminar a pasos largos rumbo al kiosco. Los empleados de pompas fúnebres, que seguían fumando contra la verja, repitieron sus miradas irónicas, ahora quizá más justificadas. No le importó en lo más mínimo. Si había aprendido algo de su viaje por las profundidades de la Misericordia era que todo podía servir, a todo se le podía encontrar algún sentido, aun a algo que parecía tan inútil y fugaz como una mirada burlona. Caminó esos cien metros absorto en sus pensamientos. Nunca había tenido tanto que pensar como ahora: simplemente lo tenía todo. Si todo podía ser útil, todo podía entrar en una frase del pensamiento. (La frase modelo, ya definitiva, seguía siendo: “Soñé que Racing salía campeón”.) Claro que resultaba un poco demasiado amplio para planificar las realidades precisas de la acción. Mejor así: abría el camino a la improvisación.
Natalio estaba tomando el desayuno... ¡con Tito! Primera vez en la historia que pasaba, y aunque era comprensible que lo hubiera invitado, después de haber arriesgado la vida por él, Mario no pudo evitar un furtivo aguijonazo de celos.
—¿Adónde te habías metido? —le preguntó su padre con la boca llena de medialuna, sin mirarlo.
Alfredo seguía atendiendo a la clientela, y como antes, don Martín, Frías y Horacio seguían en semicírculo. Todos lo miraron.
—¿Fueron a la policía? —preguntó Mario.
No le respondieron, porque seguían mirándolo boquiabiertos. Era por el disfraz de monja.
—¡Uy! ¡Cierto! No me acordaba...
—¿Llegó el carnaval? —dijo una señora que estaba comprando el diario.
Se metió en el kiosco y se sacó el hábito por arriba.
—Tuve que hacerlo para...
Alfredo había empezado con sus bromas:
—¡Está dura la calle! ¡Lo que hay que hacer para pagar las expensas! ¿Eh, Mario? Ja ja...
Sin hacerle caso, se volvió hacia su padre y Tito:
—¿Qué les pareció esa Virgen barrera que les mandé?
—¿Eh? ¿Cómo sabés?
—Había una cámara de televisión escondida. Los estuve viendo.
—¿Vio, don Natalio? —dijo Tito—. ¿Qué le dije?
—¿En serio era una cámara sorpresa de Tinelli? —preguntó Natalio.
—Algo así. Pero la manejan las monjas. Yo estuve ahí adentro.
—Escuchá, Mario —intervino Frías—. Tu padre nos estuvo contando algo sorprendente. Al parecer han secuestrado a don José...
—Ya sé —dijo Mario—. Por eso vine.
En ese momento Alfredo, siempre inoportuno como un niño, se dio una palmada en la frente y exclamó:
—¡Antes que me olvide! Alguien se olvidó un paquete —lo señaló—. Hace un rato, cuando estaba solo, lo descubrí, y Damián me dijo que se lo había visto bajo el brazo a don José. Hay que devolvérselo.
—¿Pero cómo? —dijo Frías—. ¿Era un paquete lo que se olvidó? ¿No me habías dicho que era un reloj de oro? —le preguntó a Tito. Como ese asunto del olvido había sido una excusa, Tito se quedó cortado, y los miró alternativamente a Natalio y a Mario.
Haciendo gala de una inteligencia que en realidad nadie le reconocía, Bambú, el pequinés de Alfredo, eligió ese momento para tirar con los dientes de una correa de cuero que asomaba entre dos revistas, y se quedó con un reloj colgando del hocico.
—¡Ése es! —dijo Frías tomándolo—. Esto fue lo que me hizo sospechar.
Natalio, Tito y Mario se miraron: qué extraño, las mentiras se hacían realidad, y por partida doble; don José se había dejado olvidado un reloj y un paquete.
—Don José es José Togliazzi —dijo Mario.
—Era lo que sospechábamos.
—Y eso no es nada: Lilí, la vieja loca, es Elena, la Madre Superiora de la Misericordia.
—Eso ya lo sabía —dijo Frías—. Hace años que don José estaba siendo acosado por ella, y me lo había confesado. —Blandió el reloj. —Pero la mujer había cometido un error garrafal en su personificación, que nunca corrigió: no se sacaba este reloj, que es demasiado caro para una vieja sirvienta. El reloj era la única esperanza de don José de que ustedes advirtieran que ella no era quien decía ser. Me lo comentó muchas veces. Él no podía delatarla, porque ella lo tenía en sus manos (yo creía que era por alguna historia familiar, pero debía de ser, ahora lo comprendo, porque era Togliazzi), pero confiaba en que ustedes advirtieran el detalle. ¡Cómo es posible que no lo hayan notado! ¡Es increíble lo poco observadora que es la gente! Y ella venía todos los días a ver los números de la quiniela, con un Patek Phillipe de oro grande como un plato... Hay que prestar más atención. —Sin dejarlos protestar, siguió: —Por eso cuando el chico fue a decirme que don José se había dejado olvidado un reloj de oro, comprendí que había tomado una decisión desesperada. Se lo habrá robado, seguramente cuando ella fue a anunciarle que hoy se casarían, y lo dejó aquí como una pista. Debía de tener el plan de huir, pero las muy malditas lo estaban esperando en su casa.
