Mi obcecación por encontrar el prendedor nos llevó a la oficina de objetos perdidos:

–¿Piensas reclamar un objeto que no has visto nunca? – inquirió Daniel.

–Sí.

–Tendrás que dar algún dato, alguna característica.

–Si la persona que se lo envió lo hizo siguiendo el encargo de Jana, el prendedor será de una libélula, la volvían loca las libélulas. Como verás, tiene varios broches de esas características -dije, abriendo el joyero y mostrándolos-. Tengo la corazonada de que el prendedor está relacionado con lo sucedido.

Cuando pregunté por el broche, y tras describir su forma de libélula, el encargado supo al instante a cuál me refería:

–Es un broche precioso y el cristal del que está hecho, según me dijo una compañera, es de Murano. Parece una pieza de artesanía. Me sorprendió que lo entregaran, la verdad. ¿Llamó usted hace una hora?

–¿A qué se refiere? – pregunté sorprendido.

–Recibí una llamada preguntando por el mismo objeto. Se identificó como el marido de Jana Bonet; curiosamente, la misma persona que usted dice ser. Le comuniqué que, para retirarlo, debía entregarme la documentación. ¿La trae usted?

–¡Por supuesto! – dije tendiéndosela.

Ni tan siquiera esperamos a llegar a casa para examinar la libélula. Nos sentamos en una de las cafeterías del aeropuerto y, como dos chiquillos ante un nuevo juego de intriga, observamos ensimismados el broche de cristal de Murano, color añil.

Lo levanté instintivamente y dejé que la luz de uno de los focos incidiera en él. Al hacerlo, un reflejo azulado se proyectó sobre el techo.

–Ves, eso es lo que produce el reflejo -dijo Daniel, señalando con su dedo meñique el centro del abdomen del insecto de cristal-. Es un prisma. Hay un pedazo de prisma dentro de ese bicho. Es un trabajo maestro -continuó mientras observaba con detalle el interior del abdomen.

–¿Qué crees que tiene dentro de la cabeza la libélula? – le pregunté acercándoselo.

Daniel sacó de su mochila las gafas de presbicia y lo miró con detenimiento…

Capítulo 21

Después de permanecer unos minutos más en el aeropuerto, nos encaminamos a la casa de mi amigo Josep, el zapatero. Éste asomó la punta de su nariz por la mirilla y, después, tras un instante de silencio total que pareció dedicar a olisquearnos desde dentro, miró a través de ella por los gruesos cristales de miope que cubrían sus ojillos de topo. No tuve que decirle mucho, sólo entregarle el prendedor, que él observó provisto de una pequeña lente de aumento que colocó en su ojo derecho. Hacía tiempo que no nos veíamos, desde que marché de la Ciudad Condal y me instalé en Madrid. Sin embargo, y a pesar de que nuestra relación siempre había sido tan estrecha como privada y desconocida por todos, y a pesar de que nunca habíamos perdido la comunicación, no hizo comentario ni reproche alguno al distanciamiento que había habido por mi parte. Tampoco a que un desconocido me acompañase, algo que jamás hasta ese día había sucedido. Siempre nos habíamos visto a solas.

Cuando el símbolo del número comenzó a aparecer en las fachadas de las casas, mi carácter se trasformó, y las opiniones y conjeturas de Josep respecto de su significado y de la postura que yo debería tomar ante los acontecimientos nos fueron distanciando hasta hacer que dejara de verle y llamarle, evitando así enfrentarme con sus reproches y advertencias que cuestionaban mi comportamiento, situándolo al margen de lo que él consideraba correcto. Cuando le llamé por teléfono y le expliqué lo sucedido, describiéndole el broche y la forma del objeto que el insecto tenía incrustado en su cabeza, sólo dijo que fuese lo antes posible.

–Iremos a la galería, allí tengo lo necesario, eso creo, porque, si bien bajo casi a diario, el material que necesito para saber con exactitud qué tiene el bicho de cristal en su cabeza, y poder extraerlo sin que sufra ningún deterioro, hace demasiado tiempo que no lo utilizo. ¿Él es de fiar? – preguntó, levantando su puntiaguda barbilla en dirección a Daniel.

–Sí. De no ser así no lo habría traído.

–Pues no lo parece, la verdad, su aspecto es de progre, sin embargo, y a pesar de su indumentaria, parece un cura -dijo mirándolo inquisitorio.

–Lo fui -respondió Daniel con un gesto de sorpresa-. ¿Cómo lo ha sabido?

–Cosí y pegué muchas suelas de zapatos que encaminaron los pasos de muchos monjes. Pasé demasiados años junto a ellos, oyendo sus rezos, oliendo sus guisos… ¡cómo no iba a saberlo! ¿Cómo reconoce un ladrón a un policía? – preguntó mirándole, Daniel se encogió de hombros-. Exactamente, no hay respuesta. Es casi instintivo…, se le reconoce, sin más.

–Era el zapatero del convento de franciscanos en donde me crié -dije, añadiendo más información a las explicaciones incompletas de Josep.

Anduvimos detrás de él en silencio, observando cómo movía el prendedor entre sus manos, mientras emitía una especie de murmullo que se asemejaba a un rezo. Daniel caminaba detrás de mí por el pasillo largo, estrecho y demasiado oscuro que distribuía las estancias de la casa.

–Es toda una obra de artesanía. Minúsculo, demasiado pequeño, demasiado -dijo, tosiendo con fuerza sobre un pañuelo de tela, amarillento y arrugado, que sacó del bolsillo de su pantalón-. Disculpadme, es esta maldita humedad que siempre tienen los pisos bajos antiguos. ¿Y dices que este prendedor lo llevaba tu esposa cuando sufrió el desmayo que ahora la mantiene en coma?

–Exactamente -respondí.

–¿Le ha contado que le hice el mejor zapatero remendón de la zona? – dijo mirando a Daniel, que negó con la cabeza-. Era igual de tozudo que ahora. Cuando se enfadaba propinaba patadas al muro del patio del convento y sus zapatos pagaban las consecuencias de sus ataques de ira. El padre Manuel quiso que se enmendara de aquella pérdida de control y, como castigo, le obligó a ayudarme en los trabajos de zapatería que realizaba para el convento. Sentía debilidad por él. Lo mandaban todos los fines de semana conmigo. Aquí pasaba sábado y domingo, remendando y pegando suelas. Pero al señorito no le gustaban las suelas ni los remiendos, tampoco la electrónica; al joven príncipe le gustaban los muertos, los cadáveres y los jeroglíficos; como a su padre. ¡Qué tiempos aquellos! ¿Verdad, Enrique? – sonreí-. Bajemos pues -concluyó, levantando la trampilla del suelo que daba acceso al sótano-. ¿Dijo que su nombre era «Dios es mi juez»? – preguntó girándose hacia Daniel.

–Sí, exactamente. Me llamo Daniel, como el profeta hebreo.

–Es reconfortante hablar con personas que conocen el significado de sus nombres, hay que saber todo de uno. El suyo dice demasiado de usted, quizás sea juzgado por sus actos cuando menos lo espere -apostilló mientras encendía la luz del sótano.

Capítulo 22

El sótano ocupaba toda la superficie de la casa. Estaba dividido en dos partes, una para el almacenamiento de los materiales que Josep utilizaba para la reparación del calzado y otra donde se amontonaban los artilugios de relojería, piezas electrónicas y de radio, en una veintena de estanterías de metal. El suelo seguía siendo de tierra, sin enlosar, tal y como era treinta años atrás. Daniel comenzó a recorrer el habitáculo ensimismado. Mientras, Josep lo seguía sonriendo con malicia, encorvado en exceso, como si el techo no le diese para estirar su columna maltrecha y desviada desde siempre.

–Veamos qué tenemos dentro de este bicho de cristal -dijo, poniéndolo sobre la mesa de trabajo, bajo la luz de un potente foco, al tiempo que se colocaba una lente de aumento en su ojo derecho-. Parece una grabadora, pero no estoy seguro.

–¿Una grabadora?, pensé que era un transmisor -dije.

–Es una grabadora y en apariencia creo que es de este siglo. Aunque quizás, cuando lo saquemos, cambie. El tamaño del grabador es demasiado pequeño, y los aparatos a esta escala se construyeron recientemente. Los primeros que se hicieron fueron para los servicios de inteligencia. Pero éste, éste casi se podría calificar de nanotecnología. Para saber con exactitud de qué se trata tendré que romper el cuerpo de la libélula. No te puedo garantizar que al hacerlo el aparato no se destruya, es un riesgo. Si se rompe quizás no podamos saber para qué sirve, tú decides.

–Adelante -dije.

–Es un aparato muy sofisticado de grabación, y la forma en que ha sido confeccionado indica que está hecho con el fin de que nadie lo saque intacto si lo encuentra. Será difícil desmontarlo sin que sufra daños, pero lo intentaré. En el caso de que lo extraiga en buenas condiciones, no sé si podremos oír la grabación. Todo indica que para hacerlo debemos tener el macho.

–¿El macho? – inquirí desconcertado.

–Un aparato que recibe lo grabado aquí -dijo, señalando la cabeza del insecto-. No es una grabadora normal, tecnología punta -concluyó sonriente.

–¿Estás diciendo que una parte sin la otra no funciona? – pregunté.

–Exactamente. Pero no sólo eso, también se debe conocer la clave del macho para que éste funcione. ¿Sabe Daniel lo relacionado con la grafía del número pi? – preguntó mirándole.

–Le he contado parte de lo que me sucede -respondí.

–¡Parte! – exclamó-. No creo que con una parte tenga suficiente para saber dónde está metido. El símbolo del número pi está estrechamente relacionado con una organización que surgió en los años cuarenta, y ésta, con Enrique y su padre. Se dice que su fundador tomó el número como nombre de su grupo porque sus primeros dígitos coincidían con la fecha de su nacimiento: 3,1415. Catorce de marzo de 1915. No se sabe si 3,1415 era de nacionalidad española o extranjera. Sí, que operaba en la Península. Lo apodaban «el italiano». Se había introducido dentro de la mayor red clandestina de experimentación científica tecnológica mundial. Los miembros de esta red eran mercenarios de la ciencia, trabajaban sin preguntar ni conocer los límites o los fines de los proyectos o investigaciones para las que les contrataban, sin importarles las consecuencias de sus investigaciones, sin saber para quién. Eran piezas dentro de un engranaje; al núcleo del proyecto que se llevaba a cabo sólo accedían los últimos de la cadena. Se dice que 3,1415 descubrió algo demasiado trascendental y peligroso, tanto que quiso darlo a conocer al mundo. Pero localizaron algunos de sus mensajes de alarma antes de que consiguiera su objetivo. Mensajes que encriptó en textos y objetos. Se dio por hecho que lo mataron, pero nunca se supo con certeza, ya que su identidad era desconocida. Entre nosotros corrió el rumor de que algunos de sus mensajes no habían sido localizados y que permanecían aún encriptados.

–Cuando dice que corrió el rumor entre nosotros, ¿se refiere a que usted formaba parte del grupo? – preguntó Daniel con gesto de asombro, sentándose en una de las cajas que había en el suelo como si de sopetón el cansancio, o la trascendencia de las palabras de Josep, le hubiera hecho desplomarse sobre ella.

–Así es -respondió mirando a Daniel-. Cuando la organización descubrió lo que estaba sucediendo perdimos contacto con las personas que nos encargaban los trabajos, y desapareció como si nunca hubiera existido.

–¿Me está diciendo que usted trabajó en los años sesenta para una red que contrataba científicos e investigadores que se hacían cargo de proyectos amorales y peligrosos y que no sabe para quién o para qué Estado eran esos proyectos?

–Exactamente he querido decir eso.

–Una red internacional de científicos mercenarios, sin pudor, sin moral, que sólo actuaban por dinero, sin tener en cuenta la repercusión de sus investigaciones, ¡increíble!

–Sí, una red que evidentemente aún existe, sólo que ahora ellos están en instalaciones preparadas para sus fines y controlados por sofisticados sistemas de vigilancia. Los tiempos cambian. Antes éramos los parias de la investigación, los mercenarios de la ciencia, ahora ellos son parte de las estructuras de los servicios de inteligencia de un país.

–¿Usted a qué se dedicaba? – preguntó Daniel.

–Los comienzos de la nanotecnología.

–¿Nanotecnología? Eso es imposible, ¡en aquella época!

–En aquella época. Aunque le parezca imposible es así. Desde que una investigación comienza hasta que se da a conocer al ciudadano de a pie, pasan muchos años, sin contar lo que nunca se divulga, bien porque no interesa porque los resultados no son económicamente rentables, o porque éstos han sido monstruosos. Las primeras investigaciones en clonación hace años que se pusieron en marcha. Hubo muchos clones que no vieron la luz pública; lo de ahora es el resultado de unos estudios que llevan años haciéndose. Una célula madre está al alcance de la mano, aunque esto le parezca aterrador, porque lo es, le aseguro que es totalmente cierto. ¿No se ha preguntado nunca de dónde sacó Adolf Hitler su obsesión por la raza pura? No crea que fue algo casual.

–Y el padre de Enrique, ¿qué tiene que ver con todo eso? – preguntó.

–En la tinaja donde se encontró su cuerpo estaba escrita la grafía del número pi. La muerte del padre de Enrique salió en la prensa de aquella época. Fue poca la publicidad que se le dio al homicidio, pero la suficiente como para que todos los que trabajábamos para la red tuviéramos conocimiento de que lo habían matado; ése, supuestamente, fue el fin que ellos perseguían, hacernos saber que 3,1415 había muerto. Era forense, un reputado forense y un reconocido criptógrafo a nivel mundial. Los bienes que poseía eran demasiados para los beneficios que le reportaba su profesión; gran parte de sus ingresos debían proceder de otra fuente diferente al trabajo por el que se le conocía. El que fuese un acaudalado forense y un gran criptógrafo, y que en la tinaja donde fue encontrado su cuerpo apareciese el guarismo, era la prueba más evidente de que él era 3,1415. Al menos eso era lo que se pretendía hacernos creer y lo que todos pensamos. Quisieron que lo supiéramos, que lo tuviéramos en cuenta por si decidíamos hablar, así lo entendimos. No hubo más investigaciones sobre lo sucedido y, como imaginará, ninguno de nosotros quiso saber más de lo que decían los periódicos y lo que de boca a oreja se fue transmitiendo. La red se disolvió y todo quedó como siempre había estado, en el limbo, para el ciudadano.

Capítulo 23

Josep golpeaba con un diminuto cincel plateado la cabeza de la libélula de manera precisa y rítmica. De vez en cuando miraba el cristal como si sus golpes en vez de estar dirigidos a agrietar el vidrio fueran encaminados a esculpir en él una figura. Observaba con detenimiento cada una de las pequeñas ranuras que aparecían tras los envites del escoplo mientras le relataba a Daniel los detalles de su pasado y el de mi padre.

Yo permanecía al lado de Daniel, sentado en una de las cajas, sin decir palabra, escuchando el relato de Josep, que me parecía tan real y escalofriante como el que mi esposa permaneciera en la unidad de cuidados intensivos del hospital.

–Cuando el padre Manuel le trajo, me dio datos precisos y confidenciales de su padre, advirtiéndome de que su madre no quería que se hablara de su muerte al niño, ya que pensaban que ésta era la causa de su conducta irregular y conflictiva. Pensaron que aquí se evadiría. Cuando llegó el primer fin de semana de estancia, me avisaron de que el niño que los frailes habían enviado a mi casa era el hijo de 3,1415 y que el que yo lo admitiera en mi casa podría acarrearme funestas consecuencias. Corría el rumor de que un familiar había visto al asesino del forense Fonseca: su hijo de diez años -concluyó, dejando de golpear el objeto, y miró fijamente a Daniel-. Pero, a pesar del peligro, él se ganó mi cariño y eso pudo más que el riesgo que yo pudiera correr -dijo mirándome con ternura-. Yo también gané su confianza. Poco a poco, me enseñó sus conocimientos sobre claves encriptadas, demasiado avanzados para su edad. También me habló sobre la obsesión que su padre tenía con el número pi. Así, poco a poco, tuve la certeza de que Enrique Fonseca, sin lugar a dudas, era 3,1415, como todos habíamos pensado -apostilló mirándome de soslayo-. Pero no quise decírselo a él, no lo consideré prudente. Años más tarde, cuando apareció la primera grafía escrita en la pared de la casa, Enrique ya no era un niño, era un hombre que podía enfrentarse con el pasado de su padre y el futuro que este pasado le tenía reservado. Entonces, hablé con él.

–Pensamos que la persona que escribe la grafía es el asesino de mi padre -dije, mirando a Josep, que seguía inmerso en precisar sus golpecitos-. Durante mucho tiempo he recibido llamadas cuestionándome sobre la identidad de pi.

–No me habías hablado de esas conversaciones telefónicas -dijo Daniel sorprendido.

–Ni a ti ni a nadie. Ni tan siquiera Jana lo sabe. En todas las empresas en las que he trabajado, desde que apareció la primera grafía, he recibido una llamada de teléfono instándome a investigar, a seguir el rastro de la identidad de pi. En esas llamadas me hablan de la vinculación de mi padre con el número y con una misteriosa copia manuscrita de los ocho primeros capítulos del Quijote. Creo que la copia es la que vi hace años, cuando él aún estaba con vida. Sé que en sus líneas había mensajes encriptados, pero no pude verla más que una noche; después él se marchó de casa. Nunca más volví a verle con vida. Como verás, tengo motivos suficientes para no haber querido saber nada de todo lo concerniente al pasado de mi padre. El miedo sigue pudiéndome.

–Tengo que subir un momento, necesito una herramienta -dijo Josep, dejando el cincel sobre la mesa, y dirigiéndose a las escaleras desapareció.

Daniel y yo continuamos hablando sobre los posibles vínculos de mi padre con la organización. Tras unos instantes Josep regresó:

–Ciertamente, como dijiste, es una grabadora -dijo, y mirándonos dio un golpe impreciso sobre el aparato que se deshizo en mil pedazos.

–¿Qué has hecho? – pregunté gritando al ver cómo el cincel lo destruía.

–Te dije que mi precisión no era buena, que esto podía pasar. Debe bastarte con saber que no había nada de interés, quizás Jana lo quería utilizar como herramienta de trabajo, es posible que nos hayamos equivocado. Aunque mi pulso hubiera sido preciso y el aparato ahora estuviera intacto, lo más probable es que no hubiéramos podido sacar la grabación de su interior. Lo más sensato es que descanses, ya hablaremos más detenidamente. Yo, mientras tanto, intentaré recopilar información sobre las piezas que han quedado «vivas». Ahora es tarde, estoy cansado y tú irritado en exceso. Te llamaré mañana, cuando sepa algo más -dijo, recogiendo los pedazos que se habían esparcido por el suelo y quitándole a Daniel un trozo de cristal azulón de las manos-. Debes tenerme informado de todo y poner mucho cuidado en lo que haces y con quién andas -apostilló mirando a Daniel con descaro-. Intentaré ponerme en contacto con los miembros antiguos de la organización, quizás pueda sacarles algo sobre lo que está sucediendo. Después de haber visto esta grabadora -dijo, enseñándome un pedazo de metal que tenía en la palma de su mano derecha-, y si Jana no la utilizaba para su trabajo, es más que evidente que ella pudiera estar metida en algo peligroso. O tal vez tu mujer no sea la persona que tú crees…

Capítulo 24

La actitud de Josep me sorprendió. El golpe que le asestó al prendedor cuando ya estaba casi abierto me pareció premeditado, sin embargo, pensé que mi situación anímica era la causa de mi extrañeza ante su comportamiento. Pero, cuando salimos de la casa del zapatero, las palabras de Daniel me hicieron volver a albergar desconfianza hacia él:

–Creo que tu amigo sabe demasiado y que te ha ocultado datos. El golpe que le ha dado a la libélula ha sido desproporcionado. Sé que tú has pensado lo mismo que yo.

Le miré y no contesté, seguí caminando a la espera de que al día siguiente Josep me llamara dándome alguna explicación sobre el prendedor y su contenido, algo que dilucidara su comportamiento, que tirara por los suelos la desconfianza de Daniel y la mía. Aquella llamada no se produjo y aunque yo intenté, en repetidas ocasiones, ponerme en contacto con él, no lo conseguí.

La noche fue tranquila y Daniel, si bien no dejó de tomar notas sobre nuestros pasos y los comentarios que Josep había hecho sobre sus actividades extraoficiales, no volvió a hablar de él ni a comentar nada relacionado con la libélula ni con lo acontecido horas antes.

A primera hora del día siguiente pasamos por el hospital y, tras comprobar que, desgraciadamente, el estado de mi esposa seguía siendo el mismo, decidimos seguir con lo previsto: visitar el palacete en donde trabajaba Jana para ver el estado del fresco en el que, según el conserje, alguien había pintado un seriado numérico. Después, iríamos a casa de Josep. Su falta de respuesta me preocupaba; sin embargo, a Daniel le pareció algo previsible. Él seguía pensando que su reacción ante el descubrimiento del contenido de la libélula era una evidencia clara de que escondía sus verdaderas intenciones:

–¿A qué te referías cuando dijiste que Josep sabía demasiado? – le pregunté.

–Es evidente que tu amigo, el zapatero, nada más ver la libélula, en cuanto la tuvo en sus manos, supo de qué se trataba. Subió a la casa, según dijo, a buscar otro utensilio, pero bajó sin nada. Veo que tú no te diste cuenta de ese detalle.

–No. No recuerdo que lo hiciera.

–Está claro que Josep no subió a por nada. Debió de hacerlo para llamar a alguien, posiblemente para consultar sobre el broche. Dijo que iba a por una herramienta, pero bajó tal y como había subido: sin nada. Ahora sí sopeso la posibilidad de que tu esposa tuviera conocimiento de lo que el broche contenía, tal y como tú planteaste cuando viste la nota. Está claro que su intención era grabar una conversación sin que su interlocutor supiera que lo estaba haciendo. Esa conversación debió de ser comprometedora y tal vez tenga algo que ver con Josep y su vinculación con el grupo del que formaba parte. La pequeña ranura que había en la cabeza, justo por donde Josep comenzó a golpear, era la entrada de ondas sonoras del aparato. Podía haber precisado el golpe sin tanta parafernalia. Mientras hablábamos no le perdí de vista ni un solo instante, tengo todos sus movimientos frescos en mi memoria, y no habrían sido necesarios más que tres o cuatro golpes con un puntero que cupiese en la pequeña circunferencia para que se resquebrajara lo suficiente. Sigo creyendo que lo destruyó deliberadamente.

–Es absurdo. Me niego a dar cabida a semejante estupidez.

