EPÍLOGO
Venecia, enero de 1860
Pocas veces la nieve había cubierto la plaza de San Marcos, pero un manto blanco había sepultado el suelo de piedra volcánica y de complicados dibujos geométricos. Ángela Murray se removió inquieta en la silla del salón chino del Caffé Florian. Movió el té con la cucharita de plata, su cita se retrasaba.
—Señora Murray —escuchó a su espalda. Un hombre, ataviado con un abrigo de paño oscuro y un rostro aguileño, se situó ante ella—, un placer conocerla —dijo, y besó su mano en un gesto galante. Después se sentó frente a ella y pidió al camarero que le sirviera otro té.
—Lord Norfolk —dijo Ángela.
—Señora Murray, me ha decepcionado. Creí que sería más eficiente y gracias a su obsesión amorosa por el capitán Burke ha desaprovechado una gran oportunidad para mí. ¿Qué debería hacer, señora Murray?
—Lord Norfolk, le juro que haré todo lo que usted me ordene —dijo, desesperada. Ese hombre le provocaba escalofríos.
—No lo dude, señora Murray, pero para usted ya es demasiado tarde. Su incompetencia nos ha llevado a que el comandante Akerman fuera arrestado por el mayor Shorke. Ese hombre nos ha delatado y ahora conseguir nuestros propósitos no será tarea fácil. En breve, la Compañía dejará de existir y pasará a ser una colonia británica. ¿Sabe lo que ha hecho?
Ángela asintió sin atreverse a mirarle. Lord Norfolk pretendía arrebatarle el poder a la Compañía de las Indias Orientales. Para conseguirlo, había creado otra compañía llamada la Compañía Inglesa de Comercio para las Indias Orientales. Su plan era desestabilizar el poder existente y alzarse como nuevo dueño de la mayor empresa comercial del mundo. Y ahora, gracias al mayor Shorke y sus informes sobre cómo remediar una rebelión en la India, el monopolio comercial ya no sería posible, ahora la India pasaría a ser una colonia británica. Eso significaba que ya no tenía ninguna posibilidad de controlar el comercio, ahora lo haría la corona.
—Señora Murray —dijo, se puso en pie y besó su mano. Ángela no pudo disimular el temblor que la embargaba de pies a cabeza—. Ha sido un placer.
Un hombre entró en el salón chino del Caffé Florian cuando lord Norfolk se marchaba. Fue rápido y silencioso, la señora Murray ni siquiera tuvo tiempo de terminar su té.
Nebraska, enero de 1860
Ahisma no terminaba de acostumbrarse a la nieve ni al frío de esa región. Narayan había conseguido trabajo, gracias a una recomendación del señor Carter, en un rancho de un conocido suyo. Cuando le escribió a Vera contándole qué había ocurrido y dónde estaban, su amiga, así la consideraba, le había pedido al señor Carter que los ayudara. A Narayan se le daba bien los caballos y en un pequeño rancho de Nebraska necesitaban a alguien que se encargara de ellos. Al principio, la gente del pueblo los había mirado con desconfianza, pero poco a poco, gracias a sus dotes de curandera se había ganado la amistad de la mayoría. El señor Carter le había enviado un par de libros de medicina que Ahisma se había estudiado de memoria. Se acarició el vientre, muy pronto escucharía las risas de su hijo. En esa tierra no importaba la casta, y su hijo o hija sería libre de esa lacra. La primera contracción la dejó sin respiración, pero el momento muy pronto llegaría. No estaba nerviosa, sabía muy bien qué debía hacer.
—Narayan —dijo, cuando lo vio cepillar a un pequeño potro.
—¿Estás bien? —Ella disintió con una forzada sonrisa, la segunda contracción la dobló en dos—. ¡Ahisma! —gritó.
—No te asustes —le dijo con cariño y acarició su rostro—. Es normal, llévame a casa.
Diez horas más tarde, los llantos de una niña acallaron el dolor y la desesperación de Narayan. Ahisma miró a su familia y su corazón se contrajo de felicidad.
Acuartelamiento de Meerut, enero de 1860
Vera había llamado a la puerta de la biblioteca. Desde que su esposo había sido nombrado comandante de Meerut estaba demasiado ocupado. Su sobrina, como llamaba a la hija de Margaret, la acompañaba impaciente. La niña le había hecho una galleta con forma de tigre y quería regalársela a su tío. La verdad es que habían acabado con la paciencia de la cocinera y con las existencias de harina. La niña llevaba el vestido manchado igual que el pelo. Vera tampoco tenía mejor aspecto, estaba toda cubierta de masa dulce de galletas y algunos mechones de su pelo tenían una fina capa de azúcar.
—¿Podemos pasar? —preguntó la niña con autoridad.
La hija de Margaret era una niña resuelta y nada tímida.
—Claro que sí…, pero, ¿qué os ha pasado? —preguntó conteniendo la risa Owen.
—Una dura batalla en la cocina.
Owen miró a su esposa, si no fuera por la presencia de su sobrina, habría retirado toda esa masa de galletas de su esposa de una manera que ninguno olvidaría en mucho tiempo.
—Tío Owen —dijo la pequeña y se encaramó a las piernas de Burke—, te he hecho una galleta con forma de tigre.
—Es preciosa, ¿tiene dientes?
—Claro —respondió la niña como si Owen fuera demasiado pequeño y no se hubiera dado cuenta de algo tan obvio.
—Muchas gracias, me la comeré con el té. ¿Le has hecho otra a tu primo?
—Tío Owen, Izan no tiene dientes, no puede comer galletas.
—Es cierto, pero tiene ojos, ¿por qué no vas a enseñarle esta preciosa galleta?
Vera esbozó una sonrisa y alzó una de las cejas al ver cómo Owen se las ingeniaba para enviarla a la habitación de su hijo. La niña se bajó de sus rodillas y con pasos rápidos salió del cuarto. Vera se acercó a la puerta y la cerró con llave.
—¿Qué estás tramando, comandante?
—Un ataque frontal, aquí —dijo, y acarició el cuello de su esposa—, aquí —esta vez, acarició su cintura—y aquí. —La atrajo hacia él y la besó.
—Owen, gracias —dijo su esposa con los ojos cargados de amor.
—¿Por qué?
—Por todo esto.
—Vera, soy yo el que debería darte las gracias, me salvaste de un destino terrible y liberaste a mi corazón del peso del odio. ¿Vera Henwick, creería posible que le diéramos un hermano a Izan?
—Lo estoy deseando, comandante Burke.
Fin