—Su casa la tenían vigilada con cámaras de televisión, y han hecho un pasadizo subterráneo que la comunica con la Misericordia. Y ahora...
—Un momento —interrumpió don Martín—. ¿Y el paquete?
—Aquí está —dijo Alfredo alzándolo. Estaba envuelto en papel madera, era del tamaño de una caja de zapatos grande.
—¿Lo abrimos?
—Hay que devolvérselo.
—Abrámoslo —dijo Frías—. Puede contener un mensaje.
Lo abrieron. Contenía fajos apretados de billetes de cien dólares. Don Martín calculó que serían doscientos mil dólares.
—Doscientos cuarenta mil —dijo Natalio recordando la noticia que habían comentado a primera hora.
—El botín del cajero.
—Quizá temía que lo mataran.
—¡No hay tiempo que perder! —exclamó Mario—. La Superiora está preparando la boda en este mismo instante, en la capilla del colegio. Vine a buscarlos para que me ayuden a rescatar a don José.
—¡Vamos!
—¡Vamos!
—¡Vamos!
—¿Y quién se queda atendiendo el kiosco?
—¡Yo me quedo! —dijo Alfredo alegremente—. ¡Vayan tranquilos!
—¡Qué haríamos sin vos, Alfredo!
Horacio le estaba contando su versión de los hechos a su colega Damián, que había cruzado a curiosear. Mario pensó que pronto todo se habría difundido por el barrio, fantásticamente deformado y por ello tanto más creíble.
Iba cerrando la marcha, y Tito se retrasó para hablar con él.
—Gracias por la Virgen.
—Gracias por arriesgarte por mi papá.
En la esquina, Horacio gritaba:
—¡Mario y Tito: dos potencias!
Y Alfredo le hacía coro:
—¡Al rescate, los valientes!
—Tu papá y yo —dijo Tito— tuvimos los dos la misma visión, en el momento culminante. Y no lo sabíamos, nos enteramos comentándolo ahora mientras desayunábamos.
—¿Una visión?
—Sí. No. Es difícil explicarlo. Quiero decir que pensamos lo mismo. Y fue que aunque parecía que nos iban a matar, igual quedaban muchos caminos abiertos, ¿sabés por qué? Por ese sueño que nos contaste hoy: que Racing iba a salir campeón.
—Qué curioso. Yo también lo recordé, y también me ayudó.
Un silencio. Frías, Natalio y don Martín ya habían llegado a la puerta de la iglesia, y se volvieron a mirarlos, esperándolos. Ellos se habían retrasado un poco, y Mario aprovechó para sacarse una duda.
—Fue providencial que hoy te quedaras hasta más tarde. ¿Por qué lo hiciste?
—No sé. Por nada. Debo de haber tenido una inspiración.
—¡Pero no seas macaneador, Tito! ¿Te creés que no sé que te gusta Lidia? Fuiste a lo de don José buscándola a ella, ¿no es cierto? ¿Sabías que es la nieta?
—No, no sabía nada, ¡te lo juro! Sos como un hermano mayor para mí.
—¿En serio? Nunca me lo habías dicho.
—Gracias por la Virgen, y por la escalera. No olvidemos la escalera.
Mario habría querido preguntarle: ¿la querés de verdad? Pero ya habían llegado, y no había tiempo; además, si la quería o no, era cosa de Tito y de Lidia, no de él. El pequeño escuadrón se había reunido en la verja de la capilla. Mario, hablando más atropellado que nunca, esbozó la estrategia que seguirían:
—Iremos por la izquierda, de ese modo vamos a pasar por debajo del balcón de las monjas, y no podrán vernos. Al único que pueden reconocer es a mí, por eso voy a ir separado, atrás. Vos Tito metete por la derecha, hasta los primeros bancos: ahí dejé a Lidia, que está disfrazada de monja y acompañada de una monja de verdad que parece una china y está colaborando con nosotros. Sacala inmediatamente y esperanos en el kiosco. —Tito entró sin más. Se les reunió Horacio, que venía sin aliento. —Qué suerte que viniste: vamos a necesitar a alguien de veras corpulento. Escuchen: la idea es apoderarse de don José y enfilar para la salida, sin contemplaciones. Creo que va a beneficiarnos el factor sorpresa: la Virgen que les mandé hace un rato todavía sigue en el altar, por un desfasaje del tiempo. Es posible que la desaparición se produzca en cualquier momento, y podemos aprovechar el desconcierto. ¿De acuerdo? ¡En marcha!