–Si el contenido de la libélula no tenía nada que ver con él, no tenía motivos para destruirlo y quedarse con todos los trozos. O ¿no te diste cuenta de cómo me arrebató un trozo de prisma? Josep sabe de tu padre más de lo que te ha dicho; lo sabe desde siempre…

Capítulo 25

Cuando llegamos al palacete, contemplamos atónitos el seriado de números que habían dibujado en el fresco. Lo hicimos bajo la mirada atenta de uno de los vigilantes y los lamentos del conserje, que no paraba de mostrar su pesar en cuanto al estado de mi esposa y la barbarie que se había cometido con la pintura renacentista:

–El dueño cree que esos gamberros grafiteros conocían la entrada del subterráneo -dijo, señalando los números que había sobre la pintura-, hay un túnel que la comunica con una de las tapas de la red de alcantarillado. Pensábamos que nadie lo sabía. Sólo era conocido por los servicios de vigilancia, por el dueño y por mí. Debía estar cerrada con ladrillos, pero aún no se ha hecho la obra porque faltaban los permisos del ayuntamiento para ello, ya que parte del entramado no se sabe si es propiedad de la Generalitat o del dueño. Son cuevas antiquísimas. Lo cierto es que el dueño, por ser honesto y dar parte del pasadizo que había descubierto cuando compró el palacete, ha pagado las consecuencias de su honradez. No sabemos si el fresco podrá ser recuperado. Pero esto es lo de menos frente a lo que le ha sucedió a su esposa. Es una verdadera profesional; si lo viera no podría soportarlo…

Daniel se acercó y, tras mirar los números, dijo:

–No se preocupe, no es pintura plástica, es óleo. Se irá con facilidad. En manos de un buen restaurador no será algo muy complicado, sí lento, pero posible y de resultados satisfactorios. En el convento nos sucedió lo mismo y conseguimos recuperar el fresco afectado que se situaba en la capilla de uso público. Y entonces, no había los materiales ni disponíamos de los conocimientos que hay ahora sobre restauración. Es evidente que la persona que lo ha hecho quería llamar la atención sobre sus dibujos, pero nada más. No creo que quisiera dañar irreversiblemente la pintura, de lo contrario lo habría hecho de otra forma. Le garantizo que no es spray -dijo Daniel mirando de cerca el fresco.

Mientras él hablaba con el conserje, yo observaba el seriado numérico. Nada más verlo supe que era una clave. Seguía la misma estructura que los mensajes que había recibido con anterioridad. En un principio pensé apuntarlo, tomar nota de los números y descifrarlo en casa, pero la mirada inquisitoria y desconfiada del vigilante me impidió hacerlo. Por ello tuve que descifrarlo sobre la marcha, disimulando, fingiendo que estaba contemplando horrorizado aquella descabellada acción. Cuando tuve todas las letras completas en mi cabeza, el mensaje se proyectó claro sobre el fresco. La sensación fue tan fuerte que tuve que apoyarme en la pared:

–Entiendo que le impresione, es una aberración -dijo el conserje acercándose a mí-. Sé, por su esposa, que usted ama el arte; ella siempre lo comentaba orgullosa. Hablaba de su admiración por la pintura renacentista. Para los amantes de estas obras presenciar esto es como ver una imagen de guerra, terrible. ¿Quiere un vaso de agua? – preguntó.

–No, se lo agradezco.

–Salgamos, te sentará bien el aire libre -dijo Daniel cogiéndome del brazo. Y dirigiéndose al conserje-: Lleva un día muy duro, acabamos de salir del hospital. Le agradecemos su amabilidad, que rogamos transmita al dueño del palacete de nuestra parte. Ésta es la dirección y el teléfono del convento al que pertenecí. Désela a su jefe. El prior le facilitará la dirección de uno de nuestros hermanos restauradores, les será de gran ayuda.

–Muy amable, lo haré de su parte, aunque no le aseguro que él quiera saber nada, dijo que esperaría a que la señorita Jana se pusiera bien. Confía en que su estado sea transitorio. La señorita es una gran persona y aquí se la tiene en alta estima…

Daniel sujetaba con fuerza mi brazo y, sin mirarme, encaminaba sus pasos y los míos en dirección a la salida del palacete. El vigilante venía tras nosotros como lo hacen los funcionarios de prisión tras los reos; marcando con su mirada negra y fría cada uno de nuestros gestos y movimientos. Ya en la puerta, Daniel se dirigió al conserje para expresarle, una vez más, su agradecimiento por habernos dejado contemplar el fresco, pero éste, como si en una impronta hubiera recordado algo importante, le interrumpió y mirándome dijo:

–El señor Bonet se puso como usted, blanco. Fue como si el dolor de ver la barbarie que se había cometido le hubiera aumentado su desviación de columna bruscamente. Se encorvó más de lo que estaba cuando entró. En las ocasiones en que intento explicar el amor al arte a gente que no sabe apreciar estas cosas, siento una tremenda sensación de impotencia. Sin embargo, cuando uno se encuentra con personas como ustedes, eruditos en toda regla, se siente satisfecho, más aún cuando todos son miembros de una misma familia.

–El señor Bonet, ¿qué señor Bonet? – pregunté desconcertado-. ¿Quién ha venido a ver el fresco?

–El padre de la señorita Jana. Vino ayer por la tarde, casi cuando mi jornada terminaba. Llamó unas horas después de que usted lo hiciera preguntando por su esposa, ¿recuerda? – asentí mirándole-. Cuando aún no sabíamos dónde estaba. El me comunicó que su esposa había sufrido un accidente en el aeropuerto cuando se dirigía a Italia y que estaba en el hospital en estado crítico. Preguntó si usted ya había visitado el palacete, si había llamado. Le dije que no había venido por aquí, y él me solicitó venir en ese momento. Aunque mi jornada estaba a punto de concluir, dadas las circunstancias, esperé para que pudiera verlo, ya que me dijo que no le sería posible en otro momento. Pensaba permanecer con la señorita todo el tiempo posible, a los pies de su cama, dijo. Su reacción fue muy parecida a la suya. ¿Hay algún problema? – preguntó con evidente curiosidad ante mis preguntas y mi expresión de desconcierto.

–Mi esposa no tiene padre; quiero decir que falleció hace años -respondí.

–No me diga usted eso -contestó nervioso-. Si he dejado pasar a una persona ajena, mi puesto puede estar en peligro -dijo murmurando, al tiempo que de soslayo miraba al vigilante, que seguía junto a nosotros en la misma actitud de acecho-. Le ruego que no dé la voz de alarma, quiero decir que no lo haga público. Si era un periodista y la noticia sale a la luz tendré problemas. Sé que no pudo hacer fotos, de eso estoy seguro. Si usted no dice nada, lo que salga en prensa no me será imputable, puede haberlo sacado de cualquier sito. ¡Se lo ruego!

–No se preocupe; creo que no era un periodista, pero tampoco el padre de mi esposa. Desgraciadamente imagino quién puede ser. ¿Podría describírmelo con más exactitud? – dije mirando a Daniel, que escuchaba con expresión de intranquilidad.

–Era un hombre de mediana estatura y lo cierto es que cuando le vi, y ahora que lo dice, no se parecía a la señorita Jana en absoluto, pero a veces eso es algo normal. Su columna estaba inclinada; ya le he dicho que tenía una visible desviación. Pero su chepa no fue lo que llamó mi atención. Fueron sus zapatos. Estaban relucientes, como sus manos blancas y de dedos muy alargados, con las uñas limadas y finas. Tenía unas manos extrañas, tanto como su olor. Olía a piel, a piel de calzado, y pensé que era consecuencia de algún producto de limpieza para zapatos. Por ese motivo le miré los pies instintivamente, por el olor. Llevaba los zapatos relucientes y, a pesar de que la piel de éstos era vieja, daban un aspecto buenísimo. Me llamó mucho la atención este punto, porque los zapatos son la parte de nuestra indumentaria más descuidada; casi no les prestamos atención, ¿verdad?

–Muchas gracias por todo, y no se preocupe -dije en el mismo tono bajo que él me había estado hablando-, nadie sabrá lo sucedido.

–Si no era el padre de su esposa, ni un periodista, ¿quién era? – preguntó acercándose a mí.

–No se preocupe, era un amigo común; es posible que diera el nombre del padre de mi esposa para no tener problemas para entrar, hablaré con él.

–Me deja usted más tranquilo. Si es así, no tengo por qué preocuparme, pero dígale que la próxima vez no tiene más que decirlo, los amigos de la señorita Jana siempre son bien recibidos aquí. De esa forma nos evitaremos sobresaltos…

Cuando estuvimos a unos metros de la puerta de salida del palacete, y los rasgos faciales del conserje, que se quedó mirando cómo nos alejábamos en el rellano, con expresión de desconcierto y desconfianza, se hicieron casi imperceptibles a nuestros ojos, Daniel se paró en seco y dijo:

–¿No piensas decirme qué había en el seriado numérico? ¿Crees que soy idiota? Sé que tu queridísimo amigo Josep es el que estuvo ayer por la tarde aquí. Estoy seguro de que según salimos de su casa vino al palacete. Es evidente que el zapatero no perdió el tiempo -dijo enfa tizando el sustantivo-. No me gustó, nada más verlo me produjo desconfianza, es la viva imagen humana de un topo y los topos son traicioneros, solitarios y de comportamiento imprevisible. ¿Dime, es un código numérico como los que utilizaba tu padre? Sé que lo es, dime qué pone, qué mensaje hay encriptado.

–«Josep es una célula dormida. Serc.» Eso es lo que pone.

–¿Una célula dormida? ¿Qué significa Serc, es un nombre?

–No tengo ni idea, no lo sé, estoy igual que tú. No puedo entender por qué está el nombre de él encriptado en ese seriado, no lo sé -dije alzando el tono de voz, llevado por la impotencia que sentía y el desconcierto que me había producido aquel descubrimiento.

–Pero ahora sí sabes que Josep te ha engañado. Al menos estarás de acuerdo en que el zapatero te ha ocultado información sobre lo que había hecho. No hay duda de que fue él el que estuvo aquí antes que nosotros. Sus rasgos son inconfundibles y no pasan desapercibidos. Si sus intenciones fueran buenas nos lo habría dicho, te lo habría dicho a ti. ¿O no?

–Quiero hablar con él antes de hacer hipótesis, sé que habrá una explicación razonable para todo esto, lo sé -dije.

Durante el trayecto que recorrimos hasta llegar a casa de Josep, Daniel no volvió a comentar nada sobre lo sucedido. Parecía sumergido en sus pensamientos al igual que lo estaba yo, que me negaba a aceptar nada que enturbiara los actos del que había sido durante casi toda mi vida mi mejor amigo y aliado.

Antes de llegar a la casa le llamé varias veces por teléfono, pero en ninguna ocasión recibí respuesta. Esperaba a que la señal de llamada se agotara para dejarle el mensaje de voz, en el que le pedía que nos viéramos de inmediato. Pero el contestador debía de estar sin activar. Cuando estuvimos en una de las calles adyacentes miré a Daniel y dije:

–Te ruego que seas benévolo en cuanto a tus actos y palabras con Josep, no quiero que Josep se sienta intimidado. Es posible que esté en peligro. No puedo ni tan siquiera pensar que me haya estado mintiendo todos estos años. Si lo ha hecho, estoy seguro de que ha sido para protegerme. Él es una victima más, como lo ha sido mi esposa. La persona que puso ese código en el fresco quería involucrarle directamente en algo en lo que no ha participado. Fue al palacete porque yo le comenté lo que había sucedido, le llamé. Recuerda que le llamé y se lo dije, debió de olvidar comentármelo. Él no sabía nada de esas claves, no pudo ver lo que había encriptado, es imposible. Tú mismo comprobarás que tengo razón. Si no hubiera dicho que era el padre de Jana, no habría entrado al palacete, por eso le mintió al conserje.

–No puedo cambiar mi opinión sobre él, y lo siento, lo siento por ti. No ha contestado a tus llamadas, eso es algo que yo había sopesado nada más saber el significado que escondía el seriado numérico. Tendrás problemas para hablar con él y creo que incluso para localizarlo -dijo con gesto de preocupación ante mi expresión de enfado-. El único motivo que pudo tener para ir al palacete y no decírtelo es la sospecha de que en el seriado podría haber algo relacionado con él, como así ha sido. De lo contrario, te lo habría dicho o habría venido con nosotros hoy. Él sabía que visitaríamos el palacete.

Capítulo 26

Pulsamos el timbre de la casa de Josep durante un rato largo sin recibir respuesta. Las ventanas permanecían con las persianas bajadas. Nada daba muestras de que él estuviese en su interior. Daniel miraba la fachada a unos metros de mí, mientras yo marcaba con insistencia, una y otra vez, el número de teléfono de Josep. Como en las ocasiones anteriores nadie contestó. A pesar de que todo evidenciaba que él no se encontraba dentro, yo seguía empecinado en esperar a que abriese la puerta y demostrarle a Daniel que estaba equivocado. Golpeaba con insistencia sobre la madera al tiempo que pulsaba el timbre. El ruido que produjeron mis golpes, el timbre y el teléfono sonando en el interior de la vivienda despertaron al vecino del semisótano contiguo al de Josep, que abrió la puerta de su domicilio y, dirigiéndose a nosotros, dijo:

–Si buscan ustedes al anciano zapatero, se marchó ayer de madrugada. Por lo que les agradecería que dejaran de montar escándalo, necesito dormir.

–¿Sabe cuándo regresará? – pregunté acercándome al joven de aspecto desaliñado.

–Pues no creo que regrese, llevaba demasiado equipaje.

–¿Equipaje? – volví a preguntar.

–Sí. Varias maletas enormes. Esos bolsones antiguos con hebillas. Iban a reventar. Dos baúles… Es la primera vez que veo una mudanza a esas horas. El viejo ratón de alcantarilla no paró de arrastrar muebles hasta entrada la madrugada, por lo que apenas he pegado ojo. Estoy acostumbrado a sus ruidos, trabajaba de noche en sus zapatos y el martilleo era insoportable. Espero a partir de ahora poder descansar como todo el mundo, quiero decir, a horas normales. Eso si tengo suerte y no empieza a llegar gente como ustedes que no paran de darle al timbre y aporrear la puerta sin tener en cuenta al resto de los vecinos. Ahora que saben que el viejo roedor no está, que se marchó sobre las cuatro de la madrugada, sería estupendo que dejasen de insistir. Necesito descansar.

–¿Sabe si dijo algo o le dejó a alguien del edificio su dirección? – intervino Daniel.

–¡Dejar algo!, aquí nadie hablaba con él. Era como las ratas, sólo salía por las noches.

–Discúlpenos, pensamos que le habría sucedido algo y por eso insistimos tanto.

–Nada. El hecho de que él no vuelva me compensa de los efectos colaterales de su marcha. No saben lo que es dormir con un martilleo constante -dijo, entrando en el domicilio, y cerró la puerta tras hacer un gesto de despedida con la mano.

Permanecimos unos minutos quietos, mirándonos en silencio, después Daniel señaló con su mano la salida y encaminamos nuestros pasos hacia la calle.

–Parece que el joven vive solo -dijo Daniel mirándome.

–No entiendo por qué lo dices -respondí.

–Como es el único vecino del semisótano, si él no está en su piso tenemos campo libre para entrar en casa de Josep sin que nadie se entere. Es evidente que no tienes llaves, porque si las hubieras tenido habrías abierto.

–No pienso entrar en casa de Josep. Esperaré a que se ponga en contacto conmigo. Sé que lo hará. ¿Se puede saber qué apuntas ahí? – pregunté mirando la libreta que Daniel sostenía en sus manos.

–El nombre del muchacho y sus apellidos. Llamaré a un amigo que tengo. Él me dará su teléfono y así podremos comprobar si está en su domicilio sin necesidad de vigilar hasta que salga.

–Pareces cualquier cosa menos un fraile arrepentido por un estudio irreal como el que llevas con tus periódicos y tus muertos de papel -dije irritado por sumanera de comportarse, que me parecía ofensiva e irresponsable.

–Enrique -me sujetó por el hombro-, tenemos que averiguar por qué Josep se ha ido de esta forma tan repentina. Saber qué significa lo de célula dormida refiriéndose a él y, sobre todo, la palabra Serc, por ello, entrar en la casa del viejo es casi imprescindible. Su marcha ha sido demasiado precipitada y lo más probable es que haya olvidado cosas, detalles que nos pueden servir para seguirle la pista.

Cuando el conserje hizo referencia a la desviación de la columna de Josep, recordé algo que sería trascendental para la investigación que desarrollamos más adelante.

–Regresemos a casa, tengo que utilizar el ordenador de Jana. Es posible que haya dado con el significado de Serc…

Capítulo 27

Apenas tardé unos segundos en cargar el vademécum en el ordenador e introducir mi clave. Daniel permanecía junto a mí en silencio sin perder de vista la pantalla. Cuando la ventana de consultas estuvo abierta, introduje en ella la palabra Serc, marqué la ventana de «N. Comercial del producto» y le di al enter.

En la pantalla aparecieron cinco formas de presentación del medicamento. En comprimidos y en gotas. El mecanismo de acción del Serc lo definía como antivertiginoso, análogo de la histamina, incrementando la microcirculación del laberinto en el oído interno y reduciendo la presión endolinfática. Estaba indicado para lo que yo suponía: para el tratamiento del vértigo asociado al síndrome de Meniere. Su absorción por vía oral era rápida y casi total, eliminándose por vía renal en forma de ac. 2-piridilacético. Su semivida de eliminación era de tres horas.

Verificar las características del medicamento, desgraciadamente, me sirvió para confirmar lo que había supuesto.

Daniel me miraba estupefacto, esperando una explicación a todo aquello.

–Estoy impresionado, ¿piensas que Serc se refiere al nombre de un medicamento?, ¿de ese medicamento? – indicó, poniendo un dedo sobre la pantalla del ordenador-. ¿Por qué? ¿Qué te ha llevado a esa conclusión?

–Su composición -dije, señalándole el lugar en donde se describía el compuesto-. Josep toma ese medicamento desde hace tiempo, en gotas. Lo recordé cuando se mencionó su encorvamiento. En ese momento yo estaba sumergido en darle sentido a la palabra y la referencia me hizo recordar el envase, que siempre tenía en la cocina. Padece vértigos causados por su desviación de columna. Tiene un espolón osteoartrítico que le produce alteraciones temporales de flujo sanguíneo de una de las arterias vertebrales. Ésa es la causa de los vértigos que tiene. Toma Serc para atenuarlos, se lo ha prescrito el traumatólogo. Como verás su composición es betahistina, un vasodilatador periférico, y ello le hace antimigrañoso, ya que la mayoría de las migrañas están producidas por problemas circulatorios, que él también tenía debidos a su espolón osteoartrítico. Lo que nos lleva a…

–Si es un vasodilatador, en cantidades grandes puede producir problemas como los que han llevado a tu mujer al hospital -dijo.

–Exactamente. Si un paciente no necesita un vasodilatador y tiene un tipo de aneurisma, como le sucede al cinco por ciento de la población, ese medicamento puede provocar la rotura del mismo.

–¿Sólo en cantidades grandes?

–Eso es, sólo en cantidades grandes. Si la dosificación es normal, aunque esté contraindicada, sólo le hubiera producido vértigos fuertes al cambiar bruscamente su posición, al acostarse y levantarse, debido a la vaso-dilatación excesiva, así como un estado de excitación inusual sin motivos aparentes, pero nada más.

–Pero, en el caso de que estés en lo cierto, las analíticas habrán dado el componente en sangre y orina.

–Eso es lo que vamos a comprobar más tarde. Pediré que me den todos los informes de las pruebas.

–¿Piensas que tu esposa no sabía que estaba tomando ese medicamento?

–Sí. Es posible que así haya sido. Si estoy en lo cierto, la persona que dejó ese seriado numérico, en el que estaba encriptado el nombre de Josep y el del medicamento, no quería amenazarme, me estaba avisando del peligro que corría mi esposa o quería avisarle a ella. Pero el mensaje llegó demasiado tarde. Estoy convencido de que si Jana hubiera visto el seriado numérico me habría llamado de inmediato. No sabía descifrarlo, pero sí lo habría identificado al instante.

–Siento, por ti, no haberme equivocado en mi juicio sobre Josep.

–Ahora, más que nunca, quiero llegar al final de todo esto. Es evidente que Josep esconde algo y que el autor del seriado sabía que él utilizaba ese medicamento. Lo que no puedo creer es que, en el caso de que Josep se lo hubiera administrado a mi esposa, tuviera la intención de provocarle el estado en que se encuentra. Me gustaría chequear el ordenador más a fondo. Intentaré recuperar los correos electrónicos borrados que envió en los últimos días. Algunos se quedan colgados en archivos temporales y en el bloc de notas. Si no ha borrado los temporales los encontraré. Jana debió de estar en contacto con Josep sin yo saberlo. Algo me dice que se tuvieron que ver.

–Si Josep está metido en todo este entramado, es más que probable que haya más personas involucradas de las que tú piensas. También es probable que los fines que persigue el individuo que te deja los mensajes sean muy diferentes a los que siempre has creído.

–Estoy desorientado. Tengo la sensación de que mi infancia, mi adolescencia, mis raíces, todo, absolutamente todo en lo que se asentaban las bases de mi vida, se ha desplomado ante mis ojos, se ha convertido en una gran mentira. Los recuerdos son como piezas de un puzle imposibles de ubicar. Sé que todas ellas forman parte de él, pero no sé el lugar que ocupa cada una. Me siento engañado y manipulado. Aunque eso es ya lo de menos, lo más terrible es que Jana ha sido una víctima de mi pasado, eso es lo más terrible para mí.

–La frase «Josep es una célula dormida» dice claramente quién es Josep, sólo que tú no has querido verlo. Él, a mi juicio, ha estado todos estos años a tu lado vigilándote, esperando algún movimiento tuyo para moverse. O, sencillamente, aguardaba recibir órdenes de alguien. En realidad, creo que nunca dejó de pertenecer a esa supuesta organización internacional, que siempre estuvo en ella. Creo que Josep era un comando de vigilancia y que te vigilaba a ti. Piensa por un momento que tu padre no fuese 3,1415. La persona que escribe esas grafías, la misma que ha pintado el fresco, la que te envió la alianza de Jana y el carné de tu padre, bien podría ser el mismísimo pi. Si yo lo fuese, haría lo que él está haciendo. En el caso de ponerme en contacto con alguien, sería con el familiar más cercano del prestigioso forense y criptógrafo Enrique Fonseca, tu padre. Tal vez lo único que pretenda sea que investigues para llegar a la información encriptada que la organización no incautó.

»Sólo por tu esposa debes intentar averiguar lo que ha pasado. Creo que se lo merece. Aunque todo indica que la están utilizando para llamar tu atención, para conseguir sus fines.

–Dime una cosa -le pedí mirándole a los ojos-. ¿Tú no sabrás más de lo que me has dicho?

–Desconfías de un fraile retirado y no lo has hecho de un zapatero que parecía el mismísimo sirviente de Drácula. Encorvado, de uñas largas y finas, de manos blancas como la cal, ¡no me jodas!

–Pues sí. Teniendo en cuenta tus apreciaciones, es más factible que tú y no Josep seas quien forme parte de la vigilancia de esa supuesta organización. Tal vez él se haya ido de esta forma al averiguarlo -dije en tono seco-, huyendo de ti.