Un minuto después ya habría sido tarde. No bien entraban en la atmósfera cargada del interior (la respiración de los asistentes había estado condensándose, y los kilómetros de tubo dorado estaban completamente mojados, dándole a toda la decoración un aire orgánico) estallaba la marcha nupcial, y aparecía, directo de las bambalinas del altar, la novia, formidable en su estructura blanca; un velo le cubría la cara. La locutora por los parlantes anunciaba la presencia de un juez, famoso coimero (¡se lo tenían todo pensado!), que, además de formalizar el matrimonio civil al mismo tiempo que el religioso, rubricaría las actas notariales de la entrega de las reliquias sagradas (los huesos de la mano derecha) de Peperino Pómoro, el Mártir de la Patagonia. Mario comprobó que sus amigos, precedidos por la masa intimidatoria de Horacio, se abrían camino a buen paso. A Tito lo había perdido de vista. Cuando estuvo a la altura de la mitad de la iglesia la pirámide de ataúdes dejó de obstruirle la visión del altar, y pudo ver cómo introducían a don José. Caminaba, y sin que lo guiaran, pero era evidente que estaba drogado. No tuvo que preguntar con qué: estaba empapado de pies a cabeza, el sobretodo chorreante como si hubiera caminado una legua bajo la lluvia. Lo habían bañado en té, para que el efecto fuera más rápido. Ya entraba en el altar cuando una monja se puso en puntas de pie a su espalda para vertirle una última taza sobre la cabeza.
Costaba respirar, ahí adentro. Se abrían paso con relativa facilidad, apartando cuerpos exánimes, que se mantenían en pie por milagro, caras pálidas y sudorosas, viudas y huérfanos a los que sólo un extremado sentido del deber contenía. La acumulación de ceremonias simultáneas y contradictorias que habían maquinado las monjas para disimular sus intenciones había desorientado a todos.
Ya estaban en la primera fila. Lo esperaron.
—¿Atacamos? —dijo Horacio.
Mario vaciló, pensando en las pistolas de las monjas. Entonces, puntual y súbito, se produjo el “milagro”. La Virgen desapareció. Fue un escamoteo tan limpio que el aire que ocupaba la estatua quedó perfectamente vacío, sin humo, por un instante. Un grito unánime salió de todas las bocas. Todos los curas, monjas, monaguillos y funcionarios que llenaban el altar se dieron vuelta para mirar...
—¡Ahora!
Se lanzaron hacia don José, el único que no había percibido nada. Mientras subía de un salto los dos escalones de mármol, Mario tuvo un recuerdo perturbador: los ángeles. No había dicho nada de esta maniobra, porque no creía que tuviera importancia, pero se preguntó si su traslado se estaría operando al mismo tiempo. Volvió la cabeza hacia los techos... En efecto, en ese momento desaparecían.
Y entonces sucedió algo que fue inesperado hasta para Mario, algo que sugería una liberación de las imágenes y sus procesos. La pirámide estalló, los féretros volaron en todas direcciones, y en el vuelo se abrieron por los seis lados; adentro no había cadáveres, sino monjas, que en medio de la expulsión violenta por el aire (y algunas llegaban casi al techo altísimo de la iglesia) se abrían de piernas y parían un ángel dorado...
Eso ya fue demasiado. Horacio y Frías habían tomado a don José uno por cada brazo y se precipitaban hacia la salida, por el pasillo central, ahora despejado. Atrás, iban Natalio y don Martín. Mario se demoró para resistir a cualquier contraofensiva, aunque no la había. La Superiora, la única con la presencia de ánimo necesaria para tomar alguna iniciativa, había quedado fuera de combate: la onda expansiva la había proyectado hasta el fondo del altar, cabeza abajo, y sólo se veían sus membrudas piernas agitándose verticales, atrapada en el derrumbe inenarrable de su vestido. De modo que Mario corrió tras su padre. La iglesia entera era un pandemonio. Los cuerpos desinflados de las monjas caían entre la gente, las tablas de caoba de los ataúdes rebotaban en las columnas... Todos los que podían se lanzaban hacia la salida, y como ellos llevaban más impulso fueron de los primeros en ver la luz. Doblaron hacia la derecha sin aminorar el paso, rumbo al kiosco.
Allí los esperaban Tito y Lidia, ésta ya despojada del hábito, con su bolso y su bebé, como si nada hubiera pasado. Con un pañuelo habían secado la cara y la cabeza de don José, pero a Mario le pareció que había que hacer algo más radical para contrarrestar la acción del té. Sacó plata de la caja y se la dio a Damián, que seguía allí curioseando.
—Cruzá a Los Milagros y comprá una docena de medialunas de manteca. —Y a los otros: —Se las hacemos comer, y le van absorber el té.
Hubo un anticlímax.
—¡Hola don José! —saludaba Alfredo al pobre viejo zombi—. ¡Así que se nos casa! ¡Y no nos había dicho nada!
—¿Tuvieron problemas para salir? —le preguntó Mario a Tito—. ¿Y la monja “china”?
—La dejamos leyendo un Para Ti viejo. —Tito es un héroe —dijo Lidia. Mario los vio tomarse de la mano. —Vamos a casarnos —dijo Tito.