–¿Lo dices en serio? – preguntó con expresión de asombro.

–¡Por supuesto! No estoy muy acostumbrado a tanta manifestación de interés, algo que tú llevas mostrando desde que nos conocemos. Nada, desgraciadamente, es gratis.

–Me quité el alzacuello de mi cuerpo, pero mi alma aún lo lleva puesto. El que dejara los hábitos no implica que abandonase mi doctrina y sus enseñanzas, quizás las lleve más a la práctica hoy que cuando no vestía de seglar. No te oculto más que lo necesario, lo que todos tenemos derecho a ocultar. Ya te he dicho que me marcharé en el momento que tú decidas.

Capítulo 28

Entrada la tarde volví al hospital a visitar a mi esposa. Me entregaron los informes y recabé la opinión del especialista que llevaba su cuidado y tratamiento. Como había supuesto, la betahistina aparecía excretada en su orina, y los índices eran más altos de lo habitual:

–Como verá todo está dentro de los parámetros establecidos como normales en su estado -dijo.

–Yo creo que no -le contradije-, la betahistina está demasiado alta en orina.

–Su esposa debió de tomar más dosis de la recomendada. Tal vez estaba nerviosa por el vuelo que iba a realizar y es posible que tuviera vértigos días antes producidos por el aneurisma, que, como sabrá, no suele dar sintomatología previa a su rotura. Sin embargo, en algunas ocasiones, cuando la hemorragia es leve y progresiva, se manifiesta con mareos, atontamiento, vértigos, pérdida parcial de visión, dolores de cabeza y dificultad en el habla. Estos síntomas no son alarmantes, ya que suelen ser comunes en otras muchas enfermedades que no reportan gravedad. Ya sabe que es poco probable que un aneurisma se rompa, del mismo modo que su diagnóstico es imprevisible. Me refiero a que la mayoría de los casos de aneurismas diagnosticados han sido vistos en reconocimientos ocasionales. Las pruebas a las que eran sometidos los pacientes no iban encaminadas a nada relacionado con ese tipo de alteración. Con esto, lo que quiero hacerle entender es que nadie es responsable de su estado, ni tan siquiera ella misma. Si su esposa le comentó alguna de estas alteraciones, tampoco debe usted sentirse responsable. Hay cosas que no pueden evitarse, se haga lo que se haga.

–Mi esposa no tenía ninguno de esos síntomas -dije-. Y jamás tuvo miedo a volar.

–Según tengo entendido, ustedes no estaban juntos cuando sufrió el accidente. Usted estaba en Madrid y ella aquí, en el aeropuerto. Es posible que si ambos estaban a una considerable distancia, ella no se lo comentase, pero eso no excluye el que sintiese esos síntomas previos al vuelo y por ese motivo se automedicara.

–¿Automedicarse? – pregunté sorprendido-. ¿Qué está diciendo?

–Cuando los servicios de urgencia la recogieron, tras comprobar sus datos, como suele ser habitual en estos casos, cuando ningún familiar o amigo está presente, se miran los objetos personales que porta el paciente para saber si lleva documentación sobre alergias, o medicación que esté tomando en casos de enfermedad crónica. Su esposa llevaba un envase de Serc en gotas en el bolso, y éste apenas tenía contenido. Por los resultados de las analíticas es evidente que debía de llevar unos días ingiriendo el medicamento. Ya sabe que el principio activo de este nombre comercial es la betahistina. Estas patologías imprevisibles son tan o más terribles que los accidentes de carretera. Es complicado asimilar algo que no se espera nunca. Pensamos que su esposa se sintió mal e ingirió más cantidad de la recomendable, sin tener en cuenta la posología o… tal vez lo hizo por accidente. De todas formas, sea como fuere, esto no influyó decisivamente en su estado. El aneurisma estaba ahí, y si bien la excesiva administración del fármaco vasodilatador periférico pudo contribuir a su rotura, no podemos tomarlo como la causa de ella. Ya sabe que esta situación suele ser irreversible y que la única posibilidad que hay es la cirugía. Pero en el caso de su esposa esa posibilidad nos parece muy arriesgada y, en principio, está descartada…

Permanecí con Jana hasta entrada la noche. Cuando regresé a casa, Daniel, que, atendiendo a mis deseos, no me había acompañado, tenía la cena preparada. Tras contarle lo sucedido, hizo todo lo posible porque mi estado emocional mejorase, sin conseguirlo. No comentó absolutamente nada sobre el hallazgo por parte de los servicios médicos de urgencia de las gotas en el bolso de mi esposa, pero yo sabía lo que pensaba.

Era innecesario darle más vueltas a todo aquello. Los acontecimientos se habían organizado repentinamente; como si fuesen piezas de un ajedrez invisible, habían ido tomando su sitio en el tablero. La serie de sucesos caóticos y erráticos, como bien los había definido Daniel, ahora formaban parte de un orden preciso y medido que daba a todo una racionalidad aterradora. Josep me había estado engañando durante muchos años, me había utilizado. Y era evidente que aquel bote de Serc le pertenecía, pero nada podía demostrarse a efectos policiales.

Capítulo 29

Permanecí en el ordenador hasta las cuatro de la madrugada. A pesar de mi insistencia, de mi perseverancia en encontrar algo, mi búsqueda fue infructuosa. Alguien había introducido en el disco duro un troyano que se encargó de borrar todo su contenido progresivamente hasta que sólo quedó una frase en la pantalla que, en apenas unos segundos, también desapareció:

Es de imbéciles intentar cuadrar el circulo.

El teléfono sonó casi en el mismo instante en que la leímos. El hospital me comunicó a través de la línea telefónica que el estado de Jana había sufrido una variación y que necesitaba que fuera. Tres horas más tarde, Jana fallecía. A partir de aquel instante no quise saber nada más sobre lo ocurrido días antes. Mi cerebro se negaba a analizar ningún tipo de información. Después, cuando todo estuvo solventado, volvimos a Madrid. La casa de Barcelona quedó tal y como estaba, no fui capaz de tocar ni una mota de polvo. Cerré las persianas, desconecté los servicios de luz, agua y gas y nos marchamos. Daniel no volvió a mencionar a Josep ni a comentar ningún detalle sobre lo acontecido.

Siete días después del fallecimiento de mi esposa, ya en la capital madrileña, una mañana de domingo, Daniel retomó lo sucedido días antes en Barcelona:

–Deberías ir planteándote volver al trabajo. Si no lo haces te despedirán -dijo, ofreciéndome una taza de café caliente.

–Antes de que sucediera esto, ya tenía decidido dejar el trabajo. No recuerdo si te comenté que mi intención era vender la casa de mis padres, la casa del pueblo -asintió con la cabeza, al tiempo que se sentaba a mi lado en el sofá, en donde yo permanecía horas muertas mirando las imágenes que pasaban por la pantalla del televisor como sombras, sin vida ni interés para mí-. Pues es lo que voy a hacer. Venderé la casa y con los ingresos que me reporte seguiré con mis investigaciones. He meditado sobre todo esto, lo he hecho durante todas estas noches en las que no he conseguido pegar ojo. Todo ha terminado; Jana era lo más importante de mi vida, lo único que me hacía sentir deseos de seguir adelante. Ahora ya no está.

–¿Estás diciendo que no piensas seguir investigando sobre lo ocurrido? – dijo con expresión de asombro.

–Exactamente. Me importan una mierda las actividades que ejerciera mi padre, me importa una mierda todo -grité.

–Estás equivocado. Creo que debes seguir investigando cuando te encuentres mejor. Debes hacerlo por ella.

–Está muerta, ¿no te das cuenta? Si estaba interesado en saber qué pasaba únicamente era por Jana. Este maldito asunto me está quitando la vida y la razón y no estoy dispuesto a seguir así.

–Toda tu vida ha estado marcada por lo que le sucedió a tu padre y seguirá estándolo hasta que llegues al final.

–Cuando esté mejor, volveré a Barcelona, cuando haya vendido la casa de mi madre lo haré. Me instalaré allí y nada me moverá.

Daniel no volvió a insistir más sobre ello. Esperó, como comprobé más tarde, a que mis sentimientos se apaciguaran.

Comencé a organizar el viaje a mi pueblo natal con el fin de regularizar los trámites necesarios para el cambio de nombre de la propiedad y su posterior venta. Sin embargo, mi vida seguía unida a la de mi padre y, por mucho que yo intentara huir de su sombra, ella me perseguiría sin descanso. Hasta que todo lo sucedido treinta años atrás quedase esclarecido, no me abandonaría.

Capítulo 30

Cuando el mensajero llamó a la puerta y me entregó el paquete, una extraña premonición se apoderó de mí paralizándome incluso el habla. El muchacho me miraba expectante con el bolígrafo en la mano. Me lo tendía a la espera de que le firmase la nota de entrega que tenía apoyada sobre el bulto, pero yo no reaccionaba. Mudo e inmóvil, miraba el remite, como si me hubiera dado un ataque de parálisis repentino. En él estaba el nombre de una orden de religiosas, la misma en la que mi madre había pasado media vida y en la que murió. Sin embargo la dirección no era la del convento en el que se estableció mi madre, ubicada en Francia, el paquete procedía de un convento ubicado en el norte de España que pertenecía a la misma orden. Daniel, que había observado desde el quicio de la puerta de una de las habitaciones mi reacción, se quitó el cigarrillo de los labios y dijo:

–¿Qué tiene ese paquete que te ha hecho temblar de esa forma? – Yo no contesté y seguí caminando en silencio hacia mi dormitorio-. Tenía razón, te lo dije. Ha vuelto a empezar, ¿verdad que lo ha hecho? Estamos otra vez en el punto de partida.

Entré y le cerré la puerta en las narices. Mientras colocaba el paquete sobre la cama sentí como Daniel se alejaba murmurando alguna maldición que no conseguí entender. Tras unos instantes, uno de los discos de Lluís Llach comenzó a sonar. Él siempre que se violentaba ponía a Lluís, era como si la música del catalán fuera una válvula de escape por donde se iba su furia. Permanecí varios minutos mirando el paquete, haciendo como hacía Daniel, intentando que la voz áspera y profunda de Llach se llevara mi malestar; hasta que tuve el valor suficiente para abrirlo. Dentro del paquete estaba la carta de sor Laudelina, los objetos que la hermana Vasallo había acordado entregarle a mi esposa después de que ésta regresara de su viaje a Italia y la máquina de escribir.

Minutos más tarde llamé a Daniel. Le di la carta de la religiosa y la llave con forma de cruz de Ankh que había extraído del cuadro de mi padre momentos antes, y le señalé el anverso, indicándole el número y la grafía que había en él, justo donde la llave estaba pegada. También le entregué el dibujo que formaba parte del envío, en el que aparecía el escarabajo y la palabra añil.

Él se quedó estático, mirando fijamente el cuadro durante unos segundos, en los que el silencio fue casi total, a no ser por la música que llegaba desde el pasillo. Me miró, sin decir palabra, y yo le señalé las líneas que había trazado en la pared y el lugar de donde procedían los puntos azulados:

–Deberíamos haber intentado entrar en la casa del viejo. Quizás esas galerías estén allí. Ese sótano es extraño, demasiado oculto -dijo mirando la pared-. Te dije que esto continuaría. Ahora no ha sido el autor de las grafías el que te lo ha enviado. Han sido religiosas y no creo que ellas tengan más interés en el envío que el que dice la carta, que Jana lo recibiera como ellas le habían prometido. Está claro que no saben que ha fallecido. Imagino que ya no tendrás ningún tipo de duda al respecto. Tu mujer estaba investigando el pasado de tu padre. Es evidente que algo debió de descubrir, algo imprevisto pasó. Es hora de que dejes de lado tus miedos y tu indiferencia. Ese cuadro -dijo señalándolo-, ¿de quién es, vino también en el paquete que te han enviado las monjas?

–No, el cuadro lo tenía yo. Era de mi padre. Estaba guardado en la funda de mi violonchelo.

–¿Y sabías lo que tenía en su parte trasera y lo que formaban sus puntos? – preguntó.

–¡Por supuesto que no! Lo he abierto ahora, hace un momento. No tenía ni idea de lo que había en su anverso. Ha sido al ver el dibujo que me han mandado las monjas con la máquina de escribir y al leer la palabra añil cuando he pensado que era la misma representación del cuadro y he roto el papel que cubría su anverso -respondí frotándome los ojos, intentando aliviar el dolor de cabeza que sentía.

–Pues está claro. Al menos yo tengo claros varios puntos. Uno de ellos es que si el cuadro era de tu padre, él dejó esto ahí, escondido. Y lo hizo con algún fin muy concreto. La grafía del número pi. Ya sabemos lo que significa. Ahora, querido amigo forense, los muertos comienzan a hablar sobre el papel y este experto en lenguas «muertas» -enfatizó el adjetivo- te dirá cómo lo han hecho. ¿Dónde tienes la foto que encontraste en casa de Jana? – preguntó sin dejar de mirar la llave en forma de Ankh que yo había encontrado en el cuadro y que él tenía en sus manos.

Sin contestar, me dirigí a mi agenda y saqué la fotografía en la que mi padre aparecía rodeado de un grupo de hombres y se la entregué.

–Ves -dijo, señalando el cuello de los hombres que aparecían junto a mi padre-. Todos llevan esa cruz colgada y el cordón en apariencia es igual que éste, el mismo -y levantó la cruz que yo había encontrado en el cuadro-, son las mismas, no hay duda; son idénticas. Pero hay algo más en la foto. Mírala con detenimiento y dime qué ves -me animó con un cierto aire de supremacía.

–Lo mismo que ves tú. Un grupo de hombres junto a mi padre.

–¿No ves nada más significativo? – volvió a preguntar.

–Pues no -respondí encogiéndome de hombros.

–Doce -dijo.

–¿Doce qué? – pregunté.

–Que son once los hombres que están retratados con tu padre…

–Y con mi padre hacen un total de doce -le interrumpí sorprendido por mi falta de memoria y observación.

–Exactamente. El mismo número que aparece en el envés del cuadro de tu padre. Todos llevan la misma llave en forma de cruz de Ankh. Y no hemos terminado, aún hay más.

–¿El qué? – pregunté, volviendo a observar la foto con detenimiento.

–Su colocación, no es una colocación lógica. Están formando líneas rectas de tres en tres, cuatro líneas independientes que, como ves, se juntan en un punto de confluencia -dijo, tomando mi lapicero y trazando líneas sobre sus figuras-. ¿Qué ves? ¿Qué te parece que forman?

–Una cruz -respondí.

–Yo diría que no es una cruz -dijo sonriendo, al tiempo que cogía la etiqueta que tenía la máquina de escribir colgada de su rodillo y dándomela-. Sin lugar a dudas se colocaron de tal forma que su ubicación formara las aspas de un molino de viento. Cervantes y su Quijote tienen mucho que ver en esta historia, no sólo en la cita que transcribe esta etiqueta.

–Creo que siempre estuvieron ahí -asentí, quitándole la fotografía y recordando el texto que entresaqué de aquel manuscrito que mi padre descifró la última noche en que lo vi con vida.

–¿A qué te refieres? – preguntó.

–Antes de que mi padre fuese asesinado descifré un mensaje codificado que daba la clave para llegar a un capítulo de un texto manuscrito que recogía los ocho primeros capítulos del Quijote. En él había una frase que nada tenía que ver con la obra de Cervantes.

–¿Tu padre utilizaba obras literarias para comunicarse e introducía párrafos que a su vez habían sido encriptados en seriados numéricos? Es impresionante, parecido a mis investigaciones sobre los mensajes de los periódicos, sobre los que son introducidos en las esquelas y en los anuncios.

–¿Pero tú no me habías dicho que tu trabajo de investigación se relacionaba con las casualidades entre unos acontecimientos y otros? – pregunté.

–Y es cierto, porque así llegué a encontrar algunos mensajes claros sobre asuntos muy turbios y espeluznantes. Llegué a ello de la forma más tonta, aplicando las matemáticas, ya sabes, mi línea de vida. Si te digo: soy y seré a todos definible, mi nombre tengo que daros, coincidente diametral siempre inmedible soy de los redondos aros. Tú, ¿en qué pensarías? – preguntó.

–¡Joder, Daniel! – exclamé-, ni que fuese tonto. En qué voy a pesar, y más conociéndote. Podías haber elegido un número menos significativo para mí de lo que lo es el pi. El mensaje es demasiado claro, no le veo ningún misterio.

–Te equivocas, es tan complicado como lo eran los juegos de tu padre. No hay un mensaje en esta definición; hay dos. Si cuentas las letras de cada palabra tendrás la mágica cifra que componen los veinte primeros números de pi. Es de lo más simple y sencillo, como bien has dicho, pero invisible. Y eso, su aparente invisibili-dad, me llevó a muchos descubrimientos más, entre ellos algo relacionado con los textos bíblicos, motivo por el que tuve que abandonar el convento.

–¿Me estás diciendo que has encontrado mensajes en los textos bíblicos? – exclamé un tanto escéptico, ya que tenía conocimiento de aquellas hipótesis que no habían sido demostradas.

–Sí. Encontré muchos mensajes cifrados, pero no sólo en los textos bíblicos, también en otros libros que tienen que ver con miembros relevantes de la Iglesia, y ésos fueron los que me llevaron donde estoy. Sin embargo, prefiero no hablar sobre ello ahora. Más tarde, cuando todo esto se haya solventado, hablaremos sobre mis investigaciones, que, de seguro, te impresionarán.

–No creas que olvidaré lo que has dicho -dije sonriendo con malicia.

–Dime, ¿recuerdas qué ponía en ese texto? Me refiero al que descifraste del manuscrito que tenía tu padre, ¿lo recuerdas? – preguntó.

–Perfectamente, lo aprendí de memoria -y empecé a recitarlo-: De viento que no de piedra fueron hechos los molinos. Gigantes son, tal como el caballero andante dijo. No fueron los libros que leyó sino el ruido de sus aspas lo que llenó sus horas de dolor y desatino.

Me miró, y tomando la etiqueta que colgaba de la máquina la leyó en voz alta:

Dichosa buscada y dichoso hallazgo -dijo a esta sazón Sancho Panza-, y más si mi amo es tan venturoso que deshaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando a ese hideputa de ese gigante que vuestra merced dice, que si matará si él le encuentra, si ya no fuese fantasma: que contra los fantasmas no tiene mi señor poder alguno… está claro, lo más probable es que tu padre dejara un mensaje en ambos textos. Creo que en éste pide que deshagas el entuerto o lo que puede que sea lo mismo: que investigues lo que sucedió. Probablemente su homicidio. Ése es el significado de este párrafo que aparece transcrito en la etiqueta. Y el dolor del que habla el texto que tú entresacaste de esa copia manuscrita del Quijote debe de ser la información a la que tuvo acceso o las investigaciones que llevaban a cabo.

–Eso no tiene sentido -dije-. No lo tiene, porque la máquina de escribir no pertenecía a mi padre; según la carta de las monjas, era de Salas, su mentor. Y el manuscrito que tenía mi padre, del que saqué esa frase, tampoco era de él.

–¿Cómo estás tan seguro de ello?

–Porque él no sabía que yo estaba a su espalda copiando las claves, y cuando terminó de descifrar una de las series numéricas lanzó una maldición. Dijo: «¡Maldito sea!».

–Si no era de él, y era de Salas, entonces el topo era éste -dijo, abriendo los ojos todo lo que pudo.

–Evidentemente -respondí.

–Y, según la carta de las monjas, Salas fue asesinado en las mismas circunstancias que tu padre, por lo que está claro que él intentaba que la información sobre la actividad que el grupo realizaba saliera a la luz, por eso también lo mataron. Quizás Salas avisó a tu padre en el texto de aquella obra manuscrita y él lanzó la maldición al enterarse. Pero ya los tenían localizados y los asesinaron. Creo que debemos ir al convento. Si las religiosas tenían estos objetos, debieron de mantener una relación estrecha con Salas y, por ende, sabrán muchas cosas que nosotros ignoramos y que nos pueden dar una idea más clara. Jana llegó al convento por algún motivo, algo debió de descubrir para que fuera allí -dijo mirándome.

–La foto -respondí-. Esta foto no era mía, nunca estuvo en mi poder. Es evidente que está hecha en el convento; no tienes más que ver que la pared frontal está cubierta de simbología católica. Claro que ese detalle no ha llamado tu atención, ni lo has percibido. Ves, todos tenemos fallos. Al estar tan acostumbrado a esos símbolos ni los has visto -dije irónico.

–Y la máquina de escribir, ¿tienes idea de por qué está sin teclas? – preguntó, sin contestar a mi provocación.

–No, pero dados todos los acontecimientos, lo más probable es que tenga un sentido preciso, aquí todo parece tenerlo, esto es como un gran jeroglífico.

–Es un laberinto, un auténtico laberinto en el que si no andamos con cuidado nos perderemos. No olvides que nuestras deducciones no son producto de datos concretos, sólo suposiciones establecidas a través de una lógica tan limitada como nuestros conocimientos de lo sucedido. Quizás la foto se la hayan dado las religiosas del convento y llegó a ellas por otro camino. Por el momento, lo único que nos puede llevar a no equivocarnos, cuando tengamos que elegir un recorrido, es nuestra memoria, sólo hay que tener memoria, nada más que memoria para ir hilvanando datos…

Capítulo 31

Cuando llegué al convento, sor Ángela estaba bajo el umbral de la gran puerta de metal oxidado esperándome:

–La madre superiora no tardará en recibirle. Le acompañaré a la parte trasera de los jardines. Le ruego entienda nuestro recogimiento, el que no le recibamos dentro de las instalaciones, desde hace años no solemos admitir visitas ajenas a la orden…

Me senté en un banco de madera, bajo la sombra de un abeto. En su tronco había un hueco oval que albergaba la talla de una virgen pequeña de ébano cuyos rasgos faciales habían desaparecido casi por completo. La temperatura, propia del mes de agosto, era alta y el ligero viento que corría entre los árboles hizo que mi espera fuese apacible. El jardín que rodeaba el convento, extenso, colmado de rincones sumergidos en una penumbra húmeda y silenciosa, precipitaba el recogimiento.

Daniel aguardaba a unos metros de la entrada principal, en el coche. Antes de emprender el viaje, me explicó sus motivos para no entrar en el convento. No quería que las monjas pudieran relacionarlo con la orden a la que perteneció. Si lo hacían, según afirmó, los motivos que le llevaron a abandonar los hábitos primarían sobre nuestra visita y tendrían repercusiones negativas en la información que nos disponíamos a recopilar:

–Entre la curia, estas cosas corren, como lo hacen las noticias del corazón, de plató en plató, antes de que el protagonista pise un estudio televisivo. Si me reconocen estoy seguro de que no hablarán contigo del mismo modo. Yo, en su lugar, haría lo mismo…

Respeté su decisión, aunque no sin recelo, y, por ello, decidí que una vez terminada la visita al convento, hablaría con él sobre mis dudas. Lo haría antes de emprender el viaje a mi pueblo natal, al que habíamos decidido que me acompañaría, como en el resto de la investigación.