Natalio se sobresaltó.
—¿Están seguros? —dijo—. ¿No se están precipitando?
—Nos conocemos desde hace tiempo —explicó Tito—. Ella vivía en una casa tomada al lado de la verdulería donde trabajo, y hace unos días, cuando los desalojaron, le sugerí que viniera a dormir al Refugio.
—No me refería a eso —se explicó Natalio—. Quiero decir: ¿tienen los medios? Casarse cualquiera se casa, pero hay que pensar en lo material.
—Ya nos arreglaremos —dijo Tito.
—Yo necesito poco —agregó ella.
—Por ahora vamos a vivir con mis padres. Después, ya veremos.
Mario, que seguía este diálogo con los ojos entrecerrados, incubaba un océano de dudas. No tenía la tranquilidad de ánimo necesaria para contemplarlas y resolverlas en su debido orden, pero, a priori, el conjunto le parecía sospechoso. Tito no era un héroe (a otro perro con ese hueso): era un enigma, aunque no más ni menos que el resto de la gente. Quien más, quien menos, todos encarnaban la profunda intriga de la rutina, del empleo cotidiano del tiempo, y sobre todo de cómo emplearlo para ganarse la vida. Esta mañana, Lidia había sido para él la flor profunda de la aventura; ahora la veía en una trama de matrimonio, de supervivencia, hasta de sordidez. Pero los dos estadios estaban demasiado cercanos, la transición era demasiado brusca. Tito no era un romántico; ¿lo movería el interés? El interés movía el mundo... Claro que Lidia también podía tener su interés, y muy concreto, y en ese sentido Tito era un objeto tan adecuado como cualquier otro. Ya podía verla, casada con este muchachito vulgar, teniendo más hijos, “arreglándoselas”, haciendo la comida, lavando la ropa. Todo era posible. No sería ni más ni menos que tantas otras chicas que llegaban a buen puerto, con el marido que se merecían.
En el fondo, era una cuestión de “traducción”. La traducción que daba sentido a las cosas y los hechos siempre era imperfecta, incompleta. Pero sobre ella velaba la traducción perfecta, como garantía de los depósitos de sentido.
Todo lo asombroso y fantástico, las genialidades y heroísmos, extravagancias y milagros, debían traducirse (y lo hacían sin que los obligaran) a lo cotidiano y corriente, para que tuvieran sentido; de hecho, ésa era la prueba de que habían tenido sentido originalmente. Porque eso, y no otra cosa, era el sentido: su traducción. Cuanto más sentido había, y cuanto más se consumaba la traducción, más ridículo y humorístico parecía todo; aunque en el fondo era melancólico, ya que se trataba de la vida que se gastaba sin remedio; pero ni siquiera quedaba el consuelo de que luciera su melancolía, porque el proceso creaba una euforia loca, y se resolvía en carcajadas casi idiotas. Todo se anulaba en la realidad de siempre. “Todo” si la traducción era perfecta, si no quedaban restos, para lo cual parecía necesario hacer un gran gasto de pensamiento, y la acción no siempre daba tiempo.
Podría decirse que para Mario ésa era la enseñanza de lo que había pasado. La estaba viviendo en carne propia. De segundo en segundo se precipitaba a la traducción perfecta, y el mundo (la mañana) no tardaría en mostrarle su cara lisa y pulida, una porcelana de colores.
A todo esto Damián ya había vuelto con las medialunas, y don José las masticaba y tragaba una tras otra. La terapia salvaje dio resultado: el viejo empezó a reaccionar y a responder a las preguntas que le hacían Frías y don Martín. No tardaron en entablar una discusión técnica que dejaba indiferentes a los otros. Hasta que llegaron a la cuestión del paquete de plata. En efecto, era el botín con el que había huido el cajero el día anterior. El cajero había acudido al viejo maestro. A la medianoche habían tenido una larga explicación, a resultas de la cual el dinero quedó en manos de don José, y el cajero recibió un pasaporte y un pasaje a Suiza, gentileza de las monjas (eran papeles diplomáticos, sustraídos a los funcionarios de la UNESCO que habían venido por la capilla). La negociación fue lo que precipitó los sucesos, y la Superiora decidió adelantar la boda. ¿Pero por qué lo había dejado en el kiosco? Porque no creía que fuera a salir vivo de la ceremonia, y como casualmente se había enterado de que su nieta... A propósito, ¿dónde estaba?
Se la mostraron. Lidia se puso de pie y fue a abrazarlo:
—¡Abuelito!
—¡Lidita! ¡Qué grande estás!
Fue una pequeña escena conmovedora. Lo que no quedaba claro era que lo hubiera dejado en el kiosco...
—Es que anoche me encontré con esa profesora de piano de aquí a la vuelta, y me dijo que Mario y Lidia se iban a casar, entonces pensé que llegaría a sus manos de todos modos.
Mario soltó la risa:
—¡Pero no, don José! ¡Entendió mal! Es cierto que los dos nos vamos a casar, pero no entre nosotros. Ella se va a casar con Tito, yo con Rosita.