Sor Laudelina, menuda y de estatura exigua, llevaba unas gafas de montura negra que le daban a su cara un aspecto cómico por lo paradójico de su tamaño. Las lentes ocupaban gran parte de su pequeño y arrugado rostro, como si la cabeza de la sor hubiera encogido o las gafas hubiesen crecido sobre aquellas orejillas que se ocultaban bajo la toca. Su caminar lento pero nada torpe, más bien armónico y desprovisto de arrastre, dejaba ver a cada paso las sandalias de cuero marrón picado por el uso y el paso del tiempo. Sujetaba entre sus manos una medalla de plata de gran tamaño que pendía de un cordón negro. Caminaba con la cabeza erguida y murmuraba una especie de jaculatoria. En el momento que apareció sobre el sendero arcilloso que separaba los parterres y que conducía al banco en donde yo estaba, me puse en pie para recibirla.

Cuando estuvo frente a mí, no dijo nada, sonrió y me miró de arriba abajo. Inclinó ligeramente la cabeza y con un gesto suave de su mano derecha me indicó que volviera a tomar asiento.

–¡Alabado sea el Altísimo!, ¡qué estatura tienen los jóvenes de hoy en día!

–No tan joven, madre, no tan joven -respondí sonriendo.

–Cuando sor Angela me dijo que había llamado, la noticia me llenó de alegría. Su padre aquí era muy querido, embalsamó a más de una de nuestras religiosas, eso sin contar el bien que nos hizo con sus medicinas. El tiempo en este lugar es muy frío, incluso hoy, en pleno agosto, se agradece una rebequita -dijo, colocándose la chaqueta que se le había deslizado ligeramente por la espalda-. Espero que el envío le haya llegado en perfectas condiciones -hablaba pausada, con reserva, sin dejar de mirarme fijamente, algo que me hacía sentir incómodo-. Salas, al igual que su padre, era un gran forense, un gran médico y un experto embalsamador. ¿Usted a qué se dedica? – inquirió mirándome aún más de cerca, escrutando mis rasgos faciales con un cierto descaro.

–Soy forense.

–Curioso. Según me relató la hermana Vasallo, su padre no quería que usted se dedicase a nada que tuviera que ver con la medicina. Pero la mayoría de las veces la historia parece repetirse, sobre todo cuando el pasado se olvida, es una máxima de la vida. Así que forense como su padre -asentí con la cabeza-. Entonces no le parecerá extraño que él se reuniera con once personas más que también eran forenses -dijo, sonriendo con una cierta suspicacia.

–Me era totalmente desconocido ese dato. Le confieso que, como bien supuso usted en su escrito, desconozco las actividades que ejercía mi padre en el convento; apenas sé nada sobre su trabajo en aquellos años. Y lo cierto es que hasta el momento no he querido saberlo. Como le dije a la hermana Angela por teléfono, ni tan siquiera conocía la existencia de Salas, ni que fuese mentor de mi padre y, menos aún, que hubiera muerto en parecidas circunstancias. Tampoco tenía conocimiento de que mi esposa hubiera mantenido contacto con ustedes. Imagino que la hermana Angela le habrá comunicado su fallecimiento.

–¡Por supuesto! Está en nuestras oraciones permanentemente. Le ruego me disculpe por no haberle manifestado mi pésame.

–No se preocupe. Como le dije a la hermana Ángela, tengo a su disposición todos los objetos que ustedes me remitieron para mi esposa. Si ustedes quieren que los devuelva al convento, lo haré inmediatamente.

–¡Por supuesto que no! La hermana me comentó sus intenciones. Como ya le he manifestado, hemos sentido mucho la muerte de su esposa, pero el fin que ella perseguía le ha conducido a usted al camino que debió recorrer hace unos años. Me refiero a que estamos convencidas de que esta investigación debió hacerse hace tiempo. Incluso sopesamos la posibilidad de que usted se llegara en cualquier momento al convento, la hermana Vasallo así lo creía. Sin embargo, fue su esposa quien lo hizo, llevada por el amor que sentía hacia usted. Estaba preocupada por su salud. Estaba muy inquieta, mucho. Y no era para menos, sabemos, siempre lo hemos mantenido, que las cosas que sucedieron venían de las altas instancias gubernamentales, pero eso, antes, no podía hablarse con claridad. Aunque ahora podemos hacerlo, tampoco hay que andar con ligereza, ya me entiende -dijo haciendo una pequeña pausa. Yo me encogí de hombros dando a entender que no sabía a lo que se refería para intentar que fuese más explícita. Pero no lo fue.

–¿Les dijo mi esposa cómo había llegado hasta ustedes? – pregunté.

–No entiendo -respondió arqueando sus cejas.

–Verá, hermana -continué, pausando mi alocución con el fin de que la sor entendiera mis palabras con la mayor claridad posible-. Mi esposa no sabía de la existencia del convento. Ella tenía los mismos conocimientos que yo sobre la vida de mi padre.

–Quiere saber si alguien la puso en contacto directo con nosotras o llegó por sí sola -asentí haciendo un gesto afirmativo con la cabeza-. Llegó hasta el convento por los archivos oficiales. Según me relató la hermana Vasallo, su esposa quería saber con exactitud qué actividades realizó su padre antes de ser asesinado. Y éstas fueron la autopsia de varias religiosas de este convento. Es probable que, si su esposa se hubiera decantado por otra línea de búsqueda, no hubiera llegado hasta aquí. Si ha sopesado la posibilidad de que alguien la condujera hasta nosotras, deséchela. Nadie se ha interesado por nosotras desde entonces. Incluso el homicidio de su padre y del señor Salas quedó extrañamente olvidado. Calificaron sus muertes como producto de la barbarie de un asesino en serie. Asesino al que nunca se identificó.

–Me gustaría que me relatase, si le es posible y tiene la amabilidad, todo lo que sepa relacionado con mi padre y su actividad en el convento.

–No tengo ningún inconveniente. Pero debe tener en cuenta que yo no conocí a su padre. Cuando llegué al convento él había fallecido. Vine a sustituir en su responsabilidad a la hermana Vasallo, que entonces era la superiora, ya que la enfermedad que padecía había dejado su salud mermada para continuar ejerciendo la dirección del convento. Ella fue la única de las hermanas que sobrevivió a la enfermedad que mató a las religiosas que habitaban el convento en aquellos años. Y su padre y el grupo de forenses que él había reunido para investigar en las causas de aquella extraña patología consiguieron atajarla a tiempo de que la hermana no falleciese. Ese fue el motivo prioritario y primigenio por el que los doce miembros del grupo se instalaron aquí. Aun así, aunque yo no viviese en primera persona aquellos hechos, le daré todos los detalles de los que disponga y pueda recordar -dijo, haciendo una pausa en su alocución para sacar un pañuelo del bolsillo interior de su hábito y sonarse la nariz-. Debe perdonarme, pero ando con la alergia a flor de piel -concluyó, estornudando con fuerza.

–Un antihistamínico le iría muy bien -dije.

–Lo tomo, pero no me hacen demasiado efecto.

Capítulo 32

Después de unos minutos de charla, sor Laudelina, sonriendo con un malestar no disimulado, me sugirió la conveniencia de mudarnos al banco que había frente al nuestro, situado de espaldas al convento. Allí, el sol no nos daría en la cara, como estaba sucediendo desde hacía unos minutos. Los rayos reflectaban sobre las lentes de la religiosa y le obligaban a utilizar su mano como visera. Una vez acomodados, en la medida de lo posible, sobre aquellos listones de madera vieja, picados de carcoma y astillados en sus aristas laterales, comenzó a relatarme todo lo relacionado con Salas; su llegada al convento y la relación con mi padre y los diez miembros restantes:

–El número de hermanas que habitaban el convento por aquel entonces era de quince. El convento era un lugar alejado y silencioso en donde, como ahora, no había ocasión más que para el recogimiento y la oración. Sin embargo, aquel recogimiento que le distinguía como el lugar más apropiado para un retiro espiritual, al que solían acudir muchos eclesiásticos y feligreses de las parroquias de la comarca, se vio perturbado por la enfermedad que comenzaron a padecer algunas de las hermanas que lo habitaban. La primera de las religiosas que manifestó la enfermedad fue la encargada de adecuar las estancias que estaban destinadas para acoger a los nuevos visitantes que harían sus ejercicios espirituales aquella primavera. El número de asistentes a aquellos actos había aumentado considerablemente. Las instalaciones se quedaron pequeñas para dar cabida a la demanda existente. Por ello fue necesario ampliar el número de celdas y se habilitaron los recintos aledaños a la cocina, situada en el sótano. Aquellas nuevas dependencias fueron ocupadas por las hermanas, que dejaron libres sus celdas habituales para los nuevos católicos que asistirían a los ejercicios espirituales. Allí, en las celdas aledañas a la cocina, fueron estableciéndose las hermanas y, del mismo modo, paulatinamente, una tras otra fueron enfermando y muriendo.

»El alejamiento del convento impidió establecer comunicación inmediata con el médico. Eso y la estación del año en que sucedieron los hechos, invierno, hicieron que la primera religiosa que enfermó falleciera sin recibir atención. Las hermanas, del mismo modo, se vieron obligadas a dar cristiana sepultura al cuerpo en un cementerio que, en la actualidad, sigue manteniéndose como tal, ya que en él permanecen los cuerpos de las catorce hermanas que fallecieron víctimas de un mal que, si bien llegó a ser atajado por Salas, no se pudo identificar con plena seguridad y exactitud.

»Salas llegó al convento atendiendo el requerimiento de uno de los cristianos que acudían año tras año a los ejercicios espirituales: el señor Enrique Fonseca, su padre. Cuando éste tuvo conocimiento de lo que estaba sucediendo se personó junto al que fue su mentor años atrás: el forense Salas. Cuando ambos llegaron, ya habían fallecido seis hermanas, y el convento fue aislado. Nadie podía entrar ni salir. Días después llegaron el resto de forenses, tras ser llamados por su padre.

»Después de que la enfermedad se erradicase y los forenses abandonasen el convento y el cuerpo de Salas fuera encontrado sin vida, llegaron los policías científicos. Se llevaron todos los enseres personales de su padre para estudiarlos en sus dependencias. Su madre manifestó a sor Vasallo que los agentes de la policía que invadieron su hogar minutos después del sepelio de su progenitor mostraron una falta de respeto y sensibilidad que nunca antes había presenciado, la misma que en el convento.

Capítulo 33

–Como ve, los acontecimientos que giraron en torno a la enfermedad que padecieron las hermanas de la congregación, el asesinato de Salas y posteriormente el de su padre están, en apariencia, relacionados. Es evidente que ello no tiene por qué delimitar razonamientos, pero sí lleva a establecer hipótesis sobre una posible vinculación, aunque ésta fuese circunstancial.

–¿La congregación sopesó, como usted manifiesta, la posibilidad de que existiera una relación directa entre los asesinatos y la enfermedad de las religiosas?

–Sí. Y así lo hicimos saber a las autoridades. Pero no se nos tuvo en cuenta. Sabemos que se nos ocultaron datos. Los motivos de esa ocultación son desconocidos para nosotras. Aún le quedan a usted muchas cosas por saber, pero antes, si no le importa, podríamos caminar unos minutos. Mi circulación es tan pesada. Le enseñaré el laberinto de arizónicas, allí, entre sus paredes vegetales, el calor de este estío infrahumano apenas si se percibe y la hinchazón de mis pies se atenúa considerablemente -dijo frotándose los tobillos, visiblemente inflamados y enrojecidos…

Como bien había manifestado sor Laudelina, el laberinto de arizónicas era un reducto de frescor y sombras. Los arbustos leñosos alcanzaban una altura de aproximadamente tres metros. La densidad de su follaje no sólo le daba a los pasillos umbrosos una insonorización extraña, sino que los anegaba del fuerte olor que caracteriza a esa especie.

–Como le decía, su padre y el señor Salas procedieron a la autopsia de los cuerpos de las hermanas fallecidas. Es evidente que éstos no se encontraban en las condiciones más idóneas para tal fin y que los datos no fueron lo esclarecedores que habrían sido de haberse efectuado antes los análisis forenses. Sin embargo, tuvieron que encontrar algo de relevancia en aquellos restos o en sus investigaciones dentro del convento pues, tras los exámenes, su padre solicitó la ayuda de diez forenses más.

–¿Sabe usted por qué mi padre seleccionó a esos diez hombres?

–Evidentemente para ampliar el campo de investigación. Los doce miembros, incluido él, eran forenses, y a su vez expertos en delitos de sangre. Aparte de su profesión, algunos de ellos ejercían actividades profesionales independientes. Salas era especialista en vidrio, tanto en soplarlo como en tallarlo y darle color, de ello dejó una buena muestra; doce cuadros con marco de cristal. Confeccionó uno para cada miembro del grupo. Los marcos eran de cristal de Murano, material que le fue enviado al convento. Era descendiente directo de italianos por línea materna. Todos los cuadros tenían un dibujo de un escarabajo egipcio. Concretamente el Jepri (Scara-beus sacer). Confeccionó también una vidriera que no sabemos dónde fue a parar. Sor Vasallo fue la única persona que la vio terminada. La hermana comentó la desaparición de la vidriera con los investigadores, pero, al no encontrarse ni haber sido vista por nadie, no hicieron el menor caso a sus palabras. Ella pensaba que en la vidriera, en su desaparición, podían estar algunas claves del homicidio del señor Salas.

–¿Qué le llevó a pensar eso a la hermana Vasallo? – inquirí.

–El dibujo. Representaba el pasaje más conocido de la historia que escribió Ovidio en su obra La metamorfosis sobre Dédalo e Icaro: la representación de la caída de éste. Una reproducción exacta de la obra de Cario Saraceni que se exhibe en el Museo e Gallerie Nazionali di Capodimonte, en Nápoles, al sur de Italia. Adonde es posible que se dirigiera su esposa. No sé si iría allí, pero es probable que quisiera contemplar esa vidriera in situ. A ella le llamó mucho la atención este aspecto.

–Pero ¿qué información podían barajar que fuese tan importante como para que los asesinaran?

–Ése es el gran misterio. Un día antes de que Salas fuese asesinado, el grupo había decidido disolverse. En apariencia todo estaba concluido, al menos el motivo por el que los forenses se habían reunido en el convento. Sor Vasallo, como ya le dije, madre superiora y última víctima de la enfermedad, había sobrevivido; estaba curada. La enfermedad le había dejado secuelas que se cronificaron, entre ellas una sordera irreversible, pero no la mató. Ninguno de los forenses enfermó, y el mal se dio por erradicado.

–Y el resto de los miembros del grupo, ¿qué fue de ellos? – pregunté

–El día antes de que Salas fuese asesinado, todos viajaron hacia Toledo, al igual que aquél tenía previsto hacer al día siguiente. Habían quedado en reunirse en la casa que uno de los miembros del grupo, el orfebre, tenía en la capital. Pero ninguno llegó a su destino. Su padre, antes de dirigirse a aquella ciudad, fue a visitar a su esposa, ya que la reunión del grupo duraría al menos una semana y tenía el deseo de verles antes, pues había permanecido mucho tiempo recluido. Pero su padre, desgraciadamente, al igual que Salas, nunca llegó a esa reunión. La misma noche que emprendió viaje a su residencia desapareció. Su madre, al no tener noticias suyas y recibir el comunicado del hallazgo del cuerpo de Salas, se puso en contacto con la residencia del orfebre en Toledo, pensando que tal vez su esposo estuviera allí. Los diez miembros restantes del grupo no fueron encontrados nunca. Ninguno de ellos llegó a la casa del orfebre. Desaparecieron sin dejar rastro, como si la tierra se los hubiera tragado.

–No entiendo nada.

–La policía sopesó la posibilidad de que todos hubieran sido víctimas del mismo asesino y que éste fuese uno de ellos. No era una hipótesis descabellada. Los investigadores siguieron los últimos pasos de los forenses, teniendo en cuenta la posibilidad de que el grupo hubiera sido engañado por el orfebre y que la reunión en su casa fuese una excusa para conducirles a una trampa. La reputación del orfebre, Hilario Ruiz, era dudosa, y se supo que en la capital era considerado por sus vecinos como un hombre taciturno y extraño, que apenas se relacionaba con nadie. Los rumores hablaban de que le visitaban individuos de otras nacionalidades que venían buscando las joyas que el forense confeccionaba y de las que no rendía cuentas a la autoridad competente. Algo en lo que también involucraron a Salas. Él era un magnífico vidriero, tanto que era capaz de simular piedras preciosas con sus vidrios y confundir a más de un incauto. En la casa del orfebre no se encontró ninguna pieza de valor, ni tan siquiera las herramientas o el material necesarios para la confección de aquellas supuestas alhajas toledanas, por lo que las actividades clandestinas de Hilario Ruiz quedaron como una leyenda.

–Y los familiares, ¿cómo reaccionaron ante las desapariciones? – pregunté.

–Todos eran solteros y no tenían familiares cercanos. Las desapariciones no fueron denunciadas por nadie, ni tan siquiera los bienes fueron reclamados y pasaron sin más preámbulo que el legal a manos del Estado. Eran personas, en cuanto a las relaciones sociales, diferentes al resto de los ciudadanos. Su profesión de forenses y la incapacidad de comunicarse con fluidez a través del lenguaje oral acentuaron aquella falta de relación social que todos padecían.

–¿A qué se refiere con lo del lenguaje oral?

–Todos los miembros del grupo eran sordomudos. Todos, excepto Salas y su padre, el señor Fonseca. Como le decía, su profesión, junto a la deficiencia física que padecían, en aquel entonces, les hacía muy diferentes al resto de sus conciudadanos. Es evidente que los problemas que tendrían para comunicarse, unidos a su profesión un tanto discriminada, rodeada de un halo oscuro y vinculada de forma estrecha con la muerte, fueron uno de los motivos para propiciar su manifiesta falta de relación social y sentimental. Su padre era coadjutor directo de la colectividad católica a la que ellos pertenecían. Dicha corporación estaba formada por forenses y su peculiaridad era precisamente el que todos sus miembros fuesen sordomudos. Su padre se reunía con ellos para dar cuenta de los avances habidos en su campo. Era uno de los pocos forenses en España que dominaba el lenguaje de signos a la perfección sin ser sordomudo.

»Cuando desaparecieron, cada miembro del grupo de investigación llevaba su cuadro y una llave con forma de cruz de Ankh. Sin embargo, todas las llaves aparecieron junto al cadáver de Salas, una de ellas en su estómago. Todo, absolutamente todo el material y objetos personales que les pertenecieron y de los que hicieron uso durante su estancia en el convento, se lo llevaron ellos en aquel viaje, y con ellos se perdió. Cabe la posibilidad de que desaparecieran voluntariamente. Que huyeran o que tuvieran algo que ver en las muertes.

–Es muy probable que tenga usted razón -dije, recordando todo lo que Josep me había dicho sobre mi padre y sus actividades. Relacionando incluso su desaparición de Barcelona con la de los forenses-. Mirado desde ese ángulo es la hipótesis más razonable. Y, dígame hermana, si Salas iba a ir a Toledo, ¿por qué no hizo ese viaje con los forenses, junto al grupo? – pregunté.

–Salas retrasó su viaje porque, según le manifestó a sor Vasallo, había quedado con un biólogo en el pueblo para hacerle entrega de unas muestras de las especias que se cultivaban en el invernadero del convento. Había plantas originarias de América del Sur que, según él, mostraban un crecimiento irregular para el medio donde se cultivaban y quería saber a qué era debido. Pero, como ya sabe, nunca llegó a aquella cita. La orden siempre ha creído que hubo algo más que la enfermedad de las hermanas para que los forenses se reunieran. Algo tuvo que suceder ajeno a la enfermedad de las religiosas, algo que aún se nos escapa. Ahora, si me disculpa, debo dejarle, los oficios religiosos me reclaman.

–Me gustaría poder continuar la conversación, hay algunos puntos que no me quedaron claros del todo y querría preguntarle sobre ellos. Si usted no tiene inconveniente, por mi parte puedo esperar a que termine sus rezos.

–Creo que el padre Daniel le podrá dar la información que le falte, todo lo que he omitido es conocido por él a la perfección. Del mismo modo que conoce las instalaciones. Aunque le está vetada la entrada en el convento, hubo un tiempo en que fue casi su residencia habitual, prácticamente dormía en la biblioteca. El cementerio era su lugar de meditación, se pasaba las horas muertas sobre la colina. Tienen mi permiso para visitarlo. Dígale que haremos una excepción por esta vez, sólo por usted, pero que únicamente puede pisar el camposanto. El convento le sigue estando vetado. Sospecho que el padre Daniel le habrá contado la historia a su antojo. Es evidente que la narración que él le haya dado de los hechos nada tendrá que ver con lo que yo le he relatado. Aunque por su expresión me atrevería a afirmar que le ha engañado y no le ha dicho absolutamente nada sobre su vinculación con nuestra orden -dijo sonriendo con cierto aire de malicia infantil.

–Pues no, hermana, no sé de qué me está hablando -dije contrariado.

–El padre Daniel es un experto embaucador. Exíjale que le dé todas las explicaciones sobre su permanencia en el convento y la relación que ésta tuvo con su padre y los forenses. Pensé que le acompañaba por esos motivos, que a tenor de lo sucedido con su esposa habría tenido la honestidad de hablarle con sinceridad. Veo que no ha sido así, y es una verdadera pena, porque ello me indica que aún sigue con sus propósitos, que no ha abandonado la senda del mal y, lo más grave, que no se ha arrepentido.

–He de confesarle que desde que conocí al padre Daniel tuve dudas y recelé de su comportamiento.

–El padre Daniel debe explicarle sus intereses en este asunto. A mí me cuesta repetir sus palabras, son una blasfemia y no pienso hacerlo. El cementerio es aquél; las hermanas tuvieron que improvisarlo cuando la enfermedad comenzó a llevárselas -dijo, señalando una parcela que se ubicaba a unos metros, en la ladera de la colina que parecía proteger la parte trasera del edificio del viento que bajaba por las montañas-. Allí están enterrados los restos mortales del señor Salas, junto a los de las hermanas que murieron. Como ya le comenté, nadie los reclamó y la orden les dio sepultura en agradecimiento a su labor cristiana. Quizás le sea interesante ver la disposición que se les dio a las sepulturas según fueron falleciendo las religiosas. Me refiero a que, una vez que el señor Salas y su padre estuvieron establecidos aquí, las hermanas que infortunadamente fenecieron fueron enterradas según Salas dispuso, ya que él era el encargado de tan triste menester. Su disposición es un tanto extraña. La ubicación forma una cruz. Aunque el padre Daniel siempre se haya empeñado en demostrar que no lo es. Salas era un católico practicante y fiel devoto, y la exhumación a la que procedió correspondía a religiosas, por ello, el símbolo más apropiado era la cruz de nuestro Señor. Lo único que llama mi atención poderosamente, e imagino que también lo hará con la suya, son los rosetones de cristal azul marino que el señor Salas puso en el centro de las cruces. Es una verdadera lástima que falten algunos. La barbarie humana es indescriptible, inenarrable. El cementerio ha sido víctima de expolios durante mucho tiempo, y últimamente más, por ello hemos pensado trasladar los restos mortales de las hermanas a un lugar más seguro, pues queremos evitar más profanaciones. Como verá, todo lo sucedido es tan razonable y al tiempo tan ilógico que uno no sabe en qué lado de la historia quedarse. ¿No cree?