La Profesora, como era su costumbre, había provocado un malentendido. Por suerte todo había terminado bien. Don José aportaba ese dinero como dote a su nieta, y además le ofrecía su casa a la pareja (Tito, muy contento); él conservaba, si Frías estaba de acuerdo, su trabajo en Divanlito: con el sueldo, y su jubilación de bancario, le alcanzaba y sobraba para sus necesidades.
—¿Y con las monjas, qué hacemos? —preguntó Natalio volviendo la vista hacia los muros de la Misericordia.
Miraron a don José, que dijo:
—Yo lo único que quiero es vivir en paz. ¿Qué dice usted, don Martín?
—No intentarán nada por un tiempo. Comparto su opinión: dejémoslas en paz.
Don José no había opinado eso exactamente, pero lo dejaron pasar, porque la idea se entendía.
—Pero habrá que estar atentos —dijo Frías—. Estoy seguro de que tarde o temprano se les ocurrirá algo nuevo. No hemos ganado la guerra: sólo una batalla. La guerra es eterna.
Con estas palabras, más proféticas de lo que él mismo creía, se hizo el silencio. Mario miró su reloj y se quiso morir: las once y media. Qué asombroso el modo en que había volado la mañana. Y seguían todos reunidos, como en la “tertulia” entre las siete y las ocho, como si las discusiones se hubieran prolongado. Era la hora muerta, previa al cierre. La despedida. La dispersión. La señora que estaba comprando el diario cuando llegaron, y que se había quedado escuchando muy interesada, pagó al fin (Alfredo hizo el gesto de darle el cambio pero Mario se le adelantó, retomando sus funciones tras el largo paréntesis) y se fue. Don Martín dijo que su esposa lo esperaba con el almuerzo; Frías había dejado dos horas vacío su escritorio en la fábrica. Alfredo recogió la correa de Bambú; milagro que la madre no hubiera venido a ver por qué se demoraba tanto... No, no era un milagro porque ahí estaba, enfrente, esperando que cambiara el semáforo para cruzar y conversando mientras tanto con Damián, que había sido el primero en despedirse, junto con Horacio: los porteros, que no hacían nada en todo el día después de baldear la vereda, siempre estaban apuradísimos, siempre yendo de un lado a otro. Horacio se había detenido a hablar con los empleados de las cocheras de enfrente, seguramente difundiendo, igual que su colega Damián, una versión personal de los hechos.
Por último, don José invitó a Lidia y Tito a almorzar a su casa.
—Tendré que improvisar algo —dijo disculpándose—: no tuve tiempo de hacer las compras.
Salieron, junto con Frías y don Martín, que también se iban, de abajo del alero del kiosco... y entonces oyeron una voz horrible, que sonaba a la vez muy cerca y muy lejos, y los congeló a todos, no sólo a ellos sino a la madre de Alfredo y a Damián, a Horacio en la puerta de las cocheras, y a la multitud que seguía agolpada en la puerta de la iglesia:
—¡José, entregate!
¿Eh? ¿Qué? ¿Quién? ¿Adónd...? Alguien lo descubrió y todos los demás, en cadena, siguieron su mirada y señalaron: ¡Allí! ¡Allí! Mario salió del kiosco corriendo, fue al cordón de la vereda y alzó la vista. Era en el techo del Liceo de la Misericordia, sobre el borde superior de la fachada. Recortada contra el cielo azul, en equilibrio precario, se perfilaba la novia más horrenda que hubiera podido salir de las pesadillas de un novio arrepentido. Era ella, Lilí, la Reverendísima, espeluznante de odio y decisión, jugándose una carta definitivamente última. A su alrededor flotaba, como una nube maltrecha, el vestido blanco, todo desgarrado, los tules en tiras, los tubos desinflados, las turbinas abolladas. El velo había volado, dejando visible su cabezota de bruja, los ojos desorbitados, la boca en un rictus de loca. En la mano izquierda, un Magnavox. Este aparato fue el primer motivo de alarma; le permitía hacerse oír a cien metros hablando en susurros, ¡y aturdía! La voz procesada por su amplificador llenaba todo el espacio, con el resultado de que parecía brotar de cada conciencia. Un aparato tan sofisticado daba la medida de sus recursos...
Y en la mano derecha tenía algo, algo temible a priori, aunque a la distancia se veía como un inofensivo control remoto de televisión. Podía ser cualquier cosa: una pistola de rayos, un aniquilador, un transmisor de té atómico... ¿Qué límites había para la tecnología de última generación? ¿Cuál era la última generación? (Las monjas eran la última generación, y su tecnología era el tiempo.)
—¡Entregate! —repitió.
Tanta fue la sorpresa que no atinaron a sacar a don José de su radio de tiro. No hicieron nada, se quedaron mirándola embobados.
La amenaza se reveló no tan instantánea, pero más temible en el fondo, más paralizante por espectacular y grandiosa.