–Cierto, hermana, pero estará de acuerdo conmigo en que tiene más de irracional que otra cosa. Hubo poca investigación sobre lo sucedido, muy poca.

–Sólo nosotras y nuestra orden hemos estado interesadas en esclarecer lo ocurrido. Únicamente nosotras.

–Creo que Daniel también está interesado -apostillé con cierto temor.

–El padre Daniel ha mancillado con sus investigaciones el nombre de la Iglesia católica, nuestra fe y nuestra conducta cristiana. Él no ha investigado nada, jamás ha tenido otro interés que manchar nuestro honor y nuestra fe. Dígale que le hable de sus conocimientos sobre criptografía, seguro que tampoco se los ha mencionado.

–No se ofenda, pero… ¿Está segura de que Daniel es la misma persona a la que usted se refiere? Daniel no conoce la criptografía, lo he comprobado.

–¿Cómo puede dudar de mis palabras? – inquirió. Yo me encogí de hombros-. Por supuesto que me refiero al hombre que le espera en su coche. Las hermanas lo vieron bajarse con usted, las ventanas del convento están muy bien ubicadas -dijo socarrona-; el padre debe de haber olvidado ese aspecto. Usted debe de poseer algo que él necesita para alcanzar sus fines, por eso le acompañó hasta el convento…

Capítulo 34

Mi escala de valores y prioridades había sufrido un cambio drástico tras la narración de sor Laudelina. Saber qué había pasado tras aquellas paredes, qué hacía mi padre, quién era realmente, por qué lo mataron, se había convertido en lo único importante para mí. Incluso la maldita grafía del número pi dejó de inquietarme. Qué misterio podían esconder aquellos acontecimientos para que Daniel hubiera puesto en peligro su reputación, sus hábitos, para que me hubiera engañado de aquella forma tan desconsiderada.

La orografía del terrero en donde se ubicaba el cementerio trajo a mi memoria el camposanto de Ohanes, en Almería. La parcela tenía tal verticalidad que los muertos bien podían haber sido enterrados de pie. Visto desde abajo, daba la impresión de que la tierra, consciente de lo que albergaba, quería deshacerse de ello, hacer que las cruces que salpicaban de un blanco sucio su verde vertiente resbalaran ladera abajo. Desde los pies de la colina, alzando la vista, se podía contemplar el cementerio en su totalidad y distinguir a la perfección la cruz que la disposición que se le había dado a las sepulturas de las religiosas formaba, tal y como sor Laudelina había manifestado. Al fondo, en una hilera, estaban las cinco tumbas de las hermanas que fallecieron antes de que el grupo de forenses llegase, que no tenían mayor particularidad que el haber sido enterradas en línea recta, en horizontal y en la parte más alta.

La capilla, compuesta de un único habitáculo rectangular, no tenía ni tan siquiera campanario, sólo una cruz de metal oxidado que presidía la entrada. En su tejado, una veleta vieja en cuyo centro habían incrustado un rosetón de cristal azulón. Éste era igual a los que había en el centro de las cruces de las lápidas de las religiosas. De ellos sólo quedaban dos intactos. Como sor Laudelina había manifestado, el resto había sido expoliado.

Salas estaba enterrado en uno de los costados de la capilla, y su lápida tenía una inscripción de un verso del poeta mexicano Juan José Tablada a modo de epitafio:

Al golpe del oro solar, estalla en astillas el vidrio del mar.

La puerta del oratorio estaba abierta, por lo que pude contemplar el habitáculo de paredes desnudas y desconchadas sin más adorno que una cruz de madera que, desde el tabique frontal, presidía el recinto. No recuerdo con exactitud el tiempo que permanecí dentro. Me quité la americana y me senté en uno de los tres bancos de madera que había frente a la cruz. Marqué varias veces el número del teléfono móvil de Daniel, pero, como me había dicho antes de que yo entrase en el convento, debía de tenerlo conectado a la red del portátil para ver si la información que había pedido a un amigo del obispado le llegaba vía e-mail durante la mañana.

Cuando llegué al coche, Daniel estaba sentado bajo uno de los cipreses que daban la bienvenida a los visitantes en la entrada de la abadía. La sombra que proyectaba una de sus ramas rotas, que se inclinaba moribunda, oscurecía su frente y le daba a sus rasgos una siniestra y enigmática expresión. Sujetaba en su mano izquierda una hebra de hierba seca. De vez en cuando se la llevaba a los labios y, sin dejar de hablar por el teléfono móvil que sujetaba con su mano derecha, le daba una mordida y la estiraba con sus dientes. Mientras hablaba no dejaba de observarme. Mantenía el cuello erguido y la barbilla ligeramente levantada, lo que le daba un cierto rictus de superioridad:

–No sabes lo que agradezco tu información; el que hayas puesto en peligro tu puesto significa mucho para mí. No será en vano, recuerda que te tendré informado de todo y que si encuentro el texto te lo haré llegar fotocopiado. El original es mío, ¿OK? – concluyó cerrando la línea telefónica-. Y bien, ¿cómo te fue con sor Laudelina? Tiene un carácter áspero como la superficie de una lija del treinta -dijo, haciendo intenciones de levantarse, pero yo le indiqué que permaneciera como estaba.

–Me fue bastante bien -respondí, sentándome a su lado y mirándole de frente fijamente.

–No vas a decirme nada. Imagino que la monja te habrá puesto en antecedentes de quién soy. Vi el hocico de toda la congregación pasar por la ventana de la biblioteca, son como hienas, se acercan poco a poco y olisquean desde lejos, asegurándose de tener su pieza bien controlada. Ese ventanal es el mejor lugar para inspeccionar los alrededores. La mejor vista de la entrada del convento es desde allí -dijo, señalando la ventana en la que se veía la silueta de una religiosa-. Sor Angela se ocupó de que supiera que me habían visto acompañarte. Se ha paseado varias veces frente a la entrada. Mirando por el rabillo del ojo. Yo me levantaba y la sonreía. Confieso que me ha gustado el juego, ha sido simpático ese intercambio furtivo de miradas irónicas. Si no fuese por el fanatismo que empacha sus neuronas…, son como crías púberes, incluso se ruborizan ante los halagos. Lo importante es que te hayan dado toda la información que necesitabas. Si lo han hecho, será más factible que creas lo que debo contarte.

–Tienes que contarme demasiadas cosas -dije.

–Lo sé, lo sé. Ya he sopesado todo eso; lo hice antes de decidir acompañarte al convento, sabía que me arriesgaba a que el relato de las religiosas y la opinión que tienen sobre mí y mis actividades me dejaran fuera de todo, que echaran a perder el trabajo que he realizado durante todo este tiempo. Tú eres mi única posibilidad. He arriesgado mucho, y espero no perder nada. Te daré todas las explicaciones que necesitas, pero antes tengo que enseñarte una cosa -dijo, cogiendo su ordenador portátil y encendiéndolo. Tras ello sacó de su carpeta una copia exacta del trazado que yo había dibujado en la pared del dormitorio-. Sé lo que son estas galerías, como tú las llamaste desde el principio. Lo sé porque no lo son -concluyó sonriendo irónico.

–¿Has tenido la desvergüenza de copiarlo sin decírmelo?

–No tenía por qué hacerlo y era posible que si te lo decía te hubiera molestado. Preferí investigar solo, es a lo que estoy acostumbrado desde hace demasiado tiempo. La subjetividad de la mayoría de las personas que me han acompañado en esta investigación sólo me ha traído problemas y una gran pérdida de tiempo. Es difícil encontrar gente objetiva. Tú tampoco lo eres; tus sentimientos te desbordan, de no ser así, hace tiempo que habrías llegado a la abadía, pero no, hasta que no han sucedido estos desgraciados acontecimientos, no has querido involucrarte en nada de lo que tu padre hacía. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra -concluyó, girando la pantalla del ordenador portátil hacia mí.

En el monitor aparecía una vista parcial de un plano que representaba varias calles de una ciudad.

–No entiendo -dije mirándolo.

–Ésas son tus galerías -dijo poniendo el folio al lado de la pantalla-. Como ves, siguen la misma distribución. Son exactas.

Durante unos instantes permanecí atónito contemplando la similitud de ambos trazados. Le quité el folio de las manos y lo superpuse a la pantalla.

–¿Cómo has encontrado esto? – pregunté impresionado-. ¿De dónde son estas calles?

–Estuve bastante tiempo intentando encontrar un edificio: una catedral, un convento, un museo…, algún sitio cuya estructura coincidiera con el trazado. Pero no lo conseguí. Finalmente decidí mandar el plano a algunos amigos arquitectos para que me dijeran su opinión al respecto. Los tres coincidieron en que el trazado no podía corresponder a un edificio, tampoco a sus posibles sótanos -dijo señalando las líneas-. Uno de ellos dijo que más que galerías parecían calles. Eso me llevó aquí -dijo señalando la pantalla del ordenador-. Había estado a la vista desde el principio, era el lugar más idóneo y, por ello, quizás, se me pasó. El lugar donde los forenses solían reunirse y a donde nunca llegaron aquel fatídico día.

–¡Toledo! – exclamé.

–Exactamente, es un plano de parte del callejero de Toledo. Este punto, el que corresponde al reflejo que no enlaza con ninguna línea, creo que debe de ser el lugar que corresponde al recinto que, posiblemente, abre esa llave, la misma que todos los forenses tenían. Ésa es mi hipótesis.

Capítulo 35

Daniel estaba en lo cierto, las coincidencias era muchas. Su descubrimiento me entusiasmó, pero antes de darle ninguna opinión sobre sus investigaciones, antes de seguir con todo aquello, necesitaba una explicación a su comportamiento:

–Bien, ¿dime por qué me has ocultado tu vinculación con el convento?, ¿qué investigabas allí?

–Deberíamos emprender el viaje de regreso y durante el recorrido iré dándote todos los datos que me pides. Nos queda mucho por averiguar, entre ello, el motivo por el que tu esposa llevaba ese bote de gotas en el bolso. Algo que parece has olvidado.

–No he olvidado nada.

–Kant decía que el conocimiento de las cosas pasa por conocer las formas o maneras que tenemos de conocer. Y ese conocimiento, no siempre, pero sí muchas veces, pasa por tener que descifrar algo. Eso es lo queen realidad nos atrapa, no es el misterio en sí, sino el proceso que llevamos durante el descubrimiento. Es irresistible, fascinante. El problema es que esa ciencia aumenta la codicia y la necesidad de saber: saber quién sabe y saber cuánto sabe el que sabe. Un verdadero problema. Ahí reside uno de los puntos más trascendentales de esta historia y de mi comportamiento. Estoy atrapado en la investigación, en el proceso más que en su finalización. Aunque no lo creas, eso fue lo que me llevó hasta tu padre y el convento: la curiosidad, esa fascinación que tan bien describió Kant. Pero la historia es larga y tal vez no te interese.

–Tenemos todo el tiempo del mundo -respondí-. Me muero de curiosidad -concluí burlón, haciendo un gesto con mi mano para que continuase.

–Realizaba un trabajo sobre Ignacio de Loyola y éste, en un primer momento, se centraba en La vida de Loyola, el libro que Ribadeneyra escribió sobre la vida y peregrinaje de Loyola, basado, supuestamente, en la autobiografía del padre Loyola. Mis investigaciones centradas en su autobiografía El peregrino hicieron que me topara con hipótesis que ya había oído comentar en muchos círculos, pero a las que la Iglesia y algunos historiadores tachaban y tachan de rumores levantados por personas que gustan de buscar enigmas donde nunca los hubo: la paridad entre El peregrino y el Quijote. El tema me absorbió tanto que dejé de lado la búsqueda de las andanzas del de Loyola, que en aquellos momentos se centraban en sus múltiples estancias en Barcelona, y comencé a cotejar ambos textos, el autobiográfico y el de Ribadeneyra y, por supuesto, la relación entre los ocho primeros capítulos del Quijote y la obra de El peregrino de Loyola. Los textos están estrechamente relacionados, tanto en contenido como en método narrativo.

–¿Qué relación tienen esos textos con el convento y lo que sucedió?

–La relación entre El peregrino, el Quijote y la abadía es Salas, el forense mentor de tu padre -respondió tajante, al tiempo que sus labios dibujaban una sonrisa irónica-, todos sus mensajes están estrechamente relacionados con la obra magna de Cervantes, incluso la etiqueta que colgaba de la máquina de escribir que te enviaron las monjas recoge una parte de la obra de Cervantes. Es evidente que en ella hay una clara referencia a lo sucedido, que ese extracto fue sacado con premeditación.

–Lo más probable es que eligieran ese texto para encriptar sus mensajes porque ambos lo dominaban. Para mi padre era una de sus obras preferidas.

–Desde siempre han existido hipótesis y sospechas sobre la posibilidad de que el Quijote escondiera un mensaje. Este supuesto misterio, se decía, estaba relacionado con asuntos eclesiásticos o propósitos satíricos contra determinadas personas e instituciones; contra la Iglesia católica. La biografía cervantina ha originado durante los siglos xix y xx un cúmulo de teorías. Muchas de ellas, desgraciadamente, han quedado en el olvido. Yo había apartado mis estudios sobre Loyola para centrarme en esclarecer la verdad de aquellas hipótesis y lo hacía con el permiso de mis superiores, que veían en mi investigación el punto y final a muchas conjeturas que no eran de su gusto. Todo iba por los cauces previstos hasta que cayó en mis manos un libro que me condujo a un terreno en el que la Iglesia comenzó a tambalearse frente a mis ojos, un descubrimiento que me hizo cambiar la línea de investigación seguida durante tanto tiempo. Las semejanzas entre los primeros capítulos del Quijote y los primeros capítulos de El peregrino. Los orígenes de las hazañas del viejo hidalgo manchego son esencialmente los mismos que los de nuestro monje -dijo, sonriendo malicioso al ver mi expresión de asombro ante aquellos hechos que desconocía-. El Quijote está repleto de expresiones propias de la vida de Loyola. Correspondencias en los temas que se tratan y un sinfín de anécdotas parodiadas por Cervantes. Lo más curioso es que nadie ha conseguido llevar esas analogías más allá de los primeros capítulos. La vida de Loyola no fue escrita por éste sino por Ribadeneyra. Él la escribió con el objetivo expreso y velado de suplantar a otra anterior cuyo autor era Loyola y con la que la Iglesia, y sobre todo los dominicos, no estaban de acuerdo. Diez años después de la muerte de Loyola, el libro que conocemos como autobiografía o relato de El peregrino, dictado por Loyola a un compañero en 1555, fue ocultado. El texto fue secuestrado por la compañía desde 1565 hasta casi la segunda mitad del siglo xx. Durante todo ese tiempo la autobiografía no existía. En la actualidad se desconocen los verdaderos motivos sobre su desaparición. Defendí, durante un tiempo, la hipótesis de que Cervantes había plagiado parte de la obra de Loyola. Se había servido de ella para ridiculizarlo y criticar a la Iglesia de una forma velada, interlineada, salvando así los posibles problemas que podían generarle dichas letras. Hasta ahí todo fue bien y conté con el beneplácito de todos, pero cuando sopesé la posibilidad de que existiera un acuerdo secreto suscrito entre jesuítas y dominicos para suavizar lo que la autobiografía de Loyola relataba, comenzaron los avisos, las advertencias. Cuando planteé mis conjeturas la curia se me echó encima.

»La estancia en Roma de Cervantes, sus amistades, que tenían contactos con círculos religiosos y literarios, llevan a suponer que el escritor tuvo acceso a la primera biografía ignaciana. Como imaginarás, estas afirmaciones no sentaron bien, y se me encomendó abandonar dicha investigación y los escritos que estaba realizado, algunos de los cuales tuve que entregar, aunque otros aún permanecen en mi poder.

–¿Estás diciéndome que los dominicos exigieron a los jesuítas que hicieran otra biografía más suave?

–Más o menos. Los dominicos, para lograr sus propósitos, debían hacer que la Compañía de Jesús no sólo diese un drástico giro ideológico, sino que también se exigió a los jesuítas que demostrasen sus verdaderas intenciones de favor hacia la línea que seguía la institución en aquellos años. Y esto bien podía ser: hacer desaparecer el relato de El peregrino. Un texto claramente erasmista y, por ende, contrario a lo que ellos defendían. En ese relato, Ignacio de Loyola narra con exactitud la injusta persecución a que fue sometido por los dominicos en sus primeros años de apostolado evangélico. Ese texto se debía sustituir por otro libro en el que todas esas injusticias quedasen, tras una máscara de carnaval, ocultas. Disimuladas tras el resto de los acontecimientos. El acuerdo se llevó a término y, para muchos, fue la pérdida de sus esperanzas. Se había derrotado al humanismo erasmista y el fundamentalismo de Trento había vencido. Como verás, los intereses de la humanidad no cambian mucho de unas épocas a otras, de unos estamentos a otros -dijo.

–¿Qué te llevó al convento y a establecer una relación de todo lo que me has contado con Salas, con los forenses?

–La mano de Dios. Haciendo caso omiso a los llamamientos de mis superiores, decidí dejar los hábitos y seguir con ello por mi cuenta. Ellos no me impusieron dejar los hábitos, me obligaron a tomar una decisión y me decanté por seguir con las investigaciones libre de condicionantes. Eso fue después de mi estancia en el convento, ya que hasta ese momento no hablé de mi hipótesis real con nadie. Lo hice cuando llegué casi al final de mi investigación, cuando sor Vasallo descubrió los verdaderos motivos que me habían llevado allí. La posibilidad de que la autobiografía de Loyola, la verdadera, la auténtica biografía, permaneciese oculta en algún lugar, protegida por la Iglesia, y que en sus páginas hubiera algo más trascendental que una crítica a las instituciones y su forma de actuar en aquellos años me absorbió.

–Entonces, según tú, la biografía que se dio a conocer tampoco era la verdadera.

–Una autobiografía de un monje que había llevado una vida ejemplar y cuyas enseñanzas y actos eran dignos de beatificación y canonización no era lógico que desencadenara semejante revuelo y misterio, aunque criticara y denunciase agravios. Era evidente que el texto de El peregrino recogía algo más trascendental que simples y vulgares críticas y denuncias a las que la Iglesia católica siempre ha estado expuesta y las ha sufrido sin tanto estrépito. Si no hay por qué enfadarse, cómo es que se enfadaron tanto, me pregunté. Desde ese momento comencé a buscar los rastros del texto, los lugares en donde podía haber estado y el tiempo que permaneció en cada uno de ellos, durante esos cuatro siglos de secuestro. Así fue como llegué al convento, a Salas y sus textos encriptados. Y después de que expusiera mi hipótesis, después de que la hermana Vasallo y sor Laudelina se dieran cuenta de que mis investigaciones las señalaban como partícipes en la desaparición y ocultación de ese texto y otras pertenencias del santo, y que esa ocultación podía haber sido uno de los motivos principales para que se cometieran los homicidios y los forenses desapareciesen, las hermanas, escandalizadas y ofendidas, decidieron ponerse en contacto con las altas instancias.

–¿Cómo es posible que afirmes con esa ligereza que las religiosas están implicadas en los acontecimientos de la abadía? No es de extrañar que sientan rechazo hacia ti. Murieron quince hermanas, ¡por Dios! – exclamé.

–Si mi hipótesis está bien encaminada, ese texto debe contener algo de mucho valor. Es posible que ellas no sean las responsables de las muertes ni de las desapariciones, seguro que es así, pero sí son responsables de la ocultación del texto y, por consiguiente, si éste está relacionado con los crímenes, son responsables indirectas de lo acontecido en su abadía.

–Es probable que tengas razón en que las religiosas tuvieran la copia de esa autobiografía de Loyola, pero, para mí, no es factible el que ocultasen datos tan relevantes como para provocar los homicidios, más aún cuando la autobiografía ya era pública. Creo que tu curiosidad te ha cegado.

–Como ya te he comentado, mis indagaciones iban encaminadas a desvelar el origen real de las semejanzas entre El peregrino y el Quijote. Es probable que Cervantes tuviera acceso a la obra secuestrada de Loyola. Si tenemos en cuenta la comunicación en aquella época, quiero decir la forma en que las noticias se daban a conocer, aquélla era la forma más idónea de hacer que una crítica de los estamentos llegase al pueblo. La autobiografía de Ignacio había sido ocultada por la Iglesia previo acuerdo con los dominicos, por lo tanto nadie conocería su contenido, los verdaderos pensamientos del santo, sus reivindicaciones, las torturas y vejaciones a las que fue sometido por propugnar el erasmismo que los tribunales de la Inquisición tanto temían. Incluso se le llegó a juzgar por ello.

–Entiendo que te excomulgaran. No es que lo vea muy descabellado, ya que, según lo cuentas, tiene bastante lógica, pero es insultante.

–Sí, pero no descabellado. Además, no entiendo por qué tanto revuelo, tanto aspaviento, si no les estaba inculpando a ellos. Mis hipótesis están basadas en acontecimientos sucedidos cuatro siglos atrás. Ellos, de ser cierto lo que planteo, no eran los responsables.

–Tus conjeturas les salpican tanto como si lo fuesen. Ya sabes que hoy no sólo se le imputa a la gente lo que hace, sino también lo que hicieron sus antepasados; el rencor histórico está a la orden del día, tan vivo como la ambición. Creo que eso es lo que sor Laudelina defiende. Estarás conmigo en que, en la actualidad, la memoria histórica suele ir acompañada de odio. Hay que tener mucho cuidado con lo que se dice y cómo se da a conocer.

–Cuando llegué a esas conclusiones decidí continuar con el estudio de la vida de Loyola y volví sobre todo aquello que había dejado sin concluir: las estancias, idas y venidas del santo en Barcelona. Y fue allí, en la Ciudad Condal, donde encontré la vinculación de nuestras hermanas con Loyola, con El peregrino, con Salas y con el Quijote.

–Entiendo que encontraste una relación de Loyola con las religiosas de esta abadía.

–Con estas hermanas no, con la orden de religiosas a la que pertenecen. Loyola tuvo relación con la orden de las Jerónimas, una relación estrecha. En concreto con una de sus hermanas, sor Antonia Estrada, tornera del convento de Jerónimas de la plaza de Pedro de Barcelona. Tuvo conexión con varias órdenes de religiosas, entre ellas las Benedictinas de Santa Clara, las Dominicas de Ntra. Sra. de los Santos Angeles y las Jerónimas. Y esta última es la orden de esta abadía y con la que tuvo una relación más estrecha. Lo que le trajo muchos problemas al padre Ignacio.

–¿Y? – inquirí con curiosidad-. Eso no tiene por qué ser relevante, sino algo lógico dada su condición de religioso.

–Hay cartas en las que una religiosa llamada sor Mariana, que contaba con setenta y dos años de edad, habla de sor Antonia Estrada, describiéndola como una religiosa de vida perfecta, que mantenía con el padre Loyola una relación estrecha, asegurando que éste visitaba el convento muchas veces y mantenía conversaciones espirituales con las monjas. Existen documentos que hablan del regalo de un cofrecito con reliquias que el padre Ignacio trajo de Tierra Santa y del que le hizo entrega a la hermana tornera en agradecimiento a la limosna que casi diariamente recibía de su mano. Este cofrecito se conservó en el convento hasta la Semana Trágica de 1909, cuando desapareció sin que aún se sepa dónde está. Junto a este cofrecito es evidente que también podían estar los documentos escritos o dictados por el padre Loyola a la hermana tornera. Dados los altercados que comenzaron a producirse, la orden, antes de que los disturbios fueran a mayores, como así sucedió, se apresuró a sacar el cofre y los documentos que guardaba y lo mandó fuera de Barcelona. A este convento -dijo señalando la puerta de la abadía-. Todo indica que es aquí donde han permanecido ocultos desde entonces. Y aquí se encontraban cuando tu padre y sus forenses, aparte de intentar frenar la epidemia que aquejaba a las hermanas, traducían las profecías que Loyola realizó cuando comenzó sus estudios de gramática.

–No tengo conocimiento de que mi padre estuviera traduciendo ningún texto. La sor no mencionó ese punto.

–El que no lo mencionase es lógico. ¡Cómo iba a hacerlo! De un tiempo a esta parte, desde los años cuarenta, algunos organismos internacionales las han buscado sin descanso. Organismos relacionados directamente con investigaciones tecnológicas. Organismos a los que tu padre sabemos que pertenecía y para los que trabajaba. Es probable que tu padre y Salas fuesen enviados al convento para sacar de allí esa información. La excusa más convincente para entrar y tener acceso a ello era la enfermedad que asoló el convento y que de seguro no era desconocida sino provocada por alguien que entonces, como yo lo he hecho hace unos meses, descubrió que las cartas del santo o los documentos que le dejó a la hermana tornera podían contener algo más que revelaciones de fe. Algo que se buscó en El peregrino y no se encontró. El motivo real por el que fue secuestrada la obra durante cuatro siglos. El rumor que recorre muchos círculos desde hace años dice que los textos de Loyola dan detalles y pruebas de la existencia de un experimento tecnológico de magnitud inimaginable. Según esos rumores, Loyola y Cervantes intentaron, a través de sus textos, que aquella revelación fuese dada a conocer. Sea como fuere, lo que es evidente es el interés de la ciencia y la Iglesia en este tema.

–¿Qué tiene que ver la Iglesia con la ciencia? – pregunté desconcertado.

–Siempre han sido enemigos acérrimos e incondicionales. La ciencia representa todo lo que se puede demostrar, tocar, todo lo que tiene una explicación. La Iglesia, lo que no se ve ni se toca. Ninguno se aventura a asegurar que Dios es fe y ciencia, que la ciencia jamás estuvo ni estará reñida con Dios porque él es pura ciencia. Créeme, tu padre y sus compañeros fueron enviados aquí como simples conejillos de Indias. Dentro del grupo había alguien que sabía lo que sucedía, alguien que pensó que ninguno del grupo se percataría de lo que en realidad estaban buscando. Alguien que aprovechó la confianza generada en el convento para hacerse con la información que se llevaba buscando durante más de cuatro siglos. Pero uno de ellos descubrió el verdadero motivo de la permanencia del grupo en el convento y, lo más terrible, que la enfermedad de las religiosas sólo era un señuelo y, por lo tanto, sus muertes podían ser homicidios, crímenes. No puedo asegurar que tu padre tuviera conocimiento de los motivos reales de su estancia, ni que él y Salas estuvieran informados de lo que allí se gestaba. En realidad aún no sé quiénes lo sabían y quiénes eran desconocedores de lo que sucedía. De lo que sí estoy seguro, y cada minuto que transcurre estoy más convencido, es de que los forenses fueron enviados al convento para dar con esos escritos. Todo indica que fue Salas quien lo descubrió e intentó sacarlos de los muros del convento a través de sus mensajes encriptados.

–Afirmas que los mensajes de Salas iban dirigidos a alguien para que hiciese públicos los descubrimientos que supones había en los textos ocultos de Loyola, y que éstos contenían información relevante no de la Iglesia, sino de avances o descubrimientos científicos tan importantes como para matar a dos personas más las doce religiosas, descubrimientos correspondientes a aquel siglo. Si es así, no esperes que le dé relevancia a tu hipótesis. Es descabellado; aunque tu investigación sea interesante, me parece que es poco probable que un texto de aquella época contenga algo tan significativo como para ocultarlo, y menos que tuviese ningún cariz científico de relevancia para aquellos años -dije sonriendo irónico.

–Exactamente eso es lo que he dicho y lo que creo. No deberías menospreciar los avances científicos de aquel siglo, el mismo en que vivió Leonardo da Vinci. Te recuerdo que él fue un inventor, por citar sólo una de sus virtudes, excepcional. Leonardo nació en 1452, treinta y nueve años antes que Loyola, que nació en 1491. Leonardo era un genio y sus hipótesis, inventos… aún siguen siendo inexplicables, no sólo para aquellos tiempos, incluso en la actualidad.

»Los que se asientan en los cimientos del poder siempre han buscado privar al hombre de su capacidad de razonamiento, porque saben que es la única forma de dominar este mundo. Si el ser humano puede llegar a ser doblegado es únicamente a través de la posesión de ésta. La manera más certera de hacerlo es despojándole de todos los conocimientos posibles; ése, y no otro, es el primer paso para la dominación de la mente. La ocultación de descubrimientos, de investigaciones, de textos, que se ha llevado a cabo durante siglos, es una prueba evidente de ello, de lo peligroso que es para los gobernantes que el hombre piense, que razone, que decida y elija.

»Si los textos de Loyola no están relacionados con lo que sucedió, Salas los utilizó, igual que utilizó el Quijote para llamar la atención, para sacar su mensaje del convento, de "La isla de los arcanos". Eso es algo que tengo muy claro y que creo debemos indagar. Las casualidades no existen. Como dijo Einstein: "Dios no juega a los dados" -concluyó en tono malhumorado.

–De ser así, no entiendo por qué la Iglesia y las hermanas jerónimas te tachan de blasfemo.

–Su actitud frente a mi hipótesis es la prueba más evidente de que mis razonamientos están bien encaminados. Si no supieran nada de los documentos secretos de Loyola, si no ocultasen esos textos que dicen que no existen, estarían de mi lado, jamás habrían puesto trabas a mi investigación, a que continuase con ella. Está claro que no interesa que mi teoría salga a la luz. Y su actitud desmedida hacia mis hipótesis y la información que he recopilado demuestra que ocultan los documentos de los que te he hablado, que existen, son reales. Estoy convencido de que esos textos existen y que su contenido les pone demasiado nerviosas, a ellas y a las altas instancias eclesiásticas. Tengo suficientes datos como para asegurar que la hermana Vasallo, que Dios la tenga en su gloria, confiaba tanto en Salas que le hizo partícipe del secreto que custodiaba la abadía durante siglos. Le pidió que transcribiera los textos del santo, o que desencriptara el código que pueden contener. Lo hizo con un fin que no puedo precisarte, que desconozco, pero que estoy seguro que llegaré a averiguar. Él, sin esperarlo, se encontró con algo más que las palabras de un jesuíta cuyo único propósito siempre fue servir a Dios a través de sus semejantes. Salas, al tiempo que hacía el trabajo, que creo que le solicitó sor Vasallo, pudo utilizar aquellos textos, junto a los de Cervantes, para sacar la información de la que disponía del convento, en el que pensaba que tarde o temprano moriría, como así sucedió. Salas debió de encontrarse de frente con dos terribles revelaciones, por un lado las palabras del santo y, por otro, el motivo de la permanencia del grupo de forenses en el convento: la causa real que llevaba a las hermanas, una tras otra, al lecho de muerte.

–Estás empecinado en vincular a las religiosas y a la Iglesia en algo de lo que no has podido encontrar pruebas. Me has ocultado tus propósitos y la vinculación que tenías con el convento, y ahora pretendes que tome tus conjeturas como válidas, como veraces. Comprenderás que, llegados a este punto, desconfíe de ti. Si quieres que sigamos juntos en esta investigación, me debes muchas más explicaciones que la retahila de hechos históricos e hipótesis sobre misterios religiosos y claves con las que me has obsequiado, mucho más. Tengo serias dudas sobre tus propósitos reales. Mi interés no es el mismo que el tuyo. Mi padre no fue asesinado por ningún estamento religioso, está claro tanto por tu parte como por la de las hermanas que no fue así, por lo tanto tu interés y el mío en desvelar lo sucedido es bien distinto. Podemos continuar juntos o seguir cada uno por nuestro lado, todo depende de si lo que tienes que decirme me convence.

Extendió su mano hacia mí y me entregó un sobre que, momentos antes, mientras yo le presionaba, había sacado del interior de su vieja carpeta de cartón.

–Ábrelo -dijo sin mirarme, al tiempo que introducía una clave en el ordenador portátil…

SEGUNDA PARTE

Capítulo 36

Rosalía, esbelta, fina como una rama de sauce sin hojas, y en apariencia tan flexible como ella, nos miraba quieta, casi estática, tras el halo de luz que desprendía el velón que sujetaba entre sus dedos flacos. Su figura estilizada, su belleza mortecina, la sensualidad que todos y cada uno de sus gestos y movimientos destilaban, me evocaron a una mantis religiosa minutos antes del apareamiento. Quizás por ello, en ese momento, cuando abrió el grueso portón de madera, se me antojó como el insecto, irresistible y mortal. Su piel lechosa, el color rojizo del pelo que, despuntado y desigual, caía anárquico sobre sus hombros desnudos, le daban el aspecto de una proscrita. Tenía el cuello largo y delgado. Las venas se marcaban en él rabiosas, perfectamente visibles, y dolorosamente sensuales. Nos observó con aquellos ojos verde hoja, rasgados, y de mirada velada, devorando sin piedad y sin pudor todos y cada uno de nuestros movimientos; incluso pareció comerse con aquella mirada violenta y arrebatadora lo que ambos estábamos pensando. Como la mantis religiosa, cazadora voraz y experta, parecía aguardar quieta a sus víctimas y, como el insecto, segregar feromonas que empapaban el aire de un olor semiimperceptible que te poseía. Su belleza era tan sobrehumana e inusual que asustaba.

–Ya tenemos luz, es la segunda vez en el día que cambio los plomos -dijo, apagando el cirio y girando la muletilla de madera del interruptor-. Podía haber encendido antes de abriros la puerta, pero no puedo resistirme, me encanta ver las caras de los desconocidos cuando les hablo entre tinieblas… El ser humano es fácil de impresionar -dijo, fijando sus pupilas en mí con evidente morbosidad-.Vayamos hacia la sala; Reyes debe estar irritada. La dejé sobre esa escalerilla de madera que se cimbrea cada vez más. A ver si de una vez por todas nos traen la nueva. Los ricos son ricos porque no paran de amasar el dinero, hemos pedido mil veces una escalerilla nueva, pero es como el que oye llover… Si Reyes me hiciera caso y dejara el trabajo, despabilarían. Pero debe terminarlo antes de que llegue la época de lluvias. Habéis llegado con anterioridad a lo previsto, tendréis que esperar hasta que ella termine lo que está haciendo. Ya sabes cómo es de paranoica -apostilló mirando a Daniel, que sonrió haciéndome un gesto de complicidad.

–¿Impacta, verdad? – yo asentí-. Es el morbo que destila, tan fuera de cánones y estereotipos -me susurró Daniel al oído mientras caminábamos tras ella por el angosto pasillo que daba acceso a la parte central del viejo caserón.

Una vez que atravesamos el largo pasillo que unía las dos alas de la mansión, vi la figura de Reyes sobre la vieja escalerilla de madera que, como había dicho Rosalía, aparentaba ir a quebrarse en cualquier momento. La mujer tenía el pelo blanco en su totalidad y lo llevaba recogido en una trenza doble. El alzado dejaba al descubierto su cuello. En él tenía tatuadas cuatro letras: YHVH, el tetragrama del nombre de Dios en hebreo: YOD-Hed-Vav-Heh[5].

El mismo que Jana, mi esposa, tenía grabado en su espalda, a la altura de las lumbares…

Capítulo 37

Cuando Daniel, dos días antes, en las inmediaciones del convento, después de que sor Laudelina me pusiera en antecedentes, me entregó aquel sobre en cuyo interior estaba la carta que dio respuesta a mis preguntas y disipó mi desconfianza sobre él, sentí como si mi vida, toda mi vida, jamás hubiera existido. Mientras sus dedos tecleaban sin cesar códigos alfanuméricos que, como llaves, abrían ventanas de Windows, yo permanecía leyendo una y otra vez aquel texto sin comprender nada de lo que sucedía, de lo que hasta aquel momento había sucedido. La sombra de la figura de sor Laudelina se dejaba ver a través de uno de los ventanales. Quieta, como las figuras de los retratos, nos observaba.

Al terminar la lectura del texto me sentí como un personaje de ficción sin historia, perdido a merced del escritor, de un escritor caprichoso y sin escrúpulos que jugaba con sus personajes, trayéndolos y llevándolos de una historia a otra sin que éstas tuvieran nada que ver entre sí, jugando con su destino, con su pasado y su presente, sin consideración alguna.

No recuerdo exactamente el tiempo que Daniel permaneció introduciendo claves, pero sí cómo cuando mis manos dejaron que el folio se inclinase hacia el suelo y mi mirada se clavó en la fachada del convento, en la silueta de la sor, él dejó de teclear y volvió a tomar la carpeta de cartón color arcilla. Sin decir palabra, sacó de su interior tres nuevos escritos que me entregó. Aquellos textos me sumergieron en un agujero aún más oscuro y profundo que aquel del que terminaba de salir:

PRIMER ESCRITO:

Querida Reyes:

Contacté con Enrique Fonseca ayer tarde, pero lo hice desde una distancia prudente. Él aún no sabe quién soy. No sé bien cómo hacer que nos conozcamos sin levantar sus sospechas. Parece un hombre taciturno y dado a la soledad, introvertido; como bien apuntaste en un principio. Es este punto el que más me preocupa, ya que esos rasgos, como bien señalan los estudios psicológicos, siempre van acompañados de cierta desconfianza hacia las personas ajenas al círculo íntimo del individuo.

He podido comprobar su sensibilidad hacia el símbolo de nuestro número. Lo escribí en una servilleta de la cafetería y lo dejé sobre la barra cuando pagué la cuenta y me marché. Él estaba sentado a mi lado. Dejé transcurrir unos instantes, simulando que hacía una llamada desde el teléfono que tiene el bar, situado en una de las esquinas de la barra. Desde allí, vi como cogía la servilleta y cómo se le demudaba el rostro. De su actitud, de la mirada intranquila que me dedicó, deduzco que conoce el significado no matemático del guarismo. Quizás estemos equivocados y sea consciente de lo que siempre hemos sospechado. Si es así, estarás conmigo en que debo ser más prudente de lo que concretamos y abandonar nuestros propósitos.

¿Es posible que podamos encontrar otra vinculación con los forenses para entrar en el convento más segura que establecer una relación con él? Recuerdo que me hablaste sobre un fraile que metió sus narices en el tema y que está excomulgado. Quizás él pueda facilitarnos la información suficiente sin arriesgarnos tanto.

Lo cierto es que Enrique tiene algo que me inquieta y me estimula. No sé precisarte qué es, pero sí que hay en él algo que presiento que me llevará por caminos insospechados y tal vez dolorosos. Es uno de esos extraños presentimientos míos. Parece que lo conociera desde siempre. En un principio pensé que podía ser su extraordinario atractivo, y ello me intranquilizó, ya que no quiero vincularme más de lo necesario, de una forma íntima. Sería un suicidio por mi parte enamorarme de él y que luego, en parte, resultara ser culpable de la ocultación. Este punto lo he desechado al comprobar que algunos de sus compañeros lo tachan de gay. Sé que ello no es óbice para no sentirme atraída, pero sí para que él no llegue a sentir nada por mí. Creo que, teniendo en cuenta su hipotética condición sexual, lo más prudente sería buscar una conexión profesional para conocernos que vincule nuestra relación a la amistad, así no habría posibilidad de que él se sintiese incómodo ante mis insinuaciones y pusiera trabas.

Por el momento no puedo decirte más de lo que ya sabes. Cuando tenga novedades, sean éstas cuales sean, te las haré llegar. No olvides lo que te he dicho, deberías intentar localizar al fraile por si las cosas no salen como hemos previsto y tengo que desistir o desaparecer.

Comienzo a tener dudas sobre todas nuestras hipótesis, quizás esta historia no encierre nada más que una superchería sin sentido, como muchas otras. Aunque eso sería algo por lo que tendríamos que darle gracias a Dios.

Besos y que HYVH te proteja siempre. Tuya,

Jana Bonet.

SEGUNDO ESCRITO

Querida Reyes:

Nunca sabremos qué nos depara el destino. ¡Mírame! Ando sumergida en un mar de angustia. Tuve el presentimiento de que nuestras vidas estaban unidas desde siempre, lo supe, lo sentí. Sentí que era inevitable. No puedo continuar con este sinsentido. He pensado durante muchos días decirle la verdad. Explicarle nuestros propósitos, pero sería arriesgar mi felicidad y la suya, tirar todo por la borda. Su reticencia a recordar, el dolor que le produce todo lo relacionado con la muerte de su padre y la cruel relación que su madre mantuvo con él después de la muerte de éste, hacen inviable que él se preste ni tan siquiera a oír lo que debería decirle. Ciertamente, Enrique no sabe nada de esta historia, y estoy segura de que, de no ser así, en estos momentos, si supiera algo me lo diría. Nos amamos profundamente. Siempre he creído en sus palabras, pero a medida que pasan los días son, si cabe, más ciertas que antes, y esto me produce un sufrimiento que sé que comprendes porque es el mismo que tú has sentido ya. El solo hecho de pensar que llegara a odiarme me produce más dolor que el no volver a verle.

Creo que va siendo hora de que dejemos de torturarle, de pintar esa maldita grafía en las fachadas. Deberíamos haber dejado de hacerlo hace tiempo. Por más que lo hagamos, seguirá sin recordar y sufriendo. Sólo es capaz de huir de la representación del número, se niega a tratar de recordar. Desgraciadamente, es lo único que hemos conseguido de él; hacerle sufrir, convertirlo en un fugitivo de sus recuerdos, de sus miedos. Para él lo único importante es lo que perdió; su padre. En su mente y en su corazón sólo existe la certeza de que él jamás volverá y el resto está en un segundo plano. Nunca tuvo intención de indagar sobre ello y sé que nunca la tendrá, porque para él ya no tiene sentido. Lo tendría si pudiera devolverle la vida, devolvérsela en aquellos días, en su infancia, cuando más le necesitaba.

El tiempo que llevo a su lado, el amor que ambos nos profesamos, junto a todo lo que ha pasado y lo que conlleva esta investigación, han hecho que solventar esta historia sea imposible para mí sin correr el riesgo de perderle. No puedo decirle la verdad. No soy capaz de contarle los motivos por los que me acerqué a él aquella tarde, soy incapaz de explicarle que mis propósitos de entonces nada tenían que ver con los de ahora. Pero tampoco puedo continuar en esta situación. Mi única salida es dejarle. El motivo más lógico para hacerlo, la única razón que tengo para hacerlo sin que él sospeche de mí, es argumentarle que mi marcha se debe a que no es capaz de recordar, a que se niega a dejar de huir. Hacerle comprender que sus huidas, su cobardía, sus negativas a enfrentarse con el pasado, me perjudican, que lastiman nuestra relación y mis sentimientos. Sé que mi postura es violenta, que mi decisión es, cuando menos, egoísta y, si cabe, ciertamente malvada, pero no puedo arriesgarme a perder su cariño, no podría soportarlo. El fin no justifica los medios en esta historia, pero no tengo otra salida. Debí hacerte caso y desaparecer en el momento en que supe que sentía algo especial por él, pero eso, el quererle de aquella forma tan irracional, no me dejó, y el miedo a perderle me obligó a seguir mintiéndole, ocultándole la verdad. Incluso pensé que haciéndole recordar, devolviéndole su pasado y las respuestas que nunca encontró, le haría feliz. Pero él jamás ha querido recordar. Sé que siempre hay daños colaterales, sin embargo, me duele tanto que mi esposo sea uno de ellos… No puedo perdonarme. Lo único que puedo hacer para acallar mi conciencia es seguir con la investigación, con lo previsto desde el primer momento, y no puedo hacerlo a su lado, continuando con él, siguiendo esta farsa. Le debo algo que justifique lo que hemos hecho, le debo una respuesta. Tengo que encontrar hasta el último vestigio de esta historia, de todo lo que sucedió.

Después, cuando todo esté aclarado, quizás entienda mis motivos, nuestros motivos, y pueda o sea capaz de perdonarme, de perdonarnos. Entonces, al menos, tendré unajustificación para cada una de sus preguntas. En cierto modo, reconozco que debi hacerte caso y desaparecer, pero habría perdido algo demasiado importante: el privilegio de quererle y sentirme querida por él.

Como ya sabes, contacté con las religiosas.

Tengo prevista una cita para recoger las pertenencias de Salas. La que en aquel entonces era madre superiora de la orden, sor Vasallo, no puso ninguna objeción a mis investigaciones, por el contrario, vio en mí una tabla a la que aferrarse en medio de la tempestad que ha levantado el fraile Daniel. Su única obsesión es limpiar a su congregación y a la congregación amiga de las Jerónimas de polvo y paja. Creo que no saben bien dónde estuvieron metidas y que su fe ciega por la doctrina que profesan les hizo confundir las churras con las merinas. Aunque, tal vez, todas sus explicaciones y el tono de ofensa que muestran no sea más que el resultado de la preparación religiosa a la que están sometidas, que, como ambas bien sabemos, es extremadamente perfecta en ocultar lo que no es políticamente correcto o puede dañar los cimientos de su doctrina, de su vida. A fin de cuentas, todos estamos en el mismo saco, todos tenemos un precio o, como bien decía tu querido Salas, todo tiene un precio y en algún momento de nuestra vida tendremos que pagarlo, aunque no queramos.