—¡Entregate, José...! —dijo la Madre-Lilí por tercera vez—, ¡...o voy a buscarte!
De la garganta de don José salió un grito aterido:
—¡No! ¡Nunca!
Ella pareció oírlo pese a la distancia porque levantó la mano derecha, decidida a actuar. Apuntó con el pequeño aparato a un lugar entre los árboles del jardín cerrado a su izquierda. Todas las miradas siguieron esa dirección; no se veía nada, pero empezó a oírse un ruido, un “klang, klang”, que a Mario le resultó conocido. No tuvo tiempo de decirles a sus amigos lo que creía que era, porque las copas de los árboles se agitaron, movidas por una presencia poderosa, y por encima del muro apareció una cabeza descomunal, una cabeza de monja... La sospecha de Mario se confirmaba: era el Monjatrón jardinero. Los ruidos metálicos de sus pasos se acentuaban, acompañados de intensos zumbidos. Ya se veía la cara de porcelana blanca, los ojos rosados, dos lámparas láser encendidas en pleno día, los hombros del tamaño de un colectivo visto de frente. Iba directo al muro. ¿Cómo saldría?
Lo hizo del modo más simple y brutal: arremetió. Todo metales de alta densidad, fortaleza gravitatoria en forma de monja, energía de avance a toneladas, el muro no se le resistió más que un shoji de celofán: estalló en una nube de escombros y el Monjatrón dio un paso en la vereda, donde se detuvo. Hubo un “ah” de espanto al verlo surgir de cuerpo entero. La masa debía de ser equivalente a la de dos elefantes superpuestos. La sotana, un telón de teatro de ópera, caía en pliegues flotantes, que se agitaban realmente pero no por acción de la brisa o el movimiento sino por simulacro programado, porque era de micropuntos de cromo negro unidos por acero líquido. Los brazos eran muy largos y le daban un aire simiesco. Aquí había un detalle que Mario no había notado en el primer encuentro: los brazos no terminaban en manos sino en instrumentos de horticultura: el derecho en una azada, el izquierdo en un rastrillo.
El estallido del muro había proyectado esquirlas de mampostería hasta la mitad de la avenida. Algunas habían caído sobre autos que pasaban, y uno de los conductores, al que un ladrillo suelto le reventó el parabrisas, perdió el control de su vehículo, hizo un trompo y provocó una colisión múltiple. El tránsito quedó bloqueado, y un coro fenomenal de bocinas hizo la banda sonora de toda la escena siguiente. Los balcones de todos los edificios de enfrente, incluida la gran torre de Horacio, se habían llenado de espectadores. Por las calles laterales venía más público, y no tardarían en acudir las fuerzas del orden de la comisaría treinta y ocho.
La primera en reaccionar fue Lidia:
—¡Corré, abuelito! ¡Te va a agarrar! —gritó con voz aguda.
Pero ¿adónde correr? ¿Adónde meterse? Al Monjatrón, era evidente que no lo detendría nada, ni paredes ni distancias. Y don José, viejo y cansado, no era de los que corrían. Pero tampoco podía esperar el rastrillazo del doppelgänger fatal. El Monjatrón dio un paso... klang, klang... en la dirección errónea. La Madre, en el techo, agitaba frenética el control remoto, apretando todos los botones. Su monstruo dio un cuarto de vuelta chirriante, enfiló hacia la calle, tropezó con uno de los coches de la funeraria estacionados (¡botón, botón, botón!), levantó una pierna y le dio un pisotón ciclópeo en la capota; otro paso, estaba en la calle, giró hacia el lado del kiosco y su presa, ¡klangggg...! La vuelta fue excesiva: quedó mirando hacia el boquete del muro. Con toda clase de crujidos, zumbidos y chillidos comenzó a rectificar la posición... Era obvio que Lilí estaba aprendiendo a manejarlo sobre la marcha. Lo que les daba un lapso providencial para preparar una defensa, aunque era difícil imaginar cuál podría ser eficaz, contra semejante enemigo.
—Tengo una idea —dijo Frías—. Es arriesgada, y no sé si funcionará, pero, ¡a grandes males, grandes remedios! Hace muchos años Divanlito mandó construir unos robots publicitarios que, si no me equivoco, tenían la misma tecnología que este Monjatrón. Los hizo un sabio loco del barrio, Phillipe Lamarque de Panzoust, que vivía en la mansión donde ahora está la plaza. Lo apodaban Neurus, y fue el modelo de un personaje de historieta...
—Sí, ya sé —dijo Mario, impaciente.
—Esos peleles se conservan en el depósito, y hay uno de tamaño como para hacer frente a este monstruo...
—¿Podrá hacerlo andar? —preguntó don Martín sin apartar la vista del Monjatrón, que había dado vuelta de una patada a uno de los autos accidentados.
—Ya veremos —dijo Frías, y salió corriendo hacia la fábrica.
Lo hizo rápido, pero no tanto como para que mientras tanto el Monjatrón no tuviera tiempo de enderezar su marcha y empezar a caminar, con pasos que resquebrajaban el asfalto, hacia el grupito atónito frente al kiosco.