Es muy probable que, como bien has supuesto tú desde el principio, entre los objetos de Salas esté la clave para encontrar el plano que nos falta y la llave del lugar en donde se reunía el grupo de forenses. Enrique no sabe nada de ello, no tiene la menor idea de la existencia de un plano, menos aún de las llaves. Ni tan siquiera conoce la vinculación de su padre con las religiosas. Sabremos si estamos en lo cierto cuando la sor me los entregue. Le comenté la situación anímica de Enrique y su reticencia a recordar, algo que entendió, dados los acontecimientos. Creo que de no haberme casado con él nunca habría tenido acceso a esos objetos, y ese punto es algo que también me aterra. Cuando Enrique lo sepa, pensará que mi matrimonio con él fue por conveniencia, sin darme ocasión a que le explique que todo tomó un rumbo imprevisto y que sólo pretendíamos sacar de él unos recuerdos que nos llevaran a localizar ese plano y la llave, información que nos permitiera entrar en el convento y acceder a los objetos que Salas le dejó a sor Vasallo. Como verás, no puedo despegarme de mi sentimiento de culpa, del amor que siento por él. Por eso llegaré hasta el final de todo este asunto, me cueste lo que me cueste y sin mezclarle nunca más en nada, sin atisbos de manipulación por mi parte. Es lo que necesito ahora para aminorar mi pena.

Sor Vasallo me habló de una vidriera en la que Salas representó La caída de ícaro. La insistencia de la sor sobre la desaparición misteriosa de la vidriera y su reiteración en que la representación de La caída de ícaro en ella no era una simple coincidencia ni un capricho de Salas, me hizo sopesar la posibilidad de que él la hubiera hecho salir del convento. Por esos motivos, le pregunté a la religiosa sobre el modo y manera en que salían los envíos al exterior en aquellos días, cuando el convento estaba en cuarentena. Quería sopesar la posibilidad de que Salas hubiera sacado, sin que nadie lo supiera, aquella representación de las instalaciones antes de ser asesinado.

No hubo envíos al exterior, ni tan siquiera cartas, pero sí apuntó que días después de que la enfermedad fuese diagnosticada y milagrosamente atajada, un amigo de Fonseca y de Salas les hizo una visita. Lo recordaba porque fue la única que recibieron los forenses durante su permanencia en el convento. Y de ella fueron informados los investigadores tras los homicidios. Los policías localizaron al individuo y dieron cuenta a la religiosa de su identidad, así como de la charla que mantuvieron con él. Era un zapatero experto en ortopedias, que fue llamado, según declaró y demostró, por Salas, para que antes de que saliera del convento le rectificara dos pares de zapatos que le permitieran seguir andando sin los problemas que su escoliosis le provocaba. El hombre manifestó no saber nada sobre lo que sucedía en el convento, ni conocer a los forenses más que en cuanto a lo relacionado con su profesión. Afirmó que llevaba nivelando los tacones de los zapatos de Salas muchos años. Hasta aquí todo era aparentemente normal, pero, cuando la religiosa me describió al individuo como un hombre con acento catalán, encorvado, de uñas largas y piel macilenta, de inmediato pensé en Josep. Creo que no es fruto de la coincidencia, ya que él, como sabrás, ha estado estrechamente vinculado a Enrique desde que su padre falleció. Incluso es probable que formara parte del mismo grupo de investigación, de la red a la que ambos pertenecían. Sé que la decisión que he tomado es peligrosa, pero tengo que hablar con Josep e interrogarle sobre ello.

Es evidente que la única persona que entró en el convento y pudo sacar de su interior aquella vidriera que supuestamente confeccionó Salas fue ese zapatero. Estarás conmigo en que, del mismo modo, lo más factible es que Josep sea la misma persona. Si es asi, debe saber muchas cosas que, bien por proteger a Enrique, o bien por protegerse, ha ocultado durante muchos años. Sé que estarás pensando que es un riesgo hablarle de ello, que debo ser prudente, ya que él puede estar directamente involucrado. Lo sé, y por ello no debes preocuparte.

Que YHVH siempre te proteja.

Tuya,

Jana.

TERCER ESCRITO

Querida Reyes:

He pospuesto mi viaje al convento; hablé con la hermana Vasallo y se lo hice saber. El motivo es que me dispongo hoy mismo a tomar un vuelo que me llevará a Nápoles. He acordado con Josep una cita en el aeropuerto. No le he dicho ni una sola palabra sobre mis intenciones. Opté por omitir los detalles reales de nuestro encuentro. Pienso que es más seguro revelarle mis sospechas en un lugar concurrido. No creo que recele, piensa que nuestra cita se debe a mi alejamiento de Enrique. Se mostró sorprendido ante mis palabras. No tenía noticias de ello; ni tan siquiera sabe que Enrique hace ya tiempo que no está en Barcelona, que reside en Madrid. Al menos eso fue lo que afirmó y creo que no mentía. Llevaré el prendedor de libélula con la grabadora que me hiciste. Sigo pensando que es una preciosidad. Lo utilizaré, Dios mediante, cuando recoja los objetos de Salas. En el momento que esto termine, que espero sea pronto, haré que le inhabilites la grabadora y seguiré usándolo. Me parece una obra digna del mejor vidriero, como lo era él.

Decidí viajar a Nápoles, a la Gallerie Nacionali di Capodimonte, en donde está la obra de Cario Saraceni sobre la caída de ícaro, la obra que Salas, según la religiosa, representó con un carácter tan real que parecía el mismo original ayer noche, cuando vi el cuadro en una de las páginas del Google que me remontó a la galería. Recordé entonces la insistencia, la reiteración constante de sor Vasallo sobre la perfección del dibujo de la vidriera. Su reincidencia en la semejanza con el original. Fue entonces, contemplando el cuadro y recordando las palabras de la sor, cuando pensé que si la vidriera representaba, como decía la religiosa, la obra original de una manera tan veraz, lo más coherente sería que ésta nunca hubiese escondido más mensaje que el que sor Vasallo había oído por boca de Salas. Que el grupo estaba preso en el convento como lo estuvieron Dédalo y su hijo; para preservar un secreto importante. Si mi hipótesis era cierta, lo más convincente era pensar que Salas no se habría esmerado tanto, no habría confeccionado una copia tan fiel para enviar un mensaje tan sencillo que, además, según la sor, compartía sin recelo con todos los que hablaban con él. Por lo tanto, y basándome en esa hipótesis, pensé que la desaparición u ocultación de la vidriera no tenía mucho sentido. A menos que la vidriera escondiese un doble mensaje. Es probable que Salas confeccionase la vidriera con dos fines. El primero pudo ser engañar a los que se habían percatado de que estaba dando la voz de alarma sobre lo que allí se gestaba, hacerles creer que en aquella obra había algo escondido, cuando en realidad no contuviera nada. Que la vidriera sólo fuese un señuelo para despistar. El segundo fin sería tan sencillo como indicar a todos los que viesen aquel dibujo o tuvieran noticias de su extrema perfección que su trabajo sólo estaba dirigido a orientar las investigaciones sobre la obra original que él con tanto esmero había representado. Estoy segura de que Salas escogió la representación de la obra de Saraceni y no otra conscientemente. Lo hizo con el único fin de dirigir todas las miradas a la pintura. De ahí su extrema perfección. No sé qué simbología pudo contener la obra de Saraceni para Salas, o si la clave real estará en el cuadro o en su ubicación. Tampoco si era una pista falsa, un señuelo. Si no lo era y escondía algo, esto puede que esté en cualquier lugar, incluso a las puertas del museo o entre el personal que lo custodia. Por eso he decidido desplazarme a Nápoles. Si es necesario,contaré hasta el número de pasos que hay que dar en el recorrido que lleva al visitante desde la entrada hasta el cuadro. Cuando esté allí sabré si todo son suposiciones mías producto de mi exceso de celo, de mi obsesión por encontrar una salida, o en realidad estoy en lo cierto. Cuando esté frente a ella y haya recopilado toda la información sobre la obra y su creador lo sabré.

He detectado un intento de entrada nuevo en la red. Conseguí bloquearlo y borrar toda la información, como de costumbre, antes de que el gusano se colase. Habrá que cambiar los códigos, sus rotaciones y el tiempo de las mismas, una vez más. Es obvio, como ya supusimos, que alguien cercano sabe de nuestras investigaciones y conoce nuestras DNS. Tendremos que movernos con más precaución. No tendrás noticias mías hasta mi regreso, y te las enviaré, como lo hacíamos antes, encriptadas, a través de una nueva dirección. Una vez que recoja las pertenencias de Salas me reuniré contigo.

Por otro lado, me gustaría que pusieras a Enrique en contacto con el padre Daniel. Él persigue unos fines parecidos a los nuestros y es la persona más indicada para abrirle los ojos con prudencia. Como, además, según me dijiste, su investigación le puede, no te será difícil que el cura acceda a ello. Bastará con que le prometas que tendrá acceso a toda la información que nosotras hemos recopilado y recopilaremos. Sería interesante que le informases de la entrega que sor Vasallo me hará, eso incentivará aún más su interés sobre nuestra propuesta. Te pasaré la dirección de la nueva residencia de Enrique. En el último correo que recibí de él estaba en una pensión de la Gran Vía madrileña. Me dijo que buscaba alojamiento temporal hasta recibir la liquidación que le permitiera marchar a su pueblo y vender la casa de sus padres. Creo que la forma más fácil de tenerlo controlado, para saber la información que le llega y así mantenerlo a salvo de posibles peligros, sería que el padre Daniel le alquilase una habitación en su casa. Es sencillo hacerle llegar la oferta. Sé que te encargarás de ello y que al padre Daniel le gustará la idea. Sus fines no son los mismos que los nuestros pero están emparentados de cerca. Estudiando toda la información que me diste sobre él, intuyo que posiblemente necesitemos de su ayuda más adelante. Si no estamos equivocadas y Salas utilizó los textos de Cervantes y de Loyola para sacar la información del convento sin que nadie, ni tan siquiera las religiosas, lo sospechasen, necesitaremos un erudito en la materia. No será suficiente con el conocimiento que ambas poseemos sobre criptografía, habrá que conocer e interpretar las obras de ambos escritores, posiblemente, en su totalidad. Es evidente que los estudios y el rastreo que el padre Daniel ha efectuado durante estos años sobre Loyola y Cervantes, así como la certeza que demuestran sus conjeturas, nos serán muy útiles. No descarto la posibilidad de que el padre Daniel esté en lo cierto y que los textos que él asegura que existen sean en parte portadores de alguna clave relacionada con lo sucedido. Todo lo que me hiciste llegar, los escritos que él te remitió sobre sus investigaciones son, más que hipótesis, una tesis por la que muchos se dejarían apalear públicamente. Es de entender que las religiosas se escandalicen, pero… también que el padre Daniel no ceje en su empeño por llegar hasta el final, por encontrar esos supuestos textos del santo. Yo, en su lugar, haría lo mismo. Sea como fuere, el camino que todos recorremos parece ser el mismo, y por ello considero que debemos avanzar a la par. No sería ésta la primera vez que conjeturas, historias de ficción, hipótesis tachadas de supercherías, dan la clave de una realidad tan tangible como invisible al ojo humano. No debemos olvidar lo que decía tu padre: los locos del presente serán los sabios del futuro.

He decidido decirle a Enrique, una vez que tenga los objetos de Salas, todo lo que sé sobre su padre y el grupo de forenses. Sería estupendo que cuando lo haga él ya hubiera contactado con el padre Daniel y éste le hubiera puesto en antecedentes sobre sus investigaciones. De esa forma, para Enrique, sería más fácil de comprenderlo todo. Sé que sabrás explicarle al padre Daniel mis intenciones con claridad y le harás llegar mis sentimientos hacia Enrique, sentimientos que él, estoy segura, entenderá.

Que YHVH siempre esté contigo.

Tuya,

Jana Bonet.

Capítulo 38

No articulé vocablo alguno. Le entregué los tres escritos a Daniel y me dirigí hacia el coche. Él me siguió azorado. Con el ordenador portátil semiabierto y la carpeta bajo la axila, sujeta por el antebrazo, caminaba en silencio, pendiente de cada uno de mis gestos, como a la espera de una reacción cuando menos violenta, que deduje temía por su forma de mirarme. Permanecí en ese estado semicatatónico durante todo el recorrido de vuelta. Sólo me dirigí a él para indicarle que haríamos noche en el pueblo.

De las horas que pasé en soledad en aquel cuarto sombrío y caluroso de la única pensión en la que conseguimos encontrar hospedaje, tengo un vago recuerdo. A la mañana siguiente nos encontramos, como habíamos convenido, en la cafetería anexa a la pensión. Él esperaba, así me hizo saber horas más tarde, que yo le pidiera explicaciones sobre su comportamiento, sobre el ardid del que había sido objeto. Pero las cartas de Jana dejaban, de forma escueta y precisa, todos los cabos atados, a excepción de los que atañían a Reyes directamente, y ésos debía aclararlos con ella en persona. Los motivos que Daniel había tenido para involucrarse en todo lo acontecido estaban claros desde el primer momento, desde que me hizo partícipe de sus indagaciones e hipótesis, y, en cierto modo, era comprensible su implicación, ya que su obsesión desmedida por concluir las investigaciones, por encontrar aquellos supuestos escritos de Loyola, le dominaba. Por otro lado, nuestra relación aún no tenía vínculos afectivos, algo que hacía comprensible su falta de empatía hacia mi situación. Sin embargo, el proceder de mi esposa era bien distinto. Por más que analizaba todos y cada uno de los detalles, no encontraba nada que justificase, aun deseándolo con todas mis fuerzas, su deslealtad, su actitud desmedida y mezquina hacia mí.

Durante el desayuno le pregunté a Daniel sobre ello, sobre el motivo real de toda aquella farsa, en la que Josep, que fue como mi segundo padre, también había participado. Quizás aquello, el pensar que tras toda esa maraña de actos premeditados, de engaños superlativos, tenía que haber algo de una magnitud inimaginable que justificase la actuación de todos, fue lo que evitó que me derrumbase o sufriera un ataque de ira. Tenía la esperanza de que fuera así, de que tanto Josep como Jana, las dos personas más importantes de mi vida, hubieran tenido razones sobradas que justificaran su comportamiento. Lo deseaba con todas mis fuerzas, aferrándome a ello como si fuese la única tabla de salvación para no perder la cordura, para no dejarme llevar por el dolor y la desorientación que me producía todo lo que acababa de conocer. Pero Daniel no supo o no quiso decirme todo lo que sabía. Había detalles, según manifestó con cierto reparo, que no le atañían y de los que, si bien era conocedor, prefería no hablar:

–Esta situación era previsible; una vez que tu esposa falleció y las religiosas te hicieron llegar los objetos de Salas, supimos que pedirías explicaciones. Reyes siempre lo supo, por eso guardó todos los correos que tu esposa le enviaba. Si ella no hubiera fallecido, estos escritos, igualmente, te hubieran sido entregados. Jana también tenía una copia de todo lo que remitía a Reyes, que, tarde o temprano, te iba a hacer llegar, pero que, como pudimos comprobar, desapareció con todos los datos que había en la CPU. Sabíamos que las religiosas te hablarían de mí y de las investigaciones que llevé a cabo durante mi permanencia en el convento. Aunque no te hubiera acompañado a la abadía te habrían puesto al tanto de todo lo relacionado conmigo y mis trabajos. El motivo prioritario que sor Vasallo tuvo para acceder a entregar los objetos de Salas a tu esposa y, posteriormente, a ti, no es más que desvincular al convento de lo que entre sus paredes se gestó.

–Necesito saber la implicación real de Jana en todo esto, el papel de Reyes, el porqué de su investigación. Quiero saber los motivos que llevaron a Jana a engañarme de esa forma. Necesito encontrar una justificación que deje, al menos, un pedazo de mi vida en su sitio. Aún recuerdo sus recriminaciones, sus advertencias sobre a lo que mi actitud podía llevarme, ¡qué ironía! Todo indica que no era yo quien le importaba, sino averiguar si recordaba algo que pudiera serles útil en su investigación, y eso es lo único que no soporto, el único motivo que me ha tenido toda la noche en vela.

–Debes seguir creyendo en tu esposa. Te quería; precisamente fue eso, lo que sentía hacia ti, lo que le hizo inmiscuirse aún más en su investigación, seguir ayudando a su hermana. Debes entender que ella hiciera cualquier cosa por Reyes. Imagino que sabrás que era su hermana.

–¡Por supuesto! Fue testigo en nuestra boda civil.

–Ambas estaban atadas de pies y manos, una frente a la otra. Jana se enamoró de ti, y Reyes lo entendió. Pero Jana le debía a Reyes el compromiso de seguir con la investigación. Pensaba darte a conocer todos los detalles, absolutamente todos, arriesgándose a perder tu cariño, pero, desgraciadamente, no le dio tiempo. Si te soy sincero, yo, en tu lugar, no sé lo que habría hecho. Si te sirve de algo, puedo asegurarte que ella te quería con independencia de los motivos por los que en un principio se acercó a ti. Te quería tanto que prefería no verte nunca más a que la odiases por lo que había hecho…

Fue Daniel quien, minutos más tarde, se puso en contacto con Reyes y concretó nuestro encuentro. Ambos tenían prevista esa reunión desde el momento en que él le remitió la copia de las galerías que proyectaban los reflejos del cuadro de mi padre a través del correo electrónico, mientras yo hablaba con sor Laudelina en los jardines del convento, ajeno a lo que se gestaba a mis espaldas. Fue Reyes quien identificó aquel entramado de pasillos como parte del casco antiguo de Toledo y no los contactos que Daniel me dijo que tenía.

No había vuelto a verla desde el sepelio de Jana. Aquel día, apenas cruzamos unas palabras empapadas por el dolor que ambos sentíamos; inconexas y repletas de recuerdos compartidos. Nos abrazamos durante unos minutos, y después, cuando el féretro se deslizó por la pasarela acompañado por música de órgano, se marchó, como solía hacer, discreta y silenciosa. Me dedicó una mirada desgarradora, nublada por las lágrimas, que no dejaban de humedecer sus ojos. Se fue como si nunca hubiera estado, sin despedirse. Había ido al hospital, pero nuestras visitas no coincidieron, a excepción del día en que Jana murió. Y aquél, igual que el del sepelio, apenas hablamos. Mi mutismo estaba motivado por los correos amenazantes que había recibido y de los que no me atreví a hablarle. El de Reyes, por temor a que yo la desenmascarase, a que supiera más de lo que hasta aquel momento había manifestado. Lo que ambos ocultábamos nos enmudeció.

En aquel instante, mientras Daniel hablaba con ella por el teléfono móvil desde la cafetería, afable y distendido, entendí la postura de Reyes durante todos aquellos meses. El motivo de sus rechazos a mis intentos por llevar una relación familiar dentro de los cánones establecidos socialmente. Ella solía evitarme. Desde que tuve conocimiento de su existencia, evitó estar conmigo más de lo necesario, mostrándose distante, casi anónima. Su aparente rechazo me obligó a hablar con Jana. Pero mi esposa nunca dio importancia a su actitud. Alegaba que sus relaciones con los hombres eran las responsables de su carácter ajado, con sabor y olor a betún de Judea; agradable por momentos y asfixiante si es permanente: «Es un alma extraña, siempre lo fue, y contigo no iba a ser diferente. Le caes bien, te tiene cariño, y con eso debe bastarte, terminará mostrándote sus sentimientos, pero debes ser paciente», solía decirme Jana en respuesta a mis quejas y preguntas sobre Reyes. Y no mentía, Reyes llegó a mostrarse ante mí, pero no como yo imaginé que lo haría, no como la persona que pensé que era.

Capítulo 39

Rosalía nos condujo hasta el lugar de trabajo de Reyes. Permanecimos unos minutos contemplando cómo remataba el trabajo sin que diese muestras de estar incómoda con nuestra presencia, con mis ojos clavados en su tatuaje cervical. Cuando hubo terminado, se giró y, mirándome de frente, con aquellos ojos grises como nubes de invierno, iguales a los de mi esposa, dijo:

–El pachuli hace años que pasó de moda. Su aroma es tan desagradable como el rencor histórico que acompaña a los recuerdos de la guerra civil y tan asfixiante como el empeño de los políticos por mantener eternamente vivos a los muertos que ambos bandos dejaron tras de sí. Esa maldita esencia se creó, estoy segura, para camuflar otro tipo de olores. Es tan fuerte que aturulla los sentidos, es una trampa para el cerebro; no deja pensar…, aunque reconozco que para tu trabajo es la ideal. Enmascara el olor de la muerte y así uno no razona sobre ella. Sin embargo, creo que deberías quitarte su rastro cuando acabes de colaborar con la parca. A ella tampoco le gustaba, y te lo dijo, pero tú nunca le hiciste caso.

Por los ventanales entraban los rayos del sol en oblicuo, desviados por unas sábanas blancas que colgaban a modo de persianas. Rosalía estaba bajo Reyes, sujetando la escalerilla, que crujía como si tuviera vida propia y los chirridos fueran producto del dolor que sentía bajo los pies descalzos de aquella mujer esbelta, delgada y extraordinariamente bella que bajaba los peldaños sin retirar sus ojos de los míos. Cuando estuvo sobre el suelo de madera vieja y seca, tomó las manoletinas negras y se calzó. Después se desprendió de la bata blanca y dejó al descubierto su enlutada indumentaria, bajo la cual se ocultaba un cuerpo de líneas perfectas y atrayentes, a pesar de sus cincuenta años. Reyes era extraordinariamente hermosa, de rasgos faciales duros y piel blanca, casi nivea, como una hoja de folio recién confeccionada. Apenas tenía arrugas en su rostro, lo que le daba a su piel una tersura brillante, rara, como si en ella jamás hubiera existido una impureza, un solo poro por el que su organismo dejara escapar sus miserias. Tenía el pelo encanecido en su totalidad y, a excepción de aquel día, siempre la vi con él suelto. Aquellos rasgos, su extraordinaria belleza y atractivo, eran lo que menos encajaba en las explicaciones que Jana me daba constantemente; jamás pude entender que Reyes tuviera problemas con los hombres con una belleza tan sobrecogedora.

–Es cierto que debería haber prestado más atención a las palabras de mi esposa -respondí mientras nos abrazábamos.

–Necesito que hablemos de muchas cosas. Debemos aligerar nuestra investigación; ahora no estamos en el anonimato, hace tiempo que nos descubrieron, que siguen nuestra pista. Por lo que Daniel me hizo saber, te mandaron el carné de identidad de tu padre, el arco partido de tu violonchelo y una copia de la alianza de Jana junto a un mensaje claro de amenaza que, desgraciadamente, parece haberse cumplido. No podremos estar seguros nunca de que la muerte de mi hermana fuera consecuencia de un asesinato, ya que ella tomaba aquellas gotas. Sin embargo, todo evidencia que, desgraciadamente, pudo ser así.

–¿No crees que tengo derecho a ser yo el que haga las preguntas? – inquirí, mirándola fijamente y con expresión de indignación, ante su actitud, que me pareció más fría y distante de lo que acostumbraba ser.

–En la copia de los correos electrónicos que Daniel te entregó están todas las respuestas. No deberías necesitar nada más, a excepción de los motivos que mi hermana tuvo para involucrarse en esta investigación y, por supuesto, la razón de que te lo ocultase. Las dudas sobre sus sentimientos no tienen sitio en esta historia, no deberían tenerlo para ti. Te demostró que te quería con toda su alma; el hecho de que te mintiese no es significativo, muchas veces es necesario para proteger al ser querido y el cariño que se siente por él. Si dudas de sus sentimientos, los tuyos también podrían ponerse en entredicho. No quisiste hablarle de nada relacionado con tu padre y le ocultaste muchas cosas, entre ellas el cuadro en el que estaban el plano y la llave. Eso sin contar el que la dejaras marchar, el que prefirieras que se fuese a poner algo de tu parte e intentar recordar. Si tanto la querías, ¿por qué actuaste de esa forma tan egoísta? ¿Tenías otros motivos de más peso para hacerlo que el amor que afirmabas que sentías por ella? – no respondí-. Si hubiera sido por mí, jamás hubieseis contraído matrimonio. Consideré como un accidente que se enamorase de ti. Si quieres colaborar con nosotros serás bien recibido, si decides que no estás dispuesto a hacerlo, cada uno seguirá por su lado. No me preocupa ni me atañe tu desconfianza. Estás en tu derecho. Pero no olvides que quien te hizo llegar el carné de tu padre sólo puede ser una persona: su asesino. El asesino de mi padre y del tuyo y, posiblemente, el de mi hermana.

–¡El asesino de tu padre! – exclamé.

–Salas era mi padre -respondió.

–Eso es imposible. Salas no tenía descendientes. Su matrimonio fue estéril.

–Su matrimonio, él no -puntualizó-. Soy hermana de Jana sólo por parte de madre. Mi padre era Salas. Cuando nuestra madre contrajo matrimonio con Pere Bonet, tres años después de que mi padre falleciera, mis apellidos pasaron a ser los mismos. Pere Bonet me reconoció como hija legítima. Años más tarde nació Jana. Pere me trató como a una hija, igual que a Jana, sin ningún tipo de distinciones. Pero el recuerdo de mi padre genético nunca se borró de mi memoria. Era un hombre excepcional y adoraba a mi madre. Si no lo hubieran asesinado, habría pasado el resto de sus días junto a nosotras. Tenían pensado abandonar España en el momento que terminasen las investigaciones sobre la enfermedad de las monjas. Renunciaría a todo por mi madre y por mí. Jana no podía decirte que yo era hija de Salas, yo se lo había prohibido.

–¿Por qué?, no entiendo qué motivos pudiste tener para prohibirle que me hiciese partícipe de ello.

–Desconfianza, ése fue el motivo prioritario. Intenté hablar con las religiosas antes de localizarte, antes de que Jana entrase en tu vida, pero no quisieron recibirme. Contarte la indignación que mostraron las religiosas cuando les hice saber mi parentesco con Salas, aparte de desagradable y doloroso, sería una pérdida de tiempo…, ya sabes cómo se trataban y tratan las relaciones extramatrimoniales en los círculos católicos. El deseo de mi padre era establecerse en Italia con mi madre y conmigo, después, me daría sus apellidos y con ellos todos los derechos que me correspondían. Pero eso, como sabes, nunca pudo realizarse.

»Ella nunca dejó de hablarme de él, de sus deseos de vivir con nosotras, pero jamás me comentó nada sobre sus actividades profesionales, tampoco sobre su muerte. Mantuvo silencio durante toda su vida para protegerme, enmudeció hasta unos días antes de su fallecimiento. Creo que algo semejante a lo que hizo tu madre… -guardó silencio durante unos instantes como a la espera de una respuesta mía que no obtuvo-. Aquel día, me entregó un montón de escritos que iban dirigidos a ella. Hacía años que los mantenía ocultos, desde que dos semanas después del asesinato el confesor de mi padre le hiciera entrega de ellos en el más absoluto secretismo, cumpliendo así la última voluntad de mi progenitor. En aquel momento, fue cuando me dijo que aquellas cartas debían esconder el motivo por el que se cometieron ambos crímenes, porque lo que decían no podía ser cierto.

–No entiendo -dije.

–Los textos recogían la prueba escrita del arrepentimiento que mi padre manifestaba sentir por haber mantenido una relación extramatrimonial cuyo fruto era yo. En ellos, mi padre le hacía saber que su deber cristiano imperaba sobre sus sentimientos, los cuales, decía con excesiva y sospechosa reiteración, no podía reprimir. También hablaba sobre el trabajo que sor Vasallo le había solicitado, concerniente a Loyola, pero, contrariamente a lo que Daniel defiende -dijo mirándole burlona-, no citaba más textos del jesuita que los conocidos por todos: su vida y peregrinaje. El contenido de las cartas destruía de un golpe una relación de la que había nacido su hija, una relación que había sido sólida, tan sólida e importante para mi padre que pensaba abandonar todo. ¿Entiendes ahora que mi madre siguiera sin entender aquel cambio de actitud tan brusco, tan repentino?

–¡Por supuesto! Intentó asegurarse el cielo, pero también su posible, e imagino que deseada, estancia en la tierra -dije sin pensar en que mis palabras podían ofenderla.

–Eso fue lo que su confesor debió de pensar cuando mi padre le dijo que había mantenido relaciones con una mujer fuera del matrimonio, fruto de la cual había nacido una hija. Mi madre llegó a creer que las cartas habían sido escritas bajo coacción, que no eran autoría de mi padre. Sin embargo, las cartas eran el recipiente perfecto para esconder el verdadero mensaje que mi padre le envió a mi madre sin que nadie lo percibiera. Su relación extramarital, su pecado, le sirvió para poder sacar del convento la información que a mí me ha llevado hasta donde estoy. En realidad, la confesión no era más que una tapadera, el cura jamás sospechó que en las cartas hubiera interlineado alguno y, menos aún, que contuvieran mensajes encriptados. Del círculo de amistades de mi padre, el orfebre toledano, Hilario Ruiz, uno de los forenses que también estuvo con él en el convento, era el único que conocía la relación que ambos mantenían y mi nacimiento. Él, de no haber desaparecido en aquel maldito autobús, hubiera dado a mi madre más que respuestas: le hubiera dado las claves para desencriptar el contenido del mensaje.

–Sor Laudelina me habló de él -respondí, al tiempo que hacía una seña de agradecimiento a Rosalía, que nos ofrecía una bandeja con embutido y cervezas frías.

Daniel, tras tomar uno de los botellines de cerveza y un taco de jamón, le hizo un gesto a Reyes y ésta le cedió la palabra:

–La máquina de escribir, la Corona que te enviaron las religiosas, en origen era propiedad del convento. Cuando a Salas le pidieron que trabajara en los textos de Loyola, él solicitó utilizar la máquina de escribir que tenía la congregación. Después de utilizarla unos días, manifestó, enseñándole a la religiosa uno de los escritos, que las teclas estaban desgastadas y que el mecanismo fallaba, por lo que sugirió arreglarlas. Hilario Ruiz se encargó de volver a grabar las letras. En esas teclas, Hilario introdujo unas variantes precisas que permitieron que Salas, el padre de Reyes, pudiera encriptar los mensajes con mayor rapidez y eficacia, y de una forma que, muy probablemente, nadie descubriría, como así fue. Decididamente era un hombre muy inteligente, y aplicaba sus conocimientos a sus necesidades con una precisión que sigue sorprendiéndome -concluyó Daniel mirando a Reyes.

–Pero la máquina no tiene teclas. Las religiosas me la enviaron sin nada -dije.

–Mi padre, cuando terminó de escribir aquellas cartas, o cuando no pudo seguir escribiendo más porque lo localizaron, las quitó, alegando que su acto era producto del arrepentimiento que sentía, y se las entregó al confesor junto a las cartas -respondió Reyes, al tiempo que Rosalía le entregaba una bolsita de terciopelo rojo.

Reyes aflojó el cordón de cuero que fruncía la abertura, y poniendo el saquito boca abajo sobre la palma de su mano derecha, dejó que algunas de las teclas cayeran sobre ella. Esperé unos instantes, en los que tuve que reprimir, con mucho esfuerzo, mi curiosidad. Necesitaba coger aquellas teclas, mirarlas, ver lo que contenían, qué había en ellas; pero me contuve.

–Puedes cogerlas -dijo Reyes, estirando su mano hacia mí-. Mi padre le cuenta a mi madre, en sus cartas, que la escribe con una máquina a la que han tenido que cambiarle las teclas, que Hilario las ha confeccionado para él y que gracias a ello su trabajo es más llevadero.

–Estás ante una de las piezas claves de esta historia -apuntó Daniel.

Permanecí varios minutos observando las teclas con detenimiento. Mirando cada uno de sus lados, los recovecos, las marcas que los golpetazos provocados por el uso habían dejado en su superficie. Observé todo, pero no hallé ni un vestigio que me indicara que en ellas estaba la clave que tanto Reyes como Daniel aseguraban que había insertado Salas.

–Es lógico que no encuentres la puerta secreta, por ello es secreta -manifestó Daniel sonriendo burlón-. Ya te dije que Salas era excepcional.

–Cuando te enseñe las cartas te lo explicaré -dijo Reyes, cogiendo las teclas que yo tenía y volviendo a introducirlas en la bolsa de terciopelo-. Pero aún nos queda bastante trabajo por hacer. Su transcripción es lenta y laboriosa. Los mensajes no están completos; para mi padre eso hubiera sido una labor de años.

–¿Qué quieres decir? – pregunté.

–Hasta que no veas las cartas no lo entenderás. En cada cuadro que tenía cada miembro del grupo de forenses había una clave. Mi padre, como te dijo sor Laudelina, confeccionó un cuadro para cada uno de ellos y se lo regaló. Hilario Ruiz, el orfebre, también hizo una cruz de Ankh para cada miembro del grupo. El extremo inferior de cada una de ellas estaba tallado. Las cruces eran llaves. Lo que abren aún no lo sabemos, aunque ahora, si los corredores que formaron los reflejos del cuadro se corresponden, con las calles que identifiqué cuando Daniel me hizo llegar tus trazados por e-mail, quizás encontremos el lugar al que pertenecen. Evidentemente, contando con que ese lugar aún exista después de tantos años, ese lugar o el objeto.

–¿Crees que la llave que tengo en mi poder es la doceava? – inquirí.

–No. Junto al cadáver de tu padre, dentro de la tinaja, se encontró su llave, la doceava. Por eso suponemos que esa llave, la que estaba en el envés del cuadro de tu padre, es diferente a las que Hilario hizo para todos los miembros del grupo, incluido él, durante su permanencia en el convento. Es probable que tu padre, con la ayuda del mío, escondiera en el cuadro, mucho tiempo antes, esa llave, la que tienes en tu bolsillo -dijo mirando mi pantalón-. Respecto a los reflejos que tu cuadro proyecta, no podemos saber si el resto de los cuadros también los proyectaban, ya que desaparecieron con los forenses y el de tu padre nunca se encontró.

–Ese cuadro no pudo haberlo confeccionado Salas en el convento. Mi padre lo trajo mucho antes -respondí.

–Exacto, ya te he dicho que es más que probable que ambos, mi padre y el tuyo, supieran lo que el cuadro contenía, que hubieran escondido en su envés la llave y hubieran confeccionado juntos el marco de cristal -respondió-. También es probable que tu madre lo supiera, que tuviese conocimiento de lo que el cuadro contenía y no quisiera involucrarse. Su esposo había sido asesinado, debía de estar aterrada. Lo cierto es que en las cartas mi padre introdujo claves precisas que hablan de una llave a la que enumera como la trece. Eso nos indicó que había una llave más. El mensaje es: llave 13, cuadro, heredero, Fonseca.

Capítulo 40

–¿Yo y mi padre? – inquirí.

–Sí -respondió tajante Reyes-. Y, si sigues las palabras, está claro que, sin lugar a dudas, se refiere al cuadro y a ti: su heredero. De igual modo, el mensaje de mi padre, el que dejó escrito en el folio que te entregó sor Laudelina con la máquina de escribir y el dibujo, también se refiere a lo mismo.

–Tú mismo -interrumpió Daniel- no tuviste problemas para relacionar el dibujo con el cuadro, era idéntico. Enseguida supiste que el dibujo de Salas se vinculaba con tu cuadro. Como verás, es evidente que el padre de Reyes dejó la llave y el plano en aquel cuadro que regaló a tu padre por algún motivo, que ambos podían conocer o que sólo Salas conocía, caben las dos posibilidades.

–El cuadro no se lo regaló a mi padre, sino a mí -respondí-. Era mío. Dijo que el mejor vidriero lo había hecho para mí. Yo coleccionaba coleópteros, como mi padre, y siempre me han entusiasmado los prismas. Nunca, hasta que no tuve los objetos de Salas en mis manos, después de lo que le sucedió a mi esposa, pensé que aquel cuadro tuviera otro significado que el que siempre le di: el recuerdo de mi padre, el mejor de sus regalos. Un regalo que mi madre quiso quitarme cuando él murió, como otras muchas cosas de él, incluso su recuerdo y el orgullo de sentirme su hijo, el hijo del forense Fonseca. Ahora entiendo su actitud desmedida. Era como si estuviera enfadada con él por haberse dejado asesinar, como si le echara a él la culpa de lo sucedido.

–Tu madre debió de saber lo que significaba el cuadro después de la muerte de él y por eso te lo reclamó de aquella forma, quizás el calificativo de maldito viniera por ese motivo.

–Ahora disponemos de datos suficientes como para afirmar que mi padre intentaba sacar información encriptada del convento -dijo Reyes-, y que cuando se dio cuenta de que lo habían descubierto, que sabían de sus intenciones, no tuvo tiempo para mucho. Suponemos que el resto de las señales o advertencias que fue dejando sólo eran pistas falsas al sentirse descubierto. En ellas incluimos los cuadros y el resto de las llaves, aunque es posible que nos equivoquemos y en esos cuadros también hubiera datos significativos de lo que allí se gestaba o hacía. Pistas que le harían ganar tiempo y distraer la atención lo suficiente como para poder encriptar los mensajes en las cartas que le enviaba a mi madre. Tu madre dijo que el cuadro había desaparecido. Que era mejor así porque estaba maldito.

–¿Hablaste con mi madre? – pregunté sorprendido.

–Sí. Antes de que Jana estableciera contacto contigo, hablamos con ella. No hubo que darle referencias concretas sobre él. Bastó con que le dijéramos que estábamos buscando un cuadro regalado por Salas, un cuadro con el marco de cristal, para que supiese a qué nos referíamos. Nos advirtió de que nuestra investigación era peligrosa y nos rogó que no te involucráramos en ella. Fue entonces cuando dimos por hecho que tú eras el único que podría entrar en el convento. Las religiosas no tenían por qué poner trabas a tu requerimiento. Pero te negabas insistentemente a recordar, a indagar.

»Daniel, con sus investigaciones, con sus hipótesis, que hicieron saltar todas las alarmas en el convento y en los círculos eclesiásticos, nos abrió el camino que tanto nos había costado despejar. Las religiosas estaban dispuestas a facilitarnos toda la información que necesitáramos para que esclareciéramos lo acontecido aquellos años, sin reticencias, sin vetos. Cuando te localizamos ya teníamos una biografía exacta y objetiva de ti, pero necesitábamos verificar que tú no tenías conocimiento de lo sucedido. Después, ya sabes lo que sucedió. Jana se enamoró de ti.

–¿Por qué motivo pintabais las grafías del número pi en las fachadas? ¿No hubiera sido más fácil decirme todo tal y como lo has hecho ahora?

–Jamás te habrías prestado a colaborar. Si nunca mostraste interés alguno por lo sucedido, treinta años después era casi inviable que nosotras lo consiguiéramos, como tú mismo dejaste claro. Ni el psiquiatra ha conseguido que lo hagas, que recuerdes tu pasado o te enfrentes con él.

»Aún nos quedan muchos textos por descifrar, pero entre sus líneas no parece haber ningún nombre. Todo indica que mi padre no tenía idea de quién era la persona que lo iba a asesinar, pero, irónicamente, parecía estar seguro de que eso sucedería tarde o temprano. Lo que a cualquiera le llevaría al mismo punto que nos ha llevado a nosotros: lo que mi padre descubrió debió de ser muy trascendental. Y pensamos que sigue siéndolo, más importante y grave de lo que en un principio pensábamos.

–¿Qué quieres decir con que es más importante de lo que pensabais?

–El misterio sigue manteniéndose. Han pasado más de tres décadas y aún hay gente encargada de que aquellos hechos no salgan a la luz pública, de que nadie remueva el pasado, y no me refiero a las religiosas -dijo mirando a Daniel, que sonrió-; a él o a ellos, quien o quienes sean, les sigue importando que el motivo de los crímenes y las desapariciones permanezca oculto. Les preocupa tanto como para haberte tenido vigilado toda tu vida. Como para amenazar a mi hermana cuando comenzó a investigar sobre tu padre, cuando acudió al convento a recabar información y las monjas la atendieron.

–¡Vigilado!, sólo he estado vigilado por vosotros -dije en tono sarcástico.

–Por nosotras durante un tiempo, y toda tu vida por Josep. Él pertenecía a la misma organización de la que formaban parte nuestros padres y ese aspecto era conocido por ti. Creemos que se encargó de tenerte controlado. Se ganó tu confianza desde niño. No fue una coincidencia que tus castigos fueran la permanencia en casa del zapatero pegando suelas y remendando zapatos. Alguien decidió que así fuera. El padre Manuel era la única persona que nos podía haber dado esa información, pero desgraciadamente ya no está con nosotros. No olvides que la persona que más sabe de uno mismo es en la que depositamos nuestra confianza, nuestros temores, nuestras ilusiones. En tu caso esa persona era Josep. Él sabría en todo momento si recordabas algo que no debieras recordar o establecías contacto con alguien. ¿Quién crees que pintó la grafía en el fresco del palacete que estaba restaurando mi hermana? Dime, ¿quién crees que lo hizo?

–No lo sé -respondí.

–¿Quién conocía la entrada al palacete por el exterior? ¿Quién sabía con certeza que no había cámaras? El vigilante te dijo que esa entrada sólo la conocía el dueño del palacete, mi hermana y él. ¿Es así? – inquirió mirando a Daniel, que asintió con la cabeza y encogió los hombros en un gesto de disculpa dirigido a mí-. ¿Quién podía dominar con exactitud el código que tu padre utilizaba y que tú no tuviste problemas para descifrar con facilidad a simple vista cuando viste el mensaje sobre la pintura?

–No lo sé -respondí-. ¿Cómo quieres que lo sepa?

–Sólo Jana. Es evidente que sólo pudo ser ella. Creemos que, por algún motivo, antes de dirigirse al aeropuerto fue al palacete y dejó el mensaje, un claro mensaje que estaba dirigido a ti y a nosotros. Ella sabía que en el momento que se descubriese la pintada, intentarían localizarla. Si algo le sucedía, al no poder dar con ella, te llamarían. Aquella pintada sobre el fresco no pasaría inadvertida para nadie, si tú no llegabas a verla lo haría yo. Al menos permanecería sobre el fresco varios días antes de ser eliminada. Josep podría visualizarla, pero, aunque pudiera descifrarla, como hizo, no podría limpiarla. Ese era su propósito, dejar un mensaje claro: Josep es una célula dormida. Dejarlo en un lugar en donde él o cualquiera de los miembros de la red a la que pertenece no pudiera imaginar. ¿Qué restaurador en su sano juicio va a hacer semejante atrocidad? El mismo vigilante os comentó la reacción que supuso que tendría mi hermana al ver aquel seriado sobre la pintura. Debía de estar acorralada, al menos así debía de sentirse para tomar la decisión de dejar el mensaje sobre el fresco. El nombre del medicamento sólo le sirvió para despistar al zapatero y dejarnos claro en dónde estaba escondido el verdadero. Mi hermana era muy inteligente y muy astuta. El Serc lo utilizaban los dos, y Josep lo sabía. Él debió de pensar que, con el nombre del medicamento, el mensaje daba una indicación clara de que el seriado era de su autoría, como pensé yo en un primer momento, cuando Daniel me dijo lo que tú habías descifrado. Sin embargo, tú pensaste que la medicina tenía algo que ver en su estado y, aunque tal vez no estés equivocado del todo, lo que hemos encontrado en el bote indica que no es así -dijo, sacando del interior del envase una de las cápsulas, abriéndola, y depositando el contenido metálico en mi mano.

–¡Pero… esto es una grabadora como la que había en el interior de la libélula! – exclamé sorprendido.

–Exactamente. Esta no estaba en el interior del broche de Jana. Este aparato estaba preparado para ser colocado en uno de los pasadores del pelo que tenía Jana, uno muy especial.

–La libélula azul -dije-. La que tú le regalaste.

–Eso es. Era un broche que, a diferencia del prendedor, se podía abrir sin necesidad de tener que partir el cristal, pero que dejamos de utilizar cuando perdió una de las grabaciones que hizo en el convento, durante la primera charla con sor Vasallo. No lo encontró, debió de abrirse. Entonces decidimos hacernos con uno en el que la grabación pasara de un aparato a otro sin necesidad de tener que abrirlo. Un aparato que tuviese dos piezas. Más seguro.

–La hembra y el macho -respondí.

–De esa forma, si localizaban el aparato, era más complicado extraer la información. Desde el primer momento de nuestras investigaciones supimos que nos enfrentábamos a poderes muy peligrosos. Si los asesinatos de mi padre y el tuyo habían permanecido ocultos, si todo lo absurdo e ilegal que rodeaba las investigaciones no había sido esclarecido, era porque tras ello se escondía algo que por su importancia podía poner en peligro nuestra integridad física. La única forma de asegurar la información que se podía conseguir, si Jana o alguno de nosotros sufría cualquier percance, como desgraciadamente ha sucedido, era llevando consigo, durante las averiguaciones, una grabadora que registrara las conversaciones y los descubrimientos. Cuando comenzaron a amenazarnos, a intentar entrar en nuestras bases de datos, supimos que las grabadoras eran la única manera de demostrar lo que sucedía si las cosas se ponían más feas de lo que imaginábamos.

–¿Entonces el aparato que tenía la libélula que ella llevaba en el aeropuerto recogía la charla que supuestamente mantuvo con Josep durante su cita?

–Eso, como tú sabes, no podremos averiguarlo nunca. Tu querido amigo Josep lo destruyó y, con su acción, nos demostró que lo que decía el mensaje que más tarde visteis en el fresco era cierto. No sabemos si se volvió a ver con ella en el aeropuerto, en la terminal, o no lo hizo. Antes de continuar con la conversación, será mejor que escuches lo que esta grabadora recogió la noche antes de que mi hermana entrase en coma en el aeropuerto.

Capítulo 41

Rosalía, tras una seña de Reyes, se dirigió a un maletín confeccionado en cuero marrón y extrajo de su interior un pequeño aparato reproductor. Se lo entregó a Reyes, quien apretó el Play:

TRASCRIPCIÓN DE LA GRABACIÓN