—¡Rajemos! —gritó Alfredo.
—No, esperen —dijo Mario—. Si la vieja loca nos ve correr, lo va a poner en cuarta y va a haber una hecatombe.
En efecto, la avenida estaba cubierta de autos detenidos; una decena se interponía entre el Monjatrón y ellos. Al llegar al primero lo dio vuelta de una patada. Los conductores maniobraron desesperadamente para salir por Bonorino; los que no pudieron optaron por salvar la vida abandonando el vehículo (total, el seguro pagaba los daños). El avance pausado del robot les daba tiempo; si hubiera acelerado, quién sabe qué destrozos y matanzas habrían tenido lugar.
—¿Qué hacemos, entonces? —dijo Natalio.
Mario miraba nerviosamente por encima del hombro en dirección de la fábrica.
¡Klang!
¡Klang!
Un paso más... Otro... ¡Crash! Un Duna que volaba por el aire v quedaba posado en el techo del Refugio. ¡Klang!
—¡Mario!
Era Frías, que salía corriendo del salón de Divanlito, él también con un control remoto en la mano. Mario se le reunió a medio camino. El pandemonio de los autos era fenomenal, pero al menos esa media cuadra se había vaciado, de ese lado (algunos habían doblado, otros se habían subido a la vereda de enfrente).
—Está allí —le dijo Frías señalando el frente vidriado del primer piso, encima del salón—. Esperemos que funcione. Hace treinta años que junta polvo.
Bajaron a la calle y Frías apuntó el aparatito y pulsó un botón. Volvió a apretarlo una y otra vez, porque no parecía que pasara nada. Mario miró a su izquierda: el Monjatrón ya estaba a un paso del grupo, que seguía inmóvil.
Y entonces... estalló el frente de Divanlito, y una figura gigante saltaba a la vereda. La nube de cristal pulverizado lo veló durante el primer momento. Cuando los espectadores armaron en la percepción su figura ridícula, nadie pudo reprimir una sonrisa, pese a lo dramático de los momentos que se vivían. Era “El Dormilón”: el cuerpo fláccido vestido con un pijama arrugado, el saco desprendido sobre la panza, un gorro de dormir torcido en la cabeza, sin afeitar, con los ojos hinchados de tanto dormir. Su siesta había durado décadas, y ahora se despertaba al mediodía, el Sol lo cegaba. Varillas y placas de vidrio se deslizaban por sus hombros, hasta sus pies calzados en pantuflas con pompón. Pero, a pesar de su aire humorístico, era un adversario a la medida del Monjatrón: él también tenía cuatro metros de alto, también era un tecnobot de metales líquidos. Y no había tiempo para admirarlo o reírse de sus bostezos y desperezos programados. Frías no les daba tregua a los botones, descubriendo cuál movía los brazos, cuál las piernas, cuál lo hacía girar, cuál avanzar. Todo aprendizaje lleva tiempo, y ahora lo que no había era tiempo. Mario creyó que podía hacerlo mejor y quiso manotear el control remoto, pero Frías lo conservó, estirando el brazo para un costado. Parecían dos chicos peleándose ante el televisor. Faltaba que uno dijera: ¡es mío! y el otro: ¡prestámelo, vos lo tenés siempre! Sea como fuera, Frías lo había puesto en marcha, y ya se dirigía hacia el Monjatrón. Don José y los otros se habían escapado corriendo, justo a tiempo, y contemplaban la escena desde el fondo del kiosco.
Los dos robots se enfrentaban, en la calle. Allí arriba del Liceo Lilí había soltado el Magnavox y se concentraba en el control remoto. Frías, lo mismo. Una batalla de titanes mecánicos, teleguiados.
El Monjatrón levantó el rastrillo. Iba a asestar el golpe sobre el hombro de su contrincante, pero el Dormilón se desperezó de prisa y fue tanto lo que se estiró que el rastrillazo pasó de largo. De inmediato venía un golpe con la azada, para arrancarle la cara; el Dormilón bostezó y la azada dibujó una media luna en el vacío dentro de la boca abierta. El Dormilón pasó al ataque, lanzándose con un abrazo de oso y pasos de borracho sobre el Monjatrón, que retrocedió un paso, dos... la calle se sacudía, los autos detenidos bailoteaban con ruido de latas, la gente se tomaba del vecino para no caerse. Los dos gladiadores retrocedieron un paso. A Lilí y a Frías se les ocurrió simultáneamente captar la espalda del otro, y los muñecos empezaron a girar. Por sorpresa, el Monjatrón le asestó una patada en la ingle al Dormilón. Hubo un momento de suspenso (como si tuviera genitales de verdad)... El Dormilón, doblado en dos, le asestó tremendo cabezazo al Monjatrón a la altura del ombligo. De inmediato, un uppercut. ¡Klang! La imaginación, que no deja de trabajar ni siquiera ante la realidad más palpable, se las arreglaba para ver en ellos seres vivos: una monja, un vecino sacado de la cama... Era tan escandaloso ver que un hombre le pegara una trompada a una monja como que una monja quisiera decapitar con azada y rastrillo a un inofensivo señor en pijama. Pero eran dispositivos mecánicos, simulacros gigantes. Se habían recalentado, y a cada movimiento sonaban tantos “¡klang!” que aturdían. De pronto cayeron uno sobre el otro y se sacudieron con furia, en un tango de montañas. Volvieron a separarse: ¡klang! ¡kling! Había llegado la policía, pero no podía hacer nada, salvo hacer retroceder a los curiosos y activar la huida de los autos por la calle Bonorino. En su ceguera de máquinas, los dos Titanes en el Ring obedecían a las ondas electromagnéticas que disparaban Frías y Lilí, y como ellos lo hacían un poco al azar, tratando de adaptar los programas de las efigies a un combate para el que no estaban hechos, la batalla se volvía incongruente: uno carpía, rastrillaba, sembraba y podaba, el otro bostezaba, se desperezaba... Frías descubrió un movimiento que podía serle útil: el clásico puñetazo de arriba hacia abajo para aplastar el despertador. Lo aplicó sobre la cabeza del Monjatrón. ¡Klang! El Monjatrón tenía un fumigador antigorgojo a presión en la boca: Lilí esperó a que el Dormilón bostezara, y le mandó un chorro de catorce mil atmósferas de gamexane. Ni por ésas. Volvían a girar...
Un tremendo aleteo mecánico distrajo todas las miradas. El techo a dos aguas de la capilla se había plegado hacia arriba, dejando salir un verdadero geiser de incienso rumbo al cielo. Evidentemente en el interior se había acumulado demasiada presión. Detrás del incienso brotaron los angelitos, y quedaron flotando en el aire un momento, antes de reunirse en un giro, como una bandada de estorninos que capturaba en su oro una miríada solar... ¡Y se lanzaron hacia el escenario del combate! Los testigos habrían jurado que cada angelito venía sonriendo. Se interpusieron entre los dos robots, los envolvieron en una ronda vertiginosa, y pasó algo inesperado. El Monjatrón y el Dormilón se adelgazaron hasta volverse chatos como láminas. Un intenso olor llenó la calle, un olor nunca sentido antes por ningún ser humano. ¿Sería el olor de los átomos? Y las dos figuras comenzaron a elevarse, en el aire blanquísimo del mediodía, ingrávidos, rodeados por los angelitos atorbellinados.
Se elevaban, ondulando, ya puras láminas. La liviandad máxima que sugerían indicaba un máximo de contigüidad con el aire (inversa a la transparencia). Ya no debían ponerse de un lado o de otro para que se los viera de frente o de perfil o de atrás, de arriba o de abajo. Ni respondían a sus mandos ni se peleaban. Ya estaban a veinte metros del suelo, a treinta... La distancia los hacía pequeños, reconciliados. Los angelitos ya se veían como puntos de oro, un puro vórtice móvil. El Dormilón y el Monjatrón se acercaron hasta tocarse, y cuando se separaron, en los ritmos del aire, desplegaron una larga cinta celeste y blanca que decía RACING CAMPEÓN. Una gran exclamación recorrió a la multitud, la exclamación se transformó en risas, en aplausos, y fue la verosimilización definitiva de la aventura. El fútbol era la realidad infinita que los abarcaba a todos, el Gran Sueño que daba continuidad a sus días y densidad narrativa a sus vidas. Era en definitiva el triunfo del fútbol, y en su apoteosis se revelaba que no había por qué temer a las monjas, porque hicieran lo que hicieran, en su militancia elitista contra el empleo del tiempo popular, en el fondo contribuían a ese triunfo. Con esta tranquilidad, ya inquebrantable, cada cual volvió a sus cosas, con prisa por recuperar el tiempo perdido, el tránsito se reanudó en la avenida, los deudos del funeral se embarcaron en los autos negros, la Superiora desapareció... Mario había contemplado los últimos avatares medio dormido, y a Natalio también se le cerraban los ojos: la siesta urgía. Empezaron a cerrar el kiosco con los movimientos habituales. Entonces sí fue la despedida.
—¿Es el fin del mundo? —preguntó la madre de Alfredo.
—No. Es el fin de la mañana.
Del Grego salía un río de niños con guardapolvos blancos. Don José con la parejita ya estaba en la esquina cuando Mario se acordó de algo y llamó a Lidia:
—¿Qué fue lo que alzaste del suelo al salir de la celda?
Ella buscó en su bolso y sacó una cucharita.
—¿Vos también guardaste la tuya?
—Sí. —La sacó del bolsillo y se la mostró: idénticas, de plata, con los característicos tubos Panzoust miniaturizados enroscándose en el mango. Era admirable la coherencia estilística del mundo de las monjas.
—Son un bonito recuerdo, ¿no? —dijo Lidia—. Yo la voy a guardar para siempre.
24 de abril de 1995